Ensayo sobre el misticismo.
Una propuesta de salvación para el siglo XXI.
Pedro Luis Llera Vázquez.
Profesor de literatura, escritor y ensayista (España).
Advertencia
Antes de seguir adelante, quiero advertir a mis potenciales lectores que no soy teólogo ni pretendo con este ensayo proponerme como maestro de espiritualidad. Yo no soy mejor ni más santo que nadie: más bien al contrario. Soy un pobre pecador, lleno de cicatrices de tantas caídas. Seguro que cualquiera que se ponga con paciencia a leer este escrito será mucho más santo que yo: al menos, haciendo el esfuerzo de leer mi torpe redacción, se está ganando el cielo. Lo poco bueno que tengo no es mérito mío, sino del Señor que ha sido siempre generoso y bueno conmigo. Dios me ha mimado mucho a lo largo de mi vida. Y también ha sido en ocasiones duro y me ha enseñado a base de penurias y humillaciones. Todo se lo agradezco.
En cualquier caso, si algo bueno encontráis, agradecérselo a Dios. Y si hay algo malo, atribuídmelo a mí y a mi torpeza. Pido perdón si en algún momento alguien encuentra algo en lo que pudiera apartarme un solo milímetro de la sana doctrina de la Iglesia. Desde este momento declaro que estoy dispuesto a rectificar y a pedir humildemente perdón ante cualquier aspecto, por pequeño que sea, en el que me pudiera separar del magisterio de la Santa Madre Iglesia.
Yo sólo soy un pobre profesor de literatura y un católico de a pie, de los que van a misa los domingos y poco más. Así que solicito antes de empezar la indulgencia del lector. Si a alguien le puede proporcionar alguna luz, bendito sea Dios. Y si no, os pido perdón por el tiempo que hayáis perdido.
El siglo XXI o será místico o no será.
André Malraux
Ser un místico, hoy en día, puede entenderse como sinónimo de andar por las nubes, de no pisar la realidad; y en el peor de los casos, de ser un “meapilas”. No está de moda hablar de la mística porque en una sociedad materialista y pagana no hay sitio para Dios.
En todo caso, el misticismo sólo se asocia con algo positivo para este mundo cuando se trata de ese pseudo-budismo, con música de Enya de fondo, que nos evoca el Tíbet o la India, con su exotismo; o con los rastafaris y su flipe, ciegos de porros: muy New Age. El misticismo que está de moda es el que predican los gurús en sus clases de yoga o de meditación transcendental: una mierda de misticismo que evade de la realidad hacia un nirvana en el que uno ni siente ni padece. No es de este tipo de misticismo del que me propongo escribir, sino sobre el auténtico misticismo cristiano.
Cuando escribo estas líneas, los católicos celebramos la fiesta de una de nuestras más insignes santas: Santa Teresa de Jesús. Teresa de Ávila es una de las cumbres del misticismo en España y en el orbe católico y doctora de la Iglesia para más señas. En marzo de 2015, la Iglesia celebrará el quinto centenario de su nacimiento. Por eso me parece un buen momento para reivindicar la mística: la de la santa de Ávila y la de san Juan de la Cruz, especialmente.
Lo que pretendo plantear en este ensayo es la necesidad de recuperar una auténtica mística católica como camino para regenerar la sociedad española y occidental en este siglo XXI que nos ha tocado vivir. “El siglo XXI será místico o no será”. Pero, ¿qué es y por qué es importante la mística para el siglo XXI? ¿Hay sitio para Dios en nuestro tiempo? Sólo Dios nos salva.
Principio y fundamento
"El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”
Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola
El punto de partida es la fe. Sin fe en Jesucristo, obviamente, no hay mística cristiana. La fe es un don de Dios que recibimos a través de la Iglesia por el bautismo y por la palabra y el testimonio de vida de quienes nos precedieron en la Historia de la Salvación. Por el bautismo, nos incorporamos al cuerpo místico de Cristo: la Iglesia. La familia y los catequistas te van enseñando lo que significa ser seguidor de Cristo. Y los sacramentos van alimentando y fortaleciendo esa fe.
Pero una fe madura y auténtica implica una experiencia personal de encuentro con Nuestro Señor, porque Cristo vive: es contemporáneo nuestro y no un personaje histórico más entre tantos otros. Jesús murió en la cruz, pero resucitó y podemos encontrarnos con Él a través de la oración, de los sacramentos y del servicio a los más pobres: en la humillación, la soledad y las llagas de los desheredados podemos seguir viendo y tocando la humillación, la soledad y las llagas de Cristo.
El principio y fundamento de la fe es reconocer que he sido creado por Dios por amor. Soy importante para Dios. Él me quiere porque soy yo y no hay otro como yo: soy único e insustituible para Dios. Él me quiso desde antes de que naciera, desde antes incluso de estar en el seno materno y me dio la vida para que, con ella, le diera gloria y alabanza. Se lo dice Dios a Jeremías con palabras que nos podemos aplicar a cada uno de nosotros:
Entonces me dirigió Yahvé la palabra en estos términos: Antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía; y antes que nacieses, te tenía consagrado. (Jer. 1).
Y es la experiencia del salmista:
Tú creaste mis
entrañas,
me plasmaste en el seno de mi madre:
te doy gracias porque fui formado
de manera tan admirable.
¡Qué maravillosas son tus obras!
Tú conocías hasta el fondo de mi alma
y nada de mi ser se te ocultaba,
cuando yo era formado en lo secreto,
cuando era tejido en lo profundo de la tierra.
Salmo 139 (138)
¿Qué hace Dios para acabar con los males y las calamidades de este mundo? ¿Por qué Dios no hace nada para terminar con tanto sufrimiento, con tanto pecado, con tanto dolor como hay en este mundo? La respuesta a estas preguntas resulta relativamente sencilla desde la fe: Dios nos ha dado la vida a nosotros para que seamos santos y pongamos belleza, bien y verdad allí donde abunda el horror, el mal y la mentira; para que seamos cauces del amor y de la misericordia de Dios para quienes más lo necesiten. Cada uno de nosotros somos la respuesta de Dios a las necesidades de este mundo y formamos parte de su proyecto. El Señor me dio unas capacidades, unos talentos, para que yo los desarrolle y los ponga al servicio de los demás. Dios Padre me hizo a su imagen y semejanza: libre y con capacidad de amar, de crear, de buscar la Verdad, de hacer el bien. Cada uno de nosotros somos como un regalo que Dios hace a este mundo para que el mundo sea mejor y más bello. Sí, tú eres importante para Dios. Estás bien hecho tal y como eres: acéptate y quiérete. No hace falta que seas más guapo ni más listo; ni más alto ni más bajo; ni más gordo ni más flaco: Dios te quiere como eres y has sido obra de sus manos: ¿te crees más listo que Dios para cuestionar la bondad de su creación? Eso es soberbia: el origen de todos los males; el pecado de nuestros primeros padres: querer ser como Dios, enmendarle la plana al Creador, creer que tú lo habrías hecho todo mejor que nuestro Padre Celestial; ponerte a ti en el lugar de Dios para decidir por tu cuenta lo que está bien y lo que está más (he ahí el origen del relativismo moral y del subjetivismo y el individualismo liberal). ¡Cuántas personas son infelices por no aceptarse ni quererse! Están ciegos porque no son capaces de ver que somos criaturas divinas. Nuestra dignidad proviene de ser obra de sus manos.
Es verdad que tenemos nuestra naturaleza herida por el pecado original (como un defecto de fábrica) que hace que tendamos a meter la pata y hacer el mal: a ser egoístas, vagos, violentos, lujuriosos, injustos, maledicentes… Pero el Padre siempre está dispuesto a perdonarnos y a concedernos su gracia para seguir adelante. Tanto nos amó Dios, que envió a su Hijo y con su muerte y su resurrección, Cristo nos alcanzó la salvación y con su sangre pagó el precio que nosotros deberíamos pagar por nuestros pecados.
Este es el “principio y fundamento” de nuestra fe: Dios nos ama y quiere que seamos felices y para llegar a serlo y vivir una vida plena nos enseñó el camino: amar hasta el extremo, derrotar al pecado y a la muerte con una sobredosis de amor. Esta es la Verdad. La fe en Jesucristo, la única verdadera, no consiste en cumplir una rígida lista de prohibiciones. La fe es una historia de amor: es amar a Dios y amar a cuantos nos rodean. “Ama y haz lo que quieras”, porque si el amor rige tu vida, si te dejas llenar y transformar por Cristo – que es el Amor – serás feliz. El que ama no roba ni miente ni comete adulterio ni mata. La fe nos empuja a comportarnos con los demás como quisiéramos que los demás se comportaran con nosotros: en esto se resume todo.
Los momentos más felices de mi vida siempre han tenido que ver con el amor: la boda con mi esposa, el nacimiento de mis hijos,… Yo he llorado de felicidad al coger en brazos por primera vez a cada uno de mis hijos. No es la juerga ni el dinero ni las cosas las que te hacen feliz. Yo soy feliz cuando me siento querido y escuchado por alguien; cuando sé que ese alguien me conoce y me acepta como soy, con mis virtudes y mis defectos. Soy feliz cuando soy capaz de reírme de mi mismo, de mis fallos, de mis torpezas, de mis limitaciones; y soy capaz de ello porque sé que, a pesar de todos esos fallos y todas esa limitaciones (y todos esos pecados), Dios me quiere como soy: soy un mimado por Dios (todos lo somos).
Las Tres Vías
Los tratadistas distinguen tradicionalmente tres “vías”, tres etapas aparentemente sucesivas, en el camino místico que conduce al encuentro íntimo con Dios: la Vía Purgativa, la Vía Iluminativa y la Vía Unitiva. Sin embargo, aunque cada una de ellas presupone haber pasado por la etapa anterior, en la vida de un místico el ciclo de purificación, iluminación y unión con Dios se repiten continuamente en el camino de su vida. El camino de la santidad, el camino de perfección, implica un proceso permanente de conversión, búsqueda de Dios y encuentro con Cristo que no terminará sino con la muerte, momento en que definitivamente nos encontraremos cara a cara con el Amado. Así lo expresa santa Teresa:
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.
Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.
Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.
Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.
Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.
Todos los días caemos en las tentaciones del Maligno, nos levantamos y, con la ayuda de Dios, hacemos propósito de volver a la casa del Padre, pidiéndole perdón con vergüenza y lágrimas en los ojos; cada vez que nos confesamos, nos dejamos abrazar por la misericordia y el perdón de Dios. Y sólo entonces, podemos con la ayuda de su gracia, seguir viviendo unidos a Él. Este proceso de conversión no termina nunca. Sólo la muerte nos puede alcanzar definitivamente la unión con Dios, libres ya de las ataduras y las limitaciones de esta vida terrenal. Por eso el místico no ve la muerte como una realidad angustiosa ni siente desesperación ni espanto ante ella: la muerte es el momento del abrazo definitivo con Dios, es fundirse para siempre en el Amor eterno e infinito del Creador: y tan alta vida espero,/ que muero porque no muero. ¡Qué diametralmente distinta es la visión que tienen de la muerte un místico y un ateo! El espanto que siente el hombre sin Dios ante la muerte lo expresa maravillosamente Rubén Darío en uno de sus mejores poemas: Lo Fatal.
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
El materialista vive una vida sin sentido, sin orientación. Percibe la existencia como algo doloroso y absurdo que termina en la nada: por eso la borrachera o el éxtasis que proporciona la droga les permite escapar de la angustia existencial para refugiarse en sus paraísos artificiales, que, al fin y la postre, nos son sino caminos de muerte. En El árbol de la ciencia, Andrés Hurtado, el protagonista y alter ego de Baroja, termina por suicidarse tras su búsqueda infructuosa de sentido para su vida. Para un ateo, el suicidio puede representar un alivio al sufrimiento y al dolor. El nihilismo termina ahí: en la propia autodestrucción. En España, el suicidio es la primera causa de muerte no natural, por delante de los accidentes de tráfico. Es un dato como para hacernos reflexionar. Dios es la Vida y una vida sin Dios es peor que la muerte.
El místico, en cambio, vive su existencia como un camino que empieza y termina en Dios, Alfa y Omega; como un camino de perfección en el que sólo Dios basta: un camino lleno de sentido; también lleno de sufrimiento y de tribulaciones. No hay fe verdadera sin pasar por la cruz. Pero una cruz que merece la pena cargar por amor. La vida del místico es una vida plena. Los místicos han encontrado el camino hacia la felicidad. Y lo hacen asumiendo el sufrimiento como algo consustancial a la propia vida; no huyendo del sufrimiento por la vía de la ataraxia epicúrea ni por la exaltación del deseo hedonista. Rosa de Lima dejó escrito: “Ninguno se equivoque ni se engañe: esta es la única y verdadera escalera hacia el paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al cielo". Paradójicamente (el misticismo es pura paradoja), para el místico no hay felicidad sin cruz. No se puede llegar a la unión con el amado sin seguir los pasos de Cristo camino del Calvario. En la cruz está nuestra felicidad. Para alcanzar la gloria, hay que abrazar la cruz y asumir las incomprensiones, las persecuciones y las humillaciones que vas a tener que sufrir por Cristo:
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
¡Qué lejos está la mística cristiana del budismo! ¡Qué lejos está Cristo crucificado de Buda en posición de loto disfrutando de la paz del nirvana! No se trata de huir del sufrimiento, sino de abrazar al que sufre: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, visitar al que sufre prisión, acoger al emigrante… Amar sin límites. Amar incluso a quien te desprecia; perdonar a quien te ofende. Pero el mandamiento del amor es imposible de cumplir si uno no está íntimamente unido a quien es el Amor (con mayúscula). Sólo Cristo puede convertir nuestro corazón de piedra en un corazón de carne. Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios. Esa íntima unión con Cristo es la que persigue el místico a lo largo de su vida.
Para seguir el itinerario espiritual de los místicos, ese camino de perfección desde Dios y hacia Dios, utilizaré como hilo conductor uno de los poemas cimeros de san Juan de la Cruz: La Noche Oscura.
En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!
En mi pecho florido
que entero para él sólo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba
El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Vía Purgativa
“En una noche oscura”. ¿Qué es la “noche oscura”? Porque todo empieza ahí…
“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. [2] Al principio estaba junto a Dios. [3] Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. [4] En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. [5] La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Evangelio según san Juan, 1)
La oscuridad del pecado.
“La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron”. Luz y oscuridad serán símbolos recurrentes en san Juan de la Cruz. La influencia del Evangelio de Juan resulta más que evidente. La luz es Cristo. Las tinieblas, la oscuridad, es el pecado que nos aleja de Dios. En las tinieblas no se ve nada. Por eso quienes viven alejados de Dios están ciegos y no entienden nada. “Señor, que vea”, le suplica el ciego Bartimeo a Jesús. El ciego comenzó a dar voces. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Vivimos en la oscuridad porque vivimos en un mundo depravado donde la virtud es objeto de burla y el vicio es exaltado. El grito de Bartimeo es el grito del místico que, en medio de la oscuridad, busca la luz de Dios.
Nuestro mundo vive en la oscuridad del pecado. El mal nos rodea por todas partes. Todos los días leemos noticias de corrupción, de asesinatos, violaciones, terrorismo, guerras, hambrunas… Hemos cambiado la Verdad de Dios por la mentira; ya no se distingue el bien del mal; todo es relativo y subjetivo. El adulterio y el divorcio; la depravación y toda clase de perversiones son vistas con normalidad, como si fuera lo más natural. Se mata a niños inocentes en el vientre de sus madres y al mundo le parece normal. Se predica la necesidad de la eutanasia y el mundo lo ve muy bien. Se eleva a los altares a científicos que practican la eugenesia y la experimentación con embriones y al mundo le parece fantástico. Ladrones, asesinos; drogas, botellones, sinsentido, náusea: son los signos de nuestros días. Nada tiene sentido y la vida sólo puede resultar soportable desde planteamientos nietzscheanos: la borrachera dionisíaca y el hedonismo más nauseabundo. La vida es una mierda: disfrutemos a tope del sexo sin reprimirnos, del alcohol, de las drogas. Es feliz quien más dinero tiene, quien más viajes de placer realiza, quien tiene el coche más lujoso o la casa más grande. Y así llegamos al nihilismo materialista y ateo de hoy.
Y ante todo este mal que vemos en el mundo, ¿qué podemos hacer? Nada. Nos sentimos impotentes. Los políticos redactan leyes de transparencia y firman acuerdos contra la corrupción. Otros depositan todas sus esperanzas en los avances científicos y técnicos, como si una pastilla o un artilugio electrónico nos fuera a traer la felicidad. Hay quien cree que sólo es una cuestión de dinero y que cuando haya una prosperidad económica y un Estado del Bienestar que asegure la sanidad, la educación o las pensiones, entonces ya seremos felices. Pero no. Seguirá habiendo guerras, crímenes y ladrones. Porque el mal del mundo es una realidad tangible y creer que el hombre es bueno por naturaleza es caer en el engaño más burdo. El buenismo roussoniano es una gran mentira. Y Satanás es el padre de la mentira.
No será la política ni la economía ni la ciencia quienes nos van a salvar. Al contrario: si convertimos a la política, a la economía o a la ciencia en nuestra única esperanza, estaremos construyendo ídolos. Y los ídolos siempre acaban exigiendo sacrificios humanos, porque su realidad es la del demonio y el demonio mata.
Pero lo más grave del caso no es nuestra impotencia para solucionar los males de este mundo: lo más lamentable es que ni siquiera somos capaces de acabar con el mal que habita en nosotros mismos. Una y otra vez intentamos mejorar y una y otra vez caemos. No queremos ser perezosos, pero la vagancia se apodera de nosotros y nos convierte en esclavos del sofá y de la televisión; o del Smartphone, el ordenador y la tableta. Sabemos que tenemos que estudiar o que trabajar, que esa es nuestra obligación, nuestro deber… pero no lo hacemos porque es más cómodo no hacer nada. Quisiéramos ser buenos, y una y otra vez nos damos cuenta de que no lo hemos sido. No queremos mentir ni engañar pero lo hacemos. Y cuando nos conocemos un poco, caemos en la desesperación por no ser capaces de mejorar cuanto quisiéramos. Nos damos cuenta de que somos esclavos de nuestras propias pasiones, que estamos encadenados a nuestros vicios. Ni podemos cambiar el mundo ni siquiera a nosotros mismos. Y es fácil caer en la desesperación y pensar que ni el mundo ni yo tenemos remedio, que siempre han sido así las cosas y que así seguirán siendo. Y mucha gente tira la toalla y se arrastra por el mundo desengañada y cabizbaja.
Esa es la “noche oscura”: el pecado, el mal, la desesperación. Y sólo Cristo nos puede liberar de esa oscuridad. Él fue víctima de las tinieblas del mal de este mundo; murió a causa de nuestros pecados: Él nada malo había hecho, pero el mundo no lo quiso escuchar ni recibir. El mundo lo clavó en una cruz después de haberlo torturado y humillado hasta el extremo. Parecía que el mal había triunfado definitivamente. El Justo había sido ajusticiado. Y las tinieblas cubrieron la Tierra cuando Jesús muere en la cruz. No había ya consuelo ni esperanza. Sus amigos lo abandonan, huyen y se esconden por miedo a terminar igual que su Maestro. Los discípulos de Emaús vuelven a su aldea entristecidos y decepcionados. Habían depositado muchas esperanzas en Jesús, pero todo había acabado.
Hasta que algo ocurrió: algo extraordinario. Cuando las mujeres van el domingo por la mañana a visitar el sepulcro, lo encuentran vacío. Cristo había resucitado y se les aparece a las mujeres y luego a sus Apóstoles. Y aquellos cobardes que se escondían por miedo a las autoridades judías, salen a las plazas y van a las sinagogas y anuncian que Cristo ha resucitado y vive y que ellos lo han visto. Y esa experiencia les deja tal marca que acaban entregando su vida, convencidos de su anuncio. La Resurrección de Jesús cambia la Historia. Hay un antes y un después. La muerte y el pecado han sido derrotados para siempre. La última palabra es una palabra de amor, de vida y de esperanza. Ya no está todo perdido para el hombre. Hay un más allá de la muerte. Y Cristo da poder a los Apóstoles para anunciar esa buena noticia, para bautizar a los que crean, para perdonar los pecados. La Iglesia es portadora de ese tesoro hasta el fin de los tiempos. Dios está siempre dispuesto a perdonar porque Cristo ha muerto en la cruz para salvarnos. Y la Iglesia anuncia esta buena nueva: Dios está cerca, es un Padre bueno y quiere que vivamos una existencia plena. Si creemos en Cristo, si nos convertimos y le pedimos su perdón, Él nos ayuda con su misericordia y nos concede su gracia para que seamos santos. Sólo el Señor tiene palabras de vida eterna y de salvación. No busquéis la felicidad en otro sitio. Los políticos, los economistas, los científicos o los filósofos no os harán felices ni os enseñarán el camino que conduce a una vida plena. Sólo Dios, sólo Cristo. Y para ayudarnos y no dejarnos solos ante el peligro de este mundo, Cristo nos dejó al Espíritu Santo, que nos acompaña y nos guía en nuestra vida; el Espíritu Santo que da vida y santifica todo; el Espíritu de Sabiduría y de Verdad; el Espíritu Santo que desciende sobre el pan y el vino de la Eucaristía y renueva el sacrifico de Cristo y nos lo hace presente, visible, palpable ante nuestros ojos. Si tuviéramos un poco de fe, caeríamos temblando cada vez que el sacerdote nos presenta a Cristo Eucaristía: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Hay esperanza: Dios está aquí, con nosotros. Y con su ayuda lo podemos todo. La guerra contra el mal del mundo y contra nuestro propio pecado está ganada: la ganó Cristo en la cruz. Satanás ha sido vencido. La Luz ha derrotado a las tinieblas. La liturgia de la luz de la Vigilia Pascual representa maravillosamente ese triunfo de la Luz de Cristo sobre la oscuridad del pecado. Esa es nuestra esperanza. Nos quedan muchas batallas por librar todavía, pero el triunfo ya se ha conseguido.
Las tentaciones
Todos estamos sometidos a tentaciones por parte del Maligno. El propio Jesús las sufrió después de retirarse al desierto al principio de su vida pública:
Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el
diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final, sintió hambre.
Y el tentador se le acercó y le dijo:
- Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.
Pero Él le contestó diciendo:
- Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Entonces el diablo lo lleva a la Ciudad Santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
- Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán
en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”.
Jesús le dijo:
- También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”.
Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y mostrándole todos los reinos del mundo y su esplendor, 9 le dijo:
- Todo esto te daré si te postras y me adoras.
Entonces le dijo Jesús:
- Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y a él solo darás culto”.
Entonces lo dejó el diablo, y se le acercaron los ángeles y lo servían.
Mateo 4,1-11
Las tentaciones de Satanás son siempre las mismas:
En primer lugar, el Demonio nos tienta con que hagamos siempre lo que nos apetece, con cumplir siempre nuestros caprichos. ¿Por qué no conseguir lo que nos dé la gana sin esfuerzo? Es algo así como confundir a Dios con la lámpara de Aladino: que Dios sea nuestro esclavo y que sin mover un dedo nos cumpla todos nuestros deseos. Es la tentación del hedonismo egoísta, de la riqueza fácil. Yo he tenido alumnos que de mayores querían ser ricos; no ingenieros, ni médicos, ni abogados: simplemente, ricos. ¿Quién no tiene la tentación de tener el mejor coche, la casa más lujosa, el último aparato electrónico que ha salido al mercado…?
Pero Dios no es el genio de la lámpara: Dios es Dios. Y el Señor no está para cumplir nuestros deseos, sino que nosotros estamos llamados a cumplir la voluntad de Dios: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. El Tentador nos incita a que demos rienda suelta a nuestra voluntad, a nuestros deseos; a que busquemos por encima de todo nuestro bienestar. El Maligno nos engaña, pero nos seduce: resulta atractivo y deslumbrante (de ahí que se le llame “Lucifer”). Pero quien sólo busca su propio placer acaba siendo esclavo de sus pasiones y acabará queriendo convertir a sus hermanos en siervos. Y en eso consiste el pecado que acaba siempre en dolor, en sufrimiento y en muerte, para ti mismo y para tu prójimo.
La segunda tentación es el triunfo, el éxito, la fama… Ser admirado por todos. A todos nos gusta ser considerados como triunfadores, ser envidiados por nuestros vecinos, alcanzar la gloria de este mundo, ser reconocidos, condecorados; ejercer cargos deslumbrantes… Lo que no nos gusta es la humillación, la soledad y la cruz. Sin embargo, el Señor nos enseña el camino de la cruz. No nos pide el Señor que tengamos éxito, sino que permanezcamos fieles en la adversidad, en la angustia y en la humillación de nuestras noches en el Huerto de los Olivos. ¡Cómo nos gustaría cambiar el Gólgota y la Cruz por el estrellato y la alfombra roja; el cáliz de Cristo, por el champán!
Y por último, el poder de este mundo: mandar, someter, ser todopoderosos. Se trata de no servir a Dios, sino de que te sirvan todos a ti. Venderíamos nuestra alma al Diablo con tal de hacer y deshacer a nuestro antojo. Nos gustaría ser como Dios y decidir por nosotros mismos qué está bien y qué mal. El deseo de poder va íntimamente unido a la soberbia de creerse mejores que los demás, mejores que Dios. “Si yo mandara…”. “Si dependiera de mí…”. No adorar a Dios, sino que te adoren a ti: ocupar los primeros puestos, ser respetados y temidos; poner y quitar cargos de confianza con mover un dedo y con total arbitrariedad. Aquí está el origen de la corrupción política y empresarial.
Poder, éxito, riqueza; una vida cómoda, lujosa y llena de placeres; que los demás me sirvan a mí; tenerlo todo sin esforzarnos por nada. Y frente a estas tentaciones, Cristo nos presenta su proyecto: Servir a los demás, lavar los pies de los hermanos; ser buenos samaritanos para quienes se encuentra postrados en las cunetas de la vida; aceptar la humillación, el desprecio y la cruz por fidelidad al Señor; aceptar el camino del calvario; asumir la angustia de los cálices que no queremos beber; aceptar que Dios es Dios y que nosotros debemos buscar y cumplir su Voluntad: “pase de mí este cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía”, “dame lo que pides y pide lo que quieras”. Cristo es Rey, no yo. Yo vivo para servir a Dios y al prójimo; no para que Dios y el prójimo me sirvan a mí. Yo debo cumplir los mandamientos de Dios y no soy nadie para elaborar mi propio decálogo a mi gusto.
Hago mías las palabras de San Rafael Arnaiz: "¿Acaso, Señor, deseo lo que Tú no deseas? Dímelo... dime, Señor, cuál es tu voluntad, y pondré la mía a tu lado... Amo todo lo que Tú me envíes y me mandes, tanto salud como enfermedad, tanto estar aquí como allí, tanto ser una cosa como otra ¿Mi vida? tómala, Señor Dios mío, cuando Tú quieras”.
El sacramento de la penitencia
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones". Estar en gracia de Dios es más importante que la propia vida. Y lo primero que uno debe procurar, si quiere encontrarse con el Señor, es estar en gracia con Él.
Deberíamos salir a las calles, como Jonás en Nínive, o como Juan el Bautista en el Jordán a predicar la conversión. Y deberíamos ir corriendo a buscar un confesor para pedirle perdón a Dios por nuestros pecados. Sólo la conversión personal nos puede permitir encontrarnos con Cristo y unirnos a Él. Es el Señor quien debe convertir nuestro corazón de piedra en un corazón capaz de amar, de perdonar, de sentir con quienes sufren. Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Sólo Él puede acabar con el mal que nos destruye y nos asola. Sólo Él es santo, sólo Él puede tener piedad de nosotros. Sólo el Señor puede poner su paz y su amor en nuestro corazón malherido por el pecado y permitirnos empezar de nuevo, limpios de nuestras culpas.
Pero para eso hace falta examinar nuestra conciencia y arrepentirnos. Volver a la casa del Padre avergonzados: llorar por nuestros pecados y echarnos en los brazos de Dios para que Él nos abrace y nos dé fuerzas para seguir adelante.
¡Cuántas veces me he visto en la oración arrodillado a los pies de Cristo enjugando sus pies con mis lágrimas, como la pecadora arrepentida! ¡Y cuántas veces he visto a Cristo arrodillado, lavándome los pies! Entonces me asusto y reacciono como san Pedro: “¿Lavarme tú a mi los pies, Señor?” Y escucho a Jesús que me contesta: “Si no me dejas lavarte los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Y le contesto que sí, que me lave los pies y la cabeza si hace falta. El Señor es quien nos limpia con su sangre, derramada en la cruz por nuestros pecados. Con su sacrificio ha pagado el precio que nosotros deberíamos pagar por nuestras faltas.
El pecado es la negación del amor, la negación de Cristo. El pecado es traicionar a Dios y a los hermanos. Es el egoísmo, la soberbia, la impureza, la lujuria, la ira, la pereza… El pecado nos convierte en esclavos de Satanás. Y por medio del sacramento de la penitencia, Cristo nos libera de esa pesada carga, de esas cadenas que nos oprimen, y nos da la gracia de su perdón. ¡Qué alivio siente el alma cuando se confiesa, cuando pide perdón al Señor por sus pecados! ¡Qué limpio se siente uno!
Porque a quien le pedimos perdón es a Dios, no al cura. El sacerdote es el intermediario, el cauce que ha determinado Dios para hacernos llegar su consuelo y su perdón: “Id por el mundo entero, predicando el Evangelio y perdonando los pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Si queremos acabar con el mal del mundo, empecemos por nosotros mismos. La verdadera y única revolución que puede transformar el mundo y conquistar la justicia y la paz es la revolución del amor, manifestado en Cristo Jesús. Él nos amó hasta el extremo y con su muerte y su resurrección abrió la puerta para nuestra salvación. Pero es decisión nuestra pasar por esa puerta o negarnos a aceptar la salvación de Cristo. Somos libres de aceptar el perdón y la salvación que nos ofrece el Señor o rechazar su misericordia.
Las tribulaciones
“El hombre, nacido de mujer,
tiene una vida breve y cargada de tormentos:
como una flor, brota y se marchita; huye sin detenerse, como una sombra”.
(Job, 14)
Es verdad que la vida trae consigo muchas pesadumbres: desempleo, accidentes, enfermedades, injusticias… ¿Por qué me tiene que pasar eso a mí? ¿Por qué un niño pequeño se muere prematuramente a causa de cualquier enfermedad penosa? Es incomprensible e injusto. Sí. Es verdad. Estas cosas también forman parte de esa “noche oscura”. No tenemos respuesta para todo. La criatura no comprende muchas veces las razones del Creador. La fe tiene mucho de misterio. La fe implica confiar en Dios, incluso en aquellas circunstancias que nos resultan incomprensibles. Dicen que Dios escribe recto sobre renglones torcidos. Los problemas, las preocupaciones y los disgustos de la vida ponen a prueba nuestra fe: nuestra confianza en el Señor. “El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también vuestra fe, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas, demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele” (1 Pedro, 1).
Job es un buen ejemplo de una fe puesta a prueba. Después de tenerlo todo, todo lo pierde:
"Desnudo salí del
vientre de mi madre,
y desnudo volveré allí.
El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó:
¡Bendito sea el nombre del Señor!"
Cuando todo te va bien y la vida te sonríe es fácil tener fe. Cuando la vida se pone cuesta arriba y llegan los problemas (laborales, de salud…), mantener la fe ya no resulta tan sencillo. A veces, el creyente se rebela contra Dios. El profeta Habacuc se encara con Dios diciéndole: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que Tú me escuches, clamaré hacia ti: ¡Violencia!", sin que Tú me salves?”. Y Job llega a decir: “¡No tengo calma, ni tranquilidad, ni sosiego, sólo una constante agitación!”. Parece muchas veces que a los malos les va muy bien mientras los justos no pasan sino calamidades y sufrimientos. No entendemos nada. Y en eso consiste la pobreza de espíritu: en que no entendemos nada y, a pesar de ello, seguir confiando en el Señor. El pobre es quien confía en Dios incluso cuando no entiende nada: quien se fía de Dios, confía en su Voluntad y descansa en ella, incluso en la oscuridad más absoluta. Si Dios lo quiere, será por algo, aunque yo no lo entienda, aunque me queje y le grite: “¿Hasta cuando, Señor?”. “Mira que los impíos se burlan de mí”. Dios quiere que confiemos completamente en Él para que podamos decir con el salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”. Sólo Dios basta. Muchas veces, cuando llegan las adversidades, nos vemos completamente a oscuras, como en un túnel negro en el que no encuentras salida. No entiendes por qué Dios permite que te ocurran esas desgracias ni por qué a los hipócritas y a los malvados les va todo tan bien mientras a ti no te va nada a derechas.
“¿Cómo es posible que
vivan los malvados, y que aun siendo viejos, se acreciente su fuerza? Su descendencia se afianza ante ellos, sus vástagos crecen delante de sus ojos. Sus casas están en paz, libres de temor, y no
los alcanza la vara de Dios. Su toro fecunda sin fallar nunca, su vaca tiene cría sin abortar jamás. Hacen correr a sus niños como ovejas, sus hijos pequeños saltan de alegría. Entonan canciones con el tambor y la cítara y se divierten al son de la flauta. Acaban felizmente sus días y
descienden en paz al Abismo. Y ellos decían a Dios: "¡Apártate de nosotros, no nos importa conocer tus caminos! ¿Qué es el Todopoderoso para que lo sirvamos y qué ganamos con suplicarle?"
¿No tienen la felicidad en sus manos? ¿No está lejos de Dios el designio de los malvados? ¿Cuántas veces se extingue su lámpara y la ruina se abate sobre ellos?
¿Cuántas veces en su ira Él les da su merecido y ellos son como paja delante del viento, como rastrojo que se lleva el huracán? ¿Reservará Dios el castigo para sus hijos? ¡Que lo castigue a él, y
que él lo sienta! ¡Que sus propios ojos vean su fracaso, que beba el furor del Todopoderoso!” (Job, 21)
Ahí es cuando tenemos que poner nuestra fe en el tablero: es como lanzarse al vacío sin saber si habrá una red que te salve o si te estrellarás en el abismo. La fe es asumir el riesgo y confiar porque Cristo es la Verdad. Ahora no entiendo nada, pero un día todo esto cobrará un sentido y todo encajará y veré con claridad la mano providente del Señor: Él sabrá por qué pasan estas cosas. La fe implica ser humilde y reconocer que uno no lo sabe todo ni lo entiende todo ni puede dar una explicación a todo. “¿Puedes tú escrutar las profundidades de Dios o vislumbrar la perfección del Todopoderoso?” (Libro de Job, 11). La fe implica reconocer que sólo Dios es Dios y tú no eres sino una criatura limitada y débil. La fe supone aceptar que Dios es más grande, que sólo Él es Todopoderoso y nosotros, no. El soberbio quiere ser como Dios, reemplazar a Dios. El humilde se reconoce siervo inútil. Es la soberbia de nuestros primeros padres cuando desobedecieron a Dios y comieron el fruto del árbol del bien y del mal, frente a la humildad de María, que acepta la voluntad de Dios en su vida. María es ejemplo de fe: ella no entiende, pero guarda todas las cosas en su corazón. María confía en Dios hasta cuando, al pie de la cruz, tiene que ver a su Hijo crucificado. Sufre pero confía. No maldice su suerte ni se rebela contra Dios: contempla, llora y confía. María ama a Dios, confía en Dios, sufre por su Hijo crucificado, lo entierra… ¡Cuánto tenemos que aprender de María! Que nuestra Madre Celestial interceda por nosotros, para que el Señor aumente nuestra fe, sobre todo en momentos de tribulación. Que nos enseñe a ser pacientes y a confiar ciegamente en el Amor de Dios. Agarrémonos a la cruz de Cristo y esperemos con paciencia. Y aunque no entendamos, confiemos en Él. Si el Señor lo ha querido, será por algo: yo no lo entiendo, pero yo no soy Dios. Él sabrá por qué.
Y en este punto, volvemos a encontrarnos con santa Teresa:
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta.
Nada ni nadie nos podrá apartar del Amor de Dios:
¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia? Así está escrito:
«Por tu causa siempre nos llevan a la muerte; ¡nos tratan como a ovejas para el matadero!»
Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios,ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.
Romanos 8, 35 - 39
El silencio de Dios: la desolación
La vida espiritual tiene momentos de consolación y de desolación. Es frecuente que cuando comienzas el camino de búsqueda del Señor, tengas momentos de consolación en los que sientes de una manera intensa la presencia de Dios. Es como si Dios nos permitiera vislumbrar su gloria; como si por unos instantes pudiéramos degustar un trocito de cielo. La experiencia de consolación espiritual debe de ser algo parecido a lo que les pasó a Pedro, Santiago y Juan cuando subieron con Jesús al Monte Tabor y la experiencia de la transfiguración:
«Maestro, ¡que bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. » Mc 9.
Recuerdo como si fuera hoy aquel mes de septiembre del 83. Aquellos Ejercicios Espirituales en el monasterio benedictino de San Pedro de Dueñas, cerca de Sahagún de Campos, en León, marcaron para siempre mi vida. Yo iba a tumba abierta a terminar mi propio proceso de discernimiento vocacional. Varios amigos míos había dado el paso de ingresar en la Compañía de Jesús. A mí me daba miedo. Pero en aquel momento estaba dispuesto a todo: si Dios me pedía entrar en la Compañía, yo no le iba a decir que no. Llegué con la mayor indiferencia: “Señor, que sea lo que Tú quieras. No quiero más una cosa que otra. Si quieres que sea religioso lo seré con tu ayuda”. Y Dios respondió a mi disponibilidad y ¡Cómo respondió! Las lágrimas brotaban de mis ojos sin saber muy bien por qué. Eran lágrimas de felicidad, de plenitud. Las horas de oración pasaban rápidas… y mi alma se gozaba en la presencia de Dios, de un Dios cercano que me llenaba completamente. Pude disfrutar entonces de esa “llama de amor viva” que tan magistralmente describe san Juan de la Cruz:
¡O llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.
¡O cauterio suave!
¡O regalada llaga!
¡O mano blanda! ¡O toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!,
matando muerte en vida la has trocado.
¡O lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido
que estaba obscuro y ciego
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!
“¡Qué bien se está aquí!”. No me lo podía creer. ¿Me estaba volviendo loco? Llegué a tener miedo: “Estaban asustados, y no sabía lo que decían”. Gracias a mi director espiritual pude entender lo que me estaba pasando: Dios estaba siendo grande conmigo. Allí descubrí lo que el Señor quería de mí: que fuera padre de familia y educador cristiano; que fuera su testigo ante los niños y jóvenes y que anunciara su Evangelio a los más necesitados. De repente, mi vida tenía sentido. Todo encajaba. Todo estaba claro. Era capaz de entenderlo todo. Mis ojos se abrieron para contemplar la gloria de Dios y mis oídos fueron capaces de escuchar con nitidez la Palabra del Señor. ¡Qué felicidad sentí aquellos días! ¡Qué gozo tan indescriptible! ¡Qué inefable es la alegría de sentir la cálida presencia del Amado en lo más profundo de tu alma! Una vez que has vivido una experiencia así, nunca se te puede olvidar. Es algo que te marca de por vida. Cuando has experimentado la presencia amorosa de Dios en tu alma, quisieras estar siempre así, junto a Él. Cuando has probado el gusto del Señor, todo lo demás lo estimas en nada. Ya nada podrá sustituir ese perfume que has aspirado ni habrá amor que sustituya al Amor. Nada hay comparable al Amor de Dios.
¡Y qué tentación es querer quedarse ahí! Quisiéramos que toda la vida fuese así, que siempre sintiéramos la presencia amorosa de Dios llenándonos el alma ¡Y qué tentación tan grande es creerse más santo que los demás! ¡Qué cerca está el Demonio para hacernos creer que esas experiencias son por mérito tuyo! De ahí la importancia de tener un buen director espiritual para poder digerir adecuadamente estas experiencias de Dios, para que nos demos cuenta de que nosotros no tenemos ningún mérito, que todo es obra de Dios para prepararnos para la misión que nos tiene encomendada. No podemos quedarnos paralizados mirando al Cielo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
-«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
Pronto descubrirían los apóstoles lo que significaba “resucitar de entre los muertos”. Y yo también. Porque el seguimiento de Cristo va unido a la cruz. Y pronto llegaría en mi vida la humillación, la soledad, el abandono de quienes creías que te querían; la experiencia de la muerte, de la injusticia, de la enfermedad, del sufrimiento, del desempleo, de la desolación. Se pasa enseguida del Monte Tabor al Domingo de Ramos, en el que todos te aplauden; pero de ahí a Getsemaní, al Via Crucis y al Calvario, hay un paso.
Así expresa san Juan de la Cruz la experiencia de la ausencia de Dios:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
La “noche oscura” del alma es lo que san Ignacio denomina “desolación”. Es la sequedad del alma en la oración: no sentir nada, ningún tipo de goce espiritual. Es como si Dios callara, como si se hubiera marchado. Entonces, rezar se pone cuesta arriba y el tiempo de oración se convierte casi en una tortura. Muchos santos pasaron por la “noche oscura del alma”, la “noche amable más que la alborada”. El alma se siente alejada de Dios. Nos acostumbramos enseguida a los placeres de la consolación espiritual. Por eso el Señor, antes o después, nos priva de esos consuelos para que pongamos el corazón solamente en Él, configurándonos con Cristo en su pasión. Es la experiencia de María ante la cruz, contemplando la muerte de su Hijo. Estas oscuridades del alma son necesarias para la purificación de nuestra fe.
"Que sepan todos – le confió Jesús a santa Rosa de Lima — que la gracia sigue a la tribulación; entended que sin el peso de las aflicciones no se llega a la cumbre de la gracia; comprended que en la medida en que crece la intensidad de los dolores, aumenta la de los carismas. Ninguno se equivoque ni se engañe; esta es la única y verdadera escalera hacia el paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al cielo".
«Dime padre, por qué hay tanto dolor y oscuridad en mi alma», pregunta la Madre Teresa de Calcuta en una carta al reverendo Lawrence Picachy en agosto de 1959. «En mi propia alma, siento un dolor terrible por esta pérdida. Siento que Dios no me quiere, que Dios no es Dios, y que él verdaderamente no existe».
Dios quiere que nos fiemos de Él sin condiciones, a ciegas, aunque no veamos nada claro, aunque nos humillen y nos desprecien. “Señor: aumenta nuestra fe”. Sólo Dios basta. Aunque gritemos “¡Dios mío, Dios mío: ¿Por qué me has abandonado?!”; aunque sudemos sangre por la angustia que nos produce la persecución y la muerte; aunque a nuestro alrededor no veamos más que oscuridad, dolor y muerte… ¡Aumenta nuestra fe para no perecer en la prueba! Danos, Señor, fortaleza para soportar las pruebas, las tribulaciones, las noches oscuras del alma, manteniéndonos firmes en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Vía Iluminativa
Consolación, desolación, encuentro con Cristo… Todos estos conceptos que acabamos de explicar tienen que ver con la oración. Pero, ¿Qué tengo que hacer para rezar? ¿Cómo se reza? ¿Qué es la oración para un cristiano?
La oración es diálogo, es relación con el Otro, con Alguien que está dentro de mí y además me trasciende. Orar es conversar con Cristo. ¿Y cómo puede ser eso? Pues porque Jesús vive, Dios vive y está cerca de nosotros. Nuestro Dios no es un juez lejano y distante que no se preocupe por nosotros: es un Padre bueno que nos quiere y nos protege y se preocupa por nosotros. Dios nos quiere. Y está esperando a que le dejemos un hueco en nuestra vida para mimarnos, orientarnos, aconsejarnos. Él es la Luz que puede iluminar nuestra vida para enseñarnos el camino que conduce a la plenitud, que es Él mismo. El Señor es la Luz que ilumina las tinieblas:
En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía,
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guiaba
más cierto que la luz de mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en parte donde nadie parecía.
La luz que arde en el corazón me guía en mi camino hacia el encuentro con Dios: “nadie viene al Padre, sino por mí”, dice Cristo.
La mística es una experiencia de encuentro con el Señor a través de la oración, de los signos de los tiempos y de los sacramentos.
La Oración
¿Cómo se reza? ¿Qué debo hacer si quiero rezar? En primer lugar, debemos aclarar que no hay una única forma de rezar. Trataré de explicar tres maneras distintas de orar que conducen a un mismo fin: el encuentro con Cristo.
En la oración se ponen en marcha todas nuestra potencias: la voluntad, los sentimientos, el entendimiento, la imaginación. El hombre debe entregarse por entero y poner todo su “yo” en juego para amar a Dios, porque rezar no es otra cosa que un modo de expresar nuestro amor a la Santísima Trinidad: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ese es el primer mandamiento:
"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente."
Cuando recemos experimentaremos sentimientos, pero también ejercitaremos la voluntad para mantenernos en la soledad y el silencio también cuando no sentimos nada; y por último, el contacto con el Señor nos irá permitiendo conocerlo cada día más para así poder quererlo también más cada día.
La oración contemplativa
La oración contemplativa es una manera de rezar que tiene varios momentos:
En primer lugar, tenemos que buscar un sitio tranquilo. Tenemos que estar solos y en silencio (la soledad sonora), en paz y relajados. La soledad de mi habitación puede ser un lugar adecuado; o la naturaleza o, mejor aún, delante del Sagrario.
A continuación, debemos hacer un acto de fe. Sin fe, no hay nada que hacer. Pongámonos en la presencia de Dios: “Señor: sé que estás aquí conmigo. Quiero estar en tu presencia, quiero estar este rato contigo como un amigo está con otro”.
Después se puede hacer oración de petición: le pedimos a Dios por nuestras necesidades; podemos pedirle que nos dé la fe; podemos pedir por nuestros amigos, por nuestra familia… “Pedid y se os dará”.
Una vez hechas las peticiones, la contemplación consiste en ver y oír lo que Dios tiene que decirnos. Para eso se comienza por leer algún pasaje del Evangelio o del Antiguo Testamento. La oración contemplativa consiste en imaginarme como parte de la escena que haya leído. Yo me meto dentro de la escena para oír lo que dicen los personajes; puedo identificarme con alguno de ellos, escuchar las palabras que Jesús pronuncia y sentir esas palabras como si me las dirigiera a mí. Y en esa contemplación, surgirán seguramente distintos sentimientos. Esos sentimientos son las “mociones” del Espíritu. A veces sentirás alegría; a veces, dolor por tus pecados; otras veces, puede que te sientas aludido o interpelado por lo que Jesús dice. Otras veces no sentirás nada: es la desolación espiritual a la que nos referíamos con anterioridad. Si no sentimos nada, el Señor pondrá a prueba nuestra fe y nuestra perseverancia; o puede ser que estemos necesitados de confesarnos para poder recuperar la cercanía del Señor. Dios se comunica a través de esos sentimientos, de esas mociones que el Espíritu Santo va suscitando en nosotros.
Dice san Ignacio que “no el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el gustar de las cosas internamente”. Esto quiere decir que en la oración contemplativa no se trata de leer mucho, sino de sentir mucho. No se trata de hablar mucho, sino de escuchar mucho. No se trata de hacer, sino de dejarse querer. Por eso, cuando en un momento dado te encuentres feliz, alegre y en paz en la oración, no sigas adelante: quédate ahí. Ya has conseguido lo que buscabas, que no era otra cosa que encontrarte con el Señor. Puede ser que en el primer punto, cuando te pones en presencia del Señor, ya sientas esa luz, esa llama que arde en el corazón (la zarza ardiente de Moisés o lo que expresan los discípulos de Emaús tras su encuentro con el Resucitado: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?”). Pues no sigas adelante, quédate ahí. O puede ser que en las peticiones encuentres de pronto al Señor. No sigas adelante: no hace falta más. O puede que al leer el texto de las Sagradas Escrituras que tu director espiritual te haya propuesto contemplar, leas una línea o una palabra en la que, de pronto, encuentras el gozo del encuentro con el Señor. Pues ahí te quedas: repite esa palabra en tu interior, deja que la Palabra cale en ti.
Dicho esto, una vez que hayas terminado la contemplación, empieza el coloquio, que no es otra cosa que dialogar con el Señor como una amigo habla con otro amigo. Pregúntale, quéjate, pide perdón, pide fe… Y escucha: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, le dice Samuel al Señor cuando escucha su llamada. Déjale hablar a Él, no vaya ser que con tu palabrería no le dejes meter baza a Él…
Por último, da gracias a Dios por ese rato de oración, por lo que sentiste o por lo que no hayas sentido. Dar gracias a Dios, en todo momento, es justo y necesario: gracias por la vida, por tu familia, por tus amigos, por el paisaje, por la naturaleza, por la entrega de Cristo en la cruz, por el amor que el Señor te tiene, por los regalos y los mimos que te ha ido dando a lo largo de la vida; por los talentos que te ha concedido…
He mencionado antes al director espiritual. Es bueno que en esta aventura de ir al encuentro de Dios no vayamos solos. Un sacerdote santo y con experiencia nos puede ir orientando en el camino; puede ir proponiéndonos itinerarios; puede ayudarnos a discernir los sentimientos y las mociones que el Espíritu nos va regalando, porque a veces es fácil que el Maligno trate de engañarnos. Satanás va a tratar de impedir por todos los medios que alcancemos lo que nos proponemos: encontrarnos con nuestro Salvador. El Tentador tratará de obstaculizar nuestra búsqueda: nos dirá que estamos perdiendo el tiempo, que Dios no existe, que son todo imaginaciones nuestras; nos dirá que nos vayamos a ver la televisión o a divertirnos; nos propondrá toda clase de ruidos para impedir que consigamos ese silencio interior necesario. Satanás es como una serpiente astuta que, con apariencia de bien, querrá que nos perdamos. Para evitar los engaños del Malo, la labor del director espiritual es fundamental, tanto en los Ejercicios Espirituales como en la vida corriente.
Contemplar la vida del Señor, su predicación, sus milagros; las escenas de su pasión, muerte y resurrección, nos ayudará a conocer internamente a Cristo, para quererle más. Si no conoces a Cristo, no puedes amarlo ni mucho menos, seguirlo. Y para conocer a Alguien, tienes que tener confianza y trato frecuente con Él.
La meditación
Meditar consiste en reflexionar sobre algún texto sagrado o sobre alguna lectura espiritual que pueda darte luz (seguimos en la Vía Iluminativa) para orientarte en la vida.
Leer las lecturas de misa de cada día puede ser una buena forma de meditación diaria. La Iglesia propone unos textos de las Sagradas Escrituras que se leen en todas las eucaristías que se celebran ese día en cualquier parte del mundo. Eso, para empezar, ya te pone en comunión con toda la Iglesia Universal.
En la actualidad, hay muchos medios para saber qué lecturas son las que corresponden a la misa del día. En Internet hay muchas páginas que difunden la Palabra de Dios e incluso te la pueden enviar por correo electrónico cada día. Más fácil, imposible.
Leyendo esos textos puedes descubrir cómo la Palabra de Dios siempre es actual y siempre tiene algo que decir que te afecta directamente a las circunstancias particulares de tu vida. Lee con calma. Dedica unos minutos de tranquilidad a degustar las palabras de las lecturas. Y si encuentra algo que te hace vibrar, quédate ahí, como en la oración contemplativa. Esa expresión o esa palabra que hace que el alma se caldee por dentro es lo que Dios te está poniendo delante para decirte algo: unas veces será para animarte y que no te vengas abajo ni pierdas la esperanza; otras veces será para tirarte de las orejas y corregirte; otras para infundirte coraje; otras, para ayudarte a tomar alguna decisión… Lee y gusta; y aplica la Palabra del Señor a tu vida y a tus circunstancias particulares.
Es conveniente, para no caer en falsas interpretaciones o en herejías protestantes, interpretar la palabra de Dios siempre conforme al magisterio de la Iglesia. Por eso es necesario leer lo que el Catecismo, el Papa o los santos han dicho sobre esa lectura que estás haciendo. Porque no puedes entender lo que te dé la gana: la Palabra de Dios sólo debe interpretarse conforme lo ha hecho la Iglesia a través de sus santos, según la Tradición y la sana doctrina. En eso consiste la comunión de los santos: la Iglesia no empieza ni acaba conmigo. Yo formo parte de una Historia de Salvación dentro de la Iglesia que peregrina en este mundo hasta el fin de los tiempos. Así que ¡ojo con las novedades, con las interpretaciones originales y los “modernismos”!. Es verdad que las circunstancias históricas cambian, pero el mensaje de Cristo siempre es el mismo. No debemos caer en la tentación de adulterar la Palabra de Dios para hacerla más popular. Eso sería falsear la fe de la Iglesia.
Por otra parte, meditar sobre la vida de los santos que se celebran cada día también puede ayudarnos a sacar enseñanzas para nuestra propia vida. Los santos nos preceden en la Historia de la Salvación y nos proporcionan inestimables ejemplos de vida.
Podemos completar nuestra meditación con las peticiones que queramos hacerle al Señor, tanto por nuestras necesidades como por los demás. La oración de intercesión es muy importante: yo no soy el ombligo del mundo y hay muchas personas próximas o lejanas que pasan por momentos difíciles y que necesitan de nuestra oración. Seamos generosos.
El rosario: la oración de la paz
El rosario es la oración mariana por excelencia. María es nuestra madre del cielo, la madre de nuestro Salvador. Ella intercede por nosotros y nos cuida y se preocupa por nosotros como toda madre hace por sus hijos. Y muchas veces ni nos acordamos de ella.
El rosario es un tipo de oración que nos permite contemplar los misterios de nuestra salvación mientras le echamos piropos a la Santísima Virgen. Rezar el rosario no exige una concentración excepcional ni unas dotes especiales. El rosario es la oración de la gente sencilla: cualquiera puede rezar el rosario. No lleva mucho tiempo ni es una oración “complicada”. Es una oración adecuada para el día a día, cuando no tienes mucho tiempo; o para cuando estás pasando por momentos de desolación, de silencio de Dios, de sequedad en la oración. También es una oración perfecta para cuando estás agobiado, preocupado, angustiado… la repetición cadenciosa del Ave María y del Padre Nuestro te devuelve la paz, a la vez que depositas tus problemas y tus preocupaciones en manos de Dios, poniendo en Él tu confianza. Cuando estás mal, cuando te viene el bajón, ¿a quién acudir mejor que a tu Madre? Ella te comprende, te quiere, te consuela; como cualquier madre hace con su hijo.
No hay mejor arma para combatir al demonio que el rosario: es un arma de construcción masiva. En cualquier momento puedes echar mano del rosario y rezar alguno de sus misterios, aunque no sean los cinco del día… Os aseguro que, por mal que estés, después de rezar el rosario habrás recuperado la paz del alma y verás los problemas con otros ojos. Prueba: no cuesta nada…
La Adoración al Santísimo
La adoración a Cristo Eucaristía es una de las formas más sublimes de oración. El Señor y tú, cara a cara. Silencio y contemplación del Señor. Silencio. Hay veces que en determinadas oraciones comunitarias hay una especie de miedo al silencio y quienes dirigen el acto no se callan ni amordazándolos. Seguramente hay miedo a que los asistentes se aburran o se cansen. Pero para encontrarse con el Señor hace falta silencio: “la música callada, / la soledad sonora”.
¡Cómo no quedar asombrado ante la contemplación del Hijo de Dios, del Verbo, por quien fue creado todo cuanto existe; del Dios hecho hombre, que caminó por nuestros caminos anunciando la Buena Noticia para los pobres; del mismo Jesucristo que padeció por nuestros pecados, que fue azotado por mis culpas, que sufrió la humillación y la soledad y que murió derramando su sangre por mí! ¡Cómo no caer de rodillas ante su presencia!:
“Porque en Él fueron creadas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, dominios, principados o autoridades. Todo fue creado por medio de Él y para Él”. (Colosenses 1, 16).
“Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. (Filipenses 2, 9 - 11).
Quedarse “embebido”, “absorto” y “ajenado” ante nuestro Señor. Simplemente estar ahí y adorar a Cristo, verdaderamente presente en el Pan de Vida:
«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
“¡Señor mío y Dios mío!”:No hace falta nada más.
Gracias a Dios cada vez hay más parroquias que tienen su capilla de adoración perpetua. La Iglesia, como señala una y otra vez el Papa Francisco, no es una ONG. La Iglesia transmite a Cristo. Necesitamos adorar, empaparnos del Señor, estar es en su presencia ensimismados.
No sé por qué cada vez veo menos gente de rodillas en la misa en el momento de la consagración: eso también es adoración. Tampoco sé por qué se comulga muchas veces con tan poca devoción ni sé por qué resulta tan complicado dar la comunión de rodillas en las misas. Ni entiendo por qué en muchas iglesias se ha quitado el sagrario del altar mayor y se ha apartado al Señor a una capilla lateral. El Señor es el centro de nuestra fe.
Es urgente recuperar la costumbre de visitar las capillas en los colegios para adorar al Santísimo, aunque sólo sea para saludar al Señor y decirle simplemente que lo amamos. Visitemos al Santísimo cuando pasamos junto a una Iglesia o, al menos, santigüémonos y dirijamos nuestro corazón hacia el Señor.
La respuesta al mal del mundo está en el Sagrario. La respuesta a nuestras preguntas está en el Sagrario. El consuelo a nuestras tribulaciones está en el Sagrario. Nuestra felicidad está en el Sagrario.
"Dios mío: yo creo, yo te adoro, yo espero y yo te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no esperan y no te aman ..."
Bendito sea Dios.
Bendito sea su Santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre.
Bendito sea el Nombre de Jesús.
Bendito sea su Sacratísimo Corazón.
Bendita sea su Preciosísima Sangre.
Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
Bendito sea el Espíritu Santo Paráclito.
Bendita sea María Santísima la excelsa Madre de Dios
Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendita sea su gloriosa Asunción.
Bendito sea el nombre de María Virgen y Madre.
Bendita sea María Santísima Madre de la Iglesia.
Bendito sea su castísimo esposo San José.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.
Los signos de los tiempos
Dios se comunica de muchas maneras. La oración y la meditación de la Sagrada Escritura es una de ellas. Pero no la única. En nuestra vida corriente, nos encontramos con Dios también a través de los acontecimientos buenos o malos que nos suceden a nosotros o a quienes están a nuestro alrededor.
“Cuando veis una nube que se levanta en el poniente, al instante decís: “Viene un aguacero”, y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís: “Va a hacer calor”, y así pasa. ¡Hipócritas! Sabéis examinar el aspecto de la tierra y del cielo; entonces, ¿por qué no examináis este tiempo presente? ¿Y por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” (Lucas 12, 54).
Ver lo que ocurre a nuestro alrededor y juzgar lo que es justo y lo que no. En eso consiste discernir los signos de los tiempos. Si vemos lo que ocurre y lo juzgamos a la luz de la Palabra de Dios y del magisterio de la Iglesia, podremos tomar partido y posicionarnos ante la realidad como Dios quiere y no como a nosotros nos convenga más. Esa es la fidelidad que Cristo nos pide, aunque ello nos complique la vida y pueda acarrearnos malas consecuencias. Pero uno tiene que elegir permanentemente entre Cristo y el mundo; entre lo que Dios te pide y lo que te pueda resultar más rentable. Nadie dijo que seguir al Señor fuera fácil ni cómodo. Muchas veces, denunciar las injusticias, las arbitrariedades y los pecado que vemos en nuestro mundo nos puede poner en el punto de mira y acarrearnos la persecución.
Por otra parte, Dios pone en nuestra vida a muchas personas que pueden suponer auténticas mediaciones del Señor para darnos a conocer su Voluntad: amigos santos y buenos con los puedes mantener una conversación piadosa, un sacerdote que te confiesa y te transmite la misericordia de Dios o que con las palabras de su homilía es capaz de caldear tu corazón; el beso de un ser querido, la comprensión de una madre, el perdón de un compañero con el que has discutido… A lo largo de cada día, nos tropezamos con infinidad de personas que pueden ser auténticos profetas que te dirijan una palabra que provenga del Señor. El caso es tener la antena puesta y el receptor bien sintonizado para captar la frecuencia de Dios. Estad alerta y velad.
Vía Unitiva
La unión íntima del alma con Dios. Tras el proceso de purificación y conversión, tras el proceso ascético de la Vía Purgativa; y después de dejarnos alumbrar por la Palabra de Dios, por el Verbo que es Dios mismo; el punto culminante del camino de perfección del místico es lo que llamamos Vía Unitiva.
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
El éxtasis místico
“Todos mis sentidos suspendía”, “cesó todo y dejéme”. ¡Qué hermosa manera de expresar lo inefable! El éxtasis místico consiste en eso: los sentidos que me sirven para relacionarme con el mundo exterior quedan suspendidos (hoy diríamos en stand by): los ojos no ven: es el alma la que contempla; los oídos no oyen: es el alma quien escucha; para gustar la dulzura de Dios el gusto se vuelve inútil y la calidez de Dios no lo puede percibir el tacto. Es como si el tiempo se detuviera, como si el espacio no existiera. El éxtasis supone el arrobamiento del alma que se ve inundada de Dios, rebosante de su Amor, arrebatada de pronto al Cielo, a la contemplación del Creador. El éxtasis supone una comunión plena del alma con Dios. Es una gracia que Dios concede a sus elegidos de gustar de los goces celestiales antes de pasar por el trance de la muerte.
Así lo expresa santa Teresa:
Si el amor que me tenéis,
Dios mío, es como el que os tengo,
Decidme: ¿en qué me detengo?
O Vos, ¿en qué os detenéis?
- Alma, ¿qué quieres de mí?
-Dios mío, no más que verte.
-Y ¿qué temes más de ti?
-Lo que más temo es perderte.
Un alma en Dios escondida
¿qué tiene que desear,
sino amar y más amar,
y en amor toda escondida
tornarte de nuevo a amar?
Un amor que ocupe os pido,
Dios mío, mi alma os tenga,
para hacer un dulce nido
adonde más la convenga.
La experiencia mística consiste en que el alma se ve rebosante de Amor, lleno de Dios. Es una experiencia tan intensa y sobrenatural que faltan las palabras para poder describirla: es ciertamente inefable. Sólo el amor humano, la unión íntima entre la esposa y el esposo puede servir para que comprendamos el gozo infinito, el placer tan alto que siente el místico al sentirse inundado por el Amor de Dios. San Juan de la Cruz lo expresa maravillosamente en su Cántico Espiritual:
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.
El aspirar de el aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena.
“Gocémonos, Amado”, “con llama que consume y no da pena”. El erotismo de la poesía de san Juan de la Cruz es evidente: el placer y el gozo del encuentro personal con el Amor Divino no se puede comparar más que con la pasión amorosa y la unión íntima de dos amantes.
Decía santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico: “He aprendido más rezando ante el Sagrario que en los libros”. Hay una sabiduría que sólo Dios da a quienes lo buscan con sincero corazón. Son los humildes, los pobres de espíritu los que más cerca están del Señor.
En aquel tiempo, exclamó Jesús:
- Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo, ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
No nos volvamos locos: muchas veces caemos en un activismo absurdo y alocado. Para encontrar a Dios sólo tenemos que buscarlo. El místico no es un mutante con superpoderes, no es un superhéroe; sin embargo, ellos han encontrado al único que puede salvar al mundo: a Cristo. Los místicos no son gente extraña ni bichos raros. Tenemos que hacernos sencillos como los niños. Tenemos que reconocer con humildad que nosotros no somos nada sin Dios, que todo se lo debemos a Él. Todos estamos llamados a ser santos, a ser verdaderos místicos. Cada vez que vamos a misa, estamos ante una experiencia mística: ¿No vemos al Señor en el pan y el vino consagrados? Él está ahí realmente. ¿No nos unimos al Señor cuando comulgamos? ¿Y qué otra cosa es la mística sino la unión profunda con Cristo?
Cuando el místico se encuentra con Dios, todo lo demás sobra: “Todo lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en Él”. (Carta de San Pablo a los Filipenses, 3).
La sabiduría humana resulta pequeña e insignificante al lado de la Sabiduría (con mayúscula), que proviene de Dios y que es Dios mismo. Así lo expresa san Juan de la Cruz:
Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación
Entreme donde no supe
y quedeme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
I
Yo no supe dónde entraba,
pero cuando allí me vi
sin saber dónde me estaba
grandes cosas entendí
no diré lo que sentí
que me quedé no sabiendo
toda ciencia trascendiendo.
II
De paz y de piedad
era la ciencia perfecta,
en profunda soledad
entendida vía recta
era cosa tan secreta
que me quedé balbuciendo
toda ciencia trascendiendo.
III
Estaba tan embebido
tan absorto y ajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.
IV
El que allí llega de vero
de sí mismo desfallece
cuanto sabía primero
mucho bajo le parece
y su ciencia tanto crece
que se queda no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
V
Cuanto más alto se sube
tanto menos se entendía
que es la tenebrosa nube
que a la noche esclarecía
por eso quien la sabía
queda siempre no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
VI
Este saber no sabiendo
es de tan alto poder
que los sabios arguyendo
jamás le pueden vencer
que no llega su saber
a no entender entendiendo
toda ciencia trascendiendo.
VII
Y es de tan alta excelencia
aqueste sumo saber,
que no hay facultad ni ciencia
que la puedan emprender
quien se supiere vencer
con un no saber sabiendo,
irá siempre trascendiendo.
VIII
Y si lo queréis oír
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divinal esencia
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.
Está el místico embebido, absorto, “ajenado”. Los sentidos, suspendidos. Y entonces uno lo entiende todo; todo encaja de repente, todo cobra sentido. El alma que se encuentra con su Creador se siente de pronto dotada de una capacidad de entender la realidad, de comprender el mundo y la grandeza de Dios, que va mucho más allá de lo que la ciencia puede explicar.
Y santa Teresa describe así en El Libro de la Vida su propia experiencia de éxtasis. La santa de Ávila andaba esos días de éxtasis “embobada”, sin querer ver ni hablar con nadie, abrasada por el amor de Dios:
“Ví a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal […] No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan[…] Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.
Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado. Esto tenía algunas veces, cuando quiso el Señor me viniesen estos arrobamientos tan grandes, que aun estando entre gente no lo podía resistir […]; antes en comenzando esta pena de que ahora hablo, parece arrebata el Señor el alma y la pone en éxtasis, y así no hay lugar de tener pena ni de padecer, porque viene luego el gozar. Se bendito por siempre, que tantas mercedes hace a quien tan mal responde a tan grandes beneficios.
(Santa Teresa de Jesús,El Libro de la Vida. cap. XXIX)
Cuando uno se siente abrasado en ese Amor de Dios, el alma ya no se contenta con otra cosa que con Dios mismo. Todos los placeres y las realidades terrenales son despreciables al lado del Amor infinito del Amado. De ese modo alcanzamos la “Suma de la perfección”:
Olvido de lo criado;
memoria del Criador;
atención al interior;
y estarse amando al Amado.
(San Juan de la Cruz)
Así de fácil. Así de sencillo… Estos cuatro versitos, esta redondilla, lo resumen todo. En eso consiste la mística: estarse amando al Amado, olvidando todo lo creado, buscando sólo a Dios, prestando atención al interior de tu propia alma. No hay un solo verbo en forma personal porque en realidad no hay que hacer nada: no hay acción, sino quietud.
Y vuelta a empezar…
Y con esto pudiera parecer que ya hemos terminado: hemos llegado a la meta, a la cima más alta. Y ahora podemos sentarnos tranquilamente a descansar y a disfrutar de la proeza conseguida: nada más lejos de la realidad en la mística cristiana.
Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse. (Hechos de los Apóstoles, 1).
El místico no puede construir una tienda para quedarse para siempre en el Tabor. Desde las alturas del monte, hay que bajar de nuevo al mundo. La lucha contra la oscuridad del pecado continúa, las tentaciones y los ataques del Maligno seguirán… El encuentro con Dios conduce a la misión del anuncio del Evangelio:
El Espíritu Santo descenderá sobre vosotros y recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo.
Y el anuncio del Evangelio conlleva el sufrimiento, la incomprensión, la persecución y la cruz. El gozo de la contemplación del Amor de Dios nos llevará de nuevo al camino que conduce a Jerusalén y allí habremos de experimentar la soledad de la noche del Huerto de los Olivos para sufrir la angustia de Cristo; y desde allí, preparémonos para sufrir con el Señor toda clase de humillaciones, salivazos y desprecios para terminar gritando, sumidos en las tinieblas: “Señor mío, Señor mío, ¿por qué me has abandonado?”. “Quien no ha tenido tribulaciones que soportar, es que no ha comenzado a ser cristiano de verdad”, decía san Agustín. El camino cristiano no termina hasta que la oscuridad del sepulcro y de la muerte nos abra las puertas del cielo. Si morimos con Cristo, viviremos con Él. Esa es nuestra esperanza. En lo que nos jugamos la vida es en estar alerta para que el momento del encuentro definitivo con nuestro Creador y Señor nos encuentre preparados y en gracia de Dios. Pero tenemos la certeza de que en ese camino de la vida no estamos solos. Así lo dejó dicho el Señor: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
La mística: una experiencia eclesial
Podría entenderse que el itinerario del místico, su peregrinación al encuentro con Dios, es un camino en solitario. Nada más lejos de la realidad. El místico no camina solo, sino que lo hace en comunidad: en la Iglesia y con la Iglesia.
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos. (Carta de san Pablo a los Efesios, 1).
La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo y no hay fe verdadera al margen de la Iglesia. Todos los santos que nos han precedido en la fe se han mantenido siempre fieles a la Iglesia, íntimamente unidos a ella. Estar unido a Cristo significa estar igualmente unido a la Iglesia: sentir con la Iglesia. Incluso a pesar de que muchas veces la persecución y las humillaciones puedan provenir de dentro de la propia Iglesia. Santa Teresa o san Juan de la Cruz son claros ejemplos de las incomprensiones que tuvieron que sufrir a lo largo de su vida. Pero no son los únicos ni mucho menos. A muchos santos los han considerado locos o les han prohibido predicar o confesar o han sido sometidos a toda clase de vejaciones. Esas persecuciones forman parte también de esa noche oscura, de es Getsemaní particular por el que todos los santos tienen que transitar. El éxtasis siempre acaba por transformarse en cruz. Para alcanzar la gloria no hay otro camino que es del sufrimiento y la entrega total.
Lo que está claro es que quien nos transmite la fe en Jesucristo es la Iglesia y quien nos hace presente a nuestro Salvador y Señor también es la Iglesia. La fe en Jesús no es individualista ni la puede vivir uno solo. La Iglesia hace presente a Cristo Resucitado a través de su predicación y de los Sacramentos. A través de la Iglesia recibimos el perdón y la misericordia de Dios; a través de la Iglesia, Dios mismo se hace presente como una realidad tangible y presente en medio de la comunidad. A través de la Iglesia podemos unirnos al Señor mediante la comunión de su Cuerpo en la Eucaristía.
La misa es el sacramento de nuestra fe. Las tres vía que hemos ido describiendo a lo largo de estas páginas se condensan y llegan a su máxima expresión en la celebración eucarística. En ella, nos reconocemos pecadores y le pedimos perdón a Dios por nuestras faltas (Vía Purgativa). En la misa, escuchamos y meditamos la Palabra de Dios para que Ésta ilumine nuestra vida y nos dé la luz que precisamos para andar nuestra jornada (Vía Iluminativa). En la misa, alabamos y damos gloria a Dios, unidos a los ángeles y a los santos. En la consagración, la Iglesia repite y actualiza el sacrificio de Cristo en su última cena, en su pasión, muerte y resurrección. Y en la comunión, nos unimos a Cristo, dejamos que el Señor entre en nosotros para que nos trasforme y santifique; para que Cristo nos vaya conformando con Él (Vía Unitiva).
¡Qué mayor unión se puede lograr, qué altura mayor de experiencia mística se puede alcanzar que la comunión con el Cuerpo, la Sangre, Alma y Divinidad de Cristo, realmente presente en el pan de vida de la Eucaristía!: “la cena que recrea y enamora”.
Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.
(Cántico Espiritual, San Juan de la Cruz)
La comunión nos eleva a lo más alto de la experiencia mística y a la vez nos envía de nuevo al mundo para que con nuestra palabra y nuestra vida seamos testigos de Cristo, seamos buena noticia para un mundo que sigue en la oscuridad; la comunión nos convierte en sal que da sabor y luz que alumbra en las tinieblas de este mundo.
Epílogo
Con este ensayo no he pretendido en ningún caso exponer ante el lector un tratado de teología o de espiritualidad. Tampoco ha sido mi intención escribir una tesis sobre los grandes místicos españoles del XVI; ni mucho menos, redactar un texto con pretensiones literarias: no tengo talento para ello. He querido escribir sobre usted y sobre mí; sobre su vida y la mía; y sobre el presente histórico que nos ha tocado vivir.
Vivimos tiempos recios, tiempos de profunda crisis: crisis económica, política, cultural; crisis de las ideologías y crisis de las instituciones. Pero el origen de todas estas calamidades radica en una profunda crisis de fe, en una crisis de amor. Vivimos una apostasía, no silenciosa, sino clamorosa. El mundo ha prescindido de Dios y lo ha relegado al sótano de los trastos viejos para que no estorbe. Hemos puesto al hombre en un lugar que sólo le corresponde a Dios. La sociedad posmoderna relativista se ha rebelado contra Dios y ha decidido que el bien y el mal se legislan según el criterio de las mayorías. Ya no hay pecados; ya no hay Mandamientos, porque Dios ya no pinta nada. Esta moral sin Dios, la moral consensuada “democráticamente”, ha trasformado al mundo en un lodazal nauseabundo para que los cerdos de la piara de Epicuro se revuelque en él. Hay corrupción política porque nosotros nos hemos dejado corromper. Hay abortos porque hay mujeres dispuestas a matar a sus hijos y médicos y enfermeros sin escrúpulos, dispuestos a cobrar por trabajar de carniceros. Hay adulterios porque hay adúlteros. Hay violencia contra las mujeres y contra los niños porque hay hombres que han olvidado lo que es el honor y el respeto a la dignidad de las personas. Hay engaños porque somos mentirosos. La moral civil, laica y democrática – sin Dios y, muchas veces, contra Dios – resulta atrozmente inhumana. Cada vez que “matamos” a Dios, acabamos siempre pisoteando la dignidad del hombre. Un mundo sin Dios, más tarde o más pronto, volverá a la barbarie de Auschwitz o de los Gulag comunistas. Lo decía Juan Pablo II: «El hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre».
Si Europa y España rechazan sus raíces cristianas, estamos perdidos. Hay que volver los ojos a Cristo. La cruz, la predicación de la Iglesia y los grandes santos y místicos forjaron España y Europa. Los españoles cumplimos con la misión que la Providencia quiso encomendarnos de llevar la fe a América. España, sin la fe en Jesucristo, no es España. Sin la Cruz, España desaparecerá, porque es la fe de la Iglesia la que constituye su verdadera esencia. De ahí la urgencia de una nueva evangelización, un anuncia nuevo de la Buena Nueva de Cristo Resucitado, principio y fin de la Historia.
Sólo una profunda conversión de cada uno de nosotros, sólo una vida unida a Cristo, puede transformar este mundo de muerte y de pecado en esa civilización del amor que todos ansiamos. La mística no es asunto que concierna única y exclusivamente a curas, frailes y monjas. Si cada uno de nosotros no busca apasionadamente a Dios, si no nos dejamos transformar por Él, si no adoramos a Aquel que nos puede salvar, seguiremos a oscuras, sumidos en las tinieblas de la noche de nuestro mundo. Hacen falta santos que alumbren en medio de esta negrura atroz: testigos de la Verdad en medio de tanta mentira; hombres y mujeres que comulguen con Cristo y que vivan con coherencia eucarística en medio de este mundo; hombres y mujeres que sean luz del mundo, con el testimonio de su palabra y de su vida diaria; hombres y mujeres cuyas acciones no contradigan a sus palabras ni a la fe que dicen profesar. Hacen falta hombres y mujeres que amen, que hagan presente a Cristo en nuestro mundo, que sean cauces de la misericordia y de la ternura de Dios; hombres y mujeres contemplativos en la acción.
Sólo Cristo es nuestro Salvador: también en este siglo XXI pagano y nihilista. En la medida en que cada uno de nosotros sea santo, el mundo será mejor.
El Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Noticia. Esa es la auténtica revolución que necesitamos: “El siglo XXI será místico o no será”.