Hernán Cortés y sus mitos.
Francisco Martínez Hoyos.
Historiador y escritor (España).
Piensen en el imperio romano. ¿Qué connotación tienen esas dos palabras? Para la mayoría de nosotros es un sinónimo de cultura y civilización. Y, sin embargo, mirado de cerca…. ¡Cuántas salvajadas tuvieron que hacerse para constituirlo! Julio César en la Galia, Trajano en la Dacia… El imperio español, en cambio, tiene muy mala prensa.
Intentemos no caer en ese anacronismo llamado leyenda negra, sin por ello irnos al extremo contrario, el de una leyenda rosa igualmente simplista. Antes de emitir juicios morales, hagámonos un par de preguntas. ¿Qué se suponía que tenía que hacer Hernán Cortés al llegar a Tenochtitlán? ¿Iniciar el diálogo de civilizaciones? Un historiador ha de intentar ponerse en el lugar de sus personajes. Cortés era un guerrero con un pie en la Edad Media, dicho sea sin propósito peyorativo. En esos momentos, ideas como los derechos del hombre o la autodeterminación de los pueblos simplemente no existían. Aquel era un mundo violento. Y no porque los españoles, al llevar ocho siglos guerreando contra los musulmanes, fueran especialmente salvajes. Vayamos a Italia: César Borgia no era precisamente una hermanita de la caridad. Y si nos desplazamos a Alemania un siglo después, durante la guerra de los Treinta Años, el panorama es dantesco. Un comandante en jefe solía despreciar a los soldados que le servían como carne de cañón. A duras penas les consideraba humanos.
Existieron matanzas como la de Cholula, pero me parece una perspectiva equivocada presentar a Cortés como una especie de Hitler con arcabuz. En las crónicas españolas hay racismo, pero también genuina simpatía hacía los indígenas.
El mundo de los conquistadores no era como el nuestro. Estaban en un territorio desconocido, sin internet, ni GPS, rodeados de miles de personas de intenciones dudosas, con los que sólo se podían comunicar en términos muy precarios por el mutuo desconocimiento idiomático. Sabían que se estaban metiendo en la boca del lobo porque estaban en una situación de tremenda inferioridad numérica. Y aquí llegamos a una cuestión decisiva: ¿cómo es posible que tan pocos pudieran dominar a tantos y hacerlo durante tanto tiempo, hasta la independencia de México en 1821?
Se habla de lo injusta que fue la dominación española en América, pero… ¿cómo se supone que imponía España su autoridad? ¿Con un ejército de ocupación inexistente? En esos momentos, transmitir una orden no era cosa fácil por las enormes distancias. Por eso, las autoridades virreinales acostumbraban a recurrir al “acato, pero no cumplo”. Que no era, como a veces se cree, una forma de cinismo sino un mecanismo de flexibilidad. El imperio reconocía a sus funcionarios el derecho a obrar por su cuenta ya que ellos se hallaban sobre el terreno y conocían mejor las circunstancias.
Se han dado muchas explicaciones del triunfo de Cortés. La superioridad armamentística, por ejemplo. Pero la eficacia de un arcabuz estaba lejos del impacto de una ametralladora. En cuanto a los caballos, su efecto fue más bien psicológico y en los momentos iniciales. Además, la cuestión de la superioridad tecnológica no explica las derrotas hispanas. En México, episodios como la Noche Triste. En otras zonas, como la actual Chile, que se convertiría en una especie de Vietnam español, los conquistadores también morderían el polvo. No estaba escrito que tuvieran que ganar.
¿Cómo explicar entonces la victoria final del extremeño? Paradójicamente, el factor decisivo lo aportaron los propios pueblos indígenas. En el asedio de Tenochtitlán, Cortés contaba unos pocos cientos de compatriotas pero con miles y miles de totonacas, tlaxcaltecas y otros aliados locales. ¿Se trataba, quizá, de una especie de colaboracionistas? Nada de eso. Durante bastante tiempo habían sufrido la opresión del imperio azteca, que saqueaba sus bienes y les imponía un oneroso tributo de sangre, con destino a los sacrificios humanos. No es extraño, pues, que apoyaran a unos recién llegados en los que vieron una promesa de liberación. Se limitaron a aplicar un esquema clásico: “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Por eso, tras la conquista, los tlaxcaltecas disfrutaron de importantes privilegios. ¡Ellos también formaban parte de los vencedores!
De tanto que se insiste en la brutalidad hispánica, se olvida que muy probablemente fue peor la actitud de las repúblicas independientes latinoamericanas hacia sus indígenas. A lo largo del siglo XIX proliferaron los proyectos para blanquear la población con emigración europea, al partirse del supuesto de la inferioridad india.
Utilizamos el término “indígena” por convención, pero me produce incomodidad. Después de cinco siglos… ¿acaso los descendientes de los blancos no son tan indígenas como los que poseen sangre quechua o misquita?
En la Historia que conforma el imaginario popular, acostumbra a reinar el maniqueísmo, en aras de un relato esquemático y fácil de memorizar. Cortés aparece como un bruto analfabeto aunque había estudiado leyes en Salamanca y fue capaz de escribir sus Cartas de Relación, en las justifica su actuación de una manera análoga a la de Julio César. Últimamente, el erudito francés Christian Duverger sostiene que le debemos también la redacción de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Díaz del Castillo. Pero esta teoría no se sostiene por múltiples motivos. ¿Por qué iba Cortés a escribir dos versiones de su misma historia, una oficial y otra clandestina? La tesis, escandalosa, sirve para provocar ruido mediático. Suerte que también ha iniciado un fascinante debate.
Un historiador mexicano, Juan Miralles, sostuvo que Hernán Cortés inventó México. No le faltaba razón. Nos equivocamos si atribuimos a las actuales latinoamericanas algún tipo de origen precolonial: los aztecas no eran mexicanos, de igual manera que los íberos no fueron españoles. Pero, en el siglo XIX, las nuevas republicas buscaron legitimarse con unas supuestas raíces indígenas. Se enaltecía al indígena que llevaba varios siglos muerto mientras se despreciaba al que estaba vivo, lo que nos lleva a interrogarnos sobre la funcionalidad de la Historia. ¿Disputamos las batallas del pasado para no tener que encararnos a las injusticias del presente?