De la desigualdad personal en la sociedad civil (1799)

 

 

Ramón Campos Pérez

 

Escritor y filósofo español [1755-1808], situado en la corriente castiza del escolasticismo nominalista[1].

 




Modificaciones de la desigualdad por la riqueza, y de la gradación de clases


Pero no es tan injusta la naturaleza que atempere la distinción mera y rigurosamente por las riquezas. La consideración que se atrae el rico no es tanto por serlo como por gastarlo.

El que teniendo mucho, gasta poco, no hace ilusión, no da pie para que se le mire como una criatura feliz, sino como un traidor para sí, y consiguientemente aleve para los demás. Sus desgracias y quebrantos no mueven a compasión sino a alegría. Y sus eventos felices hacen lástima. Los medios que tiene de corromper, por lo mismo que lo hacen temible, provocan más el odio. Nada se detesta tanto como el avaro.

No basta tampoco adquirir muchas riquezas para llamar el respeto espontáneo y desinteresado que llama la grandeza.

Para parecer del orden elevado de los magnates es menester que el pretendiente no haya estado nunca en clase humilde, o tenga una alma que en cualquiera clase parezca grande. Es menester que el origen pequeño se esconda de la memoria a fuerza de tiempo, o se borre con hazañas que hagan patente la injusticia de la suerte en haber alojado bajamente un alma tan superior. Para parecer grande es menester o serlo por las hazañas o parecerlo por la cuna.

El hombre de fortuna, el hombre nuevo, llama la ojeriza y el desdén de sus nuevos coiguales, la envidia de los antiguos, y la murmuración de las clases inferiores.

Por mérito intrínseco que tenga, si carece del extrínseco, que es el único que pueda juzgar el vulgo, siempre se supone hay otros muchos hombres, por lo menos, de tanto mérito. Y de consiguiente, choca la distinción.

Si se vulgariza, lo menosprecian sus iguales. Y si se engríe y toma todo el fuero, se hace odioso a los demás. Es menester o grandes proezas, o entronques muy ilustres para que el hombre nuevo parezca como el de cuna.

Éste, por lo contrario, aunque pierda sus riquezas, continúa tiempo haciendo viso en la imaginación del pueblo. No carece de fundamento la ilusión.

El mérito o demérito de cualquiera lo participan en algún modo sus amigos: conforme se sienten honrados en lo uno, también se afrentan y como que conocen desdorarse de lo otro. Nadie que tiene vergüenza quiere pasar por amigo de un malvado, porque la amistad la creemos porvenir de la semejanza de carácter, y nos es natural formar concepto de uno por el que tengamos de las gentes de su roce. Amigos, pues, parientes, y sobre todo padres ilustres, parecen sordamente motivos poderosos para portarse con honor. Tan estragado como estaba Catilina, sin embargo, al darse la batalla, refiere el escritor de su conjuración, mostró un heroísmo extraño en un caudillo de malhechores.

En todas las repúblicas cultas se hizo mérito de la ilustre cuna. Y la naturalidad de esta idea se muestra bien en la costumbre de los insignes poetas griegos y romanos, que nunca olvidaron atribuir o fingir un origen muy esclarecido a los héroes que celebraban.

Pero no sea esto ocasión para que la nobleza moderna se engría de sus ridículos privilegios, y de sus pergaminos y protocolos todavía más ridículos, rezando unos parentesco con Wamba, otros con Galba, y quienes subiendo la alcurnia hasta Noé. En mil años de sucesión, malo será le falte a nadie un ascendiente que se haya señalado en mérito y otro en villanía.

Los ilustres parientes que miramos como estímulo, o que tienen opción al agradecimiento del público, no son los remotos del tiempo del diluvio, o del tiempo de los Moros, cuyos beneficios o hazañas ya ni agradecemos ni admiramos, sino los parientes inmediatos, aquéllos cuyo rostro esté todavía en la memoria de las gentes, cuyos beneficios se estén reconociendo y palpando aún, y cuyas máximas y ejemplo haya verosimilitud de conservarse aún en la familia. Los muertos de nuestros tiempos siguen vivos en nuestra imaginación, y los figuramos atentos a nuestra conducta. Y por tanto, si a alguno de ellos le hemos tenido o cariño, u obligación, hacemos la demostración con sus allegados o parientes, creyendo que él lo aprecia desde el sepulcro.

La distinción natural de las riquezas es generalmente proporcional al carácter que suponen en el poseedor. Así, los que viven de ganancias procuradas por sí mismos no hacen el viso que los que viven de renta.

El objeto del que vive de ganancias es aumentar su capital, pues para no aumentarlo, lo pondría mejor a renta. El capital no se aumenta si no es ahorrando de sus ganancias. El que vive, pues, de ganancias procuradas por sí, propende a economizar más que nadie, y a privarse de mil cosas de que no careciera el rentero en iguales medios. Por lo cual éste gasta más esplendor, y hace más viso.

También el comerciar propende a infundir resabios impropios en las personas visibles.

Comerciar es para ganar. La ganancia se hace comprando en menos que en lo que se ha de vender, o vendiendo en más que en lo que se comprase. Comprar barato y vender caro son el negocio, y de consiguiente el estudio y el esmero del comerciante.

El que se llama buen comprador tiene habilidad para vituperar el efecto, ponderar el exceso del precio y persuadir la dificultad de su salida, y todo esto sin que parezca estudio. Lo contrario se requiere en el vendedor hábil.

Comerciante que quisiera echarla de honor, y no decir en sus ajustes sino lo que realmente siente, sería un comerciante menospreciable y quebraría a muy pocas transacciones.

Terceros que, haciendo del ignorante, suelten especies como por acaso; cartas que se esparcen de unos barcos que vienen a surtir, otros que vienen a extraer, noticias exageradas o fingidas de surtidos, consumos, paces, guerras, lluvias, cosechas, batallas, presas o naufragios; mil interlocutores haciendo el papel. Y a todo esto, el actor principal, el comerciante tras del talón: éstas son las máquinas comunes, ésta es por fuerza el álgebra, ¡quién sabe!, en las cuantas por ciento de las especulaciones mercantiles.

Una mera noticia que uno haya dado equivocada, sofoca y amarga hasta hallar ocasión de sincerarse. Un criado que, por obedecer, excusa al amo, se avergüenza si éste se presenta, u oyen que está dentro. ¿Qué sería el comerciante si le descubriesen la repartición de papeles en cada escena? Bien se sabe que cerrada la contrata, el comerciante guarda fe. Bien se sabe que su interés es atenerse a lo legal, pero no es lo mismo la legalidad que el honor o la hombría de bien.

En Inglaterra, por razones particulares, el comercio ha medrado mucho antes que la labranza. Y, a consecuencia, las leyes y las costumbres nacionales tienen más de lo mercantil. En España, las clases más medradas y que dan la ley en cada pueblo, son los labradores hacendados. Y, a consecuencia, el modo de pensar español tiene por lo general otra nobleza que el inglés.

Por unas reglas semejantes, juzgamos de todos los oficios o profesiones, y tenemos mucha razón para no mirar con unos mismos ojos al menestral que al liberal, al sirviente que al amo, al de oficio sucio que al de limpio, al vago que al de taller, al decente que al indecente, al que supone educación como al que no necesita sino los brazos. Los mismos de las profesiones dan idea del justo orden en que se les coloca.

El artesano ahorra comúnmente para emplear en lo que le es más fácil, que es en aumentar el número de oficiales hasta hacerse fabricante. Éste y el comerciante se proponen acrecentar con el deseo de arraigarse y hacerse caballeros. El arraigado piensa en condecoraciones y títulos. Y el título en entroncar con gente de más ilustre o de más poder.

Cada cual aspira a lo que le parece más lucido y no vemos que el grande retroceda a mero título, éste descuide de conservarlo, el arraigado se ponga al tráfico o el comerciante tome oficio.

Entre los de arte, el facultativo no pone sus hijos a lo mecánico, el limpio no quiere pasar a lo sucio, el que tiene taller se desdeña de los que andan por las casas, ni éstos últimos quieren trabajar por las calles.

Unos oficios tienen su tara, otros son de gratificaciones y regate. Los primeros cobran su justicia, los otros tienen trampantojos y bajezas, y no pueden pretender la vergüenza y honradez de aquéllos.

En fin, en estas distinciones no interviene la ley. Son hijas espontáneas de la opinión pública, contra la cual no hay lugar a quejas. La ley no puede ni producir ni contrarrestar la opinión pública. Oficios hay que antiguamente se reputaban viles, y la ley, no reformada desde entonces, los trata como tales; y sin embargo, en el día los miramos ya como muy decentes. Al contrario, otros muy distinguidos en la legislación vieja tienen poco concepto ahora.

Es bien de advertir que las naciones que no hicieron mención de la desigualdad de personas en su legislación, no fueron nunca sino aquellas naciones rudas y pobres, donde no habiendo haberes ni, consiguientemente, subdivisión de oficios, todos los individuos eran iguales sobre bien poca diferencia. O acaso alguna colonia que, estando recién principiada a cultivar, y componiéndose de bárbaros, de desterrados, y de pobres aventureros, no tenía ningunas familias esclarecidas que hiciesen grande viso. Esto es decir que las naciones que no sentaron la desigualdad por basa de su gobierno, fue porque al tiempo de formarlo, tenían realmente iguales sus individuos.


Congruencia de la gradación de clases


En las ciudades populosas la dificultad de saberse quién es cada uno, principalmente fuera de su casa, abre el campo a la presunción, y cada clase quiere aparentar en el traje un rango superior al que le pertenece.

El traje ata mucho. Conforme el que se disfraza de pobre adquiere libertades de la pobreza, así el que toma traje de persona fina se impone las sujeciones de ésta. Porque si el aire, los modales, la conducta, no cuadran con la ropa, él es hombre descubierto, deslográndosele el intento con mucha irrisión de todos.

De este modo, las clases groseras aprenden de las finas con la idea de confundirse. Éstas, sintiéndose acercar, se estudian y refinan para sobresalir aún. Y la cultura y la racionalidad crecen a la par del lujo.

De las ciudades grandes va el lujo a los pueblos menores, por medio de la moda. Y por consiguiente, a proporción que ganan terreno el aseo, la moda y el lujo, lo va ganando también la racionalidad y la blandura de las costumbres.

El lujo, pues, y la moda son el vehículo o conductor natural de la racionalidad. Y un país sin lujo y sin modas quiere decir que la racionalidad en él está parada sin hacer progreso.

Una clase nunca compite con otra clase muy superior a ella, sino tan sólo con la que le está inmediata. Con la otra sería inútil y ridículo el intentarlo. Una clase, pues, no copia, no aprende sino de la inmediata que le está encima. La cultura de las clases superiores no influye directamente en las clases ínfimas, y por tanto el progreso de la racionalidad no procede de la desigualdad de clases, sino de su gradación imperceptible.

Así, en los pueblos donde no hay sino dos extremos, unos pocos muy ricos y todos los demás muy pobres, no adelanta nada la cultura.

Por la supresión, pues, de la nobleza, y no por los débiles institutos de Mahoma, es por lo que se mantiene tan bárbara y uniforme la Turquía. Que a los mahometanos les esté prohibido examinar la religión, es un recurso muy pobre. El que carece de luces, nunca la examina, aunque se le permita, y aun cuando se le mande. Y si no, véase lo que entre nosotros cuesta hacerle aprender la doctrina al vulgo. Pero el que tiene luces para examinar la credibilidad de la religión por sí mismo, no es fácil se contente con el dictamen ajeno en un asunto de tanta monta. Por confianza que se tenga en el conductor o portador de un dinero, y aun cuando no haya intención de hacerle cargo del desfalco, es natural la curiosidad de contárselo, por lo menos a la espalda. Aunque no haya fraude, puede haber equivocación. La certidumbre que uno adquiere viendo las cosas por sus propios ojos es mayor que la que se adquiere de la relación ajena. No importa que los peritos en una facultad nos digan unánimes una cosa: siempre tenemos curiosidad de examinarla. Todos los físicos y matemáticos convienen en una porción cierta de principios, y sin embargo, cualquiera que se aficiona a estas ciencias no se satisface con los resultados: quiere hacer él mismo por su mano los cálculos o los experimentos. Ni aun de sus propios ojos se fía el hombre siempre que hay otro examen más seguro, y así cuando vemos algún objeto extraño que nos llama la atención, no estamos contentos hasta que nos llegamos a palparlo. Dando a entender con este flujo aquel principio de los metafísicos, que el tacto es el único sentido que haga conocer originalmente la existencia de las cosas exteriores. La curiosidad, en vez de apagarse, se excita con la prohibición. La reunión de los dos poderes, espiritual y temporal, en el mahometismo, tampoco es ninguna invención de gran mérito, porque no tiene originalidad ni puede hacer más duraderos entrambos despotismos. Al contrario, sería más firme su apoyo si el que predica a favor del Emperador no fuese el mismo emperador, y el que predica a favor del sacerdote no fuese el mismo sacerdote: no tendrían entonces tanta sospecha las oficiosidades. El riesgo de que separados así los poderes, tuviesen altercados, es imaginario. Tendrían sus altercados, pero bien se reunirían en importándoles. No hay cuidado que el alcalde y el escribano se desunan si a uno y otro les tiene cuenta.

En el Espíritu de las Leyes bien se dice que en las monarquías es necesaria la nobleza, pero ni se prueba, ni los precarios e inconexos principios de aquella útil obra tienen la más mínima conexión con ello.

Tampoco, si fuese posible la igualdad política, si el equipaje y la ropa no distinguiesen la persona, nadie tendría flujo por copiar a los demás, se acabaría la moda y el lujo, la cultura y el trabajo decayeran sin límite, hasta parar en el estado salvaje.

El flujo por el traje dimana del de hacer viso. El viso no se exterioriza ni tiene donde fijarse sino en el traje. Bastaría, pues, desnudar una nación para hacerla retroceder rápidamente al estado salvaje, viniendo a ser la ropa para la especie del viviente racional en cierto modo como la hoja y la tríplice corteza para la especie del viviente vegetal. Éstas no sólo adornan y defienden: sirven también para la circulación y secreción de los jugos para el nutrimento y sazón del árbol.

La tendencia de las leyes suntuarias es contra el progreso de la civilización. Y un distintivo a las clases, como el que por invención de Minerva se dice en el Telémaco, y como en parte se usa en levante, atajaría de todo punto el progreso de la cultura.

Por el mismo principio, el establecimiento de cruces, tratamientos y uniformes, aunque por otros lados pueda ser útil, es evidentemente nocivo para el progreso de la cultura. El que lleva su cruz o uniforme, y aun aquél a quien hay que darle tratamiento, no necesita más equipaje, más modales, ni más finura para exteriorizar su rango. No sería tanto el daño, si aunque hubiese órdenes de caballería, tratamientos y uniformes, no se llevase la insignia por la calle, y los tratamientos y uniformes fuesen no más que para ciertas ocasiones.

Por lo que se ha dicho del lujo no se construya que aquí se intenta definir cuestiones de moral. Las miras de este escrito no pasan de lo físico. Y en él no se quiere sacar al medio sino lo que realmente pasa en la naturaleza para cultivar al hombre, prescindiendo totalmente de si el lujo es pecaminoso o no.

Según el sentir de los teólogos, hasta el pecado tiene sus utilidades, y está calculado para el bien, si no del individuo, por lo menos de la comunidad. El discernir con la vista figuras, distancias y tamaños, es sabidísimo consiste en identificar la luz y el color con las cualidades táctiles, sin más fundamento que el de la correspondencia fija que guardan entre sí las variaciones de estas cualidades: al modo que los mejicanos, por ver siempre sentado el jinete, creían que él y el caballo eran un animal sólo. De otra ilusión queda demostrado dimana el trabajar y el vivir como racionales. También el cultivarnos y afinarnos procede de la desnudez en que nacemos. En el hombre es rara la facultad que no tenga por móvil algún error práctico. Y si nos curásemos de errores, no podríamos subsistir. La ignorancia en que nacemos, y las ilusiones generales a que nos habituamos, son parte esencial en el plan de nuestra naturaleza. Y nada arguye mejor el conocimiento y la providencia de un Dios que la ignorancia y los errores del hombre.

Lo único que se dirá aquí en orden a la moralidad del lujo, es que quien gasta más de lo que tiene, se arruina o se da a cualquier delito. Pero en medio de hablarse tanto del incremento del lujo en nuestros días, lo cierto es que la economía y la ahorrativa son del carácter general del mundo. Todos tiran a mejorar su suerte, y esto no se logra por lo común sino ahorrando. Los pródigos son en menos número que los mezquinos. Cuente cada uno las ruindades que le han pasado, y verá que exceden de mucho a las generosidades que tenga que agradecer.

El presumir, el tenerse en más de lo justo, es vanidad. Es vanidad por cierto, porque ninguno que lo conozca a uno lo tiene en tanto. Es vano, es inútil tenerse en más, porque no se saca más sustancia que disonar de los otros e incurrir, cuando menos, en su irrisión. Pero el flujo por mantenerse uno en su rango no tiene nada de vicioso, o lo tienen todos los afanes de la vida, los cuales no se encaminan por lo común si no es, o a conservar el rango en que se naciese, o a adquirir el que por su particular mérito o casualidades crea uno corresponderle.

No parece que la religión católica mande atenernos a lo que se llama un no perecer e ir tapado, habiendo muchos varones bien católicos y doctos que recomiendan la caridad de socorrer con decencia al pobre vergonzante. Jesucristo no sólo tuvo las miserias de nuestra naturaleza, en términos de temer la muerte que a los tres días se las quitaba, mas también en el discurso de su vida parece guardó los estilos de crianza portándose con el decoro correspondiente al rango político que obtenía en la opinión del mundo. Él llevaba túnica larga, sin embargo de que para cubrir lo preciso había bastante con menos ropa. Y particularmente sabemos no despreció los honores que le hacía la Magdalena, mas antes reprendió la mezquindad de aquel discípulo a quien se le hacía duelo malgastar en los pies el precioso aroma, cuyo producto hubiera podido quitar el hambre a algunos pobres. Al mismo ente supremo le atribuimos el flujo por el rango, de natural que nos parece. Porque, ¿qué otra cosa son los honores que le hacemos sino una demostración política del sublime rango en que se le coloca? Regístrense todos los pueblos y religiones del mundo, y se verá que el culto que han dado y dan a sus dioses se reduce a hacerles caso, a distinguirlos, a acatárseles a darles un trato superior, en suma, a reconocerles la sublimidad de esfera.

El que yendo de pueblo chico a pueblo grande aumenta la ostentación por no desdecir de sus iguales, tampoco parece reprensible en ello. Lo mismo sucede con cada vecino de ciudad. La máquina, digámoslo así, de la naturaleza, por utilísimos fines, fuerza el lujo en las ciudades, y cada vecino se siente arrastrar del compás de sus iguales.

La falta, si la hay, está en quien lleva el lujo de la ciudad a los lugares. Pero ni se ha de hacer ropa nadie a cada viaje que haga al lugar, ni el que se acostumbra al aseo se deshace de él tan fácilmente. Cuanto más, que exteriorizado en el traje y en los modales el aumento real de racionalidad, dignidad y suposición, es afrentoso volver atrás. Por tanto, en el lujo debemos atenemos a una opinión media, y el predicar por extremos es cansarse la lengua en balde.

No puede negarse que el lujo suele traerle males al individuo, porque ¿qué cosa buena hay de que no pueda hacerse mal uso? Pero peores males le trae la tosquedad, pudiendo establecerse por regla general que, a proporción que los países son más rudos, desaseados y pobres, hay menos racionalidad, menos virtud, menos felicidad en ellos, como se verá bien pronto.

 

 


[1] Texto extraído de los capítulos VIII y IX de la obra del mismo título.

 

 

 

La Razón Histórica, nº14, 2011 [47-53], ISSN 1989-2659. © IPS.

 

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