El Mayo del 68 de la Iglesia católica.
Francisco Martínez Hoyos.
Escritor e historiador (España).
Se ha escrito mucho sobre mayo del 68, pero no tanto sobre el papel que desempeñaron los cristianos en este movimiento, ni sobre sus profundas repercusiones en la Iglesia, tan profundas que podido compararse a un terremoto. El mayo francés, en efecto, amplifica en el mundo católico un movimiento de contestación que, aunque viene de años atrás, adquiere entonces un inusitado radicalismo. Explicable, en parte, por cuestiones de índole generacional. Por un lado, los que entienden el Concilio como un punto de llegada. En Francia, coinciden con los protagonistas de la resistencia y los seguidores de la “Nouvelle Theologie” de un Congar o de un Chenu. Por otra parte, los que consideran que el Vaticano II no es sino un punto de partida, hijos de la prosperidad económica de los denominados “treinta gloriosos” (1946-1975), de un mundo que hace de la libertad una piedra angular de su edificio de valores[1].
Pese a la desatención historiográfica, los católicos no permanecen al margen de la oleada revolucionaria, y empleamos este adjetivo conscientes de que para algunos, como Malraux, la de Francia no es sino una caricatura de revolución porque la de verdad se hace organización y armas, no con imaginación. El 21 de mayo, Témoignage chrétien hace un llamamiento a los cristianos invitándoles a unirse a la contestación protagonizada por obreros y estudiantes. Según los firmantes, cuatro sacerdotes católicos, cuatro pastores protestantes y seis laicos (el filósofo Paul Ricoeur entre ellos), “la presencia de los cristianos en la revolución supone y requiere la presencia de la revolución en la Iglesia”[2]. Es la primera vez desde el inicio de la revuelta, según Pelletier, que se plantea públicamente el tema de la revolución en la Iglesia.
En la misma onda se sitúa el graffiti “Le Christ seul révolutionnaire”, captada por el objetivo de Cartier-Bresson, uno más de los que aparecen en las calles de París. En la ACO (Acción Católica Obrera), el combate obrero alcanzará prioridad sobre la evangelización, todo desde una perspectiva teológica en la que la lucha obrera se entiende como espacio de la manifestación de Dios[3]. Claro que, junto a los creyentes contestatarios que sueñan con cambiar el mundo en nombre de la fe, también encontramos el típico anticlericalismo de la izquierda. “Le cristianisme: l’ennemi nº 1”, reza otro de los eslóganes que proliferan en la capital del Sena”[4].
Se tiende hablar del 68 de una manera demasiado focalizada en París, pero, en realidad, lo que allí sucede, pese a contar con rasgos específicos, puede interpretarse como la manifestación francesa de un movimiento internacional opuesto a la hipocresía y al conformismo de la sociedad de consumo[5]. Aunque se circunscribe habitualmente a los países industrializados, en realidad, como tendremos ocasión de ver, también cabe hablar de un espíritu del 68 en América Latina, por más que sus condiciones sociales sean completamente diferentes. Lo que cuenta es el sentimiento de malestar, la rebeldía que conduce a los más jóvenes a rebelarse contra lo existente, sea contra el capitalismo en los estados occidentales o contra el comunismo estalinista al otro lado del telón de acero. Es por esto que ganan terreno las ideas de la izquierda más heterodoxa, caso del maoísmo. Por un momento, llega a parecer que es la misma civilización occidental la que se tambalea, si hacemos caso a un discurso de Pompidou en el parlamento francés.
La proliferación del descontento responde a “una serie de cambios en la cultura que se produjeron a lo largo de la década de los sesenta y que, si bien tuvieron manifestaciones distintas según su distribución geográfica, estuvieron relacionados entre sí”[6]. No es la menor de estas transformaciones la eclosión de una cultura juvenil, es decir, con pretensiones de autonomía respecto a los adultos. Tal fenómeno se relaciona con la prolongación de la educación secundaria y el consiguiente retraso en la incorporación al mercado laboral. Sobre esta evolución viene a incidir el desarrollo del sistema capitalista, de la mano de un mercado destinado específicamente a los adolescentes, a los que se dedican productos específicos, como la ropa, más tarde imitados por otros segmentos de edad.
Los tiempos están cambiando
En la estela del Mayo francés se difundían nuevos valores de permisividad sexual en contraste con el puritanismo característico del movimiento obrero, en el que amor libre equivalía a la monogamia de una pareja no casada. Lo mismo cabía decir respecto al uso de drogas como el alcohol o la marihuana, ahora de moda, pese a que su consumo suponía un gasto de tiempo y energía “difícilmente compatible con la organización y la eficacia”, de acuerdo con Hobsbawn. Por eso mismo, los partidarios de la revolución social, tal como siempre se había entendido, solían “ser también los más hostiles al consumo de drogas, la exhibición indiscriminada de lo sexual u otros estilos y símbolos de disidencia personal”[7].
Surge un nuevo tipo de militante, que poco tiene que ver con la figura austera y sacrificada del izquierdista clásico. Los jóvenes que levantan barricadas en París, a ojos de sus predecores que militan en el partido comunista, parecen poco menos que extraterrestres[8]. Existe tal ruptura entre la generacional que unos y otros ni siquiera ser ríen de los mismos chistes: sólo hay que ver que humoristas como Bob Hope pasan de moda.
Los cambios socioculturales generados por el crecimiento económico conducen a la crisis de las instituciones “portadoras de sentido”. La Iglesia entre ellas. Sólo hay que fijarse en la crisis de la figura del sacerdote, con un fuerte descenso del número de ordenaciones, un fenómeno prolongado y de apariencia irreversible. Las cifras en Francia no pueden ser más expresivas: de las 1.033 de 1950 se pasa a tan sólo 99 en 1977. En otros países, mientras tanto, el descenso de muestra igualmente acusado.
Los denominados “cristianos de base” protagonizaran, en diversos países, acciones en demanda de una Iglesia más abierta a los problemas reales del mundo. Se multiplican así las actuaciones que provocan sorpresa o escándalo, según los gustos, en contraste con la sensación de monolitismo de tiempos pasados. Así, el 2 de junio de 1968, los jóvenes de un grupo denominado CARE (Comité de Acción para la Revolución en la Iglesia), pertenecientes a la parroquia de Saint-Séverin (París), deciden que no van a celebrar la misa según lo acostumbrado. En su lugar organizan un forum para debatir los problemas de la comunidad eclesial. Hechos de este tipo se repetirán a menudo: pensemos en la reunión que tiene lugar en un teatro de la capital gala bajo el título “Del “Che” Guevara a Jesucristo”.
Italia, hasta entonces bajo una aparente tranquilidad, no es ajena a los vientos de cambio. En septiembre, un grupo de católicos, jóvenes sobre todo, ocupa la catedral de Parma. Curiosamente, los textos que distribuyen están basados en dos obras del teólogo español González Ruiz, El cristianismo no es un humanismo y Pobreza evangélica y promoción humana.
Un nuevo escándalo se produce cuando la comunidad parroquial del barrio florentino de Isolotto se rebela contra la jerarquía, en protesta por el traslado del sacerdote Enzo Mazzi, castigado por su actuación progresista. Dos son los puntos que enojan especialmente a las autoridades eclesiásticas, encabezadas por el cardenal Florit: el apoyo a los rebeldes de Parma y la elaboración de un catecismo parroquial considerado poco ortodoxo. Al no poderse reunir en la Iglesia, este grupo de cristianos pasó a encontrarse en una plaza. Como el caso de los parmesanos, la obra de González Ruiz también constituye una fuente de inspiración. En este caso se difunde su artículo “Cristianismo y revolución” [9], título que refleja muy bien el espíritu del momento.
La prensa conservadora española, como era de esperar, criticó la falta de sumisión del los florentinos. “El escarnio que se hace de la jerarquía es continuo. Puede verse un cartel donde el “tanque” del Episcopado ataca al párroco”[10].
En Alemania, el Katholikentag, un encuentro religioso de varios días de duración, se convierte en escenario de una ola de protestas contra el Papa y los obispos. Los asistentes se rebelan contra la doctrina oficial en cuestiones como la contracepción. En este tema es imposible, si se actúa en conciencia y con conocimiento de causa, cumplir la doctrina pontificia. Tal es la conclusión que aprueba uno de los Foros, donde predominan los jóvenes. Pero la controversia abarca otros muchos ámbitos, como el celibato, las encíclicas, el papel de los sacerdotes o la tutela que sufren las religiosas[11].
El malestar no queda aquí. En la Universidad de Tubinga se producen disturbios, con estudiantes interrumpiendo las clases y llamando “liberales de mierda” a profesores tan notorios como Hans Küng o Joseph Ratzinger, en quién los alborotos parecen haber dejado una huella tan profunda como negativa, a la vista de su desconfianza hacia los movimientos progresistas. Ese mismo año aparece Publik, un semanario católico que se hará célebre por sus posiciones aperturistas. Tan aperturistas que los obispos acabarán cortando su financiación.
Mientras tanto, en Holanda, aún colea la polémica abierta, dos años antes, por la publicación del catecismo aprobado por el episcopado del país.
Por sorprende que resulte, ni siquiera el Vaticano pudo librarse de la contestación. Un día, en lo que era la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, apareció una gran fotografía de un joven chino que nadie logró identificar. Se trataba, al parecer, de un seminarista, pero al poco tiempo se descubrió que la imagen correspondía a Mao. ¿Quién la había colocado allí? Fue imposible averiguarlo[12].
Crisis de autoridad
Todos los ejemplos citados demuestran cómo la Iglesia católica se encuentra sumida en lo que Hans Küng ha denominado “crisis de autoridad”. Los mismos que habían obedecido sin chistar a Pío XII se rebelan ante Pablo VI, aunque la Iglesia es mucho más tolerante y abierta. Es cierto que se han producido reformas positivas, pero no son suficientes para apaciguar la tensión porque se han creado expectativas aún mayores.
Este izquierdismo se produce en un contexto de crisis eclesial, la denominada crisis postconciliar, que se situaría entre la clausura del Vaticano II y la muerte de Pablo VI. Algunos de sus síntomas, según Pelletier, son el rápido descenso de las vocaciones sacerdotales, la pérdida de militantes de los movimientos de Acción Católica especializada (una auténtica hemorragia), o la politización de un sector del catolicismo que sueña con la revolución. Para el izquierdismo cristiano, la revolución mundial y la revolución dentro de la Iglesia no pueden ir sino acompañadas.
Merece especial atención la decadencia de los movimientos especializados, víctimas, tal como apunta Pelletier, de los profundos cambios sociales. Se trataba de organizaciones concebidas en función de un ambiente social concreto (obrero, estudiantil, campesino), pero esta división deja de tener sentido cuando, a raíz del crecimiento económico, se unifican los estilos de vida. ¿Hasta que punto, pues, sigue teniendo sentido la especialización?
Por otra parte, es cuestionable que la Iglesia, tras la renovación del Vaticano II, conecte por fin con la sociedad de su tiempo. De hecho, el humanismo de los padres conciliares no se aviene con las ideas más en boga a finales de los sesenta, representadas por pensadores como Althusser, Foucault o Lacan. Una vez más, la Iglesia parece perder el tren del debate intelectual. Tal vez aquí se encuentre una del alejamiento de sectores sociales cada vez más amplios, en esta ocasión sin mayor estridencia, a diferencia de lo que sucedía antiguamente con las explosiones de anticlericalismo.
Pablo VI, mientras tanto, no se atreve a llevar el Concilio hasta sus últimas consecuencias. Las dudas y la angustia le asaltan, como reflejan sus declaraciones. Así, el “papa hamletiano” llegará a decir que el humo de Satanás se filtra por la Iglesia. Temeroso de que la situación se le vaya de las manos, se niega a tratar el tema del celibato. En cuanto a la planificación familiar, crea una gran polémica con la encíclica Humanae Vitae, en la que condena los métodos anticonceptivos. Los cristianos más abiertos se sentirán decepcionados. La revista El Ciervo, por ejemplo, expresará su disconformidad en su número de septiembre de 1968, casi un monográfico sobre tan candente cuestión. Miret Magdalena, al valorar su pontificado, dirá que existe una diferencia abismal entre las encíclicas de los primeros años, más abiertas, y lo que vino después[13].
El horizonte revolucionario
En América Latina, mientras tanto, surge la teología de la liberación, una corriente que ha sido definida como un intento de repensar el cristianismo desde el punto de vista de los oprimidos. A sus teóricos se les ha acusado con frecuencia de un excesivo escoramiento hacia el marxismo, pero éstos matizan que sólo lo utilizan como herramienta de análisis social. La fuerza motriz del movimiento es la fe cristiana, señala el teólogo Clodovis Boff. El marxismo, en cambio, no presenta un carácter sagrado; tan sólo es una metodología útil con la que acercarse a la realidad de los pobres[14].
Para el cristianismo liberacionista, 1968 es crucial. Es el año en que se reúne la segunda conferencia del episcopado latinoamericano, en Medellín, donde los obispos del continente se pronuncian contra las desigualdades y el subdesarrollo del continente. También es el año en que un presbiteriano, el brasileño Rubem Alves, defiende en Princeton la tesis titulada Towards a theology of liberation.
Se ha destaco, con razón, la influencia de los teólogos europeos sobre los teólogos de la liberación, por más que éstos acusen a los primeros de ignorar la problemática del Tercer Mundo. De hecho, muchas de sus grandes figuras se han formado en centros del viejo continente. Gustavo Gutiérrez, sin ir más lejos, estudió en la Universidad Católica de Lovaina y en Lyon. Y Karl Rahner, el prestigioso teólogo alemán, dirigió la tesis de Leonardo Boff. Menos conocido, en cambio, es el influjo en sentido contrario, de América sobre Europa. Sin embargo, es posible detectar un creciente interés por las problemática latinoamericana entre las revistas del catolicismo progresista europeo. Études, una publicación de la compañía de Jesús, dedica 21 artículos entre 1960 y 1973 a este tema cuando, en el periodo anterior a estas fechas, no había publicado ninguno[15].
En España, mientras tanto, se da un fenómeno similar. Resulta significativo que El Ciervo, abanderada de un catolicismo abierto, dedique un número especial a Camilo Torres, el sacerdote colombiano que había muerto combatiendo con la guerrilla. Su fecha de aparición, mayo de 1968, es igualmente expresiva[16]. Se trataba seguramente, según la revista, del primer monográfico sobre el tema publicado en Europa. Poco después, la editorial Nova Terra daría a la luz Camilo Torres (el cura que murió en las guerrillas), una recopilación de los escritos del protagonista.
Para El Ciervo, Torres planteó problemas cruciales no sólo para el catolicismo latinoamericano sino para la Iglesia en su conjunto. Juan Gomis destacaba como aquel atípico sacerdote había aplicado, en el campo de la política, el mandamiento del amor al prójimo. Por otra parte, su actuación suscitaba una reflexión sobre si la lucha armada constituía el camino adecuado para cambiar la sociedad. Gomis, de acendradas convicciones pacifistas, señalaba cómo esta vía aparecía muy poco clara para los creyentes.
“Las defensas contemporáneas de algunos teólogos de la licitud de la revolución armada para los cristianos en determinadas situaciones pueden parecer muy decididas. En realidad están llenas de prevenciones, condiciones, irresolución, de ausencia de íntimo convencimiento total, porque para ellos también es imposible ponerse a considerar a un enemigo sin que se oiga el eco de las palabras de Cristo y asome su imagen”[17].
Detectamos también el impacto de la teología sudamericana a través del encuentro celebrado en El Escorial, entre el 8 y el 15 de julio de 1972, organizado por Alfonso Álvarez Bolado. Con un título significativo, “La fe cristiana y el cambio social en América Latina”. Fue un acontecimiento trascendental porque, por primera, se presentaba la teología de la liberación en un contexto no americano, hecho que le permitió recabar apoyos y conseguir reconocimiento internacional.
Los refractarios
Los sesenta, como hemos visto, son años de efervescencia progresista. Pero la moneda de la renovación eclesial tiene un reverso, el de la movilización conservadora contra los cambios. ¿Se explica la crisis eclesial como un producto de los aires rupturistas? Unos piensan que sí. Para Benedicto XVI, “la agitación de los años cercanos al 68” fue la responsable de que el Concilio no se aplicara correctamente. Otros, en cambio, creen que sin el Vaticano II la crisis de la Iglesia habría sido aún más profunda. Según Hans Kung, los problemas no se derivaban de las reformas sino de la traición a ellas.
Se ha estudiado la efervescencia revolucionaria de los católicos progresistas del 68, pero no tanto la reacción de los conservadores ante lo que perciben como una situación de desorden. Desde cierta óptica, hay que poner orden en las filas del catolicismo ya que el proceso renovador del Vaticano II para haberse escapado del control de la jerarquía. La cultura de la disidencia sería, pues, la culpable de todas las calamidades. Hasta Pablo VI, expresará en repetidas ocasiones su temor por la crisis que sucede al “aggiornamento”. En 1965, por ejemplo, declara que “la barca de Pedro navega sobre un mar agitado”. Un año después, el Papa advierte contra aquellos que, con irreverencia y temeridad, interpretan a su antojo la doctrina de la Iglesia. En su opinión, son los propios católicos los que están destruyendo la Iglesia, tal como manifiesta en una carta a los católicos franceses.
En Roma, mientras tanto, la Curia maniobra contra las reformas. De hecho, desde el principio se había opuesto al Concilio, esa “locura” de Juan XXIII. En los pasillos vaticanos, sus miembros repetían que “arreglar esto requerirá cien años”[18]. ¡Tal era su sensación de encontrarse ante una especie de Apocalipsis que ponía en cuestión lo que la Iglesia había sido hasta entonces.
Por otra parte, un sector de la antigua mayoría conciliar empieza a distanciarse de las reformas. Antiguos teólogos aperturistas como Ratzinger, Congar y De Lubac consideran que las cosas van demasiado lejos, dentro de un clima general de desengaño. Podemos considerar, siguiendo a Juan Antonio Estrada, que el sentimiento clave es el temor. “Había miedo a las demandas de ir más allá de los textos conciliares, en nombre del espíritu conciliar, y a nuevas propuestas, sólo vagamente apoyadas en los documentos”[19].
En Francia, por ejemplo, una petición de fidelidad a la Santa Sede consigue reunir 160.000 adhesiones, en una demostración de que el cristianismo más tradicional no está, ni mucho menos, muerto. En esta línea de contestación a la contestación se crea un nuevo movimiento, los “silencieux de l’Église”, cuyo nombre, tomado de la referencia nixoniana a la “mayoría silenciosa, ya lo dice todo. Son los que, a diferencia de los progresistas, no arman jaleo. Los que prefieren escuchar el mensaje del Papa, desde la obediencia a la jerarquía, antes que organizar debates. No se consideran a sí mismos integristas, pero, durante su congreso de 1972, la misa se celebra en latín de acuerdo con la antigua liturgia gregoriana. Unidos a colectivos similares de Austria, Bélgica, Alemania, Holanda o Suiza constituyeron la Federación Internacional Pro Fide et Ecclesia[20].
En la misma línea de reacción contra el progresismo surge la Legión de Cristo, fundada por un sacerdote mexicano tristemente célebre Marcial Maciel, responsable de múltiples casos de pederastia. Su congregación, profundamente reaccionaria, pretendía mantener la disciplina tradicional frente a la relajación que habría seguido a la apertura. Porque después del Vaticano II, si hemos de creer al legionario Gabriel González Zambrano, la Iglesia fue víctima de “una ola de descontrol, confusión y experimentos raros”[21].
Para levantar su organización, Maciel tiene muy en cuenta el ejemplo de los jesuitas, víctimas de la división interna y reducidos, en poco tiempo, de más de treinta mil sacerdotes a menos de veinte mil. ¿Por qué tal decadencia? El fundador de la Legión lo achaca a las múltiples maneras de interpretar el espíritu de san Ignacio. Para que a él no le suceda lo mismo, no duda en establecer una especie de “estalinismo clerical”, ejerciendo una dictadura férrea sobre las conciencias de sus subordinados, recurriendo a las delaciones si es preciso. Los que están abajo deben obedecer las órdenes sin cuestionarlas, para que así el colectivo ofrezca una imagen de unidad sin fisuras.
La Legión, pues, va a dar batalla contra las corrientes renovadoras de la Iglesia, en especial contra la teología de la liberación, desde el convencimiento de que ciertas interpretaciones del Vaticano II han conducido a una modernización aberrante. Mientras tanto, procura ocupar el lugar que los jesuitas abandonan como consejeros espirituales de la alta sociedad. Uno de sus miembros lo explica así:
“Aprovechábamos cualquier oportunidad: por donde salían los SJ (los jesuitas) entrábamos los LC (legionarios). Empezamos a tener cierta fama entre los ricos, sobre todo entre los monárquicos, que miraban con desconfianza al Opus, que se estaba haciendo con el poder político. Nos convertimos en sus capellanes y confesores y los destinatarios de su caridad”[22].
En los setenta, ya no contarán órdenes religiosas como los jesuitas ni movimientos seglares como la JOC, demasiado radicalizados a ojos de la jerarquía. Roma ha encontrado nuevos movimientos, como Lumen Dei, los neocatecumenales, Comunión o Liberación, La Legión de Cristo o la Comunidad de San Egidio, dispuestos a seguir los dictados de la jerarquía sin protestar.
En España, la Hermandad Sacerdotal de San Antonio Mº Claret hace público un manifiesto, de tonos catastrofistas, donde arremeten contra los cristianos renovadores. Los denominados “grupos proféticos”, en su opinión, son la gangrena que está carcomiendo la Iglesia.
¿Y qué decir de América Latina? En 1968, mientras empieza andar la teología de la liberación, se produce un resurgir del integrismo católico. Sólo en Brasil aparecen dos importantes movimientos de esta tendencia, Hora Presente y Permanência[23].
[3] SOULETIE, JEAN-LOUIS; BÉAREZ, MICHÈLE. « La pertinence des mouvements d’Action catholique dans la mission de l’Église aujourd’hui". Repères ACO, nº72, diciembre de 2005, pág 16.
[5] SÁNCHEZ PRIETO, JUAN MARÍA. “La historia imposible del Mayo francés”. Revista de Estudios Políticos nº 112, abril-junio de 2001, p. 110.
[6] JUARISTI, JON. “Mayo del 68: el camino al terrorismo”. Cuadernos de Pensamiento Político FAES, julio/septiembre de 2008, pág 71.
[9] GONZÁLEZ RUIZ, JOSÉ MARÍA. Memorias de un cura antes de Franco, con Franco y después de Franco. Málaga. Miramar, 1995, pp. 138-139.
[10] “La rebeldía de Isolotto”. ABC, 29 de diciembre de 1968. Véase también DE VITO, CHRISTIAN G. Mondo operaio e christianesimo di base. L’esperienza dell’Isolotto di Firenze. Roma. Ediesse, 2011.
[14] SMITH, CHRISTIAN. La teología de la liberación. Radicalismo religioso y compromiso social. Barcelona. Paidós, 1994, pp. 50-51.
[15]COMPAGNON, OLIVIER. «Le 68 des catholiques latinoaméricains dans une perspective transatlantique ». Materiales de seminarios, 2008, dentro de nuevomundo.revues.org. /47243.