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Persona y Desarrollo humano. El horizonte histórico de la Doctrina social católica.

 

 

Sergio Fernández Riquelme

 

Historiador y Doctor en Política social. Universidad de Murcia.

 

 

Resumen: el presente artículo aborda el significado y la trascendencia del fenómeno del desarrollo humano como posible explicación de la cuestión social en el siglo XXI, en relación con su impacto material y espiritual sobre la dignidad esencial de la persona. Para ello atiende las claves históricas y teóricas de la Política social contemporánea, y especialmente el aporte fundamental en su comprensión realizado por el Magisterio social católico.

Palabras clave: doctrina social, desarrollo humano, globalización, política social.

 

 

             

Introducción. Nuevo tiempo histórico, nuevos retos sociales.

El impacto político y económico del fenómeno de la globalización al que asistimos[1], capaz de generar nuevas fracturas sociales de dimensiones no siempre advertidas, obliga a repensar los modelos teóricos e instrumentos de actuación de la Política social contemporánea. La cuestión social del siglo XXI, de ámbito mundial y definida con acierto por Benedicto XVI como el “desarrollo humano integral”[2], impele al conjunto de las ciencias sociales a valorar e integrar una perspectiva antropológica profundamente humanista (y por ende personalista) en el análisis de las oportunidades y límites que el progreso material y tecnológico presenta para una ordenación social justa. Ordenación a la que la Doctrina Social de la Iglesia aporta, como ha aportado desde hace siglos, una concepción integral y humanizadora de la Persona como “ser social”, que resulta imprescindible en el nuevo tiempo histórico[3].

Ante “el espectáculo globalizador”, que cuestiona los planteamientos ideológicos fundamentales del modelo político-social vigente, la Doctrina Social de la Iglesia (en adelante DSI) aporta una visión integral, construida desde la tradición y la experiencia, al afrontar de manera completa los tres grandes interrogantes que afectan a la humanidad en esta centuria: la verdad misma del ser-hombre (que abordalos límites y la relación entre naturaleza, técnica y moral en función de la responsabilidad personal y colectiva); la comprensión y la gestión del pluralismo y de las diferencias (en todos los ámbitos: de pensamiento, de opción moral, de cultura, de adhesión religiosa, de filosofía del desarrollo); y la globalización, cuyo significado supera la meras consideraciones económicas al afectar, directamente, a la consideración moral y antropológica del mismo ser humano[4].

Por ello, en la nueva época histórica que se ha abierto, la Iglesia sigue respondiendo, pues, a las grandes cuestiones que atañen, directamente y quizás por primera vez en la Historia, al destino “de todo el hombre y de todos los hombres”. ¿Pero cuáles fueron las raíces de esta Doctrina?, ¿quizás un mensaje radical más actual de lo que pensamos?, ¿y un mensaje capaz de volver a guiar hoy a hombres y pueblos en la defensa solidaria y comunitaria de la dignidad de la Persona?.

   

a) Un “anuncio nuevo”: solidaridad y caridad para todos los hombres.

Hace casi dos mil años, un anuncio nuevo marcó el inicio de un “tiempo histórico” trascendental. Por primera vez en la Historia se proclamará que todos “los hombres son iguales”, y la solidaridad social universal más básica se plasmará en el primer mandamiento: “amar a Dios y al prójimo”. Como señalaba San Juan [c- 6-101] “si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20). La persona se convirtió, pues, en el centro del “amor humano”; pero este ideal se sometió, en cada época y en cada lugar, a la visión que los hombres y mujeres tenían sobre el orden justo de su comunidad, participando de las mismas hazañas y miserias, de la vida y la muerte de un mundo que se debatía, siempre épicamente, entre la “piedad y la horca[5].

La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) marcaba esta novedad radical del cristianismo. El concepto de “prójimo” se limitaba, hasta entonces, a los compañeros, conciudadanos, a “la comunidad compacta de un país o de un pueblo”. Pero el discurso evangélico hacía desaparecer todo límite étnico o territorial. Así se afirmaba que “mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora[6]. De este compromiso nacía el “servicio de la caridad”. Fundado en el concepto cristiano el “amor”, este servicio determinaba toda la actividad de la Iglesia naciente para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades materiales y espirituales de los hombres. En un primer momento, la pequeña comunidad de seguidores cristianos “vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2, 44-45).

Un concepto que dio universalidad, por primera vez en la Historia (una nueva época civilizatoria fechada desde el nacimiento de Cristo) a los principios de fraternidad entre los hombres, y de dignidad de todo ser humano, y que alumbró, mediante la secularización de su significado religioso, los actuales Derechos humanos. La Caridad suponía el “criterio supremo y universal de toda la ética social”, como “fuente de los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad”[7]. De esta manera, podemos afirmar que la radical novedad desvelada por el cristianismo, “la Caridad como servicio a todos los hombres sin distinción”, fundamentó las primeras formas de la solidaridad social organizada. Y como ideal último de la ayuda al prójimo, recorre los siglos bajo el imperativo moral, corrector o moderador, de los intereses individuales y los conflictos colectivos, y como “referente existencial” en el tradicional orden social orgánico. En algunos casos llegó a inspirar a hombres como San Francisco de Asís [1182-1226] en la donación más absoluta por los demás, y en otros casos, intentó, no siempre con éxito, limitar la injusticia o la pobreza provocada por estructuras políticas y órdenes sociales sometidos a necesidades y deseos puramente humanos.

            Así impulsó la justicia en plena sociedad esclavista de la Roma imperial, garantizó la supervivencia comunal en los convulsos tiempos del final del Imperio romano, y sostuvo las formas tradicionales de ayuda mutua en la Edad Media (local, familiar, vecinal y gremial). Posteriormente, inspiró la renovación humanista del Renacimiento que llevó al nacimiento del “Socorro de los Pobres” (con la figura de Juan Luis Vives [1492-1540] como referente), y moralizó la acción correctiva de la primera Beneficencia pública y del Derecho de pobres inglés. Será, pues, el fundamento de laJusticia en territorios y épocas donde la religión regía, o aspiraba a regir, los destinos de “hombres y reyes”; repartirá el Bienestar ante las relaciones de fuerza, los “designios de Dios” y los infortunios de la naturaleza, como una de las virtudes cristianas básicas; y será ingrediente básico en la configuración del Orden social en territorios ordenados a la manera orgánica durante el extenso periodo del Medioevo[8].

 

 b)  El nacimiento de la Política social: de la revolución industrial al Estado del bienestar.

La culminación de la construcción del Estado moderno (con las revoluciones políticas liberales) y la expansión de la Sociedad industrial (con la revolución industrial)  abrieron un nuevo tiempo histórico, donde la cuestión del orden justo de la colectividad se planteaba de un modo nuevo, y por ende, cambiaban las exigencias sobre la  solidaridad social necesaria. El surgir de la industria moderna en el siglo XIX fue aboliendo, de manera progresiva, las viejas estructuras sociales y, con la masa de los asalariados, se consagró un cambio radical en la configuración misma de organización colectiva. Se produjo, usando la terminología de Ferdinand Tönnies [1855-1936], la transición de la multiforme comunidad tradicional (Gemeinschaft), a la sociedad industrial (Gesellsachft) de carácter urbanizador e individualista[9].

 En este contexto histórico, caracterizado quizás bajo la anomia social diagnosticada por Emile Durkheim [1858-1917][10], la relación entre el capital y el trabajo se convirtió en la cuestión social por antonomasia, definida como “problema obrero”, y desconocida hasta entonces en estos términos. Desde ese momento, los nuevos problemas sociales (en especial la distribución de los medios de producción) y las demandas ciudadanas emergentes (organizadas en los primeros movimientos socialistas y organizaciones sindicales) impelieron al nacimiento de la moderna Política social, ligada originariamente a la regulación de las relaciones y condiciones laborales y a la intervención económica estatal, como “moralización de la economía” en el seno de la Sozialpolitik germana[11]. La persona adquiría, así, los primeros derechos sociales laborales.

De esta manera surgió, durante el siglo XIX, la Política Social como disciplina científica y actividad política. El “mundo industrial” fue su escenario de partida, en especial la dialéctica ideológica e intelectual “capital-trabajo”, protagonistas de la primera mediación político-social (popularizada con el antagonismo clasista patronos-obreros). Nacía, para De Laubier, desde el punto de vista teórico en la crítica al “libéralisme classique”, y desde el histórico-fenomenológico ante el impacto de la industrialización y los problemas sociales por ella generados, incapaces de ser solucionados por un liberalismo político que llegaba a justificarlos como inevitables[12]. Y se concretará a través de tres grandes principios, con sus dialécticas correspondientes: a) Justicia social (derechos-responsabilidades); b) Bienestar social (necesidades-recursos); y c) Orden social (libertad e igualdad).

 

Posteriormente, en plena Segunda Guerra mundial [1939-1945], se pondrán las bases para el actual modelo político-social: el Estado del Bienestar (“social Welfare”). ElBeveridge Report on Social Insurance and Allies Services (1942) será el documento que recogió esta confirmación y simbolizó el tránsito histórico. Política y economía, Democracia y Mercado alcanzaron un punto de acuerdo en la institucionalización de la Seguridad social y en la creación de los Servicios sociales. El Estado se convertirá en protagonista económico para proveer y financiar nuevos derechos sociales que transitarán de la concepción del trabajador (contributivos y sectoriales) a la de ciudadano (prestacionales y universales), tanto en su dimensión de bienes materiales como en la de necesidades individuales. En este sistema, la Administración social se convertía en el director y gestor primordial, cuando no absoluto, de una Política social destinada a luchar contra la desigualdad y asegurar la justicia distributiva, a través de la redistribución de recursos fiscales bajo los principios de solidaridad y universalidad de los servicios públicos. Por ello, al final del camino, la persona llegaba conseguir los derechos sociales de ciudadanía[13].


    c)  Enseñanzas del Magisterio social católico.

En este punto cabe subrayar, desde el punto de vista historiográfico, que como reacción a las consecuencias materiales y sociales de la primera industrialización, de manera paralela al nacimiento del obrerismo (sindical, socialista, mutualista) y a la primera legislación social bismarckiana, desde la Iglesia católica se generó una respuesta político-social asistencial, organizativa y doctrinal de alto calado. Bien desde sus formas autónomas y entidades subsidiarias (“círculos católicos” y sindicatos mixtos), bien desde su progresiva influencia en la legislación social y laboral, desde mediados del siglo XIX es comprobable esta respuesta en los países de tradición católica y en los propios documentos vaticanos. Así nacía el Magisterio social católico.

En este sentido, será la Encíclica Rerum Novarum (1891), promulgada por León XIII, el documento clave que resuma y oriente esta realidad fundacional.  En ella el Papa examinó detalladamente la condición de los trabajadores asalariados (especialmente penosa para los obreros de la industria), abordando la cuestión obrera de acuerdo con su amplitud real, al estudiarla en todas sus articulaciones sociales y políticas, y evaluarla, consecuentemente, a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la ley natural y en la moral naturales. Nació como el documento inspirador y de referencia de la actividad cristiana en el campo social, proponiendo la instauración de un orden social justo a través de unos criterios de juicio capaces de valorar los ordenamientos socio-políticos existentes, y de proyectar líneas de acción para su oportuna transformación. Esta encíclica afrontaba, pues, la “cuestión obrera” con un método que se convertirá en un “paradigma permanente” para el desarrollo sucesivo de la doctrina social. Así, en 1931, cuarenta años después de la Rerum novarum, el Papa Pío XI continuó con este “camino social” publicando la Encíclica Quadragesimo anno. En este texto se afrontaban las “res novae” surgidas en “la era de entreguerras”: la expansión del poder de los grupos financieros, en el ámbito nacional e internacional, y el crecimiento de los totalitarismos ideológicos. Y ante las mismas, se defendía un “nuevo régimen social” más allá del estatismo socialista y del individualismo liberal, fundado en los principios de solidaridad y de colaboración, reconstruyendo la base económica de la sociedad, y aplicando la ley moral como reguladora de las relaciones humanas, con el fin de “superar el conflicto de clases y llegar a un nuevo orden social basado en la justicia y en la caridad[14].

Juan XXIII, tras la gran tragedia de la II Guerra mundial, señaló en la Encíclica Mater et magistra (1961) la necesidad de volver a impulsar el compromiso social de toda la comunidad cristiana en un doble sentido: “comunidad y socialización”. La Iglesia, como maestra y madre, estaba llamada a colaborar con todos los hombres en la verdad, en la justicia y en el amor, para construir una auténtica “comunión que permitiese tutelar y promover la dignidad esencial del hombre”. La cuestión social se tornaba de ámbito mundial, y las exigencias de la justicia y la equidad abarcaban tanto a las relaciones entre trabajadores dependientes y empresarios, como a las relaciones entre los diferentes sectores económicos, y entre las zonas económicamente más y menos desarrollada. Superar estas desigualdades implicaba, consecuentemente, respetar y difundir los “derechos naturales”: el acceso a la propiedad privada a todas las clases sociales, la posibilidad de los trabajadores de sindicalizarse, y la necesidad de que los salarios estuviesen de acuerdo con la dignidad del trabajador y de su familia (con la aportación efectiva del trabajador la posibilidad económica de la empresa y la situación económica general). Se hablaba, con ello, de una “moralización de la economía”, que debía ser justa no sólo en función de la abundancia y distribución de bienes y servicios, sino en relación al papel central de la persona humana como sujeto y objeto del bienestar.

Posteriormente, Pablo VI en la Encíclica Populorum Progressio (1967) señalaba que “el desarrollo” aparecía como ingrediente básico de una cuestión social emergente, y por ende como el “nuevo nombre de la paz”. Este documento indicaba las coordenadas para alcanzar un desarrollo integral del hombre y un desarrollo solidario de la humanidad, a través de la adquisición de la cultura, el respeto de la dignidad de los demás, y “el reconocimiento de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin”. Procurar el desarrollo de todos los hombres respondía, así, a una exigencia de justicia a escala mundial, capaz de garantizar la paz planetaria y hacer posible la realización de “un humanismo pleno” gobernado por los valores espirituales.

       Años más tarde, el magisterio de Juan Pablo II supuso un salto cualitativo en la DSI al subrayar con énfasis, en varias encíclicas sobre temas sociales, la interrelación esencial entre la misión evangelizadora y la acción social, entre Iglesia y Sociedad, bajo imperativos éticos claros y superiores. Así, en Laborem exercens (1981) desarrollaba la conexión entre espiritualidad y moral en el trabajo que realiza el cristiano, para su familia y para la sociedad. En Sollicitudo rei socialis (1987) retomó el tema del “progreso humano[15], entrelazándolo con las perspectivas de desarrollo integral y sostenible (publicada con motivo de los veinte años de la publicación de la Populorum progressio). Finalmente, en Centesimus annus (1991) profundizaba en la noción de “solidaridad” como concepto y realidad central en el itinerario histórico la enseñanza social de la Iglesia.

En estos textos se subrayaba la necesidad tanto del sistema político democrático como del sistema económico de Mercado a las exigencias de los principios del Bien común y la subsidiariedad; éste último tomando como modelo “una economía social de Mercado” (presentes, por ejemplo, en la teoría de la Sozialmarktwirtschaftde Wilhelm Röpke y la escuela de Friburgo). De esta manera, la DSI atendía a las siempre cambiantes res novae propias del nuevo tiempo histórico abierto en la segunda mitad del siglo XX.

 

d)  Principios personalistas de la Doctrina Social de la Iglesia.

La Doctrina Social de la Iglesia construida durante el itinerario histórico señalado, ha dado lugar a un conjunto doctrinal perfectamente integrado en la misión evangelizadora de la Iglesia, como un “humanismo integral y solidario” capaz de delimitar los elementos jurídicos e institucionales de la Política social. Por ello, y como señala J. Molina, “acaso la última de las grandes definiciones englobantes de la política social sea la sostenida por la DSI, que en su dimensión secular apunta hacia la dignidad del hombre (desproletarización; personalismo; cultura)[16].

Las líneas fundamentales de la DSI muestran la relación existente entre la misión evangelizadora y las formas de ordenación de la vida social. Resulta, pues, el modo de la enseñanza de la Iglesia en relación al orden social, fruto de la reflexión magisterial y expresión del constante compromiso de la Iglesia en relación a las cuestiones sociales, que atestigua “la fecundidad del encuentro entre el Evangelio y los problemas que el hombre afronta en su camino histórico”. Por ello, en el transcurso de su historia, y en particular en los últimos cien años, la Iglesia nunca ha renunciado –según la expresión del Papa León XIII– a decir la “palabra que le corresponde” acerca de las cuestiones de la vida social.

La Doctrina social de la Iglesia supone, así, la “dimensión social de la fe”, en tanto reflexión teológica y moral a la luz del Evangelio con un sentido práctico. Tiene el valor de instrumento de evangelización, porque pone en relación la persona humana y la sociedad con la luz de las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. Por ello, los principios de la Doctrina Social se apoyan en la ley natural, y resultan después confirmados y valorizados, en la fe de la Iglesia, por el Evangelio. La fe lleva “a su plenitud el significado del orden social”, resaltando la función de la familia (célula primera y vital de la sociedad), iluminando la dignidad del trabajo (actividad del hombre destinada a su realización), defendiendo la importancia de los valores morales (fundados en la ley natural), reivindicando una mayor justicia social, apostando por un desarrollo material sostenible, reclamando una correcta gestión de las funciones públicas, y señalando la necesidad de un libre Mercado sometido a imperativos éticos superiores.

Transformar la realidad social con la fuerza del Evangelio”; éste es el fin esencial de un magisterio social construido a lo largo del tiempo. Una doctrina con profunda unidad que “concierne a todo el hombre y se dirige a todos los hombres”, para alcanzar, en primer lugar, la plenitud del hombre en un ordenamiento social justo, y en segundo lugar, para conseguir su elevación en el orden espiritual. Por ello atiende, especialmente, a los hermanos necesitados “que esperan ayuda, a muchos oprimidos que esperan justicia, a muchos desocupados que esperan trabajo, a muchos pueblos que esperan respeto, y a un progreso esté orientado al verdadero bien de la humanidad de hoy y del mañana”. Desde el amor y la fe, la DSI muestra cómo es posible transformar de modo radical las relaciones que los seres humanos tienen entre sí, y proclamar “vastos horizontes de la justicia y del desarrollo humano en la verdad y en el bien[17].

La Iglesia “vive en el mundo y, sin ser del mundo” (Jn 17,14-16), al estar llamada a servirlo siguiendo su propia e íntima vocación. Para ello propone un “humanismo integral y solidario”, que pueda animar un nuevo orden social, económico y político, fundado sobre la dignidad y la libertad de toda persona humana, que se actúa en la paz, la justicia y la solidaridad, realizado si cada hombre y mujer y sus comunidades saben cultivar en sí mismos las virtudes morales y sociales y difundirlas en la sociedad. En este sentido, la naturaleza de la DSI viene marcada por los siguientes elementos: a) Un conocimiento iluminado por la fe; b) en diálogo cordial con todos los saberes; c) expresión del ministerio de enseñanza de la Iglesia; d) hacia una sociedad reconciliada en la justicia y en el amor; e) un mensaje para los hijos de la Iglesia y para la humanidad; g) y todo ello bajo el signo de la continuidad y de la renovación.

Esta naturaleza define una doctrina humanista capaz de enraizar tradición y modernidad, al colocar como eje al hombre “todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad”, apuntando la razón de la existencia humana, aclarando las injusticias del progreso, y subrayando la necesidad de conocerse a sí mismo. Así, la “persona humana considerada en su integridad”, es el centro de la Doctrina. En ella se materializa el principio personalista, trasunto de la realidad evangélica del “imago dei” (la persona humana, criatura a imagen de Dios) y del significado de la ley natural.

 

e) La persona en la Doctrina social: la dignidad esencial de todos los hombres.

El magisterio social de la Iglesia atiende, por tanto, a la “persona humana en sus múltiples dimensiones”, siempre bajo la observancia de “la unidad de la persona”, la apertura a la trascendencia de la misma, su existencia única e irrepetible, la defensa de su libertad (sometida siempre al límite de la responsabilidad fundada en la verdad y en la ley natural), el respeto a la dignidad humana (igual para toda persona), y el fomento de la sociabilidad humana (frente al individualismo disgregador). Los derechos humanos adquieren un valor supremo en la DSI, al especificar su interrelación con los deberes de los individuos, los pueblos y las naciones, superando la “distancia entre la letra y el espíritu”. Así, los principios permanentes de la DSI constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiaridad y la solidaridad. Estos principios, “expresión de la verdad íntegra sobre el hombre conocida a través de la razón y de la fe”, brotan “del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias” (bajo el Mandamiento supremo del Amor) con los problemas que surgen en la vida de la sociedad[18].

En cuanto a su significado, estos principios tienen un carácter general y fundamental, ya que se refieren a la realidad social en su conjunto: desde las relaciones interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez, hasta aquellas mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones entre comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las Naciones. En cuanto a su unidad, estos principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad, conexión y articulación. Constituyen con ello un “corpus doctrinal unitario” que interpreta las realidades sociales de modo orgánico.

Por ello, estos principios tienen un significado profundamente moral porque remiten a los fundamentos últimos y ordenadores de la vida social: el desarrollo integral de una vida digna del hombre. Esta exigencia moral determina los grandes principios sociales, y por ello, concierne el actuar personal de los individuos (primeros e insustituibles sujetos responsables de la vida social), y de las instituciones, representadas por leyes, normas de costumbre y estructuras civiles (por su capacidad de influir y condicionar las opciones).

  • Los valores fundamentales de la vida social (en relación a los principios): la verdad (que hay que vivir, respetar y atestiguar), la libertad (signo de la dignidad humana), y la justicia (valor moral cardinal).
  • La vía de la Caridad, que presupone y trasciende la justicia, al afrontar de manera integral las formas siempre cambiantes de la cuestión social, vinculando profundamente las virtudes y los valores sociales, con un valor de criterio supremo y universal de toda la ética social[19].

 

 

Para ello integra, en un mismo conjunto de saberes, las enseñanzas evangélicas, el legado de la tradición (Padres y doctores de la Iglesia) y la reflexión continua sobre las “res novae” abiertas en la época contemporánea; una reflexión capaz de delinear soluciones apropiadas a problemas inusitados o inexplorados: a) La familia, como célula vital de la Sociedad y primera sociedad natural, de importancia vital para la persona y la comunidad, y sostenida en el matrimonio; b) El trabajo humano, como derecho y deber, que parte siempre de su dignidad intrínseca, en su relación con el capital (armonía), en su participación responsable (democracia), en su regulación jurídica (desde el derecho al descanso al trabajo infantil), en su conciliación con la familia, en su promoción pública, en su justa remuneración y distribución de la renta; c) La vida económica, que debe contemplar la moralización de la actividad productiva, los fines sociales de la institución empresarial, el papel de las instituciones económicas al servicio del hombre, la justa acción del libre mercado y la acción subsidiaria del Estado; d) La comunidad política como fundamento de la dignidad y libertad del ser humano; e) La comunidad internacional, que representa “la unidad de la familia humana, demostrando “la vocación universal del cristianismo”; f) La salvaguarda del medio ambiente que, como creación divina al servicio legítimo y responsable del hombre, exige una responsabilidad común a individuos y comunidades, a poderes políticos y económicos; g) La promoción de la paz, fruto de la justicia y la caridad, protegiendo a los inocentes[20].

 

 

f)   Hacia un nuevo horizonte histórico: el desarrollo humano integral.

            Durante el proceso de construcción contemporánea del Estado de Bienestar en el mundo occidental, el ideal del desarrollo humano se fue convirtiendo en elemento cuasi mitológico de corrientes individualistas promotoras de derechos sociales personales ilimitados e irreversibles (ligados al paradigma de “la libertad como consumo”), o de tendencias estatistas monopolizadoras que situaban a la persona como “instrumento” de la Administración social (vinculadas al sueño del “Estado providencia”. Individualismo y estatismo, en una dialéctica harto mediática, convergieron en limitar, cuando no excluir, la dimensión comunitaria, en especial en sus manifestaciones tradicionales, de las áreas de diseño, gestión y ejecución de las “políticas sociales”. Así, todo desarrollo social fue definido, de manera cuantitativa, como referente en la valoración del nivel de vida “deseable”, y cualitativamente, como indicio del progreso en la concesión de derechos sociales. De esta manera llegó a ser delimitado como el fin primordial de la Política social para ciertas posiciones sociológicas y antropológicas, que lo unían, de manera exclusiva al progreso ideológico (ingeniería social) o al aumento estatista (aparato burocrático-administrativo), sin atender o valorar las rupturas culturales, los límites de recursos, las fracturas relacionales o las consecuencias medioambientales que implicó la “absolutización” del mismo. Y ante el mismo, parece obligado preguntarse a estas alturas: ¿Qué significa desarrollarse?, ¿qué tipo de desarrollo es necesario?, ¿cómo debemos desarrollarnos?, ¿de qué manera?, ¿cuánto?, ¿en qué dimensiones?, y sobre todo ¿para qué?.

 

            Si la vieja cuestión social, el llamado “problema obrero”, eminentemente industrial y con trabajo y capital como protagonistas, fue propia de la centuria pasada, el siglo XXI debe discernir el contenido y dirección de una nueva cuestión condicionada por una revolución tecnológica global que transforma, rápidamente, las formas individuales y colectivas de existencia. Pero ante el agotamiento del modelo burocratizado del Estado del Bienestar y los defectos funcionales de un Mercado globalizado, la DSI participa plenamente en el debate, planteando un nuevo modelo acorde con las exigencias morales de la emergente “sociedad del Bienestar”; a través, en el caso del Mercado, de una “economía de comunión” que para Carlos Díaz suponía una “economía de comunión, es decir, antropológica”, donde “el interés originario es el inter esse (estar-entre) humano, el ser-con-y-para el otro, el cual estará a la base de todo otro interés. En esto consiste su capital: en actuar con cabeza, capitalmente; esto sí que es verdaderamente capital[21]

            A este “horizonte histórico” respondió, con su propia esencia, la Encíclica Caritas in veritate (2009) promulgada por el Papa Benedicto XVI; un horizonte cifrado como “el acontecer histórico” o “estudio de las posibilidades que en cada época tienen los hechos humanos para ser realizados, de aplicación de las potencias humanas dotadas por la naturaleza. No es el estudio de sus hechos o de sus potencias (mero desarrollo de lo que el hombre ya es) sino de las posibilidades que, además, y anteriormente condicionan su realidad[22]. Este texto, capaz de combinar con maestría la tradición de la Doctrina Social con las nuevos paradigmas sociológicos, advierte la oportunidad histórica del “desarrollo humano integral” como nueva mediación político-social, al servicio de los fines propios de la Política social: un Bienestar social destinado a satisfacer las necesidades básicas de las personas desde criterios de sostenibilidad y equidad[23]; una Justicia social basada en el siempre difícil equilibrio entre los derechos ciudadanos y las responsabilidades colectivas, a la hora de la consecución de las oportunidades vitales del ser humano y de sus comunidades naturales; y un Orden social regido por la ley natural (y que el ordenamiento jurídico debe reconocer) capaz de armonizar los principios de libertad e igualdad. Como apunta María Cristina Roth “el desarrollo humano sostenible es la capacidad social de ampliar la equidad de oportunidades para todos[24].

 

La nueva cuestión social que hemos apuntado atiende, por ello, a los retos de un mundo en progresiva y expansiva globalización; retos que amenazan “la inviolable dignidad del ser humano[25] por medio de la tecnificación absolutista de la vida, y las pretensiones ideológicas de mutación legal de las realidades familiares y existenciales (a modo de ingeniería social). Y demuestra la obligación de fundar un tipo de desarrollo integral, humano y humanizador, capaz de superar el referente de un Bienestar cifrado, en muchos casos, en términos de mero crecimiento material. Las crecientes desigualdades en el mundo de las comunicaciones digitales, los problemas medioambientales asociados a nuestras sociedad hiperconsumista, la crisis inducida de la familia como núcleo de solidaridad y subsistencia, las amenazas biotecnológicas sobre la dignidad del ser humano, las bolsas de pobreza y la injusticia laboral asociada producto de Mercados desregulados, o la deslegitimación de los Estados sociales ante su incapacidad de adaptación continua a las exigencias político-democráticas; viejos problemas persistentes y fracturas comunitarias emergentes que afectan a la misma consideración de la Persona, como portador de valores y derechos inalienables desde su concepción hasta su muerte natural.

 

Posibilidad histórica e imperativo moral que nos conduce por esta senda, bajo la interacción ética de la conciencia y el intelecto, el reparto equitativo de recursos a nivel mundial, y una solidaridad humana abierta a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad. En este contexto, el “desarrollo humano integral” puede constituirse como valioso paradigma heurístico que explique estehorizonte emergente de la Política social, y sintetice las teorizaciones tradicionales sobre el desarrollo hasta ahora desplegadas[26]: modernización de las estructuras políticas, educativas y productivas (G. Kennan); superación de la dependencia (R. Prebish); generación de sistemas mundiales en investigación, tecnología y comercio (I. Wallerstein); y globalización como oportunidad para el desarrollo humano sostenible (A. Sen)[27].

Y al final del camino, como epílogo de esta larga reflexión, una serie de preguntas nos pueden hacer comprender el horizonte de la solidaridad social posible al alba del tercer milenio. ¿No parece que volvemos al principio de nuestra historia?; es decir, ¿no regresamos una y otra vez, más allá de debates académicos y proyectos ideológicos a la cuestión más sencilla y más humana, a la defensa de la dignidad esencial de toda persona y de toda la persona?; ¿no parece, pues, de radical actualidad ese viejo mensaje, ese “anuncio nuevo”?.

 

Notas.

 


[1] Zubiri X. Naturaleza, historia, Dios. Madrid: Editora nacional; 1981: 331.

[2] Benedicto XVI. Caritas in veritate. La caridad en la verdad. Madrid: Ed. San Pablo; 2009.

[3] Bestard J. Globalización, tercer mundo y solidaridad: estudio comparativo entre los "Informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)" y los documentos de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos; 2003.

[4] Fernández, S. Historia crítica del Trabajo social. Justicia, Bienestar y Orden. Murcia: Isabor; 2011.

[5] Geremek G. La piedad y la horca. Historia de la miseria y de la caridad en Europa. Madrid: Alianza; 1998.

[6] Benedicto XVI. Encíclica Deus Caritas est. Madrid: Ed. San Pablo; 2005.

[7] Idem.

[8] Von Gierke O. Political theories of the Middle Age. Londres: Cambridge University Press; 1922.

[9] Tönnies F. Comunidad y Sociedad. Buenos Aires: Losada; 1947.

[10]Durkheim E. De la división del trabajo social. Madrid: Akal; 1987.

[11] Molina J. La Política Social en la Historia. Murcia; Isabor; 2004.

[12] De Laubier P. La politique sociale dans les societes industrielles, 1800 a nos jours: acteurs, ideologies, realisations. Paris: Economica; 1984: 11.

[13] Moix M. Justicia y Justicia social. Recapitulación. La razón histórica, 2009; 9: 25-28.

[14] Compendio de la Doctrina social de la Iglesia. Roma: Libreria Editrice Vaticana: 2005

[15] Fernández S. Progreso y humanidad. Límites y oportunidades del Desarrollo social”. Acontecimiento 2011, 100: 14-16.

[16] Molina J. op.cit.

[17] Compendio, op.cit.

[18]Idem.

[19] Idem.

[20] Idem.                       

[21] Diaz C. Claves para una Economía de Signo Personalista. Persona. 2009; 11: 14.

[22]  Zubiri X. op.cit: 329-330.

[23]Sen A. Juicios sobre la globalización. Fractal. 2001; 22: 37-50.

[24] Roth MC. El humanismo como posibilidad real. Persona. 2008; 9: 62.

[25] Serani A. Sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana. Persona y Bioética. 1997; 1: 110-122.

[26]Reyes GE. Teoría de la Globalización: Bases Fundamentales. Nómadas: revista crítica de ciencias sociales y jurídicas. 3; 2001.

[27] Sen, A.  Bienestar, justicia y mercado. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica; 1997.

 

 

 

La Razón Histórica, nº16, 2011 [103-117], ISSN 1989-2659. © IPS.

 

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