Un repaso a la historia de la tolerancia.
Alfonso Aguiló Pastrana.
Escritor, ensayista y Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la Educación (IEEE).
“La humanidad no puede liberarse de la violencia
más que por medio de la no violencia”.
Mahatma Gandhi
El 7 de agosto de 1790, en plena euforia de la Revolución francesa, el diario Mercure de France aseguraba: "El primer autor de esta gran revolución que asombra a Europa es, sin duda, Voltaire. Él no ha visto todo lo que ha hecho, pero él ha hecho todo lo que nosotros vemos. Es él quien ha abatido la primera y más formidable barrera del despotismo".
Pocos meses después, sus restos mortales, que habían sido enterrados casi en el silencio trece años antes en Ferney, entraban triunfalmente en el Panteón de Hombres Ilustres de París, entre aclamaciones de multitudes.
Quizá el juicio de aquel diario parisino fuera exagerado respecto a la influencia de Voltaire —el famoso Patriarca de la tolerancia— en la Revolución francesa, pero no cabe duda de que fue el principal demoledor de las formas anteriores, y quien abrió paso a Rousseau, que proporcionaría a la Revolución francesa su base intelectual.
Rousseau, con su obra Contrato Social, creó el concepto de Voluntad General —la suma de voluntades de los hombres—, reconocida como "santa", "inviolable" y "absoluta". Desencadenó la revolución en busca del Estado perfecto, fundado en la supuesta unidad entre moral civil y decisión soberana, pero que acabó —era previsible— en el Estado totalitario vestido con las galas de la legalidad de una Voluntad General. La idea inicial del hombre autónomo acabó por desembocar en un Estado totalitario.
Junto a ello, y como señala Paul Hazard, se abrió un proceso como jamás lo hubo: el proceso contra Dios. El 13 de abril de 1790, la Asamblea Nacional rechazó el catolicismo como religión nacional. El 12 de julio se decretó la expropiación de los bienes eclesiásticos. El 27 de noviembre se exigió a todos los dignatarios eclesiásticos jurar acatamiento a la nueva ordenación legal del clero.
Los sacerdotes y religiosos hubieron de refugiarse en la clandestinidad, como en tiempos de las catacumbas, y más de 40.000 —unos dos tercios del clero francés— fueron deportados o guillotinados: desde todos los lugares de Francia, cargados en carretas de caballos o de bueyes, encerrados en jaulas, muchos eran conducidos, ayunos durante un viaje de días y aun semanas, a Burdeos, Brest y Nantes para ser allí embarcados con destino a la Guayana; tan solo la mitad aproximadamente llegarían con vida a su destierro.
El 8 de junio de 1793, mientras el populacho saqueaba los templos por todas partes y entronizaba en ellos a meretrices como expresiones de la diosa Razón, Robespierre proclamó la "Religión del Ser Supremo". Se abolió el calendario, los nombres de los santos, e incluso las campanas de los edificios religiosos.
Las carretas atestadas de víctimas de la guillotina serían un espectáculo incesante y habitual por las calles de París. Pero el cuadro del horror alcanzaría su punto culminante con los asesinatos de septiembre y las bárbaras torturas y vejaciones a que se recurrieron para aplastar la reacción de los campesinos católicos de La Vendée.
La historia conocía ya abundantes ejemplos de guerras y represiones por motivo de religión, que han sido terribles muestras de las crueldades a que a veces ha llegado a lo largo de los siglos la intolerancia religiosa. Pero aquella bestial represión de los católicos de La Vendée fue, como ha dicho Pierre Chaunu, la más cruel entre todas las hasta entonces conocidas, y el primer gran genocidio sistemático por motivo religioso. Y quizá lo más lamentable fuera que —también por primera vez en la historia— esta masacre se llevó a cabo bajo la bandera de la tolerancia.
El asunto no quedó en el frenético y sangriento sube y baja de la rasuradora nacional que en su día inventara Guillotin. Al primer asalto en masa siguió una fría organización del genocidio.
En agosto de 1793, la Convención de París expidió un decreto disponiendo que el Ministerio de la Guerra enviase materiales inflamables de todo tipo con el fin de incendiar bosques, cultivos, pastos y todo aquello que arder pudiera en la comarca. "Tenemos que convertir La Vendée en un cementerio nacional", exclamó el general Turreau, uno de los principales responsables de la matanza.
Como narra Hans Graf Huyn, fueron violadas las monjas; cuerpos vivos de muchachas soportaron el descuartizamiento; se formaron hileras con los niños para ahogarlos en estanques y pantanos; mujeres embarazadas se vieron pisoteadas en lagares hasta morir, y en aldeas enteras los vecinos perecieron por beber agua que había sido envenenada. Casi ciento veinte mil habitantes de La Vendée fueron asesinados, y arrasadas decenas de miles de viviendas.
La cuestión de fondo de aquel enfrentamiento —como observa Jean Meyer— no estuvo en la disyuntiva entre monarquía o república, ni fue un conflicto entre estamentos, sino que consistió más bien en la decidida intención de extirpar esas creencias sin reparar en medios.
El relato que antecede no parece mostrar que la tolerancia fuera el valor más destacable en los responsables de aquella transmutación política.
Sin restar el mérito que se les debe por el avance histórico que supuso hacia el establecimiento de un sistema de separación de poderes y de mayor defensa de las libertades, y comprendiendo también que los errores cometidos por algunos no pueden hacernos negar todos los otros muchísimos valores positivos de aquel proceso, sí parece que detrás de todo aquel sistema de pensamiento latía una concepción errada de lo que debe ser la tolerancia.
La cuestión de la tolerancia había sido tratada ya con cierta amplitud bastantes años atrás por filósofos como Locke, Bayle y Bernard. Pero fue Voltaire quien contribuyó como ningún otro a difundir, en su época y en los siglos posteriores, una apasionada defensa de la tolerancia en todo el mundo occidental: se denominó a sí mismo Patriarca de la tolerancia, y con ese título ha pasado a la historia.
Voltaire había nacido en Chatenay, cerca de París, en 1694. Fue un escritor de talento y fecundidad indudables, y quizá el más caracterizado representante del movimiento iluminista del siglo XVIII. En él se encarnó perfectamente aquel espíritu antitradicional, racionalista y agnóstico del siglo de las luces. Con su brillantez como divulgador y su enorme capacidad crítica, logró ejercer una notable influencia en la difusión de unos principios filosóficos, sociales y políticos que aún siguen informando la cultura actual.
Su Tratado sobre la tolerancia, publicado en 1763, mantiene como tesis principal la necesidad de establecer la más amplia tolerancia y libertad dentro de la sociedad, como garantía de la paz y la concordia social, el sentido de humanidad y la erradicación de la violencia y la injusticia.
Cómo no acabar en la ley de la selva
Voltaire se plantea en un determinado momento una pregunta crucial: ¿por qué no he de hacer a otros lo que no querría que me hicieran a mí, si yo, haciendo eso, salgo ganando?
Para resolverlo, no duda en acudir a la idea de un Dios remunerador que castigará después de la muerte todos los delitos, también los ocultos. Voltaire pensaba que es tal la debilidad y perversidad del género humano, que necesita de la religión como freno en su maldad: "en todas partes donde exista una sociedad establecida —decía—, es necesaria una religión, pues las leyes vigilan sobre los crímenes conocidos, pero la religión lo hace también sobre los crímenes ocultos".
Pensaba Voltaire que si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley de la selva, la ley del más fuerte: "No querría vérmelas con un monarca ateo —explicaba— porque, en caso de que se le metiese en la cabeza el interés en hacerme machacar en un mortero, estoy bien cierto de que lo haría sin dudarlo. Tampoco querría, si fuese yo soberano, vérmelas con cortesanos ateos, que podrían tener interés en envenenarme; necesitaría tomar cada día antídotos de todo tipo. Es, pues, absolutamente necesario para todos que la idea de un Ser Supremo, creador, gobernador, remunerador, esté profundamente grabada en los espíritus".
Voltaire se separó así completamente de Bayle —considerado como el iniciador del iluminismo francés—, que había defendido la tesis de que una sociedad de ateos puede perfectamente subsistir en paz y concordia. Voltaire consideraba imprescindible el freno moral de la religión, y para reforzar la tolerancia acepta —por su simple utilidad práctica— un concepto de Dios impersonal y genérico.
Como ha señalado Fernando Ocáriz —cuyo estudio sobre el Tratado seguimos en estas páginas—, esa instrumentalización de Dios va llevando a Voltaire, poco a poco, a un gran escepticismo. Voltaire no postula propiamente la tolerancia del error (tolerancia que, ciertamente, puede y debe existir con frecuencia), sino la tolerancia como actitud exigida por la imposibilidad de llegar a la verdad: una tolerancia universal entendida como indiferencia, y fundamentada en el supuesto de que no existe la verdad ni el error, sino solo opiniones.
¿Intolerantes con el intolerante?
El problema de los límites de la tolerancia ha sido siempre el gran problema de fondo de la tolerancia, en el que han ido embarrancando pensadores del más diverso estilo.
Locke, por ejemplo, había formulado sus límites diciendo que "el magistrado no debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil". La idea parece acertada, pero para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, el problema está, como siempre, en qué criterio tomar para determinar lo que son buenas costumbres, o qué se entiende por dogma contrario a la sociedad humana.
Voltaire también señaló unos límites bien precisos a la tolerancia: "lo que no es tolerable —decía— es precisamente la intolerancia, el fanatismo, y todo lo que pueda conducir a ello".
Este postulado volteriano —"lo único que no se puede tolerar es la intolerancia"— resultó una expresión bastante feliz, puesto que, desde que fue lanzada en el siglo XVIII, ha sido repetida de forma lamentablemente frecuente hasta nuestros días.
Sin embargo, si lo analizamos un poco, podemos observar que no es serio decir que no puede tolerarse la intolerancia, pues esa idea tiene el inconveniente de que fundamenta los límites de la tolerancia en la tolerancia misma, e incurre con ello en una sutil contradicción.
—¿Por qué? Parece razonable decir que no puede tolerarse que haya gente intolerante.
Hay que precisar bien el sentido de las palabras. Hemos quedado en que hay cosas que no se pueden tolerar, y con ellas —por decirlo así— es preciso ser intolerante. Podrían ponerse muchos ejemplos.
La policía y los jueces son intolerantes con los asesinos y violadores, pues los persiguen y condenan. ¿Eso supone que se debe a su vez ser intolerante con la policía y los jueces por haber sido ellos intolerantes?
Los agentes de tráfico o de aduanas son también intolerantes con quienes no cumplen las normas de circulación o de aduanas. ¿Se debe ser intolerante con esos agentes por su intolerancia de impedir con sus multas esas infracciones?
Puede ser lícito —y a veces una obligación imperiosa— no tolerar algunas acciones que son dignas de castigo. Eso es ser intolerante con esos errores. Según el enunciado de Voltaire, habría que ser a su vez intolerante con esa intolerancia.
El gran postulado volteriano de que "no se puede tolerar la intolerancia descansa sobre un círculo vicioso de bases inconsistentes.
La tolerancia volteriana se reduce a una curiosa forma de indiferencia —escondida tras una loable búsqueda de la paz y la concordia—, que parece querer tolerarlo todo. Y esto, como hemos visto, es bastante ingenuo, a no ser que con ello se busque ganarse demagógicamente el falso derecho a no ser importunado con exigencias que no encajen con las propias pretensiones.
La patente de corso volteriana
Voltaire dedica todo el capítulo 8º de su Tratado sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante del pueblo romano. Cuando llega la hora de hablar de la crueldad de las persecuciones contra los cristianos, lo justifica (aparte de señalar que el número de los mártires no fue tan elevado como suponen los católicos, un curioso argumento) diciendo que fueron los cristianos quienes violentaron el culto tradicional, y que por tanto son ellos los verdaderamente intolerantes. Y que como intolerantes que eran, fueron justamente reprimidos de modo intolerante.
En otro momento, refiriéndose a Japón, justifica la atroz persecución contra los jesuitas en ese país, diciendo que los japoneses practicaban en su imperio doce religiones pacíficamente, y llegaron los jesuitas queriendo introducir la decimotercera. Y hablando sobre una situación similar en China, dice que "es verdad que el gran emperador Tont-Ching, el más sabio y magnánimo, quizá, que haya habido en China, ha expulsado a los jesuitas, pero no porque fuese intolerante, al contrario: porque los jesuitas lo eran".
Una y otra vez sale a relucir una intolerancia visceral hacia todo lo católico. A la hora de justificar la intolerancia, suele presentar precisamente casos en que es ejercida contra los católicos. Y cuando se trata de poner ejemplos de atropellos y de actitudes intolerantes ridículas, suelen aparecer siempre católicos como culpables de ellas.
Cuando habla sobre la discriminación de los católicos ingleses, comenta: "Yo no digo que los que no profesan la Religión del Príncipe (o sea, los que no son anglicanos) deban compartir los puestos y los honores con quienes profesan la religión dominante (los anglicanos). En Inglaterra, los católicos (...) no tienen acceso a los empleos públicos, y pagan el doble de impuestos, pero por lo demás gozan de todos los derechos de los ciudadanos". Es un consuelo —habría que decirle— que solo les hagan pagar el doble de impuestos, y que al menos les permitan vivir, aunque sin muchas facilidades para el empleo.
Como se ve con solo estos pocos ejemplos, la idea de que "hay que ser intolerante con el intolerante" es para Voltaire una patente de corso que le permite justificar actitudes intolerantes que difícilmente aprobaría un observador sensato.
Un eficaz artificio con el que el intolerante suele disfrazarse de hombre tolerante: él mismo juzga quién es el intolerante y qué castigo merece recibir en nombre de “su” concepto de tolerancia.
En los siglos anteriores, la intolerancia había sido cierta y lamentablemente frecuente en la historia, pero hasta entonces nadie se había atrevido a ejercer esa intolerancia en nombre de la mismísima tolerancia.
Hay que reconocer en Voltaire un fondo latente de rectitud en muchas de sus tomas de posición frente a las importantes injusticias de la sociedad civil de su tiempo, y agradecer sus servicios contra ciertas actitudes de fanatismo frecuentes por entonces.
Sin embargo, puede decirse que su errado concepto de la tolerancia influyó muy negativamente en mentalidades posteriores.
Con el paso de los años, el hueco que en Voltaire ocupaban las creencias religiosas pasó a ser ocupado en gran parte por las ideologías. Se intentó elaborar una moral sin Dios en la que se quiso mezclar el moralismo iluminista con la frialdad de la ética kantiana.
Surgió un radical positivismo jurídico, teórico o práctico, según el cual el fundamento del Derecho sería solo la autoridad del Estado, que es quien define de modo único y absoluto lo que es justicia e injusticia. El concepto del bien, de la justicia y de la tolerancia quedaban así reducidos a los dictados de la ley vigente en cada momento.
Como era previsible, aquellos intentos pronto atrajeron una fuerte oleada de determinismos totalitarios. Determinadas dimensiones parciales del ser humano (clase, raza, nación, ideología) pasaron a considerarse valores absolutos —lo que Paul Tilich denominó "tendencias idolátricas de nuevas cuasi-religiones"— y, al hacerlo, se generaron clamorosas injusticias.
Su degeneración paulatina concluyó en el idealismo marxista, el comunismo stalinista, el nazismo hitleriano, el fascismo, y otros totalitarismos que trajeron consigo flagrantes atentados contra la vida y la libertad humanas.
Una historia de resistencia absoluta a una infamia
En la ciudad de Ulm —cuenta Claudio Magris— vivían los hermanos Hans y Sophie Scholl, y hoy, en reconocimiento a su memoria, una escuela superior lleva su nombre. Los dos hermanos fueron detenidos, condenados a muerte y ejecutados en 1943 por su activa lucha contra el régimen hitleriano.
Su historia es el ejemplo de la resistencia absoluta con que supieron rebelarse a algo que a casi todos parecía una obvia e inevitable aceptación de la infamia.
Combatían con las manos desnudas contra la impresionante potencia del Tercer Reich. Hacían frente al aparato político y militar del estado nazi provistos únicamente de un ciclostil con el que difundían las proclamas contra Hitler.
Eran jóvenes, y no querían morir. Les disgustaba alejarse del encanto de vivir, como dijo muy tranquila Sophie el día de la ejecución. Pero sabían que la vida no es el valor supremo, y que solo satisface realmente cuando se pone al servicio de algo que es más que ella, que la ilumina y calienta con tanta claridad como nos ilumina y nos calienta el sol. Por eso marcharon serenos al encuentro con la muerte, sin miedo, sabiendo que morían defendiendo algo grande, algo en lo que creían.
El caso es que estos dos hermanos murieron luchando contra un régimen —el Tercer Reich nazi— establecido a partir de unas elecciones democráticas libres. Hitler contaba con el respaldo mayoritario de la población, pero... ¿han de ser por eso justas sus leyes?
¿De dónde toman las leyes humanas su poder normativo? ¿De sí mismas?; si así fuera, todo mandato sería siempre justo, aunque lo diese un tirano para oprimir a los demás. ¿Del consenso de la mayoría y de unos requisitos técnicos sobre la forma de ser aprobada y promulgada?; entonces, sería justa cualquier atrocidad que fuera aprobada por una sociedad corrompida. ¿Se podría llamar justicia a eso? ¿Fue ilegítima la "intolerancia" de esos dos hermanos ante el Reich?
—Pienso que fue legítima. El problema es cómo evitar que los sistemas puedan derivar en atrocidades de ese tipo, cosa que no parece nada fácil.
La única manera de evitar esas aberraciones es procurando que la sociedad sepa reconocer en el hombre su inviolable dignidad, y que después elija legisladores que también lo hagan.
La historia parece empeñada en señalar que cuando una sociedad se niega a reconocer la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder. Ahí radica la esencia última de los totalitarismos modernos, que no es otra sino el secuestro y la relativización de la verdad, que lleva fácilmente, por su propia lógica interna, a que los gobernantes utilicen su autoridad con fines de poder: si no reconocen ninguna verdad por encima de ellos, la sociedad queda expuesta a que esa autoridad degenere con más facilidad.
Límites al derecho a obrar según las propias convicciones
Auschwitz no fue un producto de supersticiones ni de pasiones o sentimientos oscuros. Auschwitz es una determinación racional, un mal que se decide y se construye científicamente, con los ojos abiertos, en la calma de gabinetes de estudio.
Se trataba de construir un mundo y un hombre racionales, lo que implicaba la eliminación de todo hombre que no respondiera al concepto nazi de hombre sin taras. Se buscaba la supresión de todo rastro de superestructura ética o religiosa, artística o filosófica, que pudiera siquiera insinuar que el hombre es una realidad por encima de las ciencias naturales.
El Reich fue una poderosa maquinaria que actuó con gran coherencia respecto a sus convicciones. La pregunta es: si alguien tiene la convicción de que es necesario exterminar o subyugar a todos los que no sean de su propia raza, ¿tiene derecho a actuar según esa convicción? Parece evidente que no.
El derecho a actuar libremente según las propias convicciones no es un derecho absoluto, por no ser tampoco absoluta la libertad.
Es una realidad que, además de responder a la esencia misma de libertad y de los derechos de la persona, resulta bastante evidente para el sentido común. Creo que podría bastar con casi solo citar el ejemplo de Hitler o de Stalin para comprenderlo.
Es necesario defender la libertad. Las personas son libres de hacer lo que quieran; pero eso es muy distinto de decir que harán siempre bien haciendo lo que quieran, porque se puede emplear ilegítimamente la libertad.
Hitler era libre de exterminar a aquellos millones de personas —tanto es así, que efectivamente lo hizo—, pero eso es muy distinto a decir que con ello estuviera empleando legítimamente esa libertad.
Es más, si alguien —con medios lícitos— hubiera podido impedirle usar de esa libertad, no habría hecho nada ilegítimo: habría hecho un gran servicio a la humanidad; incluso habría sido ilegítimo que quien hubiera podido impedirlo con medios lícitos no lo hubiera hecho (perdón por el nuevo trabalenguas).
La libertad humana no es absoluta, sino relativa a una verdad y a un bien que son independientes de ella, y a los que debe dirigirse, aunque tenga efectivamente el poder de no hacerlo.
Por otra parte, cuando en uso de la libertad se opta por el mal o el error, es cierto que se actúa libremente, pero es cierto también que entonces la libertad se encamina —más o menos deprisa— hacia su autoliquidación, pues en lo sucesivo irá quedando cada vez más condicionada —y a partir de cierto momento, esclavizada— por la correspondiente adicción a la mentira o al vicio correspondiente.
Ese límite de la libertad no es un obstáculo, sino una condición para que la libertad exista realmente y para que pueda desarrollarse. Comprender el carácter no absoluto del derecho de las personas a obrar según sus propias convicciones es muy necesario para precisar el concepto de tolerancia.
De lo contrario, se caería de nuevo en el relativismo, donde las nociones de justicia e injusticia, bien y mal, no tienen más valor que el valor que tiene la opinión. Con el relativismo se pierde el sentido de ley o acción justa. El Derecho y la Moral quedan reducidos a consensos y acuerdos provisionales. Y acaba entonces por hacerse realidad aquella sincera y feliz afirmación de Karl Marx —explicando su concepción de la sociedad en su obra La ideología alemana—, cuando aseguraba que el Derecho no es más que un aparato decorativo del poder.
¿Quién dice cuál es la ley natural?
—De todas formas, hay quien afirma que la ley natural es un concepto ya superado, pues nadie puede fijar claramente cuál es.
No parece serio considerar la ley natural como algo ya superado. Hay que tener en cuenta que, al fin y al cabo, en ella está el origen del concepto moderno de derechos humanos.
Solo partiendo de una ley natural puede hablarse de que el hombre posee unos derechos naturales inalienables, que le pertenecen como individuo con carácter previo y preferente a cualquier sociedad civil (más bien, las sociedades civiles existen para garantizar esos derechos y de ello adquieren su legitimación).
—Bien, pero... ¿quién dice cuál es esa ley natural?
No voy a arrogarme yo esa función, por supuesto. Pero sí digo que carece de sentido racional pretender que sea cada uno quien determine para sí cuál es esa ley natural. Si se quiere hablar de derechos humanos inalienables y de carácter universal, resulta imprescindible reconocer que hay un fundamento trascendente, universal y objetivo en la Moral y en el Derecho.
Como ha escrito Alejandro Llano, si se partiera de que la verdad es algo puramente convencional e inaccesible, las opiniones encontradas serían solo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían. Lo que imperaría sería entonces el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente presente con frecuencia en la actualidad internacional.
Hay muchísimas manifestaciones de la ley natural que aparecen bien claras para cualquiera: todo cuanto atenta contra la vida inocente; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los intentos sistemáticos de dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, el turismo sexual y la trata de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana. Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, deshonran más a sus autores que a sus víctimas, y degradan incuestionablemente la civilización humana.
La existencia de una ley natural de origen divino ha formado parte, al menos desde Aristóteles, de la tradición filosófica occidental. Los intentos de reformular el sistema de valores en términos puramente racionales o filosóficos han solido dar resultados parecidos a las viejas concepciones religiosas de la moralidad y la dignidad humana.
Por ejemplo, el concepto de derechos humanos, proclamado en la Declaración de Independencia Americana y en la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, se funda en el presupuesto de que existen derechos naturales y una ley natural.
—Hablabas antes de origen divino. ¿Te parece imprescindible recurrir a Dios para fundamentar esos derechos humanos?
Pienso que el único fundamento inquebrantable de los derechos humanos está en el hecho de que Dios ha conferido al hombre esa singular dignidad.
De todas formas, es evidente que esto no obliga a creer en Dios a todo aquel que desee respetar esos derechos. Más bien, creer en Dios ayuda a proteger el enunciado de estos derechos. Lo cual, al fin y al cabo, es siempre una garantía más en quienes son creyentes.
—¿Y no te parece que bastaría con que cada uno busque su felicidad y respete a los demás, sin necesidad de nada trascendente?
Es la vieja tesis del individualismo, por la que si todos buscan su felicidad propia, se seguirá el mayor bien para el mayor número de personas. Es muy bueno, lógicamente, buscar la propia felicidad y respetar a los demás, pero si echamos una mirada a la historia, antigua o reciente, comprobamos que si eso se queda en una mera sacralización del egoísmo, es una utopía que no tiene suficientemente en cuenta las diferencias de poder entre los distintos individuos cuyos deseos entran en conflicto.
El miedo latente a la intolerancia nazi y stalinista
—Tras aquellos horrores del totalitarismo, muchos han defendido que lo mejor para evitar tales locuras era declarar que carece de sentido hablar de verdades objetivas. Prefieren que todas las verdades sean provisionales, porque dicen que así nadie tendrá fundamento para imponerlas a los demás por la fuerza.
Ese razonamiento adolece de un error de diagnóstico. Si las ideologías totalitarias imponen ilegítimamente la razón de Estado —o de raza, o de clase— es precisamente porque parten de un gran relativismo moral.
Por ejemplo, a lo largo de la historia, y especialmente durante las purgas estalinistas, el comunismo aplicó repetidamente el principio del relativismo marxista—leninista —enunciado por Georg Lukács— por el que "la ética comunista hace que el deber más alto sea aceptar la necesidad de hacer el mal".
Como no reconocían ninguna verdad absoluta que pudiera cruzarse en el camino de la revolución y la construcción de su ideal de Estado, cualquier atropello al ser humano podía ser justificado si se hacía con un fin adecuado. Y así irrumpió en la historia una nueva forma —quizá un poco más enmascarada— de decir que el fin justifica los medios.
Es preciso repetir que el mal no puede ser combatido con el mal. Como señaló Mahatma Gandhi, "de un mal puede surgir un bien, pero esto depende de Dios, no del hombre; el hombre debe saber solamente que el mal viene del mal, igual que el bien se explica por el bien. La lección que hay que sacar de la tragedia de la bomba atómica no es que nos libraremos de su amenaza con solo fabricar otras bombas más destructivas todavía. La humanidad no puede liberarse de la violencia más que por medio de la no violencia".
La tolerancia es más segura cuando se nutre de unas convicciones firmes. Creer en verdades objetivas no dificulta la tolerancia. Se genera intolerancia cuando se niega una verdad objetiva muy importante: que es inmoral violentar las conciencias.