Formación de la conciencia histórica española
Alvaro Maortua
Al comienzo de la Edad Moderna Europa se enfrentó desde dos opciones radicalmente distintas: la del nominalismo voluntarista, que negaba que la libertad estuviera ínsita en la naturaleza humana, por lo que debía ser cuantitativamente adquirida, y rechazaba la capacidad de la razón para el conocimiento especulativo; y la del racionalisino de raíz tomista que afirmaba precisamente ambas cosas. España se colocó de lleno dentro de esta segunda modernidad y en razón de su poder político acabó siendo cabeza del bando del humanismo racional cristiano
España es un campo histórico inteligible, es decir, una realidad compleja que puede explicarse por medio de su trayectoria temporal: el espacio físico en que dicha trayectoria se realizó es simplemente un marco. Tiene su importancia, pero no dicta su ley. Al comienzo de la modernidad se puso especial énfasis en señalar, dentro de dicha trayectoria, un hecho diferencial respecto a los otros países europeos: España era una realidad preexistente. "Perdida" el 711 y "reconquistada" trabajosamente con posterioridad. Esto de la reconquista es muy importante: no me refiero a esa especie de batalla desde Covadonga a Granada que imaginaban nuestros abuelos sino al hecho de que España tuvo que ser recobrada y al mismo tiempo, reconstruida.
La noción de la "pérdida" no fue de acuñación moderna: aparece en la Crónica que llamamos "Continuatio hispana" del 754, escrita por un mozárabe de Córdoba que es, al mismo tiempo, uno de los
primeros en utilizar el término "europeos" para designar a los cristianos occidentales. La pérdida a que se refería no estaba relacionada con la estructura política del reino visigodo, cuyos
males denunciaba, sino con la conciencia de San Isidoro, de quien se sentía continuador. Tal era la raíz de lo preexistente: poco o nada tenía que ver con un indigenismo primitivo, ni con su
posible maduración.
España ha sido descubierta por fenicios y cartagineses, por griegos y por romanos, todos los cuales la contemplaban como algo lejano, extremo y occidental: allí estaban las puertas del mar insondable que nadie podía explorar. Naturalmente estos descubridores, al instalarse en ella, absorbieron o rechazaron, según los casos, al elemento indígena y trataron de hacer un mundo a su imagen y semejanza, un mundo en el que pudieron reconocerse a sí mismos los romanos, que han poseído más que ningún otro pueblo, ese curioso don que Virgilio llamaba "regere imperio populos". Lo consiguieron y de tal modo que llegaría un momento en que hombres nacidos en Córdoba o Sevilla eran modelos de romanidad superiores a los que había visto la luz en propia Roma.
Roma dio a España su nombre, Hispania, que nunca perdería. Su lengua, una de las más ricas en cuanto a capacidad de expresión, su Derecho, que aparece como fundamento de todas las normas jurídicas hispanas y como esquema de pensamiento acerca de lo que es el ius, su organización municipal, pues somos ciudadanos, gracias a Dios, y especialmente esa trama casi infinita de valores de que nos servimos para explicar el mundo y para contemplar la dignidad de la naturaleza humana. Y cuando llegó el Cristianismo, para redondear el conjunto y contemplar el modelo humano con sus dos nociones-eje: la libertad insita en la naturaleza humana, y la capacidad racional para el conocimiento especulativo, ese Cristianismo era ya romano en cuerpo y alma, en valor y en espíritu, de modo que parecía casi la maduración completa de la propia romanidad.
Fue en torno a San Isidoro y su escuela de Sevilla donde se formó la primera conciencia de esa "realidad hispana": sólo dos herederas de Roma habían conservado el patrimonio de ésta. España y Bizancio, y se auguraba para la primera un porvenir más fecundo. Paralelamente se forjaba la curiosa leyenda de que los reyes godos habían recibido "legitima" transmisión de autoridad desde Roma; para ello fue suficiente decir que el acuerdo del 418, un simple contrato militar, había sido una entrega definitiva de soberanía. España era, pues, continuadora de Roma y algo muy diferente de los demás pueblos bárbaros, como demostraba su "Lex romana wisigothorum" ahora convertida en "Codex de Recesvinto". Sus Concilios, su alta cultura transmitida por medio de bibliotecas, y su propio nombre. Los nuevos reyes no habían impuesto un nombre germano, como en Francia, Inglaterra o Deutschland, lo que significaba, también, que la romanidad había sido capaz de absorber y transformar el germanismo.
Todo se perdió el 711 a causa de la invasión musulmana. Hoy existe una curiosa y sesgada interpretación empeñada en presentar a los musulmanes como muy distintos de lo que fueron, pero es preciso recordar que la tolerancia no es muy compatible con el Islam; se practica, como al principio de la dominación en España, cuando no queda otro remedio, pero desde mediados del siglo XII ni una solo iglesia cristiana pudo sostenerse en Al-Andalus. Maimónides tuvo que fingirse musulmán y huir de la Península.
Los musulmanes abandonaron todo en su intento de transformación radical: dieron nuevo nombre, al-Andalus, impusieron el árabe como lengua, islamizaron las costumbres, cambiaron el derecho... Lo más curioso es que no parecen haber dado importancia al espacio geográfico peninsular; apenas iniciada una pequeña resistencia renunciaron al esfuerzo de dominarla y establecieron su frontera en una línea que empezaba en el Mondego, empleaba las cumbres del sistema Central y luego se dirigía hacia el Pirineo, abarcando únicamente aquellas tierras en donde podían cultivarse vid, olivo y naranjo.
Durante dos siglos no hubo reconquista ni nada que se pareciese: tenemos que hablar de resistencia a lo largo del andén litoral y en los valles del Pirineo. Fue a principios del siglo X cuando la persecución religiosa en al-Andalus se enardeció, que grupos de mozárabes emigraron a las tierras del norte, en busca de libertad. Mucho más cultos, posesores incluso de técnicas heredadas, estos mozárabes comunicaron la conciencia isidoriana y comenzaron a escribir o a fomentar obras históricas que, hasta el siglo XII pretenderían solamente ser continuadoras de la Crónica del propio San Isidoro. Fueron ellos quienes inculcaron a los monarcas leoneses esta idea tan simple: por la misma razón de que se había "perdido", España podía ser "restaurada". Uno de ellos, probablemente el llamado Dulcidio, que vivía en la Corte de Alfonso III el Magno, anunció incluso que esto iba a ser cuestión de pocos años: "proximiore tempus in tota Hipania Adefonsus predicitur reinatorus".
Dulcidio, como todos los previsores de futuro se equivocó: al-Andalus disponía de fuerzas militares y económicas más que suficientes para afrontar el futuro; de hecho fueron los cristianos quienes en los grandes enfrentamientos del siglo X, llevaron siempre la peor parte. Es evidente, sin embargo, que el proyecto de crear un gran estado árabe-islámico en España fracasó: al final lo Omeyas tuvieron que confiar más y más en sus soldados y el régimen derivó hacia una verdadera dictadura militar, la de Almanzor, eficaz frente a los enemigos del norte únicamente a costa de invertir recursos cada vez más ruinosos. Y cuando el fracaso no pudo ocultarse los propios jefes militares se encargaron de fraccionar el Califato dando origen a dos docenas largas de pequeños principados. Por primera vez a mediados del siglo Xl la "reconquista" parecía posible: al adueñarse de Toledo el año 1085, Alfonso VI de Castilla-León, pudo titularse "imperator totius Hispaniae".
Pero la empresa militar, que había sido muy dura, no perdió este carácter en los años siguientes: las necesidades de defensa obligaron a distribuir las zonas de resistencia y a pluralizar los puntos de toma de decisión. En consecuencia la España cristiana no tenía un sólo poder político sino varios: Alfonso VI, Alfonso I de Aragón y Alfonso VII, que intentaron la unidad, acabaron convenciéndose de que esta era imposible. Además la ruina de al-Andalus era cuestión que afectaba a la suerte del Islam; No podía éste consentir que se perdiera sin lucha, de modo que tres oleadas africanas, cada vez más intransigentes, almorávides, almohades, benimerines, se lanzaron sobre la Península.
Fueron derrotadas, pero a costa de terribles esfuerzos que permitieron la consolidación de la pluralidad. A mediados del siglo XIII la reconquista había terminados: se ofreció a los musulmanes una reserva territorial dentro de la corona de Castilla, que es lo que indebidamente llamamos reino de Granada. Antes de que concluyera ese siglo XIII los emires de Granada se sublevaron y no pudieron ser sometidos: aunque los castellanos nunca reconocieron la legitimidad de la sublevación hubo independencia "de hecho" y nunca de "Iure" desde el punto de vista cristiano.
Ahora el espacio correspondiente a la antigua Hispania albergaba cuatro reinos distintos. Cada uno reclamando para sí el ejercicio de la potestad sin dependencias ni limitaciones. Pero la conciencia de unidad se conservó: cada uno de los reinos aspiraba a ser reconocido como "el mejor de España". Políticamente se explicaban diciendo que los cuatro reyes ejercían su soberanía solidariamente conformando una solo monarquía hispana, heredada como sabemos de le legitimidad de Roma.
Esta solidaridad -así lo ha explicado Maravall con mucho detenimiento- era efectiva: permitía e incluso exigía la intervención en los asuntos internos del vecino porque cualquier desarreglo podía perjudicar al conjunto. La unidad de Hispania fue oficialmente reconocida en el Concilio de Constanza de 1410, cuando se la señaló como una de las cinco naciones que formaban la Cristiandad.
De esta conciencia de unidad forman parte también algunos aspectos políticos y, sobre todo, culturales y sociales. Primero y más importantes, consecuencia de la legitimidad heredada, es la fidelidad al Derecho romano, no como doctrina jurídica de un pueblo sabio -que lo era- sino como algo propio, ley vigente y costumbre antigua que se encarna en los Fueros generales y en los Usagtes: es costumbre. Sobre ella se produce un enriquecimiento; aquello que los navarros, de forma más sencilla, llaman "amejoramiento". Pero mejorar no es sustituir sino enriquecer. En ese enriquecimiento fue España la primera que hizo el descubrimiento de que el ius reclamaba la libertad. E1 fuero de León es el primer documento europeo que reconoce que los vínculos del campesino con la tierra son económicos pero no personales: puede abandonarla cuando quiera llevándose consigo la mitad de los bienes que con esa tierra pudiera granjear. También fue España, y partiendo de León, la que descubrió la representación de los ciudadanos a través de las Cortes. Siglo y medio de existencia contaban nuestras Cortes cuando al conde de Leicester, antiguo peregrinó a Santiago, se ocurrió la idea de convocar a los Comunes a un Parlamento inglés.
En la conciencia histórica española arraigó fuertemente esa convicción de que la libertad es una dimensión de persona: las diferencias pertenecen a lo que se añade, riqueza, calidad de linaje, buen nombre, todo los demás. De ahí que la Monarquía hispana aceptara desde el siglo XIII la noción de que el Rey existe, por designio de Dios, para servicio del pueblo, en cuanto que éste es comunidad cristiana: "el que bien a su pueblo sirve e defiende, ese es rey verdadero, tírese el otro desde". Con esta claridad lo dice Pedro López de Ayala en el Rimado de Palacio. lo cual significó un primer embrión de Estado -si los politólogos de hay me permiten este pequeño abuso- en forma de soberanía contractual: al Rey corresponde asegurar el cumplimiento de la ley estableciendo con un reino un pacto de recíprocas devociones. El no-cumplimiento de la función genera tiranía, y al tirano se puede y debe derribar. Todo el sentido de la revolución Trastámara está aquí.
Desde este punto de vista el ejercicio de la libertad queda más vinculado al deber que al derecho. Se trata de un deber moral pues la Monarquía hispana se reconocía a sí misma como comunidad cristiana y nadie, ni siquiera el monarca, que está allí por la gracia de Dios, puede considerarse exento de esa responsabilidad. Los poderes del soberano quedaron así profundamente limitados: de un lado la ley divina que le declaraba incompetente para cambiar o cercenar ni una tilde de su contenido; del otro la obligación jurada de conservar las "leyes, fueros, cartas, privilegios, buenos usos y buenas costumbres" que se calificaban en conjunto de "libertades". La publicación de cuerpos de leyes desde el siglo XV, la redacción de una Historia general que diversos autores continuaron o refundieron desde don Lucas, obispo de Tuy, hasta Florián de Ocampo, ayudaron a arraigar esta conciencia.
La maduración de la conciencia histórica española se produjo precisamente en una etapa en que se estaba llegando a un resquebrajamiento de la Cristiandad europea: la concepción humanista que arranca de Petrarca afirmaba el valor del libre albedrío y la capacidad racional para el conocimiento especulativo; la nominalista rechazaba ambas cosas, sustituía el raciocinio por la voluntad como principio de acción y empujaba al conocimiento por la vía exclusiva de la experimentación de la que saldría la ciencia moderna. España, gracias en especial a la influencia de Raimundo Lullio y, después a la proyección de un grupo de prelados avignonenses, se situó en el ámbito del Humanismo.
Pero el Humanismo aportó algunas ideas directrices, además de esas tan decisivas del libre albedrío y la racionalidad. Los humanistas reconocían en el ser humano la existencia de vitualidades a modo de potencias. Que con el ejercicio podían llegar a convertirse en verdaderas virtudes. Y es la virtud humana la meta: mientras el hombre vive es la "opinión" o el "honor" quien señala su grado de virtud: al final de la existencia, la fama corona toda la vida. Pedro de Valdivia lo dirá con expresiva claridad a su pariente Francisco Pizarro. Él había ido a América a ganar fama: por eso emprendió la ruta de Chile, la de su propia muerte, por el espantoso camino del Inca. Pero su fama aún permanece al borde del cerrito, en el corazón mismo de Santiago.
La unidad hispana impulsaba políticamente en una dirección: reducir los titulares de soberanía, conservando las "libertades" propias de cada reino, era un progreso. Desde finales del siglo XIV ese Ceremonios que hemos recordado, lo intentó a través de una fórmula original que él mismo llamó Corona del Casal de Aragó. Corona porque era única. Casal porque permanecía dentro de un linaje, Aragó porque allí estaba el origen de las potestas regia. Cuando Fernando el Católico, descendiente de castellanos aunque nacido en Aragón, case con Isabel, reconocida primogénita de Castilla, aplicó esta misma fórmula a toda la Monarquía hispana. Es lo que el bachiller Palma, muy cortesano, explicó con cierta exaltación: " ¡quién dió a España un reino, un principado tan grande!".
Los grandes pensadores del siglo XVI añadieron otras cosas: ante todo una especial conciencia religiosa, fiel a Roma,
fidelísima podríamos decir, pero orientada en el sentido de otorgar al hombre una fuerte capacidad de decisión acerca de su propio destino. Una corriente que nace del siglo XIV y se asienta en
una trayectoria de "ejercicios espirituales". Aunque es indudable que nadie se encuentra ligado por el destino, y construye su vida, ésta se encuentra vinculada a una relación con Dios. "Este
mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar, más cumple tener buen tino para andar esta jornada sin error". La elevación, que es el camino de ascenso, "subida al monte Carmelo",
permite sin embargo un encuentro del hombre con Dios en plenitud. En el plano simplemente humano, la sociedad española abordó una conciencia de nobleza en cuanto obligación respecto al hombre
mismo: aunque la condición de noble se heredera era preciso también el ejercicio de la misma para poseerla con justicia. Un hidalgo tenía que ser desprendido de las cosas de este mundo, defender
su honra, y ser ante todo, ingenioso. Esto es creador.
Desde esta concepción de lo humano era lógica la conclusión de que todos los hombres, en su naturaleza, poseen ese mínimo esencial e inalienable de "ius" con independencia de sus condiciones
biológicas e incluso religiosas. De Vitoria y Suárez se conforma esa idea esencial de un "derecho de gentes" que previamente Isabel había extendido a las islas y tierra fierre recién
descubiertas. No es un derecho internacional establecido por los hombres sino un "derecho natural humano", más rico incluso que el que posteriormente expresaron las
declaraciones.
Nebrija explicaba en 1492 a la reina Isabel de qué modo esta conciencia tenía que ser servida por una "lengua de imperio", pues ese había sido el secreto de la penetración de Roma. En aquel momento entregaba a sus soberanos el primer ejemplar de la Gramática; una lengua destinada a superar diferencias, capaz de destruir el castellano para sumergirlo en el español; una lengua, en definitiva, que Carlos V declararía apta para hablar con Dios.
Con este bagaje se lanzaría España a la gran aventura de América: su conciencia histórica, su noción del "ius" e incluso su lengua, dejaron de pertenecerle porque pasaron a ser patrimonio de una comunidad mucho más grande. Al arraigar en espacios nuevos y dilatados, España se "desvivió" para poder contribuir a la existencia de un mundo nuevo. Es lo que García Morente trató de explicar en el ciclo de conferencias pronunciado en Buenos Aires, cuando recomendaba emplear más y mejor el término "hispanidad". Puesto que hispanidad es un modo específico de entender la vida y de expresarla; hay rasgos comunes como el espíritu de la caballería que todavía hoy se encuentra en el amplio abanico que va desde el charro mexicano al huaso de las estancias de Chile, el menosprecio de los valores materiales, el cuidado de la honra y ese espacio de resignada nostalgia que mueve a Martín Fierro a decir que "vamos suerte, vamos juntas, desde que juntas nacimos, y ya que juntas vivimos, sin podernos dividir, yo abriré con mi cuchillo el camino pa seguir".
El término nación es indudablemente cierto pero insuficiente cuando se trata de definir la realidad histórica española. Estado es todavía más insuficiente, porque se refiere únicamente al modo de administrar mientras que lo "hispánico"-y eso lo saben muy bien nuestros hermanos del otro lado de mar- se refiere a un orden de valores, una convivencia, un patrimonio que hacen que cuando uno pasea por las calles de Buenos Aires o Santiago de Chile tenga la sensación de que, en cierto modo, sigue estando en "su" casa, en que todo le es familiar. Es importante que sepamos de donde precede ese patrimonio. Durante dos siglos la Corona fue unión de ocho reinos, cinco españoles, tres italianos más los dos -luego cuatro- que se formaron en América. Campanella llegó a preguntarse como habría que definirla, y no encontró un nombre mejor que el de Monarchia catholica.
Al comienzo de la Edad Moderna Europa se enfrentó con perspectivas de cambio en todos los órdenes, ante todo, con el de su propia identidad. Ella era la Cristiandad pero ya no toda la Cristiandad: había otras Cristiandades no europeas. Lo malo es que ese enfrentamiento se produjo desde dos opciones radicalmente distintas: la del nominalismo voluntarista, que negaba que la libertad estuviera ínsita en la naturaleza humana, por lo que debía ser cuantitativamente adquirida, y rechazaba la capacidad de la razón para el conocimiento especulativo; y la del racionalisino de raíz tomista que afirmaba precisamente ambas cosas. España se colocó de lleno dentro de esta segunda modernidad y en razón de su poder político acabó siendo cabeza del bando del humanismo racional cristiano. La Europa anglosajona y germánica apostó por la primera opción. Francia quiso compaginar ambas cosas, una fidelidad al catolicismo con una opción que anteponía el "pensar" al "existir" reduciendo la Verdad a un estado de opinión.
Cada opinión tenía sus razones: no se abrió nunca otro diálogo que el de las espadas y en las guerras, muy destructivas, venció la primera de las dos. En adelante se identificaría el término modernidad -teología moderna, ciencia moderna, arte moderno- con el nominalismo y el cartesianismo. Por ejemplo, el barroco fue aborrecido, considerándolo como una monstruosidad. España pasó a ser considerada como una especia de contrasentido destinado a la disolución -lo que no pudo lograrse del todo ni en los comienzos del XVII ni en los del XVIII y al cambio. Son muchos los políticos de hoy que presuponen que la prosperidad y la supervivencia deben consistir en cambiar todas las cosas para adoptar la "modernidad". Frente a esto reaccionaban ya Ortega y Gasset, con su famoso presupuesto de la España invertebrada, esto es dirigida hacia el esfuerzo de realizarse desde su propio ser y Unamuno, el de "que inventen ellos".
En general los diversos proyectos de la modernización o de cambio de la conciencia histórica se han cerrado con fracasos muy serios conduciendo además a una división entre los españoles reflejada en las guerras civiles de los siglos XIX y XX. Porque hay un espejismo: la "modernidad" que triunfara en 1648 no ha hecho a Europa más feliz: las guerras continuadas desde entonces hasta 1945 han sido cada vez más crueles y más feroces. ¿Alguien se atrevería hay a sostener que se ha concluido el ciclo?. Y mientras tanto la Europa de hoy, que aspira denodadamente a construir la unidad, está cometiendo un error garrafal: sigue negándose a reconocer que la parte patrimonial española, aquella que permitió el milagro de la generación del 98, es importante para su propia construcción, pretende que la sustituya colonialmente, por un mimetismo de muy escasos resultados. Teme la presencia de un poder político serio, consecuente, estable, no satélite, que pueda llegar a constituirse. Con ello, Europa se perjudica a sí misma, permaneciendo en la barbarie.
Si una nación renuncia al revestimiento que es su obra, quiero decir a su patrimonio cultural, creado, transmitido, renovado constantemente, surge el nacionalismo desnudo. Pero los nacionalismos, pequeños o grandes, son peligrosos porque no tienen otro asidero que el de las diferencias que los separan de sus vecinos: así se generan, lentas e implacables, las fuerzas de odio. Luego vendrán los motivos para justificarlos, pero las raíces están allí. El siglo XX sabe mucho de estas cosas: muchos asesinatos se han cometido y siguen cometiéndose en nombre de la pureza de la raza y de la diferencia odiosa con aquel que tiene la desgracia de ser vecino. España es hoy, precisamente, un ejemplo, doloroso, de ese desnudo y despojado nacionalismo. Tenemos que preguntarnos: ¿dónde voy a colocar a Unamuno, en su Bilbao de Paz en la Guerra, o en su Salamanca alto soto de torres?. Tendremos, en definitiva, que quedarnos sin él. Terrible disyuntiva para la generación que sigue inmediatamente a la nuestra.
Con el permiso del autor, publicado en Arbil.
La Razón Histórica, nº12, 2010 [40-47], ISSN 1989-2659. © IPS.