Las ciencias de la naturaleza, el derecho y la moral europeas en la Ilustración.
Álvaro Antón Sancho.
Doctor en Matemáticas. Universidad Complutense de Madrid[1].
Resumen
En este trabajo estudiamos la evolución de las ideas sobre ciencia, derecho natural y moral en Europa en el siglo XVIII. Nos centraremos en analizar el nuevo enfoque científico, jurídico y moral basado en la observación y en la extracción de la naturaleza de las leyes propias de la creación y del hombre por la luz de la razón y en justificar que este nuevo enfoque está en la base de las nuevas perspectivas en ciencia, derecho natural y moral. Dividiremos el trabajo en tres partes, dedicadas una a cada tema.
Palabras clave:cálculo infinitesimal, nueva ciencia, razón, naturaleza, leyes de movimiento, hipótesis, ley natural, moral, utilitarismo.
Abstract
In this paper we study the evolution of ideas about science, natural and moral law in Europe in the eighteenth century. We will focus on analyzing the new scientific, legal and moral based on the observation and the extraction of the nature of the specific laws of creation and of man by the light of reason and justify this new approach is based new perspectives in science, natural law and morality. Divide the work into three parts, devoted to each of the three topics.
Keywords: calculus, new science, reason, nature, laws of motion, hypothesis, natural law, moral utilitarianism.
1. Las ciencias de la naturaleza.
El estudio de la evolución de las ideas científicas en el siglo XVII nos conduce a concluir que las matemáticas, en su doble vertiente de aritmética y geometría, están en este momento consideradas como paradigma de lo que es verdadero conocimiento. Las razones sabemos dónde buscarlas: de una parte una empobrecida noción de razón reducida a lo lógico-silogístico herencia de un esquema cartesiano racionalista de pensamiento; de otra a que la matemática se ha afianzado a lo largo de siglos y de modo especial en los últimos tiempos como un saber absolutamente cierto, fruto de que su método se adapta con suavidad y de modo muy natural al esquema lógico que acabamos de citar.
Ha llegado el momento del cambio. Estamos en el siglo XVIII y ya tenemos experiencia de un siglo de frenético quehacer matemático. La revolución que en matemáticas acontece en este tiempo está gobernada por la introducción del cálculo infinitesimal por Leibniz (y Newton paralelamente), con lo que se inaugura toda una era bajo la dirección del análisis matemático. Esto abre las puertas a la introducción de integración y diferenciación entre las clásicas operaciones algebraicas. A la geometría analítica fundada por Descartes se había añadido ahora la potente herramienta del análisis algebraico con una idea de base en cierto modo opuesta. Si para Descartes no hay más ser en las cosas que la extensión, y a esto se dirige principalmente el estudio de la geometría, a partir del siglo XVIII va a situarse en lugar preeminente el estudio del movimiento, como vamos a entender más adelante, que es lo que permite de modo más claro y nítido el cálculo infinitesimal.
El cálculo comienza a aplicarse en el siglo XVIII a la física: a la mecánica, tanto terrestre como celeste, o a la óptica. También a la geometría, sobre todo en este momento al estudio infinitesimal de curvas y superficies, fundándose la geometría diferencial, que consiste esencialmente en un estudio de los objetos clásicos de la geometría con las técnicas propias del nuevo cálculo.
Será de utilidad ver cómo evolucionó la matemática tendiendo hacia el siglo XIX para entender el papel de la misma en el XVIII. En el siglo XIX aparecen en matemáticas numerosas y muy ricas teorías. De una parte, el análisis matemático comienza a enfocarse desde el punto de vista del rigor formal (pensamos en los trabajos del matemático francés Cauchy, 1789-1857, sobre suma de series, teoría de funciones o sobre la definición precisa de lo que quiere decir lo infinitamente pequeño, el diferencial). Por otra parte, también es la época en que comienzan a descubrirse nuevos planetas solamente mediante el cálculo, sin acudir siquiera a la observación. En tercer lugar, cabe destacar el giro hacia la abstracción que domina en la matemática del XIX. Citamos como muestra el descubrimiento (paralelamente por Carl F. Gauss y János Bolyai) de las geometrías no euclideas, que en último término son sistemas geométricos absolutamente ideales pero perfectamente coherentes que se construyen a base de negar cierto axioma propio de la geometría euclidea. En el siglo XIX la matemática ha adquirido una cierta entidad y evolución propias y separadas de otros campos del saber y han tendido a pensarse a sí mismas.
En el siglo XVIII la matemática perdió la supremacía que, herencia del racionalismo cartesiano, como ya hemos anunciado, tenía hasta el momento. La razón es que un siglo de fervoroso trabajo matemático hizo ver que, si bien por el método la matemática se adecua a la perfección al ideal de un saber cierto de los objetos reales, no lo es así por los objetos. Para que el método lógico-deductivo funcionara era necesario imponer hipótesis sobre la naturaleza de los objetos estudiados que hacía que éstos no pudieran ser ya más objetos reales sino solamente objetos de la razón. Si para estudiar qué le pasa a un grave que se desliza por un plano inclinado es necesario suponer que el grave es unipuntual (esto es, que no ocupa volumen) y que el plano no tiene rozamiento (es decir, que no opone resistencia al movimiento del grave) entonces necesariamente el sistema de estudio no es real en absoluto, sino solamente puede ser pensado. Porque no es posible que un grave cumpla simultáneamente que goza de masa pero no de volumen ni es posible que un plano real, por tanto material, no oponga rozamiento, puesto que tal oposición está en la naturaleza misma de su constitución material.
Si los objetos propios del estudio de las matemáticas (las curvas perfectas y no singulares, las superficies perfectamente pulidas,…) son objetos que no están en la realidad entonces la matemática no puede aportarnos un conocimiento cierto sobre los objetos reales, como habíamos anunciado, sino que su campo de conocimiento es la evidencia, pero sobre otra clase de entidades que no forman parte de nuestro interés.
Newton había puesto las matemáticas al servicio de la física, situándolas de esta manera en el papel que van a tener a partir de ahora. Su pretensión es plantear un conocimiento científico que no parta de axiomas, que se acerque a las cosas reales en sí y que de ellas extraiga conocimiento pero que este conocimiento sea cierto. Pretende sacar de la misma naturaleza las leyes que la gobiernan. La certeza de ese conocimiento lo aportaría la labor auxiliar de la matemática y esa nueva ciencia daría lugar a la nueva física de la que se enamorarían entre otros Kant.
En Newton hay que apreciar el claro distanciamiento que plantea de la noción clásica de filosofía natural aristotélica. Frente a un conocimiento de los objetos de la naturaleza en su misma esencia, en cuanto que son lo que son, Newton inaugura un conocimiento que no alcanza al ser lo que son de las cosas, sino a las leyes de su movimiento. Se ve aquí la importancia del cálculo infinitesimal que explicamos con insistencia al principio. Este giro en la concepción de la filosofía natural y fundación de la nueva física está expresada en sus Principia mathematica philosophiae naturalis[2] con la expresión Hypotheses non fingo (no hago hipótesis) con la que responde a aquellos que pretendían una explicación de las causas de la gravedad explicando esencialmente que un conocimiento libre de hipótesis y axiomas sólo se puede lograr acerca de la cinética, de cómo ocurre la gravedad y no de su misma esencia.
En cuanto a la práctica científica, hay dos movimientos fundamentales en este periodo. Uno de ellos expansivo, fruto de la voluntad de explorar nuevos territorios, especies animales o vegetales, o el simple contacto científico que todo experto sabe que es fundamental para el quehacer en ciencia. Fruto de la proliferación de naturalistas e historiadores naturales se abulta el catálogo de especies vegetales y animales conocidos… El otro movimiento es de concentración. Al trabajo de expansión, de exitus, corresponde un redditus, un trabajo de laboratorio, análisis de muestras, observación pausada y reflexión que se ha de hacer en la soledad del laboratorio.
Este modo de proceder de la ciencia en el siglo XVIII no va a cubrir las expectativas que se habían puesto. Sobre todo porque no se ha podido consumar el tan ansiado destierro al sistema de formulación de hipótesis. Han surgido problemas reales que es necesario abordar desde la ciencia como la solución a la epidemia de la peste. No parece posible responder a la pregunta de cómo erradicar la peste sin responder antes al problema de cómo se genera y cómo se contagia y expande. Pero he aquí que la peste es una enfermedad bacteriana, de modo que es muy difícil de conocer en profundidad en una época en la que no era accesible técnica ni científicamente el estudio de las bacterias. Es por eso que surgen teorías, hipótesis, acerca de su generación y propagación, pero que no puede ser más que hipótesis.
Otro problema significativo surge en botánica y zoología. Carl von Linneo[3] (1707-1778) intenta en su Systema naturae, una clasificación taxonómica de los seres vivos. Como hemos dicho, este sistema permite clasificar los seres vivos según el parecido de sus caracteres y en función de su historia evolutiva, de modo que entre todos los seres vivos (vegetales o animales) hay absoluta continuidad. En este esquema de pensamiento subyace, sin decirlo, la hipótesis de que las especies surgen unas de otras por variación en el entorno natural de sus caracteres, teoría que formulará posteriormente el naturalista inglés Charles Darwin en su obra El origen de las especies, publicada en 1859. Nuevamente es una hipótesis. Para explicar el proceso según el cual ocurren estos cambios entre especies surgieron nuevamente diferentes teorías: Maupertuis[4], La Mettrie[5], Lamarck[6].
En último término, lo que hay debajo de esta evolución de la forma de entender la ciencia natural es un giro antropocéntrico. Voltaire expresó de modo muy claro el nuevo espíritu dieciochesco:
“Nunca debemos apoyarnos sobre meras hipótesis ni comenzar con el descubrimiento de cualquier principio y proceder luego a explicarlo todo. Debemos empezar por la desarticulación exacta del fenómeno conocido. Si no nos ayudamos con el compás del matemático y la antorcha de la experiencia, jamás podremos dar un paso hacia delante”.[7]
El ser de todas las cosas de la naturaleza ya sólo tiene que ver con las leyes de su funcionamiento, que es perfectamente cognoscible por la razón humana, de modo que el hombre se sienta en el trono de la creación. La creación tiene un trono, que es su propia inteligibilidad y el hombre en este momento se siente origen de esa inteligibilidad. El siglo XVIII se convierte en el siglo de la ciencia natural. Cassirer lo expresa así:
“La ley a que obedecen los seres singulares no les ha sido prescrita por un legislador extraño sino que radica en su propio ser y no es cognoscible totalmente por él”.[8]
Por fin el saber es poder. A través de la nueva ciencia se ha conseguido conocer la naturaleza hasta su dominación. Pero reflexionemos sobre qué significa conocer en este momento. Conocer no es ya llegar a la esencia de las cosas, sino determinar las leyes de funcionamiento de los procesos naturales y los modos y tipos de objetos naturales que se dan con el fin de prever sus acciones y poder controlarlos en sus efectos. En lo que se refiere a una enfermedad, por ejemplo (antes hacíamos referencia a la peste), conocer equivale a prevenir y a curar. El conocimiento es dominio porque los objetos naturales ya no son entidades sino procesos cuyas leyes se pueden extraer de la naturaleza misma y formular en términos del nuevo análisis matemático. La certeza de este conocimiento brota ahora, no sólo de la exactitud del método matemático sino del punto de partida propio de la nueva física situado en los mismos hechos. Esto es lo que justifica que la física prospere a partir de ahora como ciencia de leyes acompañada del método matemático y, a su vez, la matemática, en lo que tiene de propio camine por su lado reflexionando sobre su fundamentación.
En De la manière de traiter l’histoire naturelle, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788) descalifica a la matemática como ciencia, propugnando que el hombre del momento no busca ya las evidencias que la geometría puede aportar si éstas no van acompañadas de la certeza sobre los hechos que aporta la nueva ciencia. Recogiendo una idea kantiana, dice de las matemáticas que “no hay, por tanto, en esa ciencia nada más que lo que nosotros hemos puesto en ella”. Está haciendo alusión al hecho de que, por estar basada en axiomas y, más aún, en hipótesis que la realidad no verifica, la matemática se mueve en un mundo cuyos objetos no son los de la naturaleza y por tanto en ese mundo no real sino de la mente se mueven también las certezas a las que llega, que se deducen absolutamente de los mismos objetos por medio de la deducción, sin necesidad de observar lo real. Por eso la matemática llega a evidencias y la física, en cambio, a certezas. Además, define este nuevo método de hacer ciencia cuando dice que “las verdades físicas (…) no se apoyan más que en hechos… En matemáticas se supone; en física se afirma y establece”[9].
Este testamento intelectual recoge también una sentencia que explicita cómo el hombre se ha colocado en el trono de Dios desde el dominio sobre la naturaleza que le proporciona la nueva ciencia: “la verdadera gloria del hombre es la ciencia”, y apostilla después, “y la paz su verdadera felicidad”.
El siglo XVIII tiene una visión de Dios que es deudora de los acontecimientos en la historia de Europa de los dos últimos siglos. El nominalismo occamista, al radicalizar la omnipotencia divina y la distancia de Dios de la creación, contribuyó al nacimiento de este nuevo espíritu científico. El nominalismo facilitó una concepción de la ciencia en que las causas y los fines desaparecen a favor de las leyes de la naturaleza. Ya no hay una concepción causal ni teleológica de la realidad.
2. El derecho.
Las guerras de religión en Francia enfrentaron a la población civil entre 1562 y 1598. Su detonante fueron los enfrentamientos entre católicos y hugonotes o calvinistas, lo que llevó a disputas exacerbadas entre las casas nobiliarias abanderadas de cada una de las tendencias. Más adelante, la Guerra de los Treinta Años asoló Europa entre 1618 y 1648 enfrentando defensores de la reforma protestante y de la contrarreforma en Alemania a al Imperio español y Francia por la hegemonía europea. Estos hechos cambian la estructura social europea por crueldad y provoca que el gran problema sea la consecución de la paz. La premisa fundamental para la paz es no hablar de Dios, que pasa a ser así un elemento de conciencia privada, tal y como lo entendía Lutero, y no de afectación social. El gran constructor de la paz es ahora el hombre. La paz está construida sobre la razón humana, que es capaz de leer en la naturaleza del hombre las leyes naturales en las que basar su convivencia para que resulte pacífica.
La tarea del buen legislador es ya no la de crear leyes positivas a su arbitrio, sino la de reconocer las leyes naturales y, por lo tanto, de promulgar leyes que estén lo más de acuerdo posible con la naturaleza. Se entiende que para el cumplimiento de esta tarea es necesario un soberano único educado por sabios acerca de las verdaderas leyes de la naturaleza para poder gozar de la plenitud de sus propios poderes. Hay, por tanto, un despotismo necesario asentado en el conocimiento científico, un despotismo ilustrado.
Esta tendencia se expresa en el campo del derecho. El primero que lo teoriza es Thomas Hobbes (1588-1679). En el Leviatán explica que el hombre en estado de naturaleza previo a la estructuración del Estado se encuentra en situación de guerra de todos contra todos. El origen del Estado es el pacto que realizan todos los hombres entre sí subordinándose a un gobernante al que se le ceden los derechos individuales en favor de la organización social. John Locke (1632-1704) introducirá el acuerdo de tolerancia en sus Cartas sobre la Tolerancia, según el cual la base de la convivencia es tolerar las opiniones ajenas. Hugo Grocio (1583-1645) plantea que la naturaleza con sus leyes es lo único común a todos los hombres y por tanto en ellas debemos basar el derecho. Vemos así cómo el derecho natural ha caminado por la senda de desbancar a Dios como fundamento último y colocar en su lugar la naturaleza y la razón humana, que sabe leerla e interpretarla.
En este sentido cabe destacar el caso de Montesquieu. En L’esprit des lois, define ley como una relación necesaria que se deriva de la naturaleza de las cosas. Al analizar el tratamiento del derecho a lo largo de la historia se percata de la multiplicidad e incoherencia de leyes que han gobernado los distintos pueblos y atisba una sola claridad y es que, cualquier ley, por caprichosa que parezca, establece siempre una relación. Estas leyes pueden ser entre los objetos de que trate, entre las mismas leyes o con el legislador. Pero siempre el origen de esas relaciones es la naturaleza de los objetos sobre los que se legisla: naturaleza material o una naturaleza divina, porque el mismo Dios está sujeto a las leyes que Él mismo crea e imprime en lo creado. Estas relaciones son de carácter racional y, por tanto, inteligibles por el hombre.
En el caso del ser humano, éste está sometido a las leyes de la naturaleza, habida cuenta de su naturaleza corporal, pero también a las leyes de la religión, de la moral y a las leyes civiles, en virtud de su inteligencia. Por consiguiente vemos cómo el origen de la ley natural en Montesquieu es la misma naturaleza humana en sus dimensiones religiosa, moral y civil.
Toda esta reflexión que se llevó a cabo en el siglo XVIII acerca de la fundamentación de la ley natural en la naturaleza racional del hombre permitió definir un valor inalienable que al hombre le perteneciera en propiedad en cuanto tal y defendiera sus derechos en cuanto ser humano. Mención especial a este respecto merece la esclavitud que en la época aún se practicaba debido a la necesidad de colonizar nuevos territorios o por las ventajas comerciales que suponía. Ahora la esclavitud ya no podía justificarse ni por la naturaleza, que confiere una igual dignidad a todos los hombres, ni por la razón, presente en todos por igual.
El caso de Rousseau[10] y su posición en derecho natural es una excepción en el siglo XVIII. En Sobre la desigualdad[11], Rousseau desarrolla la idea del hombre en estado natural que, lejos de ser codicioso, como lo describió Hobbes, vive en un estado sosegado y verdaderamente libre El estado de naturaleza es un estado anterior a la invención de la conciencia y los derechos de propiedad. La única vez que el hombre natural causaría daño a otro es cuando su propio bienestar lo requiera, nunca sólo por maldad. La causa, por tanto, de hacer daño no está en la naturaleza racional del hombre, sino más bien en su naturaleza sensitiva. A propósito de esta observación, asegura:
“Dado que tenemos tan poco conocimiento de la naturaleza y tan imperfecta concordancia acerca de la palabra ley, sería muy difícil coincidir en una buena definición de la ley natural. Todas las definiciones que hallamos en los libros tienen, además, el defecto de carecer de uniformidad, el de derivarse de varias ideas que los demás hombres no tienen naturalmente y cuya utilidad no pueden concebir hasta que no han salido de su estado de naturaleza”[12].
Es decir, que la ley natural es una construcción racional y, en este sentido, deja de ser natural según la concepción de Rousseau. Rousseau pretende probar que el buen salvaje, el hombre en estado natural, es superior al hombre civilizado.
El siglo XVIII es la época de la fundamentación de la jurisprudencia por el derecho natural, que sienta sus bases en la naturaleza racional del hombre y en los descubrimientos de la nueva ciencia de la naturaleza. La luz de la razón humana se sitúa, así, en el trono de Dios en cuanto a la fundamentación de la actividad del hombre en privado y en su vida civil. Y por consiguiente es también la razón humana la que va a descubrir en la naturaleza humana las leyes morales, como veremos a partir de ahora.
3. La moral.
Hecha la nueva ciencia que domine la naturaleza desde los parámetros de la razón humana y del alejamiento del hombre de Dios y fundamentada la ley natural también en la naturaleza del hombre y su razón capaz de llegar a las leyes de la naturaleza, es preciso ahora construir una moral que ilumine la actividad del hombre desde la luz de la razón. Esta nueva moral está basada en el instinto del hombre que le conduce a ser feliz y en la razón, que le proporciona la forma de llegar a serlo.
El camino de la moral lo describe Denis Diderot (1713-1784) en su Apologie de l’Abbé de Prades (1770):
“De la experiencia pasamos a la noción abstracta de injuria y beneficio; las huellas impresas pronto en el alma (…) consuelan al hombre virtuoso e inspiran al legislador”.[13]
Es una moral basada en la razón que lee de la experiencia las normas universales de actuación del hombre.
Según la moral dieciochesca, las pasiones son un hecho natural, necesarias para la vida del alma. Son útiles porque son como el hambre y la sed que mueven al hombre a actuar. La moral debe dirigir las pasiones para que el hombre pueda seguir la ruta que la naturaleza le marca hacia su felicidad. El placer es un indicativo de esa buena dirección. Nos indica los bienes que debemos desear y los males que debemos rehuir. Así, la felicidad consiste en un estado duradero en que se experimenta más placer que dolor.
La naturaleza, que es racional, ha establecido entre los objetos naturales relaciones inteligibles. El bien es conocimiento de esas relaciones. El mal, por el contrario, desconocimiento de esas relaciones. Por consiguiente, el acto malo consiste exactamente en el juicio falso. La razón permite el conocimiento de las mencionadas relaciones para poder conocer el bien y el mal y dirigir de esta manera las pasiones en la buena dirección. La fuente, por tanto, de la universalidad de las nociones de bien y mal se encuentra en la razón humana.
La razón distingue entre la calidad de los placeres y los jerarquiza. Así, para Bolingbroke (1678-1751) (Letters on the Study and Use of History), el vicio es el abuso, exceso o mal uso de los deseos, las pasiones y los apetitos, mientras que la virtud corresponde al gobierno de esos apetitos según las normas de la razón. Se ve, por tanto, cómo hay una correspondencia biunívoca entre la virtud y la ley natural, siendo así que la virtud es la aplicación a los actos concretos de lo dicho por la ley natural.
Como hemos dicho, es el placer el criterio que permite etiquetar como bueno o malo un acto humano. Esta concepción hedonista de la moral conduce a trasladar la bondad de una acción no al fin de la acción sino más bien a los motivos de la acción y éstos a algo extrínseco a la acción. Esto permite ver esta moral del XVIII como precursora de la moral utilitarista[14] del XVIII y XIX. El utilitarismo de Bentham y Stuart Mill es una teoría ética según la cual la bondad de las cosas se mide por su validez. Por tanto no es una propiedad intrínseca de las cosas, sino que está vinculado a sus relaciones con los interesas o beneficios aparentes de aquel a quien se refiera. De esta manera, la moralidad de cualquier acción viene definida por su utilidad. El utilitarismo moral se convierte, así, en una doctrina consecuencialista o de cálculo de efectos.
Dos son las principales características de que goza esta moral dieciochesca germen del utilitarismo. Primero la legitimidad del amor propio. La afección hacia sí mismo es una inclinación natural del hombre provocado por el inherente instinto de conservación y por tanto bueno. En segundo lugar, el carácter social de la felicidad. La búsqueda de la felicidad individual no está reñida con la felicidad colectiva, más aún, se reclaman mutuamente. La virtud es, por tanto, equivalente a la sociabilidad. La sociabilidad es una inclinación natural en el hombre. La sociedad aporta al hombre el bienestar y la seguridad que exige su naturaleza, de forma que la vida social es ventajosa para él. D’Alembert dice en sus Éléments de philosophie que “la moral está fundada en una sola verdad de hecho pero indiscutible, sobre la necesidad mutua que tienen los hombres unos de otros y sobre los deberes recíprocos que esa necesidad les impone”[15].
En su Teoría de los sentimientos morales, de 1759, Adam Smith recoge sus enseñanzas sobre ética en la Universidad de Glasgow. Allí Smith asegura que el motor de las acciones humanas es el amor a sí mismo, de modo que para que la convivencia no se convierta en una guerra de todos contra todos, el hombre se ve obligado a controlar ese amor a sí mismo. El segundo pilar que sustenta la actividad del hombre es la empatía, según la cual cada hombre es capaz de ponerse en lugar del otro aun cuando con ello no obtenga beneficio personal. La conciencia es la voz interior que dicta al hombre la propiedad o no de sus acciones. Smith la llama espectador imparcial. Fruto de la disposición dinámica entre amor a sí y empatía, surgen en el hombre de forma natural los sentimientos morales (resentimiento, venganza, virtud, admiración, corrupción y justicia), cuyo origen y funcionamiento son explicados en esta obra. Esta tensión entre egoísmo y empatía la expresa así Smith:
“El hombre necesita casi constantemente la ayuda de sus semejantes y es inútil pensar que lo atenderían solamente por benevolencia (…) No es la benevolencia del carnicero o del panadero la que los lleva a procurarnos nuestra comida sino el cuidado que prestan a sus intereses”.[16]
Esta cita deja claro cómo Smith se hace eco de las nuevas virtudes de la moral de su tiempo pero pone el eco en el amor de sí como eje vertebrador de la acción del hombre.
Desde esta concepción del hombre en su dimensión moral construye Adam Smith su economía política en La riqueza de las naciones, 1776. Su tesis central es que la clave del bienestar social está en el crecimiento económico, potenciado a partir de la división del trabajo y la libre competencia. El planteamiento es que el bienestar social se logra apelando al egoísmo de los particulares. Pero no solamente se funda en este egoísmo. La empatía con el egoísmo del otro y el reconocimiento de sus necesidades es el mejor sistema para la satisfacción mutua de sus necesidades. Está sentando así los fundamentos del libre mercado en contraposición con el mercantilismo anterior.
La moral del XVIII se puso sobre papel en forma de catecismos filosóficos fundados en la experiencia y la razón y no ya en la fe. Tales son el de Grimm, Essai d’un catéchisme pour les infants (1755) o el de Saint-Lambert Catéchisme universel.Estos catecismos debían preceder al de la religión, pues en la época de la efervescencia de la primacía del hombre, el ser hombre y ciudadano es previo al ser religioso.
Bibliografía.
C.B. Boyer, Historia de la Matemática. Alianza Universidad, 1986.
I. Carrillo Prieto, Cuestiones jurídico-políticas de la Ilustración. Una lectura actual. Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 2011.
E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. de Eugenio Imaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1943.
M. Cohen, Filosofía política. Cátedra, 2002.
Ch. Darwin, El origen de las especies. Biblioteca Edaf, 2005.
P. Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Alianza Editorial, 1991.
D. Negro, Lo que Europa debe al cristianismo. Unión Editorial, 2006.
L. Prieto, El hombre y el animal: nuevas fronteras de la antropología. BAC, 2008.
[1]C/ Antonio Álamo Salazar, 27. CP 47140 Laguna de Duero (Valladolid), España.
Teléfono 652652544.
[2] Obra de 1687 en que Newton publicó sus descubrimientos en mecánica y cálculo. Por la concepción de ciencia que inaugura, supone una verdadera revolución en la historia de la ciencia.
[3] Naturalista, botánico y zoólogo sueco fruto de cuyas investigaciones nacieron la nomenclatura binomial de animales y plantas (esto es, según su género y especie), o la taxonomía, que se ocupa de la clasificación de los seres vivos a partir de sus parecidos y de la reconstrucción de su historia evolutiva.
[4] Matemático y astrónomo francés, 1698-1759. Miembro y después presidente de la Academia de Ciencias de Berlín y de la Royal Society de Londres. En biología postuló que la vida nació por generación espontánea a partir de la materia inerte y que esta vida primitiva engendró una multiplicidad creciente de especies a partir de mutaciones azarosas, eliminándose las mutaciones deficientes. Es un antecedente de la hipótesis de la selección natural.
[5] Médico y filósofo francés, 1709-1753. Escribió sobre moral obras como Discurso sobre la felicidad o El arte de gozar, sobre los placeres y la voluptuosidad. En biología entendía que los seres vivos habrían evolucionado desde seres perfectos por pérdida de caracteres, sobreviviendo sólo los más dotados.
[6] Naturalista francés, 1744-1829. Promulgó para la biología una filosofía propia con el fin de convertirse en una fuente de conocimiento al estilo de la nueva ciencia que se estaba imponiendo. A este respecto, escribió en Philosophia Zoologica en 1809:
“Sabemos que cualquier ciencia debe tener su filosofía y que sólo por ese camino hace progresos reales. Los naturalistas gastarán vanamente su tiempo describiendo nuevas especies, captando nuevos matices, todas las pequeñas particularidades de sus variaciones para agrandar la inmensa lista de las especies inscritas [...] si la filosofía de la ciencia se descuida, sus progresos no serán reales y la obra entera quedará imperfecta”.
En cuanto al origen de las especies promulgó que la gran variedad de organismos es estática y creada por Dios. Esos organismos son capaces de variar en sus caracteres debido a necesidades ambientales, pero respetando su condición específica (teoría que se conoce como lamarckismo propuesta en Philosophia Zoologica).
[7] Voltaire: Tratado de metafísica, 1736. Citado por Carrillo Prieto, Ignacio: Cuestiones jurídico-políticas de la Ilustración. Una lectura actual, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 2011, cap. 1.
[8] Cassirer, Ernst: Filosofía de la Ilustración, trad. De Eugenio Imaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1943.
[9] Citado por Hazard, Paul: El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid, 1991.
[10] Filósofo. Ginebra, 1712 – Ermenonville, Francia, 1778.
[11]1753.
[12] Rousseau, Jean-Jacques: Sobre la desigualdad, 1753.Citado por Martin Cohen en Filosofía Política, cap. 5.
[13] Citado por Carrillo Prieto, Ignacio: Cuestiones jurídico-políticas de la Ilustración. Una lectura actual. Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 2011.
[14] Prieto, Leopoldo: El hombre y el animal: nuevas fronteras de la antropología, Madrid, 2008.
[15] Citado por Hazard, Paul: El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid, 1991.
[16] Smith, Adam: La riqueza de las naciones. Citado por Cohen, Martin: Filosofía Política, Madrid, 2002, cap. 6.
La Razón Histórica, nº18, 2012 [42-54], ISSN 1989-2659. © IPS. Instituto de Política social