Meditación sobre la pena a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia.
José H. González del Solar
Abogado. Juez de Menores. Docente y publicista (Argentina).
1. Introducción
La Doctrina Social de la Iglesia es un cuerpo de enseñanzas que Ella, en cuánto madre y maestra, brinda a los católicos para su vida recta en sociedad.
Se trata de enseñanzas que los documentos pontificios, principalmente, dispensan a los que ya son hijos y discípulos en la Iglesia, mas también a todos los hombres de buena voluntad a quienes espera recibir en su seno, con miras a plasmar condiciones de vida temporal en lo social que hagan posible alcanzar el fin que Dios ofrece a la existencia humana: la vida eterna.
La Iglesia cumple así su misión terrena, que no es la de auspiciar las condiciones de vida que hagan placentero la peregrinación terrena, sino las que favorezcan –o, al menos, ni impidan ni obstruyan- un desarrollo personal en plenitud que abra las puertas del Cielo.
Ese conjunto de condiciones, muy valioso de suyo por cuanto comprende bienes muy elevados, que podríamos condensar en verdad, justicia y paz, entre otros muy importantes, es lo que llamamos Bien Común.
2. Principios
La vastedad de documentos pontificios permite discernir ciertos principios, a modo de proposiciones axiomáticas que presiden nuestro discurso sobre la materia. No como artículos de fe sino como puntos de partida emergentes de la verdad como patrimonio que alumbran la Revelación y la Razón[1].
Tenemos por cierto que la sociedad resulta de la misma naturaleza humana. El Creador ha dado el instinto gregario a especies animales para su propio crecimiento, pero ha comunicado al ser humano una vocación social como fuerte llamado a la vida en común, no sólo para la conservación de la especie sino, y es lo más importante, para alcanzar por este medio su plenitud.
Es que cada hombre adviene a la existencia, en lo singular y concreto de su ser, no como algo acabado, en punto de sazón, sino con potencias que lo impulsan a actuar, no al acaso, sino conforme a determinaciones específicas que lo asisten hacia su realización personal. En esas determinaciones subrayamos su dirección hacia la felicidad como meta, y su encuentro con los demás como vehículo que la satisface[2].
Mirado así, la solidaridad está en el comienzo mismo de la vida social, porque la concurrencia no se basta con la sola coexistencia sino que tiende a la convivencia[3] como una realización común. Lejos del contractualismo que nos legaron racionalistas y románticos, la Doctrina Social reconoce la naturaleza humana como fuente de la vida en común, y el consenso que cada uno de los miembros de la sociedad manifiesta, de modo implícito o explícito, al permanecer en ella y beneficiarse de lo que le ofrece para su realización personal. La solidaridad, en definitiva, conduce a la realidad de una vida comunitaria.
Pero la sustantividad individual del hombre por un lado, y su naturaleza racional por otro, exigen que esa concurrencia solidaria en la vida social como medio de perfección se cumpla de manera ordenada, en que cada dimensión de su existencia encuentre el respeto a lo suyo. Y entonces surge la subsidiariedad como imperativo de organización social que garantiza al hombre cada uno de los ámbitos de actuación, sea el de su fuero personal, sea el del suyo familiar, sea el perteneciente al trabajo, al círculo vecinal o al de las asociaciones de mayor envergadura que componen el todo. Siguiendo el lema “No haga la asociación mayor lo que puede hacer la menor”, la comunidad alcanza la complejidad de una vida corporativa[4] en que cada integrante goza de reconocimiento como quién es en cada uno de los ámbitos en que le toca desenvolverse.
A partir de ello, parecería que la convivencia sólo augura provecho y alegría a quienes la componen. Mas eso implicaría negar la vulnerabilidad de la naturaleza humana como otra verdad incontestable ya que, dispuesta por el Creador para orientar la vida hacia la plenitud, adolece, sin embargo, de limitaciones innegables que la experiencia muestra y la Verdad Revelada explica.
Esa labilidad personal, que nuestra Fe atribuye al Pecado Original, y que quienes la desconocen o la resisten se empeñan en endilgar a la confrontación de intereses, con explicaciones siempre insuficientes[5], se manifiesta en múltiples transgresiones a la ley divina, y aún a la ley natural, en cuanto ordenamientos que encauzan hacia el Bien Común con preceptos y prohibiciones revelados por el mismo Creador o puestos por Él en su naturaleza creada.
I.- El delito
Estas transgresiones afectan muchas veces el orden social como resultante de leyes que, a partir de lo que es natural, la autoridad hace positivas y exigibles para garantizar la convivencia. Así sucede cuando su exterioridad trasunta de modo inequívoco la ligereza, la indiferencia o la resolución en el transgresor, que ha preferido su propia satisfacción al cuidado y el respeto que merecen los demás en lo personal y lo patrimonial, y cuando su alteridad produce agravio jurídico que burla la confianza recíproca en que se basa la convivencia y acarrea un fuerte desasosiego que la pone en riesgo.
Como se advierte, no limitan su impacto a quienes padecen en lo inmediato la ilicitud, sino que muchas veces por su entidad o su modalidad alcanzan de modo mediato a la sociedad en su conjunto, ya que alteran las mismas condiciones de vida que se reputan valiosas y las leyes instauran, así como procuran mantener, como realización del Bien Común.
El orden en cuestión concierne al populus, a quienes integran la sociedad, y por ello exige que la respuesta a la transgresión no se limite a satisfacer a quien resulta damnificado sino que también atienda al interés público, que muchas veces se expresa como clamor público, ante la repercusión que el ilícito cobra para la vida en común.
Arribamos así a la configuración del delito como acción humana[6] que exterioriza una actitud reprochable con la que se ofende a otro, lo cual a la vez causa agravio al orden social y provoca un interés público en que su autor responda de manera suficiente. La humanidad lo conoce desde siempre, pues desde siempre ha sufrido en la vida de relación el obrar de quienes se dispensan un goce o una utilidad a costa de otro, o de otros[7]
II.- La pena.
Las Sagradas Escrituras nos brindan una multitud de escenas en que Dios Nuestro Señor castiga a su Pueblo que lo traiciona pese a los enormes beneficios que de Él recibe, o a quien o quienes obran en detrimento del llamado que ha recibido, desde la Promesa hecha a Abraham, como Pueblo Elegido.
Mas esa intervención divina, por medio de ángeles, hombres u otras criaturas, que mira a la expiación o a la enmienda de quienes desvarían[8], no excluye la que muchas veces obran los responsables del Pueblo en nombre propio, como patriarcas[9], jueces y reyes, ni la que personas llevan adelante cuando se han visto víctimas de graves ofensas en sí mismas o en sus familias.
El castigo muestra su fuente en la Revelación, sea como algo sobrenatural que proviene de Dios, sea como algo natural que se halla inserto en la vida humana desde tiempo inmemorial. Siempre con sentido unívoco, como respuesta ante la ofensa. No la reacción de quien se defiende ante la actualidad de esa ofensa[10], sino de quien procura con ello una satisfacción.
La venganza es una manifestación primitiva de satisfacción, en cuanto el ofendido pretende la devolución del mal a quien lo ha causado. Aunque pudiera cuestionarse si puede devolverse el mal desde el punto de vista ontológico, pues consiste en la privación de un bien y como tal no constituye algo con entidad propia que pueda regresarse al autor, lo cierto es que desde el punto de vista metafísico pertenece al orden de desquite del ser[11], y esto así porque quien delinque se dispensa indebidamente un determinado goce o beneficio ofendiendo a otro, con lo que introduce un desequilibrio en la realidad que recién se supera con el mal que recibe en cambio y que repone el orden vulnerado.
La venganza está en el hombre y no en la vida animal. No brota de su razón sino de su corazón, mas no como algo sólo impulsivo que explicarían sus apetitos o sus instintos, sino como reacción emotiva o pasional que enraíza en una más o menos lúcida percepción moral. Justamente su origen explica la falta de límites, y que la reacción pueda ser desmesurada o alcanzar a otras personas que al mismo ofensor.
Por eso la ley del talión viene, en un cierto momento, a poner límites al ofensor en su descarga, primero en la reacción misma, y mucho después en el destinatario. Porque así como la venganza se extendía hasta que el ofendido se sentía satisfecho, también alcanzaba a personas vinculadas al ofensor, contemporáneas o de generaciones posteriores. Fue con la consigna “ojo por ojo, diente por diente”, hace unos cuatro mil años[12], que el hombre empezó a hallar confines, que empezarían a volverse más ciertos y previsibles cuando la civitas asumió su control[13].
La intervención del Estado –como sociedad política- deviene civilizadora, porque de manera progresiva va dándole racionalidad a lo que hasta entonces había sido predominantemente impulsivo: vincula la pena como castigo público al delito como ofensa que amenaza la convivencia social, modera la respuesta penal en su medida, hace prevalecer su carácter público por sobre el interés de la persona ofendida, y evita que vaya más allá de quien ha incurrido en el delito. Desde luego que mucha sangre corre a lo largo de los siglos mientras la potestad punitiva va adquiriendo el contorno que hoy tiene, pero en ese decurso la autoridad pública va jugando un rol protagónico decisivo.
La Doctrina Social de la Iglesia nunca cuestionó la pena como tal, ni la potestad penal del Estado. Respetuosa del orden natural, la consideró siempre incluida en lo político, pero con arreglo a los principios antes enunciados, y como un deber de justicia, y más concretamente de justicia retributiva, que sirve a la paz social y por ende al Bien Común.
Pertenece a la Cristiandad como elaboración propia, nacida de la Revelación y de la misma obra de la Redención, que la pena sea mirada como expiatoria y medicinal. La retribución ya no consiste en la venganza como devolución de mal por mal para satisfacción del agraviado, sino en la sanción que procura que el transgresor purgue su fechoría y se reconcilie con los demás, y que a la vez corrija su conducta y se encamine hacia el Bien Común[14].
III.- La potestad penal
Cuando el Estado como comunidad política, como sociedad mayor en lo temporal, asume la potestad penal, no se arroga algo ajeno al poder político como factor de organización, cohesión y armonización social ni usurpa lo que pertenece a los particulares. En resumidas cuentas, no se atribuye esa potestad contra los principios de solidaridad y subsidiariedad sino que, en atención a la misma naturaleza humana que lo explica, fundamenta y nutre, interviene en lo que excede el marco de lo privado –en familias y cuerpos intermedios- para que el castigo no quede confiado al arbitrio de los supuestos ofendidos y comprometa la tranquilidad pública, sino que cumpla una función social de justicia y paz siguiendo principios propios de legalidad, proporcionalidad, mínima suficiencia, y juicio imparcial.
Aunque la literatura especializada remite estos principios a la corriente liberal dominante en la modernidad[15], y contra la cual se alza la Iglesia con su sabiduría de acendrada antigüedad, lo cierto es que satisfacen el orden natural desde siempre y en verdad se hallan implícitos en la temática que desarrollan los documentos pontificios que responden a la llamada problemática social. Sobre todo porque el pensamiento pontificio jamás desconoce las circunstancias sobrevivientes, no en cuanto puedan modificar la moral natural sino en cuanto pueda requerir nuevas soluciones para un justo desarrollo de las relaciones sociales, cada vez más complejas.
Que la ley deba determinar por anticipado su catálogo de delitos, que las penas deban guardar proporción al respecto y afectar al penado en lo mínimo exigible para preservar el orden jurídico y la concordia social, y que no puedan aplicarse sino al cabo de un juicio que haya dado al enjuiciado la posibilidad real de defenderse y probar su inocencia, que se presume hasta la sentencia que lo condena, son aspectos que la comunidad política no puede ignorar si lo que pretende es que las leyes sirvan a la justicia y la paz y que se apliquen a quien delinque de manera que contribuya a la convivencia.
El uso del encarcelamiento merece una consideración especial, tanto durante el enjuiciamiento como una vez sucedida la condena. Porque la pena tenía en la Cristiandad otras modalidades que recogían una larga experiencia acumulada por el hombre a lo largo de los siglos, fuera con la muerte, el destierro, la infamia, la aflicción corporal, la pérdida patrimonial.
Ya con la era moderna, y particularmente con el Iluminismo y su influencia en la legislación penal, la libertad personal advino como moneda de cambio común a todos los hombres, cualquiera fuera su dignidad y su patrimonio[16]. La cárcel se erigió en la pena por antonomasia, y desde entonces constituye un gran desafío para cada Estado, que debe darle condiciones que le permitan cumplir su finalidad, sobre todo si de ella se espera que sirva a la enmienda de quien ha delinquido.
Las leyes admiten, en general, que el acusado de haber cometido un delito grave pueda ser llevado a la cárcel durante su enjuiciamiento, para evitar el peligro de fuga o la comisión de nuevos delitos[17]. Y esto agrava más la responsabilidad estatal en la atención de los establecimientos carcelarios, ya que está obligado, en la medida de sus posibilidades, a ofrecer condiciones que no constituyan una condena anticipada ni –menos todavía- arrojen al sólo sospechado a la degradación o la ignominia por lo que podría no haber cometido.
IV.- La seguridad.
Con frecuencia se asocia el régimen penal a la seguridad. Y es lo que en la sociedad actual motiva variadas pretensiones y propuestas, en términos francamente contrapuestos, aunque siempre con un común denominador que las explica: el liberalismo y sus secuelas.
Cuando la delincuencia golpea, la agenda política se satura de demandas en cuanto a la seguridad, que recaen generalmente en nuevos delitos a reprimir o en penas más severas a imponer. Son las demandas de quienes viven la realidad de una manera acrítica, y no quieren preguntarse si es que esos delitos provienen de las pasiones humanas, o bien surgen como protesta social. No están dispuestos a revisar si, pese a su injusticia intrínseca, se trata de acciones antojadizas o bien están proyectando a los demás la injusticia que vive uno o más sectores de la sociedad[18].
Contra ellas levantan su voz, con frecuencia, quienes hacen una crítica interesada de lo social[19]. Consideran que la sociedad vive un conflicto permanente, inherente a su ser, en que unos pretenden imponerse a otros a través de las leyes, dictadas para criminalizar y aherrojar a los más débiles, y que así lo penal se deslegitima y se vuelve intrínsecamente injusto. Son quienes –desde su bastión ideológico- absolutizan la miseria como factor criminógeno y pugnan por la “despenalización”, con variadas expresiones, proponiendo “alternativas” muchas veces insuficientes o ilusorias que desconocen las posibilidades reales de concreción que la sociedad tiene, cuando no la pecabilidad humana que explica muchos delitos cualquiera sea el emplazamiento social que se tenga.
Esta contraposición exige, de nuestra parte y a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, una crítica realista, en la que no puede estar ausente la cuestión social -denunciada por los Papas por más de cien años- como una realidad no superada y un desafío pendiente.
Nadie está obligado a aceptar la delicción, ni a tolerar un despliegue insolente como el que muchas veces se ve ante la incuria o la lenidad de quienes tienen la responsabilidad social en la guarda de los derechos.
Pero que nadie esté obligado a ser débil ante el delincuente, no quita que deba preguntarse –y con mayor razón si tiene responsabilidad de gobernante- sobre el porqué de ciertas manifestaciones violentas o reiteradas que exceden lo corriente, si de la vulnerabilidad humana hablamos, o ponen en cuestión la misma legitimidad estatal. La búsqueda ciega de seguridad, acallando con penas y más penas los delitos sin cuestionarse el porqué, o la simple liberación de los delincuentes so pretexto de injusticia social, nada resuelve y mucho menos termina reconociendo y dando a cada uno lo suyo.
Porque si de seguridad se trata, lo primero que debemos tener en cuenta –para no errar- es que la palabra expresa la inexistencia de riesgos, o condiciones de vida que los neutralizan. Interrogado cualquier ciudadano sobre su propia seguridad, respondería desde el sentido común que está seguro cuando no hay peligro a la vista, sea porque no hay amenaza de daño, sea porque lo que avista como peligroso se encuentra debidamente neutralizado.
Pues bien: Esta apreciación, que nace de lo que cada uno cosecha en su experiencia personal, arroja luz sobre lo que sucede luego con relación a la vida social y los medios que garantizan su existencia y progreso. Porque una sociedad se estima segura, hacia afuera, cuando mantiene relaciones justas con las demás que la ponen al abrigo de acciones inamistosas o decididamente beligerantes y, por si acaso, cuida sus fronteras con armas defensivas, suficientemente disuasivas y aún efectivas para repeler una eventual agresión.
De igual manera esa sociedad debe considerarse segura, hacia adentro, y en primer lugar, cuando su ordenamiento normativo establece relaciones justas entre sus miembros, aunque además deba, en segundo lugar y por si acaso, disponer medios defensivos de represión dirigidos a disuadir los delitos y retribuir a quienes los cometen.
Así se infiere que la seguridad, en cualquiera de sus órdenes, se edifica primero con la justicia social, y después con la defensa social. En una prelación lógica, aunque no necesariamente cronológica. Quien ponga el carro delante del caballo terminará con el tiempo encarcelando a gran parte de su población, y en primer término a la que pertenece a los sectores sociales más débiles, en franco crecimiento, como ya se empieza a advertir –y vale la paradoja- en los países más fuertes de Occidente. Los más fuertes atendiendo a indicadores al uso de quienes acopian bienes materiales, pero los más débiles mirando a indicadores que usan los profesionales del trabajo social y los responsables de la política social, que ponen de resalto que los desequilibrios enormes existentes amenazan a esas sociedades en sus posibilidades ciertas de conservarse como tales.
V.- Las alternativas a lo penal.
La crítica a lo penal y la aporía que las cárceles conllevan en Occidente, en mayoría de países imposibilitados de contener el crecimiento de la población carcelaria y condiciones de vida digna, han suscitado propuestas que tienden, por un lado, a desplazar el conflicto del ámbito judicial –es decir de la autoridad estatal en función judicante- y, por otro lado, a sustituir la pena –hoy centrada en la prisión- por modalidades de sanción que se apartan de la retribución imperante.
Con respecto a lo primero, que suele presentarse engañosamente como un regreso a “lo natural”, a devolver el conflicto a los interesados[20], constituye únicamente un retroceso evidente en el tiempo y en la vida civilizada pues, a la par que niega al populus como interesado en lo que contradice el orden establecido con miras de Bien Común, remite forzadamente todo al dominio de los particulares en colisión, lo que tarde o temprano favorece el restablecimiento de la venganza y priva a la sociedad de lo que se había erigido como medio de expiación y corrección[21].
En lo tocante a lo segundo, un cierto discurso seductor ofrece medidas que sustituirían con mayor eficacia a la pena en su función social. Muchas sólo resultan operativas en delitos de menor entidad, y podrían resultar razonables, pero otras lucen insuficientes cuando se las mira con relación a los graves delitos a los que se quiere responder. Sin entrar en el detalle de las variadas formas que se proponen, basta aquí decir que la reparación económica del daño no alcanza cuando quien ha delinquido no cuenta con medios suficientes para afrontarla, lo que a la postre llevará a que los pudientes paguen con dinero, y los no pudientes no paguen, o paguen con cárcel. Tampoco alcanza cuando se limita a la extensión del daño causado a la víctima, sea material o moral, y se olvida que además hay daño causado a los demás con la vulneración del orden y la pérdida de la confianza mutua en que se basa la convivencia[22].
3. Conclusión
Uno de los grandes señuelos que usa la revolución anticristiana hoy está en la pena, a la que niegan su función social.
Lejos de reconocer que las desviaciones que su realidad exhibe nacen del desorden social que ha introducido la era que vivimos, insisten con sus propuestas insensatas, los unos para penalizarlo todo, y los otros para despenalizarlo. En el fondo se advierte, como telón gris de muy tristes augurios, el cuestionamiento al Estado como sociedad mayor en lo temporal.
La Doctrina Social de la Iglesia nos enseña que la vida política pertenece a la naturaleza humana como vehículo de perfección, y que sólo los desvaríos modernos han podido conducir al escepticismo individualista y anárquico que muchos confiesan y que los medios de comunicación alimentan con su prédica constante.
Ya no habría qué salvar en la civitas, de qué hablar que no sea de las inmundicias e impudicias con que a diario se deleita al “soberano”. Nosotros, aleccionados por nuestra Madre y Maestra, sabemos que, por el contrario, hay en la sociedad y en la política algo muy valioso por lo que debemos bregar en salvaguarda de la humanidad y del Bien Común. Llámese como se llame… aunque se llame pena.
José H. González del Solar
http://derechominoridad.blogspot.com
Notas
[1] De esa vastedad, escogemos como un eje de pensamiento cuanto el Sumo Pontificado enseña en Rerum Novarum (León XIII), Mater et Magistra (Juan XXIII), Populorum Progressio (Pablo VI), y Centesimus Annus (Juan Pablo II)
[2] Como se advierte, la sociedad tiene un origen natural y con un fin procomunal. Muy lejos queda la pretensión contractualista, en cualquiera de sus vertientes (que podríamos condensar en dos, las que sustentan Hobbes y Rousseau), de asignarle un carácter meramente artificial, como ente surgido de un pacto y con un fin liberal, el de la coexistencia que preserve el espacio egoísta de autodeterminación y bienestar que cada uno desea y puede mantener, sin entrar en colisión con los demás.
[3] Herman Heller hace notar que la política es la organización dinámica de la solidaridad social en un territorio determinado (cf. su “Teoría del Estado”, Ed. F.C.E., México 1998).
[4] El sano corporativismo que alienta Pío XI en Divini Redemptoris, y que previene el colectivismo con sus manifestaciones totalitarias.
[5]El hombre es lobo para el hombre, diría Hobbes, mas… ¿porqué? Y si no es lobo, y vivía inicialmente el paraíso de lo natural, ¿porqué el descubrimiento de la propiedad, de lo tuyo y lo mío, al decir de Rousseau, lo estropeó todo?
[6]Por comisión o por omisión.
[7]Recién a partir del siglo XII la Cristiandad fue encontrando la distinción entre pecado, que afectaba al transgresor en su perfección personal, y el delito, que ponía en jaque la vida social (Cf. “Pecado y Delito en la Edad Media”, de Alejandro Morín, Ediciones Del Copista, Cba., 2009.
[8] Como puede leerse, por caso, en el profeta Jeremías.
[9] Como lo hizo Moisés al dar muerte al egipcio, en cumplimiento anticipado de la misión que el Señor le tenía asignada (Génesís 46, 34).
[10] Esto sería defensa propia y no pena.
[11] Como enseña J. Maritain en “Lecciones Fundamentales de Filosofía Moral”, Ed. Club de Lectores, Bs.As. 1981.
[12] El Código de Hammurabi data del 1792 a.C., y la ley mosaica de unos trescientos años después. Esta última contenía el talión, como puede verse en Éxodo 2, 23-25, Levítico 2,18-20, y Deuteronomio 19,21.
[13]Lo que algunos cuestionan hoy cuando hablan de la apropiación del conflicto por el Estado.
[14] La pena en la Cristiandad siempre es expiatoria, mas no necesariamente curativa cuando la extrema gravedad de su delito lo hace merecedor de la exclusión social, por destierro o por muerte.
[15] Por tal comprendemos la ruptura de la Cristiandad que empieza a fines del siglo XV y se acentúa con los pensadores y acontecimientos revolucionarios que han prevalecido en los tres últimos siglos.
[16] La libertad personal es el bien que ponen en juego con su conducta el noble y el villano, el rico y el pobre.
[17]Esto último suele ser resistido por mentes de liberalismo recalcitrantes, que absolutizan la “presunción de inocencia” que el acusado tiene hasta su condena, y así niegan la posibilidad de encarcelar en forma preventiva a quienes están en sospecha firme de haber cometido graves delitos.
[18] A veces parecería, a juicio de estas mentes acríticas, que las villas de emergencia u otros asentamientos marginales son parte necesaria del escenario social, y que sus habitantes están condenados por su sino a permanecer, de generación en generación, bajo condiciones de vida degradantes.
[19] Por caso quienes se enrolan en la “teoría de la crítica social”, acuñada en la Universidad de Frankfurt y muy en boga en nuestros días.
[20] Lo que llaman “reapropiación del conflicto”.
[21] Los mecanismos de mediación, muy en boga, propician la autocomposición de intereses en el conflicto, algo no siempre susceptible de lograr cuando están en juego una grave ofensa para quien es víctima y una grave consecuencia para quien es el victimario.
[22]Todavía podríamos recordar algo más: El delito tiene un aspecto negativo, de privación, en cuanto daña a la víctima y a la sociedad, pero tiene, también, un aspecto positivo en el goce o fruición indebidos que se ha permitido el delincuente a costa de los demás. La pena, como retribución, contempla ambos aspectos; las medidas alternativas, no.
La Razón Histórica, nº11, 2010 [45-53], ISSN 1989-2659. © IPS.