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Contención de la Decadencia: Cuerpo Social e Imperio.

 

Carlos Javier Blanco Martín

 

Doctor en Filosofía (España).

 

 

Resumen: En este trabajo defendemos la necesidad de tomar la Historia y la Tradición como bases para la superación del actual momento, una fase caracterizada por la decadencia de nuestra civilización (en el sentido de Oswald Spengler) y por el apogeo de la sociedad de masas (Ortega). En tal sentido se propone (a) internamente, la formación en el Estado de un “Cuerpo social” formado por una pluralidad de instituciones que orgánicamente permitan la participación e intermediación de las personas, superando el atomismo del mundo capitalista, y (b) internacionalmente, la superación (pero no la anulación) de las naciones “faústicas” europeas, en el sentido de forjar un Imperium, o federación de naciones hermanas.

 

Palabras clave: historia, tradición, decadencia, cuerpo social, nación faústica, imperio.

 

Summary: In this paper we defend the need for history and tradition as the basis for the superation of this time, a phase characterized by the decline of our civilization (in the Oswald Spengler´s sense) and the superation of the mass society (Ortega). In that sense, I propose (a) internal constitution, in the state, of a "social body" formed by a plurality of organic institutions that allow participation of individuals, surpassing the atomism of the capitalist world, and (b) internationally, the superation (but not cancellation) of "Faustian" European nations in the sense of forging a Imperium, or federation of fraternal nations.

 

Keywords: history, tradition, decadence, social body, Faustian nation, empire.

 

 

  1. Hemos olvidado qué es la Historia.

 

Nos preguntamos qué es la Historia. La Historia es lo que sucede, y la ciencia de todo cuanto sucede. En esa ambigüedad de la palabra Historia reside el conjunto de claves que nos pueden dar una parte importante de la respuesta. La Historia es imposible de reducir a las categorías físicas, para las que el tiempo consiste en una mera sucesión de instantes, en un continuo fluir hacia delante de instantes absolutamente homogéneos unos con respecto de otros. En la Física todo instante, toda fracción de ese río que va hacia delante es idéntica a otra. Para Oswald Spengler[1], la imagen física del tiempo es un remedo de la del espacio. La física, carente de intuiciones genuinas sobre el tiempo, sumida en las redes propias de sus categorías, solo piensa el tiempo como el espacio: cortes, secciones, instantes, partículas de un cuasiespacio absolutamente homogéneo. Cada región del espacio y del tiempo es del mismo género que otra. Sólo relativamente se diferencia puntos y partes aquí de allí. En la Historia las cosas son de otro modo. En la Historia no hay fluir, sino Tradición. Y por ello los sucesos precedentes pueden entregarse a los que aguardan el porvenir, o no. De ahí que la ruptura de tradiciones sea, ella misma, tan determinante como la presencia de continuidades. De ahí que la conciencia, la ceguera o la subconsciencia de lo que pasó antaño pueda ser crucial para construir un sino (Schicksal).

 

De otra parte, la Historia forma parte de la vida, es lo que sucede en la vida y es el relato y posible aceptación de lo vivido. Tomando las cosas del revés: todo lo vivo es histórico. La planta, fija al suelo, inmóvil y sometida a una pasividad, posee la Historia escrita en su morfología de manera directa. La planta es Historia plástica, por así decir. Por el contrario, el animal es movilidad. Se abre al destino de mil maneras diferentes en cada instante. El propio recorrido de esas posibilidades hace del animal lo vivo dinámico. Ya hace Historia un animal que lucha, siente, se desplaza, caza o huye. Pero la Historia que escribe con su actividad y movimiento es Historia condenada a repetirse. Recorre el suelo y explora el paisaje: el paisaje no le ata, pero la Tradición renace con cada individuo, y con él muere. Es el animal humano quien posee verdadera Tradición, pues trasciende a los ejemplares que la portan y el ciclo de vida y muerte del individuo no se cierra al acabársele a este su existencia. El ciclo es muy largo, supraorgánico. La reproducción de la especie y la reproducción de hábitos sociales es algo que, en el Homo sapiens, supone una emisión de ondas que llegan muy lejos, a lejanas generaciones ignotas. Todavía llegan a nosotros esas ondas que inconscientemente nos enviaron los caballeros de la Reconquista, los constructores de catedrales, los aventureros que fueron al Nuevo Mundo…

 

La vida se presenta entre dos extremos, existencia y vigilia. La planta es pura existencia. Arraiga en el suelo, todo el sentido de su crecer, de abrir sus hojas y expandir sus flores, de mostrarse y reproducirse, todo ello es ya su sentido. Integrarse en el paisaje, ser un desarrollo del propio suelo. No hay más asuntos respecto a los cuales preguntarse. En la vida vegetativa no existen las preguntas. También hay en las personas una parte vegetativa. Las funciones respiratorias, circulatorias, etc. se hacen sin conciencia, y cursan de un modo necesariamente inconsciente. Y en la historia hay culturas o fases de la cultura que se manifiestan de modo absolutamente vegetativo. Son las culturas aldeanas que, en pueblos primitivos, jamás asoman a la historia. Y en la historia de las Grandes Culturas, el aldeano es –en palabras de Spengler- el individuo eterno. Los ciclos de la vida vegetativa son los ciclos de su cultura. Se sobrepone a la Tierra, al ritmo, como una ligera epidermis enteramente dependiente de las regiones profundas. La vida aldeana, más allá de los ritmos vegetativos que se observan en su superficie, que dibujan el paisaje, que regulan las labores, la reproducción, la vida humana toda, es vida ctónica.

 

Además de la existencia los animales, más los animales de presa, desarrollan la vigilia. Existen, pero además abren ojos escrutadores al espacio y sondean (hinchando acaso su lóbulo frontal) el futuro. Los pueblos nómadas y guerreros son el equivalente humano del animal depredador. Su conciencia es un desarrollo finísimo de su existir. No abren hojas a la atmósfera ni envían raíces al subsuelo, como hace el aldeano, la planta humana. Recorren libremente el espacio, atraviesan el paisaje, buscan presas y botines. Su actividad guerrera posee un descanso y una justificación: la dominación. Deben dominar sobre razas laboriosas, debe tomar posesión de tierras que no trabajan, deben imponer activamente una ley para ser ellos los más pasivos en cuanto a productividad[2]. Este el sino de la vigilancia guerrera. Pero hay vigilancia de otra especie, que acaso en tiempos muy remotos no era ajena a la aristocracia armada. La vigilancia sacerdotal. El brujo y el chamán, el druida y el sacerdote: siempre se dio una función social consistente en escrutar los arcanos del espacio y del tiempo. Éstos hubieron de ser regionalizados: “antes”, “ahora”, “mañana”. O también: la tierra de los muertos y la tierra de los vivos, el cielo y el infierno.

 

Los pueblos son elementos de una cultura y se mueven, mezclan, expanden, cambian a remolque de los desarrollos de la cultura. La misma fisonomía de los pueblos depende de las mutaciones experimentadas por la cultura y, postreramente, por la civilización. En la filosofía de Spengler queda neutralizada cualquier interpretación racial o romántica de la Historia. Aunque un pueblo, en la alborada de su existencia, supone la existencia de un solar primigenio, de una comunidad de sangre, de unos cruzamientos selectivos según ciertas orientaciones primigenias de elección inconsciente, ese pueblo entra en la Historia y se hace Cultura en el momento en que absorbe a otras unidades culturales y a otras gentes[3].

 

El simple origen o el punto ancestral no constituyen la esencia de las cosas. No es lícito ver a los etruscos como los elementos raíces de los romanos. No podemos hacer lo mismo con los celtíberos o los godos para buscar el ser de los españoles. Por más que se conserven a lo largo de las generaciones unas constantes (la sangre y el suelo, el temperamento, el tono vital) de aquellos nuestros abuelos, es preciso recorrer un camino ascensional: de la raíz hay que trepar al tallo y a los órganos y diferenciaciones de las culturas. La Historia es el desarrollo mismo. Las naciones, los pueblos, las comunidades humanas que conviven a lo largo de siglos y que comparten sangre, solar y experiencias, son siempre una unidad en la pluralidad. La unidad no sólo proviene del entrecruzamiento sanguíneo. La unidad viene de experiencias políticas en común.

 

El curso de los siglos, de los milenios, si es puramente vegetativo, si consiste en poco más que una existencia sobre el suelo, unos rasgos humanos sobrepuestos al paisaje, entonces no posee entidad histórica alguna. El ritmo macrocósmico engloba el ritmo de culturas aldeanas y prepolíticas. Éstas no habrían salido nunca de la cadena circular del Macrocosmos. Es preciso que contacten (violentamente, por lo general) con grandes culturas para que en aquellas se produzca una mutación. Los astures y los cántabros, por ejemplo, que tan ferozmente resistieron a Roma, que hubieron de “aculturizarse” parcialmente al aprender –en sus capas más altas al menos- a rezar como cristianos y a hablar latín, esos astures y cántabros que ya tuvieron un cierto recorrido en la historia, pudieron aliarse con los godos y formar un Reino tras la victoria de Covadonga en 722. No habrían desarrollado una mentalidad política, una vocación estatal (Asturorum Regnum), un espíritu faústico suficientemente desarrollado para hacer frente al Islam. Este comportamiento no se pudo observar en sus vecinos los vascones. En ellos también hubo resistencia a los poderes circunvecinos (astures, francos y moros), pero sin conciencia de unidad, sin centralización en forma de Estado. De hecho, hubo vascones islamizados en la raíz del Reino de Pamplona, y vascones no cristianizados integrados en el Reino Astur, así como en el Franco. Esto es lo que implica vivir en una fase puramente étnica de la Historia: estar fuera de la Historia. Alternativamente hubo vascones islamitas, cristianos y paganos, integrados o no en Asturias, en el Reino Franco o bajo el Islam, independientes o sometidos. Ellos no fueron “nación”[4]. Los astures, cántabros y godos pudieron dotarse de un Estado, pudieron pasar de ser un mero reducto étnico de resistencia a ser Nación. La tradición hispanogoda (y por ende, la tradición clásica, cristiana y grecorromana) iba con ellos para poder lanzarse a una Reconquista.

 

En los recorridos históricos, los problemas de raíz pueden reaparecer. La integración de comunidades étnicas muy diversas es tarea compleja, y a veces “el pasado retorna”. Si observamos la realidad presente de España, hay una marcada oposición entre la vigilia y la existencia. Las comunidades “aldeanas”, que son (en expresión exagerada por parte de Spengler) eternas, siguen sometidas a determinismos geográficos muy fuertes, son pura existencia, inconsciente de sí. Ante ellas no hay vislumbre de un sino. Este es el fatalismo que imponen las dos costas de la Península. Hay una cultura mediterránea y una cultura cántabro-atlántica[5]. La etnografía, más que la Historia, es la ciencia que aquí nos proporciona los datos. La casa campesina, los usos del campo, la vinculación del hombre al paisaje. El hombre atlántico y el mediterráneo son existencialmente distintos, por más que políticamente hayan llegado a sentirse hermanos. Todo esto nos habla del ethnos, no del Estado. El Estado en los pueblos hispánicos adquirió siempre factura imperial, y en esa factura imperial están incluidas las contradicciones. Donde hay un proyecto de unidad en la pluralidad cabe hablar de momentos en que surgen disonancias, malentendidos, tendencias centrífugas. Cuando el Imperio afloja, éstas reaparecen por necesidad.

 

 

2. Imperio.

 

La idea del Imperio es multinacional, y en ocasiones, multi-estatal. La vertiente mediterránea determinó la conexión con todas las pseudomorfosis del mundo antiguo, la pervivencia de las culturas apolíneas y mágicas. La vertiente cántabrico-atlántica determinó la conexión con el mundo celtogermánico: se trataba de la España indoeuropea. La Reconquista fue, en parte, un largo proceso de enfrentamiento entre dos mundos, la imposición de un proyecto celtogermánico sobre el Oriente y sobre África (Blanco, 2011). Para ello, fue preciso que se diera una mutación notable en el Cristianismo. El Oriente y la geografía afromediterránea  nos trajeron un cristianismo mágico si asumimos la terminología spengleriana. Todavía en las vísperas de la invasión mahometana existían iglesias rupestres en la mitad norte peninsular. Todavía el germanismo godo convivía –sin integración completa- con una Iglesia depositaria del romanismo, de la vieja civilización de la decadencia. Pero cuando el celtogermanismo renace en Covadonga en 722, la Iglesia se supedita al Reino y se salva por obra y gracia del poder del Rey, por el embrión del nuevo Estado. Nace, con Beato de Liébana y con Eterio, con Pelayo y sus sucesores, un nuevo cristianismo faústico. Si bien sus actores se sentían restauradores de la Iglesia y del ordo gothorum, aquel pequeño Reino era una realidad nueva. Liderado por godos, sustentado por indígenas astures y cántabros, todas las demás nacionalidades e identidades nacieron bajo una nueva forma de vivir la fe. Un cristianismo fáustico: no huir del mundo, sino conquistarlo. El declive del viejo cristianismo “mágico” de Toledo, el de Elipando y el de la mozarabía, en contraposición con este otro que representó Beato, el asturiano de Liébana, no pudo ser mayor. Beato contactó con el espíritu francogermánico de la Iglesia, con aquel que habría de inspirar un Imperio Universal Cristiano y el anhelo de las Cruzadas.

 

El visitante que observa los edificios del Naranco, en las afueras Oviedo, quien pone ante sus ojos las vetustas piedras del Arte Asturiano, muy especialmente las del momento ramirense, intuye a la perfección que aquí se salvó Europa, una Europa acosada por bárbaros de muy diverso orden, así como por el Islam, portador de las pseudomorfosis mediterráneas y tardoantiguas. E intuye que desde estos pequeños pero espléndidos edificios asturianos, hasta las cruzadas, las catedrales, el gótico, y los ulteriores logros la gran nación europea, sólo hay siglos, pero no hay distancias de alma. La misma alma que fue a Jerusalén con la Cruz en el pecho, o a las Indias, o al Espacio Exterior con cohetes. El alma fáustica y su sed de infinitos.

 

3. Decadencia: retorno a la naturaleza.

 

Los tiempos cambiaron y el alma faústica parece exhausta. Desde el siglo XIX la técnica orientó toda la conciencia vigilante en una misma dirección, en un objetivo único: la dominación de la naturaleza, incluyendo en esto la dominación completa del propio hombre. El capitalismo industrial nada sabe, nada quiere saber, acerca de sangre, suelo, paisaje, tradición. El capitalismo industrial ejerce el papel de imprimir en la Civilización Occidental el curso de un rápido retorno a la naturaleza. Todas las civilizaciones viejas, entendidas como fases postrimeras de una cultura, acaban cayendo por la pendiente de una nostalgia del primitivismo (ni siquiera de la barbarie, pues la barbarie siempre va unida a un aire juvenil y de potencialidad), esto es, hacia la desorganización termodinámica del sistema. Esta nostalgia del primitivismo y un retorno a la naturaleza puede palparse en las grandes ciudades: los grandes espectáculos futbolísticos y de música rock, las grandes masas semidesnudas y vociferantes, con sus caras pintarrajeadas y sus botellas de bebida alcohólica en las manos, la juventud parasitaria y envilecida, la destrucción de los hogares y la colectivización de las tareas antaño reservadas a la familia (estabulación de menores en centros escolares, delegación de las tareas paternas en asistentes sociales y otros nuevos funcionarios, incorporación temprana de los niños al consumismo sexual, estupefaciente y tecnológico...). Todos estos síntomas señalan un progresivo retorno al salvajismo. Pero este retorno es peor que cualquier género de salvajismo auténtico. Las culturas primitivas son siempre el resultado de una adaptación del hombre al medio circundante. Suponen un rico tesoro de recursos y rasgos que la especie humana, recién salida de la nuda animalidad, hubo de crear para su integración en el entorno. Pero el neosalvajismo es otra cosa: contiene todos los rasgos lamentables de un descenso, de una nivelación, de una decadencia. Consiste en el envilecimiento de una sociedad, en la renuncia a toda Tradición, en un ciego masoquismo que consiste en olvidar y perder para siempre la vieja dignidad de la vida civilizada y aceptar la degradación.

 

El relativismo de la posmodernidad, después de una perversión del propósito originario de la Modernidad Ilustrada, fue concausa de este estado de postración en que se sume el hombre occidental. La abolición de privilegios injustos y agravantes, que fuera ya clamor en el siglo XVIII, se confundió con un igualitarismo feroz y fanático. Habían de tratarse de tú a tú el sabio y el ignorante, y al ignorante se le metió en la cabeza el “derecho” a gritarle a aquel “sus” verdades. El haragán y el pícaro debían optar “al mismo nivel de vida” que el hombre esforzado y diligente. La mujer quiso abandonar su condición, al parecer tan injusta, de “máquina reproductiva” para convertirse en poco más que un permanente muchacho pendenciero y una “máquina sexual”. Libertad, Igualdad y Fraternidad pasaron a ser la Santísima Trinidad de una religión antirreligiosa, de una sociedad que cercenó las raíces y que perdió la justa medida de todo. La libertad desenfrenada incluye el derecho a rebajarse (y ahí vemos las explosiones de parafilias, la consideración de la prostitución como profesión, la ridiculización de las tradiciones culturales y religiosas, la banalización del pensamiento y la mofa hacia los profesores). La Igualdad desenfrenada implica el desprecio por las jerarquías naturales, así como de las basadas en el mérito, la sabiduría, la inteligencia.  Como ya señaló la Escuela de Frankfurt, el proyecto Ilustrado consiguió llevar a tal extremo sus ideales que, en un contexto de sociedad de masas, alta tecnología, consumismo fanático, etc. tales ideales se convierten en los peores enemigos de la persona. Acaban anulando los valores de la Civilización misma. [6]

 

Por lo general, las críticas al Sistema elaboradas desde el ámbito marxista toman como referencia el Capital y su lógica de acumulación. Cualquier superación del Sistema es comprendida como una devolución de la humanidad al proyecto de la Modernidad (Ilustración, Democracia, Derechos Humanos). El socialismo o cualquier otro proyecto de corrección del sistema capitalista mundial (comunista, liberal, keynesiano, socialdemócrata) es un proyecto que se siente heredero y solidario de la idea de Progreso y de la corriente Ilustrada. Contra las desigualdades generadas por la explotación del trabajo, por la opresión de clase, por la lógica de la producción y apropiación de la plusvalía, todos estos críticos del Sistema insisten en una “verdadera emancipación”, un “verdadero progreso”.

 

La crítica más profunda al Sistema (es decir, al proyecto degenerado de la Ilustración o Modernidad) no puede consistir ya en ofrecer nuevos retoques económicos, proyectos neorrevolucionarios, análisis clasista de la sociedad, etc. La crítica profunda consiste, por ejemplo a la manera spengleriana, en interponer diques de contención a todas las tendencias decadentes, allá donde se detecten. Oswald Spengler insistía en la necesidad morfológica que preside el ciclo de toda cultura-civilización. Este tipo de necesidad invita al pesimismo: Occidente, así contemplado, no tiene futuro. Acaso su negro futuro consista en ser colonia de las “potencias emergentes”. La invasión de sus productos, la invasión de sus trabajadores, la colonización de Europa por parte de tradiciones foráneas y religiones ajenas, la deslocalización de nuestras empresas… ¿Qué puede aguardarnos a los occidentales, si nuestro propio modelo económico y cultural se ha vuelto en contra? Una horrible esclavitud, la de los colonizadores colonizados. La antesala de esa situación se vislumbra en los numerosos actos de contrición que la intelectualidad decadente profesa en los últimos tiempos. El masoquismo, la burla de la propia tradición, el auto-odio es la consecuencia más inmediata tras las dos guerras mundiales, guerras en las que las potencias europeas han caído en la barbarie fratricida (y no en el viejo “equilibrio de fuerzas”). La agudización de la lucha de clases, la des-nacionalización del obrero (que, a diferencia del aldeano, no tiene propiamente un suelo, una patria), el cosmopolitismo de los intelectuales, la partitocracia y el fenómeno del sindicalismo “de clase” pero subvencionado e integrado en los aparatos del Estado…todos esos elementos, unos simbólicos, otros sociales y materiales, son los coadyuvantes de la acelerada decadencia. Al trabajador, bajo la Modernidad y el Capitalismo, se le desarraigó del suelo, de la aldea, de la vieja fe y de la inveterada tradición. Tan descarnado como el propio capital que lo generó, con su fría lógica de crecimiento sin limites, así se construyó la figura abstracta del trabajador si patria, puro instrumento de producción de plusvalía, primero, así como receptor de toda clase de manipulaciones para hacer de él consumidor pasivo y eficaz.

 

La democracia liberal y la socialdemocracia trataron de introducir en el último siglo las reformas jurídicas necesarias para incorporar a ese ente abstracto, producto del capitalismo más feroz, el obrero. Pues esto hace el capitalismo, fundamentalmente: convertir en reales las más crudas abstracciones y convertir en mecánicas las relaciones orgánicas. Era de todo punto preciso hacer del obrero un ciudadano, no reservar la ciudadanía al burgués, y así superar la relación mecánica entre burgués y trabajador. Las mejoras jurídicas y económicas de una parte de la clase obrera permitieron la ficción de un Estado social, en el que se mantendrían ciertos privilegios de clase así como las desigualdades, pero en donde la lucha de clases –inextinguible, según los liberales y socialdemócratas- se podría regular. El papel de los sindicatos, en la medida en que fueron legalizados e integrados en los grandes aparatos burocráticos del estado, fue cada vez más contradictorio. De un lado, hacen su papel bajo el espejismo de una “lucha de clases” que, en Europa, ha abandonado desde hace tiempo las barricadas, las huelgas revolucionarias, el choque armado entre clases. De otro, bajo su retórica y sus rituales, los sindicatos mayoritarios solo son brazos del propio poder estatal. Las subvenciones millonarias a estas agencias de recolocación de trabajadores, la “liberación” de miles de ellos para que abandonen sus puestos y puedan desempeñar, así, supuestas funciones burocráticas, la organización de cursillos, viajes, sistemas complementarios de seguros, etc… a esto se dedican; son todas estas las funciones de un estado burocrático al que le viene muy bien la existencia de unos trabajadores integrados, afines, colaboradores y, especialmente, un cupo de trabajadores privilegiados que puedan arrogarse un discurso y unas funciones de legitimación frente a los otros, a los que se quedan fuera. Los trabajadores no sindicados y carentes de cualquier otra organización carecen de voz, de discurso reivindicativo, carecen de toda posibilidad de participación en el todo social como no fuera por medio de su mayor o menor seguimiento de las consignas del sindicalismo oficial, mayoritario y subvencionado.

 

 

4. Participación mecánica frente a participación orgánica. El Cuerpo Social como Estado.

 

Parte de la decadencia de Europa, especialmente es así en España, tiene que ver con esta usurpación del discurso y de la apropiación de las vías de participación, situación injusta que los trabajadores padecen. El capitalismo, por una parte, concede -en su crudeza- la participación puramente mecánica: el obrero como sustancia a explotar, como fuente de riqueza. El trabajador como parte orgánica de la producción, pero atomizada, desprovisto de vínculos orgánicos con el resto del todo social a no ser por medio del consumo. A esta vinculación puramente mecánica, el Estado burgués, pretendidamente vestido de Estado social responde con vías de integración también puramente mecánicas, vías horizontales. Para ello cuenta con la burocracia. La tendencia de la burocracia del Estado en el último siglo consistió, básicamente, en sufragar extensiones del aparato administrativo controladas políticamente (ello es, forman parte del sistema de dominación) que permitan la participación sumisa, disciplinada de aquellos sectores que al originarse fuera podían alzarse en contra en algún momento determinado. Los obreros de Europa, lejos de formar un ejército en contra del estado burgués, hubieron de engrosar ese mismo estado burgués a través de la afiliación sindical. Ahora, un proceso análogo está dándose en el caso de las minorías étnicas y religiosas. Unas minorías que suelen contar con tasas de reproducción muy superiores a las viejas mayorías y que constituyen ya, demográficamente, un “capital” político e ideológico de primer orden. Los partidos que quieren mantenerse en el poder saben que es preciso lisonjear a estos grupos étnicos (musulmanes, gitanos, etc.) y religiosos, pues su propia idiosincrasia en esta civilización es conflictiva. La exigencia democrática más elemental debería consistir en pedir al invitado y al divergente una aceptación de las normas de la sociedad que les acoge. Pero su tasa reproductiva es tan alta y el miedo que provoca en la masa la perspectiva de una mala integración, hace que el aparato del estado (partidos, sindicatos, burocracia en general) saque réditos de la captación de ciertas élites de estas minorías, con el fin –inicial- de convertirlas en funcionarios del estado. “Agentes interculturales”, preferentemente nativos, se crean por doquier por bajo de una amenaza latente: como estas minorías son temidas por parte de una sociedad civil nativa cada vez más muelle, el chantaje de una violencia posible y temida es explotado por la burocracia del estado. Esta burocracia, manipulando el temor o el estado muelle de sus ciudadanos nativos amplia los funcionarios y los agentes para-funcionariales (ONGs, Asociaciones subvencionadas) así como coopta a los miembros más asequibles de las minorías que constituyen amenaza potencial para la convivencia. Pero de esta manera, el estado burocrático (liberal o socialdemócrata) que había partido del individualismo, siguiendo la pauta capitalista de la atomización de la sociedad, avanza hacia una sociedad segmentada, reproduciendo modelos medievales (guetos, comunidades étnico-religiosas “al margen” de la ley) o del colonialismo anglosajón, que violan el principio abstracto de ciudadanía.

 

La actual decadencia de Occidentesignifica, también, la decadencia de este principio abstracto de ciudadanía, el formalismo extremo consistente en no querer ver otra cosa que un conjunto de átomos individuales, sin carne ni color, sin religión ni patria, acaso encasillados en dos clases sociales, los proletarios y los burgueses, igualmente abstractas y desdibujadas –por lo menos en el mundo desarrollado. Occidente ha perdido, por medio de estos dos caminos (cada vez más convergentes), el del individualismo atomista y el del enfrentamiento clasista, sus propias tradiciones de organización social. Ese cúmulo de instituciones seculares se fue eclipsando al tomar estas sendas. Se trataba de instituciones “naturales” en el sentido de que ligan a los hombres (con todas sus diferencias y todas sus particularidades) a su tierra, a su trabajo, a su vecindario, a sus consanguíneos, a sus mayores, a sus líderes natos, a quienes protegen y benefician, a quienes son protegidos y beneficiados. Dentro de estas instituciones rescatadas, el Estado no aparece como el árbitro igualmente abstracto, ni como el monopolio de la violencia en el bellum omnium contra omnes. Más bien, el Estado verdaderamente social debería aparecer como el más amplio encuadramiento, el organismo más extenso y envolvente desde el cual puedan “dialogar” las distintas instituciones (económico-productivas, culturales, territoriales, religiosas etc.). El Estado es cuerpo de diversos organismos y no, como defiende el liberalismo y la socialdemocracia, una masa de individuos que se enfrentan a lo largo de una línea de trincheras, la línea de la lucha de clases.

 

 

5. Las pequeñas naciones faústicas. La idea del Imperium.

 

En tal sentido, Occidente sería capaz de rearmarse moralmente, de fortalecer su edificio, volviendo al rico tesoro de su pasado y relanzándolo hacia un porvenir. Spengler señalaba las profundas características del alma faústica: siempre consiste en un centro de voluntad, en un disparo hacia el sino. El sino de Europa no tiene nada que ver un enjambre de nacionalidades que, hasta la derrota de Hitler, se llamaron “potencias”. Las naciones se han quedado pequeñas, como bien decía nuestro Ortega. Sólo desde unos “Estados Unidos de Europa”, desde un Imperium (forzosamente plurinacional y pluricultural) que respete al máximo la tradición y raíz local, pero que haga converger voluntades en un sentido unido y fuerte, cabe resistir a la invasión cultural y comercial que estamos sufriendo. Debería tenerse más en cuenta el mensaje del filósofo germano: las almas de cada cultura son radicalmente distintas. No hay muchas culturas (y civilizaciones) en el paisaje morfológico de la Historia Universal (quizás la lista de ocho que Spengler nos ofreció podría ampliarse de acuerdo con los nuevos descubrimientos, pero no son muchas). El proceso de globalización y el mito del crisol de razas suponen, en el fondo, una pérdida de la biodiversidad cultural. El capitalismo está muy interesado en uniformizar a los trabajadores (un planeta con muchos esclavos y consumidores), pues el capital tiende a concentrarse y a centralizarse. El Estado tiende a rebajarse más y más a la condición de mero instrumento o tenderete al servicio de una exigua cantidad de capitalistas, que además actúan como sombras o fantasmas, pues los agentes de la explotación son las sociedades anónimas.

 

El enjambre de naciones europeas, de que hablaba Ortega, tuvo su nacimiento en el principio dinástico, a decir de Spengler. Las dinastías de príncipes agruparon en torno a sí a territorios, razas, lenguas, siempre diversas y plurales. Donde el principio dinástico chocó con pseudomorfosis o principios más antiguos, la construcción de un Estado moderno chocó con macizos obstáculos. En este sentido, los estados mediterráneos conforman una anomalía notable: en ellos, la pervivencia de la polis, de la urbs, no deja de ser llamativa. Todavía hoy la España Mediterránea y Levantina se duerme en los laureles de un localismo universalista, si se permite la expresión paradójica. Hay mucho de romano, de cultura antigua, en los hábitos de italianos y españoles del Sur. Aquí en la España sureña y levantina, el principio dinástico, que forjó con el torrente de sangre germana, las naciones inglesa, francesa, alemana, chocó con las pseudomorfosis antiguas. En la Córdoba y Sevilla de los moros subsistían la aristocracia senatorial y los baños romanos, las reliquias jurídicas, los regadíos y mosaicos. Gran parte del Imperio tardoantiguo se hizo moro, y las pseudomorfosis de todo el Mediterráneo parecían de mayor solidez que todo principio dinástico godo, mero barniz efímero que no hacía mucho había sido arrebatado a los bizantinos (los bizantinos que todavía fueron llamados en la España goda “los romanos”). El principio dinástico netamente europeo, ya faústico, hemos de encontrarlo en los reyes asturianos y leoneses y, por extensión, en todos los régulos pirenaicos que pudieron surgir a raíz del empuje asturiano de los siglos VIII y IX. La sangre goda y la sangre indígena de los pueblos del norte fueron sustrato de ese principio dinástico: el tiempo impulsaba al espacio, esto es, la continuidad de un linaje organizador de territorios y de etnias. Alrededor de la corriente dinástica, superados los vicios germánicos de la monarquía electiva, lo que se precisaba era suelo. Hasta el Duero quedó un solar libre, apenas habitado, un solar al que había que regresar.

 

Al sur del Duero, en cambio, se dio la reconquista de grandes ciudades, de valles densamente poblados por islámicos y por mozárabes, todos ellos envueltos en la osamenta de la pseudomorfosis. Como sostuvo don Claudio Sánchez Albornoz, la sociedad hispanogoda avanzaba –con sus peculiaridades- en la misma dirección que las otras sociedades feudales de Europa, la francesa, la inglesa, la alemana. Pero la invasión islámica interrumpió por completo este proceso. La península ibérica se sustrajo, de improviso, en 711, del curso de la historia de Europa occidental y entró de lleno en la de Oriente, como prolongación de África y como sustentáculo de las más viejas pseudomorfosis. El mundo antiguo, en sentido spengleriano, se conservó viejo, exhausto, lleno de inercia: urbanismo henchido de población felah, capitalismo comercial, terratenientes amos de legiones de esclavos.

 

En contra de las necias tergiversaciones del ámbito del “diálogo de las civilizaciones”, y de la izquierda islamófila, quienes vencieron en Guadalate el rey don Rodrigo eran mayoritariamente bárbaros (la palabra beréber designa precisamente esta condición, y es una deformación del término bárbaro) conducidos por una escasa oficialidad de nobles árabes y, después, sirios. Su nivel cultural era muy bajo en comparanza con la rica cultura romanogoda, la tradición isidoriana, heredera –en la medida de lo posible en los siglos VII-VIII- del clasicismo antiguo y de la primera cristiandad. Si los muslimes pudieron luego desarrollar toda una civilización (y recuérdese que en Spengler esto mismo ya significa decadencia) fue por la apropiación de aquella rica cultura y nivel de desarrollo urbano, capitalista (en el sentido antiguo, que incluye esclavismo), literario, espiritual, etc. Pero lo que en Córdoba y Toledo brillaba como civilización, desde el siglo VIII al X, fue por continuidad del mundo antiguo. En cambio, lo que nació en las agrestes montañas asturianas y pirenaicas fue una cultura. El alma faústica de nuestros antepasados nació en la Reconquista, en el lapso mismo de esos dos siglos. Una cultura vigorosa, que tuvo que renacer de cenizas astures, godas, cántabras…y en la retorta de la Historia, mutarse, crearse para sobrevivir. Esta es la alquimia de la que venimos y que constituye el fundamento histórico y antropológico de toda la comunidad de pueblos que ahora nos vemos sumidos en la molicie de la globalización, del espíritu mezquino y derrotado de los felahs del siglo XXI. En frente, Al-Andalus debía recurrir a esclavos y mercenarios que pelaban por comida y dinero, no por la libertad ni por un proyecto de crear una Cultura con su propio sino. Un sino que no era el de los viejos godos, todavía abuelos de los cristianos hispanos altomedievales: un sino propio, original y fresco. Espada en mano y bajo la misma cruz, los cristianos fueron creando esa cultura. Al lado el arado o la azada, siempre vigilantes, al resguardo de temibles aceifas.

 

 

Hoy, en la Europa de la decadencia, desconocemos el significado de palabras como Tradición, Historia, Esfuerzo, Cuerpo Social. Vivimos atomizados y amalgamados. A todos nos quieren convertir en masa. La verdadera revolución social consiste en volver a ser fuertes, capaces de crear aristocracias, y que éstas puedan alzar los valores fundamentales de una Cultura. Sociedad “orgánica” formando un cuerpo con el Estado, y una verdadera federación europea, un Imperio continental. Estas dos posibilidades sumadas pueden retrasar la muerte de Europa, y salvarnos.

 

Bibliografía Citada:

 

Adorno, Th. y Horkheimer (1998): Dialéctica de la Ilustración. Trotta, Madrid.

Barbero, A. y Vigil, M. (1978): La Formación del Feudalismo en la Península Ibérica, Crítica, Barcelona.

Besga, A. (2000): Los Orígenes hispano-godos del Reino de Asturias, R.I.D.E.A., Oviedo.

Blanco C.J. (2011): Cultura y Civilización. L´Asturies celtoxermánica a la lluz d´Oswald Spengler. (1ª parte), N´Ast, 23-39

Ortega, J. (1998): La Rebelión de las Masas, Espasa-Calpe, Madrid.

Spengler, O. (1998): La Decadencia de Occidente (2 vols.), Espasa-Calpe, Madrid.

Veblen, Th. (2004): Teoría de la Clase Ociosa, Alianza, Madrid.

 

Notas

[1] (Spengler, 1998)

[2] Un gran peligro de las clases dominantes (en un inicio) consiste en volverse parasitarias. La “clase ociosa” (Veblen, 2004) debe mantener su vigilia de armas, y no perder vínculo con la productividad. De lo contrario, al ser parasitaria, es relativamente fácil obtener su extirpación.

[3] Spengler distingue netamente entre Pueblo y Nación. Unos pocos pueblos entrar a formar parte de la Historia Universal y están llamados a liderar y absorber a otros. Para ello se hace preciso que sea fundado el Estado. Su fundación no es un acto jurídico, es creación de una clase: la clase noble. La clase noble es la quintaesencia de la aldeana. Los mejores “labradores”, fuertes por su sangre (según Spengler, la raza) también en el uso de la espada, llevan impresa en su carne y su alma la noción de dinastía. El alma fáustica les impulsa a dotar a la nación de un territorio. Los pueblos mágicos (p.e. los islámicos) nunca llegan a ser naciones completamente. En ellos el arraigo de la tierra no es relevante. Les vincula el consensus universal, o la inmediatez de la ciudad, la tierra es contingente en ellos: tienden al nomadismo (en su fase primitiva) y al cosmopolitismo (en su fase civilizada). La oposición entre lo faústico y lo mágico (mezclado con la pseudomorfosis antigua) se podría ilustrar en los siglos VIII al X con la oposición entre Oviedo y Córdoba (Blanco, 2011).

[4] En su importante obra, Orígenes hispano-godos del Reino de Asturias (Besga, 2000), el profesor de la Universidad de Deusto, don Armando Besga Marroquín, se critican las tesis indigenistas de Barbero y Vigil (1978) para explicar “los orígenes sociales de la Reconquista”. Fundamentalmente, a la tesis indigenista se le achaca una casi nula apoyatura en las fuentes y un hipercriticismo para con las Crónicas Asturianas. En este sentido, el profesor Besga restaura el respeto y la fidelidad a las fuentes (cristianas o árabes), en el espíritu de Sánchez-Albornoz. Con cierta metodología comparativista, sin embargo, Besga insiste en la “independencia” de los vascones frente a los godos y (parcialmente) frente a los moros, cuando debe reconocerse su inexistencia como nación entonces, y su múltiple adscripción política y religiosa, pues había vascones bajo poder o influjo moro, franco, aquitano, asturiano y también independientes.  Eran una etnia. Los asturcántabros y godos, por el contrario, después de Pelayo o, si se prefiere, con Alfonso I formaron un Estado e hicieron suya la tradición cristiana, goda y romana para ser, bajo los cánones de la Europa faústica de entonces, un embrión de naciones. 

[6] (Adorno y Horkheimer, 2009).

 

  

La Razón Histórica, nº17, 2012 [94-108], ISSN 1989-2659. © IPS. Instituto de Política social.

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