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La libertad religiosa a la luz de tres aniversarios.

 

José Miguel Arregui Garbizu

Licenciado en Geografía e Historia y en Ciencias Religiosas (Universidad de Navarra).

Profesor de Religión del IES Ribalta (España)[1].

 

 

            Durante los años del curso académico 2012-2013 se han cumplido o están a punto de cumplirse tres aniversarios históricos que, aunque distantes en el tiempo, tienen en común un hecho de suma actualidad como es el de la libertad religiosa. Los tres aniversarios en cuestión son: los 1700 años del Edicto de Milán, el bicentenario de la Constitución de 1812 y el cincuentenario del inicio del Concilio Vaticano II.

            Sorprende que en una Constitución liberal como la de 1812 su artículo 12 diga: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”. Es decir, legítima y además a perpetuidad una confesionalidad total del Estado hacia la religión católica. ¿Cómo fue posible esto en una constitución liberal? Porque en aquella época el concepto de libertad religiosa se circunscribía prácticamente a los Estados Unidos, mientras que en Europa ese mismo concepto había llegado a través de la Revolución Francesa que había perseguido a la Iglesia y con cuya nación nos encontrábamos en guerra en el momento de reunirse las Cortes de Cádiz.

 

La libertad religiosa a lo largo de la Historia

            No será hasta bien entrado el siglo XX –más concretamente hasta después de la Segunda Guerra Mundial- cuando el concepto de libertad religiosa se vaya imponiendo en el mundo occidental y se encuentra plasmado en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948 que dice: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

            Pero, aunque la Iglesia desde los comienzos del cristianismo había defendido la libertad del acto de fe – cosa que se puede comprobar a la hora de recibir un sacramento- este concepto de libertad religiosa todavía no había sido asumido por la Iglesia que, hasta el concilio Vaticano II, sólo aceptaba y aplicaba el concepto de tolerancia religiosa que consiste en sostener que sólo hay derechos para la verdad y el bien y, por lo tanto, las personas que profesaban una religión distinta a la católica –que es la verdadera- sólo podían ser toleradas en aras de alcanzar un bien mayor o evitar un mal mayor. Sin embargo, la libertad religiosa se fundamenta en que los únicos sujetos objeto de derechos son las personas y no las ideas. No se trata de tolerar un mal o una doctrina errónea para evitar un mal mayor, sino de exigir un bien en sí mismo: el de la libertad, en este caso religiosa. Libertad dada por Dios a las personas para alcanzar el bien y la verdad, conceptos estos que, en último término, se identifican con Dios.

            De hecho una de las acusaciones que se hacía a la Iglesia –no sin falta de razón- era la de que actuaba con una doble vara de medir: esa libertad religiosa que exigía en los países en que se encontraba en minoría, la negaba en aquellas naciones en que se encontraba con mayoría. Eso es lo que había sucedido durante los primeros siglos de cristianismo cuando la minoría cristiana fue perseguida por el Imperio Romano al no acatar la ley oficial romana que exigía dar culto religioso al emperador. Esta persecución terminó hace 1.700 años con el conocido Edicto de Milán del emperador Constantino por el que se reconocía la plena libertad religiosa, mejorando el Edicto de Galerio del 311 que ponía fin a la última persecución romana contra los cristianos y por el que éstos eran tolerados, dejando de ser el cristianismo una “superstición ilícita”.

            Sin embargo, el año 381 el emperador Teodosio, con el Edicto de Tesalónica, hace al cristianismo la religión oficial del Estado, en su lucha contra el paganismo y contra la herejía arriana, castigándose a partir del 392 todo culto pagano y restringiendo el derecho de ciudadanía romana a los cristianos.

            Con la reforma luterana impulsada por el agustino Martín Lutero a partir de 1517, esa confesionalidad del Estado será acentuada por un motivo que no deja de ser paradójico. Aunque la reforma protestante se apoyaba en la doctrina del libre examen por la que un cristiano es libre de interpretar los textos bíblicos como mejor le parezca, al margen de la autoridad de Roma, este planteamiento derivará en la revuelta campesina contra los príncipes alemanes de 1525. Y esto fue así porque no dejaba de tener una aplastante lógica el que, si soy libre de vivir el ámbito religioso como mejor me parezca sacudiéndome el yugo de la autoridad religiosa de los obispos, con mucha más razón seré más libre de vivir el ámbito político-social como me plazca, sacudiéndome el yugo de la autoridad de los príncipes. Pero esto no lo podía consentir Lutero y modificó su doctrina argumentando que el libre examen sólo se podía aplicar a la figura de los príncipes. De tal forma que la autoridad de los príncipes se vio doblemente reforzada. A partir de ahora además de ejercer la potestad política, poseían, también, la autoridad religiosa, cosa que no ocurría en los Estados católicos donde ésta radicaba en los obispos y en última instancia en Roma. Es lo que ocurrió en noviembre de 1534 en Inglaterra cuando Enrique VIII ordenó al Parlamento aprobar el Acta de Supremacía por el que el rey se convertía en Jefe de la Iglesia de Inglaterra. Poco más de cien años antes de que a Luis XIV se le atribuyera la frase de “el Estado soy yo”, el monarca inglés ya la había ejercido en su reino, llegando a cambiar oficialmente la religión de su país y de sus súbditos.

            Esta confesionalidad del Estado se implantará en la Europa del siglo XVII y se verá jurídicamente confirmada en la paz de Westfalia que, en aras de un equilibrio internacional, ponía fin a la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y que consagraba el principio del “cuius regio, eius religio” por el que los príncipes podían desterrar de sus territorios a los habitantes disconformes con la religión del monarca o del Estado que para el caso venía a ser lo mismo.

            Esto último es lo que les ocurrió a los colonos que repoblaron Norteamérica y que se habían visto, en muchos casos, obligados a huir de la metrópoli por motivos religiosos. Por eso cuando se proclamó su independencia en 1776 y se aprobó su Constitución en 1781 quedó garantizado el principio de libertad religiosa. De hecho cuando la Iglesia, acostumbrada a tener que pactar en diversas naciones, incluso católicas, el nombramiento de obispos, preguntó a las autoridades norteamericanas cómo debía organizar las distintas diócesis y nombrar a sus respectivos obispos la respuesta de las autoridades estadunidenses no pudo ser más clara: eso es un asunto suyo, háganlo como mejor les parezca. Esto quedaba muy lejos del josefinismo austriaco, el regalismo francés o el patronato español que pervivirían hasta bien entrado el siglo XX.



Libertad de conciencia y libertad de las conciencias

            Esta pudo ser la razón por la que la misma Iglesia que condenó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 en Francia, no condenara la Constitución norteamericana que incluía esos mismos derechos del hombre. Y la razón estriba en que la primera se fundamentaba en el indiferentismo religioso y moral, así como en la libertad de conciencia, entendida ésta como absoluta autonomía del hombre respecto a Dios. Sin embargo, la Constitución de los Estados Unidos fundamentaba la libertad del hombre en un Dios Creador y, por tanto, en la concepción implícita del hombre como criatura.

            Uno de los problemas con los que debió tratar la Iglesia en la época contemporánea, es la ambivalencia en el concepto de libertad de conciencia. Si se entiende como la licitud que tiene una persona de seguir o no seguir los mandamientos de la ley de Dios según mejor le convenga, dicha libertad de conciencia era, y sigue siendo, condenada por la Iglesia. Pero si por libertad de conciencia se entiende la libertad que tiene todo hombre que vive en sociedad para seguir según mejor le plazca la voluntad de Dios y el cumplimiento de sus mandamientos, entonces sí es bendecida por la Iglesia.

            Es como si en el ámbito académico universitario nos preguntáramos si un alumno es libre. La respuesta es claramente afirmativa porque puede escoger la carrera que más le convenga a sus intereses profesionales. Y dentro de esa carrera, una serie de asignaturas frente a otras para completar su currículo de créditos; puede escoger los libros que mejor le parezcan para estudiar una asignatura o es libre para tomar apuntes en forma de resumen o de esquema, o no tomarlos mientras escucha al profesor. Incluso puede llegar a ser libre de no asistir a determinadas clases y hasta de estudiar deprisa y corriendo a última hora con tal de que luego apruebe. Pero de lo que no es libre es de no asistir nunca a clases, de molestar en el aula, de tomar el pelo al profesor o la de no estudiar nunca porque no dejaría de ser un contrasentido un estudiante que no estudia. Es decir es libre para estudiar como mejor le parezca pero no para no estudiar. Así, de la misma manera, el hombre es libre para hacer el bien y no para hacer el mal, aunque la capacidad de hacer el mal se encuentre dentro del ámbito de la libertad. De igual forma que un alumno va a clase para aprender y no para echarse la siesta, aunque en el aula tenga la posibilidad de dormirse.

            Esa ambivalencia en el uso o abuso del término libertad de conciencia llevó al Papa Pío XI en la encíclica Non abbiamo bisogno de 1931, en la que defiende la libertad de la Iglesia y de las personas frente al régimen fascista de Mussolini, a distinguir entre libertad de conciencia y libertad de las conciencias, siendo la primera la condenable, y la segunda la defendible y cuyo nombre propio es el de libertad de conciencia en el sentido correcto del término.



La Declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II

            El Concilio Vaticano II, iniciado en el otoño de 1962, culminó sus sesiones en diciembre de 1965 y su última Declaración oficial, fechada el día 7 de dicho mes y año, fue la Dignitatis Humanae por la que la Iglesia declara oficialmente el derecho de toda persona a la libertad religiosa, entendida ésta no como indiferentismo del hombre frente a la religión o la moral, sino como derecho del hombre a la inmunidad de no ser obligado o impedido por el Estado a practicar una determinada religión. No obstante, en esta misma Declaración, la Iglesia reafirma, en su primer punto -como lo había hecho en la Constitución Lumen Gentium- que la religión verdadera subsiste en la Iglesia Católica. Y emplea el verbo “subsiste” en vez de “es” para evitar un exclusivismo injusto ya que en otras religiones existen elementos de verdad religiosa parciales que no son ajenos a la Iglesia y que pueden conducir a la verdad plena. Esta idea será mejor explicada en el capítulo IV del documento Dominus Iesus, fechado el 6 de agosto del año 2000 y que firmó el entonces cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, con la expresa autorización del Papa Juan Pablo II.

            También señala – la Dignitatis Humanae, en los puntos 2º y 3º- que todos los hombres están obligados a buscar la verdad en lo que se refiere a Dios y una vez conocida, asumirla. Esto estaría en relación con todas las condenas de la Iglesia al indiferentismo religioso.

            Pero esa verdad no debe imponerse sino proponerse y sólo se impone por la misma fuerza de la verdad misma. Todo este razonamiento se resume con la siguiente afirmación: “La libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil” (p. 1º). Por lo tanto, el Estado no puede imponer o proscribir la profesión de una determinada religión, ni a los individuos, ni a las comunidades religiosas. Por el contrario, debe garantizar el ejercicio del derecho a practicar una religión tanto de manera personal como comunitaria, según lo dispuesto en el artículo 18 de la Declaración de los Derechos Humanos del año 1948.

            Esta declaración conciliar supuso un cambio a la hora de entender las relaciones con el Estado. De hecho, España tuvo que modificar su legislación en el verano de 1967 ya que, según el Concordato vigente desde 1953, España era un estado confesional católico en el que sólo se toleraban otras religiones de modo privado, tal como sostenía la doctrina de la Iglesia hasta el Vaticano II.[2]



La Constitución de 1978

            Con la llegada de la democracia, España pasa a ser un Estado no confesional según dictamina el punto 3º del artículo 16 de la Constitución de 1978 que dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Asimismo queda asegurada la libertad en materia religiosa al señalar en el punto 1º de dicho artículo que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

Estado aconfesional versus Estado laico

            Sin embargo, para algunos, la manera de interpretar este artículo 16 de nuestra Carta Magna es dispar. Dejando al margen los Estados confesionales en los que no se respeta la libertad religiosa o ésta queda limitada como en los países islámicos; o los Estados ateos, como Corea del Norte en los que no se permite ningún tipo de práctica religiosa, en la gran mayoría de naciones la no confesionalidad del Estado se suele interpretar como la no injerencia del Estado en la vida de sus ciudadanos en materia religiosa.

            Si en un Estado confesional en que en teoría se respeta la libertad religiosa, el Estado ve preferible que sus ciudadanos profesen la religión de ese Estado, en un Estado no confesional el Estado no ve preferible nada, sino que se amolda a lo que la mayoría de sus ciudadanos demandan, en este caso en materia religiosa. Por eso, en ese mismo punto 3º del artículo 16 donde se recoge la aconfesionalidad del Estado, se añade que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”

            Y ¿qué ocurre en un Estado laico? ¿Es lo mismo y, por lo tanto, sinónimo de un Estado no confesional? Aparentemente sí ya que en ambos se respeta plenamente la libertad religiosa y el Estado no profesa ninguna religión concreta. Sin embargo, un Estado laico ve preferible que sus ciudadanos no profesen ningún tipo de religión porque consideran el hecho religioso como algo secundario o incluso negativo para la persona. Y en ese sentido se asemeja más a un Estado confesional, en este caso confesionalmente laico. Así las cosas, no es el Estado el que se amolda a sus ciudadanos sino que son los ciudadanos quienes se tienen que amoldar a lo que piense el Estado.

            De esta manera queda claro que no es lo mismo un Estado no confesional que un Estado laico. Y esto se ve claramente en la crítica que se realiza desde una mentalidad laica al descalificar, por poner un ejemplo, la presencia de crucifijos en las aulas[3] o la existencia de capillas en universidades u otros centros de enseñanza públicos.[4] Desde su punto de vista, lo correcto sería que no hubiera ningún símbolo religioso en aras de una supuesta neutralidad y argumentando que por esa misma razón debieran colocarse tantos símbolos o capillas como religiones hubiera en el mundo cosa del todo disparatada. Pero este argumento es falaz ya que si lo aplicamos a otros ámbitos de la vida tendríamos, por poner otro ejemplo académico, que en los patios de los colegios deberían suprimirse las porterías de fútbol y las canastas de baloncesto ya que discriminan a otros deportes como el golf, el beisbol o la natación. Pero la presencia de porterías y canastas en los patios no discrimina otros deportes sino que es reflejo de una realidad social en donde la práctica del fútbol o el baloncesto son mayoritarios sin que eso signifique que un alumno se vea obligado, durante el patio, a jugar a fútbol o a baloncesto.

Lo mismo ocurriría con la asignatura de Religión. Ésta no debe impartirse tanto porque no es una ciencia[5], como porque el Estado no profesa ninguna religión, según argumentan los partidarios del Estado laico. Sin embargo, esta asignatura es optativa y ningún alumno está obligado a cursarla. Por ese mismo razonamiento cabría poner en cuestión asignaturas como la Música, la Educación Física o determinadas lenguas extranjeras que no son las oficiales del Estado y sin embargo, son obligatorias en el currículo académico del alumno.

También, este mismo argumento es el que ha provocado la protesta de algunos diputados de Izquierda Unida o del PSOE como José Luis Centella o Rafael Simancas ante la felicitación de Navidad que envió el presidente del Congreso Jesús Posada en la que se mostraba un Nacimiento sacado del Libro de Horas al Uso de la propia Biblioteca del Congreso. Para ellos, con esa felicitación no se respetaba la aconfesionalidad del Estado, confundiendo claramente aonfesionalidad con laicidad negativa o laicismo.

          Y es que, siendo coherentes con su argumentación y llevándola a sus últimas consecuencias, por el mismo motivo, se deberían suprimir todas las fiestas cristianas para no discriminar a los creyentes de otras religiones o a los agnósticos y ateos. Pero de esta manera nos quedaríamos sin fiestas empezando por los domingos y siguiendo por las de Navidad, Semana Santa y Pascua, San José, la Inmaculada, la Asunción, Todos los Santos y, naturalmente, las Fallas en Valencia o los Sanfermines en Pamplona.

 



Conclusión

            Esta idea de separación Iglesia-Estado y respeto a la libertad religiosa de toda persona, la glosó el Papa Benedicto XVI, el 13 de septiembre de 2008, en su discurso ante el presidente de la República Francesa, Nicolás Sarkozy, cuando éste había utilizado el término de “laicidad positiva” para describir una sana cooperación entre la Iglesia y el Estado. “Es fundamental –fueron las palabras del Pontífice- insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado ante ellos. Y al mismo tiempo, valorar el papel insustituible de la religión en la formación de las conciencias y su aportación al consenso ético de fondo en la sociedad.” Así como en su lección magistral en la universidad de Ratisbona, justo dos años antes, en donde condenó toda violencia de tipo religioso y donde afirmó que no actuar según la razón es contrario tanto a la naturaleza de Dios y su plan creador, como contrario a la naturaleza del hombre.

Bibliografía

-       Del Pozo Abejón, Gerardo, La Iglesia y la libertad religiosa, Madrid, BAC, 2007.

-       Orlandis, José, Historia de la Iglesia, t. I, Madrid, Palabra, 1998.

-       García-Villoslada, Ricardo, Raíces históricas del luteranismo, Madrid, BAC, 1969.

-       VV AA, Concilio Vaticano II: Constituciones, Decretos, Declaraciones, Madrid, BAC, 1967.

 


[1] Autor de referencia.

[2] Esta confesionalidad católica de la España franquista no vino por voluntad de Franco, ya que éste en su discurso como recién nombrado Jefe del Estado, en la noche del 1 de octubre de 1936 a Radio Castilla, abogaba por un Estado no confesional al afirmar: “El Estado sin ser confesional, concordará con la Iglesia católica respetando la tradición nacional y el sentimiento religioso de la inmensa mayoría de los españoles, sin que ello signifique intromisión ni reste libertad para la dirección de las funciones específicas del Estado.” Sin embargo, rápidamente tuvo que cambiar de criterio ante las reiteradas protestas tanto de la Iglesia representada por el episcopado español, como de la Junta Nacional Carlista de Guerra. Cfr. Redondo, Gonzalo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939, t. II, Madrid, Rialp, 1993, p. 127.

[3] En Italia la polémica por la presencia de crucifijos en las aulas, surgida en 2002 a raíz de la denuncia de una madre italiana de origen finlandés, la resolvió el Tribunal Supremo de ese país en 2006, a favor de su presencia, argumentando que el crucifijo no es solamente un símbolo religioso sino también cultural y que, por ello, forma parte importante de la historia italiana. Posteriormente en marzo de 2011 el Tribunal del Derechos Humanos con sede en Estrasburgo y rectificando una sentencia de 2009, determinó que la presencia de crucifijos en las aulas de los colegios públicos no representa ningún menoscabo para el derecho a la educación de los alumnos, dando la razón al Gobierno italiano. Para el Tribunal de Estrasburgo, la presencia de un símbolo de la religión mayoritaria en el país, “no constituye un gesto de adoctrinamiento que pudiera considerarse como una violación del derecho a la libertad de creencia.” Por otra parte una encuesta del instituto de estadística IPSO de Italia valoró que un 84% de italianos estaba a favor de la presencia de crucifijos en colegios públicos y un 16% en contra. Del 84% a favor, un 68% no asistían habitualmente a Misa.

[4] Desde hace varios años es incesante la presión –a veces de modo violento- por parte de grupos laicistas para que desaparezcan de la Universidad Complutense de Madrid las capillas universitarias. A esta persecución no es ajena la máxima autoridad universitaria, en la persona de su rector José Carrillo o en la de su representante en las conversaciones con el obispado de Madrid, el decano de Geografía e Historia Luis Enrique Otero Carvajal quien está radicalmente en contra de estos oratorios en el campus universitario.

[5] Santo Tomás de Aquino no opina lo mismo y así lo argumenta en la Suma Teológica (C1, a2). Además que no deja de ser curioso el que se critique desde el ámbito académico la Teología o Religión que fue la primera ciencia que se estudió en las Universidades medievales.

 

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