12.9 - Revista La razón histórica

Pío VII, un Papa débil, prisionero de Napoleón Bonaparte.

 

Rodolfo Vargas Rubio.

 

Historiador, escritor y teólogo.

 

 

PÍO VII Y NAPOLEÓN: HISTORIA DE UN ENFRENTAMIENTO.

Los defensores de la autenticidad de la famosa Profecía de los Papas atribuida a san Malaquías de Armagh suelen aducir como argumento a su favor el acierto del lema asignado por ella a Pío VII: “Aquila rapax” (Águila rapaz). Y es que la mayor parte de su pontificado transcurrió bajo la sombra amenazante de Napoléon, el hombre que, como esa grandiosa ave, se elevó hasta las cumbres más altas del poder, desde donde se abatió sobre las naciones de Europa haciéndolas presas de sus garras, no perdonando ni siquiera a la Sede de Pedro. Precisamente, hace algunas semanas se cumplieron doscientos años del inicio del cautiverio del papa Chiaramonti por disposición del enfant gaté de la Revolución. Queremos hacernos eco de esta efeméride relatando las vicisitudes que marcaron la difícil relación entre ambos.

 

Dom Barnaba Gregorio Chiaramonti, cardenal benedictino y obispo de Imola, tenía 57 años cuando fue elegido sucesor de su pariente y paisano Pío VI el 14 de marzo de 1800, en un cónclave algo fuera de lo común. Por de pronto, se había reunido en la abadía benedictina de la isla de San Giorgio Maggiore en la laguna de Venecia, rompiendo así una continuidad de casi cuatrocientos años de cónclaves romanos. También contó con la participación del número más bajo de electores desde 1534: sólo participaron 35 de los 45 cardenales del Sacro Colegio. Éste se hallaba dividido entre zelanti y politicanti. Los primeros reivindicaban los derechos de la Iglesia conculcados por la Revolución y rechazaban todo compromiso con ésta, mientras los segundos, considerando que la nueva situación creada por ella era irreversible, se mostraban partidarios de acuerdos prágmáticos que salvaran lo esencial. Hubo la intervención de las potencias católicas, que hicieron uso del privilegio del exclusive, produciéndose un impasse, del cual se salió cuando los votos de los electores convergieron en un nombre propuesto por monseñor Ercole Consalvi: el del cardenal Chiaramonti. Su elevación al sacro solio dio un mentís a la Revolución que había pretendido que Pío VI (muerto el 29 de agosto de 1799 a consecuencia de los padecimientos de su duro cautiverio) sería el último de los Papas.

 

Cuando Pío VII se convirtió en Romano Pontífice la estrella de Bonaparte acababa de iniciar su ascenso fulgurante: el águila emprendía el vuelo. Por medio del golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, había acabado con el corrupto y desprestigiado Directorio y, convertido en Primer Cónsul, se había hecho con un poder omnímodo, que le iba a permitir consolidar la Revolución, dándole estabilidad institucional y una fachada de respetabilidad. Durante diez años Francia había vivido en medio de una vorágine de cambio con episodios de violencia extrema y sangrienta que habían acabado por hartar a la población. Ésta empezaba a mirar con nostalgia a las instituciones tradicionales que habían hecho la grandeza del país en el pasado: la monarquía y la religión católica. Bonaparte comprendió que no podría gobernar sin asumir la herencia de la primera y prescindiendo de la segunda (anclada como estaba en la idiosincrasia gala). Por eso, empezó a dar los pasos para construir su cesarismo y quiso reconciliarse con la Iglesia de Roma, acabando con el cisma provocado por la Constitución Civil del Clero de 1790.

 

En 1801, con la Paz de Lunéville impuesta a Austria (9 de febrero), Bonaparte prevaleció sobre sus enemigos extranjeros y consolidó sus conquistas, lo que le permitió dedicarse por entero a su doble propósito de cimentar su régimen y devolver la paz religiosa a Francia. Como buen conocedor que era de la Historia, sabía que el apoyo de la Iglesia era la mejor garantía de permanencia para el poder político. Pipino el Breve pudo substituir a la degradada dinastía merovingia gracias al apoyo del papa Zacarías, y Carlomagno vio consagrado su papel preponderante como primer príncipe de la Cristiandad gracias a su coronación imperial por León III. Por otra parte, Enrique IV no pudo reinar tranquilo hasta que no abjuró de la herejía calvinista y se reconcilió con Roma, con el beneplácito y la bendición de Clemente VIII. Así pues, era natural que Bonaparte, retomando la tradición, se acercara al nuevo papa con talante conciliador si quería que las bases de la nueva Francia que quería fundar fueran sólidas. Además, Pío VII tenía fama de moderado. En 1797, había sorprendido a todos al aseverar, en una homilía en su catedral de Imola, que el Evangelio y la Democracia eran conciliables: “Siate tutti cristiani di un pezzo, e sarete anche dei buoni democratici” (“Sed todos cristianos de una pieza y seréis también buenos democráticos”).

 

Pero, ¿cuál era la situación del catolicismo francés? Desde 1790 había dos iglesias: la tradicional, fiel a Roma, y la constitucional, dependiente del Estado y cismática. La primera estaba proscrita por la ley y había sido víctima de una cruel persecución. Sus ministros eran llamados “refractarios” por haberse negado a prestar el juramento impuesto por la Constitución Civil del Clero, la cual negaba la suprema potestad del Papa. La segunda, aunque oficial, era una iglesia despreciada por el poder (en manos de teístas, escépticos e incrédulos) y repudiada por la mayor parte del pueblo fiel, que seguía apegado a la tradición. Sus ministros, los “juramentados” o “constitucionales”, eran simples funcionarios estatales en lo religioso. En honor de la Jerarquía francesa hay que decir que la casi totalidad de los obispos (menos cinco) se negó a prestar el juramento. Talleyrand, ex obispo de Autun, tuvo que consagrar a los primeros obispos constitucionales. De los párrocos (en situación humana más delicada), la mitad se mantuvo fiel a Roma. Parte del clero refractario debió partir al exilio donde gozaba del favor y la protección de los legitimistas. Los que se quedaron en Francia tuvieron que resignarse a vivir precariamente y bajo la constante amenaza de los revolucionarios.

 

A principios de 1801, se encargó al abate Etienne-Alexandre Bernier el asunto de la reconciliación con Roma. Poco después, era enviado a la corte papal el diplomático François Cacault con plenos poderes para negociar un nuevo concordato. La mayoría de las propuestas del gobierno francés eran inaceptables para Pío VII porque lesionaban gravemente los derechos de la Iglesia, de modo que las negociaciones empezaron a alargarse. Impaciente, Bonaparte ordenó el regreso de Cacault el 13 de mayo si la Santa Sede no se avenía a razones en el plazo de tres días. Antes de marcharse, el embajador francés logró persuadir al Papa de que enviase a París al cardenal Ercole Consalvi, su secretario de Estado, a fin de negociar directamente con el Primer Cónsul. Consalvi tuvo que hacer gala de su extraordinaria capacidad diplomática para no dejarse engatusar. Se revisaron cuidadosamente los antecedentes de las relaciones entre Francia y la Iglesia de Roma: la Pragmática Sanción de Bourges de 1438, el Concordato de 1516 entre León X y Francisco I y la Declaración del Clero Galicano de 1682. El mayor problema consistía en que Bonaparte quería una jerarquía completamente nueva y a su medida, lo cual implicaba la renuncia de todos los obispos, tanto refractarios como constitucionales. Sobre esto se mostró irreductible. El dilema para el Papa era terrible: acceder a la exigencia del Primer Cónsul era en la práctica castigar a los obispos fieles por su adhesión a Roma; pero, por otra parte, si no lo hacía, las esperanzas de una restauración católica en Francia podían darse por perdidas. Consalvi, en nombre de Pío VII, acabó por aceptar el mal menor para el mayor bien de la Iglesia.

 

El nuevo concordato, que constaba de diecisiete artículos, establecía los siguientes puntos principales: la católica era reconocida como la religión de la nación francesa, por lo cual el Estado le aseguraba el libre y público ejercicio; el número de las diócesis francesas se reducía a 60; el Papa exigía a todos los obispos –tanto refractarios como constitucionales– que se hallaran en posesión de su cargo en el momento del concordato la inmediata renuncia a su sede; el Primer Cónsul propondría a la aprobación del Papa, en el plazo de tres meses, los nombres de los futuros obispos para las nuevas sedes; una vez confirmados por Roma, los nuevos obispos prestarían juramento ante el Primer Cónsul; las iglesias catedrales y parroquiales se consignarían a los obispos; los bienes eclesiásticos confiscados por la Revolución se quedarían en manos de sus propietarios actuales y, en compensación, el clero recibiría una asignación del Estado; los fieles podían volver a instituir fundaciones y obras pías a favor de la Iglesia; el Primer Cónsul, en fin, reivindicaba los antiguos privilegios concedidos por los Papas a los reyes de Francia.

 

El documento debía ser firmado el 14 de junio, pero Consalvi se percató de que el texto que se le sometió aquel día no era conforme a lo acordado y se negó a rubricarlo. Bonaparte mostraba así una mala fe de la que no tardaría en volver a hacer gala, pero por el momento desistió de sus manejos deshonestos y, al día siguiente, presentó a la firma del cardenal el concordato tal y como se había pactado. Consalvi partió de regreso a Roma, a donde llegó el 6 de agosto.

 

El acuerdo despertó el descontento del partido de los zelanti en la Curia, que veían con desagrado que se habían hecho demasiadas concesiones a un régimen hijo de la Revolución; para los legitimistas se trató de una verdadera traición, y contrastaban la actitud condescendiente de Pío VII hacia el jacobino Bonaparte con la de inequívoca condena de Pío VI a los principios revolucionarios, como se refleja en el siguiente epigrama que corrió por esa época: “Per conservar la fede, Pio VI perdé la sede; per conservare la sede, Pio VII perde la fede” (el juego de palabras entre “sede” y “fede” es lamentablemente intraducible al español de modo que se conserve el verso). No obstante, el Papa consideraba que el bien de las almas estaba por encima de cualquier otra consideración y, con todo el dolor de su alma, dio el paso al que se había comprometido: el 15 de agosto promulgaba el breve Tam multa, por el que exigía la renuncia a sus diócesis a todos los obispos que habían sido nombrados por Roma y no habían prestado el juramento revolucionario. Paralelamente, mediante el breve Post multos labores, pedía también a los obispos constitucionales que dimitieran. De los 81 obispos preconizados en el Antiguo Régimen aún en vida en 1801, 45 obedecieron; los demás respondieron evasivamente y unos pocos se negaron en redondo a obedecer al Romano Pontífice, surgiendo de esta manera el cisma de la Petite Église (que se diluiría a principios del siglo XX). Pío VII procedió, entonces, a deponer a los remisos. Esta intervención directa de Roma a favor de lo estipulado en el concordato (sin precedentes por tratarse de la supresión en bloque de toda la Jerarquía de una nación católica) fue decisiva en la desaparición del galicanismo. El nuevo catolicismo francés nacía unido a Roma y por un acto jurídico de la Santa Sede.

 

Pero no todo iba a ser un camino de rosas. El Primer Cónsul tenía preparado un as bajo su manga para tornar el Concordato a su mayor conveniencia. Pidió a Roma el envío de un legado a latere para su aplicación, siendo enviado el cardenal Giovanni Battista Caprara, cuya misión en París no iba a ser fácil. Bonaparte difirió la publicación del acuerdo con la Santa Sede hasta la Pascua de 1802, lo cual le dio tiempo para preparar y sancionar 77 artículos orgánicos que pretendían poner en práctica lo estipulado con el cardenal Consalvi el año anterior. De más está decir que se trataba de disposiciones arbitrarias, como la de que los decretos de Roma no serían efectivos sin el visado gubernamental; que no serían bienvenidos nuncios apostólicos ni se reunirían sínodos sin el beneplácito de la República; que el matrimonio civil precedería al canónico; que el catecismo debía tener el nihil obstat de la autoridad civil, etc. Pío VII protestó en vano y su legado, de talante quizás demasiado conciliador, dejó hacer al Primer Cónsul más de la cuenta, lo que le valió críticas de pusilanimidad, incluso de parte de Consalvi. Pero Caprara se defendió aduciendo que había procurado salvar todo lo salvable. El hecho crucial fue que el Concordato fue recibido con júbilo por la gran mayoría del pueblo francés, que vio restaurada la religión, la cual experimentó un desarrollo extraordinario desde entonces.

 

Un segundo concordato fue celebrado por la Santa Sede, por voluntad de Bonaparte, con la República Italiana (la antigua República Cisalpina) con capital en Milán. Al principio, el Papa se rehusó a celebrar ningún acuerdo, puesto que en los territorios que conformaban ese Estado no se había de hecho abolido la religión católica como había pasado en Francia, por lo que no había necesidad de nuevas regulaciones. Pero el Primer Cónsul presionó haciendo publicar por el conde Melzi d’Eril, vicepresidente de la República, un decreto de corte jansenista compuesto de 27 artículos que limitaban grandemente la libertad de la Iglesia. Ante el peligro de la situación, los cardenales de la Curia aconsejaron a Pío VII negociar el concordato querido por Bonaparte. El 27 de noviembre de 1802, daba el Pontífice plenos poderes al cardenal Caprara para tratar con aquél. El trabajo fue un continuo y arduo tira y afloja hasta que se llegó a pactar unas condiciones aceptables por entrambas partes. Esta vez Caprara se hizo acreedor a la aprobación de su gestión y Pío VII confirmaba el concordato con la República Italiana el 6 de noviembre. Como el Primer Cónsul también se halló satisfecho de la actuación del cardenal, obtuvo de Roma su preconización a arzobispo de Milán y que se quedara en París como legado permanente.

 

2.      EPISODIO DOLOROSO COMO POCOS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

El vuelo del águila siguió ganando altura: el 25 de marzo de 1802, aprovechando la caída de William Pitt, Francia había firmado la paz con la Gran Bretaña en Amiens (consecuencia natural del Tratado de Lunéville). Momentáneamente libre de cuidados respecto a las potencias europeas, y reconciliado con la Iglesia, Bonaparte aprovechó su popularidad para preparar su gran apoteosis. El 19 de mayo del mismo año, creaba la Legión de Honor, condecoración que vino a substituir las antiguas Órdenes del Rey (la del Espíritu Santo y la de San Miguel) y a la Orden Real y Militar de San Luis, suprimidas por la Revolución. El 5 de agosto siguiente, un plebiscito transformaba su consulado decenal en vitalicio. De allí a convertirse en monarca no había más que un paso, pero no lo daría hasta no haber temblar a todas las testas coronadas de Europa abatiendo el principio de legitimidad. En el mejor estilo jacobino, hizo, en efecto, capturar, someter a un simulacro de juicio y ejecutar sumariamente a un príncipe de la sangre: Luis de Borbón, duque de Enghien, hijo del príncipe de Condé, que fue fusilado en las tapias del castillo de Vincennes el 21 de marzo de 1804. Fue el primero de sus grandes errores, pero el hecho es que tres días después, el 28 de marzo, el Senado proclamaba emperador a Bonaparte.

 

Éste, sin embargo, quería consagrar de alguna manera su monarquía de nuevo cuño y decidió que fuera el Papa quien le ciñese la corona imperial en París. De este modo, Europa no tendría más remedio que reconocer su régimen. En cuanto se conoció el deseo de Napoleón, los miembros del Consejo de Estado –entre los cuales figuraban antiguos jacobinos– le manifestaron sus reservas: temían que el acto de coronación constituyese un triunfo para el Papado; por eso, le querían disuadir de llevarlo a cabo y que se contentara con una ceremonia civil. Pero el Corso conocía muy bien el valor de los símbolos y su poder de fascinación sobre el pueblo y arguyó que una coronación privada de elementos religiosos sería un acto vacío y sin significación. Por otra parte, no había que temer nada del Pontificado Romano: hacía mucho que no eran ya los tiempos de un Gregorio VII, que obligó a todo un Enrique IV a ir a Canossa, o de un Inocencio III, que puso en entredicho a todo el reino de Francia para castigar a Felipe II Augusto.

 

Cuando Pío VII supo de las intenciones de Napoleón, fue presa de una gran turbación hasta el punto de enfermar seriamente. Convocado el Sacro Colegio, la mayoría de los veinte cardenales consultados por el Papa se mostraron contrarios a que éste accediera. Sería como consagrar aquella misma Revolución que había hecho tanto sufrir a Pío VI. Constituiría un atentado al principio de legitimidad y un insulto a los Borbones. Además, existía ya un emperador: Francisco II, cabeza del Sacro Imperio Romano-Germánico, heredero de los Césares, de Carlomagno, de los Otones, de los Hohensatufen y de los Habsburgo. Y se suponía que el Imperio era uno solo para toda la Cristiandad. Pero, ¿había todavía Cristiandad? Otros purpurados, aun concediendo la posibilidad de la coronación imperial, consideraban que era Napoléon quien tenía que ir a Roma o, al menos, a algún otro lugar del Estado Pontificio, a menos que se considerara a Pío VII como un mero capellán de aquél. El cardenal Consalvi, sin embargo, convenció a todos de que era más sabio condescender y no provocar las iras del hombre que había acumulado tal poder que podía hacer pagar muy caro a la Iglesia una negativa del Romano Pontífice. Pero puso ciertas condiciones para salvar el decoro y sacar algún provecho a favor de la religión.

 

Napoleón envió al general Caffarelli el 15 de septiembre llevando la invitación oficial al Papa y dándole algunas de las seguridades exigidas por Consalvi. Pío VII partió de Roma el 2 de noviembre, dejando a Consalvi a la cabeza del gobierno de la Santa Sede. El suyo fue un viaje triunfal; por dondequiera que pasó fue recibido con grandes muestras de veneración y entre aclamaciones. Cierto es que el nuevo emperador había dado órdenes que se honrase al Pontífice, ya que su gloria redundaría en la del Imperio que venía a consagrar. Las multitudes, empero, no necesitaban ser espoleadas: se arremolinaban espontáneamente alrededor del carruaje papal para honrar una religión fuertemente radicada en lo profundo de su ser a pesar de las persecución y del intento revolucionario por aniquilarla. El 28 de noviembre llegó el augusto viajero a París, siendo acogido por la flamante corte imperial y las nuevas instituciones del nuevo régimen. La víspera del gran día hubo un incidente inesperado que tuvo que resolverse sobre la marcha.

 

La emperatriz Josefina confesó a Pío VII que sólo estaba unida civilmente a Napoleón. El Papa entonces se negó en redondo a efectuar la coronación imperial a menos que la pareja se casara también canónicamente, a lo cual accedió el Emperador a regañadientes. Su tío materno, el cardenal Fesch, ofició el improvisado matrimonio.

 

El domingo 2 de diciembre, primero de Adviento, se llevó a cabo en la catedral de Notre-Dame una ceremonia que rememoraba fastos de la Antigüedad, pero que nada tenía que ver con el tradicional sacre royal (consagración regia) de Reims. Éste hacía del monarca un cuasi-sacerdote, vicario de la Iglesia en lo temporal, mientras que el rito de París estaba pensado para la mayor gloria de Napoléon. En la Navidad del año 800, el papa León III había coronado a Carlomagno “por sorpresa” en San Pedro. Ahora, mil años después, era el émulo y sucesor de éste el sorprendería al sucesor de aquél. En el momento culminante, cuando Pío VII se aprestaba a ceñir la cabeza de Napoléon, tomó éste inopinadamente la corona de las manos del Papa y se la puso él mismo sobre sus sienes. Acto seguido, coronó a su esposa, escena inmortalizada por el conocidísimo lienzo de Jacques-Louis David, en la que aparece un resignado Papa esbozando una tímida bendición desde su trono, acompañado del cardenal Caprara, sumido en embarazo.

 

Pasados los fastos de la coronación y vuelto a las preocupaciones políticas, el Emperador daba largas al Papa respecto a su retorno a Roma. Aduciendo que el paso de los Alpes en invierno era por lo menos una imprudencia, logró que Pío VII permaneciese unos meses en París, alojado espléndidamente en el Pabellón de Flora de las Tullerías. La intención de Napoléon era, desde luego, prolongar indefinidamente su estancia para hacerla servir a sus intereses. Un miembro de la corte imperial sugirió al Pontífice que fijara su residencia en Aviñón, como habían hecho sus predecesores en el siglo XIV. Éste respondió diciendo que no le importaba lo que hicieran con él, pues antes de partir de Roma había dejado instrucciones precisas según las cuales, si se le retenía contra su voluntad, los cardenales debían considerarlo como dimitido a todos los efectos. “Entonces, aseguró, en mí sólo tendréis a un humilde monje llamado Barbaba Chiaramonti, pero nada más”. Ante este argumento, que le fue referido, Napoléon dejó finalmente marchar a Pío VII, que emprendió su regreso a Roma el 4 de abril de 1805. A su llegada le alcanzaron los últimos obsequios del Emperador, entre ellos una magnífica tiara (que aún se conserva en el tesoro vaticano).

 

El 26 de mayo, el Emperador de los Franceses era coronado en el Duomo de Milán como Rey de Italia con la histórica Corona de Hierro de los Longobardos, que contenía la reliquia de uno de los clavos de la Cruz de Cristo (conservada hoy en la capilla de Teodolinda de la catedral de Monza). En una ceremonia semejante a la de la de París, Napoleón la tomó de manos del cardenal Caprara, el arzobispo ambrosiano, y se la colocó él mismo con estas arrogantes palabras: “Dios me la ha dado y ¡ay de aquél que me la quite!”. El águila imperial remontó nuevamente vuelo y se abatió sobre la Europa, enfrentándose una nueva coalición. Las batallas de Ulm y de Austerlitz, respectivamente en octubre y diciembre de 1805 marcaron la derrota aplastante del Sacro-Imperio y su final efectivo, como consecuencia de la Paz de Presburgo (26 de diciembre). Francisco II hubo de renunciar a su soberanía sobre Alemania y depuso la corona como emperador germánico el 6 de agosto de 1806. Previendo esto y para no ser menos que Napoleón, ya dos años antes se había proclamado emperador de sus estados hereditarios (los de los Habsburgo) con el nombre de Francisco I de Austria. La siguiente potencia en ser doblegada fue Prusia, con las victorias francesas en Jena y Auerstädt (ambas el 14 de octubre de 1806). Rusia, en fin, fue vencida en Eylau (8 de febrero de 1807) y Friedland (14 de junio de 1807), viéndose obligada a aliarse con Francia contra la Gran Bretaña (víctima del bloqueo continental) en virtud del Tratado de Tilsit (7 de julio de 1807).

 

Napoléon había ocupado en 1806 el Reino de Nápoles, expulsando a los Borbones y poniendo sobre el trono partenopeo a su hermano José. La flota inglesa, sin embargo, era todavía fuerte en el Mediterráneo. Al negarse Pío VII a sumarse al bloqueo continental contra la Gran Bretaña, dejando abiertos a sus barcos el puerto de Civitavecchia y los del Adriático, el emperador francés ordenó al general Miollis que ocupara Roma, en la que entraron sus fuerzas el 2 de febrero de 1808. Mientras tanto, Francia invadía Portugal y de paso se apoderaba del trono español, que dio Napoleón a su hermano José, el cual dejó el trono de Nápoles a Murat, su cuñado. Austria, que se había levantado en armas nuevamente, fue vencida nuevamente en Essling. Desde Viena, el 27 de mayo de 1809 (cinco días después de esa batalla), el que ya era dueño de la situación en toda Europa, decretaba la anexión al Imperio Francés de los Estados de la Iglesia, declarando a Roma ciudad libre imperial y dejándosela al Papa como residencia. Pío VII reaccionó haciendo publicar, el 10 de julio, la bula Quam memorandum de excomunión contra los violadores de los derechos de la Iglesia, redactada por el barnabita Francesco Fontana. Se sucedieron graves desórdenes en la Ciudad Eterna y el general Miollis ordenó la captura del Pontífice, que se llevó a cabo la noche del 6 al 7 de julio, cuando tropas francesas al mando del general Radet invadieron el palacio papal del Quirinal. El papa Chiaramonti no quiso que se derramara la sangre de sus valientes defensores de la Guardia Suiza y se rindió a sus captores. Radet dispuso la salida inmediata de Roma de su augusto prisionero (que tuvo apenas tiempo de coger su breviario), acompañado del cardenal Bartolomeo Pacca, pro-secretario de Estado (en reemplazo del cardenal Consalvi, que se había exiliado en París por exigencia de Napoleón tres años antes).

 

El viaje fue un verdadero viacrucis para el enfermizo Pío VII, que había superado los 67 años. Al salir de Poggibonsi, cerca de Siena, volcó el carruaje, acabando en medio de aguas pantanosas de las que salieron a duras penas el Papa y su ministro, magullados por el accidente. Más tarde, se detuvieron un tiempo en la Cartuja de Florencia, pero al partir, el cardenal Pacca fue separado de su augusto señor y enviado al Piamonte por una vía distinta. A Pío VII lo llevaron hasta Sarzana donde fue embarcado con rumbo a la Liguria. Llegado que hubo al puerto de San Pier d’Arena en Génova, continuó el viaje por tierra por Alessandria y Turín hasta el Cenisio, donde se reunió con él el cardenal Pacca, para acompañarlo hasta Grenoble. Aquí los dos hombres de Dios volvieron a ser separados: Pacca fue llevado prisionero a la fortaleza de Fenestrelle (donde permaneció hasta 1813), mientras el Pontífice tuvo que seguir una accidentada e incoherente ruta que lo llevó por Valence en el Delfinado (la ciudad donde estuvo cautivo y murió Pío VI), Aviñón y Niza, hasta llegar a Savona a finales de año. Aquí recibió Pío VII las expresiones de fidelidad de la población, permaneciendo hasta 1812.

 

Napoleón quiso aprovechar el cautiverio del Papa para arrancarle inauditas concesiones que constituían graves atentados a la independencia de la Iglesia del poder civil. Quería, además, que se estableciese su sede en París, haciendo de la capital imperial también la del Catolicismo. Pío VII se resistió a tales pretensiones, a pesar que se le quiso forzar alejando de él a todos los prelados fieles y secuestrando su correspondencia. Napoléon quiso forzar las cosas convocando un concilio en París, al que asistieron 95 entre cardenales y prelados, que, ante su sorpresa, se declararon incompetentes para suplir la autoridad pontificia. El 6 de octubre de 1811, después de tres meses de estériles sesiones, el concilio parisino fue disuelto por un enfurecido emperador. El 27 de mayo de 1812, éste ordenaba, antes de partir para la campaña de Rusia, el traslado del Papa de Savona a Fontainebleau. La travesía de los Alpes casi le costó la vida, llegándosele a administrar la extremaunción y el viático. En el palacio renacentista de Francisco I pasó el resto de su cautividad. Pero en Rusia y en España empezó a cambiar la fortuna del águila rapaz.

 

El 19 de enero de 1813, Napoléon se entrevistó en Fontainebleau con Pío VII. Lo trató cordialmente, pero logró convencerlo de la necesidad de un nuevo concordato con mayores concesiones a la potestad temporal. Obtuvo la firma papal el 25 de enero y se apresuró a publicar el nuevo acuerdo. El Pontífice fue presa de grandes escrúpulos de conciencia, pero fue confortado y tranquilizado por el cardenal Pacca (al que se había autorizado a reunirse con Pío VII en vistas al concordato), que le aseguró que podía retractarse, lo cual efectivamente hizo en carta a Napoléon (que se hallaba en Alemania) el 14 de marzo siguiente. Los consejeros de éste le insistían para que rompiera definitivamente con Roma como Enrique VIII, pero no quiso hacerles caso. En medio del tira y afloja entre el Papa y el Emperador de los Franceses, ocurrió la derrota de éste en la Batalla de Leipzig, llamada de las Naciones, del 16 al 19 de octubre. Pensando que el prisionero de Fontainebleau atraía sobre él las iras del cielo, ordenó inesperadamente su liberación el 23 de enero de 1814. En marzo el Papa partía de regreso a Roma en un viaje triunfal. Mientras tanto, el 20 de abril, en el mismo palacio que había servido de encierro a Pío VII, su antiguo carcelero firmaba el acta de abdicación de su corona imperial.

 

El 24 de mayo de 1814, entraba en Roma su anciano y trabajado Obispo, siendo recibido entre lágrimas por su pueblo. En recuerdo de esta fecha instituyó la festividad de Santa María bajo la advocación de Auxilio de los Cristianos. Curiosamente, amparados por la hospitalidad de Pío VII, llegaban con él Letizia Ramolino –Madame Mère– y los napoléonidas, caídos en desgracia y arrastrados por la caída del águila. La matriarca de la dinastía corsa que había ocupado efímeramente los principales tronos de Europa se instaló en el Palazzo Aste (situado en un ángulo de la Plaza Venecia haciendo esquina con la Via del Corso y que hoy se llama también Bonaparte), donde pasó sus últimos años, sobreviviendo a todos sus hijos. El último vuelo de Napoléon, iniciado en marzo de 1815, fue fugaz: duró tan sólo cien días, pero el Papa no quiso correr riesgos y se trasladó a Génova, donde el rey Víctor Manuel I de Cerdeña lo acogió con todos los honores. Vencido Bonaparte definitivamente en Waterloo y exiliado a Santa Elena, Pío VII retornó a Roma el 7 de junio. Poco después enviaba al cardenal Consalvi al Congreso de Viena, pero esto es ya otra historia. Otro recuerdo de la cautividad napoleónica del Papa quedó en la liturgia a través de la segunda festividad de los Siete Dolores de la Santísima Virgen, que se celebra cada 15 de septiembre y es conocida como de los Dolores Gloriosos.

 

 

La Razón Histórica, nº12, 2010 [71-80], ISSN 1989-2659. © IPS

 

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