Anacleto González Flores: mártir cristero
Antoine de Saint Exupery
Escritor y aviador francés [1900-1944]
Él descubrió la íntima concatenación que hay entre la pasión y la constancia. Porque la vehemencia en la obra no puede prescindir de la perseverancia sin grave peligro de extinción. La experiencia le enseñó a desconfiar de las exaltaciones temperamentales. Sabía que, como en la Parábola Evangélica, el grano sembrado a flor de tierra se precipita en su brote y es agostado por el sol. Conocía que el cultivo gradual, el cuidado ímprobo y la hondura de la simiente producen el ciento por uno en la cosecha. Así forjó el lema de toda su vida. Un trabajo tenaz, unido a una pasión ardiente, imprimió en todos sus actos.
El fuego, el hierro, el yunque, el martillo, integraban la frase constante en el discurso y en el artículo. Este consorcio de instrumentos singularmente varoniles eran la afirmación y la confirmación de su lema. El fuego purificador, la resistencia del hierro, la tenacidad del martillo, la firmeza del yunque, creadores de solideces útiles. La fragua, la constituyó primeramente en sí mismo: él fue el propio herrero de su espíritu. Después, la forja fructificó en un auténtico profesor de energía.
Sin embargo, la lucha fue ardua: el temple no se adquiere al intento. Los peligros propios de la autodidaxia se agravaban con un medio azaroso y hostil. Una hipérbole de fuego podía consumir, abrasar: el hierro podía torcerse, agrietarse. Entonces el martillo y el yunque fracasarían ante una sustancia delicuescente. La piedra angular de una buena educación, el hogar, careció para él de paradigma. La miseria completaba el cuadro. Una miseria lacerante, oprímete, asfixiadora.
La música –fue miembro de la banda de su pueblo natal, Tepatitlán - y “su temperamento natural, brioso y altivo –dice Antonio Gómez Robledo en su estupenda biografía- fueron las palancas que le impidieron zozobrar en el marasmo familiar”. A los diecisiete años, posesionándose definitiva y totalmente de su ser, Cristo alejará el peligro.
En el Seminario de San Juan de los Lagos, continuó los precarios estudios que iniciara en Tepatitlán, siempre estrechado por la economía. Tiene ya veinte años. Su edad –proyecta en la confrontación de sus párvulos condiscípulos-, su porte grave, “su congénita virtud de autoridad”, la suplencia esporádica en la cátedra por ausencia de los profesores, le impusieron un segundo bautizo cuyo sello también fue indeleble: “El Maestro”, “apodíctica denominación que ahora adquiere sentido profético”.
Los estudios preparatorios inician su amor por Roma. Las instituciones romanas, la historia antigua, dejan en él una huella indeleble: su pluma y su oratoria la testifican. Ya no es el mismo cabecilla de golfos de su pueblo. “Sabiéndose sin vocación, declinó honradamente la halagadora oferta de ir a Roma a continuar sus estudios, recompensa propuesta al más distinguido estudiante”. La cursilona peroración pronunciada en Tepatitlán, un 16 de septiembre –primicias de su elocuencia innata-, está ya lejana: se ha transformado, ante las naves de la Colegiata, en la arenga auténticamente patriótica, brillante, objetiva. “México está enfermo –dice-, chorreando sangre por mil heridas. Parece que una fatal predestinación lo impele tenazmente hacia el precipicio. Consecuencias dolorosas: la tiranía o la intervención yanqui. Cuando una sociedad llega a tal grado de disolución que la autoridad legítima que la gobierna no tiene el suficiente poder para hacer respetar y obedecer la ley, es claro que el gobernante recurrirá a medios autoritarios y tiránicos para someter a los gobernados. Mas si la disolución es tal que ni la tiranía puede reprimir el desorden, entonces las sociedades vecinas tienen el derecho y aun el deber de intervenir para llevar el orden y la paz a la sociedad convulsa: esto lo dicta la razón, lo sanciona la experiencia y las leyes lo confirman”. Pero la disparidad de ambos discursos, no residía en simples divergencias de estilo: intrascendente el desahogo patrioteril, el segundo nace rodeado de un nimbo de tragedia: la ocupación de Veracruz por fuerzas norteamericanas. Son estos momentos ominosos –que habían de dejarle dolorosa impresión- los que presencian la muerte de un lirismo vulgar y el surgimiento de la palabra meditada, honda: la que lacera en su verdad por anhelo impetuoso de salvación.
Como en la totalidad de su tránsito, la obra rubrica a la palabra. Los coreos de catecismo en campos yermos y rancherías cercanas a su pueblo, la práctica exultante, con omisión de su paupérrima pobreza, de las obras de misericordia –feracidad de su reencuentro con Dios-, constatan conjuntamente con la injuria en carne viva de la invasión territorial, la grave dolencia de México. La responsabilidad agita la innatez del jefe. Los álamos y sauces de la Sangre de Cristo, a orillas del río de San Juan, presencia las evoluciones de Falange de la Patria, su primera organización. La lucha entre la civilidad y el militarismo execrable –la eterna lucha entre le Derecho y la fuerza-, la constituyen en un intento de promover la disponibilidad permanente de un ejército civil.
El hierro va adquiriendo el temple necesario para el combate contra la bestialidad lupina imperante. La avidez de acción excede a la posibilidad del señorial y parvo pueblecito de los Altos.
El agua corriente, incursionadota y translúcida, la de los arroyos zigzagueantes, la de los ríos sinuosos, es fresca, rumorosa, juvenil. El agua salobreña del mar, conquistadora, como también el hervor purificante de las aguas, remedan saludable perennidad de inquietudes. Las aguas vivas siempre están en movimiento. La alacridad, la donosura del agua se marchitan con la inmovilidad. La fetidez de los charcos, los miasmas de los pantanos –la mácula de la diafanidad- son engendro de las aguas muertas. Así en el hombre. La acidia, la pusilanimidad, el apocamiento corrompen el espíritu y los envejecen prematuramente. El mal para extenderse necesita resignación e indiferencia: aguas estancadas que coadyuven a impregnar, indeleble, su putrefacción. Por eso el cristianismo es, en su esencia, agónicamente activo.
En este aspecto no perdonaba ni las exterioridades. “Cumplir siempre con el deber –decía- es la sola ilusión que está a salvo del desencanto”. Más aún que la formación cultural de sus alumnos –en Guadalajara enseñó historia y literatura en colegios particulares-, le interesaba el acrecentamiento de su virilidad. Porque para Anacleto González Flores, la obtención de doctorados y bachilleratos no era primordial; antes había que merecer el título de la dignidad por excelencia: ser hombre. Por eso los acostumbraba a “hablar fuerte, pisar recio, y mirar de frente”. La ejemplaridad de los Santos y de los héroes, una obligatoriedad de dicción oratoria, su afabilidad acercadora de “hermano mayor” -------como él mismo se llamaba- completaban sus sencillos procedimiento pedagógicos, pero, sobre todo, trataba a la vez de imprimirles esa ufanidad del agua que, alegre, irrumpe sobre todos los obstáculos: anhelo de juventud obstinada e imperecedera que no se cuenta por años. Enseñaba, además, como corolario definitivo de su ideario –citando a San Mateo-, que le reino de los cielos es para los violentos; que es preciso conquistarlo a viva fuerza, arrebatándolo. Estas palabras de Cristo explican, por otra parte, su infatigable trabajo y e olvido absoluto, inmisericorde, que tuvo de sí mismo.
En Guadalajara sus ingresos continúan siendo escasos. Su nombre puede ser la antonomasia propia a un pauperismo en superlativo. Para allegarse recursos vende cigarros: son abundantes los días en que el improvisado comerciante se ve obligado a consumir su propia mercancía con objeto de engañar a la exhaustez del estómago. En las noches es amasador de tahona; al alba es sobrestante de obras de albañilería. El esfuerzo es inútil a pesar de los medios polimorfos: no basta para cubrir las más indigentes necesidades. El hambre no perdona; “aparece la terrible enterocolitis cuyos cólicos agudísimos, soporta estoicamente –sudoroso y lívido- hasta su muerte”. Sin embargo, el tiempo se alarga prodigiosamente en sus manos –alegres al dar y sinceramente acogedoras-. Tenía tiempo para la amistad; tiempo para sus estudios de jurisprudencia; para leer y escribir y enseñar. El tiempo escurridizo y breve era el de sus miserias y hambres, olvidado, relegado en su anhelosa violencia de dedicarlo a Dios. Si en el campo –pristinidad sencilla- no había necesidad de quebrantar indiferencias, ahora, en el barrio, para proseguir su coreo de catecismos, obligaba la rotura del retorcimiento citadino. El reclame fue un viejo fonógrafo que compra en abonos –quién sabe con cuántos sacrificios- a un cantinero. La esperanza, a pesar de la dureza de las pruebas, permaneció indemne fortaleciendo su ideal. Su juventud no envejeció como la de aquel joven que “agotando la lejanía dentro y fuera de sí –describe-, cegó el espacio para su alma y su cuerpo”.
Por esa época nace a su alrededor la Gironda. “En dos piezas mal enladrilladas –escribe Gómez Robledo- vivía media docena de estudiantes alteños que seguían su carrera luchando a brazo partido con la miseria, y que brindaban a sus compañeros burgueses lo que sus lujosas residencias no podían ofrecerles: un albergue no cohibido por convencionalismos, saturado de generosa camaradería donde las ideas fulguraban en la conversación vivaz, y el goce intelectual tenía rango supremo. Una vieja –la indispensable vieja protectora del escolar arruinado- daba alojamiento y comida por treinta centavos diarios que cada pupilo le entregaba o prometía entregarle. Se llamaba Jerónima. Sus huéspedes le decían Giro, y la casa fue en consecuencia la Gironda. El barbarismo agradó. Se advirtió a poco su bello simbolismo, cuando sus habitantes se enfrentaron a la Montaña Jacobina”. Los círculos de estudio –filosofía, sociología, literatura- Agustín de la Rosa, Ozanam, Aguilar y Marocho, León XIII, son prohijados por los girondinos. El magisterio de Anacleto es la sombre tutelar. La obra no alienta la idea de formar un academismo platónico insubstancial: el principio es, como lo pregona Fausto en la obra de Goethe, la acción. Tejedor en los años mozos del telar familiar, amasador y sobrestante en Guadalajara, succionado en su propia carne por la miseria, no podía soslayar la necesidad de proteger al asalariado mediante la integración de sindicatos honestos. “En la lucha abierta sobre le campo inmenso del mundo –les dice- ocupan un lugar muy importante los hombre de trabajo, y esto por dos razones fundamentales: porque ellos estuvieron soportando sobre sus hombros el fardo enorme de todos los despotismos creados por el liberalismo, y porque la desgracia los ha hechos abrir grandemente los ojos y conocer su número y las ventajas de la organización. Y se han organizado en su mayor parte bajo la bandera del odio. Pero toda tendencia revolucionaria está condenada al crimen en su actuación y a la derrota en sus resultados. La única renovación que puede ser cimiento sólido, fundamento indestructible del orden social, es la renovación espiritual de las energía humanas: el amor interno, fuerte del hombre hacia el hombre, imposible sin Cristo, el verdadero obrero que ha roto con su martirio todos los despotismos”. Y concluye sin eufemismos: “como medios de que puede valerse el sindicato para combatir y resistir, podemos señalar los siguientes: la huelga en primer lugar y luego el boicotaje”. González Flores fue en Jalisco “el fundador de los gremios católicos obreros en su forma más genuina”. Esta fue otra de las verdades realizadas y más tarde, en plena persecución, demostrará su amor desinteresado por los trabajadores, cuando con inminente peligro de su vida, salió de su escondrijo para defender los derechos conculcados de un obrero.
Aun tiene que soportar una prueba más. La estulticia anula la validez de los estudios hechos en Seminarios. Todo el pasado surge doloroso, amargo, resumante de sacrificios. ¡Y tiene ya veinticinco años! La solución retrata a Anacleto: recomienza sus estudios preparatorios y simultáneamente cursa Derecho. La forja ha cuajado plenamente: su alma ha adquirido temple de espada.
El lenguaje, las palabras, son símbolos para externar el pensamiento, para objetivizar la idea y connotar la realidad. El lenguaje, las palabras, no son la realidad misma. Un lenguaje erróneo, la palabra mal definida, altera, deforma la realidad. El mundo actual se ha circundado de una palabrería sin contenido, hueca, insustancial, plena de resonancias dolorosas: el mundo ha sido transformado en un ingente sepulcro dantesco resumante de ecos y de sombreas. Desde hace más de tres centurias los hombres confrontan la palingenesia asoladora de Pilatos. Escéptico, agnóstico, el mundo se asfixia con un estrangulamiento de palabras. La forma sin la sustancia. El cuerpo sin alma. El hombre inconexo, la hedentina proveniente de su fracción innatural. Las filosofías desquiciadoras, extravagantes, negativas, que utilizan una verdad parcial destructora, encubierta con una balumba cientificista y con un malabarismo de palabras.
In tueri. Intuición: mirar dentro. De la abundancia de su corazón hablaba la boca. Sus palabras, sin retorcimientos ni lucubraciones eran claras, sencillas, auténticas como la verdad. Su fuego, en identidad al de la tierra, provenía de la hondura, y violento también, desleía los aherrojos del lenguaje, irrumpiendo, dominadora, la frase combusta y penetrante. La vibración convicta, apasionada, de la verdad poseída íntimamente, inoculaba al auditorio su convicción y su pasión, su fe, su esperanza y su valor. No influía la heterogeneidad social que escuchaba: obreros e intelectuales, ricos y pobres eran arrebatados por la palabra vívida, contundente como el martillo que forjó su ágil voluntad. Anacleto González Flores no era simplemente un orador inspirado, con visos proféticos, era también un místico. Se desprendía de su figura un hieratismo electrizante, cuya genuinidad se confirmaba con la ejemplaridad de su vida, varonilmente austera y católica. Tal vez, esa fuerza sobrenatural que se desprendía de él, comunicante y abrasadora, se explica como primicias de su escogitación por Cristo para el martirio. Podía ser ese hieratismo, un anticipo de la santidad que ungiría su próximo bautismo de sangre.
“Nuestra patria ha tenido que ser víctima de la espada y de la ley: con la espada se le ha sangrado, con la ley se le ha pretendido arrancar el alma viva de su tradición y de sus energías espirituales”. El principio de una persecución sanguinaria de desató iracunda: la representación democrática de un pueblo totalmente católico aprobó un Decreto –junio de 1918- restringiendo en el Estado, en realidad negando –un sacerdote para cada cinco mil habitantes- los servicios religiosos. “Digamos cuál es el número que debe haber de sacerdotes en Jalisco –berreó un corifeo de la tiranía- y no vayamos a preguntar a nadie si es legal o no la determinación que hemos tomado”. Sin embargo, el mandamiento cayó en el vació por la suspensión de cultos ordenada por el Arzobispado. Cada casa en Guadalajara se transformó en una pequeña iglesia y así, ante el ridículo jacobino, se multiplicaron los templos.
González Flores y los girondinos habían encontrado la organización definitiva: la A.C.J.M., “cuya materia humana amó –el Maestro- casi tanto como sus propios hijos”. “Por once años –dice D. Efraín González Luna en su introducción a El Plebiscito de los Mártires- le consagró la fidelidad más entusiasta y asidua. Era su obra predilecta, su base de operaciones y semillero de sus amistades más caras y de sus colaboradores más decididos. La consideraba como una ampliación de su familia; en su oratorio contrajo matrimonio y su pequeño primogénito era ya puntual concurrente a las reuniones dominicales, hasta el momento de la proscripción”. No había inhibición posible para el Maestro: aun la inconstancia de los oyentes no era capaz de interrumpir su enseñanza en los círculos de oratoria y periodismo que había fundado. Un solo alumno era suficiente para su apostolado. Pidiendo –lo que nunca hizo para él en los casos más extremados- compra una pobrísima imprenta a la que sacrifica todo descanso: él escribe, imprime y distribuye el pasquín. La palabra es la iniciación de la prensa católica en Guadalajara. Con estas armas organiza, como Vice-Presidente de la A. C. J. M., el ataque contra la bestialidad hecho gobierno. Los Altos respondieron a la palabra del Maestro: “En San Juan de los Lagos, las viejas casonas ostentaron moños negros sobre sus portones, y los comerciantes previnieron concienzudamente a los agentes viajeros: Estoy de luto por la persecución de la Iglesia. No haré pedidos mientras no recobre su libertad". El boycot propuesto y seguido con heroicidad inigualable causaba impacto. Las burlas, las manifestaciones, la infinidad de escritos condenatorios firmados sin excepción por todas las clases sociales, complementaron la resistencia agresiva. Ocho meses después de una intensa lucha el Gobierno derogaba el Decreto. El tribuno, el organizador de la voluntad de hierro fue condecorado en sesión solemne. Los abandonados del ergástulo conocieron también sus coreos de catecismo y la inductibilidad de la palabra justa, recta hacia el fin.
Dispensa, viejo –responde a las instancias de un director de periódico que le exige un artículo prometido-. Estoy terriblemente desvelado. No tengo sirvienta. Me levanté a cambiarle mantillas al niño, y esta madrugada a barrer la calle”. Una noche le asalta, agudísimo, el dolor del hambre girondina, y se levanta sudoroso, el rostro buído y lívido. No pide medicamento que alivia. Su esposa le ofrece prepararlo. –“No, deja, no quiero”- ¿Pero cómo te vas a estar así siendo tan fácil aliviarte? Me siento si no me dices por qué no quieres. –“Verás –le dice-, la medicina me impediría comulgar”. Otra vez: -¿Y qué tanto le pides a Dios cuando comulgas? ¿algo para la casa, para los niños?- “La Vida Eterna” -fue la respuesta.- Pero para eso basta cumplir uno con su deber. –“No lo creas. En esta época cuesta lágrimas y sangre”. –Está bien; pero ¿lo demás?- “No hará falta para entrar al cielo llevar un cheque”. En una ocasión lo insultan gravemente por haber rechazado de un puntapié a un perro que se le abalanzó para morderlo. El silencio es la contestación. El discípulo que lo acompañaba no pudo contenerse. –Pero, maestro, ¿va usted a quedarse sin contestar nada a ese majadero?- “¿Y para qué? La vida y las bofetadas deben reservarse para algo más sagrado”. Se le tilda de populachero y responde: “Cuando el oro no quiere trabajar estas obras las haremos con cobre”. “El Maestro –decía- es un arquitecto de espíritus, y necesita ante todo ser una afirmación hirviente, tumultuosa, de sangre y hoguera”. Un político le ofrece la revalidación de sus estudios y diez mil pesos para que coopere en su campaña: “No serviré en ninguna causa que no sea mi ideal” –es la cortante respuesta-. “El milagro supremo de Cristo –escribe- no es el de los ciegos, ni el de los paralíticos, ni el de los mares allanados y sometidos; es la caridad”. La aparición de la dictadura en ciertos países de Europa y la existencia de dictadores en casi todos los pueblos latinos de América, son el signo más revelador del desastre de la retórica. Somos la vida trunca, mutilada, reducida a un golpe olímpico de estilo y retórica, despojada del sentido de lo real y de la simetría y destreza en el movimiento”. Los atributos fundamentales de la vida –pequeña concluyente- son: la renovación, la lucha, la doctrina acerca de los destinos y la posesión del poder indispensable para realizarlos”.
Era de estatura mediana. El cuerpo encorvado reflejaba el tránsito difícil y la asunción de responsabilidades agobiadoras. La gravedad del rostro, la mirada profunda, los labios apretados, connotaban la firmeza de la voluntad, creadora sin perplejidades, y una vida interior plena, sin intertrivialidades, pero conocedora de las flaquezas humanas. Por eso, sin contradicción, aunaba a la severidad, una afabilidad acogedora y alegre, carente de conatos de superioridad, humilde, que arrebataba la simpatía y la confianza. A Anacleto González Flores se le hacían, obviadas de recelo, confidencias sacramentales.
En las conversaciones, su presencia impedía la gracejada procaz o la broma indecente. Su jovialidad era proverbialmente jocunda: tocaba la guitarra y cantaba con la misa fe que alentaba su trabajo. Sabía reír y gozar. La amistad era su complacencia. Su comprensibilidad se fundaba en una fórmula sencilla: escuchar preterizando de una manera absoluta su propio yo. La recomendación, la observación, el consejo, se despersonalizaba en sus labios.
Integralmente católico, entendía el cristianismo como una dación perpetua e ilimitada: la ejemplaridad de los mártires en él era una obsesión. El dinero, las comodidades, la vanidad, carecían de beligerancia: era una antinomia viviente de la burguesía. Su necesidad imprescindible: comulgar todos los días.
La síntesis: osadía y sacrificio. No el deber ser, sino el bien posible. Sin beaterías, ni estrecheces espirituales, afirmaba la infalibilidad e inviolabilidad de la Iglesia. Y como los predestinados al reino de Dios fue siempre joven porque desconoció el orgullo. Soportó su cruz con una eterna sonrisa: había aceptado, claudelianamente, el mundo real y se negó a sí mismo en aras de una fe inquebrantable, perseguidora de una bienaventuranza que sólo radica en Cristo.
Consideraba González Flores que el éxito de una contrarrevolución armada, no solamente era inconveniente en el procedimiento, sino imposible. El triunfo de una rebelión debelatoria era inalcanzable mientras el pueblo no sintiera entrañablemente “el gran dolor de la servidumbre y el gran deber de la libertad”. El conocimiento que obtuvo de la revuelta del año de 1914 no resultó parenético: eran incapaces de la hazaña libertaria soldados con fetidez de ácido fénico. Pero, sobre todo, la experiencia desalentaba cualquier tentativa en ese Sentido: la sucesión inexorable de una tiranía cruel y sangrienta, de horda intensa y enardecida, a un despotismo individual, no era un objetivo codiciable. La conclusión, por otra parte, adquiría perfiles de una determinismo demoníaco: al final del desarrollo evolutivo aparecía siempre, fatal, ineluctable, la incontinente podredumbre de los siete pecados capitales que arrastraba, adheridos como sombra, la satrapía brutal del caudillaje. “La diferencia entre las cruzadas de ayer y las de hoy –escribe- es claramente perceptible: las cruzadas de ayer hincaron la espuela de los ijares del corcel de la guerra y se lanzaron a vengar la mutilación de sus derechos con la punta de la espada. Las nuevas cruzadas han llegado a adquirir la convicción inquebrantable de que al triunfo sobre la tiranía no se va por la violencia, sino por el camino que abren la idea, la palabra, la organización y la soberanía de la opinión”. Así es como, ante la clausura selvática del Seminario Conciliar que provocaría una lucha cruenta y desigual, cristalizando su pensamiento, transforma -1925- el Comité de Defensa Religiosa de Guadalajara, en una organización de carácter permanente: La Unión Popular.
El intento estaba preñado de dificultades. Había que reafirmar, en primer lugar, el contacto con las masas, excitándolas con un entusiasmo antagónico a su idiosincrasia de llamarada. Para esto era imprescindible señalarle una tarea definida que eludiera a la rutina engendradora de indiferencia. Además, había que crearle un contacto eficiente con el directorio. De otra manera, el esfuerzo se perdería. La persecución, entre tanto, se había desatado con una crueldad inusitada y exigía una prudencia instintiva y una férrea disciplina.
“De pie los que quieran servir”. En poco tiempo la Unión Popular, conducida por la mano diestra de Anacleto, se había expandido prodigiosamente. “Una elemental jerarquía –dice Gómez Robledo en su biografía citada-, tan sólida como simple, engranaba al último socio con el Jefe del Directorio de cinco miembros que regenteaba la Unión. Manzana, zona, parroquia: el responsable de cada una de estas circunscripciones tenía un contacto estrecho con sus subordinados y con su superior inmediato. Ausencia de ceremonias, solemnidad y protocolo: casi no había libros ni se giraban oficios. Al papeleo suplía la eficacia del vínculo personal”. “Gladium”, su órgano periodístico, llegó a tirar cien mil ejemplares. La escuela, los catecismos, completaban la obra social. “Volver a su sitio de honor al viejo Ripalda, que como el Atlas de la mitología mantiene recias y firmes aún las piedras centrales: autoridad, propiedad, familia, conciencia; acabar con la más vieja y peligrosa úlcera de nuestra sociedad, la escuela laica, y formar un ejército no de acero, sino de papel”.
No importan la persecución, los golpes, ni el ergástulo. Guadalajara entera late al unísono de un pensamiento directivo. Zacatecas, Colima, Michoacán, solicitan adherirse a la Unión. Se recurre, contra la agresión, a todos los medios de la resistencia pasiva. El asesinato, la proscripción, la vejación, no abaten la defensa entusiasta. “El boicot es la llave con que forzaremos el paso de la libertad. Todo el que sabe sufrir puede ser libre. Ni una mirada hacia el rumbo del descanso. El boicot tiende a debilitar o extinguir los elementos de subsistencia necesarios a la vida de personas o instituciones. Las fuentes de producción son la gallina que pone los huevos de oro con que los verdugos pagan soldados y compran bayonetas. Cada vez que se quebranta el pacto de no cooperación, se ayuda a remachar las cadenas que sujetan a la Iglesia. Dios sobre el hambre, sobre la sed, sobre todo”. El trabajo es ímprobo. Los propagandistas tienen que allegarse los más nimios recursos para desempeñar su misión. Diariamente la ciudad escucha múltiples conferencias: había que conservar el entusiasmo a toda costa. La prodigación es milagrosa. “Ya hablés, maestro –le dice un propagandista informándole del desempeño de una comisión-“ “¿Y qué, quieres repetir la copa?” –“¡Estoy tan cansado!”- “¿Por una? Yo he hablado hoy diez veces”. Y así en el periódico, en la escuela, en los catecismos: la ejemplaridad crea un ambiente de heroicidad que flota en torno del Maestro.
Los acontecimientos se precipitan hacia el desastre. La ola de crueldad obliga a una resolución desesperada e inopinada. Se vota por el pronunciamiento militar. La Unión Popular obedece a la Liga Nacional de Defensa Religiosa centralizada en México. Nadie piensa en las armas, en el parque, en la terrible responsabilidad de sostener un ejército impreparado y sin medios económicos. La revolución cristera no fue otra cosa que una aventura de un heroísmo suicida.
Son los instantes de la amargura, de la tentación, del abandono espiritual. Su idea ha fracasado.
El objetivo del sacrificio magnificente de toda una vida de esfuerzos inmesurados aparece remoto e inasible. Un nimbo de alucinación, de ofuscamiento, lo circunscribe. La sentencia de esterilidad lo colma de angustias. El, que nunca ha dudado, ahora duda. Sin convicción, la disciplina lo impele a convencer de la eficacia de la ruta escogida. Se le habla de deslealtad, de egoísmos, de politiquerías, de suciedades internas. Le definen la cooperación como una alianza con un panorama ominoso de ambiciones ocultas e intrigas rastreras. Para él existe una sola disyuntiva: la sinuosidad cobarde de la abstención y la huída o el martirio. Y escogió el martirio: “en este garito, con esta baraja sucia, me juego la última carta de Dios”.
La acción no es posible en la calle. De escondrijo en escondrijo, González Flores preside la Delegación de la Liga, la Unión Popular y la “U”, asociación secreta creada para perdurar en la defensa. Las azoteas son los caminos para ocurrir a las citas. Recibe comisiones de cristeros y como siempre, redacta hasta la última letra de “Gladium”, interrumpido por pausas sobresaltantes y fugas de sus inestables refugios. El dinero escasea. Cortan la luz de su casa por falta de pago. Le dejan un donativo y cuando lo advierte lo envía íntegro al tesorero de la Unión. El pavor se difunde y los asilos escasean. Con instancia, su mujer, sus amigos, le aconsejan la huída. El tiene presente la oblación de García Moreno: inflexible había escogido definitivamente su camino.
Murió asesinado de un bayonetazo el día primero de abril de 1926 en viernes primero. A la luz difusa del amanecer, los esbirros turibularios del Sanedrín lo aprehendieron con exuberancia de insultos y de golpes. Intervino la descendencia de los Herodes, los Judas, Los Caifás y los Pilatos. Hubo flagelación y suplicio. La boca tribunicia no se abrió para pronunciar denuncias.
En la noche se instaló la capilla ardiente. La Santidad que ungió toda su vida luce espléndida con la muerte. El pueblo que amó entrañablemente desfila dolorido ante su cadáver y con unción recababa reliquias: su traje es destrozado y se recoge su sangre en pañuelos. Su hijo mayor –entonces de cinco años- articula un epítome glorioso: “Lo mataron porque quería mucho a Dios”.
Para los sátrapas detentadores del poder –maestros en la conculcación de las conciencias- y los del connubio indisoluble con la mentira y la farsa; para los amos de la noche, la insidia y la encrucijada y los misérrimos adoradores del Becerro; para los indiferentes, enterradores del denario evangélico –eunucos del bien y del mal- y los de la vacilación perpetua y cobarde; para los claudicantes, poseedores del arte de la mimetización y del medro; y, en general, para los materialistas que connotan al hombre escatológicamente, murió Anacleto González Flores hace ya dieciocho años.
El crimen, como tantos otros sobre la tierra, quedará impune; pero la sangre de Abel clamará venganza. El roer perenne del remordimiento será mitigado en la envilecida vorágine de las concupiscencias. El poder de la satrapía, la infición de la justicia, los palacios, los burdeles de la tierra, no son permanentes. Pilatos, Caín y Judas pagaron ineluctablemente su adeudo proditorio. Y, sobre el óbito de la carne de Anacleto –triunfo transitorio de la abyección asesina- imperarán la inmarcesibilidad de su espíritu y las ascuas vivas de su ejemplo.
Mas no basta con imprecar a los asesinos. La sangre de los mártires exige una imitación del proceso que sellaron con la inmolación de su vida. Es su ejemplaridad precisamente, el testimonio de Dios en el mundo. Una obliteración acomodaticia y cobarde de la sangre derramada por una causa justa, es aún más criminal que el acto de cercenar una vida; porque es, propiamente el olvido, matar el espíritu. Y esta es nuestra profunda responsabilidad.
Muchas de las causas que empujaron a Anacleto González Flores al sacrificio, subsisten encubiertas por un velo farisaico de palabrería y eufemismos de práctica. En lo medular siguen entrañando el mismo peligro y la amenaza continúa cerniéndose sobre nuestras cabezas. El oportunismo insidioso espera. Si los siervos de la sinecura, de la glotonería y del placer vencen, México estará perdido. No es esta hora para la molicie. La lucha del Derecho contra la bestialidad de la Fuerza, es ahora, más que nunca, de un encono decisivo. Un plagio del ejemplo vívido que fue “El Maestro” ayudará a vencer la opresión revolucionaria que se ha hincado profundamente en la entraña de la Patria desangrándola. El deber ciudadano no es una obra de supererogación: sencillamente hay que cumplirlo. Aun cuando sea preciso –digámoslo con frase de Anacleto- recurrir al plebiscito de los mártires.
La Razón Histórica, nº16, 2011 [64-77], ISSN 1989-2659. © IPS.