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La cuarta Roma, por una unión occidental.

 

Alejandro Muñoz González.

 

Licenciado en Ciencia Políticas y de la Administración por la Universidad de Granada y Experto Universitario en Liderazgo y Comunicación por la Universidad de Málaga (España).

 

 

En Europa y sus bárbaros, Ignacio Sánchez Cámara realizaba una impecable defensa de la cultura y los valores europeos frente a la crisis espiritual que padecemos. Argumentaba que los nuevos bárbaros que atacan a la cultura europea no se encuentran al otro lado de las fronteras, sino que amenazan desde dentro. En esa misma línea, célebre es ya el último párrafo de After Virtue de MacItyre, “los bárbaros no están esperando a otro lado de la frontera; llevan gobernándonos durante bastante tiempo”. Tras los resultados del 25 de mayo, bien podríamos decir que, efectivamente, los bárbaros se encuentran entre nosotros.

En Francia, el Frente Nacional de Marine Le Pen; en Reino Unido, el UKIP; en Grecia ha sido la extrema izquierda; en Holanda, Austria y Dinamarca también han avanzado las fuerzas euroescépticas. El éxito de partidos populistas, nacionalistas y extremistas pone en duda el proceso de integración. Mario Vargas Llosa reflexionaba así en el diario El País: los resultados van a suponer una regresión en la integración y “la Unión Europea estará cada vez más desunida y conmovida por crisis, políticas fallidas y una contestación permanente”. Podemos consolarnos achacándolo todo a un voto de rabia que se vincula con la crisis; pero toda vez que la situación económica ha afectado a la fortaleza de las instituciones y a la legitimidad del sistema tenemos que admitir que la crisis rebasa lo económico. Un Parlamento Europeo con casi un cuarto de los escaños en manos de populistas y extremistas evidencia el desgaste del proyecto. No hace mucho Europa se identificaba como un ideal de libertad y progreso, en apenas veinticinco años (lo que va de la caída del Muro hasta aquí), ese ideal ha perdido el atractivo.

Sin embargo; el desencanto no se limita a Europa. En ese mismo artículo, el nobel de Literatura hacía referencia a una encuesta publicada en The American Interest (la revista que dirige Francis Fukuyama) que se titula America self-contained? En ella una quincena de expertos emiten una valoración sobre la tendencia de la política exterior americana. Todos coinciden en que poco a poco EE.UU. se ha ido retirando del centro de la escena internacional y está dejando de ejercer el liderazgo dentro del mundo occidental. Las razones por las cuales América deja el cetro y la corona responden a un discurso instalado en la opinión pública estadounidense desde hace tiempo. Obama  ha ido “resolviendo”, cuando no abandonando, muchas responsabilidades en el exterior. Casos como Afganistán, Irak, la primavera árabe (singularmente Egipto) y más sangrantemente Siria, ponen esto de manifiesto. La crisis económica ha sido un eficaz pretexto para que EE.UU. se centre en los asuntos de casa con el apoyo de gran parte de la población.

Las democracias occidentales han sido durante mucho tiempo un modelo para el resto del mundo, lo que otorgaba a EE.UU. y a Europa un capital importante de lo que se ha dado en llamar soft power. Sin embargo; esto parece estar cambiando rápidamente. Una Unión Europea discordante y desunida en política exterior nos ha convertido en auténticos ausentes de la escena internacional. En cuanto a los EE.UU., el discurso de las antorchas y los clarines que movilizaba al mundo libre hace cincuenta años ha dejado de resonar en los corazones de los ciudadanos. En definitiva, para muchos, dentro y fuera de Occidente, la democracia liberal ha dejado de tener el encanto de antaño. No es que los bárbaros hayan acampado entre nosotros, es que nos estamos viendo seducidos por ellos.

Mientras la Unión Europea es puesta en duda, los Estados Unidos se repliegan hacia el interior. Por tanto, es el liderazgo occidental lo que, en última instancia, acusa el agotamiento. La interpretación que hacen los pensadores y analistas del final del siglo XX y la primera década del siglo XXI, desde el fallido fin de la historia de Fukuyama, nos traslada una preocupación generalizada por la cultura occidental. Esto ha sido así por el peligro real de que nuestro modelo de sociedad democrática y liberal se viera superado por sus rivales. Puede que, ahora, esas palabras empiecen a cobrar sentido para nosotros.

El planteamiento de los euroescépticos vuelve a ser el de los reaccionarios que se aferran a los usos caducos porque son incapaces de asumir la incierta realidad de un nuevo mundo que nos exige cambiar. Sólo Europa como ideal, pero también como eficaz esquema institucional, puede garantizarnos la pervivencia de nuestros valores. Pero para ello debemos reconocernos como miembros de una comunidad, la occidental, con la que compartimos raíces históricas y espirituales. El entendimiento entre las dos orillas del Atlántico se manifiesta hoy igual de urgente que en las oscuras horas de las guerras mundiales. Es verdad que a América y a Europa les han separado muchas cosas; pero también es verdad que muchos de nuestros retos podrían ser abordados desde la cooperación. La pertenencia a una misma comunidad nos obliga a la unidad si queremos sobrevivir.

Ya un francés, Philippe Nemo, abogaba hace algunos años por una Unión Occidental que superara lo meramente cultural para crear una organización institucional formal fundada sobre la toma de conciencia de la identidad occidental. Y expresaba, casi premonitoriamente, la preocupación de que “no tenga que progresar mediante crisis internacionales «calientes» en que parezcan estar en juego la propia supervivencia de la civilización occidental”.

Esta suerte de espacio de libertad, de paz y de prosperidad, que aspiraría a la mejor herencia clásica reconociéndose en un nuevo ciudadano romano, podría parecer una utopía. Pero imaginemos las oportunidades que nos brindarían unos cimientos como la OTAN o el anhelado Tratado de Libre Comercio entre U.E. y Estados Unidos. Se trataría de unas instituciones que nos permitirían colaborar en espacios de intereses comunes y desde donde podríamos defender los valores occidentales. Hemos llegado al convencimiento de que sólo a través del alumbramiento de un espacio occidental, Europa podrá sobrevivir y aun prosperar.

 

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