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Una antropología de la Técnica. Consideraciones spenglerianas.

 

Carlos Javier Blanco Martín

 

cblancomartin@yahoo.es

 

 

 

Resumen: En este ensayo revisamos la idea de Técnica, sirviéndonos especialmente de las aportaciones de Oswald Spengler. Tratamos de su conexión con la ciencia, y la cuestión del supuesto relativismo spengleriano. También discutimos el tema de la continuidad entre mito, religión y ciencia, y el diverso sentido que estas tres ideas pueden tomar en nuestra civilización, la civilización occidental o fáustica. La degradación de la civilización fáustica expresada en la existencia del hombre-masa, incita a fijar nuevos conceptos sobre el significado actual de la técnica.

 

Palabras clave: técnica, relativismo, mito, religión, lucha de clases.

 

Abstract: In this paper we review the idea of ​​Technique, especially through the contributions of Oswald Spengler. We try to connect Technique with science, and the question of alleged Spengler relativism. We also discussed the issue of continuity between myth, religion and science, and the different sense that these different three ideas can take in our civilization, Western or Faustian civilization. The degradation of the Faustian civilization is expressed in the existence of the mass-man, encourage us to set new concepts about the current meaning of Technique

 

Keywords: technique, relativism, myth, religion, class struggle.

 

 

 

Matizaciones en torno al universalismo o relativismo de la ciencia.

 

Las palabras de Spengler han sido mal interpretadas, con harta frecuencia, en un sentido relativista. De acuerdo con el relativismo, no habría una “ciencia universal” válida para todas las culturas y civilizaciones, cada una de estas culturas y civilizaciones poseerá su verdad. Contra el relativismo, y a favor del universalismo, se podría alegar que los cohetes espaciales chinos se lanzan en base a cálculos y teorías de la Física pertenecientes a un mismo corpus epistémico, no distinto del europeo, americano, ruso. Igualmente, los científicos nucleares iraníes comparten la misma ciencia, y pueden llevar dicha ciencia a las mismas realizaciones prácticas que los de cualquier otro ámbito cultural de la humanidad. Hay, en sus realizaciones, una universalidad en la ciencia. Pero este pretendido universalismo de la ciencia contemporánea arrastra un lastre habitual en nuestros días de “globalización”. El lastre se denomina “presentismo”. Se vive como si no existiera la Historia, como si se borrara de forma completa el proceso de desarrollo de cada una de las culturas y civilización hasta llegar al caótico horno y a la efervescente olla que es el mundo hoy. La ciencia físico-química, precisamente en lo que hace a sus aplicaciones prácticas, a sus extensiones tecnológicas, es de facto un conocimiento y recetario universal que, dentro de civilizaciones diversas, ya está a libre disposición de todos los hombres. Véase que ya en la Antigüedad y en el Medievo, los avances armamentísticos se universalizaban y no precisamente para traer paz y concordia entre los pueblos. Sustancialmente no hay diferencias en estos tiempos que corren: Occidente, con todo su potencial fáustico unilateralmente orientado hacia un capitalismo tecnológico está creando las bombas y los aparatos con los que, mañana, otro día, los islámicos o los orientales podrán esclavizarlo. Esta es la lección de Spengler que podemos leer en sus libros.

 

En una mirada histórica, no presentista, se observa que hay “una” física apolínea (antigua, griega), “una” física mágica (árabe), “una” física fáustica (europea). Esta evidencia histórica no guarda relación con una platónica concepción de la verdad, con un realismo de la índole que sea. Lo que Spengler quiere decirnos es que las tres ciencias físicas que fueron posibles son mutuamente incomprensibles, cada una verá a la otra como un simple depósito de vaguedades y nociones abstrusas. Como sucede con la moral y con el arte, hay tantas “físicas” como culturas y civilizaciones sean posibles, pues con la ciencia acontece lo mismo que con cualquier otra creación del alma del hombre: ésta se realiza y se expresa a partir del suelo donde arraiga y a partir de los derroteros que el sino ha trazado para esa cultura. Bien es cierto que nos encontramos en el trance de una “civilización universal”, pero este trance es asintótico, y una vez que se llegue a cierto punto de fusión, la olla puede reventar y el proceso puede revertir. Nada garantiza (pues el sino es inescrutable) que esa civilización universal haya de triunfar, ni tampoco lo contrario. Y precisamente porque los factores más rápidamente universalizables (armamento, tecnología deshumanizadora, depredación capitalista) son los más genocidas, siempre cabe aguardar a una protesta venida desde los elementos más hondos de cada especie de alma, una verdadera revuelta de la raíz contra la hojarasca inmunda. Esa reacción identitaria, esa “vuelta a las raíces”, nunca es del todo descartable. No en la Europa decadente de nuestros días, que ha sido, bien mirada, la exportadora de sus creaciones, la ciega y estúpida engendradora de armas mortíferas con las que ella misma se suicida. No cabe esperar del Islam o de cualquier otra civilización rival del occidente europeo un giro dulcificado en su devenir, una vez que adopten la ciencia tecnológica que nació con Galileo y siguió con Newton, Born y Max Planck. Los nuevos "bárbaros" tomarán esto, pero en el montón de sus basuras arrojarán las ideas de democracia, derechos humanos, tolerancia y respeto a la persona. La propia tradición filosófica occidental, la irradiación misma que “el milagro griego” supuso para el mundo se rebaja a la condición de mera “literatura” cuando olvida el verdadero bloque compacto que fue el Racionalismo una vez que nació en Grecia hace 2.600 años.

 

Mito, Religión y Ciencia: continuidades.

 

En La Decadencia de Occidente de Oswald Spengler se muestra con claridad que entre la ciencia -como actividad teórica- y la religión hay una identidad de fondo. Las teorías de los físicos, sus entes teóricos (átomos, fuerzas, energía) son algo más que “abstracciones”. Son inobservables, suprasensibles en el mismo sentido en que podemos decir que son númina, esto es, divinidades. La ciencia no rompe con el mito (dando a la palabra mito todo su sentido de “siempre verdad”, y no el moderno y degradado sentido de “precursor falso de la verdad”). La actividad epistémica del hombre hunde sus raíces en las conductas animales y en la experiencia sensible de éstos, por supuesto. Entre el “ver” de un águila cuando localiza su presa, y la aprehensión del objeto teórico por parte del investigador, hay toda una continuidad, que no se puede negar. El anima,l al cazar o al preparar sus refugios, ya está manifestando de manera incipiente su condición de animal técnico, aunque es la reflexión por parte del sujeto la que deberá dar paso a la teoría:

 

“En el hombre, esta experiencia de los sentidos se ha condensado y profundizado en el sentido de experiencia visual. Pero al establecerse la costumbre de hablar con palabras, la intelección se separa de la visión y sigue desenvolviéndose independiente, en forma de pensamiento: a la técnica de la comprensión momentánea sigue la teoría, que representa una re-flexión. La técnica se orienta hacia la proximidad visible y la necesidad inmediata. La teoría se orienta hacia la lejanía, hacia los estremecimientos de lo invisible. Junto al breve saber de cada día, viene a colocarse a fe. Y, sin embargo, el hombre desarrolla un nuevo saber y una nueva técnica de orden superior: al mito sigue el culto. El mito conoce los númina; el culto los conjura. La teoría en sentido sublime, es completamente religiosa. Solo mucho después, en épocas muy posteriores, el hombre separa de la teoría religiosa la teoría física, al adquirir conciencia de los métodos. Pero, aparte de esto, poco es lo que cambia. El mundo imaginado por la física sigue siendo mitológico (...)” [LDO, I, 544-545] [1]

 

 

En los tiempos arcaicos, justo cuando la planta que damos en llamar Cultura, es una joven creación que se levanta por encima del suelo, y extiende sus primeros brotes (así los griegos de Homero, así los germanos y los celtas en su época prerromana) hay toda una labor colectiva de mitopoiesis. El pueblo, más que los poetas, crea sus dioses, su Olimpo, su Walhalla, a partir de su sentido de la vista y de su radicación en un solar. Cuando estos pueblos son móviles, migrantes, como acontece con los indoeuropeos, su experiencia itinerante les va enriqueciendo sin perder del todo aquellas primeras impresiones de un solar primigenio (Urheimat). El precedente del filósofo es el mitólogo, “conocedor” de los dioses, poeta que sabe dar el paso desde la cercanía a la lejanía. El precedente del sacerdote, ejecutor de ritos y maestro del culto debido a los dioses es, por el contrario, el sacerdote. El sacerdote conjura (beschwören) esos dioses, los invoca para atraérselos, por así decir. La ciencia moderna, la actual física que nos habla de átomos, fuerzas, energías fundamentales, ha desplegado una “nueva mitología”, por tanto, un complicado Olimpo que sólo los sabios más especializados surgidos de la Universidad pueden detallar y comprender. El tecnólogo, el científico aplicado, será quien les rinda culto y domine las prescripciones necesarias para su invocación.

 

Debemos insistir: estas continuidades, que tampoco Spengler cifra en clave darwinista, entre ver y comprender, mito y teoría, religión y ciencia, no significan un relativismo. Significan una comprensión de la ciencia contemporánea –y muy especialmente nuestra física fáustica- en un amplio contexto histórico-cultural. No hay por qué desvirtuar a Spengler con prejuicios realistas o platónicos en torno al carácter inmutable o no de nuestros conocimientos sobre la naturaleza. La física “mágica” de la cultura árabe era la verdad para aquella cultura, así como la física “apolínea” era la verdad para los griegos. El pensamiento alquimista y sustancialista no puede ser comprendido hoy, desde nuestra mentalidad dinámica y direccional- nuestra alma fáustica- así como nada entenderemos de la estática de los griegos si perseveramos en verla como un antecedente de nuestra dinámica.

 

Con todo, la subordinación de la ciencia a la tecnología, la integración de toda la física en el seno del complejo industrial, ha arrojado al “sabio” especialista de su pedestal sacerdotal. Acaso es el cosmólogo el único ejemplo de “sabio” actual que se deja arropar por un manto sacro y un aura de mitopoeta, pues la cosmología declina por su propia naturaleza el carácter aplicado, indaga sobre “los orígenes”. Teorías como la del Big Bang o los universos paralelos, especulaciones en torno al número de dimensiones del universo, las “estructuras últimas” de éste, la existencia de un “más allá” de los agujeros negros, la esencia oculta del tiempo y la materia oscura, etc. retrotraen la ciencia a los tiempos balbucientes de la filosofía presocrática, sin peder un ápice de aquel carácter mitopoético de que aquella gozaba todavía, sustituyendo (como empezó a hacerse en la Jonia de hace 2.600 años) los númina por conceptos, por un logos despersonificado. El carácter críptico, la oscuridad que un día dio fama a Heráclito y demás sabios de la antigüedad, hoy viene dado por el complejo andamiaje matemático que disimula, en realidad, la inevitable tendencia mitopoética y fáustica de nuestros cosmólogos.

 

Por supuesto, en la enseñanza primaria, secundaria, y en la propia universidad, antes de toda especialización, la “ciencia” sigue ofreciéndose en forma de parcelas y recetarios, yuxtaponiéndose toda clase de procedimiento técnico, “servil”. La metafísica, la sabiduría de los primeros principios y causas, aunaba (al tiempo que separaba) la Historia y la Naturaleza. En su fase griega era el estudio del ser en cuanto tal ser, sin Historia, el estudio de lo ya sido. La Naturaleza pasa a ser “eterno pretérito”, saber sobre lo producido: saber de dónde viene algo. La Historia, por el contrario, es el saber del adónde vamos: el sino. La ciencia de la naturaleza no puede ser vivida, sólo pensada. La Historia, en cambio, es vivida y lanzada hacia adelante.[2]

 

La Historia suele ser definida como “ciencia del pasado”, y nada más opuesto al enfoque de Spengler, para quien su estudio –en sentido morfológico y en una visión metaempírica- es en realidad la ciencia del eterno futuro, el eterno devenir (ewiges Werden, ewiges Zukunft). Pero somos víctima del moderno intelectualismo, un intelectualismo que nada tiene que ver con el pensamiento ontológico clásico de los griegos y escolásticos. Cuando Kant denomina a la causalidad “forma necesaria del conocimiento” [3], hay, en esta expresión, un evidente intelectualismo una restricción del significado de la palabra causalidad. El producirse, a partir del siglo XIX, vino a confundirse con lo producido. Esto último, lo “ya sido”, el conjunto de los hechos de la naturaleza, sirve de modelo para la Historia, ciencia de la vida y del producirse. Spengler dice que esta frontera borrada ha sido propia de una “espiritualidad decadente, urbana, habituada a la coacción de la causalidad” [LDO, 236][4]

 

El hombre de la gran ciudad, el hombre “civilizado” se ha formado en universidades y centros técnicos especializados, centros que ejercen una coacción mental (Denkzwang), una rigidez mecánica del espíritu. Triunfa el espíritu mecánico sobre el orgánico. El cientifismo aplicado a la Historia (vide: el materialismo histórico o el positivismo) busca la “ley”, acaso sustituida ahora por la finalidad, su remedo. De toda la ontología del devenir humano y del destino no logra otra cosa que un engranaje. [5]

 

 

Nacimiento del alma fáustica.

 

De lo que se trata es de situar la moderna ciencia física en el curso de desarrollo de la cultura fáustica, ya devenida civilización a partir, digamos, de las guerras napoleónicas a principios del siglo XIX. La cultura fáustica surge en el trayecto que va desde el siglo VIII al siglo X, y sus expresiones artísticas más imponentes ya pueden verse en los estilos arquitectónicos del románico y el gótico. Las creaciones del feudalismo, la Iglesia medieval, la Monarquía Asturiana, Carlomagno, el Sacro Imperio Romano Germánico, la Escolástica, etc., son sus correspondientes en el terreno institucional. Las semillas de la ciencia fáustica más esplendorosa del barroco (la dinámica y la Monadología de Leibniz, las fluxiones de Newton) ya están presentes in nuce en aquella feliz síntesis de germanismo “bárbaro” y cristiandad latina que va surgiendo de las oscuridades del siglo VIII. Una Cristiandad acosada, desde el Sur y desde el Oriente por el Islam, desde el norte por los vikingos. Aparentemente empequeñecida, a la defensiva, tímida y parapetada tras las selvas y fortalezas que todavía no son los sólidos castillos murados que vemos florecer a lo largo de la Edad Media. Pero una cristiandad, como aquella de la Liébana de Asturias donde Beato amonesta –nada menos- que al metropolitano de Toledo, viviendo éste bajo dominación musulmana y en cierta connivencia con ella. Esa Cristiandad rural que sobrevive gracias al valor de su sangre, de su ethnos y de una fe incólume que ya no es la fe “mágica” de la mozarabía, de los eremitas rupestres del periodo visigodo, de los cristianos del viejo Mare Nostrum, de un Bizancio decadente, ya orientalizado, “arábigo”, o de un mahometanismo pujante.

 

Es el cristianismo fáustico, a decir de Spengler, el que hizo de este conglomerado de pueblos celtogermánicos y latinos una Europa de Occidente a calificar como entidad cultural por derecho propio. Y de forma magistral e intuitiva el filósofo alemán asocia el origen de la arquitectura cristiana fáustica con las selvas del norte y las impresiones que el alma del germano balbuciente en su nueva fe, pudo obtener de ellas. En la propia península ibérica, donde se dan dos climas y dos religiones, es el Norte el que se comunica plenamente con la Europa carolingia y celtogermánica. En ese corredor que, desde el mar cantábrico hasta las grandes llanuras nórdicas, se llena de selvas y, acaso, riscos, el alma del hombre se impresiona por los fenómenos de la naturaleza, el misterio de los bosques, las tempestades, los mares bravos. [6]

 

El arábigo hubo de retroceder ante los paisajes agrestes y, para él, terribles de los (nunca mejor llamados) Picos de Europa en 718 (o 722). Poco después, el arte asturiano, partiendo de técnicas constructivas romanas pero plagado de mil influjos más, sin excluir el arte local, preanuncia los derroteros de una nueva espiritualidad, buscando la verticalidad y la afirmación fáustica. La verticalidad del gótico, el estilo del lejano Norte, ya es producto del alma que creció en las grandes selvas europeas.

 

Los cipreses y los pinos producen la impresión de cuerpos euclidianos; no hubieran podido ser nunca símbolos del espacio infinito. El roble, el haya, el tilo, con sus vacilantes machas de luz en los espacios llenos de sombra, producen una impresión incorpórea, ilimitada, espiritual” [LDO, I, 546].[7]

 

Algunos autores han señalado interesantes parecidos y diferencias entre Spengler y Ortega:

 

No es posible separar al hombre de sus circunstancias. En este sentido, la reflexión sobre la técnica no es sólo una parte de un sistema mayor, un sistema en el que vive el hombre, y donde no es posible separar la voluntad de vivir de la complejidad de las relaciones sociales. Lo individual y la historia están tan unidos que no es posible aislar a los unos de los otros. [...] primero, para reflexionar sobre la técnica se debe describir la naturaleza antropológica del hombre. Ambos empiezan por describir a un hombre sin un lugar en el mundo. Cazador inestable, hambriento de poder y pleno de voluntad para lograr sus deseos. Un hombre en una lucha constante con su entorno natural. Un hombre que no puede existir sin someter todo lo que encuentra. Ortega y Spengler están lejos del cristianismo. Sin embargo, su visión del hombre, nos parece, es un reflejo de la mentalidad que se centra en el hombre y que proviene principalmente de la traducción cultural judeo-cristiana. Segundo, el medio ambiente en el que el hombre vive es hostil. Continuamente opuesto a la voluntad de vivir del hombre. Un entorno natural en el que el hombre es un cuerpo extraño. Un entorno natural donde la opción es la sumisión o la muerte. Tercero, la técnica es un reflejo de la voluntad de poder. La técnica se utiliza para llevar a cabo los deseos del hombre. La principal diferencia es que Spengler es más determinista y pesimista que Ortega. Para Spengler, toda la historia está obligada a decaer, y la técnica es sólo una fase de esta decadencia. En Ortega, la técnica es un peligro, pero es también una posibilidad. La técnica es una forma vacía, que puede llenarse con la desesperación y la estupidez, o puede ser una herramienta útil para lograr los propósitos del hombre. En este sentido, Spengler es más determinista que Ortega.” [8].

 

En suma, la visión del hombre como cazador, como depredador rebelde, que se enfrenta a la naturaleza, lucha contra ella e impone su instinto de rapiña, excluye el hecho -milenario en años- de que gran parte de la humanidad ha llevado a cabo una existencia campesina, pacífica, sobrepuesta a los ciclos naturales de la vida, regulándolos y adaptándose a ellos. Piro, en cambio, resalta la visión más abierta, más optimista, de una humanidad que –ciertamente- puede dejarse dominar por una técnica vacía de contenido o instrumentalizada por intereses espurios, aborrecibles, pero una técnica que, a su vez, igualmente puede ponerse al servicio de la felicidad humana. De momento, Ortega ve, a la altura ya de los comienzos del siglo XX, cómo la técnica es la que da cabal explicación del imperio de la masa.

 

Degeneración del alma fáustica y producción del hombre-masa.

 

La democracia del siglo XX ya no es, como en el XIX, el imperio de la opinión (doxa), el imperio de la prensa escrita y de las élites burguesas que dicen hablar en nombre de todos. A fin de cuentas, aquellos lectores de periódicos del siglo XIX eran personas semi-instruidas que podían pastorear a grandes masas incultas. El poder del Capital requería de la prensa y de la creación de opinión. Había una nueva aristocracia del dinero y de la ideología por sobre la aristocracia vieja de la tierra y la sangre. Incluso en las clases trabajadoras, los líderes socialistas a veces eran hombres selectos de entre la fábrica y los sectores menesterosos, individualidades nacidas para ser aristócratas del espíritu, con capacidad de mando. Spengler y Ortega no abandonan nunca, nos parece, el fundamental legado aristotélico en materia política, la ley natural que ha de regir incluso los sistemas que se dicen democráticos: “hay hombres nacidos para mandar y hay hombres nacidos para obedecer”. Sin embargo, la libertad de ambas clases de hombres quedaría garantizada si los que mandan de hecho son los más capacitados, dignos y merecedores del mando. Creemos que en este aspecto, Ortega aboga por una antropología menos agresiva y deprimente, más proclive a la corrección de la democracia, entendida como el justo gobierno del pueblo y por el pueblo bien entendido que en este “pueblo” hay élites, hay aristocracias del espíritu a las que es preciso nuevamente convocar y alentar, pues fueron las masas indóciles y las ideologías decimonónicas las que desalojaron del timón a los capitanes más preparados. En este contexto, de donde La Meditación sobre la Técnica spengleriana es una obra que se enmarca perfectamente en La Rebelión de las Masas, orteguiana, la técnica en cuanto instrumento vacío de contenido, o quizá como peligro mefistofélico, aparece como posibilidad: la renuncia a toda técnica nos lleva directamente a la barbarie, o a utopías suicidas. Sería macabro ver cómo la Europa “fáustica” que desarrollara toda la técnica moderna se entregaría a una existencia muelle, de desnudez cínica o ecologista, mientras los integristas islámicos o las “potencias emergentes” acaparan todo el saber en materia de armas nucleares, control por satélites, balística intercontinental. La técnica, una vez desarrollada, admite muy mal los pasos atrás, y –de otra parte- marca exigencias no solo agresivas, en la línea del hombre-depredador de Spengler, sino también defensivas. Una nueva civilización, o una drástica reordenación del mundo, si incluye una vida más sencilla y una reducción de la voracidad consumista actual, no podrá permitirse el lujo de renunciar a los desarrollos tecnológicos destinados a garantizar la defensa ante toda índole de amenazas, ya vengan éstas de un orden natural ya procedan de conflictos antropológicos, o de la combinación de ambas clases de amenazas.

 

Dialéctica entre arraigo y conquista.

 

La caracterización spengleriana del hombre como animal de rapiña constituye una tesis anti-intelectualista. No es el intelecto lo que pone en la cima zoológica al hombre, sostiene Spengler, sino su máxima movilidad, su insaciable afán de cobrar presa, la astucia y previsión, el acecho y la táctica. En todos estos rasgos el ser humano supera a los demás animales, incluyendo a los mejores mamíferos cazadores. La inteligencia más bien sería producto secundario y derivado de la táctica (término militar que Spengler retrotrae a la zoología). De hecho, no hay necesidad de máquinas o herramientas para poder hablar de técnica. Es más bien el uso de las mismas, la conducta con fines depredadores, lo que determina la existencia de una técnica. Acaso el trabajo coordinado de los cazadores prehistóricos, antes que sus armas, configuró ya la técnica en un verdadero sentido spengleriano. Esto es interesante, porque aleja a Spengler del materialismo y del objetivismo cultural. Nuestra civilización es técnica no tanto por la producción y acumulación de artefactos, sino por el uso esencial de tácticas, que incluyen colaboración con otros sujetos, así como su control, sometimiento y dominación, junto con las máquinas y artefactos que se precisen. Toda la dialéctica de la alienación (Hegel, Feuerbach, Marx), y en concreto, la alienación del hombre bajo el dominio de la máquina, haciéndose él mismo cosa, objetivándose como cosa al servicio de las máquinas que él mismo ha creado, quedaría aquí reinterpretada: el hombre es el creador, también es el rebelde que inventa, “ingenia” constantemente. Los trámites y procesos parciales en los que el hombre se vuelve esclavo de otros hombres y aun de las máquinas, serían necesarios para la consecución de nuevas cumbres y presas en el depredador humano. Todo ello proviene de la propia zoología. La planta, de nula movilidad, sólo proporciona un escenario para la verdadera lucha por la vida. En los animales superiores, la oposición y complementariedad entre herbívoros y mamíferos adelanta, a su vez, el sedentarismo campesino frente al nomadismo del guerrero (el “noble”). En realidad, las culturas tal y como las entiende Spengler, “plantas” que arraigan en un solar primigenio, son fruto de una síntesis dialéctica entre estos elementos más sedentarios y vegetativos (aldeanos) y los más móviles y depredadores (nobles, guerreros). Es preciso nutrirse de unos elementos minerales, térreos, atmosféricos, paisajísticos, etc. para ir conformando el alma de una cultura en su estado naciente. El bosque para el germano, el desierto para el semita, las estepas para el mongol, etc. pero este alimento de la cultura balbuciente no basta: hace falta el desenvolvimiento: las correrías, las invasiones, la medición de fuerzas con los enemigos y la estabilización de fronteras. Una dialéctica entre arraigo y conquista. Entre la casa y el terruño (factor femenino) y la expedición de caza (factor masculino y móvil).

 

La técnica como causa de la alienación pero como motor para la conquista.

 

Hoy, un “gran hombre”, no puede dejar de lado las relaciones entre la técnica y la civilización. Los filósofos profesionales, ocupados de pequeñeces, que para Spengler podrían ser la lógica, la teoría del conocimiento o la psicología, hoy, son personajes que dan vergüenza:

 

“...si dejando a estos grandes hombres volvemos la mirada hacia los filósofos actuales, ¡qué vergüenza!, ¡qué insignificancia personal!, ¡qué mezquino horizonte práctico y espiritual! El mero hecho de figuramos a uno de ellos en el trance de demostrar su principado espiritual en la política, en la diplomacia, en la organización, en la dirección de alguna gran empresa colonial, comercial o de transportes, nos produce un sentimiento de verdadera compasión. Y esto no es señal de riqueza interior, es falta de enjundia. En vano busco a uno que se haya hecho ilustre por algún juicio profundo y previsor sobre cualquiera cuestión decisiva del presente. No encuentro más que opiniones provincianas, como las puede tener cualquiera. Cuando tomo en las manos un libro de un pensador moderno, me pregunto si el autor tiene alguna idea de las realidades políticas mundiales, de los grandes problemas urbanos, del capitalismo, del porvenir del Estado, de las relaciones entre la técnica y la marcha de la civilización, de los rusos, de la ciencia. Goethe hubiera entendido y amado todas estas cosas. Entre los filósofos vivientes no hay uno solo capaz de do minarlas con la mirada. Todo ello, lo repito, no es contenido de la filosofía; pero es un síntoma indudable de su interior necesidad, de su fertilidad, de su rango simbólico.” [LDO, I, 80]

 

El autor de La Decadencia de Occidente sentía una profunda emoción ante los artefactos técnicos en la medida en que éstos revelaban voluntad de poder, prolongaciones y sofisticaciones de las garras, colmillos, cuernos y fauces con que la naturaleza había dotado a los seres superiores, vale decir, a los depredadores. Un acorazado de la marina de guerra, un cañón de largo alcance, un nuevo tipo de explosivo o de carro de combate: en esto debe pensar el filósofo de la historia cuando piensa en profundidad y se hace una imagen del mundo y de sus civilizaciones en pugna. Spengler decía admirarse más por las líneas de un trasatlántico o de una nueva máquina industrial que por todos los cachivaches verbales que se traen y se llevan los “literatos”, los “intelectuales” al uso. No hay, pues, aliento ni mucho rincón para el humanismo, para la cultura en el sentido sublime, en el sentido de ocio y superestructura volátil. Hay inventos que sólo la cultura fáustica ha elevado a su máxima expresión y que están pensados y llevados a cabo para el dominio. Dominio: si no se trata del dominio sobre potencias extranjeras al menos el dominio sobre el espacio, el tiempo, la energía y cualquier otra posible limitación a las posibilidades humanas. Contrariamente a lo que se dice, fueron aquellos monjes medievales, henchidos de la idea de un Dios fáustico, quienes empezaron a plantear el universo en términos de máquina inmensa, en términos de fuerzas, de dinamismo, de potencia. Pero aquellos escolásticos que fueron los primeros científicos modernos (y no un Galileo presentado por los hagiógrafos laicistas como el primer campeón sobre el escolasticismo) vieron pronto el carácter demoníaco de la ciencia-técnica, de ese complejo de conocimiento-acción que estaba destinado a escapar a todo control. El humanista contemporáneo es un “espíritu sacerdotal” que exorciza la voluntad de poder inscrita en cada ingenio técnico:

 

“Así como en la Antigüedad la altiva obstinación de Prometeo frente a los dioses fue sentida y considerada como vesania criminal, así también la máquina fue sentida por el barroco como algo diabólico. El espíritu infernal había descubierto al hombre el secreto con que apoderarse del mecanismo universal y representar el papel de Dios. Por eso las naturalezas puramente sacerdotales, que viven en el reino del espíritu y no esperan nada de «este mundo», sobre todo los filósofos idealistas, los clasicistas, los humanistas, Kant y el mismo Nietzsche, guardan un silencio hostil sobre la técnica.” [LDO, II, 466]

 

"El silencio hostil sobre la técnica". Habría, según Spengler, un poso profundamente idealista y sacerdotal en la filosofía europea, un poso que ni siquiera Nietzsche pudo evitar, pese a sus diatribas contra la mentalidad sacerdotal. Hay un humanismo antitécnico que, de derecha o de izquierda, anhela un retorno a la candidez y al Edén perdido, y ese humanismo pretende orillar por completo una realidad: una realidad basada en el conflicto. El mundo es guerra, y la paz sólo se disfruta velando las armas. Cualquier máquina, toda herramienta, es un arma dentro del conjunto de cosas inventadas bajo impulsos meramente crematísticos, y de ser objetos útiles, acaban convirtiéndose en armas. Sojuzgar a la naturaleza, rebelarse ante ella; dominar a otros hombres, imponerse a los enemigos.

 

En la era del capitalismo industrial, sin embargo, el poder de las máquinas se vuelve ajeno y envolvente del propio sujeto creador de las mismas, así como ajenas y envolventes con respecto del obrero que las usa. Spengler tiñe sus reflexiones sobre la Historia contemporánea de un cierto tecnocratismo. El ingeniero, y no el patrón, y no el obrero, es quien conduce el proceso material de la historia.

 

Pero justamente por eso el hombre fáustico se ha convertido en esclavo de su creación Su número y la disposición de su vida quedan incluidos por la máquina en una trayectoria donde no hay descanso ni posibilidad de retroceso. El aldeano, el artífice, incluso el comerciante, aparecen de pronto inesenciales si se comparan con las tres figuras que la máquina ha educado durante su desarrollo; el empresario, el ingeniero, el obrero de fábrica. Una pequeña rama del trabajo manual, de la economía elaborativa, ha producido en esta cultura, y sólo en ella, el árbol poderoso que cubre con su sombra todos los demás oficios y profesiones: el mundo económico de la industria maquinista [376]. Obliga a la obediencia tanto al empresario como al obrero de fábrica. Los dos son esclavos, no señores de la máquina, que desenvuelve ahora su fuerza secreta más diabólica.” [LDO II, 774]

 

¿Qué queda de la “lucha de clases”? No hay tal. El obrero se vuelve esclavo obediente de la máquina, hasta aquí se le concede razón a Marx y a tantos críticos humanistas del maquinismo. Pero el patrón, que en la teoría marxiana acaba convirtiéndose en un parásito de la producción, es presentado por Spengler como un servidor obediente de una técnica diabólica, que comienza a marcar sus propias pautas, que legisla el comportamiento de los agentes humanos. El patrón, una vez realizada su inversión en tecnología, habrá de atenerse a las leyes impuestas por la propia tecnología. Marx pensaba que el ingeniero, en cuanto trabajador asalariado, podría emprender los cálculos racionales adecuados para mantener la producción maquinista y ponerla al servicio de la sociedad, esto es, de los demás obreros. Para Marx, el ingeniero debería dejar de ser un empleado íntimamente unido al patrón frente a la clase obrera, y alinearse con ella en le proceso socialista de eliminación del patrón capitalista enteramente superfluo. Por el contrario, en Spengler la caracterización de la industria maquinista es por completo diferente: el propio trabajo es una categoría abstracta y huera, hay jerarquía esencial en el mundo del trabajo, hay que regresar al dictum aristotélico: “unos hombres nacen para mandar y otros nacen para obedecer”. El trabajo de dirección es sustancialmente distinto al trabajo servil, manual y basado en la obediencia. No todos los hombres son iguales y, por tanto, no todos los trabajos son iguales. Y este principio, general en la Historia de las culturas y de las civilizaciones, no deja de aplicarse en la sociedad capitalista altamente industrializada. Los trabajos de dirección, a cargo de ingenieros y tecnócratas, son la nueva modalidad del caudillo guerrero, del conductor y conocedor de hombres. En rigor, podría hablarse de un socialismo: en la nueva era por venir, todos hemos de ser trabajadores, no hay lugar para los parásitos, quien no trabaje que no coma. Pero al mismo tiempo, en este nuevo socialismo, hay ineludiblemente jerarquías: trabajos de dirección y trabajos de base.

 

“El organizador y administrador constituye el centro en ese reino complicado y artificial de la máquina. El pensamiento, no la mano, es quien mantiene la cohesión. Pero justamente por eso existe una fisura todavía más importarte para conservar ese edificio, siempre amenazado, una figura más importante que la energía de esos empresarios, que hacen surgir ciudades de la tierra y cambian la forma del paisaje; es una figura que suele olvidarse en la controversia política: el ingeniero, el sabio sacerdote de la máquina. No sólo la altitud, sino la existencia misma de la industria, depende de la existencia de cien mil cabezas talentudas y educadas, que dominan la técnica y la desarrollan continuamente. El ingeniero es, en toda calma, dueño de la técnica y le marca su sino. El pensamiento del ingeniero es, como posibilidad, lo que la máquina como realidad. Se ha temido, con sentido harto materialista, el agotamiento de las minas de carbón. Pero mientras existan descubridores técnicos de alto vuelo, no hay peligros de esa clase que temer. Sólo cuando cese de reclutarse ese ejército de ingenieros, cuyo trabajo técnico constituye una intima unidad con el trabajo de la máquina, sólo entonces se extinguirá la industria, a pesar de los empresarios y de los trabajadores” [LDO, II, 775].

 

La lucha de clases en el marxismo ha de interpretarse imperativamente, no descriptivamente. Es un mandato que hizo Marx a los obreros a rebelarse, no es una “ley” que explique la historia, porque, para empezar, no siempre hubo clases sino estamentos y “grupos” definidos por muy otros criterios que los criterios economicistas de control y posesión de los medios de producción. De otra parte, el socialismo “ético” o “filantrópico” que ha llenado las cabezas huecas y las librerías desde el siglo XIX no es, en realidad, este marxismo “aguerrido” que llama a una guerra y a un odio de clases. Antes al contrario, gran parte de la izquierda (en especial la izquierda oficial e integrada plenamente en el sistema capitalista) llama a una reconciliación universal, a una abolición de los conflictos, a un  amor indiscriminado y a una paz perpetuas. La exacerbación de ciertas ideas racionalistas, del humanismo masónico, de la religión natural y deísta, del igualitarismo fanático, ha devenido, desde sus inicios sectarios, a constituir una suerte de pensamiento único, fuera del cual no hay más que criminalidad intelectual o “fascismo”. Derecha e izquierda admiten este marxismo “culturalista”, sin aguijón, según el cual la lucha de clases se sustituye por un diálogo o “acción comunicativa” infinita, se trueca por una madeja de intercambios dialógicos entre mónadas todas ellas autosuficientes. El empresario, el ingeniero, el obrero o el aldeano son, todos ellos “ciudadanos”, y después de asumida esta rotulación indistinta –burguesa- de “ciudadano” todo será paz y después gloria.

 

El hombre y la técnica. [9]

 

Y aquí interviene la técnica. La técnica entendida como panacea, como vertiente material u objetual de la misma medicina universal que constituye el diálogo o acción comunicativa, jamás podrá ser comprendida en toda su profundidad. Es lo que hacen hoy los “socialistas éticos”, los ideólogos posmarxistas, ya sin aguijón: en el fondo no serán necesarias nuevas revoluciones, y los obreros no tendrán que salir al frío de la calle, en donde ya no hay barricadas. La técnica, igual que el Cuerno de la Abundancia, vendrá a darnos los bienes necesarios que permitirán “bienestar para todos” y “parlamentarismo para todos”. El marxismo sin aguijón, todo el socialismo progresista que se ha impuesto hoy como doctrina oficial mundial, proclama una tesis que ya estaba presente en el propio corpus marxiano, y que la II Internacional no haría sino desarrollar de forma oportuna y oportunista: el propio desarrollo de las fuerzas productivas convertirá en superflua la figura del patrono, del capitalista. Unos obreros debidamente formados en administración y tecnología serían capaces de tomar el mando, de dirigir intelectualmente la producción. En esto, hay pocas diferencias con el muy extenso (y poco profundo) credo burgués de la Inglaterra utilitarista (Bentham o Mill): habría que llevar el mayor bienestar al mayor número posible de individuos. La titularidad jurídica de los medios de producción pasaría a ser una cuestión menor ante la perspectiva, cansada y propia de las momias de la cultura occidental (perspectiva “civilizada” en términos de Spengler). Pero he aquí que la técnica es algo más que un instrumento elevador del bienestar, algo más que una panacea posible para solventar disfunciones sociales. La perspectiva “extensiva” de la técnica ha de ser completada con la perspectiva “en profundidad”. La técnica es viejísima y consustancial con la evolución biológica del hombre. La técnica es táctica.

 

También los idealistas y los humanistas, la “gente de letras”, ignoran esta verdad. Para ellos la técnica arroja un hedor plebeyo, mundano, utilitario, que la acerca al ámbito de otras funciones corporales (nutrición, excreción, reproducción) sobre las que sería mejor callar fuera del ámbito especializado de la anatomía y fisiología. Y, sin embargo, gran parte de la Filosofía moderna es una reflexión sobre éstas técnicas de la vida, oscureciendo la técnica de las técnicas, esto es la Táctica, el combate. Con Nietzsche se ha puesto de moda relacionar la dieta, el régimen sexual y la necesidad de caminatas al aire libre, por un lado, y un saber degradado que conserva el nombre de “filosofía”. Las modas francesas, la sombra de Foucault, y toda esa literatura postmoderna en torno a las “tecnologías del Yo” acercan fatalmente a la filosofía de la fase civilizada occidental a subgéneros de otra índole como los libros de autoayuda, el psicoanálisis, las terapias alternativas y recetarios varios para una “vida sana y feliz” en la que el sexo, la dieta y el “pensamiento positivo” adquieren un enorme protagonismo. Justamente esto sucedió en la Antigüedad tardía: estoicos, cínicos, epicúreos, y demás sectas, redujeron la Filosofía a Ética, y ésta, a su vez, degeneró en un listado de consejos para la buena gestión de los genitales, del estómago, de la lengua y de pensamientos “positivos”. Ignoraron por completo que la técnica es la táctica de la vida, y que la vida es lucha. La Ética de las grandes urbes decadentes es la técnica del derrotado. La paz que se impone es la de quien triunfa porque ha luchado. Por el contrario la paz que se busca es la de aquel que ya no quiere o no puede luchar: cobarde, débil, cansado, tullido.

 

Basándose en Nietzsche, pero remitiéndose a una antropología mucho más nítida y naturalista, el Spengler de El Hombre y la Técnica retrotrae la Técnica al conjunto de tácticas de supervivencia de nuestra prehistoria animal, y en modo alguno las vincula a la herramienta. Hay técnica sin herramienta, como la del león que acecha a la gacela. Las herramientas pueden existir como una parte del ser orgánico (las garras, las zarpas, los picos, etc.) o pueden, en el caso humano, ser útiles fabricados y dotados de una vida extrasomática. Pero esta frontera del cuerpo humano no es la nota que distingue el origen de la técnica.

 

Además hay una analogía muy clara entre las especies animales y las dos clases fundamentales de hombre. Herbívoros y carnívoros, presas y rapaces. También en la sociedad humana se da esta dicotomía: dominadores y esclavos. En el filósofo germano no hay espacio para ternuras, no hay restos de humanismo cristiano o filantrópico, como sí quedaban en sus rivales (el socialismo ético y el marxismo, el liberalismo, el utilitarismo). El pensador de Blankenburg nos ofrece un cuadro crudo, belicista, feroz, de la historia natural y de la historia política. Este cuadro que se presenta como realista, sin idealizaciones ni edulcorantes, nos lo pone delante con una prosa bellísima, enérgica, feroz. Sin alambiques técnicos, sin jerga especializada, Spengler pone en funcionamiento sus profundas nociones de Biología, y muy especialmente de Etología. Partiendo de los precedentes fundamentales de Goethe, Schopenhauer y Darwin, pero corrigiéndolos a la vez (en especial a los dos últimos), Spengler nos hace conscientes de la muy diversa organización sensorial que poseen las distintas especies. El poder de la mirada en los animales rapaces (unos ojos cuya actuación ya, en sí mismo, es poder), que abre un abismo entre el ave de presa –por ejemplo- y la ternura ocular de una vaca... Este tipo de comparaciones (que por la época conformaban todo un continente nuevo de la ciencia, de la mano de von Üexkull) ilustran muy bien el tipo de aproximación naturalista que nuestro filósofo hace a la técnica y a las actividades directamente relacionadas con ella, la caza y la guerra.

 

En el animal no humano existe la “técnica de la especie”. Es ésta una técnica no personal, no inventiva, fija y repetitiva. Cada individuo se limita a ejecutar lo que su especie ha asimilado desde hace generaciones. Por el contrario, el hombre es creador para ser señor: innova, crea, se las ingenia para dominar, que es su verdadera vocación.

 

 


[1] A partir de ahora, las citas de La Decadencia de Occidente se harán de la siguiente manera: LDO, I significa tomo primero de la versión castellana de la obra,y LDO II es el segundo tomo de la misma en la traducción de Manuel G. Morente, Editorial Espasa, Madrid, 2011. Las citas de la versión alemana, corresponden con las iniciales en esa lengua, y se citará DUA, Der Untergang des Abendlandes, Deutscher Taschenbuch Verlag, München, 1972.

[2] “Die Geschichte ist ewiges Werden, ewige Zukunft also; die Natur ist geworden, also ewige Vergangenheit” [LDO, 538: DUA, 499-500].

 

[3] Kausalität  als notwendige Form der Erkenntnis”, DUA 197

 

[4]  “…inmitten späten, städtischer, an kausalen Denkzwang gewohnter Geiste”, [DUA, 236]

[5] Aber der Geist unsrer grossen Städte will so nicht schliessen. Umgeben von einer Maschinentechnik, die er selbst geschaffen hat, in dem er der Natur ihr gefährlichsts Geheimis, das Gesetz ablauscht, will er auch die Geschichte technisch erobern, theoretisch un praktisch” [DUA, 198].

 

[6] Wladensrauchen und Waldeinssamkeit, Gewitter und  Meeresbrandung, die das Naturgefühl des fautsichen Menschen, schon das des Kelten und Germanen, völlig beherrschen und seinen mythischen Schöpfungen den eigentümlichen Charakter geben, lassen das des antiken Menschen unbreührt” [DUA, 518] [LDO, I, 554-555].

 

[7] Die Zupresse und Pinie wirken körperhaft, euklidisch; sie hätten niemals Symbole des unendlichen Raumes werden können. Die Eiche, Buche und Linde mit den irrenden Lichtflecken in ihren schattenerfüllten Räumen wirken körperloss, grenzenlos, geistig” [DUA, 509].

 

[8] Pietro Piro: Dos meditaciones sobre la técnica: El hombre y la técnica de Oswald Spengler y Meditación de la técnica de Ortega y Gasset, en Laguna: Revista de filosofía, , Nº 32, 2013 , págs. 43-60. Cita en p. 55.


[9] Así se titula el ensayo breve de Oswald Spengler: El hombre y la técnica: una contribución a la filosofía de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1934. Trad. Española de Manuel García Morente.

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