Empresario de la ira y pésimo revolucionario. En torno a una biografía de Francisco Largo Caballero[1].
Pedro Carlos González Cuevas
Historiador. Profesor de Historia de las Ideas. UNED (España).
Granadino de 1939, Julio Aróstegui Sánchez, recientemente fallecido, ha sido uno de los historiadores más destacados de la España actual. Discípulo, en un principio, del conservador Vicente Palacio Atard, director de su tesis doctoral sobre El carlismo alavés y la guerra civil, 1870-1876 (1970), se aproximó luego a la escuela marxista de Manuel Tuñón de Lara, convirtiéndose en uno de sus más significativos e inteligentes representantes. Nunca abandonó, por lo demás, su interés por el fenómeno carlista; pero trató igualmente otros temas relacionados con la violencia a lo largo de la II República y la guerra civil. En sus últimos años, prestó atención a los aspectos metodológicos de la investigación histórica, de la historia del tiempo presente y la de denominada memoria histórica. Fue catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, en la del País Vasco y en la Carlos III. Entre sus obras, destacan Los combatientes carlistas en la guerra civil española, 1936-1939, La Junta de Defensa de Madrid, 1936-1937 (en colaboración con Jesús Martínez), Don Juan de Borbón, ¿Por qué el 18 de julio… y después?, etc. En 2009, sus discípulos publicaron el volumen colectivo El valor de la Historia. Homenaje a Julio Aróstegui. Fue un hombre cordial, vitalista, incisivo, en ocasiones sarcástico e irónico, cuya inteligencia era muy superior a la de otros representantes de la tradición historiográfica en que se hallaba inserto. Sus discípulos hasta ahora han sido incapaces de superarlo; alguno de ellos se ha comportado como un mero erudito. En esta su última obra, Aróstegui abordó el estudio exhaustivo de la trayectoria vital del líder socialista Francisco Largo Caballero.
El autor considera que la Historia “no ha sido nunca justa” con Largo Caballero; y que es “un disparate hacerlo responsable de la guerra civil”. Consecuentemente, Aróstegui se propone hacer justicia al personaje. A la hora de buscar un hilo conductor a su biografía, lo describe como “un hombre de su clase”. Largo Caballero era la representación de “toda una clase”. “Para él se trataba de una conformación vital, casi ab origine, potenciada por su nacimiento, una obligada forma de vida y un horizonte moral. Desde la intuición, llegaría a percibir la clase casi como una realidad material. Y, para que fuese tal, habría de moldeársela y, sobre todo, debía ser organizada”. Un “dirigente singular” en “la Edad de Oro de una lucha secular”; “un hombre al servicio de un único principio servido por distintos caminos: la reivindicación estricta del progreso de su clase”. Y, además, un hombre “duro de talante y de carácter”. “Hirsuto y cortante por lo general, sumario a veces, contradictorio y difícil de entender en otras ocasiones, con su punto de rigidez y otro, compensatorio, de ironía”.
Nacido en Madrid, en el barrio de Chamberí, el 15 de octubre de 1869, Francisco Largo Caballero fue hijo de un carpintero y de un ama de casa. El matrimonio naufragó muy pronto por las infidelidades del marido. Como consecuencia de ello, la infancia del futuro líder socialista fue “dickensiana”. Su etapa de instrucción escolar se redujo a tres años. Comenzó a trabajar a los siete, primero como armador de cajas, luego como plegador de cartones; con posterioridad en una cordelería; finalmente como estuquista, un oficio “relativamente aristocrático en el mundo obrero”. A finales de los años noventa, entró en contacto con el PSOE y con la UGT. De su encuentro con Pablo Iglesias nació su activismo incansable, que “tomó forma en el molde de las ideas marxistas, fuese cual fuese su conocimiento directo y real de ellas”. Desde el principio, Largo Caballero se consideraría “un discípulo aventajado” del fundador del PSOE. “Ni que decir tiene que para él la lucha de clases es uno de los pilares en que se funda la acción del proletariado. No es preciso reelaborarla mentalmente sino que “existe”, dirá muchas veces, teniéndose por un estricto marxista. Y a ella y sus consecuencias se atendrá”. Como en el caso de Pablo Iglesias, su marxismo era de un acusado guesdismo. Aróstegui estima que, en realidad, el único texto marxista que frecuentó fue el Manifiesto Comunista. En el seno del PSOE, fue siempre un “pablista”. Vocal obrero en el Instituto de Reformas Sociales, ocupó pronto una concejalía en el ayuntamiento de Madrid en el distrito de Chamberí. Su posición ante la guerra de Marruecos fue de absoluta oposición; lo que le ocasionó alguna que otra detención. Por aquellas fechas, su “bête noire” fue José Canalejas. Igualmente, se mostró muy hostil ante la alianza con los republicanos, a los que consideraba “burgueses” y, por lo tanto, “explotadores”. Estimaba, además, que el voto obrero a los republicanos era un obstáculo para la lucha contra el capitalismo. Durante la crisis de 1917, cuando ya era vicepresidente de la UGT, fue uno de los más fervientes partidarios de la huelga general revolucionaria, al lado de la CNT, para lograr “una transformación completa de la estructura política y económica del país”. Fracasada la huelga, fue condenado, junto a otros líderes socialistas, a cadena perpetua por “sedición”. No obstante, resultaron todos amnistiados e incluidos en la listas de candidatos al Parlamento. Diputado por Barcelona, formó parte de la minoría socialista en las Cortes. La derrota de la huelga general revolucionaria, lejos de moderarlo, le reafirmó en sus convicciones revolucionarias, interpretándola como una etapa en el desarrollo de la conciencia de clase del proletariado.
En el XIII Congreso de la UGT, celebrado entre septiembre y octubre de 1918, Largo Caballero es elegido secretario general del sindicato. Desde su nuevo puesto, contribuyó a la modernización de su aparato y organización; y se creó la Federación de Trabajadores de la Tierra. Partidario ferviente de la unificación de las organizaciones proletarias, fracasó en sus relaciones con la CNT. Con respecto a la Revolución bolchevique, su posición permaneció, según Aróstegui, “muy lejana de la adhesión incondicional, pero no escatimó la exaltación y la admiración por el triunfo de la revolución proletaria en el antiguo país de los zares”. Sin embargo, cuando se produjo la escisión comunista, no dudó en calificar de fracaso la experiencia bolchevique. Según el autor, Largo Caballero nunca tuvo una verdadera “teoría” de la revolución. Sus orientaciones fueron “absolutamente pragmáticas, la “táctica” no de detendría ante la práctica oportunista y cuidaría siempre la protección y preservación sistemática de la organización”. De ahí su autodefinición como “reformista revolucionario”. Al mismo tiempo, promovió la presencia internacional del socialismo español en la Federación Sindicalista Internacional.
Su posición ante el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, fue, cuando menos, ambivalente. En ese sentido, Aróstegui titula el capítulo dedicado al tema “Con y contra la Dictadura”.Mientras la CNT pasó a la clandestinidad y la actividad del minúsculo PCE se redujo al mínimo, el PSOE tuvo, desde el principio, contactos con el Directorio militar. Frente a Indalecio Prieto, Largo Caballero, junto a Besteiro, fue partidario de la “colaboración” con el nuevo régimen; y comenzó a interesarse por las diversas modalidades de corporativismo vigentes en Europa. En octubre de 1924, el líder ugetista fue nombrado representante obrero en el Consejo de Estado. Su distanciamiento de la Dictadura no se produjo hasta 1929. En un principio, no se mostró tampoco reacio a la participación de los socialistas en la Asamblea Nacional Consultiva; y no se recató de “manifestar explícitamente y de forma sentenciosa que la Organización Corporativa del Trabajo sería una palanca fundamental de las relaciones industriales por el papel que hacía desempeñar a los Comités Paritarios”. En definitiva su posición ante la Dictadura fue de un “pragmatismo descarnado”, “un alarde de tacticismo”. Cuando el régimen primorriverista comenzó a dar señales de debilidad, el líder ugetista y sus partidarios se alejaron de ella. A partir de entonces, Largo Caballero y un sector del PSOE apostaron por la República, cuyo advenimiento fue, según el autor, “para el socialismo una indiscutible victoria”, aunque, al mismo tiempo, se pregunta “si no se trató realmente de una victoria pírrica”. Y es que aquella decisión provocó igualmente “una profunda ruptura”, ya que amplios sectores del partido consideraron aquella estrategia “enteramente ajena a los horizontes, la doctrina y las conveniencias tácticas del socialismo, y que para otros era, como mucho, no más que una etapa o trecho que situaría el intervencionismo en sus últimos límites antes de la llegada de la verdadera “República Social”. Para Largo Caballero, la República no era un fin en sí mismo; era “el marco óptimo antes de tomar totalmente el poder en el que el obrerismo debería operar de forma reivindicativa en el proceso de emancipación”; “una situación favorable, pero no definitiva”. En esa línea, el líder ugetista se mostró partidario de la declaración de huelga general, pero estuvo ausente de la reunión conjunta del 14 de diciembre de 1930. Tras el fracaso de la insurrección de Jaca, permaneció oculto. Posteriormente, salió de su escondite, presentándose a las autoridades e inculpándose como miembro del Comité Revolucionario. Fue ingresado en la Cárcel Modelo de Madrid, al lado de otros dirigentes socialistas y republicanos. El proceso subsiguiente resultó un juicio contra la Monarquía y su sentencia supuso “una suave condena que equivalió a la excarcelación de los detenidos”.
A la llegada del régimen republicano, Largo Caballero se hizo cargo del Ministerio de Trabajo y Previsión Social. Según Aróstegui, el rasgo esencial de su proyecto político fue “la pretensión de colocar la maquinaria de las relaciones de trabajo en el corazón mismo del Estado”, que supusiese “un control global del mundo del trabajo desde el poder”, abandonando así la concepción de la regulación de las relaciones laborales como una actividad subsidiaria o paliativa ejercida por el poder, que era la idea del liberalismo intervencionista desde comienzos del siglo XX. Prestó, en cambio, menos atención a los asuntos de la Seguridad Social. Su proyecto de Control Obrero no llegó a ser discutido en el Parlamento. Muy polémica fue igualmente la Ley de Jurados Mixtos, objeto de resistencia por parte de los empresarios, las derechas y los anarcosindicalistas. No menos discutida fue la Ley de Contratos de Trabajo, tachada de amenaza contra el orden social. Y lo mismo ocurrió con la de Términos Municipales. Dada la oposición suscitada, los objetivos de la legislación no se cumplieron; lo que desencadenó “una profunda revisión de la dinámica futura del sector socialista que representaba”. A juicio del autor, la posterior “radicalización” socialista fue consecuencia de su salida del gobierno, de la crisis económica, del paro y del temor a la destrucción de la obra legislativa llevada a cabo desde el Ministerio de Trabajo. Y concluye: “La radicalización socialista en modo alguno se entiende sin la presión de las masas”. Fuera ya del gobierno y perdidas las elecciones de 1933, el líder socialista consideró imposible realizar el proyecto socialista “dentro de una democracia burguesa”. Hizo referencias a la “dictadura del proletariado” y de nuevo valoró positivamente el ejemplo bolchevique. Creía, además, que el nuevo gobierno presidido por Alejandro Lerroux podía ser “un paso hacia la reacción fascistizante”; y con posterioridad, lo calificaría de “dictadura burguesa”. De aquella nueva coyuntura nació “el mito del Lenin español”. Según Aróstegui, la primera vez que se hizo mención a esa apelativo fue en Azuaya (Badajoz) el 9 de noviembre de 19933, durante un mitin en el que participó Largo Caballero. No obstante, el autor cree que la referencia al “Lenin español” pudo tener precedentes en la prensa de las derechas e igualmente fue atribuida al PCE. En cualquier caso, Largo Caballero hizo llamadas a la insurrección y a la revolución social. No fue él, sin embargo, quien elaboró el programa revolucionario socialista, sino Indalecio Prieto, donde, entre otras cosas, se propugnaba la abolición del Ejército y de la Guardia Civil, la socialización de la propiedad y el fin de las órdenes religiosas. En marzo de 1934, apareció la revista Leviatán, órgano intelectual del caballerismo, cuya tesis fundamental era que la dirección de la revolución correspondía en plenitud al PSOE. Leviatán tendría su complemento en el periódico Claridad. El propio Largo Caballero hizo mención reiteradamente a la necesidad de organizar milicias socialistas, a las que se refería como “nuestro ejército”. Un prólogo de este proceso insurreccional fue la huelga campesina puesta en marcha por la Federación de Trabajadores de la Tierra. Y la reiterada amenaza de huelga general revolucionaria se hizo realidad cuando el líder católico José María Gil Robles logró acceder al gobierno con tres carteras ministeriales. La insurrección se caracterizó por su mala organización, algo de lo que, según Aróstegui, el líder socialista “difícilmente podía quedar exculpado”. “Aún así esa amplia radicalización –matiza el autor- distinguió, en principio, entre un movimiento popular de defensa de la República y un proyecto de consecución del poder por la vía insurreccional, ya fuera para mantener la obra republicana o para sobrepasarla por la revolución social”. Largo Caballero no fue el fautor del episodio revolucionario; “lo fue de una masa absolutamente mayoritaria del socialismo español, en los dirigentes y la militancia, en todas las ramas y organismos”.
Todo ello resultó una “quimera”, porque no hubo, según el autor, ni instrumento ni sujeto revolucionario. Tras aquellos sucesos, el líder socialista estuvo encarcelado desde octubre de 1934 hasta diciembre de 1935. En sus declaraciones ante los tribunales, negó su participación en el movimiento y haber sabido algo sobre su preparación. Fue acusado de “rebelión militar”, pero finalmente fue absuelto por falta de pruebas. Frente a Prieto, Largo Caballero se mostró partidario de una alianza entre los partidos obreros y rechazó cualquier aproximación a los republicanos de izquierda. La lucha entre ambos líderes estuvo a punto de escindir al PSOE. Prieto pretendió acabar con la hegemonía caballerista en la minoría parlamentaria, pero no lo consiguió, porque la mayoría apoyaba al dirigente de la UGT. Por tanto, Largo Caballero nunca fue “un sincero frentepopulista”; y si formó parte, al final, de la coalición de izquierdas fue por razones puramente pragmáticas, “la composición de una mayoría parlamentaria capaz de promulgar una amnistía general para todos los presos por los sucesos de octubre”. “La cuestión de la lucha contra el fascismo y los monárquicos apareció tardíamente”. En sus intervenciones públicas, siguió defendiendo su deseo de llegar a una alianza con los partidos obreros y amenazó con la guerra civil. En las elecciones de 1936, el PSOE vio incrementado su número de diputados hasta 99. Por su parte, Largo Caballero propició la unificación de las Juventudes Socialistas y Comunistas; y, sobre todo, obstaculizó cualquier posibilidad de participación socialista en el nuevo gobierno republicano. Ante la mayoría caballerista, Prieto no se atrevió, en realidad, a debatir su presencia en el ejecutivo que presidía Manuel Azaña. La apuesta de Largo Caballero era la “autonomía obrera”, la revolución social e ir directamente a la constitución de un nuevo partido único del proletariado. Sin embargo, Aróstegui estima que la responsabilidad del líder socialista en lo relativo a la estabilidad de la II República no fue mayor que la de Azaña, Gil Robles, Casares Quiroga o Calvo Sotelo. Y es que, según el autor, “la responsabilidad histórica de aquellos hombres no puede ser juzgada, como erróneamente se hace por lo común, desde la perspectiva de la sublevación militar ocurrida cinco meses después del triunfo del Frente Popular”, ya que la sublevación “hundía sus raíces en conflictos anteriores, aunque se cubría con el ropaje de la defensa ante la revolución y del orden público”. Sin embargo, en otra página de la obra, Aróstegui señala que el peligro de la revolución social era “pensable” “para las clases supuestamente (¡) amenazadas por ella”. Según el autor, la actuación de Largo Caballero en aquella coyuntura fue “una amalgama de certeras intuiciones y de errores de realización”. “Careció, por lo demás, de unas formulaciones elaboradas y convenientemente explícitas en las declaraciones y en los textos de la época”. Tras el estallido del levantamiento de 1936, torpedeó los intentos de negociación protagonizados por Martínez Barrio; apostó por la unión de todas las organizaciones proletarias; y exigió al débil gobierno Giral que se armase al “pueblo”, es decir, a los sindicatos. Consecuentemente, el gobierno presidido por Largo Caballero tras el estallido de la guerra civil fue netamente izquierdista, que amalgamó a socialistas, comunistas, cenetistas y nacionalistas periféricos, con notable presencia sindical. A juicio de Aróstegui, Largo Caballero nunca fue partidario de “la reconstrucción del poder burgués”, sino de “un nuevo bloque de poder distinto”, “un programa real de unidad antifascista”. Incluso volvió a plantearse el tema de la unificación y la creación del Partido Único del Proletariado. “Lo que está claro es que –concluye el autor- en ningún caso puede decirse que el proyecto de Largo Caballero representara una mera y simple restauración del poder burgués”. Durante su etapa gubernamental, los asesores soviéticos y el propio Stalin le aconsejaron seguir la vía “parlamentaria”, pero el líder socialista señaló que ésta “no goza entre nosotros, ni aún entre los republicanos, de defensores entusiastas”.
En ese sentido, Largo Caballero no tomó ninguna medida en contra del proceso de colectivizaciones llevado a cabo por los anarquistas y por miembros del PSOE. Su estrategia fue “aplazar” la revolución social hasta el final de la contienda. Largo Caballero dejó hacer a sus ministros y se volcó en la cuestión militar. Según Aróstegui, el faísta Juan García Oliver “hizo una destacada labor en la normalización de la Justicia cuya orientación fue obviamente hacia la implantación de una “justicia popular”, pero en la que se intentó imponer la normalización de los procedimientos”. En el mismo sentido, estima el autor que no se sabe nada del conocimiento de Largo Caballero de las matanzas de Paracuellos del Jarama y de Torrejón de Ardoz. El jefe de gobierno se centró en la gestión militar y rechazó establecer el “mando único” del Ejército. Se mostró partidario de unas Fuerzas Armadas “políticas”; de ahí la creación del comisariado. Su política militar fue errónea, pues minusvaloró la importancia de Madrid y de Málaga; tampoco reparó en la amenaza del ataque de Mola en el Norte. Su obsesión fue la ofensiva sobre Mérida. En política internacional, persiguió lograr el apoyo de Francia y de Inglaterra, pero sin abandonar la ayuda soviética. E igualmente su gobierno hizo gestiones ante Italia y Alemania para que, mediante empréstitos, retirasen su apoyo a Franco. Se habló incluso de elementos negociables, como Marruecos y las reservas económicas.
Las sucesivas derrotas militares; su error en abandonar Madrid, cuya defensa fue capitalizada por el PCE; las divisiones en el seno del propio PSOE, hicieron que Largo Caballero fuese perdiendo apoyos progresivamente. Era conocido, en el lenguaje de pasillo, por “El Viejo”, “un hombre de talante difícil, duro en su lenguaje, poco flexible y un punto autoritario”. Sus grandes enemigos eran los comunistas. Los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona provocarían su caída. Frente a los comunistas, no quiso enfrentarse a la CNT y rechazó ilegalizar el POUM, por su carácter de partido proletario. Jugó la carta de la unión de los socialistas, concentrando en ellos la carga del poder gubernamental; lo que suponía la ruptura del equilibrio dentro de la coalición. Para colmo, no contaba con el apoyo de su propio partido. La llegada de Juan Negrín a la jefatura del gobierno tuvo como consecuencia el declive político de Largo Caballero, tanto en el PSOE como en la UGT. Aróstegui considera esta etapa como “la más negra” de ambas organizaciones; y estima que detrás de aquel proceso se encontraba “la insoslayable realidad de un emergente Partido Comunista”.
Largo Caballero se exilió en Francia a comienzos de febrero de 1939. Sin embargo, frente al “negrinismo” la iniciativa política recayó en Indalecio Prieto. Y es que, en el exilio, los caballeristas carecían prácticamente de apoyos financieros. Tampoco fue capaz de aliarse con uno u otro bando, ya que estaba contra ambos. Tras la derrota de Francia ante Alemania, el dirigente socialista fue confinado en varias localidades francesas. Estuvo a punto de ser extraditado a España, junto a la anarquista Federica Montseny; pero finalmente se rechazó la petición del régimen franquista. Luego, fue internado en el campo de concentración alemán de Sachsenhausen, al norte de Berlín, donde, sin embargo, recibió asistencia médica y logró sobrevivir. Finalizada la guerra mundial, Largo Caballero no apoyó al gobierno republicano de Giral; llegó a entrevistarse con Miguel Maura y con un representante de Juan de Borbón, el marqués de Carvajal; y se mostró partidario de una “solución plebiscitaria”, basada en los “Once Puntos”, para la “transición” política en España. Al final, se reconcilió con Prieto. Y murió en París en febrero de 1946. Sus restos fueron trasladados a España en 1978. Y hoy puede verse su faz en el madrileño Paseo de la Castellana, en una escultura, obra de José Naja.
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En general, no le ha sido fácil –ni lo es en la actualidad- al conjunto de las izquierdas españolas asumir críticamente su pasado. Nuestras derechas ni lo intentan; viven en otro mundo, sin pasado; o, lo que es peor, pretenden haber nacido en 1975. Por ejemplo, todavía carecemos de una biografía académica del líder comunista José Díaz e incluso de la carismática Dolores Ibárruri, “Pasionaria”. En el caso del recientemente fallecido Santiago Carrillo ocurre lo mismo. En el caso de los socialistas, hay que tener en cuenta que la memoria histórica del PSOE todavía permanece dividida entre “besteristas”, “negrinistas”, “prietistas” y “caballeristas”. Carecemos de biografías académicas de Prieto y de Besteiro, que tan sólo han sido objeto de estudios parciales y/o periodísticos. Los dedicados al catedrático de Lógica, como el de Emilio Lamo de Espinosa, se han ceñido al estudio de sus ideas políticas y filosóficas, algo que, la verdad sea dicha, da muy poco juego. Basta con leer Marxismo y antimarxismo para llegar a la conclusión de que Besteiro era un doctrinario bastante mediocre; y de los chascarrillos de Prieto mejor no hablar, por vergüenza ajena. Juan Negrín ha tenido mucha mayor fortuna histórica, porque dispone de una biografía de alto vuelo, obra del historiador Enrique Moradiellos. Las de Jackson y Miralles resultan, a su lado, parciales e insuficientes. Francisco Largo Caballero era un hueso bastante más difícil de roer por parte de la historiografía de izquierdas. El siempre intempestivo Angel Viñas no ha dudado, a la hora de realzar la figura de su endiosado Negrín, de descalificar al “Lenin español”, afirmando que nunca fue un auténtico rival para Francisco Franco; y eso que este historiador no se caracteriza precisamente por su simpatía hacia la figura del anterior Jefe del Estado. Con anterioridad, teníamos un ensayo biográfico, bastante objetivo, del historiador Juan Francisco Fuentes. Con valentía, Julio Aróstegui ha abordado el reto. Por lo que se refiere al personaje, la posición del biógrafo no resulta, como pudiera parecer a primera vista, apologética; pero sí, podemos decir, matizadamente favorable. De hecho, creo que puede percibirse en el texto, a poco que se profundice en su lectura, una cierta tensión. Se diría que Aróstegui hubiese querido ser más favorable al personaje; pero que sus crasos errores políticos e históricos son tan evidentes que una apología sin fisuras parece imposible. Quizás igualmente porque el muro del espíritu de la época obstruye masivamente el acceso no ya a sus textos políticos, sino a la propia figura. Los endebles escritos políticos de Largo Caballero resultan prácticamente ilegibles para personas con reflejos intelectuales, morales y estéticos de nuestra época. Es como si hubieran sido escritos en una ilusoria lengua extranjera o estuviesen impregnados de polémicas obsoletas hasta el punto que su efecto repelente prevalece hasta nueva orden sobre la curiosidad investigadora. En los, para algunos, buenos tiempos en que Manuel Tuñón de Lara y sus discípulos ejercían, sin miramientos, su empobrecedora hegemonía historiográfica es posible que la valoración de Aróstegui hubiese sido más favorable.
Pero, como señalaba hace años Renzo de Felice –citando al sociólogo Jules Monnerot- cuando la palabra “revolución” se viera desprendida de su aura positiva, habríamos cambiado de época. En eso estamos. Hoy, nadie quiere ser revolucionario, en vista de los desastres provocados por los regímenes de socialismo real. De vez en cuando, en las coyunturas más complicadas, Aróstegui intenta articular una exégesis cuando menos comprensiva; pero en la mayoría de los casos no resulta, al menos desde mi punto de vista, convincente. Con frecuencia, los gestos políticos de Largo Caballero son puestos, con énfasis, de relieve; pero esto último es, sin duda, un imperativo temático. Aunque en alguna medida el autor quiera matizarlo, la lectura de esta biografía lleva a la conclusión de que la figura de Francisco Largo Caballero fue una de las grandes desgracias para el movimiento obrero en general y para el socialismo español en particular. No creo –y lo he dicho muchas veces- que nadie sea ciento por ciento malo; y, desde luego, tampoco el líder socialista. Pero, tal y como nos lo presenta el propio Julio Aróstegui, nos parece una figura muy poco atractiva, tanto a nivel individual como político. Naturalmente, es preciso contextualizar al personaje, para no incurrir en juicios apresurados, injustos o anacrónicos. Uno de los capítulos más conmovedores del libro es la de su niñez y juventud. Largo Caballero fue hijo de un obrero que eludió sus deberes conyugales y paternos. Su instrucción primaria duró tres años. Esta ascensión de los primeros años por los duros peldaños de la indigencia, es lo más positivo de su biografía. A ese respecto, podemos destacar aspectos dignos de tenerse en cuenta en su trayectoria vital: su formidable voluntad, su honradez, su eficacia como organizador, etc. Sin embargo, destaca igualmente, como el propio Aróstegui señala, su exclusivismo clasista, su frialdad, su espíritu burocrático, su tozudez y dureza, ese “calvinismo de izquierdas” a que hizo referencia otro biógrafo del líder socialista, Juan Francisco Fuentes, lo hacen, a mí al menos, profundamente antipático. Parece un hombre sin auténtica intimidad, sin aficiones culturales o estéticas. ¿Qué leía?.¿Le gustaba el cuplé?. No consta. El autor intenta “salvar” en cierta medida a su biografiado de la acusación de ser el responsable político de la terrible quiebra de julio de 1936; pero su defensa dista de ser razonable. Sin duda, Largo Caballero no fue el único líder político español en favorecer la conflictividad social y política; pero no es menos cierto que su actuación sectaria, arbitraria y provocadora no favoreció ciertamente a la concordia. Intelectualmente, fue de una mediocridad abrumadora, común, por otra parte, al conjunto del socialismo español de la época; personalmente, un individuo unidimensional, marcado de modo indeleble por sus orígenes sociales, que no pudo liberarse de sus resentimientos; y, como político, protagonista de uno de los períodos más oscuros y macabros de la historia contemporánea española. Aróstegui nos describe a su biografiado como “un hombre de su clase”. Creo que la descripción resulta correcta; y ello tuvo profundas consecuencias a nivel individual, social y político. Fue, por de pronto, una manifestación más de ese “particularismo” dominante en la sociedad española que tan elocuentemente describió Ortega y Gasset en su obra España invertebrada. No existe –o, al menos, Aróstegui no lo señala- en Largo Caballero referencia alguna, por ejemplo, a la nación como espacio de solidaridad entre los distintos sectores sociales. La “nacionalización de las masas”, a diferencia de Jaurès o Lassalle, no pareció interesarle lo más mínimo; tan sólo “su” clase. Por ello, es preciso destacar el peligro inherente al concepto de “clase” tal y como era utilizado por Largo Caballero y sus acólitos en las luchas sociales y políticas. Y es que, como ha señalado el filósofo alemán Peter Sloterdijk en su obra Ira y tiempo, “clase” desde esa perspectiva “es sólo en superficie un concepto descriptivo de la sociología”. “En realidad, a él se adviene principalmente una realidad estratégica, dado que sólo su contenido se materializa a través de la formación de un colectivo de lucha (una unidad de cooperación de estrés máximo formado confesional o ideológicamente)”. Y concluye el filósofo alemán: “Quien positiva y, eo ipso, performativamente lo utiliza, encuentra finalmente una afirmación acerca de quién, a quién y bajo qué pretexto está justificado eliminar (…) Todavía el público no ha tomado conocimiento de que el “clasismo” prevalece sobre el “racismo” en lo que se refiere a la liberación de las energías genocidas en el siglo XX”. De ahí que Largo Caballero pueda ser conceptualizado como un auténtico “empresario de la ira”, que convirtió a un sector mayoritario del PSOE en una organización thimótica; en la terminología de Sloterdijk, en un auténtico “banco” de ira y de resentimiento.
Y es que, en primer lugar, la idea vertebral de toda la trayectoria política del líder socialista fue la conquista del poder para “su” clase. Según demuestra el propio Aróstegui, creía en ello absolutamente y sin titubeos, con una fe que podríamos calificar de berroqueña, mesiánica. Era una convicción fundada en su experiencia vital. Según las circunstancias políticas, adoptaba –como ocurrió un tanto escandalosamente en la Dictadura de Primo de Rivera- tácticas y estrategias de distante y aún enfrentado signo, porque las variables políticas y las instituciones le parecían accidentales e instrumentales al lado del imperativo básico. De ahí su profundo desdén hacia el régimen representativo demoliberal. Por eso, no podemos por menos que considerar a Largo Caballero –guste o no- como uno de los principales sepultureros de la II República, arquitecto de su ruina, aunque, desde luego, no el único. De un tiempo a esta parte, ciertos jóvenes muy posmodernos y algún que otro erudito a la violeta han criticado la defensa que algunos historiadores de la II República han realizado de la democracia liberal, calificándola de anacrónica. Y es que, según ellos, en los años treinta del pasado siglo dominaban en la opinión de izquierda otros conceptos de “democracia”. Sin embargo, en aquella coyuntura histórica, no se trataba sólo de la defensa de un determinado modelo político. Se trataba nada más y nada menos que de la convivencia o, si se quiere, de la coexistencia pacífica entre españoles. Para consolidar no ya las débiles instituciones republicanas, sino esa convivencia hubiese sido necesario ritualizar los conflictos inherentes a una sociedad en vías de modernización como la española de los años treinta. Fue precisamente lo que estuvo ausente, ya que las partes en conflicto no reconocieron en ningún momento la legitimidad del oponente. Esto hubiera significado que, aunque en conflicto, los distintos agentes políticos y sociales se percibieran a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo espacios simbólicos comunes dentro de los cuales tendría lugar el conflicto. Con la politólogo Chantal Mouffe , podríamos decir que la tarea del régimen parlamentario es transformar el antagonismo en “agonismo”. Es por ello que el concepto de “adversario” constituye una categoría crucial para la política parlamentaria y demoliberal. El modelo “adversarial” debe considerarse como constitutivo de la democracia liberal, porque transforma el antagonismo en “agonismo”. En otras palabras, nos ayuda a concebir como puede “domesticarse” la dimensión antagónica de lo político, gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial puede desarrollarse de un modo “agonista”, es decir, una forma de “guerra” en la que se ha renunciado a matar. En lugar de ello, Largo Caballero y sus acólitos recurrieron a la dicotomía amigo/enemigo, tal y como se desprendía de su concepción de la clase obrera, que conducía al voluntarismo revolucionario y a la violencia. Y es que la pura voluntad de ejercicio resulta necesariamente violenta; y la praxis revolucionaria desemboca en la guerra y en el terror. ¿Fue Largo Caballero un revolucionario?. Autores como Paul Preston lo han negado. Creo que la biografía que comentamos demuestra fehacientemente lo contrario, a pesar de ciertas reticencias del autor; algo que, por otra parte, ya habían defendido Andrés de Blas, José Manuel Macarro, Fernando del Rey y más matizadamente Santos Juliá. Largo Caballero no fue un mero “reformista revolucionario” o “reformista radical”. Con Andrés de Blas, podemos decir que Largo Caballero fue, sin duda, sobre todo en el período republicano, un revolucionario, a lo que habría que añadir un mal/pésimo revolucionario; el portavoz de un irresponsable aventurerismo, carente de táctica y de estrategia a largo plazo e incapaz de percibir y de prever las consecuencias de sus acciones. Su propia retórica lo demuestra; y es que el lenguaje, y más en política, no es sólo un reflejo pálido de la realidad, sino que, muy al contrario, contribuye decisivamente a configurarla. A ese respecto, y a diferencia de lo sustentado por Aróstegui, no sólo se sintió amenazada la “oligarquía tradicional”, sino el conjunto de las burguesías e importantes sectores de las clases medias: profesionales, funcionarios, propietarios e industriales.
Ya como ministro de Trabajo, su legislación contribuyó a encorsetar el mercado de trabajo y la iniciativa privada, con especial incidencia en el campo. Y entregó progresivamente el control de las relaciones laborales a sus correligionarios de la UGT a través de los delegados de su ministerio, de los alcaldes y concejales socialistas y mediante los jurados mixtos. Algo que, según apunta José Manuel Macarro, alcanzó en los pueblos una intensidad que rivalizó, si es que no superó, la influencia que habían ejercido las clásicas redes caciquiles. Su actitud tras su salida del gobierno y en las elecciones de 1933 se radicalizó aún más. Su apoyo a la huelga general revolucionaria de octubre de 1934 resultó un fracaso absoluto; y, lo que es peor, discutible desde la perspectiva de un revolucionario; algo que el líder socialista nunca fue capaz de asumir, sometiéndose a la necesaria autocrítica. Siempre creyó en el poder taumatúrgico de la clase obrera.
Por desgracia, “Octubre” siguió siendo un mito positivo para la mayoría de los socialistas. No menos negativa resultó ser la ulterior trayectoria de Largo Caballero, cuya actitud siguió siendo obstaculizadora de cualquier salida positiva a la problemática nacional. Basta con echar una mirada tanto a las páginas de la revista Leviatán -tan alabada por Paul Preston- como al periódico Claridad a la hora de ilustrar esa estrategia intimidadora y violenta, de la que serían víctimas no sólo los representantes de la “oligarquía tradicional” o de los partidos de la derecha, lo cual ya sería grave de por sí, sino políticos e intelectuales liberales o de izquierda como Besteiro, Ortega y Gasset o el propio Indalecio Prieto. Tal actitud no sólo dividió aún más al propio PSOE, sino que contribuyó eficazmente a que las clases medias y profesionales considerasen, llegado el caso, un eventual golpe de Estado como un acto de legítima defensa. Algo que, desde nuestra perspectiva, puede ser considerado, sin duda, como un error, pero que resulta históricamente explicable. Ningún sector social abandona de buen grado su propia existencia. La llegada de Largo Caballero a la presidencia del gobierno, tras el estallido de la guerra civil, puso de relieve sus escasas dotes políticas. Su exigencia de armar al “pueblo” o, lo que era lo mismo, a los sindicatos, supuso, de facto, el final de la República democrático-liberal; desató una revolución social de incalculables consecuencias; y deslegitimó el régimen hasta entonces legal no sólo ante las clases medias, sino ante la opinión liberal internacional. No deja de ser significativo que Aróstegui pase casi sobre ascuas en el tema de las matanzas de Paracuellos y Torrejón de Ardoz, exonerando a Largo Caballero de cualquier responsabilidad en aquellos hechos. Algo que me parece sumamente discutible. ¿No hubo, por lo menos, una responsabilidad política?. ¿Hizo algo para evitar la represión indiscriminada en el Madrid revolucionario?. ¿Contribuyó en alguna media a poner fin al holocausto eclesiástico que se estaba desarrollado en la zona republicana?. Silencio total.
En ese sentido, resulta un tanto escandalosa la mención a la “destacada labor de normalización” llevada a cabo por el anarquista Juan García Oliver al frente nada menos que del Ministerio de Justicia. Y es que aquel nombramiento fue otro de los graves errores de la etapa gubernamental de Largo Caballero. En primer lugar, porque enajenó aún más los apoyos a la República en el exterior; y, en segundo, por la brutalidad de que hizo gala el antiguo líder de la FAI al frente de su ministerio. No podemos olvidar, ahora que tanto se habla de la “memoria histórica”, que García Oliver fue el creador de los campos de trabajo en la zona republicana. A su vez, según muestra el biógrafo, Largo Caballero no hizo nada por obstaculizar las colectivizaciones llevadas a cabo no sólo por los anarquistas, sino por miembros de su propio partido y sindicato. Se limitó a retrasar hasta el final de la contienda el proceso revolucionario que contribuyó a desencadenar y que deseaba. Y, según el propio Aróstegui, nunca pensó en restaurar el orden “burgués”, es decir, democrático-liberal. En definitiva, podemos considerar a Largo Caballero, a lo largo de su etapa de jefe de gobierno durante la guerra civil, como un auténtico cosechador de derrotas, tanto a nivel político como militar.
Lamentable, a nivel humano, fue su situación de exiliado en Francia, sobre todo a partir de la invasión alemana; pero eso, a diferencia de lo sustentado por Aróstegui, no le exime de sus errores anteriores. Su “solución plebiscitaria” resultó ser un arbitrio más, destinado inexorablemente al fracaso. Además, ¿qué legitimidad poseía en administrar la paz alguien que había contribuido, con armas y bagajes, al estallido de la guerra civil?. ¿Tenía Largo Caballero alguna credibilidad en el exterior?. Creo que no. A mi modo de ver, resulta poco defendible el happy end que Aróstegui intenta en las últimas páginas de su biografía. Y es que el antifranquismo no tiene por que redimir la alucinada trayectoria del líder socialista. Como han señalado François Furet y Peter Sloterdijk, la izquierda ha intentado, mediante al fácil recurso del antifascismo, “borrar las huellas que delataban qué cerca se había estado de un sistema genocida de clases”. Por ello, Francisco Franco no puede convertirse en “salvador de la conciencia”; de la conciencia de las izquierdas españolas.
Todo lo dicho hasta aquí hace de Francisco Largo Caballero una figura profundamente estéril. De ahí que, para no pocos madrileños y españoles, entre los que me encuentro, la presencia de su estatua, estéticamente deleznable, en el Paseo de la Castellana, resulte una auténtica agresión simbólica.
Quede claro que tales juicios no ensombrecen en modo alguno la calidad de la obra que comentamos. Julio Aróstegui Sánchez ha escrito un libro sistemático, claro, erudito, apoyado en una inmensa bibliografía y material de archivo, que será, sin la menor duda, una obra de referencia fundamental en lo sucesivo. No obstante, es igualmente reflejo de la decadencia de una escuela histórica cuyos métodos y planteamientos dejaron hace años de ser fructíferos y convincentes.
[1] Julio Aróstegui Sánchez, Largo Caballero. El tesón y la quimera. Debate. Barcelona, 2013.
La Razón Histórica, nº21, 2013 [114-126], ISSN 1989-2659. © IPS.