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El desafío educativo en Benedicto XVI.

 

 

Tomás Melendo Granados

 

Catedrático de Filosofía (Metafísica) y Director de los Estudios para la Familia. Universidad de Málaga (España).

 

 

 

I. Planteamiento

 

1. La emergencia educativa.

A partir de un preciso momento de su pontificado, Benedicto XVI se refiere a la necesidad de educación del ser humano con una expresión que se ha hecho célebre: “emergencia educativa”. Si no yerro, el papa la utiliza en público por primera vez el once de junio de 2007,[1][1]en el Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. Las palabras pronunciadas entonces sirven también para esbozar la cuestión en su conjunto: «Hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran “emergencia educativa”, de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas».[1][2]

Por sí sola, la afirmación del pontífice —«se habla de una gran emergencia educativa»— no permite discernir su origen. Sin embargo, durante el vuelo que lo condujo a la República Checa, el veintiséis de septiembre de 2009, el papa sugiere que se trata de un modo de decir nacido en Italia y de uso habitual en este país, al menos en el entorno pontificio: «En Italia hablamos del problema de la emergencia educativa».[1][3]No obstante, con independencia de su denominación, el hecho tiene alcance universal: «Es un problema común a todo Occidente: aquí, de nuevo, la Iglesia tiene que actualizar, concretar, abrir su gran herencia al futuro».[1][4]

En cualquier caso, una vez acuñado y puesto en circulación este binomio, Benedicto XVI acude a él con asiduidad, cuando trata de temas relativos a la educación, en más de cien ocasiones.[1][5]Y eso basta para determinar algunas características del presente escrito: como es lógico, teniendo en cuenta la amplitud y la riqueza de las referencias, no pretendo exponer el pensamiento completo del pontífice, con todos sus matices e implicaciones;[1][6]aspiro más bien a ofrecer una visión de conjunto de la cuestión, estableciendo cierto orden entre sus múltiples componentes —a veces dispersos en distintas intervenciones—, al tiempo que respondo a los requerimientos del romano pontífice que entiendo más connaturales con mi condición de metafísico.

Ni que decir tiene que Benedicto XVI había tratado sobre educación en multitud de ocasiones, también mucho antes de su elección como sumo pontífice. Frente a la superficial pero tan frecuente contraposición entre naturaleza y cultura, basta pensar con cierto rigor para caer en la cuenta de que es precisamente la naturaleza humana la que exige que cada persona complete, a través de la cultura y, más en particular, del proceso educativo, lo que recibe de manera congénita en la concepción; o, con otras palabras, que en el hombre naturaleza y cultura-educación se reclaman recíprocamente. No cabe por eso hablar del ser humano —tema recurrente en los escritos de Benedicto XVI— sin referirse a la educación, al menos de forma implícita.

Lo que pide una explicación suplementaria es, más bien, el uso de los términos a los que vengo aludiendo o, si se prefiere, la caracterización de la labor educativa como “emergencia”.

En su significado habitual, esta palabra presenta dos connotaciones íntimamente relacionadas, que, según los idiomas, adquieren distinta proporción y peso. Antes que nada, emerger equivale a surgir, germinar, subir a la superficie, crecer, destacarse, ocupar el primer plano… En segundo lugar, y tal vez sea este sentido el que acaba por imponerse en contextos como el que nos ocupa, apela al carácter problemático de aquello que emerge, una problematicidad que exige actuar de manera decidida, a menudo enérgica y de ordinario sin demora.

 

2. Urgencia del quehacer educativo.

En función de estos significados, cabría establecer una especie de crescendo en lo que atañe a la índole problemática de la educación. Enuncio tan solo los grados fundamentales.

a)Ante todo, como ya he sugerido, se trata de una perentoria necesidad del ser humano, que sin educación no puede alcanzar la talla que, como deber y derecho, le corresponde en cuanto persona.

b)Siempre es, además, algo difícil y delicado, pues pone en juego, al menos, la libertad del educando y la del educador.[1][7]

c)Por otro lado, en el momento presente se convierte en una tarea sumamente ardua y en extremo compleja, por cuanto el entorno —a la par derivado de cada uno de los componentes de nuestra sociedad y encarnado en ellos— no la facilita: de ahí el carácter de desafío.[1][8]

d)Pero además de no propiciarlo, la cultura actual —que, en algunos aspectos, es más bien contracultura— pone un gran número de obstáculos al proceso educativo, de modo que este se configura como reto y como problema, con al menos dos características peculiares, que aumentan considerablemente su gravedad.

e)En primer término, esas trabas no son coyunturales, sino constitutivas. Es decir, no dependen de la quiebra o mal uso de las libertades individuales, como ha ocurrido y ocurrirá siempre a lo largo de la historia, en estas y tantas otras cuestiones; sino que afectan a los principios mismos o fundamentos en los que se asienta gran parte de nuestra civilización: lo que lleva consigo la exigencia de una sanación radical, de una restauración de las raíces mismas de nuestra cultura, cosa que, si no yerro, no se ha dado, con las dimensiones actuales, en ningún otro momento de la historia. Esto me parece clave.

f)Pero hay más y del todo determinante: desde el punto de vista operativo, la educación constituiría el medio fundamental, y casi único, para resolver aquella misma situación que hace casi imposible educar, aquel estado de cosas que transforma la educación en un proceso arduo, ingrato y poco menos que irrealizable. Y esta especie de círculo vicioso —la convergencia de dos imposibles mutuamente relacionados y condicionantes— acaba por convertirla en una auténtica emergencia: algo que se eleva como prioridad absoluta, que interesa resolver cuanto antes, pero que —por ese mismo motivo— hay que solucionar con sumo cuidado, calibrando sosegadamente los pasos que deben darse y, por decir así, nadando contra corriente. De ahí que convenga estudiar a fondo las causas de la actual emergencia, para intentar ponerle remedio.

Lo sugiere y resume este otro texto del papa, dirigido de nuevo al episcopado italiano alrededor de tres años después de su primera referencia a la “emergencia educativa”, es decir, en un momento en el que la situación resulta aún más inquietante. Cito el párrafo completo, porque, también desde el punto de vista teológico, incluso las referencias que parecen ajenas a nuestro problema —como la alusión al Espíritu Santo y al Concilio— ponen de relieve la magnitud y la gravedad aporética que intento mostrar: «Corroborados por el Espíritu, en continuidad con el camino indicado por el concilio Vaticano II, y en particular con las orientaciones pastorales del decenio que acaba de concluir, habéis decidido escoger la educación como tema fundamental para los próximos diez años. Ese horizonte temporal es proporcional a la radicalidad y a la amplitud de la demanda educativa. Y me parece necesario ir a las raíces profundas de esta emergencia para encontrar también las respuestas adecuadas a este desafío».[1][9]

Asumo personalmente como reto la intención de «ir a las raíces profundas», sobre todo en el plano natural, el de la metafísica, aunque sanada y elevada por la fe. En la terminología filosófica hablaríamos de una reductio ad fundamentum, de un proceso especulativo que intenta alzarse o introducirse desde los síntomas y las causas intermedias hasta el principio primero o cardinal. Me propongo realizarla en los dos ámbitos que tradicionalmente componen la filosofía, el teorético y el práctico, del todo pertinentes para el problema que nos ocupa. Y avanzo las que estimo como respuestas adecuadas: la reductio ad fundamentum en el plano teorético podría asemejarse a laSeinsvergessenheitheideggeriana, al olvido del ser, rectamente entendido; por su parte, la reductio ad fundamentum en la esfera práctica, en la que arraigaría la respuesta al desafío educativo, no puede sino configurarse —en sí misma y en el pensamiento de Benedicto XVI— como una reductio ad amorem.

 

II. El entorno cultural.

 

1. La “atmósfera” del estado de emergencia.

De nuevo sin pretensiones de exhaustividad ni de atenerme estricta y literalmente a los textos, enumero algunas manifestaciones y causas de la «crisis de la educación», como también la denomina Benedicto XVI.[1][10]

Por razones principalmente expositivas, y con la esperanza de no traicionar en exceso el pensamiento del papa, las agrupo en tres niveles: el social o cultural, al que me referiré de inmediato; el estrictamente metafísico, que busca los cimientos de lo que se manifiesta en el nivel anterior; y el antropológico, que aborda la misma cuestión, pero desde el ser humano.

En el primero, y en una aproximación inicial, se engloban las que cabría denominar manifestaciones de conjunto, que afectan a toda la sociedad; no se trata, pues, de meras desviaciones individuales, sino de una atmósfera o estado general, subyacente a todas ellas. Benedicto XVI afirma con frecuencia que es preciso atenderlas y buscarles solución, e incluso otorgarles cierta prioridad sobre las restantes.

Y, así, sostiene, de manera todavía genérica, aunque apuntando ya elementos más precisos: «Hoy, más que en el pasado, la educación y la formación de la persona sufren la influencia de los mensajes y del clima generalizado que transmiten los grandes medios de comunicación y que se inspiran en una mentalidad y cultura caracterizadas por el relativismo, el consumismo y una falsa y destructora exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y de la sexualidad».[1][11]

Para agregar, a renglón seguido: «Por eso […], no podemos desinteresarnos de la orientación conjunta de la sociedad a la que pertenecemos, de las tendencias que la impulsan y de las influencias positivas o negativas que ejerce en la formación de las nuevas generaciones».[1][12]

Pocos meses más tarde deja claro que no hemos de culpar solo a los jóvenes ni solo a los adultos por el fracaso de la educación, sino atender también a «un clima generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida».[1][13]

Una de las afirmaciones más netas y sintomáticas al respecto, por cuanto solicita una respuesta muy honda y concluyente, sería la que sigue, dirigida a profesores universitarios: «Vosotros, como hombres y mujeres de educación superior, estáis llamados a participar en esta ardua tarea, que requiere una reflexión continua sobre una serie de cuestiones fundamentales.[1][14]Entre estas, quiero mencionar en primer lugar la necesidad de un estudio exhaustivo de la crisis de la modernidad».[1][15]

Benedicto XVI puntualiza de inmediato, con certerísimo equilibrio, añadiendo nuevas pistas a las ya sugeridas: «Sin embargo, la crisis actual tiene menos que ver con la insistencia de la modernidad en la centralidad del hombre y de sus preocupaciones, que con los problemas planteados por un “humanismo” que pretende construir un regnum hominis separado de su necesario fundamento ontológico».[1][16]

Y es que, en efecto, no todo lo que históricamente cabría calificar como “modernidad” adolece del déficit profundo al que se está apelando.[1][17]De ahí que, un poco más adelante, el papa sugiera que lo más negativo de ciertos planteamientos modernos compone la base del secularismo contemporáneo, siendo este, en su opinión, el verdadero y más agresivo mal. Como consecuencia, para no incurrir en un auténtico despropósito, origen fontal de tantas tragedias, «el antropocentrismo que caracteriza a la modernidad no puede separarse jamás de un reconocimiento de la plena verdad sobre el hombre, que incluye su vocación trascendente».[1][18]

Volveré sobre esta relación entre la crisis que nos envuelve, su radicación ontológica y el problema antropológico, como también lo denomina Benedicto XVI.

 

2. Algunas manifestaciones de ese clima.

Antes querría mencionar ciertas concreciones o modos de referirse a ese «clima generalizado», también recurrentes en la pluma del romano pontífice, y señalar su origen común, así como el carácter ineludible de la crisis que de ellos deriva. Conviene, al menos, aludir a tres, de nuevo sin pretensiones de exhaustividad y con conciencia de que en parte se sobreponen: a) el relativismo y el escepticismo, b) el nihilismo y, en fin de cuentas, c) diversos tipos de reduccionismo, derivados de una distorsión de la razón humana.

Como las citas podrían multiplicarse y carezco de espacio para puntualizaciones, escojo casi al azar.

a)Sobre el relativismo. En el mismo texto en que habla por vez primera de la emergencia educativa, tras afirmar «que se trata de una emergencia inevitable», Benedicto XVI explica los motivos de semejante juicio: «en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—,[1][19]falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera “autoritario”, y se acaba por dudar de la bondad de la vida […] y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida».[1][20]

b)El relativismo agresivo y omnipresente nos sitúa ante el vacío de una realidad “líquida” —como algunos la llaman—,[1][21]fluida, mudable, inconsistente. Estamos en pleno nihilismo, con la fuerte dosis de desaliento que inevitablemente lo acompaña: «… tanto los padres como los profesores […] sienten a menudo la tentación de abdicar de sus funciones educativas», pues «ellos mismos difícilmente logran encontrar puntos de referencia seguros, que los puedan sostener y guiar tanto en la misión de educadores como en toda su conducta de vida».[1][22]

De ahí la conveniencia de desarrollar actitudes de confianza: «Nos acaban de recordar que, a lo largo del decenio pasado, la atención de la diócesis se concentró inicialmente, durante tres años, en la familia; después, durante el trienio sucesivo, en la educación de las nuevas generaciones en la fe, tratando de responder a la “emergencia educativa”, que para todos es un desafío difícil; y, por último, también con referencia a la educación, estimulados por la carta encíclica Spe salvi, habéis tomado en consideración el tema de educar en la esperanza».[1][23]

c)Con el relativismo y el nihilismo se relaciona un modelo insuficiente de inteligencia humana, que Benedicto XVI caracteriza en ocasiones como estrechamiento reductivo y en otras como “contaminación”.[1][24]

Aquí, tal vez incluso más que en los casos anteriores, la citas podrían multiplicarse, a tenor de la perspectiva que se adopte. Por ejemplo, en el mismo discurso en el que se refería a la necesidad de estudiar con hondura la modernidad, como primer acercamiento a la respuesta a la emergencia educativa, Benedicto XVI añade: «Una segunda cuestión implica el ensanchamiento de nuestra comprensión de la racionalidad. Una correcta comprensión de los desafíos planteados por la cultura contemporánea, y la formulación de respuestas significativas a esos desafíos, debe adoptar un enfoque crítico de los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón. El concepto de razón, en cambio, tiene que “ensancharse” para ser capaz de explorar y abarcar los aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico».[1][25]

El problema resulta más grave por cuanto las diversas manifestaciones del reduccionismo cognoscitivo se han hecho fuertes en la universidad, minando en su misma base la esencia de esta institución: «Vivimos en un tiempo de grandes y rápidas transformaciones, que se reflejan también en la vida universitaria: la cultura humanista parece afectada por un deterioro progresivo, mientras se pone el acento en las disciplinas llamadas “productivas”, de ámbito tecnológico y económico; hay una tendencia a reducir el horizonte humano al nivel de lo que es mensurable, a eliminar del saber sistemático y crítico la cuestión fundamental del sentido. Además, la cultura contemporánea tiende a confinar la religión fuera de los espacios de la racionalidad: en la medida en que las ciencias empíricas monopolizan los territorios de la razón, no parece haber ya espacio para las razones del creer, por lo cual la dimensión religiosa queda relegada a la esfera de lo opinable y de lo privado. En este contexto, las motivaciones y las características mismas de la institución universitaria se ponen en tela de juicio radicalmente».[1][26]

De ahí que se nos anime a preservar la substancia de la vida universitaria; es mucho lo que está en juego: «A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente, cunde en la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano».[1][27]

Todo lo anterior, bosquejado simplemente como a vista de pájaro, se condensa de modo gráfico en una anécdota, en la que Benedicto XVI manifiesta una buena dosis de sentido del humor… y de sentido común, capaz de extraer el significado profundo de un hecho que otros consideraríamos irrelevante: «Últimamente hubo algo que me hizo reír: en la televisión se dijo que ahora estaba científicamente demostrado que las caricias de la madre son beneficiosas para los niños. Investigaciones de ese tipo podrán considerarse una locura o una concepción errónea, populista e infantil de ciencia, pero tal concepto muestra también un modelo: justamente un modo de pensar en el que la fe en el misterio, en el obrar de Dios, en que toda la dimensión religiosa ha perdido validez como “no científica” y ya no encuentra espacio alguno».[1][28]

Sería, pues, el cientificismo positivista, con cuanto lleva consigo y sugieren las distintas citas, el modo más pertinente de referirse, con solo dos palabras, a los males que aquejan a la razón contemporánea, desde el punto de vista que ahora hemos adoptado.

Una de las soluciones que señala el papa residiría en el efecto purificador de la fe sobre el entendimiento humano.[1][29]No obstante, la misma aceptación de la fe sobrenatural —al tiempo que la provoca— supone una sanación de la naturaleza en sus más hondos estratos. Y para llevarla a cabo, resulta imprescindible descubrir los estragos producidos en esos cimientos y las causas que los generan.

 

III. La perspectiva metafísica.

 

1. Un déficit de ser.

Lo haré tomando como guía la doctrina clásica de los trascendentales. El ente, precisamente en cuanto ente —en cuanto ejerce el ser y justo por ejercerlo—,[1][30]es simultáneamente uno, verdadero, bueno y bello; por el contrario, si se lo desprovee cognoscitivamente del ser,[1][31]concibiéndolo y tratándolo como si no lo ejerciera, carecerá asimismo de unidad, verdad, bondad y belleza.[1][32]

El papa pone de relieve el oscurecimiento de esos atributos en el mundo contemporáneo, los relaciona muy a menudo con el ser —como puede observarse en bastantes de los pasajes que transcribo a continuación— e insiste en la necesidad de tenerlos muy presentes si queremos responder al desafío educativo. De nuevo los textos son copiosos y ricos en armónicos y sugerencias, por lo que su elección se torna, en cierto grado, arbitraria y, a veces, por fuerza, algo reiterativa.

 

1.1. En busca de la verdad.

Comenzamos por la verdad. «Está a la vista —sostiene Benedicto XVI— que el concepto de verdad ha caído bajo sospecha […]. Gran parte de la filosofía actual consiste realmente en decir que el hombre no es capaz de verdad».[1][33]

Pero la persona humana no solo es capaz de ella, sino que se encuentra instada por la verdad de cuanto existe.

Tradicionalmente, se ha interpretado el trascendental verum afirmando que cuanto es resulta cognoscible. Lo comparto, pero me parece insuficiente. Que la realidad es verdadera no solo significa que admite ser conocida por el hombre, sino que reclama o exige de él —capax veri— que la conozca, justo en la medida en que es y de la manera más adecuada a su modo y grado de ser.

«¡Conóceme, que para algo soy!», podría considerarse como el primer grito que lo real dirige al ser humano. Pero conóceme, esta es la clave, justo en la medida en que soy: más, lo que goza de un ser más noble; menos, aquello cuya consistencia ontológica es escasa.

Si no yerro, al amparo de esta propiedad, que afecta tanto al resto de las realidades como, de manera correlativa y muy particular, al hombre —no solo capaz de verdad, sino ontológicamente destinado y, como consecuencia, solicitado por ella—, se entienden con toda su hondura bastantes de las afirmaciones del pontífice en torno a la emergencia educativa.[1][34]

Por ejemplo, las que sostienen que no es lícito pasar por alto ni trivializar esa natural inclinación de todo ser humano: «El auténtico educador también toma en serio la curiosidad intelectual que existe ya en los niños y con el paso de los años asume formas más conscientes. Con todo, el joven de hoy, estimulado y a menudo confundido por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva dentro de sí una gran necesidad de verdad».[1][35]

O, como consecuencia, que, al prescindir de ella, todo el universo humano se desdibuja y confunde sus contornos, se tambalea y corre peligro de venirse abajo, para los individuos singulares y para el conjunto de la humanidad: «Las temáticas que afrontáis en estos días tienen como común denominador la educación y la formación, que hoy constituyen uno de los desafíos más urgentes que la Iglesia y sus instituciones están llamadas a afrontar. Parece que la obra educativa cada vez es más ardua porque, en una cultura que con demasiada frecuencia adopta el relativismo como credo, falta la luz de la verdad, es más, se considera peligroso hablar de la verdad, insinuando así la duda sobre los valores básicos de la existencia personal y comunitaria».[1][36]

Tal como sugerí, muy propio del magisterio de Benedicto XVI es el énfasis con que subraya que una de las funciones de la fe es justo la de «purificar la razón» y permitir así a la inteligencia acercarse a la verdad de lo existente de manera cabal: «La misión de la Iglesia, de hecho, la compromete en la lucha que la humanidad mantiene por alcanzar la verdad. Al exponer la verdad revelada, la Iglesia sirve a todos los miembros de la sociedad purificando la razón, asegurando que ésta permanezca abierta a la consideración de las verdades últimas […]. Respecto al forum educativo, la diakonía de la verdad adquiere un alto significado en las sociedades en las que la ideología secularista introduce una cuña entre verdad y fe. Esta división ha llevado a la tendencia de equiparar verdad y conocimiento y a adoptar una mentalidad positivista que, rechazando la metafísica, niega los fundamentos de la fe y rechaza la necesidad de una visión moral».[1][37]

Las mismas tesis de fondo, pero más desarrolladas, indican que ninguna de las fuentes principales de nuestro saber —la naturaleza, la revelación y la historia— debe quedar desatendida: «La segunda raíz de la emergencia educativa yo la veo en el escepticismo y en el relativismo o, con palabras más sencillas y claras, en la exclusión de las dos fuentes que orientan el camino humano. La primera fuente debería ser la naturaleza; la segunda, la Revelación. Pero la naturaleza se considera hoy como una realidad puramente mecánica y, por tanto, que no contiene en sí ningún imperativo moral, ninguna orientación de valores: es algo puramente mecánico y, por consiguiente, el ser en sí mismo no da ninguna orientación. La Revelación se considera o como un momento del desarrollo histórico y, en consecuencia, relativo como todo el desarrollo histórico y cultural; o —se dice― quizá existe Revelación, pero no incluye contenidos, sino solo motivaciones. Y si callan estas dos fuentes, la naturaleza y la Revelación, también la tercera fuente, la historia, deja de hablar, porque también la historia se convierte solo en un aglomerado de decisiones culturales, ocasionales, arbitrarias, que no valen para el presente y para el futuro».[1][38]

En un contexto análogo, pero esbozando la función que compete a la universidad, afirma el papa, con buscada reiteración intensificadora del término “verdad” y de su relación con el ser y la vida vivida: «En esta perspectiva, emerge la vocación originaria de la Universidad, nacida de la búsqueda de la verdad, de toda la verdad, de toda la verdad de nuestro ser. Y con su obediencia a la verdad y a las exigencias de su conocimiento se convierte en escuela de humanitas en la que se cultiva un saber vital, se forjan notables personalidades y se transmiten conocimientos y competencias de valor. La perspectiva cristiana, como marco del trabajo intelectual de la Universidad, no se contrapone al saber científico y a las conquistas del ingenio humano, sino que, por el contrario, la fe amplía el horizonte de nuestro pensamiento, y es camino hacia la verdad plena, guía de auténtico desarrollo. Sin orientación a la verdad, sin una actitud de búsqueda humilde y osada, toda cultura se deteriora, cae en el relativismo y se pierde en lo efímero. En cambio, si se libera de un reduccionismo que la mortifica y la limita, puede abrirse a una interpretación verdaderamente iluminada de lo real, prestando así un auténtico servicio a la vida».[1][39]

El relativismo, el escepticismo, el cientificismo, el positivismo, el pragmatismo utilitario y consumista, cualquier otro tipo de reduccionismo… no hacen justicia a la realidad ni hacen justicia al hombre. Por el contrario, la búsqueda de la auténtica verdad, de la verdad completa, sin recortes —de la que ya hay trazas y pistas en las últimas citas—, enrumba al ser humano hacia su plenitud.

 

1.2. La verdad “completa” desemboca en el bien y se equipara a él.

Si se lee a Benedicto XVI al margen de la orientación que vengo señalando, algunas de sus afirmaciones pueden causar una inicial extrañeza. Por ejemplo, el hecho de que rechace la tendencia a equiparar biunívocamente verdad y conocimiento, según vimos, o el que —de forma análoga— asegure que «verdad significa más que conocimiento».[1][40]No asombran, sin embargo, si tenemos en cuenta que el ser de cada realidad es simultáneamente principio de su unidad, verdad, bondad y belleza, y que solo la limitación de nuestra inteligencia nos impone considerar estos atributos de manera sucesiva, con el peligro de separar unos de otros e hipostasiarlos como realidades autónomas y absolutas.

Semejante fragmentación está muy presente en bastantes sectores de la modernidad y constituye una de las raíces de la emergencia educativa. De ahí que Benedicto XVI no deje de prevenir contra ella, en ocasiones como continuación del discurso sobre la verdad, sacando las consecuencias de la naturaleza de esta.

Y así, la afirmación que acabo de mencionar —«verdad significa más que conocimiento»— va seguida de las siguientes explicaciones: «Conocer la verdad nos lleva a descubrir el bien.[1][41]La verdad se dirige al individuo en su totalidad, invitándonos a responder con todo nuestro ser. Esta visión optimista está fundada en nuestra fe cristiana, ya que en esta fe se ofrece la visión del Logos, la Razón creadora de Dios, que en la Encarnación se ha revelado como divinidad ella misma. Lejos de ser solamente una comunicación de datos fácticos, “informativa”, la verdad amante del Evangelio es creativa y capaz de cambiar la vida, es “performativa” (cf. Spe salvi, 2). Con confianza, los educadores cristianos pueden liberar a los jóvenes de los límites del positivismo y despertar su receptividad con respecto a la verdad, a Dios y a su bondad. De este modo, ustedes ayudarán también a formar su conciencia que, enriquecida por la fe, abre un camino seguro hacia la paz interior y el respeto a los otros».[1][42]

Sostener que «la verdad se dirige al individuo en su totalidad» equivale a concebirla y considerarla desde un punto de vista real, no meramente formal: o, con otras palabras, en cuanto radicada en el ser, tanto de lo conocido como del sujeto que conoce.

Como sabemos, lo realmente verdadero es el ente y justo en cuanto ejerce el ser; y, en cuanto ente, según también apuntaba, es de manera simultánea unitario, bueno y bello. De forma análoga, precisamente en cuanto animada por un ser de categoría superior, la persona humana incluye en sí una exigencia de unidad operativa —de coherencia o unidad de vida—, que la incita a ponerse plenamente en juego ante cualquier realidad que se ofrece a su conocimiento y, de manera muy particular, en su trato con las demás personas, y más singularmente aún, cuando se instaura una relación educativa.[1][43]

Aunque formalmente se puedan distinguir el verum y el bonum, en una consideración real —metafísica— deben advertirse unidos: porque, en cada caso, son uno y el mismo ente; y porque, en estricto rigor, no se relacionan con ellos la inteligencia y la voluntad —como facultades aisladas—, sino que lo hace la misma y única persona, que es inteligente y libre.

En semejante sentido, lo verdadero no interpela solo a la inteligencia, sino a la persona íntegra, de modo análogo a como lo bueno no se relaciona en exclusiva con la voluntad, sino también con la totalidad de la persona humana: cuestiones todas ellas que encuentran su fundamento último en la unidad-unicidad del acto personal de ser propio de cada mujer y de cada varón. En la medida en que cualquier ente conocido hace “resonar” el acto personal de ser, es todo el sujeto humano el que vibra y se pone en juego, para “responder” a la solicitación de lo real y, muy en particular, de las restantes personas. Y, desde este punto de vista, la verdad “basta” para el desarrollo humano… porque no es solo verdad, sino, unitariamente, verdad-bondad-y-belleza, que interpelan con extremo vigor al hombre que no ha anulado o puesto en sordina su condición de capax entis.

«Por tanto —dirá el papa—, os animo encarecidamente a no perder nunca dicha sensibilidad e ilusión por la verdad; a no olvidar que la enseñanza no es una escueta comunicación de contenidos, sino una formación de jóvenes a quienes habéis de comprender y querer, en quienes debéis suscitar esa sed de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación. Sed para ellos estímulo y fortaleza».[1][44]

Según vengo diciendo, resulta un tanto asombroso, pero del todo certero, sostener que la misma enseñanza de la verdad, íntegramente considerada —el conocimiento, en su acepción más cabal—, lleva consigo la formación del ser humano en el ámbito de la voluntad… y de la persona toda. Tesis que se torna mucho más explícita y comprometida en la medida en que, frente a un racionalismo poderosamente difundido en los últimos siglos, Benedicto XVI reafirma la imposibilidad de conocer al margen del amor: «El conocimiento no puede limitarse nunca al ámbito puramente intelectual; también incluye una renovada habilidad para ver las cosas sin prejuicios e ideas preconcebidas, y para poder “asombrarnos” también nosotros ante la realidad, cuya verdad puede descubrirse uniendo comprensión y amor».[1][45]

Como es lógico, la necesaria unidad deviene más apremiante conforme lo conocido goza de mayor rango ontológico y existencial, y encuentra su culminación en el conocimiento de Dios: «Queridos estudiantes, en la línea de este carisma se sitúa también vuestro trabajo de profundización antropológica y teológica, la tarea de penetrar el misterio de Cristo, con la inteligencia del corazón que es a la vez un conocer y un amar; esto exige poner a Jesús en el centro de todo, de vuestros afectos y pensamientos, de vuestro tiempo de oración, de estudio y de acción, de todo vuestro vivir».[1][46]

En un contexto análogo, pero dando un paso más, el papa no solo sostiene que al ejercicio del conocimiento contribuyen inseparablemente la inteligencia libre y la voluntad amorosa, sino que enseñar es, en sí mismo, un acto de amor: «el educador debe reconocer que la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes a la verdad no es más que un acto de amor».[1][47]

Precisamente esa concepción de la verdad completa, no puramente cognoscitiva, permite “pasar” sin solución de continuidad —y sin cambio real de sujeto ni de objeto— desde el “conocimiento” de la verdad a la educación de la persona, concebida en su íntegra riqueza: «… educar es un acto de amor, ejercicio de la “caridad intelectual”, que requiere responsabilidad, entrega y coherencia de vida».[1][48]

Vemos ahora en juego una nueva expresión sintetizadora, «caridad intelectual», para referirse a la enseñanza de la verdad y, mejor todavía, a la educación en su conjunto: «En Europa, como en todas partes, la sociedad necesita con urgencia el servicio a la sabiduría que la comunidad universitaria proporciona. Este servicio se extiende también a los aspectos prácticos de orientar la investigación y la actividad a la promoción de la dignidad humana y a la ardua tarea de construir la civilización del amor. Los profesores universitarios, en particular, están llamados a encarnar la virtud de la caridad intelectual, redescubriendo su vocación primordial a formar a las generaciones futuras, no solo con la enseñanza, sino también con el testimonio profético de su vida».[1][49]

Más aún: se trata de «un modo esencial de la caridad», que «define los contornos de una auténtica acción educativa y son expresión de un amor fuerte y concreto por cada persona. Por eso, el pensamiento vuelve al tema central de vuestra asamblea —la tarea urgente de la educación— que exige el arraigo en la Palabra de Dios y el discernimiento espiritual, los proyectos culturales y sociales, el testimonio de la unidad y de la gratuidad».[1][50]

Por fin, la «caridad intelectual» sitúa de nuevo en primer plano la necesidad de un conocimiento unitario, no troceado, que, por eso mismo, es más que conocimiento y se torna apto para captar la verdad completa: «En la práctica, la “caridad intelectual” defiende la unidad esencial del conocimiento frente a la fragmentación que surge cuando la razón se aparta de la búsqueda de la verdad».[51]

 

1.3. La función primordial de la belleza.

El orden clásico de los trascendentales emplaza la belleza por detrás de la verdad y la bondad, o la reduce a una modalidad de esta segunda. En los escritos de Benedicto XVI, sin embargo, con frecuencia las antecede. Estimo que semejante opción puede responder no solo al temperamento reciamente artístico y a la idiosincrasia particular del sumo pontífice, sino también al modo como considera que deben afrontarse las necesidades del momento. Durante siglos, como hizo notar Gilson, la belleza había sido relegada en los estudios metafísicos, hasta el punto de que cupiera afirmar que se la había olvidado.[1][52]En la actualidad, por el contrario —como señala Benedicto XVI—, resulta imprescindible darle la importancia que merece, con objeto de que la verdad y el bien “lleguen” al hombre contemporáneo.

Así parece indicarlo, entre muchísimos otros, el siguiente texto: «Si la unidad de la Iglesia nace del encuentro con el Señor, no es secundario que se cuide mucho la adoración y la celebración de la Eucaristía, permitiendo que los que participan en ellas experimenten la belleza del misterio de Cristo. Dado que la belleza de la liturgia “no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo” (Sacramentum caritatis, 35), es importante que la celebración eucarística manifieste, comunique, a través de los signos sacramentales, la vida divina y revele a los hombres y a las mujeres de esta ciudad el verdadero rostro de la Iglesia».[1][53]

Por otra parte, siguiendo una tradición señera, pero no demasiado conocida, Benedicto XVI concibe la belleza como la unión sinérgica en la que resplandecen los restantes trascendentales y, desde tal punto de vista, como la manifestación de la perfección o cumplimiento del ser: como “el ser llevado a plenitud y hecho presencia”, según estimo que cabe describirla.[1][54]

Particularmente hondo, expresivo y delicado, resulta el siguiente testimonio, dirigido a un grupo de artistas, que le ofrecen un homenaje en el sexagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal: «Me presentáis hoy el fruto de vuestra creatividad, de vuestra reflexión, de vuestro talento, expresiones de los varios campos artísticos que aquí representáis: pintura, escultura, arquitectura, orfebrería, fotografía, cine, música, literatura y poesía. Antes de admirarlas junto con vosotros, permitid que me detenga solo un momento en el sugestivo título de esta Exposición: “El esplendor de la verdad, la belleza de la caridad”. Precisamente en la homilía de la misa pro eligendo Pontifice,comentando la bella expresión de san Pablo de la Carta a los Efesios “veritatem facientes in caritate” (4, 15), definí el “hacer la verdad en la caridad” como una fórmula fundamental de la existencia cristiana. Y añadí: “En Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería como ‘címbalo que retiñe’ (1 Co 13, 1)”. Y es precisamente de la unión, quiero decir de la sinfonía, de la perfecta armonía de verdad y caridad, de donde mana la auténtica belleza, capaz de suscitar admiración, maravilla y alegría verdadera en el corazón de los hombres».[1][55]

Para concluir, ya en el terreno práctico: «El mundo en que vivimos necesita que la verdad resplandezca y no sea ofuscada por la mentira o por la banalidad; necesita que la caridad inflame y no sea derrotada por el orgullo y por el egoísmo. Necesitamos que la belleza de la verdad y de la caridad toque lo más íntimo de nuestro corazón y lo haga más humano».[1][56]

Muy poco después, Benedicto XVI prosigue, poniendo él mismo en juego inteligencia y corazón: «Queridos amigos, quiero renovaros a vosotros y a todos los artistas un amistoso y apasionado llamamiento: no separéis jamás la creatividad artística de la verdad y de la caridad; no busquéis jamás la belleza lejos de la verdad y de la caridad; al contrario, con la riqueza de vuestra genialidad, de vuestro impulso creativo, sed siempre, con valentía, buscadores de la verdad y testigos de la caridad; haced que la verdad resplandezca en vuestras obras y procurad que su belleza suscite en la mirada y en el corazón de quien las admira el deseo y la necesidad de hacer bella y verdadera la existencia, toda existencia, enriqueciéndola con el tesoro que nunca se acaba, que hace de la vida una obra maestra y de cada hombre un extraordinario artista: la caridad, el amor».[1][57]

En el caso de la belleza, el problema fragmentador tiene una manifestación sobresaliente, para la que, en el primero de los textos, Benedicto XVI acepta la calificación de “esteticismo”: consistiría en perseguir la (apariencia superficial de) belleza por sí misma, desgajándola de la profunda verdad y bondad que debe poner de relieve y, por tanto, mancillando su propia condición constitutiva.

 

1.4. De nuevo la unidad.

Esta última observación vuelve a dirigir nuestra mirada a algo que no ha dejado de estar presente en ninguno de los desarrollos anteriores: la exigencia de unidad, característica también de todo lo que es, justo en la proporción y modo en que es, en la medida en que ejerce el acto de ser; un reclamo que alcanza cotas muy altas en la persona, ante la que se presenta a la vez como deber y como derecho, y que ostenta netas y considerables manifestaciones en el ámbito educativo.

Benedicto XVI se refiere a ella en múltiples ocasiones y en contextos muy diversos, a veces con expresiones repletas de vigor. Transcribo algunas entre las más pertinentes, también porque abren paso a epígrafes posteriores o refuerzan y completan lo dicho en los que preceden.

El educador ha de ponerse en juego íntegramente, movido por un gran amor, e interpelando también la integridad de la persona del educando, en todos los ámbitos que la constituyen: «… el camino hacia la verdad completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador».[1][58]

También las instituciones educativas deben tener muy en cuenta ese obligado anhelo de unidad. La escuela, en primer término, y, de manera análoga, la universidad:

«Por tanto, la escuela católica, en convencida colaboración con las familias y con la comunidad eclesial, trata de promover la unidad entre la fe, la cultura y la vida, que es objetivo fundamental de la educación cristiana».[1][59]

«La universidad, por su parte, jamás debe perder de vista su vocación particular a ser una “universitas”, en la que las diversas disciplinas, cada una a su modo, se vean como parte de un unum más grande. ¡Cuán urgente es la necesidad de redescubrir la unidad del saber y oponerse a la tendencia a la fragmentación y a la falta de comunicabilidad que se da con demasiada frecuencia en nuestros centros educativos!»[1][60]

Y todo por una razón a la par clara y profunda: porque obrar de otro modo sería injusto con el hombre, con la totalidad de lo que existe… y con el propio Dios, del que depende todo lo creado, cuya cohesión deriva de su nexo con Él: «El beato John Henry Newman hablaba de “círculo del saber”, circle of knowledge, para indicar que existe una interdependencia entre las varias ramas del saber; pero solo Dios tiene relación con la totalidad de lo real; por consiguiente, eliminar a Dios significa romper el círculo del saber. Desde esta perspectiva las universidades católicas, con su identidad muy precisa y su apertura a la “totalidad” del ser humano, pueden realizar una obra valiosa para promover la unidad del saber, orientando a estudiantes y profesores a la Luz del mundo, la “luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Jn 1, 9)».[1][61]

La filiación agustiniana de Benedicto XVI es bien conocida. Resulta, entonces, más significativo que, para cimentar las afirmaciones anteriores, a finales de 2012, pocos meses antes de dejar la Sede de Pedro, acuda a la terminología y el modo de argumentar de Tomás de Aquino —basado radicalmente sobre su concepción del ser—, aunque agregando matices muy propios. Y que lo haga, precisamente, ante los miembros de la Academia pontifica de las ciencias, perfectamente preparados para advertirlo.

Escribe, en primer término, en la estela dejada por santo Tomás con su doctrina de la participación de los entes en el Ser: «Este enfoque interdisciplinario de la complejidad muestra también que las ciencias no son mundos intelectuales separados uno del otro y de la realidad, sino más bien que están unidos entre sí y orientados al estudio de la naturaleza como realidad unificada, inteligible y armoniosa en su indudable complejidad. Esta visión encierra puntos de contacto fecundos con la visión del universo adoptada por la filosofía y la teología cristianas, con la noción de ser participado, en la que cada criatura, dotada de su propia perfección, también participa de una naturaleza específica, y esto dentro de un universo ordenado que tiene origen en la Palabra creadora de Dios. Precisamente esta intrínseca organización “lógica” y “analógica” de la naturaleza anima la investigación científica e impulsa la mente humana a descubrir la coparticipación horizontal entre seres y la participación trascendente por parte del Primer Ser».[1][62]

Agrega de inmediato una de las ideas más recurrentes en el conjunto de sus escritos, como Ratzinger y como Benedicto XVI: «El universo no es caos o resultado del caos, sino más bien aparece cada vez más claramente como complejidad ordenada que permite elevarnos, a través del análisis comparativo y la analogía, desde la especialización hacia un punto de vista más universal, y viceversa».[1][63]

Y concluye: «En este contexto más amplio querría observar cuán fecundo se ha revelado el uso de la analogía en la filosofía y en la teología, no solo como instrumento de análisis horizontal de las realidades de la naturaleza sino también como estímulo para la reflexión creativa en un plano trascendente más elevado. Precisamente gracias a la noción de creación el pensamiento cristiano ha utilizado la analogía no solo para investigar las realidades terrenas, sino también como medio para elevarse del orden creado hacia la contemplación de su Creador, con la debida consideración del principio según el cual la trascendencia de Dios implica que toda semejanza con sus criaturas necesariamente comporta una desemejanza mayor: mientras la estructura de la criatura es la de ser un ser por participación, la de Dios es la de ser un ser por esencia, o Esse subsistens».[1][64]

Parece claro, pues, y lo iremos viendo con mayor nitidez conforme avancemos en nuestro escrito, que la supresión del ser —y del Ser—se encuentra en la misma raíz del problema que estamos afrontando.

2. La positiva exclusión de Dios

En efecto, a la luz de cuanto estamos viendo, no resulta difícil traer a la mente la célebre y fundamental afirmación de Tomás de Aquino: cabe, sin duda, pensar cualquier realidad finita al margen de Dios; pero resulta del todo imposible concebirla coherentemente como siendo sin apelar a Dios —Ipsum Esse subsistens—, justo porque el ser de cada una de esas realidades constituye precisamente el efecto primario y propio de la acción divina creadora y conservadora.[1][65]

Desde el punto de vista teorético, nos encontramos ante la clave de prácticamente todo lo que hemos considerado hasta ahora: en una cultura que no solo prescinde de Dios, sino que positivamente se edifica al margen de Él o incluso en su contra, tarde o temprano toda la realidad se fragmenta, pierde consistencia y sentido, desemboca en la nada.

En substancia, es lo que Benedicto XVI califica como «secularismo, que adquiere una fuerte influencia a través de los medios de comunicación de masas y tiene un efecto modificador en las conciencias. En tal sentido, existe en esos lugares una crisis cultural de hondo calado».[1][66]

La magnitud de esa crisis puede calibrarse al considerar que todo lo anterior lleva consigo un modo drásticamente distinto de encarar el conjunto de lo existente: «Ese pensamiento que alcan­za tantos éxitos y que contiene muchas cosas correctas ha modificado la orientación fundamental del hombre hacia la realidad. El hombre ya no busca más el misterio, lo divino, sino que cree saber: la ciencia descifrará en algún momento todo aquello que todavía no entendemos. Es solo cuestión de tiempo; entonces, lo dominaremos todo. De ese modo, la cientificidad se ha convertido en la catego­ría suprema».[1][67]

No extraña, entonces, que ante las distintas “emergencias” que plantea el mundo contemporáneo, Benedicto XVI tenga una sola respuesta final y decisiva: Dios.

Así lo expone, modificando los armónicos, en varias intervenciones públicas.

Dios es, para el hombre, el problema por excelencia: «Con este fin, ante todo debemos decir y testimoniar con franqueza a nuestras comunidades eclesiales y a todo el pueblo italiano que, aunque son muchos los problemas por afrontar, el problema fundamental del hombre de hoy sigue siendo el problema de Dios. Ningún otro problema humano y social podrá resolverse verdaderamente si Dios no vuelve a ocupar el centro de nuestra vida».[1][68]

Sin la adecuada vinculación de cada persona humana a Dios, se perturban las relaciones entre unos hombres y otros: «Si la relación fundamental —la relación con Dios— no está viva, si no se vive, tampoco las demás relaciones pueden encontrar su justa forma. Pero esto vale también para la sociedad, para la humanidad como tal. También aquí, si falta Dios, si se prescinde de Dios, si Dios está ausente, falta la brújula para mostrar el conjunto de todas las relaciones a fin de hallar el camino, la orientación que conviene seguir. ¡Dios! Debemos llevar de nuevo a este mundo nuestro la realidad de Dios, darlo a conocer y hacerlo presente».[1][69]

Precisamente porque el del cristianismo es un Dios cercano, «la cuestión de la Verdad y de lo Absoluto —la cuestión de Dios— no es una investigación abstracta, alejada de la realidad cotidiana, sino que es la pregunta crucial, de la que depende radicalmente el descubrimiento del sentido del mundo y de la vida».[1][70]

Como consecuencia, «hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe, que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios desaparece, por más ilustradas que sean todas las demás cosas, el hombre pierde su dignidad y su auténtica humani­dad, con lo cual se derrumba lo esencial. Por eso, creo yo, hoy debemos colocar, como nuevo acento,laprioridad de la pregunta sobre Dios».[1][71]

Todo lo anterior se relaciona de manera directa e inmediata con la emergencia educativa: su causa primera y decisiva es el abandono de Dios.[1][72]

No cabe, pues, una respuesta adecuada que margine cuestión tan primordial: «El desafío educativo afecta a todos los sectores de la Iglesia y exige que se afronten con decisión las grandes cuestiones de nuestro tiempo: la relativa a la naturaleza del hombre y a su dignidad —elemento decisivo para una formación completa de la persona— y la “cuestión de Dios”, que parece muy urgente en nuestra época».[1][73]

 

IV. La perspectiva antropológica.

 

1. La “cuestión del hombre”.

Efectivamente, lo que en los epígrafes anteriores hemos considerado desde la perspectiva metafísica puede también observarse, sin abandonarla, centrando nuestra atención en la persona humana. Según anunciábamos y en parte hemos visto, Benedicto XVI lo hace con frecuencia, retomando bajo esa luz bastantes de los temas ya apuntados.

En la práctica, «la cuestión antropológica» o «cuestión del hombre» resulta correctamente enfocada y adecuadamente operativa siempre que se tiene presente el «carácter central de la persona humana».[1][74]De ahí que el papa nos anime a nunca perderlo de vista: «… quiero exhortar a un compromiso convergente, de gran alcance, a través del cual las instituciones civiles, cada una según sus competencias, multipliquen sus esfuerzos para afrontar en los diversos niveles la actual emergencia educativa, inspirándose constantemente en el criterio-guía del carácter central de la persona humana».[1][75]

Entre esos esfuerzos, Benedicto XVI considera ineludible el empeño cognoscitivo que nos permita adentrarnos hasta el núcleo de la cuestión: quién es el hombre. Y así, en la Caritas in veritate, tras recordar que «Pablo VI señalaba que “el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas”», Benedicto XVI añade: «La afirmación contiene una constatación, pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo impulso del pensamiento […]. Es un compromiso que no puede llevarse a cabo solo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre».[1][76]

A continuación, concreta: «La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una visión metafísica de la relación entre las personas».[1][77]

Pero las propiamente humanas son las relaciones libres. Por tanto, de manera análoga a como la perspectiva ontológica se centra en la pérdida o desatención al ser, Benedicto XVI resume el núcleo de la emergencia educativa apelando a una dualidad en la interpretación de la libertad humana, que lleva asimismo a vivirla de un modo correcto o inadecuado: «La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede entender y usar mal».[1][78]

No debería extrañar la principalidad otorgada a la libertad. Ya Agustín de Hipona dejó claro que estapuede concebirse coherentemente como la conjunción de las dos facultades superiores del ser humano —su inteligencia y su voluntad— y que, por tal motivo, en ella viene a compendiarse el mismo ser del hombre.[1][79]Benedicto XVI agrega, con toda razón, que «se trata del concepto fundamental de la Edad moderna», aquel que recapitula la esencia de la modernidad, que la concibe como un poder absoluto, sin límites externos.[1][80]

De ahí que, en la misma medida en que el desafío educativo está motivado por el humus teorético-vital que conforma buena parte del mundo moderno, enraíza también, como en su primera causa, en el modo de concebir y vivir la libertad, como una suerte de autonomía plena y sin reservas.

En efecto, tras preguntarse por las raíces de la emergencia educativa, el papa responde: «Yo veo sobre todo dos. Una raíz esencial consiste, a mi parecer, en un falso concepto de autonomía del hombre: el hombre debería desarrollarse solo por sí mismo, sin imposiciones de otros, los cuales podrían asistir a su autodesarrollo, pero no entrar en este desarrollo».

Y corrige de inmediato: «En realidad, para la persona humana es esencial el hecho de que llega a ser ella misma solo a partir del otro, el “yo” llega a ser él mismo solo a partir del “tú” y del “vosotros”; está creado para el diálogo, para la comunión sincrónica y diacrónica. Y solo el encuentro con el “tú” y con el “nosotros” abre el “yo” a sí mismo».[1][81]

Tras lo que concluye: «Por tanto, me parece que un primer punto es superar esta falsa idea de autonomía del hombre, como un “yo” completo en sí mismo, mientras que llega a ser “yo” en el encuentro colectivo con el “tú” y con el “nosotros”».[1][82]

[1]  

2. Una adecuada concepción de la libertad.

Entroncamos de este modo con algo ya anunciado: a saber, que «la relación educativa es ante todo encuentro de dos libertades, y la educación bien lograda es una formación para el uso correcto de la libertad».[1][83]

Por tanto, no encierra error alguno el atribuir a la libertad el puesto de honor que la Edad moderna le otorga, también en lo que atañe a la educación. El hombre crece, madura, se desarrolla, «a golpes de libertad», como diría Ortega. La educación es inviable al margen de la libertad de quien se educa: nadie puede sustituirla.[1][84]

«De hecho —explica Benedicto XVI—, no hay verdadera propuesta educativa que no conduzca, de modo respetuoso y amoroso, a una decisión, y precisamente la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, invitándola a la fe y a la conversión».[1][85]

Y antes había afirmado: «Una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad».[1][86]

En última instancia, la libertad es la gran prerrogativa del hombre, que, gracias a ella, puede conducirse a sí mismo hacia su propia plenitud.[1][87]Pero semejante privilegio arraiga de hecho en las feraces regiones del ser, lo que la pone necesariamente en contacto con la unidad, la verdad, la bondad, la belleza y, en última instancia, con el Ser subsistente, con Dios, del que toda perfección deriva y en Quien encuentra su fundamento.[1][88]

Ahora bien, es precisamente el ser lo que rechaza una buena porción de la modernidad; con él se desvanecerán, por tanto, no solo la unidad, la verdad, la bondad y la belleza, sino también la libertad…[1][89]y la posibilidad misma de la educación.[1][90]Una y otra se cimientan en la grandeza del esse humano, otorgado gratuitamente en el momento mismo de la concepción: la energía radical en él contenida permite e impulsa a cada hombre a salvar —justamente a través de su obrar libre— la distancia que media entre su ser y su deber ser, entre lo que es y lo que está llamado a ser, para alcanzar así su destino definitivo en Dios, Ser subsistente que lo ha creado.

Benedicto XVI lo resume con eficacia, yendo directamente al núcleo de la cuestión: «La libertad no es la facultad para desentenderse de; es la facultad de comprometerse con, una participación en el Ser mismo», que lleva al hombre, por tanto, a ser más y mejor.[1][91]

Y, en otro lugar, lo expone con cierto detalle, contraponiendo la auténtica libertad —que es fundamentalmente una afirmación— al modo de entenderla hoy más en boga: «La libertad del “sí” es libertad capaz de asumir algo definitivo. Así, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera decisión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma».[1][92]

Con las menos palabras posibles, a las que más adelante volveremos: la libertad auténtica, madura, debe concebirse como capacidad de amar.

Y eso nos introduce en una nueva fase de nuestro escrito.

 

V. La perspectiva filosófico-práctica.

 

1. Reductio ad amorem.

En el Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, casi a mitad de la carta, Benedicto XVI parece detenerse un momento… y comenzar de nuevo. Afirma, en efecto: «Queridos hermanos y hermanas, para hacer aún más concretas mis reflexiones, puede ser útil identificar algunas exigencias comunes de una educación auténtica. Ante todo, necesita la cercanía y la confianza que nacen del amor: pienso en la primera y fundamental experiencia de amor que hacen los niños —o que, por lo menos, deberían hacer— con sus padres. Pero todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico».[1][93]

Con plena conciencia he puesto en cursiva el «para hacer aún más concretas mis reflexiones» porque, en el esquema que anuncié al comienzo de mi escrito, estas palabras pueden servir de paso para un planteamiento más práctico.

Señalo, de momento, tres puntos, que considero cruciales.

a)Benedicto XVI habla de «hacer aún más concretas» sus reflexiones, y esto parece sugerir que entre la teoría y la praxis no existe ese corte tajante que algunos pretenden establecer, en parte tras las huellas de Kant. La filosofía primera —llamada comúnmente metafísica— goza de carácter sapiencial, es en cierto modo sabiduría; y lo es, precisamente, porque a través del conocimiento certero y hondo de las realidades fundamentales, capacita para orientar la propia existencia y para ayudar a otros a enrumbar la suya.

Si el obrar no resulta ajeno al ser, sino que de él deriva y a él en cierto modo retorna, el conocimiento metafísico constituirá el punto ineludible de partida para elaborar una ética y una política —una filosofía práctica— que hagan justicia a la condición personal del hombre.

Cuando Tomás de Aquino sostiene que el entendimiento especulativo, por extensión, se torna práctico, no pretende tan solo apuntar un dato de hecho, ni tampoco sugiere una radical y absoluta superioridad del conocimiento teorético sobre el práctico —cosa que, en todo caso, cabría afirmar de la filosofía, por su carácter necesariamente finito, pero no de la Sabiduría, donde semejante distinción carece de sentido—. Sino, más bien al contrario, indica que al hombre el mero conocimiento no le basta; que el conocimiento humano, para serlo cabalmente, debe surgir de la vida; pero que, además, ha de orientarse a ella y estar penetrado por ella: y la vida por antonomasia es la del amor.

b)Esa constituiría, precisamente, mi segunda observación. En el mismo instante en que Benedicto XVI pretende hacer más vivas y concretas sus reflexiones, el amor se torna omnipresente. Se sitúa en el principio de toda acción educativa, como condición, motor y fundamento de la relación de los padres con cada uno de sus hijos, y de los restantes educadores con aquellos a quienes forman; se coloca asimismo en el núcleo o centro del acto educativo, que es, por naturaleza, un acto o experiencia de amor; y se eleva también a objetivo supremo de la educación, ya que el sentido del proceso educativo, según sugiere Benedicto XVI, es «capacitar para un amor auténtico».

Como he explicado tantas veces, el amor es principio, medio y fin de toda acción educativa.[1][94]Por eso, según apunté, la “reducción al fundamento” de la educación en la esfera práctica es, múltiple y forzosamente, una reductio ad amorem.

c)Por fin, al considerar el ejercicio de la educación, viene a la mente de inmediato la familia —«pienso en la primera y fundamental experiencia de amor que hacen los niños […] con sus padres»—, que se erige de esta suerte en analogado principal y punto de referencia del quehacer educativo. En este sentido, y en cuanto forjada en el amor, cualquier educación se configura como familiar.[1][95]

Probablemente, este tercer aspecto es el menos controvertido, aunque quizá solo en teoría. Me limitaré, por tanto, a aducir algunas citas, en las que Benedicto XVI manifiesta distintos aspectos de esa prioridad, enlazando expresamente familia y amor. Huelga decir que, al igual que en otras ocasiones, no aspiro en modo alguno a ser sistemático ni exhaustivo.

A manera de introducción: «Sabemos bien que para una auténtica obra educativa no basta una buena teoría o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar».[1][96]

Como núcleo de todo el asunto: «La familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el “lugar primario de humanización de la persona y de la sociedad”, la “cuna de la vida y del amor“».[1][97]

Con expresiones análogas y complementarias: «Además, la familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre. En este sentido, la experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de su dignidad de hijos».[1][98]

En la educación de la fe: «Sin embargo, es evidente que, en la educación y en la formación en la fe, a la familia compete una misión propia y fundamental y una responsabilidad primaria. En efecto, el niño que se asoma a la vida hace a través de sus padres la primera y decisiva experiencia del amor, de un amor que en realidad no es solo humano, sino también un reflejo del amor que Dios siente por él».[1][99]

Para la paz y la justicia: «¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. “En la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro”[1][100]. Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia y la paz».[1][101]       

Supuesta la función primordial e indelegable de la familia, tratemos, pues, en buena parte entreverados, los otros dos aspectos a los que antes aludí.

 

2. Un ser para el amor.

Se trata, si no me equivoco, de cuestiones también presentes en el pensamiento de Benedicto XVI sobre la educación.

Ante todo, la necesidad de la teoría como fundamento y, en cierto modo, como inicio o punto de apoyo permanentede cualquier actividad educativa: «En efecto —afirma el papa—, la educación persigue la formación integral de la persona, incluida la dimensión moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la que es miembro. Por eso, para educar en la verdad es necesario saber sobre todo quién es la persona humana, conocer su naturaleza».[1][102]

Y continúa: «Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista reflexiona: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides?” (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el hombre?»[1][103]

Al respecto, parece ineludible acudir al célebre paso de la Gaudium et spes, tantas veces comentado por Juan Pablo II, y que también hace propio su sucesor en la Sede de Pedro. Valga, por los muchísimos posibles, este solo texto: «Unidos por la misma fe en Cristo, nos hemos congregado aquí, desde tantas partes del mundo, como una comunidad que agradece y da testimonio con júbilo de que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios para amar y que solo se realiza plenamente a sí mismo cuando hace entrega sincera de sí a los demás. La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor. Por eso la Iglesia manifiesta constantemente su solicitud pastoral por este espacio fundamental para la persona humana. Así lo enseña en su Magisterio: “Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, ‘de manera que ya no son dos, sino una sola carne’ (Mt 19, 6)” (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 337)».[1][104]

Entre las múltiples sugerencias del pasaje, interesa de momento analizar el sentido en que la persona humana es imagen de Dios; y, por consiguiente, atender en primer término a Dios mismo, siempre objeto para el hombre de un saber inadecuado.

Como punto de partida para ese conocimiento podría servir el siguiente pasaje, que recuerda bastantes de las cuestiones ya tratadas: «El núcleo profundo de la verdad de Dios es el amor con que él se ha inclinado hacia el hombre y, en Cristo, le ha ofrecido dones infinitos de gracia. En Jesús descubrimos que Dios es amor y que solo en el amor podemos conocerlo: “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios […], porque Dios es amor” (1 Jn 4, 7-8) dice san Juan. Y san Agustín afirma: “Non intratur in veritatem nisi per caritatem” (Contra Faustum, 32). El culmen del conocimiento de Dios se alcanza en el amor; en el amor que sabe ir a la raíz, que no se contenta con expresiones filantrópicas ocasionales, sino que ilumina el sentido de la vida con la Verdad de Cristo, que transforma el corazón del hombre y lo arranca de los egoísmos que generan miseria y muerte».[1][105]

«El núcleo profundo de la verdad de Dios es el amor […] El culmen del conocimiento de Dios se alcanza en el amor», afirma Benedicto XVI. Y sugiere así, entre otras muchas verdades, que el conocimiento humano de Dios es progresivo e incluso que gradual ha sido Su propia revelación al hombre.

Por decirlo de algún modo, la auto-descripción de Dios cubre el entero arco que se inicia con El que es o el Yo soy el que soy de los primeros capítulos del Éxodo y culmina en el Dios es Amor, de san Juan. Lo que no significa, como bien sabemos, que las afirmaciones posteriores vayan sustituyendo a las que las anteceden, sino más bien que las enriquecen o, mejor aún, que unas y otras se fecundan entre sí, de manera que el Amor del evangelio de san Juan ilumina poderosamente la condición divina ya presente en los inicios de la Sagrada Escritura, al tiempo que la consideración de Dios como Ser sustenta su índole de Amor subsistente.

Esta realidad, recogida de manera expresa en el Vaticano II,[1][106]constituye sin duda uno de los principios exegéticos más presentes y constantes en Benedicto XVI.

Lo muestra, si necesario fuera, la más relevante de entre las obras personales redactadas y publicadas durante su pontificado. En efecto, en Jesús de Nazaret encontramos operativo el criterio al que acabo de referirme y lo hallamos incluso expuesto con ocasión del tema que ahora más directamente nos ocupa: el propio Jesucristo, antes de manifestar plenamente el Amor divino en la Cruz, se auto-denomina con el nombre “primitivo”: Yo soy;[1][107]y lo hace en múltiples ocasiones, en contextos más y más formales, en una especie de progresión que deja cada vez más claro su derecho a identificarse con Dios; sintetiza y resume de esta suerte, en el momento más trascendental de la historia de la humanidad, lo que Dios quiere revelar al hombre.

Por otra parte, en la primera de sus encíclicas, Benedicto XVI sugiere exactamente lo que estoy esbozando: «El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor».[1][108]

De todo lo anterior, simplemente apuntado, la metafísica sanada y elevada por la fe puede extraer o confirmar multitud de conocimientos sobre la persona humana.

Entre otros, que en Dios Ser y Amor se identifican, por lo que el “paso” de uno a otro se da solo en su revelación al hombre y en el conocimiento que este alcanza de Él; por el contrario, en la persona humana se distinguen realmente el ser personal, íntimo y constitutivo, y las concretas manifestaciones de amor (operaciones, sedimentadas en hábitos), con las que el hombre alcanza la plenitud que su propio ser reclama.

O, con palabras más sencillas, mientras que en Dios el Ser y el Amor se identifican plenamente, cada mujer o varón edifica en sí la imagen divina en la medida en que, sobre el fundamento del ser personal donado gratuitamente en el momento de la concepción, y extrayendo de él la energía virtualmente contenida desde entonces, va transformando en amor todo cuanto realiza, hasta convertirse, al término de su existencia terrena y ya para siempre, en un “Dios participado”: si, en lo que se nos alcanza, Dios es un Acto de Amor de Dios, cada uno de nosotros, con la ayuda inestimable de su gracia, estamos destinados a convertirnos, para toda la eternidad, en un “acto participado de amor de Dios”.

Siguiendo el imperativo que recorre la historia de Occidente —al menos desde Píndaro hasta Jaspers—, el hombre llega entonces a ser el que estaba llamado a ser, el que en cierto modo ya era desde el mismo momento en que fue concebido: un ser para el Amor.

La reductio ad fundamentum en el ámbito teórico-práctico es, pues, doblemente, en su Origen y en su Término, una reductio ad Amorem.

 

3. Conocer a Dios, conocer al hombre.

Parece claro que cuanto acabo de esbozar resulta en extremo relevante no solo para un adecuado conocimiento de la persona humana, sino también, y tal vez de manera aún más significativa, para entender y llevar a cabo cualquier proceso educativo.

En total consonancia con su condición de teólogo, Benedicto XVI ilustra ambas cuestiones principalmente a partir de la fe. Por ejemplo, tras afirmar que la pregunta«¿Quién soy?, ¿qué es el hombre?» no puede «separarse del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?», explica: «La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama».[1][109]

De manera análoga, en perfecta continuidad con lo que sugería más arriba, sostiene: «Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar».[1][110]

Y, con nueva riqueza de matices —apelando expresamente al «auténtico desarrollo de cada persona»—, alrededor de tres años más tarde, explica: «La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —”caritas”— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad […]. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). […] Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano».[1][111]

Como he subrayado, nada de esto es ajeno al ejercicio natural de la inteligencia, pues una de las funciones de la fe es precisamente la de purificarla, dotándola del vigor que “en el principio” tenía (y elevándola por encima de él). Lo repite Benedicto XVI, aplicado a la cuestión que estamos tratando, en la primera de sus encíclicas: «La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él […]. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica».[1][112]

No extraña, entonces, que Benedicto XVI conciba la educación como el empeño por «forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es amor»,[1][113] y que nos anime a acudir a la Escrituras para conocer mejor lo que significa amar. Ni tampoco que, a estos efectos, acuda a «la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana».[1][114]

Todo parece girar en torno al amor.

 

VI. Un esbozo de respuesta al desafío educativo.

 

1. Descubrir el fundamento de la educación

Llegados aquí, nos diríamos pertrechados para proponer una salida viable al desafío educativo. No obstante, para otorgarle toda su fuerza, son imprescindibles un par de reflexiones complementarias.

A lo largo del escrito he señalado dos reductiones ad fundamentum positivas: la reductio ad Esse y la reductio ad Amorem. Fácilmente se advierte que, en lo que respecta a Dios, ambas se identifican, justo porque, en Él, Ser y Amor son uno y lo mismo. Como acabo de apuntar, el tránsito de una denominación a otra es meramente cognoscitivo, y solo para el entendimiento humano.

Desde el punto de vista de Dios —si así pudiera hablarse— y referidos a Él, el olvido del Ser equivale, sin reservas, al olvido del Amor: y ambos componen la consecuencia más grave de la desatención al ser —ahora con minúscula—, a la que principalmente me he referido a lo largo de estas páginas.[1][115]

Por el contrario, como también he sugerido, el amor del hombre no se identifica con su ser, aunque proceda de él como su expresión y complemento más noble. De suerte que el llegar a ser mejor persona, imagen más cumplida del Dios tres veces personal, debe lograrlo mediante el influjo positivo que sus actos de amor ejercen en su persona, alcanzando en cierto modo su mismo ser personal.

La índole participada implica siempre, entre otras cosas, la descomposición —en las criaturas— de lo que en Dios es uno y lo mismo, con la cuasi infinita minoración o empequeñecimiento que esa “descomposición” lleva consigo. El Ser-Amor divino se descompone en cada mujer o varón, inicialmente, en ser y esencia, más las múltiples capacidades de un obrar también plural y en cierto modo disperso, que deberá ser unificado por la actividad suprema en que consiste el amor.

La reductio ad esse no es inmediatamente operativa entre nosotros: solo Dios puede incidir de manera directa e inmediata en el ser de sus criaturas.

Por consiguiente, si nos adentramos hasta su fundamento más decisivo, tal como solicita Benedicto XVI, la respuesta a la “emergencia educativa” deberá apoyarse en la reductio ad amorem. Pero, al tratarse efectivamente de una reductio o resolutio, que alcanza la raíz o fundamento último —real y fundadamente “fundamental”—, la mejora que en ese ámbito se lleve a cabo, en la medida en que sea eficaz y completa, resultará asimismo suficiente: entre otros motivos, y no entre los de menor calibre, porque un amor cabal y maduro reclama e instaura la excelencia en todos los ámbitos de la actividad humana.

Tenemos, pues, la clave para responder al desafío educativo: incrementar y acrisolar, con todo el vigor posible, el amor humano. Mas, como cualquiera puede intuir, lo que se expresa con aparente sencillez, en la práctica es complejo y dilatado.

Pero no imposible. En buena medida, la superioridad respecto al pensamiento griego de la filosofía cristiana —y, en cualquier caso, del cristianismo— se manifiesta en que existe una operación suprema, capaz de informar todas las restantes y, en semejante sentido, de transformarlas en ella. El amor trasciende al conocimiento, también desde esta perspectiva. En efecto, ningún ser humano puede realizar todas sus operaciones —las que él mismo pone y las que se dan en él, y en cierto modo sin él— de manera inteligente; mientras que, sustentado en la acción creadora y conservadora, y con el auxilio de la gracia, el hombre puede asumir y sub-sumir en el amor cualquier actividad —también la no estrictamente voluntaria—, que, en virtud de esa nueva forma, se convierte en propia y plenamente humana. Y el amor es asimismo susceptible de incrementarse y acrisolarse más y más, en un progreso sin término, correlativo a la amplitud irrestricta del desarrollo humano.

Se imponen, por tanto, dos preguntas, íntimamente relacionadas: ¿hasta qué extremo y de qué manera puede la persona humana transformarse en amor?; ¿cómo se encarna semejante capacidad en el quehacer educativo?

Al intentar responder a esos interrogantes, me adentro en los últimos tramos del escrito. En ellos pretendo, con orden y palabras propias,[1][116]esbozar una respuesta al desafío educativo, en los dos ámbitos que desde casi el comienzo he anunciado.

a)En el teorético, se trataría de concebir la educación del modo más fundamental y resolutivo que cabe: en términos de amor, de maduración y crecimiento del amor.

b)En la práctica, propondré algunos principios que permitan llevarlo a cabo, centrándome en la institución más formalmente educativa: la familia.

2. Hacer madurar el amor

El punto de partida en los dominios teoréticos viene sugerido por el siguiente juicio de Benedicto XVI: «Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad».[1][117]

Resumo, ante todo, algunas de las conclusiones ya obtenidas. Dios es Amor. Y el hombre, creado a su imagen y semejanza, encuentra toda la razón de su vivir en el amor. Proviene del amor: del amor paterno-materno y del Amor divino, que le da amorosamente el ser, que lo crea. Se dirige al amor: al de los restantes seres humanos y al Amor de Dios, como fin último de toda su existencia. Crece, se perfecciona en cuanto persona, por el amor: por el amor a Dios y, por Dios, a los hombres, sus semejantes, también ellos principios y términos de amor. El hombre es desde el Amor, por el amor y para el Amor. El hombre es, participadamente, amor.

Y como educar es facilitar que el niño, el joven y el adulto alcancen su plenitud, el principio radical de toda pedagogía es el buen amor; el término de cualquier proceso formativo es el buen amor. Lo que no surja del amor ni contribuya a mejorar el amor del ser humano, a incrementar su intensidad y su calidad, no lo perfecciona en cuanto persona: resulta inútil o incluso dañino, perjudicial.

Amor y plenitud personal se dan la mano. Y por eso también la educación en su sentido más hondo, si no quiere verse disuelta en viento o en humo, nace del amor y en amor —eficaz y activo— acaba por transformarse y resolverse.

En efecto, formación plena es sinónimo de formación personal, de la persona íntegra, en todas y cada una de sus facetas. Es decir, de la persona considerada como realidad unitaria, compacta, como una ensambladura provista de cohesión suficiente; y no como un aglomerado inconexo de conocimientos, aptitudes, tendencias, facultades, principios operativos… o como se los quiera llamar. Y lo que confiere valor a cada uno de los actos y coherencia al entero conjunto, lo que eleva y enlaza todas esas fuerzas, haciendo del hombre un ser cabal, bueno, unitario, completo, formado, es el amor, expresión cimera del acto personal de ser.

Porque, según recuerda Tomás de Aquino, el amor es la forma de toda actividad propiamente humana, desarrollada: lo que le otorga su acabamiento, su integridad definitiva. Y es asimismo lo que la engarza en el conjunto de las restantes operaciones, proveyéndola de un valor perfectivo para el todo, para la persona. Si la clave para dotar de cohesión a nuestra entera existencia puede concretarse en tres vocablos —proyecto, compromiso, fidelidad, lo que a su vez aglutina estos elementos, el hilo de oro que hace de la vida humana una biografía auténticamente unitaria,es un gran amor: un amor de tal calibre que resulte capaz de concitar en torno a él hasta las más menudas operaciones que entretejen nuestros días.

El amor, entonces, es principio de crecimiento porque magnifica hasta lo aparentemente más menudo y porque, al integrarlo en el conjunto de una existencia lograda, unifica el entero comportamiento y lo eleva hasta el rango de lo personal.[1][118]

Se sigue de ahí que cualquier operación desamorada, por más que se lleve a cabo con extremada pericia técnica, sectorial, sería, desde el punto de vista de la persona —del hombre en cuanto hombre, cabalmente íntegro—, una acción sin formar, informe, o incluso deforme y deformada. En cualquier caso, imperfecta. Le faltaría el requisito último que hace de ese obrar una actividad específicamente humana, henchida, libre. Y se configuraría, a lo más, como algo provisto de un valor parcial, errático y deslavazado.

Ahora bien, puesto que son las operaciones las que confieren al ser del hombre su acabamiento, solo podrá considerarse madura o formada —dotada de forma, como resultado de una formación— a la persona que se comporte bien y de manera integrada: esto es, a la que obre, siempre y en todo, por amor. Y viceversa: aunque parezca exagerado, el varón y la mujer que actúan real y eficazmente movidos por un buen amor, cualesquiera que fueren sus restantes circunstancias personales o de entorno, son por ese mismo motivo personas íntegramente formadas.

Lo advirtió ya, de manera definitiva y en extremo sugerente, Agustín de Hipona:«Dilige, et quod vis fac…: ama, y haz lo que quieras; si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Como esté dentro de ti la raíz del amor, ninguna otra cosa sino el bien podrá salir de tal raíz».[1][119]

Aprender a amar es, entonces, la clave de la educación. Y lleva consigo perfeccionar las tres dimensiones básicas de la personalidad humana (y, en definitiva, de toda la persona). La del entendimiento: saber querer, saber para querer; la de la voluntad y los apetitos: querer-querer y querer o amar efectivamente; y la de la operación: saber y querer hacer, obrar. No se puede amar de veras sin saber querer, sin querer-querer y sin saber y querer hacer, sin expresar con obras ese amor.

La formación total, plena, afecta a esas tres esferas —conocimiento, querer, capacidades de acción—, y atañe, fundamentalmente, a la integración mutua de esos dominios, a su interacción efectiva y armónica, a lo que normalmente se conoce como unidad de vida. No está formada la persona que no ha desarrollado del modo adecuado y suficiente los tres ámbitos aludidos. Pero tampoco lo está, como recuerda con frecuencia Benedicto XVI, la que no los ha ensamblado armónicamente, la que no los ha unificado. Y el principio de integración —lo estamos viendo— es el amor.

Consideremos de manera sucinta cada uno de los ámbitos educativos que acabo de mencionar, para advertir cómo el amor los eleva hacia la plenitud de perfección y los integra.

 

2.1. Educar la inteligencia… por amor

El amor es el fin de todo conocimiento: sabemos —debemos saber— para amar. A su vez, el conocimiento es un requisito ineludible para poder amar eficazmente, de forma humana y libre. El amor electivo del hombre, el amor maduro, es un amor inteligente, razonado y cabal. De ahí que resulte preciso conocer, y conocer bien, lo que se debe amar.

La principalidad del amor pone así de manifiesto la exigida jerarquía del saber; o, dicho con otras palabras, que todo hombre debe conocer en primer término lo más digno de ser amado, lo mejor, lo que es y vale más. Y lo que es más, lo que goza de mayor valía o bondad, es Dios, que se ha definido a Sí mismo como El que Soy. Y por ser más, posee más alta capacidad de solicitar el amor: es más noble, más importante, más amable, en una palabra.

Dios y las cosas de Dios. En el ámbito educativo, lo que normalmente se denomina formación doctrinal o religiosa constituye, pues, la primera obligación de cualquier persona desde el punto de vista del conocimiento. Es lo que más y mejor debe saber. La fe, a secas, no basta. Es necesario el conocimiento profundo de lo que a Dios se refiere. Conocimiento de auténtica teología. Sabiduría que hay que ir incrementando —en extensión y, sobre todo, en profundidad: en apropiación personal, que la hace vida— en la misma medida en que aumenten los demás conocimientos, so pena de introducir en nuestro ser una desproporción del todo opuesta a la armonía propia de la persona formada.

¿Lo siguiente que debemos conocer? Lo que hemos de amar en segundo término: el hombre. De dónde venimos, quiénes somos, dónde nos hallamos, a dónde nos dirigimos. Y esa es tarea propia de la filosofía. Pero tampoco esta obligación se concreta en acumular noticias, información, datos; se trata de profundizar, de penetrar hasta el mismo núcleo, hasta el ser del hombre. Saber personalmente, de manera vital, con discernimiento propio, lo que el hombre es.

También este es un empeño de toda la vida. Y también a él hay que dedicar mayor atención que al ejercicio profesional y a la formación correspondiente. Porque de saber lo que somos, de dónde procedemos, dónde estamos situados y a dónde nos encaminamos —y de actuar en consecuencia— depende el éxito o el fracaso radical de nuestra existencia. A esa carta nos lo jugamos todo.

Le toca el turno a la profesión y a la ineludible preparación para ella. Considero que su puesto es este: después de exponer lo que atañe a Dios y lo que corresponde al hombre. Un después que, lejos de señalar relación temporal alguna, apunta a una jerarquía de atención, de relevancia. La capacitación profesional, tan imprescindible, es menos importante que las dos que acabo de mencionar, aunque, desde una perspectiva más honda y radical, forme parte de ellas.

Para lograrlo, hemos de trabajar por amor y con amor. Solo entonces nuestra labor nos mejora como personas, nos libera; en caso contrario, el trabajo incluso puede resultar alienante y fuente de desdicha. De manera análoga, la formación profesional —cumplida, acabada— surge del amor y al amor se orienta. Porque, frente a lo que a veces se opina, el amor no exime de la destreza y de la perfección técnica de nuestra labor, ni del deber de irlas adquiriendo e incrementando. Muy al contrario, el amor es forma y fin, pero también motor, madre y raíz de cualquier acto humano perfecto y perfectivo; y, por ende, del trabajo.

 

2.2. Educar la voluntad… por amor.

Si el buen amor es principio y término, origen y meta de toda la vida del conocimiento, con mayor motivo lo será de la formación de la voluntad. Educar la voluntad no es otra cosa que enseñar a querer bien.

Pero ¿por qué ese «bien»?, ¿en qué sentido puede hablarse de buen y de mal querer? En el mismo en que cabe referirse a un amor propiamente humano, dirigido prioritariamente a los otros, y a un amor necesario, instintivo, centrado desordenadamente en el yo.

Formar el ámbito de la voluntad y de la afectividad es, en fin de cuentas, hacer que impere el buen amor, el amor voluntario y gratuito: el que se dirige hacia el otro y por el otro. Y ese amor se opone al egoísmo, al amor propio desordenado.

En todo ser humano existe un deseo natural de quererse a sí mismo. Y existe también, incoada, una tendencia a amar a Dios por encima de todo y a las demás personas, incluida la propia, del mismo modo como Dios las quiere; esto es, por su intrínseca bondad, por sí mismas… y no por el provecho que a uno pudieran reportarle.

La vida moral y, con ella, la formación o deformación de la voluntad comienzan cuando, de manera más o menos consciente y deliberada, el hombre optapor uno de los miembros de la alternativa.

O elige amarse a sí mismo por encima de todo, queriendo todo lo demás solo en la medida en que favorezca su propia utilidad o placer: y, entonces, paradójicamente, reduplica el amor natural, necesario, lo magnifica… y elimina de raíz toda auténtica libertad y la posibilidad de ser dichoso.

O elige amar a Dios sobre todas las cosas, y a todo lo demás, incluido él mismo, en el modo y manera en que son queridos por Dios: y, entonces, conquista radicalmente su propia libertad, se reafirma como persona… y alcanza la dicha.

La primera elección infla desmesuradamente mi ego, lo convierte en el centro absoluto del universo,transforma el resto de la realidad en una simple «prótesis del propio yo»[1][120]y constituye la raíz de cualquier pecado. La segunda me pone inicialmente entre paréntesis y endereza mi cariño hacia los demás; se configura, entonces, como la substancia de toda vida moralmente recta y, también, como el principio primigenio de la formación de la voluntad y, en consecuencia, de la educación integral de la persona.

Ambas opciones engloban el amor de sí. Pero en la primera ese afecto, desordenado, se erige en principio y razón de cualquier otro querer: todo se subordina a la propia conveniencia o deleite. Y, paradójicamente, se autoelimina la libertad —no puedo dejar de quererme, de manera excluyente, puesto que cualquier otro amor lo subordino al mío— y, con ella, toda posibilidad de auténtica formación, perfeccionamiento y felicidad. En el segundo caso, nos amamos a nosotros mismos con la medida del amor de Dios, en la misma proporción y por el mismo motivo por el que queremos a los demás: porque Dios nos quiere y, al querernos, nos crea, conserva y dirige hacia Él.[1][121]

Como consecuencia, formar la voluntad, y el entero ámbito de la afectividad, es ir aquilatando la calidad de nuestros amores, lo cual suele traducirse en lograrqueel amor electivo de Dios se convierta en el motivo radical de cualquier otro querer. Y esto tiene enormes aplicaciones prácticas. En concreto, permite advertir que el núcleo y el principio de la educación de la voluntad es fomentar la amistad con Dios, querer con Él. Y esto, como es obvio, equivale a poner por encima de todo la Voluntad divina, queriendo con Ella y lo que Ella quiere.

Y lo que Ella quiere entre todo lo creado —propiamente y por sí, como recuerda Tomás de Aquino— son las personas, todas y cada una. La mía misma, no como una más, sino —igual que las restantes— como término singular de Su dilección. Por lo que también yo, queriendo con Dios, habré de querer a todos y cada uno de los hombres concretos que componen la humanidad de la única manera acabada en que cabe hacerlo: por Dios, porque Dios los quiere, y en la medida y del modo en que Él los ama; y mi principal tarea —la única imprescindible y en la que deben resolverse todas las restantes— será la de ayudarles a encaminarse hasta su destino imperecedero de Amor en el Absoluto.

Se comprende, entonces, que el doble precepto del amor, a Dios y al prójimo, constituya la cifra de toda vida ética y el norte de la educación de las voluntades.

De nuevo el amor.

 

2.3. Educar el obrar… por amor.

Para terminar, el amor es también origen y fin, fundamento y guía, del entero ámbito del buen obrar. Formarse íntegramente, desde el punto de vista de la propia actuación, consiste en adquirir e intensificar un conjunto de virtudes, que faciliten el ejerciciode la libertad, el amor, la eficacia… y engendre, como fruto maduro, la propia dicha.

Agustín de Hipona lo advirtió lúcidamente al definir la virtud como ordo amoris. Es decir, en primer término, el orden en el amor: todo aquello que hace de él un amor estable, ordenado, bueno; y además, el orden que el amor instaura en todas y cada una de nuestras potencias y actividades, engrandeciéndolas y perfeccionándolas para permitirnos querer bien, con eficacia.

Y, así, la prudencia podría describirse como el orden que el amor introduce en el conocimiento de lo particular, haciendo posible captar el asunto en toda su concreción, decidir sobre él y llevarlo con éxito a la práctica, de modo que redunde en bien de los demás. Por eso, aunque desde una perspectiva rigurosa la prudencia no es esencialmente amor —constituye más bien un hábito de la cogitativa—, sí que lo es en cuanto el amor mueve a realizar adecuadamente el acto prudencial y al amor lo ordena. De ahí que el mismo san Agustín haya podido definirla como «el amor que discierne bien lo que ayuda a tender a Dios, distinguiéndolo de aquello que se lo impide»;[1][122] y también como «el amor que elige sagazmente lo que ayuda, y se separa de lo que le sería impedimento».[1][123]

La prudencia es el amor que se hace discernimiento en la vida diaria, con vistas a asegurar la calidad de nuestro obrar y de nuestro querer: es la virtud que enseña a amar en concreto, que es la única manera en que podemos amar.

La justicia, por su parte, también remite al amor, en primer término, en cuanto está fundamentada en un acto radical de amor gratuito: el Amor creador.

Todo lo debido en justiciaa cada hombre se funda, por tanto, directa o indirectamente, en el acto inaugural del Amor creador que, al establecerla en el ser, destina y endereza hacia Sí a cualquier persona humana. Además, supuesta la creación amorosa, lo primero que debemos a cada uno de los seres humanos es el considerarlo como persona y tratarlo y promoverlo como tal: constituirlo en término de mi amor, cuidarlo cordialmente, buscando sus bienes más radicales. En tercer lugar, el amor se relaciona con la justicia por cuanto me impulsa a superar el propio egoísmo y a dar a cada uno lo suyo, transformándome así en deudor del derecho ajeno. Por fin, el amor es complemento de la justicia: como explica Tomás de Aquino, «el propósito de mantener la paz y la concordia entre los hombres mediante los preceptos de la justicia será insuficiente si, por debajo de estos preceptos, no echa raíces el amor»;[1][124] y añade que la justicia sin amor, sin misericordia, es crueldad.

También la fortaleza y la templanzatienen como motor e ideal el amor. Tienden a instaurar el buen amor, el amor electivo a Dios y a los demás y a nosotros mismos por Dios, elevándolo por encima del amor propio desordenado, que nos tornaría desgraciados y estériles.

En efecto, la fortaleza es la virtud que consigue mantener y vigorizar el buen querer, intensificándolo progresivamente, en medio de las dificultades que se oponen a su ejercicio. Nos permite, a pesar de las adversidades, grandes o pequeñas, ponernos entre paréntesis y seguir queriendo el bien para el otro.

La templanza, por su parte, modera la complacencia desordenada en uno mismo, impidiendo que el amor instintivo que todos nos tenemos crezca de tal manera que sofoque en nosotros el imprescindible amor electivo a Dios y a los demás. En este sentido, nos permite querer, y querer bien, apasionadamente, a los otros, comenzando por los más próximos. Es decir, refrena el amor propio, pero solo para hacer más intenso y de una pieza el afecto debido a quienes nos rodean: esposa, hijos, padres, amigos…

Prudencia, justicia, fortaleza y templanza hacen posible la victoria definitiva del amor electivo a los demás sobre el amor desordenado a nosotros mismos. Aquilatan la categoría de nuestro querer. Nos permiten querer bien.

Y así se cierra el ciclo constitutivo de nuestra formación. Formación del entendimiento: saber para querer. Formación de la voluntad: establecer la plenitud, el imperio, del buen amor. Formación de las obras: afirmar el dinamismo operativo de ese mismo amor.

En resumen: 1) un amor che nella mente mi ragiona, como quería Dante; 2) un amor que crece, acrisolándose, en el corazón; 3) y un buen amor, firme, estable y dinámico, que da como fruto obras de servicio. Esa es la formación plena y liberadora.

Hacer crecer y madurar el amor, por consiguiente, resume con eficacia toda la formación de la persona, dándonos la clave para afrontar el desafío educativo. Veamos cómo y por qué.

 

VII. Actuar ante la emergencia educativa.

 

De nuevo si no me equivoco, cuando Aristóteles sostiene que, en lo relativo al obrar, la experiencia desempeña el mismo papel que los primeros principios en el saber teorético o especulativo, no está estableciendo una suerte de ruptura entre teoría y vida vivida. Más bien señala, con matices propios, las condiciones del juicio prudencial, que tiene en cuenta los detalles más relevantes del contexto en que debe efectuarse cada acto.

De ahí que la educación se lleve siempre a cabo en la confluencia de los principios derivados de un conocimiento profundo de la persona humana y del análisis, también atento y pormenorizado, del conjunto de las circunstancias que a cada una le afectan en el momento preciso en que se ejerce la acción educativa. Es ese el sentido en que la experiencia se transforma en principio próximo del obrar; y ese es también el modo en que el conocimiento especulativo, así fecundado, se “extiende” o enaltece y deviene pleno: teorético-y-práctico.

En cierta medida, el desarrollo de las páginas que preceden encarnan estas exigencias. Dentro de los límites de espacio y tono impuestos por la naturaleza de nuestro escrito, hemos procurado: a) por una parte, descubrir la raíz constitutiva de la condición personal, que en Dios es el Ser-Amor, en identidad absoluta, y en los hombres está radicado en un acto de ser capaz de amar, que se perfecciona precisamente en cuanto su sujeto ama más y mejor; b) y, por otro lado, analizar las causas capitales que —en el momento actual— tornan sumamente problemática esa tarea personalizadora.

Se trataba de algo sin duda necesario, pero insuficiente para la praxis inmediata: también para la tarea educativa, siempre singular y concreta. Para llevarla a término, resulta imprescindible “acercar” más los principios al actuar cotidiano. Y determinar también, al menos hasta cierto punto, el ámbito en que tales principios resultan más eficaces: el entorno y las condiciones particulares de cada sujeto de educación.

Atendamos en primer lugar a los principios.

1. Enseñar a amar

Aunque ya dije en su momento que educar es enseñar a amar, quiero volver sobre esa afirmación, con objeto de descubrir las dimensiones que permitan formularla como principio próximo del quehacer educativo.

1.1. El círculo “virtuoso” del amor

Lo intentaré en dos pasos. Ante todo, para que la descripción aristotélica del amor —querer el bien para otro—[1][125]resulte operativa, parece imprescindible determinar en qué consiste ese bien, y hacerlo de manera que pueda referirse a cada uno de todos los casos, en su estricta singularidad.

Al respecto, lo decisivo es que se trate de un bien real para aquel a quien se brinda. O, si se prefiere, de algo que lo perfeccione, que lo haga una persona más cabal, más plena. Es decir, apoyándonos en cuanto hemos visto hasta el momento —que nadie mejora su índole de persona sino en la medida en que acrisola e intensifica su amor—, de algo que le permita e incite a amar más y mejor, que lo acerque a su destino terminal de amor en los demás y en Dios.

Se establece así una suerte de círculo virtuoso, merced al cual, cuando alguien ama de verdad a otra persona, cuando persigue eficazmente su bien, tiene que intentar por todos los medios facilitarleel amor; procurar que esta, a su vez, vaya queriendo con más intensidad y perfección, que vaya consiguiendo amar con hechos.

Amar, desde este punto de vista, consiste siempre en facilitar el amor de aquél a quien amamos. Ese sería el principio universal. Un principio que, en los dominios de la educación, se concreta en enseñar a querer a la persona a la que se educa.

En este caso, si no con un juicio directo, contamos con multitud de insinuaciones de Benedicto XVI que avalan nuestro planteamiento. Más aún, cabría sostener que prácticamente todos los obstáculos que hemos descubierto como trabas para el proceso educativo encuentran en él un inicio de solución.[1][126]

Me limito a mostrarlo respecto al impedimento tal vez más denunciado por Benedicto XVI, ya desde antes de acceder a la Sede de Pedro: el relativismo.

He aquí la expresión sucinta con que lo resume: «Yo no dudo en afirmar que la gran enfermedad de nuestro tiempo es su déficit de verdad. El éxito, el resultado, le ha quitado la primacía en todas partes».[1][127]

Y he aquí la aproximación de este juicio al ámbito que nos atañe: «La raíz de todos los problemas pastorales es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de percepción de la verdad, que va lado a lado junto con el cegamiento ante la realidad de Dios».[1][128]

A lo que sigue una explicación densa, pero de enorme valor probativo, que remite en última instancia al ser —y a la verdad cimentada en el ser—, en perfecto acuerdo con cuanto hemos visto: «El bien y la verdad son inseparables entre sí. Es un hecho que solo hacemos el bien cuando estamos en armonía con la lógica interna de la realidad y de nuestro propio ser. Actuamos bien cuando el sentido de nuestra acción es congruente con el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la verdad y la realizamos. En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al conocimiento de la verdad. Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad. A la inversa, el mal se genera a través del enfrentamiento de mi yo contra la exigencia del ser, de la realidad. Esto es, el abandono de la verdad. Por eso hacer el mal no conduce al conocimiento, sino a la ofuscación. Ya no puedo —ni quiero— ver lo que es malo: el sentido del bien y del mal queda embotado».[1][129]

1.2. Priorizar el bien ajeno

En la medida en que las últimas afirmaciones condensan lo que ha sucedido en buena parte de nuestra civilización, ayudar a amaradquiere en el momento histórico presente una modalidad muy precisa, que necesaria y expresamente “pasa por” aprender a discernir entre lo verdadero y lo falso y, como consecuencia, entre lo bueno y lo malo. Lo que, en la práctica educativa, se traduce en facilitar a quienes nos rodean el que estén más enérgica y decididamente interesados por el bien de los demás que por el suyo propio.

Si no yerro, nos encontramos ante una afirmación definitiva, también desde el punto de vista práctico-práctico; más aún —basados en lo expuesto hasta el momento—, ante el criterio que permitiría afrontar con éxito el desafío educativo.

Para reforzar tal convencimiento, vale la pena recordar una inmemorial tradición, a la que también apela Benedicto XVI: «Como dijo san Agustín, la historia universal es una lucha entre dos formas de amor: entre el amor a sí mismo —hasta la destrucción del mun­do— y el amor al otro —hasta la renuncia a sí mismo—. Esta lucha, que se ha podido ver siempre, está en curso también en la actualidad».[1][130]

Y ahí es donde, en concreto, se plantea siempre el combate personal. Como sabemos también por experiencia, el mal en cuanto mal no puede ser querido. Lo que nos atrae, lo hace siempre en razón del bien que encierra. De ahí que la auténtica y real alternativa, como antes señalamos y recuerda Benedicto XVI, es la de que, en mi modo de obrar, impere el bien de los demás —en el que cabe el buen amor a uno mismo, precisamente en función del otro— o el bien propio, querido de manera desordenada, por encima de cualquier otro bien.[1][131]

Por eso, en cada circunstancia educativa o de orientación, a la hora de tomar o insinuar una decisión más o menos complicada, la pregunta concreta y decisiva que debe formular el educador será siempre: «esto que le sugiero o prohíbo, el modo como lo hago, el grado de libertad que le concedo para oponerse a mi opinión o, al menos, para manifestar la suya… ¿propiciará que esa persona quiera más y mejor a los otros, o, por el contrario, la incitará a encerrarse en sí misma, en su bien abreviado y egoísta?»

La respuesta a estos interrogantes —que nunca podrá alcanzarse sin una intervención perspicaz y comprometida de todos los recursos de nuestro conocimiento teórico y de nuestra experiencia de vida— indicará, la práctica totalidad de las veces, cuál ha de ser el tenor de nuestras intervenciones.

1.3. Más con obras que con palabras

Pero el principio al que estamos aludiendo —la atención prioritaria al bien de los otros— no solo se encuentra vigente en las situaciones más o menos complicadas, sino en toda actividad educativa, orientándola. Y se transmite a través de palabras, pero sobre todo de gestos, de actitudes y modos de obrar.

En relación con los hijos, esos gestos y actitudes pueden dividirse en dos tipos fundamentales:

a)las que se refieren a las acciones de los hijos;

b)las que ponen de relieve la actitud de los padres entre sí y con las restantes personas y situaciones.

Comencemos por estas segundas. El núcleo fundamental y el resumen de todo quehacer educativo —aprender a descubrir en uno mismo y en quienes nos rodean la condición de persona y el modo adecuado de referirse a ella: el amor—,[1][132]lo aprenden los hijos, principalmente, al observar y “vivir” el modo como los cónyuges se tratan entre sí.

Si el padre o la madre sabe anteponer los gustos del cónyuge a los propios; si busca a su esposa o a su esposo para despedirse y darle un beso siempre que sale de casa o vuelve a ella; si lo llama por teléfono cuando hay un cambio de planes, para evitarle preocupaciones inútiles; si lo escucha con atención y mimo; si evita las discusiones o sabe cortarlas con elegancia, incluso cuando piensa que lleva razón; si tiene la delicadeza de adelantarse a pedir perdón cada vez que hiere a su cónyuge, aun cuando fuera sin plena conciencia; si sabe elevar la imagen del cónyuge ante los hijos, sacando discretamente a la luz sus logros o, cuando sea conveniente, sus esfuerzos por mejorar; si no se permite nunca un comentario despectivo o irónico, y menos a sus espaldas… los hijos incorporarán a su propio bagaje de criterios y actuaciones la reverencia que los padres se muestran recíprocamente, encarnando de este modo —en su inteligencia y en su vida— la grandeza propia de toda persona y la reverencia que le es debida. Por el contrario, la dignidad y la veneración propias del ser personal no dejarán la menor huella en los hijos si ven actuar a sus padres sin deferencia y amor recíprocos, aun cuando sus palabras afirmen con vehemencia lo que ellos no viven.[1][133]

Y algo análogo provoca el trato con los amigos o con las personas con quienes los padres se relacionan en el trabajo o en la vida social. El hijo aprende la importancia de la amistad cuando ve a su padre o a su madre dedicar a un amigo que lo necesita las horas que tenía previstas para su descanso o para su trabajo… aunque luego pase la noche en blanco para recuperarlas. Incorpora a su vida la convicción de que el trabajo profesional es un medio maravilloso de amor y servicio —el «incógnito del amor»— cuando los comentarios relativos a él saben poner en primer plano el bien que al ejercerlo procuran a los demás, aunque no oculten que eso supone a menudo sacrificios o malos ratos. O cuando, antes de partir para un trabajo en el que va a encontrarse con un buen número de personas, pide a los hijos que recen, no tanto para que a él o a ella “les salga bien” su tarea, sino para con esa labor ayude a las otras personas.

«Además —explica Benedicto XVI—, cuando la familia no se cierra en sí misma, los hijos van aprendiendo que toda persona es digna de ser amada, y que hay una fraternidad fundamental universal entre todos los seres humanos».[1][134]

En lo que se refiere directamente al modo de obrar de los hijos, el mensaje implícito en nuestras preguntas o comentarios suele llegarle más hondo que los consejos o advertencias expresamente formulados. Lo que hacemos o dejamos de hacer les llevará a estar más pendientes de los demás o de sí mismos en función del puesto que, en efecto, nosotros les otorguemos. Si sistemáticamente, cuando vuelven de la escuela, nuestras preguntas se dirigen a lo que han aprendido o a cómo se lo han pasado, si nuestras metas respecto a ellos parecen no trascender más allá de las calificaciones… implícitamente les estamos animando a convertirse en el centro de sus propios intereses y afanes. Muy distinto es lo que ocurre cuando, pongo por caso, el tema de nuestras conversaciones con ellos gira en torno a sus amigos, cuando sabemos lo que realmente esos otros chicos necesitan y animamos a nuestros hijos a conseguirlo, superando la pereza o la inercia que pudiera retraerlos. Cuando al volver de una excursión o de un tiempo fuera de casa, nuestra atención se dirige en primer lugar, con delicadeza, a lo que le ha sucedido a aquel amigo que inicialmente tenía pocas ganas de ir o no se encontraba del todo a gusto; cuando, en circunstancias análogas —y me refiero particularmente a las madres— sabemos animarlos a compartir con sus amigos aquel postre que a nuestro hijo le gusta especialmente y que con tanto mismo le hemos preparado… O, por poner un último ejemplo, cuando, a la hora de elegir profesión, le sugerimos que tenga también en cuenta, y a menudo en primer lugar, no solo las “salidas” —que suelen coincidir con las “entradas” (económicas)—, sino sus propios intereses y, más todavía, la posibilidad de ayudar a otros a través de su tarea profesional…

En resumen, si también por auténtico amor a ellos, les ayudamos a crecer personalmente del único modo que cabe hacerlo, que es amando reciamente a los otros y, cuando sea conveniente o necesario, animándolos a hacerlo por amor a Dios.[1][135]

2. En la familia y desde la familia

Con plena conciencia, en los párrafos que preceden, he aludido sobre todo a la educación de los hijos. No solo por el hecho de constituir la familia el ámbito educativo por antonomasia, sino también como un requerimiento de la actual emergencia educativa.

Paradójicamente, en una situación de este tipo, conviene concentrar lo mejor de nuestros esfuerzos en aquella realidad donde presumiblemente resulten más eficaces. Sin abandonar las restantes esferas, ciertamente, pero intentando por todos los medios que cumplan su auténtico cometido: y este no es primaria y esencialmente sustituir a la familia —tendencia común en bastantes sectores de nuestra civilización—, sino apoyarla con todos los recursos de que dispongan para que, cuanto antes y de manera soberana, la familia ejerza del modo más eficaz la misión nativa que le compete.

De nuevo se impone aquí un esfuerzo especulativo vigoroso, que ayude a superar los condicionamientos del ambiente. La tentación de recurrir para reavivar el proceso educativo a los mismos “medios” que han facilitado su deterioro —la acción política, la economía, los medios de comunicación, la publicidad, etc.—, pasaría por alto que, frente a lo que habitualmente suele decirse, los instrumentos nunca son neutros o, si se prefiere, que lo son solo en la exacta proporción en que se limitan a ser instrumentos.[1][136]

Muy al contrario, en lo que atañe a su eficacia educativa, el influjo positivo del medio es inversamente proporcional a su tendencia a masificar, hoy tan difundida. Si los diamantes solo se pulen con diamantes, la educación de cualquier persona solo puede llevarse a cabo personalmente: poniendo en juego lo más personal que existe en cada uno, e interpelando también el núcleo más personal de nuestro interlocutor, su capacidad de conocer y amar, que es lo que el mismo Dios solicita cuando se relaciona con nosotros. Y las relaciones personales por excelencia se dan y mejoran en la familia.

Contra la tentación de la velocidad, tan razonablemente apremiante en los momentos de crisis, conviene de nuevo incrementar la hondura y la magnitud de la propia reflexión. Durante bastante tiempo me causó extrañeza la radical drasticidad con que Juan Pablo II afirmaba: «Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida».[1][137]

Empezó a hacerse la luz cuando advertí que la calidad de cualquier nexo entre personas deriva, como hemos visto y repetido en este escrito, de la categoría del amor que se instaure entre ellas; y que, en el plano natural, existe una sola institución “pensada” para generar y mejorar radicalmente el amor entre los seres humanos: el matrimonio.

De cada uno de ellos depende, por tanto, en primer término, la grandeza de las relaciones vigentes en el seno de su familia; después, en las familias del entorno; y, al término, en el conjunto de la humanidad.

De ahí que haya podido afirmarse, con fundamento, que civilizar es hacer familiar lo no familiar; o, en lo que atañe más directamente a nuestro problema, que la emergencia educativa podrá resolverse, en última instancia, si se atiende y pone remedio a la “emergencia familiar”.

Es ese el camino regio, el modo prioritario de responder al desafío educativo: primordial y apto para “arrastrar consigo” a todos los demás.

Precisamente ahora, cuando el estado de emergencia hace crecer la tentación de multiplicar las actividades —el activismo, contra el que a menudo alerta Benedicto XVI—,[1][138]conviene tener la calma y la clarividencia suficientes para dedicar lo mejor y más eficaz de nuestros esfuerzos a lo que —siempre, pero muy particularmente hoy— hay que saber advertir como lo fundamental.

3. Conocer a fondo quiénes son nuestros hijos

Y lo fundamental, me permito concluir, es amar con locura a cada uno de nuestros hijos, sabiendo que Dios nos ha escogido desde siempre como padres para cada uno de ellos, con objeto de que les ayudemos a recorrer el camino de retorno a Él, hasta transformarse en interlocutores del Amor divino por toda la eternidad.

A estos efectos, lo relevante no son las metas que los padres soñamos para ellos; no son tampoco las vías y los medios más o menos oficiales que nuestra civilización ha establecido para su presunto crecimiento; ni los deseos de los chicos ni sus aspiraciones… aunque nada de ello deba ser ignorado.

Lo determinante, en función de lo que hemos expuesto, es el ser de cada hijo, núcleo de la presencia de Dios en su alma.

Hay que tomarse en serio —hasta sus últimas consecuencias— lo que cada uno de nuestros hijos es. Reflexionar sobre quién es por constitución o naturaleza: una persona destinada a amar, a la que por ese mismo motivo se debe amor y reverencia; y atender al aquí y al ahora en los que nuestra actividad educadora se cruza con su libertad, para lograr que de ella emerja el amor.

Porque precisamente en su ser personal-amoroso, y en las circunstancias que en cada momento lo rodean, tenemos que percibir —y ayudarles a descubrir— el sentido de su vida y el hontanar de las fuerzas para recorrer el camino que los “devuelve” al infinito Amor de Dios.

Es de nuevo el ser lo decisivo. Y muy en particular, el ser del hijo, del niño. No olvidemos que Dios superó el gravísimo impasse creado por Adán y Eva con el pecado original concediéndoles un hijo y, en definitiva, al Hijo que se hizo Niño; y que Jesucristo nos animó a hacernos como niños para entrar en el reino de los cielos.

El “desafío educativo” acaba, entonces, apuntando a la persona del hijo.

La educación actual se centra excesivamente en el modelo de vida del adulto, que “vierte” sobre el niño sus propias prioridades, a menudo contaminadas por el clima cultural que nos envuelve y Benedicto XVI no cesa de denunciar. Y, en semejante sentido, no educa: no sabe educir del niño las asombrosas capacidades —la imagen divina— que Dios ha depositado virtualmente en su ser.

Hay que provocar un vuelco, restaurar el auténtico inicio, tal como Dios lo ha establecido.

Mostrar la absoluta necesidad de ese cambio y propiciarlo es lo que nos propusimos en un libro recién publicado,[1][139]precisamente como esbozo de respuesta teorético-práctica al desafío educativo.

¿Su título? Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros.

¿Su esquema? Tres partes —I. Quién es el niño; II. Cómo es el niño; III. El despertar moral y religioso del niño—, dividida cada una en cuatro capítulos.[1][140]

¿Su enfoque? El que he sugerido en el presente ensayo.

 

 

 


[1][1] Parece confirmarlo el hecho de que, casi seis meses más tarde, el 10 de enero de 2008, en el Discurso a los administradores de la región del Lacio y de la provincia de Roma, recuerde que «nos encontramos ante una auténtica “emergencia educativa”, como subrayé el 11 de junio del año pasado al hablar a la asamblea de la diócesis de Roma». Benedicto XVI: Discurso a los administradores de la región del Lacio y de la provincia de Roma. 2008-01-10.

[1][2] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][3] Benedicto XVI: encuentro con los periodistas durante el vuelo hacia la república checa. Viaje apostólica a la República Checa,26-28 de septiembre de 2009. 2009-09-26. Las cursivas son mías.

[1][4] Ib.

[1][5] Cfr. Alburquerque, Eugenio: Emergencia y urgencia educativa: El pensamiento de Benedicto XVI sobre la educación. Madrid: Ed. CCS, 2011, pp. 15 ss.

[1][6] Con bastante probabilidad, el documento de referencia más habitual para el tema que nos ocupa sea la Lettera del Santo Padre Benedetto XVI alla diocesi e alla città di Roma sul compito urgente dell’educazione.Tal vez porque en su título figura “la tarea urgente de educar”, a él se refieren, de manera exclusiva, los autores del estudio más completo dedicado en España a nuestro tema: Jiménez, Lydia (dir.): El reto de la emergencia educativa: proponer modelos. Madrid: Fundación universitaria española, 2012; cf. pp. 7, 13, 121 y 306.

Ahora bien, como la mayoría de los escritos de Benedicto XVI, el que ahora señalo aúna una profundidad poco común con una enorme sencillez de redacción y de comprensión. Lo cual significa que, al menos de entrada, al estudioso se le abren dos posibilidades opuestas: o bien ofrecer el texto como está —sine glossa—, o bien multiplicar los comentarios, tratando de ilustrar la ingente cantidad de implícitos que contiene, tanto en la línea de los fundamentos como en la de las aplicaciones prácticas.

Y algo similar sucede con la mayoría de los textos capitales sobre este tema.

[1][7] Cf. Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2005-06-06.

[1][8] «El actual cambio cultural se considera a menudo un “desafío” a la cultura de la universidad y al cristianismo mismo, más que un “horizonte” en el que se pueden y deben encontrar soluciones creativas». Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23.

[1][9] Benedicto XVI: Discurso a la 61ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2010-05-27.

[1][10] Cf., entre muchos textos posibles, Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][11] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11. Las cursivas son mías.

[1][12] Ib.

[1][13] Benedicto XVI: Discurso a los administradores de la región del Lacio y de la provincia de Roma. 2008-01-10. De nuevo son mías las cursivas.

[1][14] En este otro texto habla de un conjunto de emergencias, a las que es imprescindible responder con hondura: «Muchas veces he manifestado, por ejemplo, mi preocupación y la de toda la Iglesia por la así llamada “emergencia educativa”, a la que se suman seguramente otras “emergencias”, que tocan las diversas dimensiones de la persona y sus relaciones fundamentales, y a las cuales no se puede responder de modo evasivo y banal». Benedicto XVI: Discurso a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura. 2013-02-07.

[1][15] Benedicto XVI: Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald. Barcelona: Herder, 2010, p. 33. Las cursivas son mías.

Personalmente, sentí la necesidad de llevar a cabo ese análisis hace bastantes años. Cf. Melendo, Tomás: Entre moderno y postmoderno: Introducción a la metafísica del ser. Cuadernos de Anuario filosófico, núm. 42. Pamplona: Facultad de Filosofía, Servicio de Publicaciones de la universidad de Navarra, 1997, 139 pp.

[1][16] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 33.

[1][17] En semejante sentido, resultan esclarecedoras las puntualizaciones del papa recogidas por Peter Seewald: «… la modernidad no está hecha solo de cosas negativas. Si así fuese, no podría sostenerse por largo tiempo. Ella contiene grandes valores morales, que justamente provienen el cristianismo, que han sido traídos por el cristianismo a la consciencia de la humanidad […]. Pero eso no debe hacernos perder de vista que hay otros temas que suscitan contradicción». Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 33.

[1][18] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23.

[1][19] Al respecto, se ha hecho célebre la expresión utilizada por el entonces cardenal Ratzinger en la Misa pro eligendo Pontifice, el 18 de abril de 2005: «Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos».

[1][20] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][21] Si no me equivoco, la expresión fue acuñada por el sociólogo Zygmunt Bauman, de origen polaco. En su opinión, el adjetivo “líquido” resume los rasgos más característicos del hombre contemporáneo: el desarraigo y la ausencia de principios. Cf. Bauman, Zygmunt: 44 cartas desde el mundo líquido. Barcelona: Paidós, 2011.

[1][22] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23. Un paso muy similar reza así: «En Italia, como en muchos otros países, se constata claramente lo que podemos definir una verdadera “emergencia educativa”. En efecto, cuando en una sociedad y en una cultura marcadas por un relativismo invasor y a menudo agresivo parecen faltar las certezas fundamentales, los valores y las esperanzas que dan sentido a la vida, se difunde fácilmente, tanto entre los padres como entre los maestros, la tentación de renunciar a su tarea y, antes incluso, el riesgo de no comprender ya cuál es su papel y su misión». Benedicto XVI: Discurso a la 58ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2008-05-29.

[1][23] Benedicto XVI: Discurso durante la inauguración de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2009-05-26.

[1][24] Cf. Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., pp. 61 y ss. El párrafo comienza así: «El hecho de que hay una contaminación del pensamiento que nos conduce ya anticipadamente a perspectivas erróneas no puede ignorarse». He resaltado la expresión que considero más significativa.

[1][25] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23. Un texto casi paralelo, con matices propios, sería el que sigue: «Debemos esforzarnos por responder a la demanda de verdad poniendo sin miedo la propuesta de la fe en confrontación con la razón de nuestro tiempo. Así ayudaremos a los jóvenes a ensanchar los horizontes de su inteligencia, abriéndose al misterio de Dios, en el cual se encuentra el sentido y la dirección de nuestra existencia, y superando los condicionamientos de una racionalidad que solo se fía de lo que puede ser objeto de experimento y de cálculo. Por tanto, es muy importante desarrollar lo que ya el año pasado llamamos la “pastoral de la inteligencia”». Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][26] Benedicto XVI: Discurso a la comunidad de la universidad católica del Sagrado Corazón. 2011-05-21.

[1][27] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los jóvenes profesores universitarios. En el viaje apostólico a Madrid con ocasión de la XXVI jornada mundial de la juventud. 2011-09-19.

[1][28] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 145.

[1][29] «Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio». Benedicto XIV: Deus caritas est. 2005-12-25, núm. 28.

El papa lo ilustra con un ejemplo: «En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica». Ib.

[1][30] Personalmente, me inspiro en la concepción de Tomás de Aquino, para quien Dios sería el Ipsum Esse subsistens y todas las criaturas estarían compuestas de esse o actus essendi y essentia o potentia essendi.

[1][31] Cognoscitivamente, como es obvio, porque solo de este modo puede el hombre desproveer al ente de su ser: no aniquilándolo o reduciéndolo a nada. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que esa forma de concebir la realidad carezca de repercusiones: en la realidad misma, tratada en función del concepto que de ella se tiene; y en el hombre, por tratarla y tratarse a sí mismo de esa manera.

[1][32] He tratado con detenimiento este punto, en referencia expresa a la educación, en Melendo, Tomás: La pasión por lo real, clave del crecimiento humano. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2008, 136 pp. Articulo el diagnóstico en cuatro epígrafes: 1. Menosprecio de lo real. 2. La crisis de la verdad. 3. La desorientación ante el bien. 4. La ceguera ante lo bello. Y también es cuádruple la solución propuesta: 1. Hambre de realidad. 2. La experiencia de la verdad. 3. Instaurar un gran amor. 4. Redescubrir la belleza.

[1][33] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 63.

[1][34] Sobre esta manera de entender los trascendentales, me permito remitir a Melendo, Tomás: Metafísica de lo concreto: Sobre las relaciones entre filosofía y vida… y una pizca de logoterapia. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2009, 417 pp.

[1][35] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][36] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en la asamblea plenaria de la congregación para la educación católica. 2011-02-07.

[1][37] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][38] Benedicto XVI: Discurso a la 61ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2010-05-27.

[1][39] Benedicto XVI: Discurso a la comunidad de la universidad católica del Sagrado Corazón. 2011-05-21.

[1][40] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][41] Simétricamente, el desconocimiento de la primera cierra el camino hacia el segundo: «Gran parte de la filosofía actual consiste realmente en decir que el hombre no es capaz de la verdad. Pero, visto de ese modo, tampoco sería capaz de ética. No tendría parámetro alguno. En tal caso solo habría que cuidar del modo en que uno más o menos se las arregla, y el único criterio que con­taría sería, en todo caso, la opinión de la mayoría». Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., pp. 63-64, en parte ya citado.

[1][42] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][43] «Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero». Benedicto XVI: Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación. 2008-01-21. «… un verdadero educador pone en juego en primer lugar su persona y sabe unir autoridad y ejemplaridad en la tarea de educar a los que le han sido encomendados». Benedicto XVI: Discurso a la conferencia episcopal italiana. 2009-05-28.

[1][44] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los jóvenes profesores universitarios. En el viaje apostólico a Madrid con ocasión de la XXVI jornada mundial de la juventud. 2011-09-19.

[1][45] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23.

[1][46] Benedicto XVI: Discurso a la comunidad de la facultad teológica pontificia Teresianum. 2011-05-19.

[1][47] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][48] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en la asamblea plenaria de la congregación para la educación católica. 2011-02-07.

[1][49] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23.

[1][50] Benedicto XVI: Discurso a la conferencia episcopal italiana. 2009-05-28.

[1][51] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][52] «The forgotten transcendental: Pulchrum» es el título del parágrafo V del núm. 6 de la Tercera Parte de Gilson, Étienne: The Elements of Christian Philosophy. New York: Doubleday & Company, Inc., 5th ed., 1998; tr. cast.: Elementos de filosofía cristiana.Madrid: Rialp, 3ª ed., 1981.

[1][53] Benedicto XVI: Discurso durante la inauguración de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2009-05-26.

[1][54] De nuevo me permito remitir a un escrito propio, relativamente antiguo. Melendo, Tomás: Esbozo de una metafísica de la belleza. Cuadernos de Anuario filosófico, núm. 96. Pamplona: Facultad de Filosofía, Servicio de Publicaciones de la universidad de Navarra, 2000, 65 pp.

[1][55] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de la exposición “El esplendor de la verdad, la belleza de la caridad: Homenaje de los artistas a Benedicto XVI por sus 60 años de sacerdocio. 2011-07-04.

[1][56] Ib.

[1][57] Ib.

[1][58] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los jóvenes profesores universitarios. En el viaje apostólico a Madrid con ocasión de la XXVI jornada mundial de la juventud. 2011-09-19.

[1][59] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][60] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios.

[1][61] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en la asamblea plenaria de la congregación para la educación católica. 2011-02-07.

[1][62] Benedicto XVI: Discurso a los participantes en la plenaria de la academia pontificia de las ciencias. 2012-11-08.

[1][63] Ib.

[1][64] Ib.

[1][65] Algo análogo se recoge en el Catecismo de la Iglesia católica (n. 49), recordando a la Gaudium et spes, n. 36: «Sin el creador, la criatura se diluye».

[1][66] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 57.

[1][67] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., pp. 144-145.

[1][68] Benedicto XVI: Discurso a la 58ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2008-05-29.

[1][69] Benedicto XVI: Homilía en la celebración de vísperas en la catedral de Aosta. 2009-07-24.

[1][70] Benedicto XVI: Discurso a la comunidad de la universidad católica del Sagrado Corazón. 2011-05-21. «Por eso también es tan urgente que la pregunta sobre Dios vuelva a colocarse en el centro. Por supuesto, no se trata de un Dios que de alguna manera existe, sino de un Dios que nos conoce, que nos habla y que nos incumbe. Y que, después, será tam­bién nuestro juez». Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 62.

[1][71] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 78.

[1][72] «Para nosotros, los obispos, para nuestros sacerdotes, para los catequistas y para toda la comunidad cristiana, la emergencia educativa asume un aspecto muy preciso: el de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones.

También aquí, en cierto sentido especialmente aquí, debemos tener en cuenta los obstáculos que plantea el relativismo: una cultura que pone a Dios entre paréntesis y desalienta cualquier opción verdaderamente comprometedora y, en particular, las opciones definitivas, para privilegiar en cambio, en los diversos ámbitos de la vida, la afirmación de sí mismos y las satisfacciones inmediatas». Benedicto XVI: Discurso a la 58ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2008-05-29.

[1][73] Benedicto XVI: Mensaje a la 60ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2009-11-04.

[1][74] «Un criterio fundamental, sobre el que fácilmente podemos concordar en el cumplimiento de nuestras diversas tareas, es el del carácter central de la persona humana». Benedicto XVI: Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios. 2007-06-23.

[1][75] Benedicto XVI: Discurso a los administradores de la región del Lacio y de la provincia de Roma. 2008-01-10.

[1][76]Benedicto XVI: Caritas in veritate.2009-06-29, n. 53.

[1][77] Ib.

[1][78] Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. 2012-01-01, núm. 3.

[1][79] También lo afirma Tomás de Aquino: «Contingit aliquam potentiam esse determinatam in se, quae tamen universale imperium super omnes actus habet, sicut patet in voluntate: unde liberum arbitrium propter hoc dicitur non pars animae, sed tota anima, non quia non sit determinata potentia, sed quia non se extendit per imperium ad determinatos actus, sed ad omnes actus hominis qui libero arbitrio subiacent». Tomás de Aquino: In II Sent., d. 22, q. 1, a. 2 ad 1.

[1][80] «Aparte del conocimiento y del progreso se trata también del concepto fundamental de la Edad Moderna: la libertad, que se entiende como libertad para poder hacerlo todo». Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 57.

[1][81] Benedicto XVI: Discurso a la 61ª asamblea general de la conferencia episcopal italiana. 2010-05-27.

[1][82] Ib.

[1][83] Benedicto XVI: Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación. 2008-01-21.

[1][84] «La relación educativa es, por su naturaleza, delicada, pues implica la libertad del otro, al que siempre se impulsa, aunque sea dulcemente, a tomar decisiones. Ni los padres, ni los sacerdotes o los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir la libertad del niño, del muchacho o del joven al que se dirigen. De modo especial, la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión». Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2005-06-06.

[1][85] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][86] Benedicto XVI: Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos, participantes en la IV asamblea nacional italiana. Visita a Verona. 2006-10-19.

[1][87] Así lo afirma Tomás de Aquino: «He aquí el supremo grado de dignidad en los hombres: que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien». Tomás de Aquino, Super Epistolas S. Pauli lectura Ad Romanos, cap. II. lect. 3, n. 217.

[1][88] Al primer aspecto, la relación con los trascendentales, se refiere Benedicto XVI de manera en extremo sintética y eficaz: «Ante la libertad a menudo algo vacía y sin valores, hay que reconocer nuevamente que libertad y valores, libertad y bien, libertad y verdad, van juntos; de lo contrario, se destruye también la libertad». Benedicto XVI: encuentro con los periodistas durante el vuelo hacia la república checa. Viaje apostólica a la República Checa,26-28 de septiembre de 2009. 2009-09-26.

Subraya asimismo el segundo extremo, y precisamente en un contexto educativo: «Solo en la relación con Dios comprende también el hombre el significado de la propia libertad. Y es cometido de la educación el formar en la auténtica libertad. Ésta no es la ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, no es el absolutismo del yo. El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie, que puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo, con Dios. La auténtica libertad nunca se puede alcanzar alejándose de Él». Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. 2012-01-01, núm. 3.

[1][89] «Para ejercer su libertad, por tanto, el hombre debe superar el horizonte del relativismo y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más íntimo de la conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del mal, a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha cometido». Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. 2012-01-01, núm. 3.

[1][90] Cf., entre otros, Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2005-06-06.

[1][91] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][92] Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma sobre familia y comunidad cristiana. 2005-06-06.

[1][93] Benedicto XVI: Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación. 2008-01-21.

[1][94] Cf., por ejemplo, Melendo, Tomás; Millán, Lourdes: Asegurar el amor: Antes y durante todo el matrimonio. Madrid: Rialp, 3ª ed. 2011.

[1][95] «Ahora bien, el verbo “educar”, puesto en el título de la asamblea, implica una atención especial a los niños, a los muchachos y a los jóvenes, y pone de relieve la tarea que corresponde ante todo a la familia: así permanecemos dentro del itinerario que ha caracterizado durante los últimos años la pastoral de nuestra diócesis». Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][96] Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2005-06-06.

[1][97] Benedicto XVI: Discurso a los administradores de la región del Lacio y de la provincia de Roma. 2008-01-10.

[1][98] Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLI jornada mundial de la paz: Familia humana, comunidad de paz. 2008-01-01, n. 2.

[1][99] Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][100] Benedicto XVI: Discurso a los administradores de la región del Lacio, del ayuntamiento y de la provincia de Roma. 2011-01-14.

[1][101] Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. 2012-01-01, núm. 2.

[1][102] Ib., núm. 3.

[1][103] Ib.

[1][104] Benedicto XVI: Discurso en el encuentro festivo y testimonial, en el viaje apostólico a Valencia con motivo del V encuentro mundial de las familias. 2006-07-08.

[1][105] Benedicto XVI: Discurso a la comunidad de la universidad católica del Sagrado Corazón. 2011-05-21.

[1][106] «Dios, autor que inspira los libros de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo está patente en el Nuevo […]. Y los libros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento y a su vez lo iluminan y explican». Concilio Vaticano II: Dei Verbum, núm. 16.

[1][107] «Según Marcos, ante la pregunta de la cual dependía su destino, Jesús responde de manera muy simple y clara: “Sí, lo soy” (¿no resuena aquí acaso Éxodo, 3,14: “Soy el que soy”?)». Ratzinger, Joseph: Jesús de Nazaret: Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Madrid: encuentro 2011, pp. 211-212.

[1][108] Benedicto XIV: Deus caritas est. 2005-12-25, núm. 10.

[1][109] Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma sobre familia y comunidad cristiana. 2005-06-06. No quiero dejar de resalta, por obvia, la “progresión educativa” contenida en las últimas palabras de la cita: «es semejante a Dios en la medida en que ama».

[1][110] Benedicto XIV: Deus caritas est. 2005-12-25, núm. 12.

[1][111] Benedicto XVI: Caritas in veritate, núm. 1. 2009-06-29.

[1][112] Benedicto XIV: Deus caritas est. 2005-12-25, núm. 39.

[1][113] «Además, la educación, y especialmente la educación cristiana, es decir, la educación para forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4, 8. 16), necesita la cercanía propia del amor. Sobre todo hoy, cuando el aislamiento y la soledad son una condición generalizada, a la que en realidad no ponen remedio el ruido y el conformismo de grupo, resulta decisivo el acompañamiento personal, que da a quien crece la certeza de ser amado, comprendido y acogido». Benedicto XVI: Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 2007-06-11.

[1][114] Benedicto XIV: Deus caritas est. 2005-12-25, núm. 15.

[1][115] Si no yerro, la radicalidad de esta conclusión justifica el largo camino recorrido en nuestro estudio.

[1][116] Aunque me parece no ser infiel al espíritu de Benedicto XVI, evito con plena conciencia las citas literales, que podrían llevar a pensar que le atribuyo lo que es más bien una respuesta mía a las exigencias que él propone.

De hecho, lo que aquí esbozo ha sido tratado con bastante más extensión y con los matices y puntualizaciones imprescindibles en Melendo, Tomás: Familia, ¡sé lo que eres!Madrid: Rialp, 2003.

[1][117] Benedicto XIV: Deus caritas est. 2005-12-25, núm. 17.

[1][118] Me permito remitir, a este respecto, a Melendo, Tomás: La dignidad del trabajo. Madrid: Rialp, 1992, pp. 69 ss.; y también a Melendo, Tomás: El ser humano: desarrollo y plenitud.Madrid: Ediciones internacionales universitarias – Upaep, 2013, 398 pp.

[1][119] Agustín de Hipona: Tract. 8 in Epist.

[1][120] Aunque solo a pie de página, no me resisto a trascribir las conocidas advertencias de Benedicto XVI: «En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida solo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”». Benedicto XVI: Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 2005-06-06.

[1][121] En relación con estas cuestiones, que así simplemente enuncio, me permito remitir a Melendo, Tomás: Ocho lecciones sobre el amor humano.Madrid:Rialp, 4ª ed. ampliada, 2002. Cf. tambiénMelendo, Tomás: Felicidad y autoestima. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, 2ª ed. corregida y aumentada, 2007.

[1][122] Agustín de Hipona, De moribus Ecclesiae, c. 15.    

[1][123] Ib.

[1][124]Tomás de Aquino, C.G., III, 130.

[1][125] «Sea, pues, amor, la voluntad de querer para alguien lo que se piensa que es bueno —por causa suya y no de uno mismo— así como ponerlo en práctica hasta donde alcance la capacidad para ello». Aristóteles: Retórica, lib. II, cap. 4, 1380b 35-36; tr. cast.: Madrid: Gredos, 1990, p. 327.

[1][126] Como también lo hallan bastante de sus propuestas positivas. Escojo casi al azar: «La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar —que viene de educere en latín— significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona». Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. 2012-01-01, núm. 2. Las cursivas de conducir fuera de sí mismos son mías.

O, también: «Todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico». Benedicto XVI: Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación. 2008-01-21.

[1][127] Benedicto XVI: “Conversión, penitencia y renovación”; en Un canto nuevo para el Señor. Salamanca: Sígueme, 2005, p. 193.

[1][128] Benedicto XVI: Entrevista concedida a la revista Humanitas y recogida en Nadar contra corriente: El papa más sincero e íntimo, Barcelona: Planeta, 2011, p. 75.

[1][129] Ib., p. 76.

[1][130] Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., p. 72.

[1][131] Conclusión que refuerzan, ahora por contraste y resumiendo lo expuesto en las citas anteriores, estas otras palabras del papa: «Cuando no se reconoce como definitivo nada que sobrepase al individuo, el criterio último de juicio acaba siendo el yo y la satisfacción de los propios deseos inmediatos. La objetividad y la perspectiva, que derivan solamente del reconocimiento de la esencial dimensión trascendente de la persona humana, pueden acabar perdiéndose. En este horizonte relativista, los fines de la educación terminan inevitablemente por reducirse». Benedicto XVI: Discurso en el encuentro con los educadores católicos, en el salón de conferencias de la universidad católica de América, Washington D.C. 2008-04-17.

[1][132] «… la primera educación consiste en aprender a reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser humano y ayudar a los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad». Benedicto XVI: Mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz: Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. 2012-01-01.

[1][133] «Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y afecto de los padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor fiel y duradero». Benedicto XVI: Discurso en el encuentro festivo y testimonial, en el viaje apostólico a Valencia con motivo del V encuentro mundial de las familias. 2006-07-08.

[1][134] Ib.

[1][135] De nuevo estas palabras de Benedicto XVI pueden servirnos de guía, también para no hacer “odioso” a Dios ante nuestros hijos, asociándolo solo a las cuestiones que les cuestan o que hacen mal: «El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuando es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar». Benedicto XVI: Deus caritas est, n. 31c.

[1][136] He tratado pormenorizadamente este tema en Melendo, Tomás: Raíces de la crisis: Sobre la naturaleza y el auténtico poder del dinero. Madrid: Rialp, 2013, 348 pp. Y, más directamente con relación al papel de la familia en la instauración de la civilización del amor, en Melendo, Tomás: Solución: la familia. Madrid: Palabra, 3ª ed. 2002, 78 pp.

[1][137] Juan Pablo II: Jubileo de las familias.Roma. Homilía pronunciada el domingo, 15 de octubre de 2010”. La cursiva, que resalta la palabra toda, es mía.

[1][138] A Peter Seewald, que le pide un comentario en torno al De consideratione, de San Bernardo, Benedicto XVI responde: «El tono fundamental es el que usted ha insinuado: ¡No per­derse en el activismo! Habría tanto que hacer, que se podría trabajar sin interrupción. Y justamente eso es erróneo. No perderse en el activismo significa mantener la consideratio, la circunspección, la penetración clarividente, la visión, el tiempo de la ponderación interior, del ver y tratar con las cosas, con Dios y sobre Dios. En sí, no pensar que hay que trabajar sin interrupción es importante para todo el mundo, por ejemplo, para todo aquel que gestione una empresa, y tanto más para un papa. Él tiene que dejar muchas cosas en manos de otros para conservar la visión interior de conjunto, el recogimiento, del cual puede provenir entonces la visión de lo esencial» Benedicto XVI: Luz del mundo, cit., pp. 83-84.

[1][139] Menchén, Bartolomé; Melendo, Tomás: Quiénes son nuestros hijos y qué esperan de nosotros. Curso de antropología infantil: “Para educar con hondura”. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2013, 275 pp.

[1][140] Lo transcribo completo: I. Quién es el niño: 1. El marco de estudio. 2. Lo que el niño recibe. 3. Lo que el niño da. 4. El desarrollo de la afectividad infantil. II. Cómo es el niño: 5. Rasgos del espíritu en la primera infancia. 6. Mundo interior y mundo exterior. 7. El sentido genuino y progresivo de la responsabilidad. 8. Trato y relación. III. El despertar moral y religioso del niño: 9. El despertar moral. 10. El despertar religioso. 11. La verdadera religiosidad y la vida de infancia. 12. Algunas virtudes imprescindibles en la familia.

 

 

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