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La crisis del Humanismo: de la crítica de la modernidad a la formulación del “socialismo gremial”.

 

 

José Alsina Calvés

 

Licenciado en Biología (Universidad de Barcelona). Master en Historia de las Ciencias y Doctor en Filosofía (España).

 

 

 

La crisis del humanismo de Ramiro de Maeztu se publicó en 1916 en inglés con el título Autoridad, libertad y función a la luz de la guerra, y fue traducido al castellano en 1919 por la Editorial Minerva de Barcelona[1]. Es, a nuestro juicio, el libro más interesante y novedoso de Maeztu por los motivos que intentaremos exponer.

 

A diferencia de la mayoría de libros de Maeztu, este no es una simple recopilación de artículos periodísticos. Aunque algunas de las ideas expuestas habían sido publicadas en la revista New Age, en La crisis del humanismo hay toda una argumentación desarrollada de manera sistemática y con una buena trabazón. Juntamente con Don Quijote, Don Juan y la Celestina, son obras elaboradas con un cierto sistema que las distinguen de las otras.

 

La crisis del humanismo es un libro de una gran originalidad ideológica. Maeztu razona 

ya en las coordenadas del pensamiento contrarrevolucionario, y lo que algunos autores han llamado “teología política”[2], es decir, partir de consideraciones religiosas y teológicas, que a su vez condicionan las ideas filosóficas y estas a las políticas y a las sociales.

 

Pero a diferencia de otros autores contrarrevolucionarios, como Donoso Cortés, Maeztu se toma en serio las ciencias sociales, y aporta datos y argumentos casi científicos en apoyo de sus ideas. Su tesis sobre el origen de las guerras a partir del expansionismo generado por las burocracias nos recuerda a la tesis del “complejo militar- industrial” desarrollado por las nueva izquierda de la década de los sesenta.

 

La crisis del humanismo comienza con una crítica radical a la modernidad desde los planteamientos teológicos y contrarrevolucionarios. Lo más original y radical de Maeztu es que no dirige su crítica fundamental hacia la Reforma protestante, sino contra el Humanismo y el Renacimiento. Para Maeztu, que aún no está obsesionado por el peligro de la revolución bolchevique, y que pasa de puntillas por la Revolución Francesa, la autentica Revolución es la del humanismo renacentista, y, fiel a las coordenadas de su pensamiento, cree que esta revolución es de orden teológico – moral, de la cual se derivan los cambios políticos y sociales.

 

Para Maeztu el humanismo renacentista (cuyos orígenes los sitúa en la filosofía de Ockam) ha hecho perder la fe en el pecado original, y con él, la conciencia del ser humano de vivir en pecado. Es un detalle importante, que muestra que su crítica a la modernidad no se centra en el Protestantismo (que jamás rechazo el mito del pecado original). A partir de aquí nace el pecado del orgullo, y que hace que el individuo empiece a considerarse “soberano”. Cuando esta soberanía se extiende al conjunto de los individuos nace el liberalismo; cuando es patrimonio de un solo individuo nace el despotismo. Ambos son frutos de la modernidad y ambos se complementan, pues el conjunto de individuos “soberanos” que no admiten ninguna instancia moral por encima de ellos que coarte su “personalidad” hace imposible la vida social, y como contrapartida nace el estado moderno, teorizado por Hobbes, con todos los ribetes propios del estado totalitario.

 

El paso siguiente, siempre según Maeztu, es pasar de considerar al Estado como una necesidad al Estado como un bien, y esto es responsabilidad en parte de la filosofía de Kant y, sobretodo de Hegel: es lo que Maeztu llama la “herejía alemana”, responsable de la génesis del estado autoritario alemán forjado por Prusia, y que es, en última instancia, responsable de la Primera Guerra Mundial.

 

Frente a esta crítica radical a la modernidad destaca en Maeztu una visión idealizada y bastante ahistórica de la Edad Media. De hecho lo que le interesa a Maeztu de la Edad Media no son tanto las cuestiones religiosas ni la propia filosofía escolástica, sino la idea de que en este periodo de la historia no existía el Estado como unidad de poder, sino que había “una pluralidad de poderes en equilibrio”. Maeztu cita la separación entre los poderes temporales y espirituales, pero sobretodo, los gremios y las corporaciones.

 

Si en su análisis crítico de la modernidad Maeztu muestra una buena preparación filosófica (ha estado pensionado en Marburgo y ha estudiado con Cohen) en su descripción de la Edad Media como “edad de Oro” de la humanidad comete bastante inexactitudes históricas. Prácticamente sitúa el origen del Humanismo en el siglo XII y confunde las primeras traducciones de textos clásicos de Toledo y Montecassini, con el aluvión de escritos en griego que llegaron a Italia después de la caída de  Constantinopla en manos de los turcos. Los siglos de mayor esplendor cultural de la Edad Media, XII, XIII y XIV, cuando se produce la asimilación de Aristóteles, la Escolástica, cuando nacen las Universidades y se construyen catedrales son vistos por Maeztu ya con una cierta desconfianza.

 

Curiosamente, estos gremios y corporaciones que Maeztu tanto admira, florecieron en estas ciudades tardomedievales, donde nunca llegaron a tener el poder y la influencia que Maeztu les atribuye. De hecho parece que toda la apología de la Edad Media sea una excusa para poder presentar las Corporaciones como una alternativa política y social tanto al liberalismo como al Estado autoritario, y esta propuesta sociopolítica es la que se desarrolla en la segunda parte de la obra.

 

Por tanto la reivindicación que hace Maeztu de la Edad Media como Edad de Oro de la humanidad no es tanto una exégesis de tipo histórico como una defensa ideológica del organicismo social, que desarrolla en la segunda mitad de la obra, como alternativa sociopolítica a los dos esquemas que rechaza: el liberalismo y el Estado autoritario. Las teorías sociopolíticas que defienden el organicismo social son abundantes en el periodo histórico de entreguerras, pero la de Maeztu tiene visos de una cierta originalidad. No se apoya en la biología ni en la metáfora de la sociedad como organismo, sino en la referencia histórica de los gremios medievales, que son de alguna manera descontextualizados y llamados a actuar de alternativa sociopolítica tanto del modelo liberal como del Estado autoritario.

 

Entre su crítica a la modernidad, representada por el humanismo renacentista, y su alternativa organicista, juega un papel fundamental la interpretación de Maeztu de la Primera Guerra mundial, sus causas y sus consecuencias. Esta referencia fundamental a un hecho histórico juega, entre otras cosas, la función de ligar las especulaciones sociopolíticas de Maeztu a la realidad y a la actualidad histórica.

 

Para Maeztu, anglófilo y aliadófilo convencido, la responsabilidad de la guerra está clara: el Estado autoritario alemán desarrollado a partir de la “herejía alemana” de Hegel. La burocracia, que detenta el poder en este tipo de Estado, tiende a la expansión indefinida de este Estado, y ello le lleva a la guerra imperialista de forma inevitable. Frente a este Estado se erigen las sociedades que lo han derrotado, la inglesa y la norteamericana, a las que Maeztu no ve como autenticas sociedades liberales e individualistas, sino como “democracias autoritarias”.

 

Maeztu reivindica los resultados de la Primera Guerra mundial como justificación a sus tesis. Frente a la obediencia incondicional de los soldados alemanes al Kaiser, fruto de su educación autoritaria y su culto al “Estado como un bien” opone el heroísmo de los combatientes aliados, como demostración de lo que pueden hacer los hombres cuando se unen entre sí y aceptan voluntariamente la disciplina cuando creen que están luchando por una causa justa.

 

Es evidente que estos razonamientos de Maeztu tienen una elevada dosis de arbitrariedad. Es altamente probable que muchos alemanes, aparte de su fidelidad al Kaiser, estuvieran altamente convencidos de la justicia de su causa. También es altamente probable que en el bando aliado hubieran soldados obligados por la leva forzosa. Pero no hay que olvidar que La crisis del humanismo no es un libro de historia, sino de filosofía sociopolítica y que, por tanto, lo realmente importante son los modelos teóricos que presenta.

 

Es precisamente en este terreno filosófico donde Maeztu realiza aportaciones más notables. En su reivindicación de los valores “objetivos” y de la “primacía de las cosas” encontramos ecos de la fenomenología de Husserl y de la necesidad de una filosofía sin presupuestos. Es muy probable que Maeztu conociera el pensamiento fenomenológico a través de su amigo Ortega, que fue uno de los grandes introductores de Husserl en España. No hay, si embrago ninguna referencia a este filósofo, ni a Heiddeger, auque si a Cohen, al cual Maeztu conoció en Marburgo, y al que cita como ejemplo que incluso los filósofos alemanes más liberales participan del culto al Estado como un bien.

 

Nada más alejado de la intención de Maeztu de hacer filosofía académica. Fue un hombre autodidacta, que nunca participó en los círculos universitarios, con la excepción de su experiencia de Marburgo. A pesar de ello La crisis del humanismo puede ser considerado, con toda razón, un libro de filosofía, entendiendo por tal la definición de Gómez Pin como “interrogantes que a todos conciernen”. Maeztu no es un filósofo que escribe para otros filósofos, sino un hombre preocupado por las grandes cuestiones, como la autoridad, la libertad, el Estado o el origen del poder en la sociedad, que escribe para todos aquellos que a su vez se sientan preocupados por estas cuestiones.

 

La propuesta sociopolítica que ofrece Maeztu en La crisis del humanismo tiene, a nuestro entender, gran interés y originalidad. Es un modelo de sociedad organizada en función de corporaciones en equilibrio entre ellas según el  modelo de los gremios medievales, con un Estado reducido al mínimo, y fundamentada en los “derechos objetivos” y el concepto de “función”. Es incompatible con el liberalismo y con el Estado autoritario, pero no con  la democracia ni con una cierta forma de socialismo, al que llamaremos “socialismo gremial”, inspirado en el llamado “guildismo” inglés. No hay la menor alusión al dilema monarquía/ república, con la excepción de un corto comentario sobre la Revolución Francesa, a la que alaba por “haber acabado con los derechos subjetivos de los reyes”.

 

 

LA CRÍTICA AL HUMANISMO

 

La crisis del humanismo empieza con un embate sin precedentes contra el Renacimiento:

 

Ya se ha dicho que las ideas centrales de la Edad Media consistían en mirar al mundo como un valle de lágrimas, y al hombre como “Yo, pecador”. De aquí que la Edad Media haya sido acusada de entenebrecer al mundo y de menospreciar al hombre, como si sus juicios de ambos no fueran reconocimiento de dos hechos, sino expresiones de una voluntad maligna e inhumana[3].

 

Es decir, para Maeztu estos dos juicios no parten de afirmaciones ideológicas, sino que son simplemente el reconocimiento de una realidad dada. No es que al hombre medieval le gustara vivir en un valle de lágrimas, ni considerarse un pecador, sino que simplemente reconocía la realidad que le rodeaba, y la realidad propia.

 

El deseo tiene muy poco que ver con estos juicios. Son juicios de madurez, de desengaño, de experiencia. Son hechos[4].

 

Es imposible no ver en esta afirmación un reflejo a la crítica filosófica al idealismo emprendida desde el pensamiento fenomenológico (vuelta a las cosas, filosofía sin presupuestos) o incluso desde el propio positivismo. Para Maeztu estos “hechos” los admite cualquier ser humano capaz de mirar hacia fuera (valles de lágrimas) y hacia dentro (yo pecador) con ojos imparciales.

 

Nada más alejado de la argumentación de Maeztu que una reivindicación de la escolástica medieval, que es, para la mayoría de los pensadores contrarrevolucionarios la philosophia perennis. Ni siquiera la menciona. En su argumentación, el declinar de la Edad Media ¡empieza en el siglo XII¡. Las Cruzadas y las guerras con el mundo Árabe en general, pusieron al mundo cristiano en contacto con otra cultura y civilización.

 

A las guerras sucedían treguas que permitían el cambio pacífico de ideas y productos. Por Palermo y Toledo fue filtrándose a Europa el conocimiento de la ciencia y la filosofía de los árabes. Por Venecia y su tráfico de especies y de esclavos fueron descubiertas las rutas marítimas de Oriente. Los soldados de la cuarta Cruzada hicieron interesarse a los escolásticos de París en el idioma y la literatura de Grecia[5].

 

No deja de sorprender las inexactitudes históricas, rayando la ignorancia, de que hace gala Maeztu, al referirse a la Edad Media. No establece ninguna solución de continuidad entre el siglo XII y el Renacimiento de los siglos XIV y XV. Afirma que llega a Europa “la ciencia y la filosofía de los árabes”, lo cual tiene parte de verdad, pero sin la menor referencia a Aristóteles y a Galeno. La afirmación de que los escolásticos de París se interesaron por el griego a través de los soldados de la cuarta Cruzada es falsa y grotesca.

 

Pero todo esto es secundario. La crisis del humanismo no pretende ser un libro de historia. Lo realmente importante es la disección crítica, a la vez psicológica y teológica del hombre del Renacimiento. Admite Maeztu que en este periodo (cuyos orígenes sitúa en el siglo XII) se produjeron muchas cosas buenas, tanto en el terreno del arte, del pensamiento y de la actividad económica. Pero precisamente aquí radica el problema, aquí se origina el “gran engaño”

 

Pero está en la naturaleza del hombre la tendencia a engañarse con el más peligroso de los engaños. Cuando un hombre hace una cosa buena y se da cuenta clara de que la cosa es buena, si se olvida por un momento que él, el autor de la cosa buena, no cesa por ello de ser un pecador, caerá fácilmente en la tentación de creerse bueno. “Mi obra es buena, luego yo soy bueno.” Tal es el sofisma del orgullo, el más grave de cuantos motivos de pecado afligen al género humano[6].

 

Este es, para Maeztu, el meollo de la cuestión. Es una cuestión ética y psicológica, pero bajo ella subyace una cuestión de conocimiento, de aprehensión correcta de la realidad. El hombre del Renacimiento, el humanista, y por extensión, el hombre de la Modernidad, cae en el pecado del orgullo y de la soberbia porque se engaña sobre su propia condición y sobre la realidad del mundo que le rodea. Se imagina que las cosas son de otra manera porque desea que sean de otra manera. Ha nacido una falsa conciencia (¿ideología?). Pero “la vuelta a las cosas” que defiende Maeztu señala la auténtica realidad, y esta es la autocomprensión como “yo pecador” y la heterocomprensión del mundo como “valle de lágrimas”.

 

Esta actitud del hombre moderno genera al idealismo, no en el sentido platónico, sino en el sentido racionalista, según el cual lo realmente existente no son las cosas, sino el pensamiento. De esta forma ya no hay cosas, sino objetos, y los objetos solamente son objetos en la medida en que son pensados.

 

Este orgullo de los humanistas, que a la vez se sustenta en la ignorancia de la auténtica realidad del ser humano es, para Maeztu, la causa de todos los males de modernidad.

 

Y como la ética humanista es falsa, sus consecuencias tienen que ser malas. Y fueron malas[7].

 

Y de esta ética falsa se deriva una política nefasta. Para Maeztu la sentencia “Yo soy bueno” significa “Tu eres malo”, y el corolario del razonamiento es “Yo debo mandar y tu debes obedecer”. El problema es que el otro no acepta el razonamiento, pues también se considera bueno. Y aquí está la raíz tanto del individualismo anárquico como del autoritarismo. De hecho son dos posiciones complementarias y que arrancan del mismo pecado del orgullo.

 

A partir de aquí Maeztu interpreta toda la historia de la filosofía moderna, la que lleva de Descartes a Hegel, pasando por Hobbes, Rousseau, Kant y Fichte, como una inmensa cadena de errores y de herejías que derivan del pecado del orgullo. Su máxima expresión es el idealismo absoluto de Hegel, al que Maeztu califica de “heresiarca” y compara con Mahoma, en el que Mundo y pensamiento llegan a identificarse.

 

Pero Maeztu va a ocuparse del Estado autoritario como centro de su crítica por una razón muy sencilla: una sociedad basada en el individualismo absoluto es imposible. Las tendencias anárquicas de una sociedad en que ninguno de sus miembros admita una instancia superior a su “yo” soberano generan, como antítesis necesaria, al Estado moderno. Pero este Estado autoritario moderno no solamente es posible, sino, como diría Gustavo Bueno, es “realmente existente”.

 

Pero este Estado, que surge como una necesidad poder gobernar a esta sociedad de “yoes” soberanos, y que va a ser teorizado por Hobbes en su Leviatán, pasará, de la mano de Kant y, sobretodo de Hegel, de ser considerado una necesidad a ser considerado un bien. Es lo que Maeztu llama la “herejía alemana”.

 

 

 

LA HEREJÍA ALEMANA: DEL ESTADO COMO NECESIDAD AL ESTADO COMO BIEN

 

Desde el punto de vista de la filosofía política, dos pensadores como Hobbes y Rousseau, parecen situarse en las antípodas. El propio Maeztu lo admite cuando escribe:

 

Frente a Hobbes, que niega la bondad natural del hombre, se levanta Rousseau que la afirma. De aquí su concepto distinto de la sociedad. Hobbes mantiene la utilidad de todos los elementos “artificiales” de la vida social: la civilización, el soberano, la ficción jurídica de la personalidad. En cambio Rousseau desea que el hombre conserve su naturaleza todo lo posible dentro de la vida social. Mientras Hobbes quiere que los pueblos obedezcan a los príncipes, Rousseau les dice que ellos mismos son príncipes[8].

 

Pero en el fondo todo es lo mismo, pues ambos beben de las mismas fuentes. Hobbes teorizó el Estado totalitario, mientras que Rousseau fue demócrata, pero uno de sus discípulos predilectos, Robespierre, impuso en Francia un terror que poco tenía que envidiar al Leviatán. De hecho ambos piden al individuo sumisión frente al Estado, solo que en Rousseau el Estado de llama “voluntad general” que emana de un hipotético “contrato social”. Otra cosa que comparten es su visión utilitaria del Estado:

 

Ni Hobbes ni Rousseau alimentaban ilusiones respecto a los fines del Estado. Todo lo que le piden es que “garantice los contratos”, o que “ejecute la voluntad general”, “que imponga la paz”, o que “proteja la persona y propiedad general de cada asociado”. A despecho de la modestia del propósito, tanto Hobbes como Rousseau quieren que el Estado asuma el poder supremo, único y absoluto[9].

 

Pero el paso siguiente es el fundamental para Maeztu. El paso del Estado como necesidad al Estado como un bien. El máximo responsable es Hegel, al que Maeztu califica de “el heresiarca máximo que el mundo ha producido desde los días de  Arrio y de Mahoma”[10], pero ha sido Kant quien le ha preparado el camino. No es casualidad que ambos sean alemanes, y por esto Maeztu habla de la “herejía alemana”[11].

 

Afirmar que Hegel es el filósofo del Estado por excelencia no es nada original. Pero atribuirle a Kant el papel de precursor es una tesis bastante más novedosa. Para Maeztu el meollo de la cuestión estriba en la propia ética kantiana. La ética de Kant deriva la bondad de los actos de la bondad del agente, es decir, si un  acto es bueno, la razón de la bondad hay que buscarla en el actor. Es, por tanto, una ética subjetivista que vuelve a poner sobre la mesa el error por excelencia de los humanistas del Renacimiento.

 

A su vez el error ético de Kant es una consecuencia de la su teoría del conocimiento:

 

Es una aplicación al mundo moral del idealismo lógico que hace creer a Kant que un conocimiento exacto es imposible como no lo piense un ser pensante puro. Pero el hecho es que Kant supone la existencia de un agente (sustancia o función) en el alma humana que ejecuta las buenas acciones. Este agente es la Razón Práctica. La Razón Práctica no es el Estado, pero es trans – individual y supra- individual[12].

 

Para entender bien este punto es precisa una revisión sucinta a la epistemología kantiana, y como esta se relaciona a su vez con la ética. La teoría del conocimiento de Kant se inscribe en la tradición del racionalismo idealista de Descartes y Leibnitz, aunque también recibe influencias del empirismo de Hume. Kant distingue los juicios analíticos de los sintéticos: los primeros son aquellos en los que el predicado está contenido en el sujeto, como por ejemplo el triángulo tiene tres lados. Son juicios universales y necesarios, pero no nos aportan ningún conocimiento nuevo. En los juicios sintéticos el predicado nos da información que no está contenida en el sujeto; por ejemplo el calor dilata los cuerpos. Son fruto de la experiencia, son por tanto “a posteriori” y no son ni universales ni necesarios.

 

Pero la ciencia (y Kant se refiere sobre todo a la  física de Newton) es posible en la medida que existen juicios sintéticos “a priori”, es decir, no procedentes de la experiencia. Ello es posible porque el espacio y el tiempo, según Kant, no son conceptos que procedan de la percepción, sino formas “a priori” de nuestra sensibilidad que hacen posible nuestra percepción.

 

Hay un conocimiento “a priori” de las cosas de la naturaleza. Un buen ejemplo lo tenemos en este conjunto de teoremas que en la física (o mejor en la mecánica) antecede al estudio restante, y que en la época de Kant recibía el nombre de “mecánica racional”: conjunto de proposiciones acerca de objetos reales, como las leyes del movimiento de Newton, que no son derivadas de la experiencia, sino extraídas de nuestro propio pensamiento, pero que coinciden con el comportamiento real de los objetos.

 

Ahora bien, el conocimiento que podemos tener de las cosas, sea por los juicios sintéticos “a priori”, sea por la experiencia, es solamente un conocimiento fenoménico, de lo que se manifiesta. El “nóumeno” o “cosa en sí”, la esencia última de la cosa permanece impermeable a nuestro conocimiento. La metafísica, es decir, el intento de captar las esencias últimas de las cosas, es imposible. Los intentos de solucionar los tres grandes problemas metafísicos: la inmortalidad del alma, la existencia de Dios y la naturaleza del universo, han sido inútiles. Cualquier tesis metafísica es tan demostrable (o indemostrable) como su tesis contraria. Es lo que Kant llama las antinomias de la razón pura.

 

En la filosofía de Kant coinciden tanto la tendencia racionalista como la empirista que tienden a la eliminación del objeto como cosa. Con el pensamiento como pura vivencia la cosa deviene objeto, es decir, objeto de conocimiento. En la relación de conocimiento lo que llamamos “ser” no es ya un “ser en sí”, sino un “ser para ser conocido”, cuya existencia depende del sujeto pensante como objeto de conocimiento.

 

La definición tradicional de conocimiento como “adecuación del entendimiento a las cosas reales” queda así subvertida, pues no podemos acceder al conocimiento de la “cosa en sí”. Para Maeztu, que afirma la existencia de cosas reales, tanto materiales como espirituales, y establece su concepto de  “función” como resultado de las relaciones del hombre con las cosas, la epistemología de Kant es inaceptable.

 

Pero la cuestión no termina aquí. Al demostrar la imposibilidad de la metafísica Kant consuma la escisión entre la verdad teórica y la verdad moral. Ya no existe fundamentación: la moral se ha hecho “independiente”. Los preceptos morales constituyen el conjunto de un modelo que pensamos para ajustar a él nuestra vida y nuestra acción. Estas ideas, en el sentido de reglas, constituyen el contenido de la ética, que deviene ciencia o conocimiento del ideal moral.

 

Esto parece llevar a la relatividad de la ética. De hecho cada filosofía ha elaborado sus preceptos  morales, y la ética  ha tenido como objeto dictar leyes a la conducta. Pero este no es el caso de Kant, porque él cree que estas leyes están claramente impresas en la conciencia común (como los juicios sintéticos “a priori”), y por tanto el objetivo de la ética es simplemente el de descubrir las condiciones que todo ideal, que todo código de reglas prácticas debe llenar para ser llamado idea moral.

Kant advierte que todo acto voluntario se presenta a la reflexión en forma de un imperativo, es decir, de un mandamiento: hay que hacer esto. Esta forma de imperativo se especifica, según Kant en dos clases, imperativos hipotéticos e imperativos categóricos.

 

La estructura interna del imperativo hipotético consiste en sujetar el mandamiento a una condición. Por ejemplo. “Sí quieres aprobar el examen, estudia”. El imperativo es “estudia”, pero es un imperativo limitado, no es incondicional, sino que está bajo la condición “si quieres aprobar el examen”.

 

Los imperativos son categóricos cuando el mandato no está puesto bajo ninguna condición, cuando son absolutos. Los imperativos de la moral se suelen formular de esta manera, sin condiciones: “Obedece a tus padres”, “No mates a otro hombre”, “No robes”, etc.

 

¿A cuál de estos imperativos corresponde lo que llamamos moralidad? Es evidente, recalca Kant, que la moralidad no es lo mismo que la legalidad. La legalidad de un acto voluntario consiste en que la acción efectuada se ajuste a la ley. Pero no basta con que una acción sea ajustada a la ley para que sea moral. Para ello es menester que algo acontezca en el instante que antecede a la acción, en el ánimo o voluntad del que la ejecuta. Una voluntad que decide hacer algo por esperanza de una recompensa o por temor al castigo pierde todo valor moral. En cambio un acto moral tiene pleno mérito moral cuando la persona que lo verifica ha sido determinada únicamente porque este es el acto moral debido.

 

En los actos donde no hay pureza moral, es decir cuando se actúa en función de la recompensa o el castigo, el imperativo categórico ha sido substituido per el imperativo hipotético. Para Kant una voluntad es realmente pura, moral, valiosa, cuando sus acciones están regidas por imperativos auténticamente categóricos. Y entonces la formulación será: una acción denota una voluntad pura y moral cuando es realizada no por consideración al contenido empírico de ella, sino simplemente por respeto al deber; es decir, como imperativo categórico y no como imperativo hipotético.

 

Más ese respeto al deber es simplemente la consideración a la forma del “deber”, sea cual fuere el contenido ordenado de este deber, y de aquí deriva la forma de imperativo categórico como ley moral universal de Kant: “Obra de manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a obrar sea una ley universal”. De esta manera la moralidad se vincula a la pura forma de la voluntad, y no a su contendido.

 

 Para aclarar el fundamento de esta ley moral por un lado y esta voluntad pura por el otro, Kant distingue entre autonomía y heteronomía de la voluntad. La voluntad es autónoma cuando ella se da a sí  misma su propia ley; es heterónoma cuando recibe pasivamente la ley de algo o de alguien que no es ella misma. Todas las éticas fundadas en mandamientos, penas, castigos y recompensas son de naturaleza heterónoma. Solamente es autónoma aquella formulación de la ley moral que pone en la voluntad el origen de la propia ley. Solamente esta es auténticamente moral.

 

Ahora bién, si solamente la voluntad moral pura es voluntad autónoma ello implica necesariamente el postulado de la libertad de la voluntad. De aquí la crítica de Maeztu, que atribuye a Kant la ideas de que la bondad del acto se deriva de la libertad del agente. Pero Kant se refiere a la libertad de la voluntad individual. Para Maeztu el paso siguiente es atribuir la bondad del acto en función de la libertad del agente, cuando este agente no es la persona individual, sino el Estado.

 

El punto de continuidad entre la ética kantiana y la teoría del Estado de Hegel es, para Maeztu, Fichte, cuando este interpreta a Kant definiendo el Ego como algo absoluto que lo comprende todo: el mundo externo y el interno. El Ego de Fichte absolutiza la identidad entre la experiencia y los objetos, que en Kant es vista solamente como una posibilidad.

 

Para que la vida moral sea posible, el Ego empieza por postular una materia de la acción, y de esta suerte crea la Naturaleza, pero al mismo tiempo tiene que afirmarse como forma. El Ego práctico es, por lo tanto, la materia y la forma de la acción. Este Ego no es aun el Estado[13].

 

Para entender el paso de Kant a Fichte (y en general a toda la filosofía idealista postkantiana) hay que entender que Kant remata y perfecciona el pensamiento idealista, pero al mismo tiempo introduce en él unos gérmenes que veremos desarrollarse en los pensadores posteriores. El primero es esa “cosa en si” que Kant ha eliminado de la relación de conocimiento. El sentido de la “cosa en sí” es el de satisfacer el afán de unidad, el afán de incondicionalidad que siente el ser humano.

 

Todo acto de conocimiento presupone una relación, pero está condenado a estar sometido a condiciones, precisamente por su condición de relación. De manera indefectible plantea nuevos problemas que dan lugar a nuevas relaciones, determinando una red en la que el afán cognoscitivo de ser humano no descansa. De hecho, busca sin cesar un objeto que, luego de ser conocido no plantee nuevos problemas, sino que tenga en sí la razón integral de su propio ser y esencia.

 

Este objeto no lo pueden proporcionar las ciencias positivas, pues ninguna da conocimiento de la “cosa en sí”. La búsqueda de este “absoluto” es lo que caracteriza a los tres filósofos idealistas postkantianos, Fichte, Schelling y Hegel. Pero  Maeztu no menciona al segundo, y ve al primero solamente en función del hilo conductor que lleva de Kant a Hegel.

 

Fichte parte de la absoluto y verifica la intuición intelectual de lo absoluto, y lo intuye bajo la especie del “yo”. Pero es un “yo” absoluto, no empírico, sino del yo en general, es decir de la subjetividad. Pero este “yo” absoluto para Fichte no consiste en pensar, sino en actuar, y su esencia es la acción, la actividad. En el acto primero de afirmarse a su mismo como actividad, tropieza con el “no yo”, con el objeto, al cual, necesariamente, tiene también que afirmar. Así nace el primer trámite de explicitación de lo absoluto, que se explicita en sujetos activos y objetos de la acción.

 

Ya tenemos aquí derivado, deductiva y constructivamente, de lo absoluto el primer momento de esta manifestación en el tiempo y en el espacio. Por un lado tenemos los “yos” empíricos y por otro lado el mundo de las cosas. Pero como el yo del hombre empírico es fundamentalmente acción, el conocimiento tendrá que ser preparación para la acción.

 

En Fichte se reconoce la primacía de la conciencia moral de Kant. El conocimiento es una actividad subordinada que tiene por objeto el permitir la acción, el proponerle al hombre acción. El yo es plenamente lo que es cuando actúa moralmente. Pero para actuar moralmente el yo necesita dos condiciones: primero, que haya un “no yo”, segundo conocerlo. De esta manera Fichte va sacando, deductivamente y constructivamente de lo absoluto toda su explicitación, su manifestación, su fenomenalización, en el mundo de las cosas, en el espacio, en el tiempo y la historia.

 

A partir de aquí, según Maeztu, ya no hay distinción entre la vida legal y la vida moral, ni hay acciones autónomas y heterónomas: el camino hacia Hegel está libre. En su filosofía se funde el unitarismo y el trinitarismo:

 

Es unitario en su proposición panteísta: “Todo es uno y lo mismo”. Es trinitario en cuanto que descubre tres momentos en esta gran unidad que es al mismo tiempo el mundo y Dios: el momento de posición, el de negación, y el de síntesis de posición y negación[14].

 

El lenguaje religioso y teológico de Maeztu no es ninguna alegoría. Cuando acusa a Hegel de ser un “heresiarca” lo hace con pleno conocimiento de lo que está diciendo. Está convencido de que la filosofía de Hegel es mucho más que un sistema filosófico, que es una auténtica religión de culto al Estado. Sin embargo la refutación de Hegel que emprende Maeztu no es teológica, ni siquiera filosófica en sentido estricto. Su método consiste en mostrar como está “religión del Estado”, que llega a impregnar toda la filosofía alemana lleva a una construcción sociopolítica, el Estado prusiano, incompatible con la dignidad humana y con el mero sentido común (otra vez la vuelta a las cosas) y responsable en última instancia del estallido de la Primera Guerra Mundial.

 

Con Hegel nos encontramos con un tipo humano totalmente distinto de Fichte. Si este es el prototipo de hombre de acción, aquel lo es del intelectual puro, del hombre lógico, del pensador frio y racional. Para Hegel lo absoluto es la razón. A la pregunta metafísica “¿Qué es lo que existe?” contesta: “existe la razón”.

 

Pero ¿a qué razón se refiere Hegel? No a la razón estática, la razón como una especie de facultad para captar conceptos, siempre igual en sí misma. La razón es concebida por Hegel como una potencia dinámica llena de posibilidades que se van desarrollando en el tiempo. La razón es concebida no tanto como razón, sino como razonamiento.

 

Razonar, pensar, consiste en proponer una explicación, en formular mentalmente una tesis, una afirmación; pero inmediatamente empezar a encontrar defectos a esta afirmación, a oponerse a ella, mediante otra afirmación igualmente racional, contradictoria de la anterior.

 

Esta antítesis plantea a la razón un problema insoportable; es necesario que la razón haga un esfuerzo para hallar un tercer punto de vista dentro del cual tesis y antítesis queden en unidad, a la que Hegel llama síntesis, y de esta forma la razón va sacando de sí un número infinitamente vasto de posibilidades insospechadas.

 

La razón no es solamente una facultad humana, sino que es el germen de la realidad. Lo real es racional y lo racional es real, porque no hay posición real que no tenga su justificación racional, como no hay tampoco posición racional que no esté, o haya estado, o haya de estar en lo futuro realizada.

 

Mediante el estudio de los trámites internos de esta razón (estudio al cual Hegel llama Lógica) que constituye lo absoluto, vemos como esta va constituyendo sus razones, va realizando sus tesis, sus antítesis, sus síntesis superadoras, y así va creando su propio fenómeno, va manifestándose en las formas materiales, en las formas matemáticas, en las formas causales, en las formas finales (dando lugar a la matemática, a la física, a la biología), y finalmente en las formas intelectuales, psicológicas y espirituales.

 

Todo cuanto es, ha sido o será, es la fenomenalización, la realización sucesiva y progresiva de los gérmenes racionales, que están todos en la razón absoluta.  La filosofía del Espíritu es la culminación de este proceso, y el Estado la culminación de la filosofía del Espíritu.

 

La metafísica idealista de Hegel la despacha Maeztu con relativa rapidez. Para Hegel todo el mundo es devenir, y el Absoluto es vida, espíritu razón e idea. El sistema de Hegel puede resumirse diciendo que la idea tiene tres momentos: el de posición, del que trata la Lógica; el de  negación, en que la idea sale de si misma para ser Naturaleza, de la que se ocupa la Filosofía Natural; y el de síntesis, en que la idea vuelve a sí misma, y de ello trata la Filosofía del Espíritu. Este espíritu se hace absoluto en el arte, la religión y la filosofía.

 

Pero el verdadero interés de Maeztu comienza en cuanto está filosofía sirve de fundamento a un tipo de Estado, y se convierte en la ideología de la clase burocrático- militar que detenta el poder en el mismo:

 

Lo que nos interesa es que el espíritu objetivo de Hegel comienza en el momento de la Ley y culmina en el momento del Estado. La moralidad subjetiva no es para Hegel algo autónomo, sino meramente un punto de tránsito entre la legalidad y el Estado. El espíritu objetivo se realiza en el Estado. El individuo debe venerar en el Estado la síntesis de lo terreno y de lo celestial. Al Estado, en cambio, el destino del individuo es indiferente. Su autoridad es incondicional[15].

 

Maeztu no quiere perderse nunca en el pensamiento puramente especulativo y, por tanto, no quiere nunca alejarse de la realidad políticosocial. La filosofía hegeliana podía surgir, como pura especulación, en cualquier contexto. Pero para trascender de pensamiento de un filósofo concreto y convertirse en patrimonio cultural común de toda la filosofía y la cultura alemana hacía falta algo más.

 

El ministro von Altenstein se dio cuenta de que la, precisamente porque divinizaba al Estado, convenía a los intereses del Gobierno, y colocó a hegelianos en las cátedras de Filosofía de las Universidades de Prusia. Después se dividieron los hegelianos en Derecha, Centro e Izquierda. Pero la Filosofía del Derecho de Hegel, continua manteniendo su primacía en las Universidades alemanas […]; en todas las definiciones del Estado hechas por tratadistas alemanes oficiales se encuentra una valoración moral positiva, como si el concepto de lo bueno se hallase comprendido en el de Estado. Y los cien mil maestros de escuela de Alemania de cuidan más en mostrar que el bien es inmanente en el Estado, que en definirnos lo que el Estado sea[16].

 

Como ya hemos mencionado, para Maeztu el fundamento de la “herejía” de Hegel se halla en Kant, creador de la ética formal. Las acciones se valoran no por las propiedades de estas, buenas o malas, sino porque el actor sea o no libre. Como el Estado de Hegel, culminación del desarrollo del Espíritu, es libre, sus acciones tienen que ser buenas.

 

Pero vamos ahora al meollo de la cuestión. A Maeztu las cuestiones filosóficas le interesan en la medida que influyen, generan o justifican situaciones sociales o políticas concretas. Su interés, diríamos en lenguaje moderno, es por la sociología y las ciencias sociales y no por la filosofía académica. El Estado moderno se caracteriza, entre otras cosas, por generar una clase muy concreta: la burocracia:

 

Llamo burócratas a todos los hombres – militares o paisanos, sacerdotes o jueces, ingenieros doctores o escribientes- que reciben sus emolumentos de los fondos públicos. De su posición misma se deduce que tienen que formar en cada Estado la clase nacionalista y patriótica por antonomasia. Para las demás clases sociales la idea nacional de un Estado soberano es un ideal desinteresado, sentimental y romántico. Para los funcionarios, por otra parte, el Estado no es solo un ideal, sino una fuente regular de ingresos[17].

 

Ningún Estado moderno está libre de la burocracia, la cual tiende a crecer y a multiplicarse. Pero en el Estado autoritario alemán, está clase burocrática, que según Maeztu incluye también a los militares, es la clase dominante por antonomasia, pues su poder e influencia no se ve compensado por otros grupos sociales.

 

Como los intereses de esta clase burocrática se identifican plenamente con los del Estado al que sirven, todo aumento de poder, y, sobretodo, de extensión territorial del Estado, sirve a estos intereses.

 

Se ha dicho que cuando los Alemanes se anexionaron la Alsacia-Lorena, los ricos de Alsacia- Lorena siguieron siendo ricos; los pobre, pobres; los campesinos, campesinos y que la guerra había sido inútil desde el punto de vista económico. Y es muy posible que la guerra sea inútil desde el punto de vista de campesinos, obreros, patronos y aún rentistas. Pero los dos mil maestros franceses de ambas provincias fueron reemplazados por dos mil alemanes; y lo mismo ocurrió con los ejércitos de oficiales militares, jueces, empleados de la sanidad, ingenieros de caminos, etc. Desde el punto de vista de los intereses burocráticos, la guerra no tal solo no fue inútil, sino positivamente desastrosa para el burocratismo francés, y provechosa para el burocratismo alemán[18].

 

Ahora bien, si toda burocracia tiende, según Maeztu, a favorecer el expansionismo del Estado al que sirve, en el Estado autoritario alemán está tendencia se da en grado superlativo, pues está clase es la clase dominante, y el culto religioso al Estado, debido a la filosofía de Hegel y a la herejía alemana, hace que la población les siga ciegamente. Esta fidelidad incondicional se pone de manifiesto en el juramento de fidelidad de los reclutas alemanes al Kaiser:

 

“Reclutas: Ante el altar y ante los ministros de Dios habéis jurado el juramento de fidelidad hacia mí. Aun sois demasiado jóvenes para comprender la significación de lo que se ha dicho. Vuestro primer deber es obedecer ciegamente todas las órdenes y voces de mando. Sois los hombres de y mis soldados. Os habéis entregado a mí en cuerpo y alma. No puede haber para vosotros más enemigo que aquel que sea mi enemigo. Debido a las actuales maquinaciones de los socialistas puede suceder que os ordene hacer fuego sobre vuestros parientes, sobre vuestros hermanos y sobre vuestros padres- quiera Dios que no ocurra- y en este caso estáis obligados a obedecer ciegamente mis órdenes[19]”.

 

Lo que escandaliza a Maeztu de este juramento no es el llamamiento a la disciplina, sino el hecho de que esta sea incondicional a una persona, (el Kaiser) y no a un “función” determinada. Porque Maeztu, en contraste con sus críticas al Estado prusiano, no fue nunca antimilitarista, sino un ferviente admirador del ejercito, ya desde sus años jóvenes de regeneracionista[20]. Pero Maeztu concibe al ejército como una gran corporación, a la que la sociedad encomienda, en tiempos de guerra, la misión fundamental, la “función” de ganar esta guerra. Para ello no hay que regatear medios materiales, ni poder a los mandos militares, pero siempre ligado a una “función” y no al poder incondicional.

 

LA GRAN GUERRA

 

La cuestión de la Primera Guerra Mundial es fundamental en el desarrollo del discurso de Maeztu en La crisis del humanismo. No olvidemos que el título original del libro, en la primera edición en inglés, era Los principios de la autoridad, libertad y función a la luz de la Guerra, que se conservó como subtitulo en la edición española.

 

El tema de la gran guerra es importante en primer lugar desde un punto de vista metodológico. A pesar de que La crisis del humanismo es un libro de un gran contenido filosófico, nada más alejado de la intención de Maeztu que escribir un libro de filosofía académica ni de especulación metafísica. En primer lugar porqué está inspirado, aunque sea de manera tangencial, en la tendencia fenomenológica de “vuelta a las cosas”, y en segundo lugar porque la autentica vocación de Maeztu es lo que en lenguaje moderno llamaríamos “ciencias sociales”. La Guerra, como “gran hecho histórico”, como “gran realidad” le proporciona un magnífico campo de acción para la “constrastación” de sus  teorías.

 

La primera, la más evidente y que ya hemos comentado se refiere a la “culpabilidad” de la Guerra. Para Maeztu el Estado autoritario alemán y su cúpula dirigente, burocrático – militar es el causante de la Guerra por un proceso lógico imparable cuyo principio hay que buscarlo en la “herejía” de Hegel. Y ello por dos razones: en primer lugar por la tendencia ya comentada de las burocracias en extenderse y en hacer aumentar el poder del Estado y del territorio de su influencia. En segundo lugar porque los situados en la escala jerárquica más baja de la sociedad autoritaria solo tienen la esperanza de escapar de su destino mediante la expansión territorial del Estado para poder ellos, a su vez, convertirse en dominadores de los territorios conquistados.

 

Pero Maeztu no es un pacifista. En sociedades más “sanas” que la alemana, es decir la inglesa, que admira profundamente, la Guerra ha desarrollado una serie de valores que tienden a estas sociedades ha evolucionar hacia una especie de “socialismo” que las aproximan a su modelo de “socialismo gremial”, teniendo siempre en cuenta que para Maeztu socialismo no significa nunca cambios en las relaciones económicas de producción, sino la introducción en una sociedad de nuevos valores e ideales en torno a los cuales esta sociedad se pueda vertebrar y organizar de manera más justa y orientada al bien.

 

En este sentido es altamente significativo como aborda Maeztu la cuestión de cómo se enfrenta al problema de la guerra una sociedad democrática como la inglesa, precisamente en el capítulo de La crisis del humanismo que lleva como título Compulsión y democracia.  En primer lugar queda muy claro que Maeztu, a pesar de ser ya un pensador contrarrevolucionario no se posiciona en contra de la democracia, sino que defiende de forma apasionada el modelo inglés, entendido siempre como una “democracia autoritaria”, aun cuando rechaza el individualismo y el liberalismo.

 

Pero en segundo lugar nos describe como frente a la “compulsión”, es decir la guerra, se generan en la sociedad inglesa una serie de fenómenos que tienden a reforzar su carácter de “democracia autoritaria” y de rechazo al individualismo, y a fomentar un conjunto de valores “socialistas”, en el sentido que Maeztu da a este término: solidaridad de grupo, valores compartidos y disciplina social.

 

Para Maeztu la Guerra Mundial ha desarrollado una serie de valores “socialistas” y ha hecho despertar en todas las clases sociales un conjunto de ideales que forzosamente producirán un cambio social hacia un modelo socio-político nuevo. Este nuevo modelo surgirá sobre las cenizas del liberalismo y del autoritarismo de Estado, y como ambos eran deudores del humanismo renacentista, se puede hablar con toda propiedad de la crisis del Humanismo.

 

Maeztu no pretende en ningún momento ser el ideólogo ni el apóstol de este nuevo modelo politicosocial. Tampoco cree necesario que un nuevo movimiento político alcance el poder para poder implantar este modelo. Mero espectador de la realidad social se limita a predecir lo que va a ocurrir y a describir los elementos fundamentales de este nuevo modelo, No cree necesario luchar para el advenimiento de esta nueva situación, pues considera que será el efecto imparable de la Guerra Mundial. Este nuevo modelo es el “socialismo gremial”.

 

 

EL “SOCIALISMO GREMIAL”

 

Para Maeztu el nuevo modelo se fundamenta en tres grandes principios teóricos: el primero es el principio de función. Los otros dos proceden de los gremios medievales, y son los principios de limitación y de jerarquía.

 

El principio de función está relacionado íntimamente con la doctrina del derecho objetivo, que Maeztu adopta del pensador y jurista francés Leon Duguit:

 

M. Leon Duguit, profesor de Derecho Político en la Universidad de Burdeos, ha destruido el concepto subjetivo del derecho, y creado en su lugar un concepto objetivo, como base jurídica de una sociedad sindicalista, funcionarista o gremial, que cree destinada a reemplazar, en corto tiempo, , a las que existen actualmente, fundadas, como la de la Roma antigua, en dos conceptos sillares del Estado y de la propiedad privada: el Imperium y el Dominium[21].

 

Los derechos subjetivos se refieren al individuo. Cuando a todos los individuos se les atribuye derechos subjetivos nace el liberalismo anárquico; cuando se atribuyen a un solo individuo nace el despotismo. Pero los derechos objetivos, que invoca Maeztu tienen otra fuente: nacen de la relación de los hombres con las cosas[22]. Los hombres se asocian en función de las cosas y de esta relación nace el concepto objetivo de función:

 

La asociación misma no es un fin, sino un medio, y los individuos no se asociarían o continuarían asociados si no se sintieran menesteroso de la cosa común. Puede decirse que los miembros son los órganos de las asociaciones. Ambos son órganos, instrumentos, miembros; lo que no es un órgano es el fin de la asociación. La relación entre el órgano y el fin es la función. Y la regulación externa de esta relación es el derecho[23].

 

 

Esta idea de función es la piedra angular del modelo sociopolítico que propone Maeztu. De ella nacen los únicos derechos que reconoce como legítimos: los derechos objetivos:

 

Los derechos no surgen de la personalidad. Los derechos surgen de la relación de los asociados con la cosa en que se asocian….Surgen en función de la cosa. Sin función no hay derecho[24].

 

Esta definición de función y su corolario, los derechos objetivos, tiene importantes consecuencias sociopolíticas. Aunque Maeztu no profundiza en el tema, una institución como la monarquía hereditaria es puesta en cuestión, pues que alguien herede el trono por el mero hecho de que su padre ha sido rey, pertenece a la categoría del derecho subjetivo, y no del objetivo. La misma propiedad privada, aunque no se rechazada, es vista desde otra óptica: su función social:

 

A la sociedad no le importa gran cosa que un pedazo de tierra vaya a manos del hijo del difunto o de su acreedor hipotecario. Lo que le importa es que se saque de este terreno todos los frutos que se le puedan extraer sin agotarlo[25].

 

El modelo de “socialismo gremial” que propone Maeztu pertenece a la categoría del pensamiento político contrarrevolucionario, entre otras cosas por su fundamentación teológica, pero esto no significa que sea incompatible con la democracia (o al menos con cierta formulación de la misma), e incluso con ciertos rasgos socialistas.

 

La verdadera base de la democracia es el convencimiento de que ningún hombre , emperador, pontífice u obrero, tiene derecho a otras consideraciones que las que le sean debidas como posible instrumento de los valores eternos[26].

 

Para Maeztu existen cuatro grandes razones para fundar la sociedad y la ley en el principio de función. La primera se refiere a la necesidad de encontrar un principio superador que sirva de remedio contra los excesos de la autoridad[27]. No olvidemos que, para Maeztu, el despotismo no es más que uno de los resultados posibles del individualismo y de los derecho subjetivos, y que considera al autoritarismo alemán el principal responsable del estallido de la guerra.

 

La segunda se refiere a un principio de justicia: el concepto mismo de derecho solo debe surgir de los servicios que desempeñamos[28]. La tercera razón tiene que ver con el progreso del sindicalismo, movimiento que, según Maeztu, hace que los hombres se agrupen en torno a la función que desempeñan[29]. La idea de sindicalismo de Maeztu no tiene nada que ver con los sindicatos de clase y mucho que ver con su concepto de los gremios. Ahora bien, incluso en los sindicatos de clase puede observarse esta tendencia “gremial” desde el momento en que se organizan por sectores de producción, que después se federan en una gran organización “de clase”. En este punto el pensamiento de Maeztu se aproxima, aunque sin confundirse, con el pensamiento falangista, que también teorizaba sobre una organización sindical basada en los sectores de producción.  El anti-estatismo de Maeztu marca la gran diferencia entre ambas teorías socio-políticas.

 

Como última razón cita Maeztu la experiencia de la guerra[30]. Ya nos hemos referido a esta cuestión en el apartado anterior. La guerra ha provocado en las sociedades europeas una serie de cambios, de naturaleza democrática e incluso socialista, que impulsa a las mismas hacia un modelo funcionarial y gremial. La compulsión de la guerra y la necesidad de ganarla ha obligado a asignar funciones a los hombres sin tener en cuenta los derechos subjetivos (rango, clase social), así como a asignar funciones a grupos de hombres, lo que conduce al modelo gremial. El ejemplo más paradigmático es el ejército: la sociedad le asigna la función fundamental de ganar la guerra. Para ello le otorga toda clase de medios humanos y materiales, pero siempre en función de la misión encomendada. En su seno no valen los derechos subjetivos.

 

Si el concepto de función lo extrae Maeztu de las teorías de Duguit y de su propia interpretación del significado de la Guerra Mundial, los conceptos de limitación y jerarquía proceden de su visión idealizada de los gremios medievales. La fundamentación teológica y contrarrevolucionaria del pensamiento de Maeztu se pone en manifiesto cuando escribe:

 

Las sociedades no son estables si no se fundamentan, de una parte, en el ideal de justicia y de amor, y de otra parte, en la máxima adecuación posible a la naturaleza del hombre y de las cosas[31].

 

La justicia y amor (junto con el poder y la verdad) son para Maeztu los cuatro atributos de Dios, y forman parte de los “universales abstractos” o “valores eternos”. Al fundamentar a la “sociedad estable” es estos universales nos muestra Maeztu la fundamentación teológica de su pensamiento político-social.

 

En base a esta fundamentación se desarrolla una peculiar antropología, que pretende superar tanto al liberalismo como al igualitarismo y que para Maeztu había tomado cuerpo en los gremios medievales.

 

Los gremios.... reconocían simultáneamente el hecho de nuestra común humanidad y el de nuestras diferencias. Los dos grandes principios gremiales fueron los de Limitación y Jerarquía. El de limitación dice que el más desmedrado de los hombres es, después de todo, un hombre, y no una bestia, y debe ser tratado con generosidad bastante para poder vivir una vida humana; pero añade que el más competente de los maestros y de los artesanos no es tampoco un dios, sino meramente un hombre y no tiene derecho más que a una paga limitada: el principio de limitación implica tanto el salario o sueldo máximo como el mínimo[32].

 

Es decir, igualdad básica de todos los seres humanos, fundamentada religiosamente en el hecho de ser todos hijos de Dios  y poseedores de un alma inmortal, capaces de salvarse o de condenarse. Desigualdad relativa en el desempeño de las funciones. Este principio se complementa con el de Jerarquía.

 

La jerarquía, de otra parte, divide y subdivide los miembros de los gremios en aprendices, oficiales y maestros. El principio de jerarquía no es análogo al de aristocracia, tal como esta se entiende actualmente, en cuanto no admite que el hijo de un marqués sea marqués por el derecho que le da su nacimiento....El principio de jerarquía es el de aristocracia, siempre que se despoje a esta palabra de todo sentido de privilegio subjetivo[33].

 

Este principio jerárquico de los gremios es análogo a lo que en términos más modernos denominamos “meritocracia”, es decir, la posibilidad de ascenso (y descenso) de los individuos en la escala social en función de  sus méritos profesionales, independientemente del origen social de cada individuo concreto. Es evidente que, aunque la meritocracia perfecta es una utopía, la aplicación de principios meritocráticos en una sociedad favorece la movilidad social, y da lugar a sociedades más abiertas.

 

En su conjunto, el modelo social que Maeztu propone es de una elevada complejidad, y en el se entremezclan elementos arcaicos y pasadistas, como la admiración por los gremios medievales, junto con otros de características más avanzadas. Podríamos definirlo como una “utopía contrarrevolucionaria”. Se rechazan los derechos subjetivos, el autoritarismo de Estado, y se afirma el valor social de la propiedad. Se postulan principios democráticos e incluso socialistas, pero por otra parte el modelo se fundamenta en un pensamiento filosófico-teológico de clara matriz contrarrevolucionaria, tal como veremos a continuación.

 

 

FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA DE LA CRISIS DEL HUMANISMO

 

Ya hemos comentado anteriormente que La crisis del humanismo ni es ni pretende ser un libro de filosofía académica. Ello no está en contradicción con el hecho de que las tesis socio-políticas desarrolladas en el libro tengan una profunda fundamentación filosófica, que está fundamentación sea de tipo contrarrevolucionario, pues se apoya en la teología, pero que sea a la vez profundamente original si la comparamos con la de otros pensadores contrarrevolucionarios (Balmes, Donoso Cortes).

 

Para entender la filosofía que desarrolla Maeztu en La crisis del humanismo debemos empezar analizando su concepto de “cosa”. En la tradición filosófica occidental, desde Platón, “cosa” ha tenido siempre la connotación de objeto material, como opuesto a “idea”. Esta connotación empieza a cambiar el Husserl, pues cuando este nos habla de una “vuelta a las cosas” no se refiera tanto a las cosas como entes materiales, sino en la petición de “realismo” y de la posibilidad de elaborar una filosofía sin presupuestos.

 

El concepto de “cosa” en Maeztu hay que situarlos en esta estela husserliana. Nos habla de la “primacia de las cosas”  y de que los hombres se unen “en función de las cosas”, pero nos aclara que además de las cosas materiales existen “cosas espirituales”, que no son físicas ni psíquicas, ni cuerpos ni almas, que en la Edad Media se les llamaba “universales”, y en la filosofía de Platón “ideas”, tales como la Verdad, el Poder, la Justicia o el Amor[34].

 

Queda claro que cuando Maeztu habla de “cosas” no se refiere únicamente a “cosas materiales” sino que existen también “cosas espirituales”, y de hecho son estas últimas las que juegan un rol más importante en su filosofía. Otra cuestión en si estas “cosas espirituales” se pueden asimilar sin más a los “universales” de la filosofía medieval o a las ideas platónicas.

 

Hay que señalar en primer lugar que no puede hablarse de los universales de la filosofía medieval como algo unívoco, sino como un tema de debate en el cual afloraron posturas diversas. El debate se inició en el siglo IX, pero se desarrolló con gran intensidad entre finales del siglo XI y la primera mitad del siglo XII y hunde sus raíces históricas en la filosofía griega[35].

 

Puede considerarse que el neoplatónico Porfirio fue el iniciador del debate. Preocupado por el problema de la atribución de un predicado general a un sujeto individual, determinó en Isagoge la lista de los conceptos generales, lo predicables, que pueden ser atribuidos a un individuo: genero, especie, diferencia específica, propio y accidente. Porfirio planteó el problema de si estos predicables existen en sí mismos como realidad, pero renunció dar una solución, debido a su deseo de limitarse al ámbito lógico sin pasar al terreno ontológico.

 

Las distintas soluciones al problema que aparecen en la Edad Media se sitúan entre diversas formas de realismo, de cuño aristotélico, y de nominalismo. Los realistas defendieron la existencia “real” de los universales. Para los nominalistas eran solo palabras (flatus vocis) sin existencia real fuera de los individuos concretos. Fueron realistas Boecio, Alejandro de Afrodisia, y Guillermo de Champeaux. Militaron en el nominalismo Roscelino de Compiègne y Pedro Abelardo entre otros.

 

El concepto filosófico de Maeztu de “cosas espirituales” se aproxima mucho más a la solución realista que a la nominalista, pero no coincide con ella ni mucho menos. Hay que tener en cuenta que el debate medieval de los universales se planteó básicamente en términos lingüístico-gramaticales y lógico-dialécticos y solo posteriormente adquirió índole metafísica. Maeztu plantea más bien un problema ontológico cuya solución le sirva de fundamentación ética y política. A pesar de su admiración por la Edad Media, su conocimiento de la filosofía medieval parece más bien escaso y superficial.

 

Otra cuestión es si comparamos las “cosas espirituales” de Maeztu con las ideas platónicas[36]. En primer lugar nos encontramos con conceptos filosóficos unívocos, no con objetos de debate como es el caso de los universales en la Edad Media. En Platón, al igual que en Maeztu, se plantea un problema ontológico, pero para edificar sobre la solución del mismo un sistema ético y político.

 

En Platón las ideas son la auténtica realidad, lo “realmente existente”, mientras que las cosas (cosas materiales) existen solamente en la medida que participan en la esencia de las ideas. Maeztu no niega la existencia de las “cosas materiales”, pero quiere demostrar que las “cosas espirituales” tienen existencia real, independientemente de las cosas materiales y de los propios seres humanos:

 

La verdad es aquella propiedad que tienen algunas percepciones y algunas proposiciones de representar lo real por medio de signos. La verdad, según creemos los realistas, es también un “universal”, del que participan algunas percepciones y proposiciones y otras no. Es independiente de las almas que experimentan percepciones y que expresan proposiciones, y del grado de duda o certidumbre con que las expresan o experimentan[37].

 

Aunque Maeztu utiliza en este párrafo nomenclatura “medieval” (realistas, universal) su exposición está más próxima al platonismo que a cualquier otra filosofía. Nos dice que las proposiciones o percepciones son verdaderas en la medida que participan en la idea de verdad. La idea de “verdad” es lo que proporciona su “ser” a las proposiciones o percepciones verdaderas.  Al proclamar que la verdad es independiente de las almas y de su grado de duda o certidumbre está rechazando el racionalismo cartesiano, con su duda metódica y su “cogito”.

 

En otro párrafo Maeztu cita expresamente a Platón:

 

Platón creyó haber refutado a Protágoras cuando dijo que un mismo viento tenía que ser caliente o frío, aunque unos hombres lo creyesen caliente y otros frío. Celsius, Réaumur y   Fahrenheit inventaron después los termómetros, hecho que parece confirmar la opinión de Platón[38].

 

La cita no es baladí. Protágoras, el filósofo griego autor de la sentencia “el hombre es la medida de todas las cosas” representa aquí al humanismo, entendiendo por tal la subjetividad y la relatividad. Así un viento será caliente o frío según las sensaciones de los seres humanos expuestos a él, y como ante este mismo viento algunos experimentaran la sensación de calor, y otros la de frío, el humanismo se queda sin saber cómo es el viento realmente, e incluso llega a la conclusión que ello es irrelevante, y que lo importante son las sensaciones de los seres humanos.

 

Frente a Protágoras, Platón afirma que un viento es “realmente” caliente o frío, según participe en la idea de “calor” o de “frío”. La física, según Maeztu, ha dado la razón a Platón, pues al medir y cuantificar la temperatura vemos que esta tiene un valor “objetivo” independientemente de las sensaciones. En realidad la física ha dado solo parcialmente la razón a Platón: es cierto que existe un valor objetivo y medible de la temperatura, independientemente de las sensaciones, pero no existe el frío y el calor como “ideas” absolutas, sino que la temperatura forma un continuo, y por eso la podemos medir y cuantificar.

 

En cualquier caso podemos clasificar a las “cosas espirituales” de Maeztu como entidades filosóficas de filiación platónica. Ahora bien, esta caracterización no implica identidad. En el platonismo el número de ideas es infinito, o, al menos, indefinido. En Maeztu las “cosas espirituales” se reducen a cuatro: el Poder, el Saber, la Justicia y el Amor. Pero estos cuatro “valores eternos” o “cosas espirituales” son también los cuatro atributos de Dios, lo que nos muestra como en última instancia la metafísica de Maeztu se sustenta en la Teología.

 

Partiendo de este platonismo, que en realidad no es idealismo sino realismo (las ideas tienen una existencia real, independientemente del sujeto) pretende Maeztu, aunque no lo dice de forma explícita, una deconstrucción de toda una tradición filosófica de idealismo racionalista, que va desde Descartes a Hegel. No lo hace por vía directa, es decir por la impugnación filosófica, sino por una vía indirecta, mostrando como la filosofía de la modernidad conduce a dos posibilidades igualmente rechazables: la anarquía o el estado absolutista.

 

DECONSTRUCCIÓN FILOSÓFICA DE LA MODERNIDAD

 

En La crisis del humanismo Maeztu propone un programa de revisión, o mejor de deconstrucción de la modernidad filosófica, y más explícitamente, de toda la tradición del racionalismo idealista que va de Descartes a Hegel. Como sostiene Laudan, todo programa, usando su nomenclatura, toda Tradición de Investigación viene caracterizada por una ontología y una metodología.

 

La ontología responde a la pregunta “¿Qué es lo que hay?. Para Maeztu existen los hombres y existen las cosas, y estas a su vez se dividen en cosas materiales y espirituales. No es demasiado explícito sobre las diferencias entre cosas materiales y cosas espirituales, pero si nos deja muy claras varias cosas:

 

·         Las cosas (sean materiales o espirituales) tienen existencial real, independientemente de los seres humanos.

 

·         Las cosas espirituales (o universales abstractos) Verdad, Poder, Justicia y Amor son portadores de valores absolutos.

 

Los hombres viven inmersos en este mundo de cosas, y de las relaciones con las cosas surgen los valores relativos. Cuando una acción humana participa del bien es buena, pero si la acción puede ser buena de forma absoluta, o inherente, el hombre solo es bueno de forma “adherente”, en la medida que su acción participa del bien. El hombre no es “bueno” ni “malo”, sino capaz de buenas y malas acciones. La mejor definición del hombre es la máxima medieval “yo pecador”. El objetivo o finalidad del hombre es la búsqueda de este bien, y no la búsqueda de la felicidad. La relación hombre-mundo se define en la máxima, también medieval, “el mundo es un valle de lágrimas”.

 

De esta ontología se derivan corolarios importantes. En primer lugar Maeztu rechaza, aunque sin explicitarlo, la distinción de la filosofía moderna entre lo óntico (lo que es) y lo ontológico (lo que es o puede ser conocido). Una proposición sobre algo es verdadera si participa en la Verdad como cosa espiritual, y esto significa una adecuación o coincidencia total entre lo real y lo conocido. No hay distinción entre la cosa real y el objeto del conocimiento. No existe un nuómeno o “cosa en sí” inaccesible al conocimiento humano.

 

Pero si las cosas existen realmente, independientemente de los hombres, la razón no es más que una facultad humana para conocer las cosas. No existe una Razón abstracta en movimiento, como suponía Hegel, cuyo desarrollo marca la evolución del mundo y de la historia. Lo que acontece en el mundo se deriva únicamente de los que hacen los hombres, y estas obras humanas pueden ser buenas o malas, puede fundamentarse en la verdad o en el error. No hay un “sentido” de la historia, ni mucho menos un Progreso, entendido en el sentido moral o metafísico. Hay un acercarse o alejarse de la Verdad y del Bien. El hombre medieval estaba más cerca de la Verdad y del Bien. El hombre moderno está más alejado por la cadena de errores que se inician en el humanismo y acaban en el Estado de Hegel. Todo ello ha conducido a la anarquía, la tiranía y la guerra. Ahora bien, como consecuencia del gran desastre que ha sido la guerra, cree ver Maeztu que muchos hombres han comprendido o por lo menos han atisbado algo de los errores modernos y quieren volver al clasicismo católico: el humanismo y sus consecuencias filosóficas y políticas han entrado en crisis.

 

A su vez la metodología responde a la pregunta “¿Cuál es el camino a seguir para conocer la verdad y exponerla?”. Para Maeztu esta metodología pasa por la historia y las ciencias sociales. En lugar de entrar a debatir en el terreno filosófico los errores del humanismo y del racionalismo idealista, Maeztu trata de mostrarnos como el desarrollo filosófico de la modernidad y su traducción sociopolítica ha concluido en el Estado autoritario y a la guerra, de la cual este Estado es el responsable.

 

Pero de la propia guerra ha surgido un estado de cosas que pone en entredicho a los errores del humanismo, no tanto desde el punto de vista teórico como práctico. De la guerra surge un nuevo corporativismo, la disciplina autoimpuesta, la colaboración de clases. La “democracia autoritaria” y el equilibrio de poderes. La teoría que da forma y sentido a todo esto no puede ser otra, según Maeztu, que el clasicismo católico.

 

La teoría sigue a la praxis. Maeztu no tiene la soberbia de pensar que su libro, La crisis del humanismo, vaya a ser el agente que produzca el cambio, sino que pretende únicamente ser la constatación y la teorización de algo que ya se está produciendo, que no es el producto de las abstracciones de los intelectuales, sino que está teniendo “ya” lugar en la sociedad europea, como consecuencia sobretodo de la Gran Guerra, y de lo que él se limita solamente a dar constancia y forma teórica.

 

Con La crisis del humanismo Maeztu ha trazado ya las coordenadas ideológicas que van a dar sentido a todas sus actividades intelectuales y políticas del futuro. Su camino ya está trazado, camino que va a llevarle a la muerte como sacrificio supremo y rubrica final de su obra y su trayectoria vital.

 

 


[1]              Hemos utilizado un ejemplar que suponemos de esta edición, aunque en el libro no figura el año.

[2]              Villacañas, J.L. (2000) Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España. Madrid, Ed. Espasa Calpe, p. 174.

[3]              La crisis del humanismo, p. 11

[4]              La crisis del humanismo, pp. 11-12

[5]              La crisis del humanismo, p. 12.

[6]              La crisis del humanismo, p. 13.

[7]              La crisis del humanismo, p. 15.

[8]              La crisis del humanismo, p. 20

[9]              La crisis del humanismo, pp. 20-21

[10]             La crisis del humanismo, p. 39

[11]             Para la mayoría de los pensadores contrarrevolucionarios el “hereje” por excelencia es Lutero. Pero Maeztu, ha pesar de la fundamentación teológica de su discurso se sigue ciñendo a su particular interpretación de la historia de la filosofía política, y no menciona a Lutero ni a la Reforma.

[12]             La crisis del humanismo, pp. 36-37.

[13]             La crisis del humanismo, p. 37.

[14]             La crisis del humanismo, p. 39.

[15]             La crisis del humanismo, p. 41.

[16]             La crisis del humanismo, pp. 42-43.

[17]             La crisis del humanismo, p. 110.

[18]             La crisis del humanismo, pp. 110-111.

[19]             La crisis del humanismo, p. 57. Una formula muy parecida a este juramente fue adoptada años más tardes por los miembros de la SS que juraban fidelidad a Adolfo Hitler. Sin embargo en este caso no eran la totalidad de los soldados, sino lo miembros de un cuerpo de élite político – militar.

[20]             Ver Hacia otra España

[21]             La Crisis del Humanismo, pp. 267-268

[22]             Más adelante detallaremos que entiende Maeztu por cosas, pero adelantamos que reconoce la existencia de cosas materiales y espirituales.

[23]             La Crisis del Humanismo, p. 308.

[24]             La crisis del humanismo, p. 317.

[25]             La crisis del humanismo, p. 318.

[26]             La crisis del humanismo, p. 320.

[27]             La crisis del humanismo, p. 349.

[28]             La crisis del humanismo, p. 350.

[29]             La crisis del humanismo, pp. 350-351

[30]             La crisis del humanismo, p. 352.

[31]             La crisis del humanismo, p. 241.

[32]             La crisis del humanismo, pp. 242-243.

[33]             La crisis del humanismo, p. 243.

[34]             La crisis del humanismo, p. 310.

[35]             Ver Ramón Guerrero, R. (1996) Historia de la filosofía medieval. Madrid, Ed. Akal, pp. 151- 158

[36]             Ver Platón y el universo de las dos esferas http://www.nodulo.org/ec/2010/n101p12.htm

[37]             La crisis del humanismo, p. 311.

[38]             La crisis del humanismo, p. 311.

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