Rusia como Imperio. Análisis histórico y doctrinal.
Sergio Fernández Riquelme.
Historiador y doctor en Política social (España).
Introducción. La misión histórica de una nación.
“Lo que necesita Rusia es más Rusia, no más Occidente”.
Fiódor Dostoyevski.
Rusia tenía una misión histórica, un destino especial en el mundo. Parece, en la Historia, que hay naciones que no pueden ser otra cosa más que Imperios. El viejo Zar, el Imperio de los Romanov, la Unión soviética o la última Federación rusa tuvieron una pretensión geopolítica similar y una misión imperial culturalmente incardinada en el imaginario colectivo[1]. Durante siglos pretendieron ser la reserva espiritual de la civilización cristiana, desde ese “alma rusa” nacida de la soledad histórica y la inmensidad territorial; durante una centuria, pretendieron ser el faro para la liberación del obrero y la destrucción del capitalismo, desde una nueva sociedad redentora de la lucha de clases en la Historia.
Desde el punto de vista historiográfico podemos comprender las claves doctrinales, a mitad de camino de la cultura popular y la ideología política, de la idea imperial en Rusia, señalando sus principales fases de elaboración, entre el peso de la Tradición y las exigencias de la modernidad. Y que en el siglo XXI aparece, en la primera plana de los medios y los debates políticos, ante un Imperio ruso, emergente sobre las ruinas de la URSS y los fallos de su transición, que parece enarbolar Vladimir Putin y una generación político-social convencida de la necesidad de encabezar la defensa de una civilización desde posiciones nacionales y conservadoras.
Así la cuestión no reside, pues en que Rusia sea un Imperio; por pasado, extensión y simbología lo parece demostrar. La pregunta aparece en definir sus pretensiones y definir sus límites en un mundo globalizado y multipolar. Siempre persiguiendo esa idea mesiánica desde la fundación de la nación rusa, consustancial a su pueblo para Nikolái Berdiáyev [1874-1948]: convertirse en la “Tercera Roma” capaz de iluminar a la civilización preservando sus principales fundamentos y valores (1946):
“La Idea Rusa no es otra cosa que el descubrimiento de que el hombre no está solo, de que su futuro no es esclavo de la muerte, de que forma parte única e irreemplazable de una comunidad”[2].
Un destino que proclamó Fyodor Dostoyevski [1821-1881] en 1880, en su discurso en la inauguración del monumento a Pushkin en Moscú[3].Solo el espíritu nacional ruso, nacido de “la verdad popular en nuestro suelo”, sería capaz de crear una civilización propia, verdaderamente europea y cristiana, ajena a los modelos occidentales. “Solo digo que el alma rusa, que el genio del pueblo ruso, tal vez es el más capaz de todos los pueblos”, capaz de interpretar lo mejor de Europa con una “unidad espiritual” que solo se daba en este país, pobre pero orgulloso. Frente a una Europa decadente, “a punto de colapsar por completo para siempre” y “que toda la riqueza acumulada no salvaría de caer” se alzaba Rusia; un nación orgullosa ante un “sistema infectado con sus derechos civiles que pretendía indicar a nuestro pueblo como el ideal que debe buscar” para ser parte de Europa, para “copiar servilmente” e imitar como lacayo:
“Se oye por todas partes sobre la fe en la naturaleza rusa, en la creencia de su fuerza y su creencia espiritual; en consecuencia, la esperanza, la gran esperanza del pueblo ruso. Solo estoy diciendo la hermandad de los hombres, y que un tiempo universal, para toda la humanidad, y una fraternal unión rusa de corazón, tal vez el mejor de todos los pueblos previstos. Veo rastros de esto en nuestra historia, en nuestra gente, con el talento del genio artístico de Pushkin. Dejen a nuestra tierra pobre, a esta pobre tierra en la esclavitud que llegó como bendición de Cristo”[4].
Durante siglos las estepas euroasiáticas eran la morada de los bárbaros (βάρβαρος). Desde los lejanos Urales solo llegaban a la civilización occidental pueblos rudos y salvajes. Los bárbaros más conocidos, los germanos, llegaron a las limes del Imperio presionados por esas hordas de Oriente. De allí provenían los sármatas y escitas que asustaban a los griegos clásicos y helenísticos, los hunos del aterrador Atila, los legendarios mongoles de Gengis Khan [1162-1227], los desconocidos húngaros, alanos, búlgaros o jázaros, los temidos tártaros, incluso la Horda de Oro del recordado Tamerlán [1336-1405], y finalmente los misteriosos eslavos (Vendos). Eran aquellos extranjeros de la civilización grecolatina (de Hipócrates a Esquilo)[5].
Rusia mantuvo este adjetivo calificativo durante siglos. Ese despotismo oriental, esa autocracia zarista, ese totalitarismo soviético. El bárbaro asiático era un ser casi fantástico para los ingleses del siglo XIV (hasta el viaje en 1554 del explorador Richard Chancellor). Un salvaje a colonizar, un siervo a dominar para los aristócratas germanos en la corte rusa del siglo XVIII. Los seres “irracionales” capaces de quemar su tierra antes de ser conquistas por Napoleón, incluida Moscú, como noveló Lev Tolstoi [1828-1910][6]. Mitad hombres mitad bestias para los alemanes nacionalistas, contra los que luchar en el siglo XX y de los que huir tras la victoria del comunismo. Y el siglo XXI es considerada, por los que ansían sus recursos, como una dictadura encubierta, cruel y despiadada bajo el férreo dominio de Putin.
Pero ahora los bárbaros se encontraban al Oeste del Viejo continente. El acelerado progreso técnico del mundo occidental se había construido sobre la destrucción de los pilares de la misma civilización. Desde Rusia, no sin amor, se acusaba a los antaño herederos del legado cristiano de haber arruinado las señas de identidad del mismo: la Familia, la Patria y la Fe. Y de la mano de la Iglesia ortodoxa rusa (en adelante IOR), de un amplio movimiento de poder unitario, y una nueva cultura político-social nacional y conservadora, reclamaba para la nación euroasiática una misión histórica: la defensa de los valores y principios naturales sin los cuales todo progreso era inviable.
1. La Tercera Roma. Rusia medieval.
“¿Qué piensa Dios de Rusia y cuál será su destino?”.
El 29 de mayo de 1453, las tropas del Sultán Otomano Mehmed II cruzaban las murallas de la milenaria Constantinopla. Bizancio había caído, y la "oikoumene" ortodoxa buscaba una Tercera Roma[8], tras el previo fracaso del reino búlgaro de establecerla en Tsarevgrad Tǎrnovo (conquistada por los turcos en 1393).
"Dos Romas han caído. La Tercera se sostiene. Y no habrá una cuarta. ¡Nadie reemplazará tu reino de zar cristiano!". Ésta era la profecía que el monje Filoféi de Pskov proclamaba para la lejana Moscovia, en una carta al gran Duque Basilio III [1479-1510]. Una pretensión ya reclamada por el monje Fomá (Tomás) en La eulogía del Grande y Pío Príncipe Borís Alexándrovich en 1453 para el Duque de Tver [1399–1461], y continuada por el gran Duque de Moscú Iván III [1440-1505] (casado con Sofía Paleóloga, sobrina del último emperador bizantino Constantino XI)[9] que asumirá el título de “Conservador del Trono Bizantino”.
Pero una “tercera Roma” en una tierra desconocida y primitiva para las crónicas del Medioevo. Anales que hablaban de los vikingos que civilizaron a los eslavos y del mítico príncipe Rúrik de la Crónica de Néstor[10]. de la fundación del Rus de Kiev como primer estado eslavo en Europa, de la conversión al cristianismo ortodoxo en el año 988 por parte del príncipe Vladímir I el grande [958-1015]. Una estepa que fue refugio lejano de los emigrantes bizantinos, separada de la Europa renacentista por la dominación asiática, y que tuvo que dar identidad propia a su pueblo en cuatro actos.
La resistencia. El primer reto vino del Lejano Oriente. El imperio más grande de la Historia dominado por un solo hombre llegó a las tierras rusas. Gengis Khan y sus hordas mongolas, confederación militar de tribus (sin sistema económico ni dominación étnica) cruzaron los Urales en 1206, dominando los principados medievales eslavos en 1237, cuando su nieto Batu Khan destruyó el reino de los búlgaros del Volga. Solo quedaron independientes, aunque vasallas, las regiones de Kiev y Novgorod, y la Horda de Oro se hizo con el control de toda la región, con capital en Sarai.
El segundo reto provino de Occidente. Los Caballeros teutones (junto con lituanos y suecos sometidos) lanzaron su cruzada contra los herejes ortodoxos en 1242; había que conquistar el independiente norte de Rusia, tras dominar y germanizar previamente a los pueblos bálticos[11]. El legendario Aleksandr Nevki [1220-1263] logró frenar al invasor con ayuda mongola, y como vasallo fue nombrado “príncipe de todas las Rusias” por Sartak, nieto de Batu convertido al cristianismo de rito nestoriano. Una resistencia transmitida oralmente por los populares juglares rusos, llamados Skomorojis (de Bizancio o de las Estepas), que narraban en las canciones “bylinas” las hazañas de los bogatyrí (Alyosha Popóvich, Dobrynya Nikitich o Ilya Muromets), héroes medievales que lucharon por Rusia contra esos monstruos fantásticos que parecían ser los invasores nómadas (mongoles, pechenegos o cumanos)[12].
La capital. El Imperio mongol (chamanista) dio lugar a la Horda de Oro (con preeminencia turca o tártara) como organización regional, con un rápido desarrollo urbano y cultural, y en pocos años de islamización, en los principados de sur (Caúcaso y Volga). Frente a la misma, el norte de Rusia se convertirá en el centro de la identidad rusa. Iván I de Moscú será reconocido por el khan Uzbek [1313-1340] como el Gran Duque de Moscovia, al darle por primera vez la primacía entre estas regiones eslavas. Y desde la propia Moscú, el príncipe Dmitri Donskói [1350-1389] desafió la dominación tártara en la batalla de Kulikovo (1830), y anunció el fin de un periodo que, pese a la irrupción brutal de Tamerlán, dio lugar a tres Khanatos islámicos (Crimea, Kazán y Astraján).
La unificación. El zar de Moscovia Ivan IV El Terrible [1533-1584] aseguró la unidad de los viejos principados rusos, controlando militarmente la estepa y acabando con la independencia de Kazán en 1552 y de Astraján, en 1556; llegó hasta las puertas del Kanato de Crimea (regido por la dinastía Gieri) y del mismo Imperio turco (la “sublime Puerta”). Se configuraba una potencia euroasiática camino de Siberia, desde el Mar Negro y el Cáucaso hasta el Mar Caspio y Asia central[13].
La expansión. Tras la conquista de Kazán, la Tercera Roma parecía real. Comenzaba su propia expansión hacia el Oriente, hacia la conquista de Siberia con los cosacos del atamán Yermak Timoféyevich [1532-1585] la cabeza. A diferencia del exterminio norteamericano o de los emergentes imperios coloniales, Rusia respetó en gran medida la identidad cultural de los pueblos conquistados, colonizando las áreas deshabitadas. La expansión por Siberia comenzó en julio de 1580. Medio millar de cosacos liderados por Yermak y financiados por la familia de comerciantes Stroganov, atacaron el kanato de Siberia (regido por Kuchum).
El primer objetivo fue la región de los mansi, después la capital Kashlik (sin éxito ante la resistencia con apoyo de los tártaros), y finalmente la derrota del Kan Kuchum en la batalla de Urmín para controlar todo el kanato. Abierto el frente oriental, en menos de 70 años los rusos se abrieron paso hasta el Extremo oriente. En 1630 llegaron a Yakutsk, en las orillas del río Lena, al océano Pacífico en 1639, y en 1647 alcanzaron el mar de Ojotsk, hasta la misma frontera de Manchuria.
Nacía un Imperio que dominaba como los viejos pueblos orientales, pero no asimilaban y colonizaban como los nuevos pueblos occidentales, y como señalaba Vladímir Soloviev [1853-1900] portaba un ideal cristiano profundamente propio: “reconstruir en la tierra esta fiel imagen de la divina Trinidad: en esto consiste la idea rusa”[14].
2. El Imperio de los Romanov.
“Божию Милостию, Император
и Самодержец Всероссийский”(1917)[15].
El 22 de octubre de 1721 se proclamó el nacimiento del Imperio ruso. El zar Pedro I El Grande [1682-1725], tras el Tratado de Nystad[16] dio solemnidad histórica y política (latinizando) al viejo Zarato ruso (Царство)[17]. La dinastía Romanov, fundada por Miguel [1596-1645] al ser elegido por la Asamblea Nacional (Zemsky Sobor) en 1613, erigía una Rusia imperial truncada por la Revolución de 1917[18].
Nacía una Estado autocrático y continental, capaz de rivalizar con los viejos imperios multiétnicos (la Austria de los Habsburgo o el Sacro Imperio romano-germánico), y las nuevas potencias coloniales (La Francia del Rey sol o la Inglaterra de los Hannover). Y que unía sus destinos a la fe ortodoxa como legitimación y a la occidentalización de su corte imperial como modernización, al más puro estilo de Voltaire[19]. La creación de una flota imperial, el desarrollo del sistema de instrucción pública, el control absoluto de la IOR, la eliminación de toda disidencia militar (acabando con los Streltsí) y la europeización de la Corte fueron algunas de las grandes medidas impuestas por el nuevo Emperador para transformar Rusia, a imagen y semejanza de las monarquías europeas de la edad moderna; proceso que alcanzó su cénit con la corte germana de Catalina II [1729-1796].
Pero la revuelta de los Cosacos del Don (1775), con Yemelián Pugachov [1742-1775] a la cabeza, en contra de la servidumbre de los campesinos fue el símbolo de una Rusia tradicional que se resistía a morir: pobre pero orgullosa, libre pero jerárquica, ortodoxa y eslava. Sobre las cenizas de su represión, y al calor del romanticismo político y cultural, durante el siglo XIX comenzó a articularse un movimiento nacionalista paneslavo que pretendía recuperar las esencias de la identidad social y cultural rusa.
Frente a los intelectuales y políticos proeuropeos de la Zapadnichestvo (зáпадничество), este plural movimiento de eslavofilia fue la doble cara de Jano del régimen de los Romanov: por un lado apreciado medio de defensa de los valores morales y religiosos o plataforma de acercamiento cultural y política a la Europa eslava; de otro constante crítica ruralista y mesiánica a la modernización rusa contemporánea continuada por la emperatriz “extranjera” Catalina. Entre los primeros ideólogos encontramos a Iván Kiréievski [1806-1856] o Konstantín Aksákov [1817-1860] creadores del Sobornost o identidad comunitaria rusa frente al individualismo del Occidente moderno[21].
Será tras el levantamiento decembrista de 1825 (liberal) y la insurrección polaca de 1830, ambos reprimidos en el contexto de las revoluciones políticas europeas, cuando se configurará, desde el poder, el moderno nacionalismo ruso, ortodoxo e imperial. En 1833 el diplomático y conde Serguéi Uvárov [1786-1855] escribía que los “orígenes de la nación rusa son el cristianismo ortodoxo, la autocracia y la nacionalidad” (Православие, Самодержавие, Народность), frente a las amenazas liberales occidentales[22]. Así el poeta romántico Fyodor Tyutchev [1803-1873] escribía:
“Moscú y San
Petersburgo, la ciudad de Constantino,
éstas son las capitales del reino ruso.
Pero ¿dónde está el límite? ¿Y dónde están sus fronteras
al norte, al este, al sur y el sol poniente?
El destino revelará esto a las generaciones futuras.
Siete mares interiores y siete grandes ríos,
desde el Nilo hasta el río Neva, desde el Elba hasta China,
desde el Volga hasta el Eúfrates, desde Ganges hasta
el Danubio.
Ese es el Reino de Rusia, y que sea para
siempre,
así como el Espíritu predijo y profetizó a Daniel”[23].
Ahora el campesino, libre de la imposición servil venida de Occidente (1861), se convertía en el ruso de verdad. Sus comunidades, modeladas por aislamiento geográfico y la lucha por la vida, habrían creado una Rusia armónica, comunitaria y sin privilegios, con autoridad pero sin abusos, y ejemplo de la pureza religiosa rusa. El “campesinado redimido” de Dostoyevski era la clave para que Moscú fuera el faro de la regeneración del mundo. En plena época del “romanticismo” cultural y político, el nacionalismo ruso paneslavo presentaba un tradicionalismo que combinaba la autocracia política, la identidad religiosa y el modelo de representación orgánica de los Zemski Sobors[24].
Fraternidad y hermandad desde una “totalidad de la sociedad”, fiel a unos valores absolutos (el amor a la Iglesia y la Nación) que guían la libertad creativa de las personas; y Unidad de conciencia y acción entre cristianos, como conjunto orgánico e indivisible de fieles. Una doctrina perfectamente fundada por el poeta Aleksey Khomyakov [1804-1860], sobre una identidad eslava identificada con la religión ortodoxa, en contraposición a las demás etnias, y sobre todo frente a los europeos germanos y latinos, y al Imperio Otomano. El poeta y sus devotamente ortodoxos colegas elaboraron una doctrina tradicionalista que reivindicaba que Rusia poseía una identidad propia que no tenía por qué imitar a las instituciones "occidentales”[25]; identidad siempre compleja en Las noches rusas (1844) de Vladimir Odoyevsky [1803-1869].
El imperio ruso debía ser la unión de “todos los rusos”: “grandes rusos”, “rusos blancos” (bielorrusos) y “pequeños rusos” (ucranianos), como defendía Mikhail Katkov [1818-1887] desde su periódico Moskovskiye Vedomosti. El resto de regiones eran zonas para la “rusificación”, en especial las eslavas, como la vecina y católica Polonia, de la que dominó una buena parte de su territorio. Tras la insurrección polaca de 1863 comenzó un amplio sentimiento anti-polaco, abandonándose la idea de su hermandad por la de su control frente al expansionismo germano. Por ello, el nacionalismo ruso se centró en debilitar el dominio austriaco sobre los “eslavos del sur” (yugoslavos) y en acabar con la dominación otomana sobre los Balcanes[26].
En este contexto, surgió un corriente paneslavista radical de la mano de Nikolái Danilevski [1822-1885]. En su obra Rusia y Europa (1869) idealizaba la organización política y social tradicional, fundada en el cristianismo ortodoxo, en la libertad y la comunidad campesina, en la autoorganización de las comunidades locales y regionales, y en la autoridad justa del Zar (todo ello previo a la gran reforma de Pedro el Grande). Un modelo fraternal y eslavo contrario al egoísmo puro y occidental de Catalina II, y que tomaba como referente el recuerdo de la democracia orgánica y directa de la Novgorod medieval[27].
Ésta era la única base para garantizar la jerarquía autocrática y la expansión militar del Imperio ruso. Así también lo proclamó el filósofo Kostantin Leontiev [1831-1891], defensor de una doctrina estatal que prohibiera que las nocivas influencias europeas llegasen a Rusia, y que expandiera las fronteras de Rusia hasta China y la India como imperio euroasiático. Pero en su obra El Este, Rusia y el eslavismo (1885-1886) Leontiev no solo se posicionaba frente al consumismo materialista y ateo de Occidente que intentaba dominar Rusia, sino que profetizaba una revolución sangrienta en el país de la mano de un “anti-Cristo” socialista y tiránico[28], que el pueblo germano aumentaría su poder hasta provocar varias guerras en la próxima centuria, y que en el mundo una tecnología descontrolada llevaría a la destrucción universal[29].
Ortodoxia, autocracia y nacionalidad(Православие, самодержавие, народность). Nicolás I inició un proceso de construcción de la identidad nacional del Imperio, tras el éxito en las Guerras napoleónicas, sobre estos tres principios. El proyecto de Uvarov, nombrado ministro de Educación y Presidente de la Academia de Ciencias de Rusia en 1833, contó con el apoyo de los principales intelectuales rusos, como Nikolai Gogol, Nikolai Nadiezhdin, Mikhail Pogodin o el propio Tyuchev. Como alternativa modernizadora (en sentido nacional), y justificativa del poder monárquico, a toda liberalización occidental, se impuso en primer lugar en el sistema educativo nacional (de la mano del mismo Uvarov), después en el ejército (por la “Fe, el Zar y la Patria”) y finalmente e la prensa oficial como el diario Moskvityanin de Shévyryov. Ortodoxia, o reconocimiento del papel rector en lo moral y lo social de la IOR; Autocracia, o legitimidad de la primacía de la Casa Romanov y del sistema político-social vigente; Nacionalidad, papel fundacional del pueblo ruso en la construcción del Estado imperial[30].
Dostoyevsky, Leontiev o Ivan Ilyin [1883-1954] popularizaron este nacionalismo eslavo, ese “alma rusa” capaz de asumir ciertas ideas e instituciones de occidente, pero de marcado carácter político conservador y oficial. Una tendencia denominada como pochvennichestvo que, de la mano del procurador general Konstantin Pobedonostsev [1827-1907] (прокурор), enlace con la IOR, se convirtió en la versión oficial del paneslavismo zarista, y de rusificación de las antiguas provincias[31], durante los reinados de Alejandro III y Nicolás II[32]. Un periodo al que Aleksandr Borodin [1833-1887] puso la banda sonora ensu ópera inacabada El príncipe Ígor (Князь Игорь).
Pero todo el mundo tiene sus “Demonios”. En su novela homónima (Бесы, 1871), Dostoyevski recreaba una intelectualidad rusa, afrancesada, seducida por la modernidad occidental; una pequeña élite ilustrada que desde el racionalismo europeo había dado la espalda al ser propio de Rusia, a su identidad ancestral, a la fe humilde de su pueblo, para profesar la necesidad de su transformación aplicando ideas extrañas e importadas. Éste era, en opinión del novelista, el caldo de cultivo para las teorías políticas social más descabelladas, más radicales ante la férrea autocracia local.
Y este escenario fue el eje narrativo, siendo los personajes representantes del debate, finalmente trágico. De un lado dos jóvenes que regresan a su ciudad natal. Piotr Verhovenski, el radical revolucionario, violento; alter ego del terrorista nihilista Serguei Necháyev [1847-1882], líder de un proyecto revolucionario radical, y del futuro ideólogo anarquista Mijail Bakunin [1814-1876] (al que el autor conoció personalmente). Y Nikolai Stavrogin, de buena familia y grandes posibilidades, carismático e inteligente pero sumido en la autodestrucción personal y social, en sus propios demonios.
De otro lado dos personajes en plena encrucijada. Ivan Shatov hijo de siervo y fiel a la identidad eslava y ortodoxa de Rusia, y asesinado por no sumarse a la alternativa transformadora; la sombra compleja de un Dostoyevki finalmente adepto a la causa eslavófila (tras su primera participación en el liberal Círculo Petrachevsky). Y Stepan Verkhovensky, padre de Piotr, un intelectual pro-occidental que inspiraba indirectamente a esa generación nihilista, y que ante el caos generado por la misma, en su lecho de muerte reniega de su pasado y abraza a la “madre Rusia” (el autor parece que hacía referencia a Timofey Granovsky)[33].
3. La Unión soviética.
“El código penal soviética prevé
una pena aun peor que la pena
capital: la expulsión del país.
Si realmente soy un criminal y
merecedor de una pena, con todo,
pienso que no debe ser tan
grave como la muerte literaria”.
En 1917 era asaltado el Palacio de Invierno. Los bolcheviques comenzaron un golpe de estado revolucionario para implantar la dictadura del proletariado mediante los nacientes Soviets. Primero eliminaron de la carrera a sus antiguos compañeros socialdemócratas mencheviques (меньшевики), después arruinaron el gobierno constituyente del social-revolucionario Aleksandr Kérenski [1881-1970], y finalmente eliminaron el poder monárquico tras el fallido golpe del general Lavr Kornilov [1870-1918], ejecutando a las afueras de Yekaterimburgo a la familia real[35].
Con la ayuda alemana[36], las huestes de Lenin ganaron la guerra civil a Cosacos y Blancos, finalizaron su participación en la Gran guerra mundial, y comenzaron a construir un nuevo Estado soviético, con inusitada violencia (véase el Holodomor ucraniano), sobre una idea imperial “proletaria” en el exterior y profundamente centralista en el interior, especialmente tras su victoria en la II Guerra mundial.
Nacía una nueva identidad soviética. En lo social, aborto, eugenesia, divorcio, ateísmo[37] y uniformidad convertían al ser humano en mero instrumento de la Revolución; en lo económico, la estatización de todo recurso y toda profesión convertían a todo ciudadano en productor al servicio del Politburó (pese a la limitada apertura de la NEP); y en lo político, todo hombre y mujer era miembro de un sistema ante el cual toda disidencia era castigada con el exilio, la purga o la ejecución[38]. Y el ejemplo máximo aparece en la primera troika política (тройка) de la URSS (triunvirato de poder, al estilo romano, simbolizado en el trineo tirado por tres caballos) con Grigori Zinóviev, Lev Kaménev y Iosif Stalin. Solo sobrevivió el último, tras “purgar” a los demás el 25 de agosto de 1936.
Transformando las tesis del padre del marxismo ruso Gueórgui Plejánov [1856-1918], finalmente exiliado, nacía el modelo soviético[39]. Un modelo que, culturalmente, asumía tanto ese mesianismo medieval, estudiado por Lev Karsavin [1882-1952] y recogido por el cineasta Serguéi Eisenstein [1898-1948] en el héroe nacional Alejandro Nevski (1938) y el déspota Iván el Terrible (1945); como la utopía transformadora[40], visible en el Nuevo realismo literario. Un realismo en busca de la sociedad comunista utópica y de un “hombre ideal”, en la pluma de Maxim Gorki, Mijaíl Shólojov, Yevgueni Zamiatin o Konstantín Fedin; o en el futurismo ético y estético de Vladímir Mayakovski y Borís Pasternak[41].
Así, tras destruir, literalmente, cualquier vestigio del pasado, y eliminar, diariamente, toda posibilidad de disidencia, en 1922 la Unión Soviética se conformó constitucionalmente como República socialista y proletaria. Una república construida sobre una federación de nacionalidades, reconocidas en 1940 dentro de 15 Repúblicas Socialista Soviéticas (SSR), 30 territorios étnicos autónomos (repúblicas autónomas Socialistas Soviéticas o ASSR, y oblasts autónomos o AO); algunos tan curiosos como la Región autónoma de los alemanes del Volga (suprimida en 1941, y sus habitantes deportados ante la invasión germana).
El primer censo de población de la URSS en 1926 contenía una lista de 176 nacionalidades distintas. Posteriormente se redujo a 69, que habitaban 45 territorios delimitados a nivel nacional, incluyendo 16 repúblicas a nivel de la Unión (SSR) para las principales nacionalidades, 23 comunidades autónomas (18 ASSR y 5 oblasts autónomos) de otras nacionalidades dentro de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, y 6 regiones autónomas dentro de otras repúblicas de la escala de la Unión (una en la SSR de Uzbekistán, en la SSR de Azerbaiyán, en la SSR tayika, y tres en la SSR georgiana)[42].
Organización establecida por Stalin, georgiano de origen, y su doctrina de la Korenizatsiya (una suerte de “indigenización”), anunciada ya en su texto El marxismo y la cuestión nacional (1913). Mientras la centralización política y económica sería cada vez más absoluta, y brutal (en especial en la “época de las purgas”[43]), ésta se combinaba con el reconocimiento cultural de las nacionalidades de la URSS. Se construía un socialismo nacional como identidad común para el nuevo Estado, evitando la secular dominación rusa, y reconociendo la etnia y la lengua de los pueblos no rusos. Se buscaba la lealtad de las comunidades locales y regionales, evitando toda pretensión secesionista o diferenciadora entre el proletariado (de los pueblos turcófonos, rumanos, germanizados, bálticos, o de los de tradición católica o musulmana). Sobre este “pluralismo nacional” se fue construyendo el sistema federal soviético, mediante una “delimitación territorial-nacional” (национально-территориальное размежевание). Las nacionalidades mayoritarias se convirtieron en titulares de las repúblicas soviéticas autónomas, y los pueblos más pequeños fueron reconocidos como okrugs o provincias autónomas (en ambos casos más de 50 nacionalidades fueron oficiales en la Unión)[44].
Pero durante los años treinta, y sobre todo después de la II Guerra mundial con la “movilización rusa” desarrollada, algunas regiones acusadas de colaboración con el enemigo o de nido de burgueses fueron “rusificadas” directamente. Ucrania fue la primera víctima: Veli Ibrahimov y las elites tártaras fueron apartadas de la ASSR de Crimea en 1929. En la RSS de Uzbekistán sus líderes nacionalistas Faizulá Khojaev y Akmal Ikramov acabaron expulsados del poder en 1937. Entre 1938 la historia y cultura de Rusia volvió a ser materia obligatoria de estudio en cada escuela soviética. Y desde 1939 Siberia acogió la vida y la muerte de todos los pueblos considerados, real o potencialmente, colaboradores del Tercer Reich, como los alemanes del Volga, los ucranianos occidentales, los tártaros de Crimea, o los circasianos turcófonos (chechenos o ingushes). Y en 1945, en plena euforia por la victoria en Europa, Stalin proclamó a Rusia como la gran protagonista de la nueva URSS triunfante, tanto en la jerarquía política y militar, como en la cultura oficial. Pero ante la antigua “Madre Rusia” o Россия-Матушка (1914), se impuso la multiétnica “Madre Patria” o Родина-Мать (1944).
El Imperio soviético se fue construyendo, en cierto sentido, al igual que en el periodo zarista, sobre cinco áreas de control, como zonas de influencia en plena Guerra fría. Dos zonas integradas en la propia URSS jurídico-políticamente. Un área principal, con naciones bálticas, centroasiáticas, caucásicas y rumanas que, pese a la famosa doctrina leninista de “la autodeterminación de los pueblos y naciones”, se fueron sometiendo una tras o otra al poder central y un grado diverso de rusificación. Y otra área integrada, la inmensa zona de Siberia, convertida en lugar de colonización, explotación económica y deportación de los “elementos subversivos”[45].
Y tres zonas de influencia exterior. Un área de control directo, de satélites en Europa del este autodefinidos como “democracias populares” tras la liberación de los enemigos alemanes en 1945. Regímenes controlados militarmente y gobernados por nomenklaturas locales, impuestas directamente desde Moscú, como en Bulgaria, Checoeslovaquia, Hungría, Polonia, Alemania Oriental (RDA) y, limitadamente, en la Rumania de Ceaucescu, a través del Pacto de Varsovia. Y un área de influencia militar y económica en países “antiimperialistas”, como los regímenes comunistas de Cuba, Vietnam o Camboya, las naciones árabes de Siria, Irak, Libia o Egipto, o en diferentes estados del llamado “Tercer mundo” (Etiopía, Yemen, Mozambique, Angola)[46]. Y una quinta área situada en plena Europa occidental, a través de la movilización ideológica y propagandista de los Partidos comunistas locales (en España hasta 1939, en Italia, Francia o Grecia)[47].
Pero Estados Unidos venció a esta URSS al final de la Guerra fría[48]. En 1989 se derrumbaba el Muro de Berlín, y el régimen soviético se desmoronaba finalmente, tras décadas de crisis ocultadas al mundo. Y al igual que su antecesor zarista, fue minado por su incapacidad para conciliar el desarrollo industrial proveniente de Occidente con una identidad alternativa, con valores propios, tal como se demostró en la caótica occidentalización llevada a cabo por Boris Yeltsin y sus oligarcas aliados. Se acaba una época, un régimen, una “gran cárcel” a la que uno de sus presos más famosos nunca quiso olvidar:
“Dedico este libro a todos los que
no vivieron para contarlo,
y que por favor me perdonen por
no haberlo visto todo,
por no recordar todo,
y por no poder decirlo todo”
4. La transición a la democracia.
“He adquirido la convicción de
que casi todos eran hombres inmorales,
malvados, sin carácter, muy inferiores
al tipo de personas que yo había
conocido en mi vida de bohemia militar.
Y estaban felices y contentos, tal
y como puede estarlo la gente
cuya conciencia no los acusa de nada”.
Lev Tolstoi.
En 1993 el primer presidente de la Federación rusa, Boris Nikoláievich Yeltsin [1931-2007], mandó bombardear la Casa Blanca moscovita (Белый дом). En ella, sede del primer Parlamento ruso, heredero del Soviet supremo, se atrincheraban los nostálgicos del invento leninista y los preocupados por la deriva de reparto corrupto de los restos de la URSS. La derrota de los opositores marcó el principio de una transición[50] que, a nivel historiográfico, sustituyó a una casta de burócratas profesionales por una pléyade de oligarcas capitalistas[51].
Así nació la Rusia postcomunista, desposeída de su viejo control sobre las regiones del conquistado Imperio zarista, alejada de su espacio de influencia (el Pacto de Varsovia), y supuestamente homologado al triunfante mundo occidental. Una debilidad aprovechada en la pequeña región caucásica de Chechenia para declarar su independencia, solo contenida en 1996, que no evitada, tras una brutal guerra gracias a la labor del general Aleksandr Lébed [1950-2002].
Contexto derivado directamente de la desintegración de la URSS. Desprestigiada militarmente por su fracaso en la invasión de la subdesarrollada Afganistán (1989), por el estancamiento económico total durante el gobierno de Leonid Brézhnev, y ante una nueva elite regional propensa a cambios de futuro, el régimen se encontraba en un callejón sin salida[52]. Una disolución acelerada tras el desastre del proceso de “uskoréniye” (aceleración), “glásnost” (transparencia) y “perestroika” (reconstrucción)[53] impulsado desde 1985 por el último presidente de la Unión soviética, Mijaíl Serguéyevich Gorbachov[54].
La URSS buscó su propio camino y cayó en manos de los antiguos enemigos y los viejos camaradas[55]. Eduard Shevardnadze, exministro de exteriores soviético, se hizo con el control de Georgia entre 1995 y 2003; Leonid Kravchuk, antiguo miembro del Politburó, fue presidente de Ucrania entre 1991 y 1994; Aleksandr Lukashenko, antiguo líder del Soviet, consiguió el poder en 1994 y Mircea Snegur desde 1990 hasta 1997; y desde 1990 gobernabaIslom Karimov en Uzbekistán, desde 1991 Nursultan Nazarbayev en Kazajistán, o desde 1992 Emomali Rahmon en Tayikistán.
La nueva Rusia quedó en manos de un grupo dirigente a merced del nuevo amigo norteamericano. De la mano de los economistas Yegor Gaidar y Anatoli Chubáis se impusieron una serie de reformas económicas radicales, en busca de una rápida integración capitalista en Occidente, que llevaron a una crisis de precios, salarios y producción sin precedentes, con una caída durante una década de casi el 50% del PIB nacional. Para evitar el colapso, se inició la famosa ola de privatizaciones que repartió los bienes y servicios nacionales a una lista popular de empresarios[56]: Boris Berezovski, Román Abramovich, Mijaíl Jodorkovski, Vladímir Potanin, Vagit Alekpérov, Aleksandr Smolenski, Víctor Vekselberg o Mijaíl Fridman[57]. Para el historiador Falin:
“En cuanto a Yeltsin, Gaidar y Kozirev, aquí la situación es más clara. Ellos estaban cumpliendo los planes ideados allende el océano: los de conducir al país a un punto del que no habría retorno, de socavar las raíces de la identidad rusa y la conciencia nacional. A Washington ya no le satisfacía capitulación simplemente, él insistía en una capitulación incondicional, en el minado de todos los cánones y valores morales, que permiten que el pueblo sea pueblo. Y casi ha conseguido ese propósito, lamentablemente”[58].
Pero la imagen de Yeltsin subido a un tanque frente al edificio del Soviet Supremo dio la vuelta al mundo. Era el verano de 1991, y el presidente aparecía, a ojos de los occidentales, como el adalid de la democracia en Rusia. Desafió a los golpistas de Vladímir Kriuchkov, que tenían arrestado a Gorbachov en Crimea, y ganó todo el poder en agosto; ilegalizó el PCUS y apartó de toda institución al mismo Gorbachov; y firmó el Tratado de Belovesh en diciembre, con los presidentes de Ucrania (Kravchuk) y Bielorrusia (Stanislav Shushkévich), declarando la disolución de la URSS y el nacimiento de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
Pero en 1993, y ante la oposición del Parlamento a sus reformas económicas y la concentración de poder que pretendía, Yeltsin mandó atacar la Casa blanca rusa. Había sido destituido por el propio Soviet, a favor de Aleksandr Rutskói, y varias regiones no obedecían sus mandatos. Pero con el control del ejército, y tras más de 500 personas muertas en el asalto, logró controlar la situación. Disolvió el Soviet por la nueva Duma estatal, y pese al voto de protesta en las elecciones parlamentarias por la grave situación económica, logró aprobar una nueva Constitución presidencialista al finalizar el año. Con la sola oposición del incombustible comunista Guennadi Ziuganov, logró mantenerse en el poder en 1996, gracias al apoyo de sus socios norteamericanos.
5. La Rusia de Putin.
El 31 de diciembre de 1999, con un país empobrecido y desquebrajado, y con tasas de popularidad que no llegaban al 2%, Yeltsin proclamó su renuncia. Fue sustituido por su delfín, el primer ministro Vladimir Putin, antiguo miembro del KGB y líder del llamado “clan de San Petersburgo[59]. Comenzaba una nueva era[60].
Todo comenzó en julio de 1998, cuando un desconocido burócrata de San Petersburgo era designado director del Servicio Federal de Seguridad (FSB, sucesor del KGB). Meses después, este desconocido exespía fue nombrado secretario del Consejo de Seguridad Nacional del presidente Yeltsín, y a principios del año 2000 asumió la jefatura del Gobierno, declarando en agosto la segunda guerra en Chechenia tras los atentados terroristas en los edificios de vivienda en Buinaksk, Moscú y Volgodonsk y la invasión de las huestes del líder checheno Shamil Basáyev en la vecina Daguestán.
Tras el éxito de la campaña norcaucásica venció, con el beneplácito de la comunidad occidental, en las elecciones presidenciales para el 26 de marzo de 2000, con el 52,99% de los votos emitidos, frente al comunista Ziugánov (29,24%), y al liberal Grigori Yavlinski (5,8%). El 7 de mayo de 2000 juró su cargo, ante la mirada de un Yeltsin protegido de la justicia por decreto presidencial.
Su primera medida fue confirmar en su cargo al todopoderoso ministro de Finanzas Mijaíl Kasiánov. Parecía la continuidad de la transición liberal, pero días después apareció una nueva hoja de ruta. En primer lugar se proclamó la centralización del poder. Así decretó someter a los 89 sujetos federales de Rusia a la jurisdicción de 7 distritos federales dirigidos por gobernadores designados directamente por el presidente, y sancionar la potestad ejecutiva de cesar automáticamente a los dirigentes de los sujetos federales (gobernadores, presidentes de repúblicas y los alcaldes de Moscú y San Petersburgo).
En segundo lugar, estableció el principio de la ley en toda Rusia. Para ello unificó la legislación nacional, sometiendo las reglas regionales a las normas federales superiores, codificando, entre otras, la Ley de tierras, y aplicando de manera global la Ley de impuestos. Y sometiendo a los grandes oligarcas (con sus monopolios energéticos, mediáticos y políticos) a la auctoritas del Estado. Así fueron cayendo Borís Berezovski (antiguo mecenas de Putin y dueño de Aeroflot y del principal canal de TV, ORT), exiliado en Londres; Vladímir Gusinski, magnate de la comunicación, huido a España tras su acusación por estafa; o Mijaíl Jodorkovski, dueño de la petrolera Yukos y el hombre más rico de Rusia antes de su ingreso en prisión.
Vladimir Putin llegó para recuperar el destino de una nación que perdía, después de siglos, parte de su Imperio territorial y de su influencia internacional. Putin heredaba un país empobrecido y humillado, sometido a una USA hegemónica y a una UE en expansión, y con un descenso demográfico y productivo imparable. Pero el éxito en la globalización de China capitalista-comunista, o los países petroleros árabes, capaces de combinar desarrollo económico e identidad político-religiosa, marcaba un camino considerado “autoritario” por sus oponentes[61].
El llamado “putinismo”, aparentemente ajeno a valores ideológicos claros más allá de la personificación del poder, comenzó a asumir la salvaguarda de los valores tradicionales y conservadores de la civilización como idea imperial rusa; en el plano internacional como marca de identidad, y en el nacional como imaginario colectivo y unificación ideológica para su propia legitimación político-social. Una alternativa valorada positivamente por el famoso cineasta serbio-bosnio Emir Kusturica, profundamente filorruso. Así señalaba que “en mi opinión, es un gran error perder la propia cultura, las propias tradiciones, la propia mentalidad. Quizá para los pueblos europeos eso no sea tan importante, pero para un país autosuficiente y tan grande como Rusia es fundamental”, ya que:
“en este mundo hay que ser fuerte, de lo contrario te aplastarán. ¿Cree que algo cambió después de Napoleón y Hitler? Siempre habrá quien quiera repetir sus “hazañas”. Pero ¿quién se atreverá ahora a reírse de Rusia y de su presidente? Eso es lo más importante de todo”[62].
En su discurso a la Nación de finales de 2013 Vladimir Putin proclamó, clara y orgullosamente, ante las fuerzas vivas del país, incluidas las dos Cámaras del Parlamento estatal[63], su aspiración a convertir a Rusia en nueva potencia mundial desde una reivindicación de los fundamentos conservadores de la civilización[64], frente a la falsa tolerancia liberal del Occidente.
“Aspiramos a ser líderes”, reivindicaba Putin, capaz de ofrecer mediación y paz ante la “regresión, la barbarie y la sangre” que en los últimos años se habían extendido, a nivel mundial, tras los intentos norteamericanos de “imponer a otros Estados modelos supuestamente más progresistas” (Irak, Afganistán). Para ello, su política exterior había conseguido evitar “la injerencia militar y la difusión del conflicto” en Siria o en Irán mediante métodos políticos, y buscando nuevas esferas de influencia ante la debilidad que advertían del ejecutivo Obama. A ello se unía la decisión del país de comenzar el rearme militar, unido medidas de disuasión ante las presiones de la OTAN (misiles en Kalinigrado frente al “Escudo antimisiles”); con ello señalaba que “nadie debe abrigar ilusiones sobre la posibilidad de lograr una superioridad militar sobre Rusia. Esto no lo permitiremos jamás”[65]. Y su política interna combinaba el control casi absoluto de los organismos políticos y mediáticos, políticas sociales redistributivas, la defensa a ultranza de la Familia tradicional y el crecimiento demográfico, el desarrollo de la región de Siberia, y la mejora de eficiencia en el uso de sus enormes recursos energéticos.
Este pretendido liderazgo se legitimaba en una doctrina muy clara: la reivindicación del conservadurismo social y moral como fundamento de libertad y supervivencia de la propia civilización en un mundo globalizado. Putin proclamó, en conexión con la IOR, la afirmación de los valores tradicionales “para un país como Rusia”, con “experiencia de muchos siglos”, mientras “en muchos países se reexaminan las normas de la moral, se difuminan las tradiciones nacionales y las diferencias entre naciones y culturas”. Un punto de vista conservador con el objetivo de “impedir una vuelta atrás hacia el caos de las tinieblas”, citando al filósofo Berdiáyev, expulsado de Rusia tras la revolución de 1917[66]:
“De la sociedad ahora exigen no solo el reconocimiento del derecho de cada uno a la libertad de conciencia, a los puntos de vista políticos y la vida privada, sino el reconocimiento obligatorio del valor equiparable del bien y del mal, de conceptos con sentido opuesto, aunque esto parezca extraño”[67].
Por ello apuntaba que la política de destrucción de los valores tiene “consecuencias negativas para la sociedad” y es “radicalmente antidemocrática, ya que se pone en práctica a partir de ideas abstractas” y “en contra de la voluntad de la mayoría popular, que no acepta los cambios que están sucediendo y la revisión propuesta”, dijo Putin. El líder ruso consideraba que en el mundo “hay cada vez más gente que apoya nuestra posición de defensa de los valores tradicionales, que durante milenios fueron la base espiritual y moral de la civilización de cada pueblo, valores de la familia tradicional, de la vida humana verdadera”. Éstas eran las claves, reales o ideológicas, de la misión histórica del proclamado nuevo Imperio ruso[68].
[3] Obras completas, Vol. 26. Leningrado, Nauka, 1984, págs. 129-149. Ф.М.Достоевский. Полное собрание сочинений, т. 26. Ленинград, Наука, 1984, сс.129-149
[5] Patricia Varona Codeso, “Las crónicas Griegas y la entrada de los Rusos en la historia”. Minerva: Revista de filología clásica, nº 20, 2007, págs. 93-109
[7] N. A. Berdiaev, “La idea rusa. Los problemas principales del pensamiento ruso del siglo XIX y los principios del siglo XX”, en En los círculos de los escritores y pensadores del extranjero ruso. Moscú, El arte, 1994, p. 204 (en ruso).
[8] Pedro Bádenas de la Peña, “La idea imperial rusa y la imagen de Bizancio tras la conquista de Constantinopla. En Erytheia: Revista de estudios bizantinos y neogriegos, Nº. 29, 2008, págs. 37-49
[9] Pedro García Marín, La formación de Rusia desde el Gran Ducado de Moscú hasta el Imperio zarista. Madrid, Universidad de Alcalá, 2013.
[10] La Crónica de Néstor o “relatos de los años pasados” (По́весть временны́х лет) fue la primera historia rusa, escrita cerca del año 1113, y que narra la fundación del el Rus de Kiev desde el año 850 con la figura del citado Rúrik. VéaseRelato de los Años pasados. Madrid, Miraguano Ediciones, 2004.
[11] Pedro García Martín, “De Moscovia a Rusia: los orígenes medievales de un imperio moderno”. En José Ignacio Ruiz Rodríguez y Igor Sosa Mayor (coord.), Identidades confesionales y construcciones nacionales en Europa (ss. XV-XIX), 2012, págs. 41-54.
[12] Cantos y cuentos recopilados en el siglo XIX por Aleksandr Afanásiev en su compilación de ocho volúmenes.
[13] Harold Lamb, La marcha de Moscovia: Iván el Terrible y el desarrollo del imperio ruso, 1500-1648. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1951.
[16] Tratado que puso fin a la Guerra del norte entre Rusia y Suecia. El Zarato ruso se convertía por primera vez en potencia internacional, asumiendo el control de Estonia, Livonia, Ingria y el sudeste de Finlandia; mientras se ponía fin al breve Imperio sueco de Federico I.
[17] Isabel de Madariaga, Ivan the Terrible: Fisrt Tsar of Russia. New Haven, Yale University Press, 2005.
[19] Voltaire, Historia del Imperio Ruso: bajo el reinado de Pedro El Grande. Santa Fe, El Cid Editor, 2006.
[21] D. Efremenko, Y. Evseeva, “Studies of Social Solidarity in Russia: Tradition and Modern Trends”. American Sociologist, 43/4, 2012, págs. 354-355.
[22] Cynthia H. Whittaker, The Origins of Modern Russian Education: An Intellectual Biography of Count Sergei Uvarov, 1786-1855. DeKalb: Northern Illinois University Press, 1984.
[25] Y que tuvo gran influencia en el movimiento cultural del Gran puñado o “los cinco” músicos Mily Balakirev, César Cui, Modest Mussorgsky, Nikolai Rimsky-Korsakov y Alexandr Borodin; e incluso como base del movimiento intelectual ecuménico entre cristianos de Vladimir Soloviev, Pavel Florensky, Nikolai Berdyaev o Sergei Bulgakov.
[27] Nikolai Yakovlevich Danilevsky, Russia and Europe. A look at the cultural and political relations of the Slavic world to the German-Roman (РоссияиЕвропа. ВзгляднакультурныеиполитическиеотношенияСлавянскогомиракГермано-Романскому), 1895, en Runivers.ru.
[28] K. Leontiev, Against the current; selections from the novels, essays, notes, and letters. New York, Weybright and Talley, 1969.
[29] K. Leontiev, L'Européen moyen: idéal et outil de la destruction universelle. Lausanne, L'Âge d'Homme, 1999.
[31] Tras la rusificación de Ucrania y Finlandia desde el siglo XVII, en 1864, los idiomas de Bielorrusia y Polonia fueron prohibidos en los lugares públicos, y desde 1880 prohibidos en las escuelas, al igual que el Lituania. Asimismo, se impuso el calendario juliano en detrimento del calendario gregoriano (utilizado por los católicos). Y hacia 1860 en la provincia de Besarabia (Moldavia) se eliminó la lengua rumana la administración, en las iglesias y en las escuelas primarias y secundarias.
[32] leksandr Polunov, Thomas C. Owen, Larisa Georgievna Zakharova, Marshall S. Shatz, Russia in the nineteenth century: autocracy, reform, and social change, 1814-1914. M.E. Sharpe, 2005
[36] Juan Vázquez, “Lenin resultó ser el arma más letal empleada por Alemania contra Rusia”. ABC, 04/02/2014.
[40] L.G. Churchward, La “intelligentsia” soviética. Ensayo sobre la estructura social y el papel de los intelectuales soviéticos en los años sesenta. Madrid, Revista de Occidente, 1976.
[41] Marta Policinska, “La literatura al servicio del estado: algunas consideraciones sobre la utilización propagandística de la literatura en la unión soviética de los años 20 y 30”. Comunicación: revista Internacional de Comunicación Audiovisual, Publicidad y Estudios Culturales, nº 6, 2008, págs. 118-129
[42] Carlos Eymar Alonso, “El tema de la nacionalidad en el pensamiento y en el proceso constitucional soviético”. Cuadernos de estrategia, nº 9, 1990, págs. 59-86.
[45] Guillermo A. Pérez Sánchez, “En torno al archipiélago de Gulag: Un apunte sobre la violación de los Derechos Humanos en la Unión Soviética”. La declaración universal de los derechos humanos en su 50 aniversario. J. M. Bosch Editor, 1998, págs. 185-192.
[46] Carlos Taibo Arias La Unión Soviética y el Tercer Mundo: una introducción. África América Latina, cuadernos: Revista de análisis sur-norte para una cooperación solidaria, nº. 3, 1991, págs. 9-18
[47] Véase Stanley G. Payne, Unión Soviética, comunismo y revolución en España (1931-1939). Barcelona, Plaza & Janés, 2003.
[48] Ronald E Powaski, La guerra fría: Estados Unidos y la Unión Soviética, 1917-1991. Barcelona, Crítica, 2011.
[53] Andrés Serbin. “Perestroika, eclosión de razas. Lenin, Gorbachov y la política soviética de las nacionalidades”. Nueva sociedad, nº 108, 1990, págs. 98-110.
[55]Antonio Blanc Altemir, La herencia soviética: la comunidad de Estados independientes y los problemas sucesorios. Madrid, Tecnos, 2004.
[57] Véase Antonio Sánchez Andrés, “Política económica en la transición rusa”. En Boletín económico de ICE, Información Comercial Española, Nº 2503, 1996, págs. 21-32.
[59] Michael McFaul, Russia's unfinished revolution: political change from Gorbachev to Putin. London, Cornell University Press, 2001.