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El origen a descubrir de un “pensamiento cardinal” unamuniano: la “intrahistoria”.

 

 

Manuel Fernández Espinosa.

 

Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Escritor y diplomado en Ciencias religiosas (España)

 

 

Ensayamos con este artículo una aproximación a uno de los “pensamientos cardinales” de Miguel de Unamuno. No emprendería esta tarea, haciéndole perder el tiempo al lector, si no fuese por estar suficientemente persuadido de estar en condiciones de aportar algo nuevo a la copiosa bibliografía que sobre Unamuno existe. He dispuesto el presente artículo en tres partes. En la primera, presentaré el tema del título: la “intrahistoria”, que como no escapa a nadie es uno de los temas que conforman el acervo unamuniano. En un segundo momento daré cuenta de algunas de las influencias que han venido ofreciéndose por la crítica como posibles (y plausibles) orígenes de la “intrahistoria” unamuniana. Y, en un tercer momento, aportaré el origen que a mi juicio ha sido inadvertido hasta la presente por la pléyade de estudiosos unamunianos y que, en mi opinión, constituye la matriz a la que hay que remitirse para comprender el origen que inspiraría la gestación de la “intrahistoria” unamuniana.

 

1.      INTRAHISTORIA: UNO DE LOS “PENSAMIENTOS CARDINALES” UNAMUNIANOS

Resulta de lo más idóneo emplear el sintagma empleado por el mismo Unamuno para referirse a la “intrahistoria” (entre otros “pensamientos cardinales” de su obra literaria, como pudieran ser la “inmortalidad”, la “agonía”, “el hombre de carne”, la “tensión entre razón y fe”, etcétera.), pues, además de ajustarnos al léxico del escritor bilbaíno, nos parece que es la más cabal de las formas para referirnos a “algo” (la “intrahistoria”) que, aunque enunciado y presentado bajo varias metáforas, siempre vendrá envuelto en Unamuno en una nebulosa difícil de escudriñar, por las razones que más abajo tendremos ocasión de indicar. La “intrahistoria” no puede calificarse en rigor como “idea”, ni como “noción”, ni como “concepto”... Es por ello que preferimos presentarla como “pensamiento cardinal”.

Es el mismo Unamuno quien, en la advertencia preliminar que coloca como frontispicio a la edición de “En torno al casticismo” de 1916, nos confiesa: “En rigor, desde que empecé a escribir he venido desarrollando unos pocos y mismos pensamientos cardinales” (la cursiva es mía). Sabido es que “En torno al casticismo” es como se conoce la colectánea de cinco ensayos que fueron publicados por Unamuno desde 1895 en prensa y que, en 1901, se compilan en libro. En 1896, Unamuno ha puesto el punto y final a su novela “Paz en la guerra”, una obra que tuvo su origen en 1887/1888 y cuya gestación y realización se dilató a lo largo de casi una década, obra maestra a la que Unamuno dedicó un ímprobo trabajo de investigación y recopilación de datos, incluso entrevistándose con los supervivientes del “Sitio de Bilbao”, tema central de “Paz en la guerra”. En la novela se entrevera el mismo “pensamiento cardinal” de la “intrahistoria” en múltiples pasajes. Sin embargo, será en el primero de esos ensayos de “En torno al casticismo” (que a la sazón se titula “La tradición eterna”), en donde podamos encontrar explicitado el neologismo acuñado por Unamuno para este “pensamiento cardinal”, que aquí tratamos. Sin embargo, el vocablo tardará en afianzarse. Aunque en 1895 es empleado en el ensayo de la “La tradición eterna” (incluso tanteando otros neologismos similares, como son “intra-ciencia”, “intra-filosofía”, podemos comprobar que en el verano de 1898, cuando el periódico “El Defensor de Granada” publica unas cartas que cruzan Unamuno y Ángel Ganivet, el escritor vasco elude el vocablo “intrahistoria”, prefiriendo usar el de un sinónimo: “subhistoria”. (Se ha convertido en tradición editorial publicar esta correspondencia pública como anexo a “Idearium español” de Ganivet, bajo el título “El porvenir de España”; citaremos de esta correspondencia epistolar sirviéndonos del título “El porvenir de España”, contando con que las citas que hagamos del mismo pertenecen todas a la autoría de Unamuno, puesto que soslayamos las cartas de Ganivet para este tema).

Dice Unamuno a Ganivet, en una de esas cartas: “Hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los hechos subhistóricos que permanecen y van estratificándose en profundas capas” (la cursiva, aquí, es de Unamuno). Sin embargo, aunque tarde en cristalizar, el término “intrahistoria” se convertirá con el tiempo en el más característico para designar este “pensamiento cardinal” de Unamuno. Un pensamiento cardinal que está presente a lo largo de toda la producción literaria del autor vasco, independientemente del género literario: novela, ensayo, epístolas, poesía, libro de viajes, artículos periodísticos a través de los cuales se expresó nuestro autor.

Una vez fijado el vocablo “intrahistoria” como el más adecuado y más ampliamente empleado por Unamuno y sus exégetas, es oportuno que tratemos de definir, en la medida de lo posible, el pensamiento cardinal para el que Unamuno patentó el término.

Digamos, en primer lugar, que la “intrahistoria” nunca es definida con precisión, sino que Unamuno nos la presenta bajo algunas metáforas poéticas, de entre todas las cuales prepondera y, durante una etapa se impone, llamémosle la “metáfora marina”: aquella que establece una comparación donde el término “intrahistoria” es comparado a la abisal tranquilidad del mar profundo, mientras que la “historia” se asimila a las olas, el ruido y la espuma (la capa superficial del mar). Veamos algunos pasajes para ilustrar lo dicho: el primero es clásico y casi de forzosa citación cuando se aborda este asunto. El segundo fragmento es menos conocido, pero (incardinado en la misma línea) no menos elocuente.

“Las olas de la historia, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, rueda sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol” (“En torno al casticismo”.)

Según Jon Juaristi la “metáfora marina” de la historia/intrahistoria la habría encontrado Unamuno “esbozada en la demótica de Machado Álvarez, en “La guerre et la paix”, de Tolstói, e incluso en las novelas de Navarro Villoslada leídas en su juventud, en las que el autor llegaba a utilizar la misma metáfora de las olas y los fondos marinos referida a la historia de las sociedades”.

Decir a esto que el pensador tradicionalista D. Juan Vázquez de Mella emplearía pocos años después una metáfora acuática, esta vez “fluvial”, en sus discursos para desacreditar la revolución y reclamar los derechos de la tradición. Así es como, en el discurso del Parque de la Salud de Barcelona, el 17 de mayo de 1903, Vázquez de Mella proclamará:

“La autonomía selvática de hacer tabla rasa de todo lo anterior y sujetar las sociedades a una serie de aniquilamientos y creaciones, es un género de locura que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el río y el cauce, cuando la tradición es el derecho del río sobre la onda que agita sus aguas”.

En “El porvenir de España” Unamuno se refiere al mismo asunto valiéndose, otra vez, de imágenes acuáticas, aunque trocando un tanto los términos de la comparación. Ahora la metáfora marina se transforma en metáfora oceánica:

“Hay en los abismos del océano inmensas vegetaciones de minúsculas madréporas, que labran en silencio la red enorme de sus viviendas. Sobre estas vegetaciones se asientan islas que surgen del mar. Así en la vida de los pueblos aparecen aislados en la historia grandes sucesos, que se asientan sobre la labor silenciosa de las oscuras madréporas sociales, sobre la vida de esos pobres labriegos que todos los días salen con el sol a la secular labranza. Lo que ocurre en la isla afecta muy poco a su basamento madrepórico” (“El porvenir de España”.)

No quiero dejar de anotar que existe un fragmento, en la novela “Un encuentro peligroso” (año 1985), del escritor alemán Ernst Jünger, que guarda una asombrosa similitud con esta metáfora unamuniana, incluso hasta en los términos. Escribe Jünger:

“A él [al protagonista de la novela, se entiende] le interesaban menos los monumentos y palacios, testigos de un pasado histórico, que la vida anónima que, poco a poco, como se forma una rama de coral, había ido construyendo la morada: la sustancia anímica”.

Sin embargo, quisiéramos precisar que a medida que va madurando este “pensamiento cardinal” en Unamuno, éste también tantea otras imágenes con las que referirse al mismo. Así, mientras prevalece la metáfora acuática (superficie marina=historia/ profundidad marina=intrahistoria) se aprecia (por textos de la época) que Unamuno todavía titubea entre los términos “subhistoria” e “intrahistoria” para referirse a la misma realidad, o bien los interpola en el discurso según convenga y sin mayores disquisiciones. Con la metáfora marina (a veces oceánica) es lógico que exista esa fluctuación entre el término “intrahistoria” y el otro (“casi” equivalente) de “subhistoria”. Sin embargo, conforme el “pensamiento cardinal” vaya perfilándose adquiriendo ciertos aspectos de interioridad en Unamuno, nuestro autor irá desprendiéndose del vocablo “subhistoria”, esto es: del tópico de la yuxtaposición que se establece en la dicotomía “superficie”(arriba) y “basamento” (abajo), optando por una dicotomía que ahora es: “fuera” y “dentro”, será entonces cuando prevalecerá el término “intrahistoria”, lo que es lógico en tanto que el prefijo “intra” vale por “dentro de”, “en el interior”. Será así como vayamos viendo aparecer otras metáforas que prescinden del “arriba” y el “abajo” y asistiremos a una transformación de la susodicha dicotomía por la otra dicotomía mencionada: la de exterioridad=historia; interioridad=intrahistoria. Unamuno, mucho más asegurado en el término “intrahistoria” (y soslayando el de “subhistoria”) proclamará su “pensamiento cardinal” sin reparar en arriba ni abajo alguno, por eso mismo nos lleva a la cima de las montañas para indicarnos que allí también está la “intrahistoria”. (Podemos leerlo en “De vuelta de la cumbre”, un texto que data del año 1911, y en el que comenta el caso de un pastor que allí, encaramado en las cumbres de Gredos, ignora olímpicamente las vicisitudes políticas de la época.)

Digamos también que, cuando Unamuno se refiere a la “intrahistoria” la suele presentar a manera de descubrimiento de algo que siempre ha estado ahí, pero que por las razones que sean (no vamos a entrar ahora en eso) ha sido desdeñado hasta el momento. El término “historia” se ve recargado de aspectos negativos: superficialidad, ruido, revolución (bullanga), insustancialidad, transitoriedad, la mortalidad y la guerra… Mientras que al término “intrahistoria” le apareja Unamuno los antónimos de esos aspectos relacionados con la historia: la profundidad, el silencio, la calma, la sustancialidad, la eternidad, la inmortalidad y la paz. Un título de novela como “Paz en la guerra” vale tanto como decir que, bajo lo que se manifiesta como “sucesos históricos”: pasajeros, estériles al cabo por no dejar ni vestigio, hay que conceder toda la importancia a los “hechos subhistóricos” que subyacen en lo innominado y que permanecen inalterados, tal y como el macizo granítico al que Unamuno se refiere en algunos de sus poemas como imagen del pueblo eterno: el español. Considerando este “pensamiento cardinal” de la “intrahistoria” y cotejándolo en tantas y tantas páginas de Unamuno, lo que sacamos en claro es que la “intrahistoria” es, en el fondo, una “anti-historia”. Permítasenos explicarnos: Unamuno reacciona contra las fuerzas históricas, restándoles la importancia que se les ha otorgado, para ensalzar un estrato de la realidad que, a su entender, es el más apto para comprender la vida de los hombres y de las naciones, convirtiéndose asimismo esa “intrahistoria” en el recóndito “lugar” en que refugiarse de los trastornos propios de la historia.

La intrahistoria de los labriegos que tantas veces nos evoca Unamuno es muy parecida a la antihistoria del llamado “campesino del Danubio” que nos presenta el escritor rumano Vintila Horia y que, aunque no era ajeno a Unamuno, Horia halló también en su compatriota, el filósofo Lucian Blaga. Así es como nos dice Vintila Horia en sus diarios publicados bajo el título de “El campesino del Danubio” esto que sigue y que, sin ninguna duda, guarda mucha relación con el pensamiento cardinal de Unamuno:

“Situado en un espacio originario que el filósofo rumano llamaba “matriz estilística”, donde él ha creado su género de vida, pero también su estilo religioso y artístico, el campesino es forzosamente un enemigo de la Historia, que tendrá un fin cuya necesidad y cuya venida le ha confirmado el cristianismo”.

Para Unamuno, la quintaesencia de los “intrahistóricos” en España la constituye el pueblo vasco, su pueblo, y por eso se permite decirle a Ganivet aquello que podemos leer en “El porvenir de España”:

“Nosotros los vascos tenemos fama, como usted me lo recuerda, de conservarnos más puros. No sé si esto es verdad; sólo sé que para que esa idea se haya difundido ha servido el que hayamos tenido la felicidad de ser un pueblo sin historia durante siglos enteros. La Historia no ha velado, con su falsa perspectiva, un hecho que creo se cumple en los demás pueblos peninsulares. Y por no haber tenido historia y sí vida pública subhistórica, mi pueblo vasco ha combatido a las libertades individuales, atomísticas, luchando por las sociales.”

En su obra de forzosa mención, “La generación del 98”, Pedro Laín Entralgo apunta que los autores del 98 muestran, de alguna que otra manera, su disgusto por la Historia, aplicándose a una labor de “historia sine historia” (Historia sin Historia). En el caso de Unamuno merece la pena citar este pasaje de Laín Entralgo:

“El testimonio visible de la tradición histórica –la superficial tradición de los sucesos- sería la literatura; el signo de la firme tradición intrahistórica es la continuidad de la lengua”.

Algo que Juaristi también ha recordado, poniendo en relación el andamiaje de la obra literaria de Unamuno con la labor filológica de Menéndez y Pidal en “Menéndez y Pidal y la filología del 98: Estado latente e intrahistoria”.

Pero a todo esto, aunque tan presentes estén los estudios filológicos, lo que hay que destacar es la persistente desconfianza en la “Historia”, la despectiva consideración que de ésta se hace, reservando la atención hacia lo intrahistórico, que sería algo así como lo vivo que contrastaría con los “fósiles” históricos (los sucesos y sus reliquias), que es lo muerto. Asoma, de alguna forma el descrédito al que se empleó porfiadamente Friedrich Nietzsche y que será una constante de las filosofías vitalistas en pugna con el paradigma racionalista.

 

2.      INFLUENCIAS FILOSÓFICAS COADYUVANTES A LA GESTACIÓN DE LA “INTRAHISTORIA” UNAMUNIANA

Muchos de los especialistas en la obra de Miguel de Unamuno han afrontado como un desafío la identificación del origen de este “pensamiento cardinal” que cristalizó en el vocablo “intrahistoria”. Lo que era un neologismo unamunesco ha sido acogido por los hispanohablantes e incluso se ha convertido en moneda común en algunos ámbitos (si bien es verdad que nunca se ha empleado en todas las ocasiones con el rigor conveniente. Al emplear el término en ciertos contextos periodísticos el término se divulga, pero siempre a riesgo de vulgarizarlo y malentenderlo. La intrahistoria, por definición, es muda. Y se puede hablar de ella, pero no se puede patentizar lo que está en lo latente: las vidas silenciosas y oscuras de los labriegos son de natural taciturnas, es cierto que no participan de las algaradas históricas (los “intrahistóricos” van a la guerra a regañadientes, a las guerras que los “históricos” crean y declaran); pero los intrahistóricos no tienen la propensión de expresarse a través de la escritura (muy probablemente, han sido analfabetos). Por eso, todo lo más que puede hacerse con la intrahistoria es señalarla, decir que “allí, en el fondo” existe algo que subyace, subyace, que vive por debajo de todo el aparato histórico y ajeno a cuanto cuentan los periódicos, como el pastor de Gredos, que apenas tenía noticia de lo que ocurría en las ciudades.

A todo esto, este pensamiento unamuniano ha tenido tanto éxito y suscita tal interés en el público culto que pocos han sido los que, ocupándose del 98, no hayan tratado de escudriñar los orígenes intelectuales de la “intrahistoria”. Vamos a hacer un somero repaso del estado de la cuestión, sin entrar en discusiones con lo que cada investigador ha identificado como raíz del pensamiento cardinal de Unamuno. Por ende, enunciaré el origen intelectual que, como conclusión de mis investigaciones, pienso que es el más acertado que puede alegarse para comprender la génesis de la “intrahistoria”.

 

Origen hegeliano

Ciriaco Morón Arroyo piensa que el constructo de la “intrahistoria” en Unamuno es deudor de ciertas ideas, poco asimiladas por el escritor vasco, de Hegel. Así es como en “Unamuno y Hegel”, Morón Arroyo nos recuerda que en la obra de Hegel: “se encuentra el término “innere Geschichte” (historia interior); pero no quiere decir que Unamuno lo tomara del alemán; era un concepto muy común en la historiografía de la segunda mitad del siglo XIX”. El autor de “Unamuno y Hegel” precisa que el término “intrahistoria” es un concepto equívoco y, como conclusión bastante aceptable, termina concluyendo que: “Unamuno comienza con una polaridad antihegeliana, y termina con una idea de historia, espíritu y libertad idénticos a las de Hegel; sólo que sin sistema, sino con un ideario impuesto por una idea general de libertad y las circunstancias españolas”.

En lo que a nosotros concierne, Ciriaco Morón Arroyo indica la existencia del término alemán “Innere Geschichte” en Hegel, pero las contradicciones que Morón Arroyo apunta entre la concepción hegeliana y la unamuniana son suficientemente elocuentes. Difícilmente pudo Unamuno inspirarse en el concepto que Hegel tenía de “Innere Geschichte”, aunque el término pudiera servirle para acuñar su neologismo “intrahistoria”.

 

Origen krausista

El hispanista norteamericano E. Inman Fox advierte que el término “intrahistoria” tiene unos antecedentes en la historiografía del siglo XIX (también lo hacía Ciriaco Morón Arroyo), pero destaca que “siguiendo a Krause, Giner establece una división entre historia externa e historia interna, siendo ésta la historia verdadera, la historia de las ideas” (Inman Fox, “La invención de España: literatura y nacionalismo”) como posible antecedente de la intrahistoria unamuniana. Se considera de esta manera que el término “intrahistoria” es tributario de los trabajos de Giner de los Ríos y, en última instancia, de la filosofía krausista. Pero Unamuno, no obstante haber tenido muchas relaciones y hasta amistad con notables krausistas, nunca figuró en las filas de estos y, más que Krause, sintió mayor atracción por otras filosofías: Nietzsche, Kierkegaard... La distinción entre “historia externa” e “historia interna” krausista pudo inspirar a Unamuno la dicotomía entre Historia e intrahistoria, pero lo que Krause (y su conspicuo discípulo español, Giner de los Ríos) pensaban sobre la “historia interna” no será del todo compartido por Unamuno, a excepción de remarcar que en la interioridad histórica se halla la verdad.

 

Origen en Pi y Margall

Es Jon Juaristi el que, en su magnífica monografía (“Miguel de Unamuno”) ha señalado que el “pueblo eterno” del federalista Pi y Margall, entre otras influencias intelectuales, sería el gran origen inspirador de la “intrahistoria” de Unamuno. Ese “pueblo eterno” al que se refiere Pi y Margall se contrapone a “nación histórica”, siendo la “nación histórica” lo accidental y siendo su sustancia el dicho “pueblo eterno”. Estas ideas se combinan con el “Volkgeist” (espíritu del pueblo) hegeliano y con las ideas de la escuela de la llamada “Völkerpsychologie” (psicología del pueblo). Machado Álvarez, el padre de los poetas Antonio y Manuel Machado, acuñó su “demótica” no al margen de las ideas que se habían importado en España a través del hegeliano izquierdista Pi y Margall y las también aducidas. Es una interpretación, la de Juaristi, muy sugestiva y que no podemos obviar, pero todavía está falta del factor determinante a nuestro juicio que será el que presentemos como colofón a este artículo.

 

Origen en Carlyle

Carlos Clavería, en “Unamuno y Carlyle”, deja caer que el ensayista inglés ejercerá sobre Unamuno, entre otras muchas, una influencia también a la hora de inventar el vasco el término “intrahistoria”: “El “vitalismo” de Carlyle en este punto […] es decir, la creencia en un organismo, en la Vida, que palpita por debajo de Historia y Sociedad, tenía necesariamente que encontrar eco en el Unamuno de la intrahistoria”. Es cierto que Carlyle fue una lectura de Unamuno (incluso llegó a traducir al escritor inglés al español), pero si bien es cierto que fue el vitalismo lo que inspiró a Unamuno para darle contenido a su intrahistoria, más que tributario de Carlyle hay que buscarle otro origen mucho más convincente.

Es lo que me propongo enunciar y argumentar a seguido.

 

3.      LA BIOLOGÍA DE WEISMANN COMO ORIGEN DE LA INTRAHISTORIA UNAMUNIANA

José Alberich ha destacado que la recepción del darwinismo en España, con sus adherencias positivistas, no dejó indiferente a Miguel de Unamuno (podemos leerlo en “Sobre el positivismo de Unamuno” del citado autor). Herbert Spencer será, en un primer momento, el interlocutor de Unamuno, lo que explica la promiscuidad en la que advienen a Unamuno las ideas darwinistas. Hay sobrados testimonios biográficos y autobiográficos que ponen de manifiesto la atracción que, desde bien temprano, tuvo Unamuno por las ciencias naturales, aunque el mismo Unamuno llegara a escribir: “No, nunca estuve enamorado de la ciencia, siempre busqué algo detrás de ella”. A esto hay que sumarle que uno de los primos hermanos de Miguel de Unamuno, Telesforo Aranzadi Unamuno (1860-1945), doctor en Farmacia y Ciencias Naturales, destacó a la vanguardia de la antropología peninsular, entre otras aportaciones que realizó a la ciencia de su época. La relación de Unamuno con su primo Telesforo fue siempre cordial y los intereses intelectuales que compartían estrecharon sus relaciones, hasta tal punto que podemos decir que Miguel llegó a entenderse mejor con su primo que con algunos de sus mismos hermanos. Aranzadi estaba puesto al tanto de todos los descubrimientos que sobre cuestiones de las ramas en que estaba especializado se realizaban más allá de nuestras fronteras. Y participaba a Miguel de las últimas novedades en los campos de la biología, la antropología, etcétera.

Por eso resulta prácticamente increíble que hasta el día de hoy, se haya podido dejar pasar la influencia que las Ciencias Naturales ejercieron sobre Miguel en su formación intelectual y en la gestación de sus “pensamientos cardinales”, como el de la intrahistoria. Se aducen siempre, lo hemos visto arriba, posibles influencias filosóficas, literarias, incluso políticas sobre la concepción de la “intrahistoria”, pero no se ha enfatizado lo suficiente sobre el peso que la biología tuvo en la acuñación de la intrahistoria. Y, de entre todos los científicos (olvidémonos ahora de Herbert Spencer), los estudios científicos (de cuño biológico) que más contribuyeron a la gestación del constructo unamuniano de la “intrahistoria” hemos de destacar los del biólogo alemán August Weismann, como vamos a demostrarlo.

August Weismann (1834-1914) nació en Frankfurt, se formó en la Universidad de Gotinga y ejerció la docencia de la Zoología , así como desempeñó sus investigaciones en Friburgo desde 1866 a 1912. La máxima contribución de Weismann, considerado en justicia como uno de los precursores de la actual genética, fue la continuidad ininterrumpida de lo que llamaba la biología decimonónica el “plasma germinativo”, esto es: la inmortalidad del dicho “plasma germinativo”. La idea general de la continuidad de la reproducción y del crecimiento por el linaje celular directo era inherente a la doctrina celular de Virchow. En 1849, Richard Owen (1804-1892), en su trabajo sobre la partenogénesis (la reproducción basada en el desarrollo de células sexuales femeninas no fecundadas) establecía una distinción entre la células del cuerpo y las células germinativas. Entre otros científicos, fue Nussbaum (en 1875) el que estableció que el susodicho “plasma germinativo” poseía la capacidad para transmitir las cualidades hereditarias. Weismann insistió en la continuidad de la descendencia en los organismos unicelulares, y trazando desde ésta la evolución gradual d elos organismos pluricelulares, estableció que el organismo complejo, hecho de células corporales, es únicamente el vehículo de las células germinativas. Así distinguió entre “plasma germinativo” y “plasma somático”, donde el “plasma somático” (el individuo) está condenado a perecer (Weismann dirá que incluso es conveniente que desaparezca), pero el “plasma germinativo” ofrece una garantía de inmortalidad, lo que con otros términos podemos decir que se asegura una relativa inmortalidad a las especies, aunque los individuos perezcan. Esta teoría sobre la herencia basada en esta inmortalidad del “plasma germinativo” la expuso el científico alemán en su obra “Das Keimplasma: eine Theorie der Vererbung” (“El plasma germinativo: una teoría de la ciencia”, del año 1892). Merece aquí la pena que recordemos que Unamuno publica el primer ensayo de “En torno al casticismo” (La tradición eterna) en el año 1895.

¿Conoció Unamuno la obra de Weismann? Hay sobrados testimonios que nos proporciona el mismo Unamuno para afirmar que sí. Veamos dos:

En el esmerado y erudito aparato de notas realizado por Nelson R. Orringer para la traducción que el mismo hispanista realiza al inglés del “Tratado del amor de Dios” de Unamuno, podemos leer que Unamuno, entre sus muchas anotaciones para esta obra en concreto, había escrito una lapidaria frase: “La inmoratalidad de Weismann”.

Sin necesidad de ir a indagar en los cuadernos de notas recónditas de Unamuno, es el mismo Unamuno el que da noticia de su conocimiento de Weismann y esto lo hace en su novela “Amor y Pedagogía”, donde el personaje de Don Fulgencio, dialogando con Apolodoro, le dice a éste:

“-Sí, ensueños. Y leo a Weismann, y quiero pensar que somos ideas divinas, porque necesito a Dios, Apolodoro, necesito a Dios, necesito a Dios para hacerme inmortal… Vivir, vivir, vivir.”

Renglones más arriba de esta confesión, Fulgencio había dicho a su interlocutor:

“-Sí, déjame que sueñe. ¿No heredamos de nuestros padres facciones, órganos, raza, especie? Pues lo heredamos todo; llevamos a nuestro padre dentro, sólo que sus más menudos rasgos, sus más personales peculiaridades están sumergidas en lo más hondo de nuestros abismos subconscientes… y así, cuando entre los nietos de nuestros nietos surja el hombre-espíritu, cuando sea todo él conciencia, conciencia refleja su organismo todo, cuando la tenga d ela vida de la última de sus células y del espíritu de ésta, entonces resucitarán en ellos sus padres y los padres de sus padres, resucitaremos todos en nuestros descendientes…”.

“Amor y pedagogía” fue publicada en 1902. Por estos fragmentos podemos afirmar que Unamuno no era en modo alguno ajeno a los estudios de Weismann. Y dado su archiconocido interés por la vida y la muerte podemos garantizar que era imposible que permaneciera indiferente ante estos estudios de Weismann, cuando incluso Weismann había dedicado algunos ensayos no sólo a exponer sus experimentos refutadores del Lamarckismo, sino también su teoría del “plasma germinativo” y el corolario que de ello se extraía en lo que atañe a la inmortalidad. Freud, por aquellas fechas, también tomaría las tesis de Weismann como inspiradoras de algunas de sus teorías más conocidas.

En la intrahistoria se conserva, por lo tanto, la sustancia (el “plasma germinativo”, inmortal en Weismann: la tradición eterna en Unamuno) contrapuesta a la Historia que vendría a ser como el “plasma somático” y, por lo tanto, perecedero, insustancial, la “tradición falsa” de la Historia y sus sucesos.

Creo que con lo expuesto es bastante como para llamar la atención sobre la poderosa influencia que la biología ejerció sobre Unamuno (y no sólo de la mano de Spencer), dejando bien asentado que el origen de este pensamiento cardinal que denominó “intrahistoria” hay que ir a buscarlo, no tanto a las teorías históricas, filosóficas y políticas como al campo de la biología, donde Unamuno se inspiró incorporando, bajo otros términos, los hallazgos de las ciencias naturales que, convenientemente transmutados y articulados en el discurso literario hay que ir descubriendo.

Llevaba mucha razón cuando dijo aquello de: “Nunca estuve enamorado de la ciencia, siempre busqué algo detrás de ella”. Y en el caso de Unamuno, huelga decir que lo que buscaba era la inmortalidad.

 

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