La filosofía reaccionaria del siglo XIX como crítica de la Modernidad: la “idea rusa” y “España como problema”.
Alejandro Sánchez Berrocal.
Universidad Complutense de Madrid (España)[1].
1. Relación con Europa, identidad y paralelismos.
Un primer acercamiento a los fundamentos “histórico-filosóficos” comunes de Rusia y España puede considerarse desde el punto de vista de una “doble exclusión” en relación con Europa, tanto del ámbito geográfico como temporal. A pesar de su lejanía geográfica, existen una serie de rasgos compartidos en tanto que a ambas naciones respecta la condición de “culturas limítrofes”, constituyendo territorios de convergencia, oposición o encrucijada, entre Occidente y Oriente -en un sentido cultural y de oposición a Europa, consideramos por Oriente tanto las regiones del este asiático como una África islamizada-, cuya localización determina y muestra «cómo se reflejan, se refractan, en dichas culturas las civilizaciones, religiones o literaturas de los países limítrofes bien atraídos, bien opuestos a estos»[2].
La otra cara del asunto relacionado con Europa, además de la situación excéntrica en lo geográfico, es la cuestión temporal, representada como “atraso” en relación con un determinado relato de corte “moderno” y que consiste en la idea de un “progreso infinito”. La célebre entrada Espagne, a cargo de Masson de Morvillers para la Encyclopédie méthodique de 1782, da cuenta de una suerte de aletargamiento histórico del que adolece la nación española y que se extiende tanto en la política, como en las artes y las ciencias, inactividad que queda expresada por el geógrafo francés en términos de “adormecimiento” -por lo tanto, de una pasividad tal que la hace diferente de otros pueblos que sí están “despiertos”- como los que siguen: «¿Pero qué se debe a España? Y desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace diez, ¿qué ha hecho ésta por Europa? […] Sin embargo, si hace falta una crisis política para sacarla de este vergonzoso letargo, ¿qué es lo que espera aún? ¡Las artes están dormidas en ella; las ciencias, el comercio! [...] ¡España carece de matemáticos, de físicos, de astrónomos, de naturalistas!».[3] Del mismo modo, el filósofo ruso Petr Chaadáev (1794-1856), en la primera de sus Cartas filosóficas dirigidas a una dama, expresa de esta forma la idea de una privación sufrida por Rusia de participar en el destino del resto de pueblos europeos: «nunca hemos marchado junto a otros pueblos ni pertenecemos a ninguna de las grandes familias del género humano: no somos ni Occidente ni Oriente y no poseemos tradiciones ni del uno ni del otro. Situados como fuera del tiempo, no nos atañe la educación universal de la humanidad, y poco más adelante expresará: crecemos, pero no maduramos nunca; avanzamos, pero en una línea oblicua, es decir, en aquella que no conduce a ningún sitio […] De nosotros casi se puede decir que somos una excepción entre los pueblos. Pertenecemos a aquellos que no parecen formar parte del género humano» [4].
En relación con el rasgo de “cultura limítrofe” que daba inicio a esta introducción, cabe destacar también que la consolidación de España y Rusia como naciones-estados modernas coincidieron con el final de guerras de “reconquista” (frente a los musulmanes y los tártaros, respectivamente), lo que, más allá de sus implicaciones militares-expansionistas, supuso el asentamiento de unos fundamentos filosófico-culturales comunes basados principalmente en la legitimidad que la fe cristiana otorgaba a unos estados -ya sea en forma del reinado de los Reyes Católicos o de Iván el Terrible- que inauguraban una nueva forma de ocupación, distribución y administración del territorio y sus poblaciones institucionalizada en el “Estado cristiano”. Ambas reconquistas se caracterizarán por un fuerte carácter religioso, tanto en el caso de España frente a los musulmanes, donde «desde el punto de vista jurídico, de facto y para la imaginación popular, la Reconquista fue una cruzada»[5], como en el de Rusia, donde, en palabras de Dmitri Chizhevski, fue «decisivo que la mayoría de la población viera en el soberano moscovita al defensor del Estado cristiano, empeñado en conseguir la independencia frente a los tártaros» [6].
Lo interesante es que estas guerras de reconquista se vieron más o menos inmediatamente acompañadas de las “conquistas” de “Nuevos Mundos”[7] que tuvieron un papel esencial en la misma configuración de los recién formados estados nacionales ruso y español. En la España del siglo XVI, la existencia de un “imperio católico universal”, como un régimen político hasta entonces desconocido en Europa, es precisamente lo que exige el surgimiento de una determinada “filosofía de la historia universal”, con un campo propio de cuestiones irreductibles a las filosofías de otros imperios, en tanto que estos «no son imperios que necesiten justificarse más allá de los límites de su nación, dado que son imperios coloniales, que actúan en beneficio de su propia realidad nacional» [8]. Poco menos de un siglo después de la conquista española de América, Rusia inicia la conquista de Siberia que, a mediados del siglo XVII, acabaría por suponer el alcance ruso del océano Pacífico, así como su expansión por millones de kilómetros cuadrados en todo el norte de Asia, territorio que constituía “las Indias” de Rusia, como se popularizó decir en tiempos de Catalina “la Grande”. Del mismo modo que podría decirse de España que esta no “existe” como tal antes del Imperio español (sino más bien en diversos reinos no unificados), es a través de la idea de un imperio como Rusia conforma su configuración nacional moderna, porque, de hecho, «antes de la conquista de Kazán y Astracán, y de toda la expansión que supuso la victoria sobre el khanato de Siberia, Rusia no existía como tal [...] Rusia, como España, es un concepto moderno ligado al hecho del Imperio»[9].
Algunos principios fundamentales de la nación rusa, como el autoritarismo zarista y la ortodoxia religiosa, se remontan siglos atrás en el tiempo. Mucho antes de la formación de una suerte de “Estado policial” en manos de Pedro I “el Grande”, donde el aparato estatal integró los poderes de la Iglesia, asumiendo «también la responsabilidad de la vida espiritual y religiosa del pueblo»[10], el metropolita Hilarión (mediados del siglo XI) sentó las bases de la que sería una relación de uso muy frecuente entre los filósofos de la historia y otros pensadores rusos, la que concierne a los vínculos entre Rusia y Bizancio. Hilarión, en El Sermón sobre la Ley y sobre la Gracia, expresa la idea de “Kiev, la Tercera Roma”, así como anticipa el concepto de “Santa Rusia” -pensada no como una mera categoría nacional o geográfica, sino más bien espiritual- que «llegó a ser el lugar de la revelación de la Gracia»[11]. Un siglo antes, se adoptó el cristianismo por parte del príncipe Vladimir y, con ello, la asimilación de esta religión por lo que era la Rus de Kiev, “bautizada” como un nuevo centro del mundo ortodoxo.
El segundo capítulo de la obra Bizantinismo y eslavismo, del filósofo ruso Konstantin Leontiev (1831-1891), está dedicado precisamente a la transmisión de los principios bizantinos a Rusia. Si bien en forma de un relato ciertamente idealizado y romántico, expresa con gran fuerza el papel que cumplió el cristianismo en los primeros años de la nación. Leontiev considera que no hubo mejor lugar para la difusión y asentamiento de estas ideas bizantinas que Rusia, en tanto que hallaron «un pueblo sencillo y virgen, casi sin experiencias»[12]. De este modo, la figura de un dictador electo pero con poder vitalicio del cesarismo romano “animado” por el cristianismo, se transfiguró, para Leontiev, en la figura del «gran duque de Moscovia, que gobernaba Rusia de una forma patriarcal y hereditaria» [13].
Bajo esta idea teocrática predominante durante siglos en Rusia quedan articuladas religión y política, tal y como lo indica Nikolái Berdiáev (1874-1948) en su libro sobre el origen y las fuentes del comunismo ruso: «así, la definición de 'Moscú, Tercera Roma', va a ser la base ideológica de la formación del reinado de los zares: la autocracia moscovita va a constituirse sobre el símbolo de una idea mesiánica»[14]. Estas ideas teocráticas y mesiánicas (la “Santa Rusia”, “la Tercera Roma”...) tuvieron gran peso en la reflexión histórico-filosófica de la época medieval, según la cual el Estado encarna la Gracia divina y el monarca tiene la tarea de “iluminar” según el mandamiento sagrado a sus súbditos, como queda expresado en la correspondencia entre Iván el Terrible y el príncipe Andréi Kurbski: «si creamos un Estado que comunique la palabra del Altísimo a los demás, entonces, la organización de tal reino no puede ser deficiente o corrosiva. Por consiguiente, quien traiciona al poder también traiciona al cristianismo»[15]. Será a partir de las reformas “europeístas” de Pedro I “el Grande” cuando el bizantinismo, tal y como se venía entendiendo, entre en crisis, en tanto quebraba el proyecto medieval de una organización del mundo cristiana al modo bizantino, especialmente en lo que respecta a la cuestión de las similitudes y diferencias entre el reino de Dios y el del César, y, con ella, todo el proyecto teocrático.
El pensamiento conservador español sostuvo posturas muy similares a las que se han expuesto de Konstantin Leontiev (llamado, por cierto, “el apóstol de la reacción” y “el Joseph de Maistre de la ortodoxia rusa”). En sus Consideraciones políticas sobre la situación de España, Jaime Balmes (1810-1848) identifica como “polos” de la nación española el “principio monárquico” y el “principio católico”. La idea es que España ha estado tanto tiempo influenciada por una serie de principios que estos han quedado “grabados” en su carácter más íntimo. Frente a las diversas “turbulencias históricas” o, en términos balmesianos, ataques de “fuerzas disolventes”, estas, por su carácter superficial, externo y efímero, desaparecen rápidamente, pero nunca lo hacen los dos principios fundamentales: el católico y el monárquico. Por lo que respecta al catolicismo, «ha sido la única religión de los españoles, y bajo su principal y casi exclusiva influencia se han formado nuestras ideas, nuestros hábitos, nuestras costumbres, nuestras instituciones y nuestras leyes: en una palabra, todo cuanto tenemos y todo cuanto somos»[16], sentencia el filósofo.
Juan Donoso Cortés (1809-1853), el otro célebre contrarrevolucionario español del siglo XIX, afirma que «España ha sido siempre una Monarquía: esa Monarquía en toda la prolongación de los tiempos […] ¡La Monarquía! Ved ahí para nosotros la realidad política. ¡El catolicismo! Ved ahí para nosotros, para todos, pero especialmente para nosotros, la verdad religiosa»[17]. Tanto Donoso como Balmes coincidirán en que el principio monárquico es, sin embargo, menos “robusto” que el religioso, pero también goza de una aceptación generalizada por buena parte del pueblo español, según el teólogo, hasta el punto de afirmar que «nadie ignora cuáles eran las grandes ideas que pusieron a la sazón en movimiento al pueblo español. Religión, Patria y Rey»[18]. Para concluir esta cuestión del autoritarismo (monárquico o zarista) y la religión (católica u ortodoxa), recordamos que la Rusia de Nicolás I (1796-1855) estaba abanderada por el lema «¡Ortodoxia, Nación y Autocracia!»[19] (Además, el sentido en que se usa “nación” en esa frase -narodnost, en ruso- puede interpretarse como “nación” o “pueblo”, igual que sucede en la expresión balmesiana anteriormente citada con “patria”).
Desde la filosofía de Vladímir Soloviov (1853-1900) se nos ofrece una interesante metáfora para pensar esta organización social de corte teocrático. Apoyándose en el dogma de la Santa Trinidad, identifica el poder del Estado con la figura del Hijo, a la autoridad de la Iglesia Universal con el sacerdocio del Padre (encarnado en la idea de un Sumo Pontífice), y la sociedad humana, cuya libertad se expresa en la acción del Espíritu. En palabras de Soloviov, «la Iglesia, el Estado y la sociedad son incondicionalmente libres y soberanas, y no están separadas de las otras dos, absorbiéndolas o destruyéndolas, sino que afirma incondicionalmente un vínculo interno entre ellas. Reconstruir en la tierra esta fiel imagen de la Trinidad Divina: éste es el contenido de la idea rusa»[20]. Con esta compenetración de las categorías teológicas y políticas, Soloviov quiere realizar en lo social lo que en la teología es una idea filosófica como la Santa Trinidad. Estos tres órganos -una suerte de “trinidad social”- están unidos indisolublemente entre sí, pero ninguno constituye un poder absoluto en tanto se encuentran en continua solidaridad destinados a organizar la vida colectiva común.
Como es bien sabido, también Donoso Cortés establece unos paralelismos de gran importancia entre la teología y la política para “armar” su pensamiento contrarrevolucionario. En el Discurso sobre Europa, quiere dar una explicación de la monarquía, en lo político, que se siga del hecho mismo de la autoridad de Dios, en el orden religioso. Donoso sentará su argumentación sobre las bases de una triple afirmación religiosa: a) «Dios está en todas partes», b) «Ese Dios Personal, reina en el cielo y en la tierra», c) «Dios gobierna absolutamente las cosas divinas y humanas»[21]. Partiendo de estas afirmaciones en el orden religioso, considerará que a) también el rey está en todas partes (lo hace por medio de sus funcionarios o “agentes”), así como b) reina sobre sus súbditos, y c) los gobierna. No resulta muy difícil hallar ciertas resonancias con el dogma de la Trinidad (en el caso de Soloviov es explícito): el rey, como Dios, está en todas partes, gracias a la acción del Espíritu Santo o sus funcionarios, además, reina sobre sus súbditos (como el Dios Padre) y los gobierna (al igual que el Hijo es la figura que “organiza” y “guía” a su pueblo).
Una de las consecuencias filosóficas más importantes que se desprende de este breve esbozo introductorio es el hecho de que hay un cierto “campo de problemas filosóficos” tales que podrían ser considerados genuinamente “españoles” o “rusos” en la medida en que han recibido una gran atención por parte de los pensadores de ambos países, donde se expresan con mayor fuerza, constituyendo problemas de primer orden, sin perjuicio de que otros países europeos también se hayan ocupado de ellos, aunque no necesariamente, ni tampoco con tanta intensidad ni persistencia en el tiempo. Aquello que se ha tenido ocasión de explicar junto a lo que a continuación se pretende desarrollar son precisamente esos paralelismos y problemas de los que hablamos.
En la línea de una “psicología de los pueblos”, de uso tan común en los filósofos y escritores españoles de finales del siglo XIX y principios del XX, Menéndez Pelayo (1856-1912) caracteriza de un determinado modo la historia del pensamiento español[22]. La primera singularidad consiste en que dicha filosofía estaría marcada por una fuerte orientación práctica y con tendencia a la acción, en perjuicio, naturalmente, de un saber de tipo “contemplativo” o “teórico”. En palabras del historiador de las ideas Vasilii Zenkovsky (1881-1962), la filosofía rusa no es “teocéntrica” ni “cosmocéntrica”, ante todo, el pensamiento ruso «se preocupa sobre todo por el 'tema del hombre', por su destino y su medio, por el sentido y los objetivos de su historia»[23]. Así, la opinión de ambos historiadores del pensamiento, tanto de Zenkovsky como de Menéndez Pelayo, coincide en otorgarle a la filosofía un carácter práctico e intencional, que se pregunta más bien por un “sentido” y unos “objetivos”, que por cuestiones meramente teóricas o contemplativas.
El segundo rasgo del pensamiento español, según Menéndez Pelayo, vendría a ser su carácter crítico y armónico. Lo curioso de estos rasgos -en ocasiones contradictorios- es que forman parte tanto de la filosofía “ortodoxa” como de la “heterodoxa”, de modo que un ejemplo del pensamiento armónico español puede ser el krausismo, el cual, si bien es considerado de un modo fuertemente negativo por Menéndez Pelayo, tiene que ser aceptado como una “realidad” más del pensamiento español. Creemos que se da un pensamiento similar en algunos ideólogos rusos del siglo XVI (de inspiración bizantina, siendo Dionisio el Areopagita la fuente principal, y que tendrían sus ecos dos siglos más tarde durante las reformas de Pedro I, en los “viejos creyentes” o “cismáticos”), representado en ordenamientos eclesiásticos y libros como el Stoglav, o “Libro de los cien capítulos”; Domostroi, o, literalmente, “Gobierno de la casa”; así como la recopilación de textos bizantinos Velikie Cheti-Minei. En todos estos trabajos está presente la idea de una suerte de organicismo social -reflejo de la voluntad divina- donde se repiten constantemente, como en el krausismo español, las ideas de “armonía” y “unidad”, y el ritual, como codificación de la vida cotidiana, juega una importancia fundamental. Consideramos que esta cuestión del ideal organicista de la sociedad (imposible de desarrollar sin desbordar la extensión y tema de este apartado), con sus fundamentos en algunos escritos de inspiración bizantina citados anteriormente, vuelve a presentarse con gran fuerza precisamente como crítica del utopismo y el proyecto marxista en la Rusia del siglo XX en autores como Semyon Frank o Nikolai Berdiáev[24].
El tercer rasgo con el que Menéndez Pelayo define el pensamiento español es el de un fuerte sentimiento del yo o, en el otro extremo, el panteísmo. En el primer caso, Menéndez Pelayo piensa, sobre todo, en la mística española. Sobre la cuestión del subjetivistmo, Nikolái Berdiáev apunta que se produce un error al contraponer cristianismo y humanismo, ya que este hunde sus raíces en la religión cristiana. La libertad y la dignidad, junto al sentido subjetivo, aparecen allí donde hay cristianismo. Esta nueva concepción del hombre no estaba presente en el mundo griego (donde el hombre dependía de las “fuerzas del cosmos”) ni en el romano (donde el hombre dependía completamente del Estado), «solo el cristianismo es antropocéntrico y libera por primera vez al hombre del poder del cosmos y de la sociedad»[25].
En el caso del panteísmo, los referentes polémicos son una serie de filósofos tales como Prisciliano, Averroes, Maimónides o Spinoza. Lo cierto es que también en Rusia el principio panteísta se expresa de forma recurrente con gran fuerza. Por ejemplo, Alexandr Chyzevsky (1897-1964) fue uno de los mayores representantes del llamado cosmismo ruso, un movimiento filosófico y científico que reflexiona sobre el papel del hombre, sus vínculos con la naturaleza y el lugar en el universo: «somos hijos del cosmos, y nuestra casa natal está unida con nosotros tan inquebrantablemente que nos sentimos fusionados en ella»[26]. Además, los restos paganos de la mitología eslava que perviven en el imaginario popular ruso, así como la mayor importancia que la ortodoxia cristiana otorga a la Resurrección de Cristo, en contraposición a la Crucifixión, de los católicos, hacen que el sentimiento panteísta se viva con especial fuerza. La historia cultural y religiosa de Rusia da buena cuenta de ello, y el folclore panteísta del compositor Rimski-Kórsakov, la poesía de Boris Pasternak o el cine de Andrei Tarkovsky pueden suponer tres ejemplos contemporáneos.
En uno de los ensayos que Miguel de Unamuno (1864-1936) recopila en su En torno al casticismo (1902), titulado El espíritu castellano, se afirma la idea de que España es un pueblo que se “mueve” entre extremos, fuertemente marcado por los contrastes y constituido por un carácter “disociativo” y en constante tensión, expresada en una lucha entre «dos mundos, un Dios y un Diablo sobre ellos, un infierno que temer y un cielo que conquistar con la libertad y la gracia»[27]. Para el filósofo Nikolái Berdiáev, tan cercano a Unamuno en muchas de sus reflexiones, el pueblo ruso «es un pueblo extremadamente polarizado, una combinación de contradicciones [...] No conoce la moderación y con facilidad cae en los extremos»[28]. Berdiáev habla de un “principio dionisíaco” del pueblo ruso (fruto de la unión de la mitología pagana y el cristianismo ortodoxo) que da cuenta de la «conocida inclinación del pueblo ruso a la anarquía y al caos cuando se derrumba la disciplina» [29]. En paralelo a estas ideas se despierta una cierta sospecha con la idea de progreso: desde este pensamiento fatalista, si España y Rusia no han ido “a la par” con el resto de naciones europeas, sino que más bien sus desarrollos históricos han sucedido a base de cataclismos o “explosiones” y períodos de aletargamiento o retroceso, nada más lógico que pensar la discontinuidad de la historia, en contraposición a una concepción lineal del progreso. Exploraremos con más profundidad esta cuestión en el apartado correspondiente a la filosofía de la historia.
En fin, una de las singularidades que ha caracterizado desde el siglo XIX la vida cultural y política de Rusia es la existencia de una cierta “clase”, la intelligentsia, cuyos miembros provenían de diferentes grupos sociales y se caracterizaron tanto por la intransigencia más radical en sus principios como por la dedicación absoluta a su causa (a pesar de las condenas a trabajos forzados, la cárcel o la ejecución), que no podía ser política (actividad a la que la monarquía autocrática no les daba acceso), sino más bien filosófica, social, y, sobre todo, nacional Estos pensadores se rebelaron contra un presente que consideraban profundamente corrupto, por la injusticia social fruto del autoritarismo zarista, abrazaron diferentes doctrinas sociales (trataremos esto con mayor detenimiento al hablar de la disputa entre eslavófilos y occidentalistas), y se consideraron los encargados de “despertar” la conciencia del pueblo, así como dedicaron, en muchos de los casos, todos sus esfuerzos intelectuales y vitales a las mejoras de las condiciones de vida del mismo, y no a cuestiones teóricas o contemplativas, incluso aunque estas fueran políticas “en abstracto”. Simbólicamente, podría decirse que la existencia de la intelligentsia queda “inaugurada” desde ese momento en que Aleksandr Radíschev (1749-1802), alto funcionario de orígenes aristocráticos, escribe, en su Viaje de Petersburgo a Moscú, lo siguiente: «he contemplado a mi alrededor y mi alma ha quedado herida por los sufrimientos de la humanidad»[30].
Esta “clase intelectual”, profundamente preocupada por los problemas de su pueblo, si bien comparte rasgos con otras “inteligencias”, como la francesa o la inglesa, encuentra su mayor semejanza en el tipo de pensadores, filósofos y publicistas españoles (pongamos como ejemplo toda la Generación del 98), conscientes de una especie de “destino trágico” del país, así como de una preocupación por las cuestiones histórico-filosóficas y el papel que su nación cumple en relación con Europa. De ahí, por ejemplo, que, mientras la expresión de un filósofo suizo como “me duele Suiza” o la reflexión de un pensador belga sobre el destino de su país en relación con Europa podrían sonar extravagantes y ausentes de sentido, un lector familiarizado con el pensamiento español pueda identificarse con los versos «me duele mi alma por Rusia / me duele por su nihilismo», del escritor Vassili Rozanov[31], e incluso encuentra su parentesco con el célebre «me duele España», de Miguel de Unamuno. A continuación trataremos de abordar qué expresiones filosóficas han surgido como respuesta a esta serie de problemas que hemos ido mencionando.
2. Unas consideraciones sobre el “mito premoderno”: el “principio social” español y la obschina como paradigma comunitario.
Entre los lugares comunes del pensamiento “reaccionario” católico se encuentra la idealización de un pasado que en realidad nunca fue tal y como se lo representa, constituyendo una suerte de “mito” premoderno donde nada estaba “torcido” aún (es decir, todavía no ha irrumpido la Reforma Protestante). La filosofía contrarrevolucionaria española, en consonancia con los tradicionalistas de otras naciones, ha idealizado su Edad Media considerándola una época floreciente y justa, con figuras ejemplares como el “caballero medieval”. En el caso del pensamiento ruso, buena parte de la inteligencia reaccionaria idealizó su organización comunal, la obschina, como modelo de organización social y de unas relaciones y vínculos comunitarios que, desde luego, tenían una existencia más “auténtica” en los libros de estos filósofos que en las penosas formas de vida realmente existentes de los campesinos rusos.
Jaime Balmes, echando la vista al período comprendido entre el siglo XI y el XVI, observa que «las naciones eran grandes en extensión y abundantes en número; abolida la esclavitud, se había sancionado el principio de que el hombre debía vivir libre en medio de la sociedad, disfrutando de sus beneficios más esenciales, quedándole ancho campo para ocupar un grado más o menos elevado en la jerarquía, según fueran los medios que emplease para conquistarlo» [32]. Ciertamente, la mirada ingenua e idealizante sobre esta Edad Media de “libertad” y “meritocracia” dista mucho de la realidad efectiva, caracterizada por la rigidez estamental y unas lamentables condiciones de vida de la mayor parte de la población. Pero lo interesante no es el mayor o menos grado de “fidelidad” histórica de las palabras de Balmes, sino que precisamente dicho análisis se ve retrospectivamente influenciado en tanto su objeto es anterior a la Reforma, esto es, premoderno, y, con él, se crea la imagen -notablemente deformada- de un lugar donde las cosas “funcionaban” con “normalidad católica”. Esta operación filosófica, impensable sin la acción de un “elemento turbador” como la Reforma, trata precisamente de construir un pasado que nunca fue tal, pero que sirve como referente crítico de la situación de su presente y el futuro.
Otra estrategia filosófica fundamental de los reaccionarios para armar su pensamiento pasa por la separación de dos planos delimitados con gran exhaustividad: lo social y lo político. Es cierto que difícilmente puede admitirse esta ingenuidad de considerar “lo social” como una suerte de espacio “eterno” e “inmutable” ajeno a “lo político”, como si en aquel no mediaran las instituciones y mecanismos de este, pero este punto es otro de los “armas” más poderosas de la filosofía reaccionaria española, y prefigura, de algún modo, la idea unamuniana de intrahistoria o la división entre lo político (cambiante y efímero) y lo social (más duradero) en textos de José Ortega y Gasset (1883-1955) como España invertebrada. Siguiendo a Balmes, en todos los grandes hechos políticos la cuestión es superficialmente política, pero, en realidad, en el fondo es siempre social. Este hecho, para el filósofo catalán, sirve como explicación de buena parte de los fracasos e inconsecuencias que se han seguido de muchas revoluciones, restauraciones y partidos, donde solo “aparentemente” sus ideas e intereses eran dominantes, pero realidad suponían un “instrumento” que no se correspondía con su objeto, esto es, las ideas políticas no fueron “en consonancia” con el fondo tradicional del pueblo sobre el que querían ser aplicadas, y se mostraron así como «máquina que no sirve, un objeto que no puede excitar sino un interés débil y pasajero»[33].
El error consiste, según Balmes, en creer que unas “ideas políticas” pueden ser aplicadas con éxito aunque estas no se adapten a una especie de “sustancia eterna tradicional” del pueblo (en el caso de España, sería, sobre todo, el principio religioso o católico). «Los gobiernos son muy débiles cuando no están asentados sobre un sistema homogéneo y compacto de sabias instituciones, y cuando no obra sobre la sociedad algún principio robusto que […] tome confiadamente a su cargo el prevenir las escisiones y los choques, o remediar el mal efecto si ya hubieren sobrevenido»[34]. Así, “el secreto” o “la clave” de un buen sistema político, pasa por tener la suficiente prudencia de acoger, fomentar y adaptarse a los principios sociales y tradicionales de la nación. Donoso Cortés, en sus consideraciones sobre la estructuración de la sociedad, habla de un orden que combina jerarquía y armonía: «la jerarquía es la organización armónica, y la organización armónica es el orden»[35]. Poder (lo que en Balmes era el orden político) y jerarquías (algo así como los gremios medievales junto a otros cuerpos que constituyen el orden social) necesitan estar asociados en la justa medida para asegurar la estabilidad: diferentes organizaciones gremiales, subestatales y sociales limitan una posible deriva despótica del poder político, lo que supondría un «gravísimo perjuicio de la vida local, la vida municipal y la vida provincial»[36].
Una modulación de esta dicotomía entre lo social y lo político puede encontrarse en la contraposición unamuniana entre historia e intrahistoria. La idea que el filósofo vasco investiga a lo largo de todo el ensayo En torno al casticismo consiste en pensar quién es el sujeto tanto de la historia como de la intrahistoria, de modo que intenta romper con la concepción tradicional de los “hombres que hacen historia”, como los grandes reyes, militares y escritores, para sostener que, más bien, hay un fondo eterno e imperecedero, ajeno a los “oleajes” efímeros de la historia, cuyo sujeto es el hombre universal o humanidad, que vendría a ser un fondo común a todos los hombres constituido por unos rasgos comunes sin importar sus diferencias particulares. Para el filósofo, lo importante no es tanto atender al “momento presente” sino a la “tradición eterna”, donde se hallarán las fuerzas espirituales para formar “patria” y “porvenir”: «hay que ir a la tradición eterna, madre del ideal, que no es otra cosa que ella misma reflejada en el futuro»[37].
Fue el mismo Unamuno uno de los filósofos españoles que mejor supieron advertir de ciertas “analogías espirituales” entre la vida rusa y española. En una carta dirigida a Ganivet lo expresaba del siguiente modo: «la resignación, el modo de ver la vida, el concepto objetivo de lo religioso en los más y los impulsos místicos en algunos, la misma organización económica, ya que aquí existe no poco del mir»[38] (mir y obschina designan el mismo término de organización comunal). No fue la única ocasión en que Unamuno habló de la comuna rusa como organización colectiva y tradicional que guardaba ciertas semejanzas con algunas concepciones de la tierra en España: «el colectivismo agrario de Costa, sus deseos de volver a aquella propiedad comunal que recuerda al mir ruso […]». En un texto de Leontiev, donde este se pregunta por las cosas que realmente tienen “fuerza” y “poderío” en Rusia, concluye que son «el cristianismo bizantino, la autocracia hereditaria y, por último, nuestra obschina campesina, y añade entre paréntesis que esta es la opinión de muchos […] como el español Emilio Castelar»[39].
Pero la obschina no fue considerada solamente como una “utopía reaccionaria”, sino que también el mismo Karl Marx, junto a Engels, en el prefacio a la edición rusa de 1882 del Manifiesto Comunista, se preguntaba: «¿puede la obschina, aunque enormemente minada, como forma primitiva de propiedad común de la tierra, pasar directamente a la forma superior de propiedad comunista?»[40] Varios años antes de estas palabras, Alexandr Herzen (1812-1870) ya intuyó que podría haber en la obschina el germen de una organización socialista en Rusia, la cual a su juicio no era «un vestigio felizmente salvado de un pasado patriarcal e idílico, sino la semilla de la que nacería un orden nuevo»[41].
Ahora bien, ¿qué pensaron los filósofos rusos conservadores de la obschina? A pesar de la existencia efectiva de dicha organización rural, lo cierto es que fue altamente mitificada por estos pensadores. Pero es esta operación filosófica, que ya comentamos al inicio de este apartado en su “vertiente española”, la que precisamente nos interesa: no se apela a un tipo de comuna rural concreta y real, sino que esta funciona como un “modelo” para criticar el presente y, de algún modo, “anticipar” el futuro. Para los pensadores eslavófilos (en contraposición a la mayoría de los occidentalistas, que representaban la concepción herzeniana de la obschina como estructura proto-socialista), en la obschina se daban obligaciones regidas por relaciones de ayuda mutua, en las que destacaba «la paz de sus acuerdos tomadas por decisión unánime, y predominaba un tradicional sentido de la justicia, conforme a las costumbres, la conciencia y la virtud interior».[42] Este modo de vida se basa en la concepción de la sobornost, una suerte de conciliarismo y libre unidad de los miembros de la comunidad, que tiene su base en un concepto religioso y representa una suerte de “sabiduría común” que vivifica a los miembros de la comunidad. La integridad que formaba dicho concilio, en un sentido social y no religioso, consistía en la reunión de los campesinos donde las cuestiones generales se dirigían con justicia, respetando los intereses de toda la obschina en su totalidad y de cada campesino (u obshinik) en particular.
Para los eslavófilos, es decir, aquellos pensadores cuya solución al “problema de Rusia” pasaba por una profundización en sus tradiciones nacionales y un aislamiento respecto de las “importaciones teóricas occidentales”, la comuna rural u obschina representaba, sin duda alguna, el modelo autóctono ideal que debía desarrollarse como paradigma de la vida económica rusa. Esta actitud, además, supone un rechazo de la civilización “burguesa” occidental, y con ella del derecho romano de la propiedad. Según Berdiaev, para los eslavófilos, «la propiedad no tiene nada de sagrado ni de absoluto, por el contrario, ella representa una injusticia» [43]. Además, el sentimiento comunitario de la obschina también se oponía a la idea individualista del “caballero medieval”, en algún modo anticipadora del “burgués”. Hasta qué punto la sociología eslavófila se fundamentaba en la ortodoxia cristiana se aprecia en esta oposición frontal a todo el espíritu romano en lo social, que para ellos era sinónimo de «lo jurídico, lo formal y lo aristocrático»[44], al que oponían un comunitarismo organicista genuinamente ruso.
Al inicio citábamos la Carta filosófica de Chadaev, ese «cañonazo que explotaba en la negra noche»[45], como poéticamente se refirió Herzen a semejante revulsivo de la vida intelectual rusa. Iván Kireevski (1806-1856), en su polémica con Alexei Jomiakov (1804-1860) precisamente alrededor de ese texto, habla de la obschina, y presenta esta forma de organización social autogestionaria en oposición al desarrollo occidental, que tiene a su base la “individualidad” y la “originalidad personal”. Según Kireevski, el orden establecido en la estructura social de la obschina era armónico y natural, donde las relaciones familiares respondían al funcionamiento y estructura de la comuna, y esta a su vez a una asamblea superior, el veche, asamblea que concentraba tanto el poder legislativo como el ejecutivo, a diferencia del modelo occidental, según el cual «las relaciones sociales se fundamentan en un convenio o aspiran a alcanzar esta condición artificial»[46]. En fin, también Jomiakov consideró que «la organización comunal rusa es una institución originaria eslava que data de los tiempos más remotos»[47], así como quiso ver en ella la expresión de un hecho que corrobora la naturaleza comunitaria de la actividad económica y social de los individuos y la preponderancia de lo colectivo frente a principios individualistas en ciertas concepciones del derecho y la economía.
En este breve recorrido sobre la concepción que algunos filósofos reaccionarios rusos mantuvieron sobre la comuna rural u obschina, hemos pretendido mostrar cómo se produce una operación filosófica análoga a la que ciertos pensadores españoles -Balmes, Donoso y Unamuno en este apartado- realizaban al establecer una dicotomía entre un espacio social-tradicional (o “intrahistórico”) y otro de tipo político (o “histórico”), siendo el primero una suerte de categoría metafísica (más que política o económica) que, idealizada como “pasado perdido” o “utopía por venir” sirve precisamente como modelo crítico del presente, es decir, del espacio político.
3. Teologías de la política y la historia: Konstantin Leontiev y Donoso Cortés.
Anteriormente exponíamos y comentábamos las concepciones de lo social y lo político de algunos filósofos rusos y españoles, entre los que se hallaban Konstantin Leontiev y Donoso Cortés. Además, las reflexiones de ambos pensadores cristalizaron en unas singulares filosofías de la historia, que se caracterizaban principalmente por un cierto primado de la idea estética-teológica, la negación de un progreso lineal, indefinido y positivo, y la crítica del liberalismo burgués en tanto elemento homogeneizador y destructivo.
Leontiev construyó una filosofía de la historia conservadora que atacó fuertemente los valores democráticos y desafió las “ilusiones” de los liberales y marxistas sobre una posible “armonía común”. Apoyado en el trabajo de Nikolai Danilevsky (1822-1885) Rusia y Europa, Leontiev introdujo, en su análisis histórico, una analogía entre el desarrollo social y el natural, así como la crítica del concepto de “humanidad”, el cual «como idea abstracta carece de sentido […] La humanidad como ser colectivo y finito se presenta como una serie de tipos concretos histórico-culturales»[48]. Esta crítica de la abstracción recuerda al Ensayo de Donoso Cortés, donde afirma que «la verdadera humanidad no está en ningún hombre»[49].
Los tres conceptos fundamentales de la filosofía de la historia, que constituyen un proceso único y triple, para Leontiev, son los siguientes: 1) la simplicidad primitiva, 2) la unificación y complejidad “floreciente”, y 3) la simplificación secundaria. Para justificar el uso de esta tríada de “momentos” históricos, Leontiev la aplica a una serie de disciplinas como la cosmología, la biología y la historia del arte, que le sirven como ejemplos: cuando un organismo vivo finalmente se descompone, después de su simplicidad inicial y de su desarrollo o “complejidad floreciente”, lo que sucede es un «debilitamiento de la unidad y la fuerza, acompañados de la mescolanza. Todo se degrada paulatinamente, se mezcla, se funde para dejar de existir y a continuación descomponerse, pasando a ser algo general que ya no sirve por sí ni para sí» [50]. Y es precisamente así como Leontiev considera que se halla la Europa de su tiempo: «en la actualidad, especialmente después de 1848, todo empieza a estar más mezclado y más homogéneo» [51].
En su investigación histórica, Leontiev defiende el rigor y la seriedad científicas contra una cierta postura ilustrada que pretende pensar en causas finales, metas y bien común. Según él, todos los estados gozan de una mayor complejidad en sus albores, y de ello dan prueba la existencia múltiple y diversa de distintos cuerpos y organizaciones sociales, tales como los estamentos, los gremios, los monasterios, la aristocracia, etc. El progreso igualitario-liberal viene, para Leontiev, a acabar con toda esta complejidad, y por ello mismo se asemeja a un proceso de putrefacción donde se produce, en primer lugar, «la pérdida de las peculiaridades», así como «mayor afinidad de las partes integrantes, mayor homogeneidad de los componentes, y, finalmente, pérdida de las configuraciones morfológicas estrictas: todo se funde, todo se vuelve más libre e igual»[52].
Para Konstantin Leontiev, como hemos visto, el progreso resulta ser, en realidad, un proceso de descomposición, puesto que un proyecto igualitario o liberal, por su carácter homogeneizador, se identifica con la simplificación de la integridad personal. De este modo, Leontiev forma parte de esos filósofos que, ya en el siglo XIX, advertían de los peligros de una incipiente sociedad de masas fruto de los procesos de homogeneización social que traía consigo el fenómeno igualitario liberal. Proféticamente, Leontiev se lamentaba: «probablemente se dará un cruel sometimiento de los individuos a las grandes y pequeñas comunidades y de éstas al Estado». [53] Sobre esta misma cuestión, recordamos las palabras de John Stuart Mill: «en nuestros tiempos, toda persona, desde la clase social más alta hasta la más baja, vive como bajo la mirada de una censura hostil y temible […] se preguntan: ¿qué hacen ordinariamente las personas en mis circunstancias y situaciones económicas?»[54] Y de Alexis de Tocqueville: «veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma. En cuanto al resto de sus conciudadanos, están a su lado pero no los ve; los toca pero no los siente, no existe más que en sí mismo y para sí mismo […] Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar […] Con este sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia para señalar a su amo y vuelven a entrar en ella».[55]
Por supuesto, la existencia del progreso no es algo discutible, y Leontiev no la niega, pero considera este concepto de un modo muy peculiar e ingenioso, que no lo iguala a la posición de liberales y progresistas, ya que «es necesario creer en el progreso, pero no como en un mejoramiento inminente, sino solo como en una transformación de las fatigas de la vida en nuevos sufrimientos y dificultades humanes. La fe auténtica en el progreso debe ser pesimista y no algo benigno que espera la llegada de una nueva primavera»[56]. Así, Leontiev toma los sufrimientos y dificultades como rasgos fundamentales de la naturaleza humana que no pueden ser eliminados, y eso es, a su juicio, precisamente los que no han entendido aquellos que creen en el progreso de manera utópica. El dolor y el sufrimiento no son algo casual, sino inseparables del hombre, y por ello mismo también engendran buenos sentimientos, como la piedad o la compasión. En su obra sobre Konstantin Leontiev, Berdiaev dice que «el mismo Dios quiere desigualdad, contraste diversidad. La aspiración a la igualdad, a la mezcla, a la homogeneidad es hostil a la vida y va en contra del orden divino. La estética demoniaca está más cerca de Dios que la moral niveladora»[57]. Como vemos, las razones por las que Leontiev finalmente se opone a un progreso uniformizador, son de tipo estético (“la ley principal de la belleza es la unidad en la diversidad”) y no morales: su “esteticismo aristocrático” considera que la belleza de la vida está precisamente en la complejidad de fuerzas, tanto positivas como negativas, que luchan sin reconciliación posible.
Este pesimismo consciente de Leontiev no concluye en la ausencia total de soluciones para la situación de su tiempo. Su diagnóstico no es del todo negativo, aunque es claro que “certifica” el estado de “descomposición” de la enferma Europa, es consciente de que otra nación puede recoger su legado y asumir un rol similar, y ese es el papel de Rusia. En lugar de asumir sus ideales utópicos y democráticos de felicidad e igualdad, Leontiev apuesta por una Rusia que no se funda con Europa, sino que se base en una “atracción hábil” a una “distancia considerable” que podría ser beneficiosa también para las fuerzas conservadoras europeas, y que permita salvar todo aquello que, para el filósofo ruso, hizo grande a Occidente: «la Iglesia, el Estado, los restos de su poesía y, posiblemente, la misma ciencia»[58].
En el ámbito español, la teología de la historia de Donoso Cortés es la gran filosofía de la historia reaccionaria del siglo XIX. Para Donoso, la historia consiste en una constante lucha entre el libre albedrío humano y la Providencia divina, tratando el primero de «turbar, siquiera sea accidentalmente, las grandes armonías puestas por Dios en todas las cosas creadas»[59]. En el orden político y social, podemos ver que esta lucha se expresa como una batalla entre el mal, representado por las fuerzas liberales y socialistas, y el bien, que es el catolicismo, y la victoria del primero solo puede evitarse recurriendo a la trascendencia, es decir, Dios, uno de cuyos principales instrumentos (o remedio contra la “enfermedad social”) es la dictadura, instrumento de la Providencia que debe actuar cuando ni la religión ni la legalidad han sido suficientes para mantener el orden.
Para justificar la actuación de la dictadura, Donoso presenta las circunstancias en que esta se muestra como legítima y buena a través de tres argumentos. El primero establece una analogía entre la política y la biología, algo que ya vimos anteriormente en Leontiev, donde se expone que la vida social, así como la vida de cualquier ser vivo, también es un equilibrio de salud y enfermedad, de “fuerzas resistentes” y “fuerzas invasoras”. Cuando las fuerzas invasoras están dispersas, la salud social no corre un gran peligro, pero cuando se agrupan (por ejemplo, en organizaciones y partidos políticos), obligan a las fuerzas resistentes a que también se agrupen en la mano de un dictador. Así, una vez mostrada la dictadura como necesaria en el orden teórico, Donoso mostrará cómo también es un hecho en el práctico: Roma, Atenas, la República francesa y la Inglaterra de su tiempo, serán algunos de los ejemplos que constituyen formas políticas dictatoriales, puesto que siempre había un poder omnipotente. Por último, también la dictadura se presentará como un hecho en el orden divino. El mundo físico está regido por unas leyes que Dios mismo ha impuesto, pero, en ocasiones, Él puede “suspender” esta legalidad y «manifiesta su voluntad soberana quebrantando esas leyes que Él mismo se impuso torciendo el curso natural de las cosas»[60], por lo que se puede decir que incluso Dios actúa dictatorialmente, de ahí que, en el orden social, sea “saludable” imitarlo si es necesario.
Esta suerte de “analítica de la represión” consta, para Donoso, de una ley histórica fundamental: el paralelo establecido entre la represión política y la represión religiosa, que se “nivelan” recíprocamente siguiendo la fórmula del “termómetro”, de modo que, cuando la represión religiosa es alta, la política disminuye, y, a la inversa, cuando el “termómetro” religioso está bajo, el político sube. Este célebre paralelismo es expuesto por Donoso en su Discurso sobre la dictadura a lo largo de las diferentes etapas históricas, siendo el momento del origen de la represión religiosa (la vida de Jesucristo y sus discípulos) el único donde la represión política desapareció, hasta el punto de que «fue aquélla la única sociedad que ha existido sin gobierno»[61]. En contraposición, la situación europea de su tiempo, para Donoso, había llegado a un grado tal de despotismo, tiranía y represión política, que el termómetro religioso «estaba por bajo de cero».
En la teología de la historia de Donoso Cortés, lo sobrenatural y lo dogmático es fundamental para otorgar un “sentido” a la historia misma. De este modo, la Providencia será aquello que precisamente le permita al filósofo un conocimiento más o menos cierto de la historia, y, con ella, de las ciencias políticas y morales. Todo puede y debe explicarse, según Donoso, a través de una oposición que desequilibra constantemente el orden impuesto por Dios: el libre albedrío y la Providencia. Pero lo interesante es que, incluso los mayores errores y extravíos, como la Reforma o las revoluciones, tienen su fuente en la Providencia misma, en tanto castigos divinos, de modo que todo se explica gracias a ella, y Donoso asienta su filosofía en la doctrina católica, «de tal manera que, quitado ese fundamento, todo ese gran edificio en que se mueven anchamente las generaciones humanas viene abajo a igualarse con la tierra.»[62]
Como incluso los mayores errores y desvíos del bien tienen su causa en la Providencia, este desorden perpetuo que el sujeto histórico, el hombre político y social, causa generación tras generación, tiene no solo la función de pecado, sino también de pena, y, de este modo tan peculiar, se “recupera” el orden perdido, ya que hay un nuevo vínculo entre el Creador y su criatura a través de la misericordia y su correspondiente redención. Esta visión providencialista y sobrenatural de las tragedias humanas, que remite todos los “males humanos” a males que tienen su causa en el pecado, hace que tengan el valor de pena expiatoria y redentora, para que así el orden histórico quede temporalmente restablecido. Como anteriormente veíamos en Leontiev, Donoso también admite el mal y el pecado, y aprecia su función en el hombre como elemento necesario para restablecer el frágil equilibrio entre el Creador y su criatura, así como comparte con el filósofo ruso su crítica al socialismo como una doctrina que quiere extirpar todo mal del hombre y deificarlo: «supuesta la bondad ingénita y absoluta del hombre, el hombre es a un mismo tiempo reformador universal e irreformable, con lo cual viene a ser transformado de hombre en Dios» [63].
En fin, además de esta parte “destructiva” de ciertas “fuerzas disolventes” de la historia, Donoso, como Leontiev, también hace una valoración positiva del origen, estructura y funcionamiento de la civilización europea que precisamente halla su fundamento en el catolicismo. Entre las “ideas madres” que el cristianismo ha aportado a la civilización, Donoso otorga especial importancia a la “humildad”, presentada como aquella virtud capaz de “corregir” las desviaciones del pecado de orgullo, en tanto que «le acostumbra [al hombre] a dominar su ansia de independencia y le manda a respetar las leyes y el orden establecido por Dios» [64]. Otra de las ideas de Donoso y que dan cuenta del carácter teológico-político de su pensamiento es que los lemas de la Revolución francesa (igualdad, libertad y fraternidad) no son más que la expresión de un “descubrimiento” que el cristianismo hizo a la sociedad: «el origen común de todos los hombres, su fraternidad; el dominio que el hombre tiene sobre muchas de sus acciones, o sea la libertad, y la igualdad de todos los hombres ante Dios.»[65]
4. Nihilismo y pesimismo antropológico.
A lo largo del siglo XIX, buena parte de los filósofos reaccionarios dan cuenta de un desgaste de las tradiciones, una actitud de duda y desacato de cualquier autoridad en la sociedad de su tiempo, que ha venido recibiendo el nombre de “nihilismo”. Esta palabra, por cierto, se populariza gracias a la novela Padres e hijos (1862), de Iván Turgueniev, donde el personaje de Basárov encarna las ideas nihilistas, expresadas, ante todo, como una negación de los “viejos principios” y la defensa de causas “nuevas”, como la materialista o la socialista. En este apartado, lo que queremos mostrar es que, en el pensamiento ruso y español, la recepción del “nihilismo” conlleva un diagnóstico del mismo, ante todo, como “enfermedad europea”, ante la cual solo puede hacerse frente revitalizando una serie de tradiciones nacionales propias que si bien no “curen” la enfermedad, al menos sí “frenen” sus síntomas.
En sus Cartas a un escéptico en materia de religión, Jaime Balmes dedica algunas reflexiones a las revoluciones “materiales y morales” que estaban sucediendo en la Europa de su tiempo, y se pregunta por la “causa de esta desazón que de continuo nos atormenta” y observa el carácter excepcional de una época donde solo se habla de «transición, de necesidad de nuevas organizaciones, de insuficiencia de todo cuando existe»[66]. Iván Kireevski, al echar la vista hacia Occidente considera que la racionalidad, máximamente desarrollada, es un principio unilateral, traidor y “enfermizo”: «solo quiero recordar que todos los espíritus sublimes de Europa se lamentan del estado actual de apatía moral, de ausencia de convicción, de egoísmo universalizado, y demandan una nueva fuerza cultural externa a la razón, un nuevo móvil de vida ajeno al egoísmo, en una palabra, buscan la fe»[67].
En España, a finales del siglo XIX, filósofos como Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno o Azorín, “recogerán” este malestar general de Europa. En el caso de Ganivet, la abulia se presenta como expresión del nihilismo, que ataca a una nación la cual «hace ya tiempo que está como distraída en medio del mundo. Nada le interesa, nada la mueve de ordinario»[68]. La voluntad (1902), de Azorín, es una de las mayores expresiones del nihilismo en nuestro país, y la actitud que se desprende de ella no es precisamente positiva, en tanto se intenta un cierto sobreponerse ante el nihilismo, pero esto nunca implica una superación total, sino una operación "prudente" para aprender a vivir dentro (y “sobre”) él, resistencia la cual solo es posible mediante el retorno a unas determinadas tradiciones y actitudes que, si bien no derroten el nihilismo, se opongan a él como resistencia, es decir, mera débil defensa, que es tal por culpa de una voluntad maquinal y disgregada: «yo casi soy un autómata, un muñeco sin iniciativas; el medio me aplasta, las circunstancias me dirigen al azar a un lado y a otro […] Todo es igual, uniforme, monótono, gris […] La abulia paraliza mi voluntad. ¿Para qué? ¿Para qué hacer nada? Yo creo que la vida es el mal […] En días como este, yo siento ansia de esta inercia. Mi pensamiento parece abismado en alguna cueva tenebrosa.»[69]
Pero los últimos años del siglo XIX y principios del XX quizás vengan a constituir el “estado avanzado” de este problema, pero no su origen. Por ello, ahora veremos dónde localizar el comienzo de esta “enfermedad”, al menos allí donde los filósofos reaccionarios la diagnostican, y considerar sus posiciones al respecto. En la filosofía española, un reflejo de esta situación de nihilismo -el cual si bien quiere negarlo, también es su constatación- puede ser la antropología “pesimista” de Donoso Cortés, fundamentada en el axioma según el cual el hombre es malo por naturaleza, o, más bien, la naturaleza del hombre es irremediablemente una naturaleza “caída”: la libertad constitutiva del hombre es la raíz exclusiva del mal.
Para Donoso, el hombre vive un dilema constante entre el bien y el mal, entre Dios y el Demonio, entre la tradición y la revolución. Dejada por sus propias fuerzas, la voluntad se inclinará al mal y la revolución, es decir, la negación de la tradición. Así, el papel moral, político y epistemológico de la tradición, encarnada en el principio católico, se explica como lo único que puede “corregir” la naturaleza moral e intelectual corrompida del hombre. De ese modo, Donoso opone “civilización católica” (tradición) a filosofía (revolución), y valorando positivamente la primera, explica que esta «enseña que la naturaleza del hombre está enferma y caída; caída y enferma de una manera radical […] Estando enfermo el entendimiento humano, no puede inventar la verdad ni descubrirla […] Estando enferma la voluntad, no puede querer el bien ni obrarlo sino ayudada, y no lo será sino estando sujeta y reprimida. Siendo esto así, es cosa clara que la libertad de acción conduce claramente al mal […] Cuando la voluntad se emancipa de Dios y la razón de la Iglesia, el error y el mal reinan sin contrapeso en el mundo»[70].
En otro texto fundamental de la filosofía de Donoso, la Carta al cardenal Fornari, se resume buena parte de su antropología al analizar el origen de los males de su tiempo, y habla de un hombre que, al creer que no necesita a Dios, se ha “engreído” y “enamorado” de sí mismo, cuya consecuencia principal, y que a su vez será causa de una serie de males terribles para la sociedad de entonces, él diagnostica como la negación del pecado. Una vez se niega el pecado, según Donoso, se produce un efecto de “pendiente resbaladiza” que niega buena parte de los fundamentos según los cuales él considera que una vida es “sana”. Negar el pecado, y con él «que la voluntad del hombre esté enferma»[71], implica la afirmación de la “salud” del hombre y su omnipotencia, algo que Donoso niega y supone una auténtica barbarie, que termina en «la necesidad imperiosa de subvertir la sociedad, de suprimir los Gobiernos, de trasegar las riquezas y de acabar de un golpe con todas las instituciones humanas y divinas»[72].
Por lo que respecta a la filosofía rusa, haremos mención a la disputa entre occidentalistas y eslavófilos, que ya hemos venido nombrando brevemente en algunos apartados. En el lado de los europeizantes, encontramos figuras como Petr Chaadáev, Nikolái Chernishevski, Dmitri Písarev, Aleksandr Herzen, Iván Turgueniev y Nikolái Ogariov, entre tantas otras, cuyo desarrollo intelectual se forjó al calor de la filosofía de la época (Hegel, Feuerbach, Comte...) y el entusiasmo por el progreso de las democracias liberales de los países europeos. En líneas generales, y a pesar de sus discrepancias internas, podemos decir que los occidentalistas propugnaban el apoyo a las teorías filosóficas y políticas de Occidente, herederas de la Revolución francesa y la Ilustración, y, por tanto, querían la eliminación de la autocracia y su sustitución por un gobierno liberal-burgués, el fomento de la educación científica y técnica, la abolición de todas las instituciones feudales de acuerdo al modelo occidental, etc.
Por otro lado, están los pensadores eslavófilos, muchos de los cuales ya han sido nombrados anteriormente, como Alexei Jomiakov, Iván Kireevski, Konstantin Leontiev, Vladímir Soloviov, Nikolái Mijailovski, o el escritor Fiodor Dostoyevski. Como los occidentalistas, consideraban la fuerte contraposición de las culturas espirituales de Europa y Rusia, pero se decantaban por el lado de esta, de profundizar en las raíces tradicionales de la nación y, a la vez, conservar los elementos “sanos” de la cultura europea, evitando el resto. Sus posturas no son fáciles de unificar, pero básicamente vamos a nombrar estas tesis, junto a sus correspondientes antítesis, a modo orientativo[73]: 1) la ciencia europea tiene un carácter exclusivamente abstracto y racional. La concepción del mundo de los rusos es, por el contrario, de carácter integral; 2) el orden político-social de Europa descansa sobre la “hostilidad y separación de los diferentes estamentos”. En Rusia, sobre “la unanimidad del pueblo”; 3) en Europa “las leyes se crean artificialmente”, mientras que la legislación rusa se inspira en las sencillas formas de vida del pueblo; 4) el mejoramiento de las condiciones político-sociales va siempre acompañada en Europa de convulsiones violentas (revoluciones). En Rusia, las reformas son una simple consecuencia del “crecimiento natural”; 5) el europeo occidental vive en un “desasosiego espiritual”, mientras que en la vida espiritual de los rusos reinaba una “paz y tranquilidad profundas”.
Como se ha ido esbozando en el apartado anterior, los eslavófilos consideraban que en Europa se estaba produciendo un proceso de homogeneización, juzgado como hostil a cualquier forma de vida individual y original. La oposición rusa a este proceso se muestra con gran fuerza en las Memorias del subsuelo (1864), de Fiodor Dostoyevski, donde se niega una organización armónica y máximamente racionalizada, sospechando de que la “naturaleza humana” pueda ser transformada en “razón mecánica” de tal modo que la vida en sociedad sea la de un “hormiguero”, porque siempre hay un resto irracional y velado para todo sistema que suponga una planificación de modelos de acuerdo a la razón ilustrada-liberal como los propuestos por los europeos y los propios occidentalistas rusos. Uno de los pasajes de Memorias del subsuelo donde se muestra con mayor crudeza el miedo a esta lógica racional-ilustrada es el siguiente: «la ciencia hará saber al hombre […] que viene a ser, en suma, como una tecla de piano […] Bastará, pues, descubrir estas leyes para que no se pueda considerar al hombre responsable de sus actos, y entonces la vida será para él sumamente fácil. Mediante estas leyes, todas las acciones humanas se podrán calcular tan matemáticamente como los logaritmos […] Entonces se establecerán nuevas relaciones económicas, que se fijarán, igualmente, con precisión matemática, tanto, que los problemas desaparecerán de inmediato, por la sencilla razón de que se habrán descubiertos sus soluciones. Entonces se edificará un vasto Palacio de Cristal. No se puede garantizar que eso no sea horriblemente aburrido (¿qué puede uno hacer, si todo está calculado y fijado con antelación?).»[74]
Unas décadas después, y tras la experiencia del marxismo, Nikolai Berdiaev, afirmaba que el mayor error de esta filosofía consiste en «no ver al hombre más allá de su clase, y en ver, en cambio, la clase más allá del hombre; en reducir a éste hasta su célula más ínfima, hasta su más recóndita experiencia espiritual a una función subordinada de clase».[75] Para Bardiaev, el socialismo ignoraba que la vida no es una construcción racional y artificial sino una creación orgánica que se lleva a cabo a condición de la integridad personal, y si esta se oprime, es imposible un funcionamiento adecuado de la vida. Así mismo, el filósofo ruso Semyon Frank elaboró un retrato genial de la psicología del revolucionario, en definitiva, del prototipo de progresista ilustrado, que dedicaba toda su pasión política a meras abstracciones (“pueblo”, “proletariado”...), olvidando así al hombre concreto, arraigado en unas condiciones histórico-sociales determinadas. Su crítica al revolucionario marxista nos parece un ejemplo clave para entender los motivos por los cuales pensadores de carácter conservador en lo antropológico mostraron sus reticencias a proyectos ilustrado-modernos como el comunista: «al revolucionario, seducido por la fe marxista, afirma Frank, no le satisface el hombre concreto. El alivio de los sufrimientos del individuo en su vida cotidiana pierde atracción moral a los ojos del luchador por un final feliz a quien no solo le parece un gasto inútil de sus fuerzas para atender a esas “preocupaciones mezquinas”, sino una traición a toda la humanidad, a su “salvación eterna”.» [76]
La filosofía de la historia que se desprende de esta pensamiento ruso reclamaba que el factor subjetivo (el pensamiento y voluntad humanos) pueden oponerse de forma efectiva a las llamadas “leyes del desarrollo histórico” y que, además, juegan un papel fundamental en este proceso. En definitiva, se rechazaba el progreso -noción heredada de la Ilustración- como una ley del desarrollo humano que funcione de manera automática y necesaria. Un eslavófilo del que aún no hemos hablado, Nikolái Mijailovski (1842-1904), concebía el socialismo como una sociedad capaz de reducir al mínimo necesario la socialización de los hombres, en el sentido de subordinarlos a mecanismos sociales impersonales y supraindividuales. Por ejemplo, según el citado publicista ruso, el campesino vive una vida pobre pero llena; al ser económicamente autosuficiente es, por consiguiente, un hombre independiente, global y total. «Satisface todas sus necesidades mediante su propio trabajo, utilizando toda su capacidad (es campesino y artesano, pastor y artista), todo en una persona»[77]. El débil desarrollo de la cooperación compleja (lo que en otras palabras hoy podríamos llamar comunitarismo) le permite conservar su independencia y la cooperación simple une a unos y a otros en simpatía y entendimiento mutuo. Esta unidad moral es la que mantiene la propiedad común de la tierra y el autogobierno de las comunas rusas.
En el caso de la filosofía española, es Miguel de Unamuno el pensador que se dedica con más fuerza a dar cuenta del peligro nihilista europeo, basado en una fría racionalidad que inmoviliza la voluntad y se erige como enemiga de la misma vida. Una de las dicotomías principales que establece el filósofo vasco a lo largo de su obra se produce precisamente entre razón y fe, siendo la primera una fuerza profundamente antivitalista y lo segundo aquello que se identifica con la vida misma. Ambas viven en una tensión agónica, en una lucha que se libra «desde el romper del alba hasta el caer de la noche»[78], en la cual no hay victoria posible de ninguna de las partes. Esta agonía sin fin es la esencia de la vida misma, sentimiento trágico de la vida constituido por la lucha entre dos fuerzas antagónicas: la razón, capaz incluso de dudar de sí misma, que aniquila cualquier esperanza de vida eterna, y la fe, que constantemente crea nuevas esperanzas e ilusiones de inmortalidad del alma.
Merece la pena profundizar y observar cómo Unamuno modifica los términos de razón y fe para formar su pensamiento contra el nihilismo. En uno de sus habituales juegos de palabras, el filósofo sentencia: «la fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos» [79]. Así, la fe es ante todo una fuerza que constantemente crea e impulsa la voluntad, y precisamente porque la vida es una muerte incesante, que “muere” por obra de la razón, ya que esta «se desarraiga de la vida –de la cual es fruto– y se convierte en un elemento contrapuesto a la misma»[80], en un renacer constante, dialéctica infinita y agonía irresoluble, donde solo, para Unamuno, puede tener lugar la verdadera fe, que no tiene un sentido epistemológico y por tanto racionalista (“creer”), sino, ante todo, vital (“crear”). El contenido de la fe, identificado con la vida misma, consiste en un anhelo de lo absoluto, lo infinito y eterno (inmortalidad del alma), que es búsqueda de una vida plena.
Esta recategorización que hace Unamuno del concepto de fe, no como algo meramente “creedor” sino, ante todo, creador, le sirve para subrayar el carácter esencialmente utópico e ideal de la verdadera fe: «este ideal no se cumplirá, será eternamente futuro, para mejor conservar su idealidad preciosa que es la que nos vivifica, como no se cumplió la venida próxima de Cristo». Una vez más, apreciamos aquí el carácter irresoluble de la contradicción unamuniana, pero también ese llamado, de inspiración ibseniana ("la vida y la fe han de fundirse", como Unamuno cita al dramaturgo noruego al inicio de su ensayo) a unir fe y vida como una y la misma cosa. Esta suerte de “integridad espiritual” será precisamente el fondo moral y vital (como opuesto a lo racional) al que Kireevski apunte como verdadero conocimiento en contraposición a las filosofías ilustradas que “separan” las facultades que en el alma están unidas de manera orgánica. Como acertadamente indica Olga Novikova en su introducción a la antología de textos de filosofía rusa Rusia y Occidente, «Kireevski estaba convencido de que una idea que se hallara presente en la conciencia intelectual del hombre pero no en su sentimiento resultaría estéril o falsa. El hombre podía llegar a percibir la realidad de una forma adecuada solo si su núcleo interno, su personalidad moral, participaba en el acto del conocimiento junto con su capacidad racional.» [81]
Otra idea fundamental que atraviesa la reflexión unamuniana es la oposición entre el hombre concreto y el hombre abstracto. El hombre concreto, “de carne y hueso”, vive atravesado por contradicciones, las de una fe que le pide ser inmortal y una razón que le niega este anhelo. En contraposición, el hombre abstracto es el hombre muerto en conceptos de la filosofía tradicional: el ego cartesiano, el contratante rousseauniano, etc... Esta dicotomía lejos de ser caprichosa, resulta de gran importancia, puesto que de su reconsideración dependerá un nuevo rumbo de la filosofía, la cual, para Unamuno, debe considerar a este hombre concreto como “sujeto y objeto supremo de toda filosofía”, que tiene en su base el anhelo de inmortalidad, y solo desde esta filosofía, la cual, además, debe recuperar unas determinadas tradiciones hispánicas, se podrá resistir al nihilismo, es decir, la ciencia y razón europeas.
En fin, cabría preguntarse si, una vez hecho el diagnóstico de la “enfermedad”, hay un “remedio” posible para la misma. Lo cierto es que este proceso de desgaste de las tradiciones, “muerte de Dios” o nihilismo, no parece ser un fenómeno reversible, y los filósofos reaccionarios se muestran bastante pesimistas en este sentido. Donoso Cortés se lamenta de la imposibilidad de recuperar este “pasado perdido” de costumbres y formas de vida tradicionales, esto es, no nihilistas, cuando expresa en su célebre Discurso sobre la dictadura: «¿es posible esta reacción? Posible lo es; pero ¿es probable? Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza; no la creo probable. Yo he visto, señores, y conocido a muchos individuos que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después de haberla perdido»[82]. Iván Kireevski también se pronuncia sobre este “punto de no retorno” al que ha llegado su nación y que implica la incapacidad de una “vuelta atrás”: «por muy enemigos que fuéramos de la ilustración occidental, de las costumbres occidentales, etc, ¿sería posible pensar sin locura que algún día desaparecerá en Rusia el recuerdo de todo aquello que recibió de Europa a lo largo de dos siglos? ¿Podemos ignorar lo que sabemos, olvidar todo lo que hemos aprendido? […] En consecuencia, por mucho que deseemos regresar a la forma de vida rusa o introducir el modo europeo de existencia, no podemos esperar el predominio absoluto de lo primero ni de lo segundo»[83].
Valga para concluir este apartado una postura más original (y que anticipábamos al hablar del carácter utópico de la “tradición eterna”) sobre esta misma cuestión de la restauración del pasado, concretamente ese pasado hispánico que ha “sobrevivido” al “ataque” del Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aquella que sostiene Unamuno cuando, al recordar que alguna vez se le ha acusado de “reaccionario”, confiesa lo siguiente: «ya sé que es una locura querer volver las aguas del río a su fuente, que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el pasado; pero también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta restauración del pasado es hacer porvenir, y si el pasado ese es un ensueño, algo mal conocido..., mejor que mejor.»[84]
[1] Alejandro Sánchez Berrocal (Ceuta, 1995). Contacto:alejsanchez95@gmail.com.
[2] Bagnó, Vsévolod, España y Rusia: Culturas de frontera entre Oriente y Occidente, edición digital en: http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/13/aih_13_4_033.pdf.
[3] Masson de Morvilliers, Nicolas, Espagne, en Encyclopédie méthodique ou par ordre des matières, Géographie moderne, vol. i, París, Panckoucke, 1782, p. 565. Usamos la traducción de la siguiente edición en Biblioteca Saavedra Fajardo: http://www.saavedrafajardo.org/Archivos/LIBROS/Libro0665.pdf.
[4] Chaadáev, Petr, Cartas filosóficas a una dama, en AA.VV., Rusia y Occidente (antología de textos), Madrid, Tecnos, 1997, pp. 17- 21.
[5] Maltby, William S., Auge y caída del Imperio Español, Madrid, Editorial Marcial Pons, 2011, p. 24.
[6] Chizhevski, Dmitri, Historia del espíritu ruso, 2, Rusia entre Oriente y Occidente, Madrid, Alianza Editorial, 1967, p. 18.
[7] Recomendamos este artículo, en cuya primera nota a pie de página se ofrece una bibliografía que profundiza en estas cuestiones de la psicología nacional de Rusia y España, "los dos polos del gran eje europeo", en palabras de Ortega y Gasset: Mamontov, Stepán, Unamuno y Ortega: la variante española de la dicotomía rusa, Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú. Edición digital: http://hispanismo.cervantes.es/documentos/mamontov.pdf.
[8] Bueno, Gustavo, España, Oviedo, El Basilisco, nº 24, 1998. Edición digital: http://filosofia.org/rev/bas/bas22403.htm.
[9] Huerta González, Ángeles, La Europa periférica: Rusia y España ante el fenómeno de la modernidad, Santiago de Compostela, Monografías da Universidade de Santiago de Compostela, 2004, p. 13.
[10] Chizhevski, Dmitri, Historia del espíritu ruso, 2, Rusia entre Oriente y Occidente, p. 33.
[11] Hilarión, El Sermón sobre la Ley y sobre la Gracia, Moscú, 1994, p. 79-81 (en ruso). Citado en Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos sobre la filosofía de la historia rusa, México, Plaza y Valdés, 2002, p. 38.
[12] AA.VV., Rusia y Occidente (antología de textos), Madrid, Tecnos, 1997, p. 101.
[13] Ídem.
[14] Berdiáev, Nikolái, Les sources et le sens du communisme russe, París, Gallimard, 1951, p. 13 (en francés).
[15] Correspondencia entre Iván el Terrible y Andrei Kurbski, Moscú, 1993, p. 122 (en ruso). Citado en Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos sobre la filosofía de la historia rusa, obra citada, p. 53.
[16] Balmes, Jaime, Consideraciones políticas sobre la situación de España (1840), Madrid, Doncel, 1975, p. 90.
[17] Citado por Santiago Galindo Herrero en Temas españoles, nº 26, Madrid, Publicaciones españolas, 1953, 2ª ed. 1956, en: http://www.filosofia.org/mon/tem/es0026.htm
[18] Balmes, Jaime, Consideraciones..., obra citada, p. 93.
[19] Este “estandarte ideológico” es citado en Cambronero, Marcelo López; Mróqczynski, Artur; Allen, Van, La idea rusa, Granada, Editorial Nuevo Inicio, 2009, p. 247.
[20] Soloviev, Vladimir, La idea rusa, en AA.VV., Rusia y Occidente (antología de textos), obra citada, pp. 213-214.
[21] Donoso Cortés, Juan, Discurso sobre Europa, en Obras completas, II, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1946, p. 307.
[22] Seguimos el resumen de Laín Entralgo expuesto por Rivera García, Antonio, El tradicionalista renovador. Menéndez Pelayo visto por el socialista Araquistáin, en Rodríguez Sánchez de León, Maria José (ed.), Menéndez Pelayo y la literatura: estudios y antología, Madrid, Verbum, 2014, p. 31.
[23] Zenkovsky, Basilio, Historia de la filosofía rusa, I, Buenos Aires, Universitaria, 1967, pp. 5-6.
[24] Esta idea de la armonía y el organicismo en contraposición a una vida “racionalizada” y artificial es uno de los temas principales del libro Berdiáev, Nikolai, El cristianismo y la lucha de clases, Madrid, Espasa-Calpe, 1963.
[25] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 320.
[26] Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos sobre..., obra citada, p. 231.
[27] De Unamuno, Miguel, En torno al casticismo, en Obras completas, VIII, Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 2007, p. 146.
[28] AA.VV., Rus..., obra citada, pp. 215-216.
[29] Ibid., p. 221.
[30] Radischev, Alexandr Nikolayevich, Viaje de Petersburgo a Moscú, Madrid, Antonio Machado Libros, 2008, p. 43.
[31] Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos..., obra citada, p. 113.
[32] Balmes, Jaime, El protestantismo comparado con el catolicismo, en Obras Completas, IV, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1949, p. 708.
[33] Balmes, Jaime, Consideraciones..., obra citada, p. 79.
[34] Ibid., p. 100.
[35] Donoso Cortés, Juan, Cartas de París, en Obras completas, I, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1970, p. 924.
[36] Donoso Cortés, Juan, Discurso sobre la situación de España, en Obras completas, II, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1970, p. 486.
[37] De Unamuno, Miguel, En torno al casticismo, en Obras completas, VIII, obra citada, p. 86.
[38] Gallego Morell, Antonio, Estudios y textos ganivetianos. Madrid, 1971, p. 100. Citado en Korkonósenko, Kirill, Miguel de Unamuno, un extraño rusófilo, Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, nº 35, Ediciones Universidad de Salamanca, 2000, p. 16.
[39] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 107.
[40] García Espín, Patricia, Breve historia de la comuna campesina en el socialismo ruso del s. XIX, Laberinto, nº 32, Universidad de Málaga (UMA): Departamento de Hacienda Pública, 2011, p. 63.
[41] Chizhevski, Dmitri, Historia del..., obra citada, pp. 129-130.
[42] Prólogo de Martinova, Bela, a Padres e Hijos, de Turguénev, Iván, Madrid, Cátedra, 2004, p. 23.
[43] Berdiáev, Nikolái, Les sources et..., obra citada, p. 53 (en francés).
[44] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 274.
[45] Herzen, Aleksandr, Passé et Méditations. Tome deuxieme, Lausanne, Editions L'Age d'Homme, 1976, p. 151 (en francés).
[46] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 79.
[47] Chizhevski, Dmitri, Historia del..., obra citada, p. 118.
[48] Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos..., obra citada, p. 64.
[49] Donoso Cortés, Juan, El ensayo, en Obras completas, II, obra citada, p. 544.
[50] Leontiev, Konstantin, Bizantinismo y eslavismo, en AA.VV., Rus..., obra citada, p. 120.
[51] Ibid., p. 124.
[52] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 128.
[53] Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos..., obra citada, p. 72.
[54] Stuart Mill, John, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1993, p. 132.
[55] De Tocqueville, Alexis, Democracy in America, Pennsylvania State University, p. 770 (en inglés).
[56] Leontiev, Konstantin, Obras escogidas, p. 179 (en ruso). En Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos..., p. 70.
[57] Berdiaev, Nikolai, Konstantin Leontiev, p. 201 (en ruso). En Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola, Ensayos..., p. 72.
[58] Leontiev, Konstantin, Bizantinismo y eslavismo, en AA.VV., Rus..., obra citada, p. 154.
[59] Cortés, Donoso, El ensayo, obra citada, p. 409.
[60] Cortés, Donoso, Discurso sobre la dictadura, obra citada, p. 191.
[61] Ibid., p. 198.
[62] Cortés, Donoso, El ensayo, obra citada, p. 389.
[63] Ibid., p. 460.
[64] Citado en la Introducción general a Cortés, Donoso, Obras Completas, I, obra citada, pp. 151-152.
[65] Ídem.
[66] Balmes, Jaime, Cartas a un escéptico en materia de religión, Barcelona, Editorial Mateu, 1965, p. 106.
[67] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 75.
[68] Ganivet, Ángel, Idearium español. El porvenir de España, Madrid, Espasa Calpe, 1966, p. 131.
[69] Azorín, José Martínez Ruiz, La voluntad, Caja de Ahorros del Mediterráneo-Bibliotex, 2011, pp. 194-202.
[70] Cortés, Donoso, Correspondencia con Montalembert, obra citada, p. 207.
[71] Cortés, Donoso, Carta al cardenal Fornari, obra citada, p. 615.
[72] Ibid., p. 621.
[73] En esta lista seguimos la síntesis de características que agudamente ofrece Dmitri Chizhevski en su Historia del espíritu ruso..., obra citada.
[74] Dostoyevski, Fiodor, Memorias del subsuelo, Barcelona, Editorial Juventud, 2010, pp. 37-38.
[75] Berdiaev, Nikolai, El cristianismo y la lucha de clases, Madrid, Espasa-Calpe, 1963, p. 35.
[76] Hitos, Universidad de los Montes Urles, Svendlovsk, 1991, p. 86 (en ruso). Citado en Maleshev, Mijail; Emelianov, Boris; Sepúlveda Garza, Manola. Ensayos..., obra citada, p. 103.
[77] Walicki, Andrzej, Populismo y marxismo en Rusia: La teoría de los populistas rusos, controversia sobre el capitalismo, Barcelona, Editorial Estela, 1971, p. 44.
[78] De Unamuno, Miguel, Mi religión, Círculo de lectores, p. 131.
[79] De Unamuno, Miguel, La fe, en Obras completas, I, Madrid, Escélicer, 1966, p. 962.
[80] López Quintás, Alfonso, Filosofía española contemporánea, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1970, p. 30.
[81] Novikova, Olga, Introducción a AA.VV., Rus..., obra citada, pp. LII-LIII.
[82] Cortés, Donoso, Discurso sobre la dictadura, obra citada, p. 201.
[83] AA.VV., Rus..., obra citada, p. 73.
[84] De Unamuno, Miguel, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, pp. 281-282.