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Contrarrevolución, ¿o colaboración?.

 

Felipe Gracián y Solesmes.

Escritor e historiador, autor de http://firmusetrusticus.blogspot.com.es

 

 

A lo largo del ciclo de guerras inaugurado por la Revolución francesa y concluido con la derrota de Napoleón, aquellos muchos franceses que rechazaron el proceso revolucionario actuaron de formas muy diversas. Algunos tomaron armas contra la Francia revolucionaria, como los émigrés que lucharon en los ejércitos realistas franceses o en los de países extranjeros, o los chouans de la Vandea. Otros, escépticos, se dejaron deslumbrar por las victorias de las águilas napoleónicas y pasaron a servirlas, acabados los “excesos” del Terror. François-René, vizconde de Chateaubriand, y Louis Auguste Victor de Ghaisne, conde de Bourmont, ambos realistas probados, colaboraron puntualmente con Buonaparte. Finalmente están los supervivientes camaleónicos, siempre leales al que gobierna, especie que tanto afloró con la Restauración borbónica de 1814.

No tarda en surgir un interrogante que sin duda habrá pasado por la cabeza de muchos, y que yo desde luego me pregunto con frecuencia: ¿es lícito colaborar, por el bien de la patria, con un gobierno o régimen al que se cree perjudicial para la patria? 

No caigamos en la fácil tentación de responder a esta pregunta desde el esquema de la democracia parlamentaria, donde cierto disenso queda institucionalizado mediante la interacción de un gobierno y una loyal opposition, y la colaboración no es sólo aceptable sino exigida. Digo sólo cierto disenso porque, naturalmente, para que éste no sea autodestructivo deben respetarse ciertos límites comunes. No, hablo de gobierno en un sentido más amplio y universal, no como una concreta formación política que durante un término limitado gobierna como “ejecutivo” en el normal funcionamiento de un sistema, sino como el sistema mismo. Hablo de colaboración con un régimen con el que se tienen divergencias tan fundamentales que no pueden ser conciliadas en un sistema de mínimos comunes, sino que por fuerza han de estar enemistadas. Los movimientos contrarrevolucionarios son el paradigma típico de este interrogante, pero puede extenderse a otras situaciones equiparables: por ejemplo, a la “loable inconsecuencia” (palabras de Menéndez Pelayo) de los liberales españoles que lucharon en la guerra de la independencia contra unos invasores que abrazaban sus principios, defendiendo a un Rey que los repudiaba.

Especifico la pregunta en el contexto de la Revolución francesa: si se considera a la Revolución como un mal, ¿en algún momento es lícito apoyar al gobierno revolucionario cuando se cree ayudar con ello a Francia? El conde Joseph de Maistre, el más famoso pensador contrarrevolucionario francés, creyó en 1796 que el jacobinismo fue, a la vez que castigo divino, la única salvación para Francia una vez puesta en marcha la Revolución. ¿Por qué? En sus palabras,

“El Rey no ha tenido nunca un aliado, y es un hecho suficientemente evidente, para que no haya ninguna imprudencia en enunciarlo, que la coalición deseaba la desintegración de Francia. Ahora bien, ¿cómo resistir a la coalición? ¿Con qué medio sobrenatural quebrar el esfuerzo de la Europa conjurada? El genio infernal de Robespierre era el único que podía operar este prodigio.”

-Considérations sur la France, Ch. II.  

 

De Maistre creyó que se hacía un favor al rey futuro, que sería restaurado tras una paz firmada por la República, salvaguardando la integridad territorial de Francia. Si, al contrario, ofreciera “miserablemente alguna de sus provincias para obtener el derecho de reinar sobre las otras”, rebajaría su autoridad moral, destruiría la influencia de Francia y sembraría una división entre sus gentes que duraría siglos. ¿Cabe aceptar sin reservas este razonamiento?

El razonamiento del conde Joseph de Maistre tiene algo de verdad. Sería ingenuo creer que las demás potencias combatieran contra la Francia revolucionaria sin ninguna pretensión de ser compensadas: “¿Pretendéis que potencias extranjeras combatan filosóficamente para levantar el trono de Francia, y esto sin ninguna esperanza de indemnización? Pero entonces queréis que el hombre no sea hombre: pedís lo imposible.” No obstante, en lo fundamental, tiene un fallo insalvable: parte de una visión del mundo en la que éste se encuentra dividido entre estados-nación soberanos e independientes que compiten por mayores cuotas de poder, necesariamente en detrimento de otro. Como una tarta repartida: los comensales no tienen más aspiración de beneficio que acrecentar sus porciones a costa de la del vecino. Puede pensarse que esta concepción responde fielmente a la situación europea tras los tratados de Westfalia, pero si bien la soberanía de los estados fue uno de sus pilares, de Maistre falla en apreciar el otro: el equilibrio de poderes. Si con el fin de la Cristiandad desaparece la universalidad como principio inspirador del orden internacional, no deja vacío su puesto, que pasa a ser ocupado por el equilibrio. Además, con el Congreso de Viena (aunque esto no lo hubiera podido saber de Maistre en ese momento) el equilibrio de poder no será sólo una evaluación de la fuerza bruta de los estados, como probablemente lo fue antes y volvería a serlo especialmente en la época de Bismarck, sino un orden moral apoyado en la legitimidad:

“Paradójicamente, este orden internacional, que más explícitamente que ningún otro antes o después fue creado en nombre del equilibrio de poder, fue el que menos dependió del poder para mantenerse.[…] Pero la razón más importante fue que los países continentales estaban unidos por un sentido de valores compartidos. No había sólo un equilibrio físico, sino también uno moral. El poder y la justicia estaban en armonía sustancial. El equilibrio de poder reduce las oportunidades para usar la fuerza; el sentido de justicia compartido reduce el deseo de usar la fuerza. […] Por esa razón, la compatibilidad entre instituciones domésticas es un refuerzo de la paz.” [1]

 

Los estados, entonces y ahora, pueden actuar no sólo buscando el interés particular, sino la defensa de un orden compartido, un “bien común”. Cuando las coaliciones se enfrentaron incesantemente a la Francia revolucionaria, no lo hicieron tanto para recuperar esta provincia o aquélla, sino para frenar una fuerza desestabilizadora que amenazaba dicho orden. El Congreso de Viena demostró que la paz no perseguía una revancha contra Francia, pues la integró en el importante lugar que ocupaba en el equilibrio internacional (si bien con fuertes ataduras diplomáticas).

El orden tiene un valor en sí mismo que merece la pena defender, aún a costa de sacrificar beneficios particulares: sobre éste razonamiento se apoya, sin ir más lejos, el desarme nuclear. Dentro de cada sociedad o estado existe un bien común sin el cual no podría existir el bien individual: el negocio familiar de reparación de zapatos no podrá prosperar si no existe una ley que prohíba el robo, un cuerpo de policía que haga respetar esa ley, un ejército que impida el saqueo de un invasor, etc., y para mantener ese bien común es lícito exigir prestaciones justas, como impuestos, servicio militar, etc. Esto es una realidad palpable, evidente en lo cotidiano. Yo, además, me atrevería a trasponerlo al orden internacional. Desde el ius gentium de la Antigüedad, pasando por la universalidad cristiana hasta llegar a la compleja amalgama de agentes internacionales de hoy, siempre ha habido principios que vertebran el orden que existe entre los pueblos. La controversia reside en qué principios deben hacerlo, cuáles son universalmente verdaderos y cuáles ficciones interesadas, pero no en su misma existencia.
Es innegable que el triunfo militar de las coaliciones contra Napoleón fue indispensable para la Restauración que acabó con la Revolución francesa. Un francés que celebra la Restauración no puede menos que celebrar la batalla de Waterloo, no obstante la tragedia humana que supuso, especialmente para Francia. Y si celebra Waterloo, es un absurdo también celebrar Austerlitz, Marengo, Jena y Wagram sólo por ser victorias francesas, como hiciera Charles Maurras [2], monárquico y fundador de Action Française. Existe una unidad sustancial entre todas las batallas de Napoleón: cada victoria afianzó su trono un poco más. Puede argumentarse que cada victoria, también, enalteció a Francia, pero desde luego se trataría de Francia bajo Napoleón. Y si se considera el dominio de Napoleón como perjudicial para Francia, entonces no cabe discusión: sus victorias también lo fueron. Uno puede querer celebrar los triunfos del Imperio, por ser franceses, y a la vez los de la coalición, por ser contra la Revolución. Quizá para algunos sea inevitable. Pero es puramente sentimental, sin ningún valor como juicio. Por eso la postura del conde de Maistre está viciada. Quizá sea excusable si, haciendo un esfuerzo, admitimos que Francia era más débil en los primeros años de la Revolución  (Considérations sur la France es de 1796) y las potencias se movían más por afán de conquista que de defensa y preservación. Sin embargo, la separación que hace el Conde entre el ámbito interior (donde se debe combatir la Revolución) y el exterior (donde debe defenderse) es de sí artificial, y desde luego fantasiosa si atendemos a los sucesos de la historia.

Con esto solucionamos un extremo: no parece ser lícito apoyar cualquier régimen, por perjudicial que sea, por el hecho de pertenecer a nuestro país, cuando para acabar con él se puede requerir ayuda del extranjero. Queda el extremo opuesto: cuando la discordia interior es instrumental para debilitar la patria permanentemente. Vemos esto con frecuencia en países del tercer mundo: las guerras civiles son fomentadas, incluso creadas, para favorecer el colonialismo económico. Potencias extranjeras se sirven de discordias interiores para avanzar sus intereses, pactando con élites locales tiranizantes que a cambio de acceder a sus peticiones económicas reciben su apoyo militar. Por muy justa que sea la reivindicación de uno de los beligerantes, no puede ser lícito mantener la guerra y favorecer el sometimiento económico al extranjero, que poco dista del político. La situación llama a la colaboración. Lo contrario no sólo perjudica fuertemente el bien de todo el país, sino que incluso su nueva condición de títere puede impedir que tenga la libertad de acción y poder necesarios para acometer las -justísimas, sin duda- reivindicaciones de su causa.

¿Cuál es la solución? ¿Cómo se debe actuar ante los dos extremos, entre el nacionalismo bienintencionado de Maurras y las guerrillas tercermundistas? ¿Cómo saber cuándo luchar, y cuándo colaborar? Se debe, irremediablemente, juzgar cada situación concreta. Y cuando se hace, ¿cuál debe ser la regla de discernimiento cuando la situación no es tan evidente como en los exagerados extremos? Se debe atender a la regla del mal menor, válida siempre que no resulte en la perpetuación del mal. Es decir, se debe juzgar no sólo la actuación en el presente, sino los efectos que tendrá en el futuro. No es lo mismo pagar impuestos (pierdes dinero, mal menor) que figurarán en el presupuesto de policía (salvas la vida), que pagar el rescate de un buque (pierdes dinero) secuestrado por piratas somalíes (salvas la vida) financiando así el terrorismo y favoreciendo que se produzcan nuevos secuestros. A corto plazo la situación es la misma: pierdes un bien de importancia menor a cambio de otro de importancia mayor. ¿Pero a largo plazo?

Lo mismo ocurre con las elecciones, que son un claro ejemplo de colaboración para el que rechaza la democracia como bien en sí mismo pero persigue algún objetivo mediante el voto. Si el voto es instrumental para la salida de ese sistema, y permite vislumbrar un futuro que se perciba como un bien, entonces efectivamente es un mal menor, y es lícito colaborar votando. Pero si ese voto consigue la perpetuación del sistema, de tal forma que en cincuenta o cien años previsiblemente el votante seguirá obligado a elegir entre “mal menor” y “mal mayor”, no es sino ceguera. Puede ser un mal menor en relación con otro partido, pero esta apreciación sólo tiene valor para los próximos cuatro años: ¿qué ocurrirá después? Si tiemblo ante la posibilidad de que el partido A gobierne, votaré a B. Pero B, como es un gran demócrata, no quiere apartar definitivamente del poder a A, así que cada cuatro años existe la posibilidad de que A salga elegido, a menos que se vuelva a votar a B como mal menor. Aunque B, el mal menor, se perpetúe en el poder (y entonces todo el mundo sospecharía de la autenticidad de semejante democracia), el mal menor se va acumulando hasta ser apreciablemente malo.

Cuando el mal menor se convierte en la propagación indefinida del mal, deja de ser mal menor, y pasa a ser mal puro. Respondamos, definitivamente, a la luz de todo lo anterior, a la pregunta inicial: ¿es lícito colaborar, por el bien de la patria, con un gobierno o régimen al que se cree perjudicial para la patria? Sí, pero sólo si la colaboración no contribuye a la perpetuación de ese gobierno. Y si eso no se puede evitar, al menos la colaboración debe aportar un beneficio hacia el bien común, que sea superior al perjuicio que se le hace favoreciendo al gobierno. Más allá de eso, alegar el servicio a la patria como excusa para colaborar se convierte en un engaño autoinducido para soterrar una conciencia intranquila por recibir -muy a su gusto- honores del enemigo.

 

Notas

[1] Henry Kissinger, Diplomacy. Cap. 4: The Concert of Europe: Great Britain, Austria and Russia.

[2] “Nous ne serions pas des nationalistes si nous n'étions sensibles à la splendide histoire militaire du premier Empire, à ce beau son français des grands titres de Marengo et d'Austerlitz, d'Iéna et de Wagram, cas où jamais de répéter: «Tout ce qui est national est nôtre.»En tant que chose française l'empereur est à nous.”En justicia, esta afirmación de Maurras se reduce al sentimiento más que a la razón, y termina juzgando la herencia de esas batallas como perjudicial (“Joseph de Maistre se réjouissait des succès des armes de la Révolution et de l'Empire, car c'étaient des armes françaises. Qu'est-ce qui nous empêche de faire comme lui?”), aunque sólo sea por un criterio utilitarista en lo político (“Nous ne sommes nullement de ceux qui réduisent toute l'histoire, toute la psychologie, toute la critique à la question de succès ou d'insuccès. Mais en histoire politique le succès est le juge. Si le théoricien doit avoir raison, le praticien doit réussir. Le praticien Napoléon, le plus grand des praticiens peut-être, a échoué.”) que no ve frutos en la herencia napoleónica (“Après l'énorme dépense morale et physique représentée par tant de campagnes, ce grand homme a laissé la France plus petite qu'il ne l'avait trouvée”). Citas de Napoléon, avec la France ou contre la France?, de Maurras.

 

 

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