Los falsarios de la Historia. La justificación del Concilio de Trento.

 

 

José Ignacio Martínez Pallarés

 

Jurista y ensayista (España).

 

 

El pasado 26 de octubre fue el aniversario del discurso sobre la justificación que Diego Laínez, teólogo español que llegaría a ser Prepósito General de la Compañía de Jesús, pronunció en el año 1546 ante el Concilio de Trento, lo que me ha recordado un artículo de Pérez-Reverte, citado por un lector en una entrada a este blog (“…no lo que es de Dios”), en el que se afirmaba que “…en el Concilio de Trento España se equivocó de camino: mientras la Europa moderna apostaba por un Dios práctico, emprendedor, aquí fuimos rehenes de otro Dios reaccionario y siniestro…”; y si ya entonces comentaba lo extraño de tales conceptos, para un creyente, y me preguntaba qué dios era ese y para quién era práctico, parece interesante – al hilo de dicho aniversario - examinar alguno de los temas tratados en dicho Concilio para valorar tal afirmación.

Lo cierto es que, en una primera aproximación, podemos comprender el rechazo de quienes rechazan dogmáticamente los dogmas, y desearían la vuelta de la Iglesia a sus orígenes, que sitúan en las catacumbas, o lamentan la ineficacia de santa guillotina, porque el Concilio de Trento (1545 -1563), supuso un tratamiento preciso de los puntos más controvertidos del dogma católico, y la culminación de un proceso de reforma que, iniciado en el siglo XV, alcanzó por este medio forma oficial, completa y definitiva, permitiendo la más completa renovación de la Iglesia.

Pero hay algunos puntos tratados en el Concilio cuya relevancia va más allá de lo estrictamente teológico, y cuyo rechazo absoluto – que supone la correlativa aceptación de la mal llamada “Reforma” – puede llegar a sorprender.

Sorprende, en primer lugar, que se ataque el Concilio de Trento frente al “Dios práctico, emprendedor” de la Europa moderna (¿deberemos excluir a Francia – que se adhirió al Concilio - de la modernidad?), cuando en él se defendió la independencia y separación de la Iglesia respecto del Estado, al rechazar la intromisión de príncipes y reyes en asuntos eclesiásticos, y al fijar la doctrina del Sacramento del Orden, frente a Lutero que, necesitado del apoyo de los príncipes alemanes para su causa, les atribuyó toda la jurisdicción temporal y religiosa, además de todos los bienes eclesiásticos; frente a Enrique VIII que igualmente, aunque por razones distintas (la negativa de Clemente VII a anular su matrimonio con Catalina de Aragón), se constituyó en cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra; o frente a Calvino que, en sentido completamente contrario, impuso un régimen teocrático sometiendo el poder civil al religioso.

Pero, sobre todo, sorprende esa visión del Concilio Tridentino como algo represor y contrario a la libertad humana, cuando en realidad significó todo lo contrario.

Uno de los puntos dogmáticos tratados en el Concilio fue el problema de la justificación, es decir, de la acción salvadora de Dios y de la relación y el papel que juegan la gracia divina y la libertad humana en esa salvación; no se trataba de una cuestión baladí, ni de un problema teologal sin trascendencia para la humanidad porque, ciertamente, aquellos hombres debatían acerca de Dios, pero también del hombre, de su libertad y su dignidad, y las posiciones eran encontradas.

Lutero afirmaba que el hombre tiene una naturaleza corrompida, y que no existe la libertad humana, que es una palabra sin contenido, porque el hombre solo puede pecar; a partir de ahí afirmó que la justificación de los hombres se verifica solo por la fe, por la aplicación e imputación de los méritos de Cristo, que es una aplicación extrínseca de esos méritos y no una renovación del hombre, que queda tan corrompido como antes y, por consiguiente,  las obras – buenas o malas - del hombre no sirven para nada.  Calvino, por su parte, aunque admitía la utilidad de las buenas obras – por la relajación de costumbres que supuso el luteranismo – afirmaba y proclamaba como doctrina la doble predestinación, a la gloria y a la condenación, pues todo lo que sucede, sucede por absoluta necesidad sin que el hombre pueda hacer nada por evitarlo.


 

Frente a dichas concepciones, es difícil encontrar afirmaciones más tajantes y contundentes de la libertad y dignidad del hombre que las que se recogen en el Concilio de Trento, que salva el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío, y la unidad moral del género humano.

Así, a título de ejemplo, en el Decreto de la Justificación se afirma que (Cap. IX) no se puede decir… que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; y advierte (Cap. XII) contra la presunción de creer temerariamente su propia predestinación… como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; y declara excomulgado a quien afirme que (Can. IV) el hombre no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo, o de quien dijere (Can. V) que el libre albedrío del hombre está perdido y extinguido después del pecado de Adán; o que es cosa de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el demonio en la Iglesia; o de quien afirme (Can. XX) que el hombre justificado, por perfecto que sea, no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino sólo a creer; como si el Evangelio fuese una mera y absoluta promesa de la salvación eterna.

A la vista de tales declaraciones parece difícil sostener que el Dios reaccionario y siniestro fuese precisamente el católico. Creo que lo verdaderamente reaccionario es que los príncipes se creyeran elegidos directamente por Dios para asumir todo el poder temporal y espiritual, y libres de ataduras morales porque, al fin y al cabo, no podían disentir, aunque quieran ,y no estaban obligados a observar los mandamientos sino sólo a creer para su propia justificación; y lo verdaderamente siniestro fueron los “escuadrones de la virtud” de la comuna (de bienes y de mujeres) anabaptista de Münster, o de la dictadura presbiteriana calvinista de Ginebra. 

Y es posible que alguien pueda creer que la confiscación de los bienes de la Iglesia por Enrique VIII fue algo inspirado por ese dios práctico y emprendedor, y no por la avaricia y el afán de poder, pero lo cierto es que terminaron en manos de la oligarquía dominante, que acumuló así más del cincuenta por ciento de la tierra y de los medios de producción, reduciendo a la condición de proletarios, mediante la aplicación estricta e inmisericorde del principio de la competencia, a una vasta cantidad de población hasta entonces propietaria de sus casas y tierras, o arrendataria de las órdenes religiosas en condiciones mucho más benévolas, dando origen al capitalismo, contra cuyos salvajes excesos nació el comunismo.

No, no creo que el Dios reaccionario y siniestro fuese precisamente el católico, que afirmó con tal firmeza la libertad del hombre, y es posible que el otro fuese un dios práctico y emprendedor, pero ¿para quién?

 

 

La Razón Histórica, nº13 , 2010 [52-54], ISSN 1989-2659. © IPS

 

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