Memoria histórica e Iconoclastia.
Pedro Carlos González Cuevas.
Profesor de Historia en la UNED (España).
1. De la democracia concreta al fundamentalismo democrático.
Por muchas razones, España sigue siendo una nación peculiar, digna de estudio. Una de ellas es que se trata de una sociedad cuya cultura política se ha caracterizado, en los últimos años, por una auténtica idolatría hacia la forma de gobierno denominada “democrática”, mientras que, en la vida cotidiana, se socavan sus presuntos fundamentos mediante prácticas partitocráticas y cleptocráticas. Cualquier crítica al funcionamiento del sistema político nacido con la Constitución de 1978 ha sido tachada de traición, y el más mínimo rechazo a la denominada “opinión pública” o al régimen de partidos, ha sido considerado anatema, dentro de un discurso autocomplaciente forjado por la clase política o por los medios de comunicación. Desde esta perspectiva, cobra sentido que en un país de escasa tradición participativa o crítica, pero en el que, al mismo tiempo, la palabra “democracia” se ha convertido en fetiche o, si se quiere, como dice el filósofo Alain Badiou en términos lacanianos, “en el falo especulativo de nuestro presente”[1], las posturas heterodoxas hayan sufrido una clara marginación.
No obstante, lo que distingue a las sociedades maduras de las que no lo son, es contar con pensadores de envergadura que sean capaces de cuestionar las reglas del sistema político para lograr un mejor funcionamiento de la sociedad. Y es que la actual experiencia española demuestra que ese régimen político sin crítica trascendente genera de manera automática no sólo la partitocracia, sino, lo que es mucho peor, la corrupción generalizada y la cleptocracia. Así lo estimaba un liberal autocrítico y antifundamentalista como Raymond Aron, quien, en sus memorias, se jactaba de “despoetizar” y “desencantar” el sistema demoliberal: “No presento a las sociedades occidentales como lo hacen los verdaderos creyentes en la democracia”[2]. Y es que para el pensador francés, las ideas democráticas corresponden “a los hombres de negocios”, industriales y financieros; que se han conformado por oposición o por segregación en una sociedad fundamentalmente desigual y aristocrática, “no son típicas ni de la aristocracia militar ni de los representantes de las masas populares; son esencialmente ideas burguesas”. Además, denunciaba Aron que “cuando los demócratas no cuentan con enemigos, tendrá más ventajas quien lleve las mejores promesas a los grupos de interés, quien hable estrictamente el lenguaje de los intereses”. A su juicio, la democracia real tan sólo puede ser definida como “la organización de la competencia pacífica con miras al ejercicio del poder”. Definirla como soberanía del pueblo conduce a “malabarismos políticos”, a “una ficción jurídica”, a “una idea vaga”, a una “idea mito”, que lleva a “la dictadura del pueblo” o, mejor dicho, de “aquellos que dicen representarlo”. La democracia liberal es “oligárquica, como todos los regímenes”; y puede tender al caos: “El peligro es que preponderen los grupos que ignoren las necesidades de la unidad nacional y que los partidos se pongan de acuerdo en ningún aspecto, incluyendo la política exterior”. Y concluía el pensador francés: “No hay ninguna razón para que el régimen más de acuerdo con nuestras creencias morales sea, al mismo tiempo, el llamado a triunfar en la historia”[3].
No muy lejos de este planteamiento se encuentra el filósofo Gustavo Bueno, para quien la concepción fundamentalista de la democracia liberal es tan sólo una ideología, es decir, “un modo peculiar de encubrir la realidad”; y señala: “El pueblo soberano es una construcción de la ideología política moderna cuyo efecto no es otro sino sustituir al Dios que el Antiguo Régimen consideraba como origen de las leyes. Ahora bien, el pueblo soberano, en cuanto fuente de poder (y no sólo en su génesis protohistórica, antigua o medieval, sino en su physis, que se renueva cada día en el plebiscito cotidiano), no es una entidad más luminosa de lo que pudiera serlo el Dios del Antiguo Régimen. ¿Quién se atreve a decir que entiende el mecanismo mediante el cual de esa supuesta entidad sustantivada denominada pueblo soberano emana las leyes?”. “Sin duda oculta que la verdadera fuente de la denominación Estado de derecho auténtico es la partitocracia o la oligarquía de partidos. Partitocracia que queda en la penumbra cuando se desvía la atención hacia el pueblo y hacia su unidad que los partidos supuestamente combinados para aprobar lo que decida la mayoría representan en el acto de votación parlamentario”[4].
Lejos de esta saludable y realista perspectiva crítica y antifundamentalista, las elites políticas y mediáticas del sistema político español han defendido una visión de la democracia configurada desde una concepción, como diría el lúcido reaccionario Nicolás Gómez Dávila, “antropoteísta”[5]. Y es que, a juicio de José María Ruíz Soroa, la democracia se configura como una religión, como una teología política, ya que los demócratas poseen “sus verdades absolutas y que, además, estas verdades son tan indemostrables como las religiosas”. Porque la democracia resulta imposible “sin un núcleo indiscutible e indemostrable de verdad”[6]. Según esta interpretación fundamentalista, la democracia liberal ya no es un régimen político entre otros regímenes políticos, una ideología entre otras ideologías; se trata del último e irreversible punto de llegada del pensamiento y de la práctica política moderna; una especie de “religión civil”, que se convierte en un auténtico rasero para medir, interpretar o legitimar no ya un sistema político concreto, sino el sentido de la historia universal. Y es que, como ha señalado el antropólogo Tzvetan Todorov, uno de los enemigos íntimos del régimen demoliberal es el “mesianismo”[7]. Así lo demuestran los fracasos en la instauración de regímenes demoliberales en Oriente Medio, África y América del Sur. Y es que la democracia liberal no es un régimen político universal, sino producto de un contexto social, económico y cultural muy concreto. En un controvertido libro, el politólogo Francis Fukuyama sostuvo que existía una tendencia general hacia la democracia liberal, a la que se dirigían la mayoría de las naciones inexorablemente. Una democracia caracterizada por garantizar derechos, mantener la representatividad y ejercer una gestión económica capitalista liberal. El fin del socialismo real y de los autoritarismos peninsulares y sudamericanos, confirmaban ese ineluctable “fin de la historia”[8]. No resulta extraño que el filósofo Jacques Derrida relacionara, en su momento, los planteamientos de Fukuyama, no con el hegelianismo de Alexander Kojève, sino con el “neoevangelismo”, con la escatología cristiana[9].
Y es que esta concepción fundamentalista, teológico-política, de la democracia es sumamente peligrosa a todos los niveles, porque lleva implícita la eliminación o destrucción de todo lo heterogéneo, de lo extraño a su propia lógica existencial y/o política. Contra esa visión de la democracia ya nos advirtió Ortega y Gasset, al calificarla de “morbosa”, es decir, una especie de doctrina religiosa que convierte a un régimen político concreto en la clave de la vida social, moral, intelectual e incluso histórica, “la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gusto, la democracia en el corazón y en la costumbre”. Algo, en fin, que el filósofo madrileño consideraba “el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad”, porque la democracia es “pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son de derecho público, es decir, para toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias”[10].
Por otra parte, no hace falta ser un lince para saber que cuando grupos políticos e ideológicos diversos hacen mención a la “democracia” lo hacen en un sentido muy distinto e incluso antagónico. El propio Ortega y Gasset fue muy consciente de la polisemia característica del término “democracia”, que podía envolver bajo su manto formas antiliberales y totalitarias de dominación política. De ahí la necesidad de distinguir claramente entre liberalismo y democracia. “Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de Derecho político completamente distintas”. Y es que mientras la democracia contesta a la pregunta sobre el sujeto del poder político, haciendo recaer sobre la colectividad de los ciudadanos, el liberalismo contesta a la pregunta sobre las limitaciones de dicho poder y sostiene que éste no puede ser absoluto por tener las personas derechos previos a toda interferencia del Estado; y significativamente, añadía: “Se puede ser liberal y nada demócrata o, viceversa, muy demócrata y nada liberal”[11].
No resulta extraño que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, el filósofo madrileño denunciara que la utilización del término “democracia” resultaba “estúpida y fraudulenta”. Tanto era sí que, después de Yalta, la “democracia” se había convertido en una “ramera”, ya que era “pronunciada y suscrita allí por hombres que le daban sentidos diferentes, más aún contradictorios: la democracia de uno era la democracia de los otros dos, pero tampoco estos dos coincidían suficientemente en su sentido”[12].
Contra la concepción fundamentalista totalitaria de la democracia, se pronunciaba igualmente el eminente filósofo del derecho Gustav Radbruch –perseguido por el nazismo-, destacando, como Ortega y Gasset, sus ineludibles y radicales diferencias con el liberalismo: “La democracia pretende la dominación absoluta de la voluntad mayoritaria, el liberalismo exige la posibilidad para las voluntades individuales de poderes afirmar en determinadas circunstancias, aún en contra de la voluntad de la mayoría. Para el liberalismo sin puntos de partida del pensamiento jurídico-filosófico del Estado de los derechos del hombre, los derechos fundamentales, los derechos de libertad del individuo, trozos de su libertad natural preestatal que ha introducido en el Estado con la pretensión absoluta de su respeto, porque el Estado únicamente en la protección de éstos se encuentra a la par su justificación y su tarea”[13].
No en vano el historiador israelí Jacob L. Talmon ha podido hacer referencia a la “democracia totalitaria”, que nace con Rousseau y culmina en el comunismo soviético, opuesta por completo al liberalismo, y que tiene por base la violencia y la coerción[14].
En la intelligentsia española, sobre todo en el campo historiográfico, domina hoy, como ya hemos dicho, una clara perspectiva fundamentalista democrática, que, por otra parte, no es homogénea. Existe, por emplear la conocida distinción de Umberto Eco, fundamentalistas “integrados” y fundamentalistas “apocalípticos”[15]. Los primeros se muestran partidarios de la democracia liberal; mientras que los segundos, de formas antiliberales e incluso totalitarias de dominación política.
2. Fundamentalistas integrados: el consenso whig.
Hasta hace relativamente poco tiempo, la narración hegemónica ha sido la elaborada por los fundamentalistas integrados. ¿Qué narración histórica ha caracterizado a esta tendencia?. En mi opinión, se trata de una variante de lo que Herbert Butterfield apellidó “interpretación whig de la historia”, característica de Gran Bretaña. Como es sabido, cuando Butterfield analizó esta corriente historiográfica no lo hizo tan sólo en referencia a los historiadores liberales, sino a un hábito del pensamiento histórico británico. Historiadores whig podían ser perfectamente, liberales, conservadores o radicales. La interpretación whig de la historia comportaba una clara tendencia a “alabar las revoluciones siempre que hubieran tenido éxito” y, además, “generar un relato que supone la ratificación, si no la glorificación del presente”. El historiador whig considera que el presente es felizmente mejor que el pasado, y que, por lo tanto, todo cuanto ha ocurrido queda si no justificado si, al menos, superado. El historiador whig ejerce la función de “vengador” y de “juez” entre las partes. Divide a los personajes históricos en “amigos” y “enemigos” del progreso, en “buenos” y “malos”; y pretende desempeñar “su papel divino como dispensador de juicios morales y, al igual que los discípulos de Calvino, no renuncia ni a un ápice de su derecho a la indignación moral”[16]. Como señala el filósofo Michael Oakeshott, esta concepción teleológica del proceso histórico derivó en “una chapucería manifiesta”[17]. Así lo demuestra la producción de un sector numéricamente no desdeñable de la historiografía española, que ha contribuido a instaurar una especie de consenso whig, a la hora de legitimar el régimen de partidos español. En ese sentido, sólo destacaremos la producción de uno de los representantes más mediáticos del campo historiográfico español: Javier Tusell Gómez, eterno aspirante a cronista de la Corona.
La obra del catalán, militante democristiano desde su juventud, ha tenido, en gran medida, como tema dominante la transición al régimen de partidos. En ese sentido, ha llegado a elevar la Transición a elemento fundador de la nación española actual. A su entender, la sociedad española no podía basar su orgullo en una historia repleta de conflictos, ni en la reivindicación de Gibraltar, ni en glorias lejanas y discutibles, sino en “la hazaña histórica de construir su libertad con costes sociales reducidos y sin modelos inmediatos a seguir”[18]. En ese camino providencial hasta la Tierra Prometida, el régimen de Franco es presentado, en la narrativa tuselliana, como un “largo purgatorio”, fruto de los pecados de la guerra civil[19]. El papel de Moisés corresponde, en un primer momento, a Juan de Borbón y, posteriormente, a su hijo Juan Carlos, sus dos iconos venerables. El historiador catalán siempre defendió la existencia de una oposición democrática de militancia monárquica al franquismo. Finalmente, a juicio de Tusell, se produjo un happy end, porque la Monarquía fue restaurada, no instaurada, recuperando el carácter liberal que siempre tuvo. Una Monarquía “para todos y para la democracia”, que en todo momento se ofreció como “superadora del conflicto que había desangrado a España en 1936”. El papel de villano correspondía, por supuesto, a Franco, de quien Tusell se encarga de ejercer la función de juez y fiscal: “La Historia (es decir, Tusell), que ejerce una justicia lenta pero inapelable posiblemente se vengará de Franco, pues es imposible que esa limitación y esa mezquindad permitan en cualquier tiempo futuro un revisionismo radical de su figura”. Franco era “inferior“ a Juan de Borbón. Juan Carlos fue el heredero de su padre, no de Franco. Le correspondió el papel de “piloto” del cambio, consecuencia de la “funcionalidad de la Monarquía”[20].
Leídos hoy, con la perspectiva que nos ofrece el tiempo, con lo que poco a poco vamos conociendo del desarrollo del 23-F, por ejemplo, estos libros de Tusell nos causan una profunda indignación y, al mismo tiempo, hilaridad. Y nos dan idea de los peligros de escribir historia al servicio del poder.
Tusell, fallecido en 2005, hombre plenamente integrado en el sistema político actual, se movió en una perspectiva teleológica y escatológica del tiempo histórico, cuyo Punto-Omega es la democracia liberal tal y como fue construida a lo largo del proceso de cambio político. Para otros historiadores y políticos, a los que denominaremos “apocalípticos”, este tipo de narración histórica, apenas resulta convincente. Su obra de mueve en la nostalgia de la ruptura social y política; por ello, su concepción del tiempo es más bien apocalíptica. La permanente reivindicación de la denominada “memoria histórica” ha servido de proyección a su actividad pública.
3. Fundamentalistas apocalípticos: la memoria histórica como vehículo hacia la ruptura social y política.
No resulta completamente cierto, como a veces se afirma, que el recurso a la denominada “memoria histórica” haya sido un invento o una mera estrategia política impulsada por José Luis Rodríguez Zapatero. Se trata de un fenómeno que tiene unas raíces históricas e intelectuales mucho más hondas, nacidas de una clara frustración política y social de un sector de la izquierda española. Y es que, como diría el entonces ácrata Fernando Savater, “el gran secreto” que define las características del proceso de transición al nuevo régimen de partidos no fue otro que “Franco murió en la cama”[21]. Con tan sarcástico alegato, el ensayista vasco describía y hacía hincapié en la frustración política e incluso personal de un sector de la sociedad española. Existía, y existe, sin duda, algo de psicoanalítico en esta actitud. En el fondo, se trataba de conjurar la figura del Padre, al que, según Sigmund Freud, era preciso asesinar para alcanzar la soñada emancipación, la mayoría de edad mental y política, la inasequible libertad[22]. Francisco Franco ocupó el lugar del viejo patriarca tiránico, al que aquellos jóvenes, más o menos airados, fueron incapaces de asesinar para dar fundamento a su libertad. Por ello resulta extremadamente significativo el testimonio del escritor catalán Juan Goytisolo, en su aviesa necrológica del anterior Jefe del Estado: “Sólo él no cambiaba. Dorian Grey en los sellos, diarios o enmarcados en los despachos oficiales, en tanto que los niños se volvían jóvenes, los jóvenes alcanzaban la edad adulta, los adultos perdían cabellos y dientes (…). Su presencia omnímoda, ubicua, pesaba sobre nosotros como la de un padre castrador y arbitrario que gobernaba nuestros destinos por decreto”[23]. Quizás el gesto del juez Baltasar Garzón, al pretender verificar la defunción del Caudillo muerto hacía tres décadas, pueda ser interpretado como el último testimonio del reprimido “asesinato” del Padre.
A este sentimiento, se añade la frustración respecto al método con que se llevó a cabo el cambio de régimen político. Para Ariel Jérez, por ejemplo, el modelo de transición español ha “sumergido al campo progresista en una profunda depresión que alcanza ya dos generaciones”[24]. En realidad, esto no es nuevo. Fue José Luis López Aranguren quien popularizó entre la intelectualidad de izquierda la noción de “desencanto”, a la hora de describir el estado de ánimo de los progresistas ante la nueva realidad política: “La democracia nos exaltaba durante el franquismo y nos desilusiona bajo la forma consensual, partidista y bastante pseudemocrática de la llamada predemocracia (…) Desencanto general (…) desencanto como talante”[25].
Más recientemente, algunos historiadores apocalípticos han ido más lejos de la narración construida por los “integrados” whig, no sólo criticando el desarrollo y el carácter del cambio político, sino sus consecuencias a largo plazo. En ese sentido, Ángel Viñas estimaba que el franquismo, a la altura de 2011, no ha sido “derrotado en el campo de batalla”; como tampoco lo fue “a nivel metapolítico y sociológico”[26]. No muy lejos de esa perspectiva, se encuentra el historiador de la literatura José Carlos Mainer, para quien “el fantasma del franquismo, su imagen de pragmatismo y eficacia, de orden y paz, ha podido reactivarse fácilmente en una país donde las peculiares circunstancias de la Transición política aconsejaron no hablar demasiado del pasado cercano”. A su entender, la serie televisiva Cuéntame se convirtió en una “velada añoranza” del régimen anterior: “Nos presentaba una sociedad que puede evolucionar gracias a los valores inconmovibles de la unidad familiar y de las posibilidades del progreso social que le daba una época de vacas gordas. Y tal ha sido la falsísima imagen que muchos jóvenes habrían retenido de unos años en los que, a tenor de los episodios de la serie, se mezclan los sustos y las canciones pegadizas, los encarcelamientos y los buenos negocios, las discusiones y las sanas alegrías”[27].
Por su parte, Josep Fontana Lázaro no ha dudado en descalificar al conjunto de la historiografía apologética de la transición, calificándola de elaboradora de “leyendas” y de “novelas”[28]. El aguerrido historiador catalán acusa al conjunto de las izquierdas, PSOE y PCE, de haber dado “un giro a la derecha, renegando de buena parte de cuanto venían predicando, y se han mantenido desde entonces en esta misma línea, que es la que explica que sigan obligados, 33 años después, a defender medidas como la ley de amnistía de 1977”[29]. Sin embargo, Fontana Lázaro atribuye, en uno de sus últimos libros, a la “agitación sindical” el logro del cambio político a partir de 1975[30]. Creo que debería aclarar sus ideas al respecto. No lo hará, porque nunca le ha interesado la verdad histórica; tan sólo el poder político y la hegemonía ideológica.
El fundamentalismo totalitario ha creado una curiosa figura en el ámbito de la historiografía española: la del historiador-cuenta-muertos, cuyo arquetipo quizás sea el extremeño Francisco Espinosa Maestre, un auténtico chien de garde. Se trata de un historiador especializado en la represión nacionalista en Extremadura y Andalucía durante la guerra civil. Asesor histórico del juez Baltasar Garzón, Espinosa Maestre ha destacado por su militancia en los movimientos en pro de la “memoria histórica” de las izquierdas. Entre otras cosas, ha desempeñado la dirección científico-técnica de la iniciativa “Todos los nombres”, base de datos de represaliados del franquismo para la consulta por Internet, promovido por la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia y la Confederación General del Trabajo de Andalucía. El consejo asesor de “Todos los nombres” está compuesto por Josep Fontana Lázaro, Reyes Mate, Paul Preston, Hilari Raguer y Nicolás Sánchez Albornoz. La obra de este sicofante bien merecería un estudio basado en la hermenéutica de la sospecha. Y es que por debajo de su erudición se esconde una indudable pulsión vindicativa y un profundo resentimiento social y político. Más que un investigador parece un predicador. Tanto es así que ha pretendido convertirse en una especie de pontífice de una curiosa religión civil que él mismo denomina “Memoria Histórica Democrática de la Humanidad”. Nada menos. Y todo aquel que no acepte su “buena nueva” y sus dogmas se convierte, a sus ojos, en poco menos que un réprobo. En tal categoría, aparecen, entre otros, Felipe González, Santos Juliá, Juan Pablo Fusi, Julius Ruíz, José Álvarez Junco, Enrique Moradiellos, Fernando del Rey Reguillo, yo mismo, la Iglesia católica, etc, etc, etc. Para este airado, las tumbas de los asesinados en Badajoz anticipan “la Europa de los campos de exterminio”. No sólo olvida a Paracuellos del Jarama, sino que el Gulag hacía casi veinte años que funcionaba en la Unión Soviética. Pero Espinosa Maestre, en su pura irracionalidad, llega más lejos; y nos dice que las izquierdas españolas no tenían, a la altura de los años treinta, “proyecto represivo”[31]. Bastaría con tal “descubrimiento” para invalidar, desde una perspectiva tanto historiográfica como ético-política, el contenido de toda una obra. Claro que Espinosa Maestre es un auténtico creyente no sólo en su fantasmagórica religión civil, lo que ya es superlativamente grave, sino en lo que su camarada Fontana Lázaro denomina visión paranoica de la historia[32]. Dejemos al señor Espinosa Maestre con sus fantasmas y obsesiones patológicas; lo abandonamos. Este autor, en cuanto historiador, no merece mayor atención.
4. José Luis Rodríguez Zapatero, la “izquierda moral” y la Ley de Memoria Histórica.
Los planteamientos histórico-políticos de José Luis Rodríguez Zapatero son inseparables de este marco intelectual de referencia y de esa experiencia vital. Rodríguez Zapatero es, en el fondo, un producto típico de las contradicciones de la izquierda socialista a lo largo de la Transición, de sus ansias de ruptura y de la necesidad de pactos con las derechas. Su ideario, si es que de tal cosa puede hablarse de forma coherente, es una amalgama indigesta de progresismo acrítico, de fundamentalismo democrático, hipermoral de izquierdas, egolatría, voluntarismo e ignorancia histórica. Fue, y es, la representación española de “la izquierda moral”, es decir, una izquierda que ha renunciado a cualquier proyecto de transformación social, en pro de políticas de la memoria, antifascista, antirracista, antisexista, pro-gay. Una tendencia que ha contribuido decisivamente a convertir Francia en una “república de censores”[33]. Sin duda, el leonés ha sido el político de la izquierda española que más despectivo y provocativo se ha mostrado hacia los valores y los ideales de las derechas españolas. En sus declaraciones a la revista Marie Claire, el entonces presidente del gobierno, con su habitual infantilismo, decía: “¡Es que soy rojo! Nada me ha enseñado la derecha”[34]. Claro que el líder socialista parecía –y parece- tener una idea y una imagen muy distorsionada acerca de las derechas en general y de la derecha española en particular. Son significativas, a ese respecto, las opiniones que tuvo oportunidad de expresar en el sonrojante libro Madera de Zapatero, obra del escritor gallego Suso del Toro, donde afirma, entre otras cosas, que “me siento muy, muy de izquierdas”. “Y me siento muy seguro éticamente de pensar socialista”. De nuevo desde esa perspectiva hipermoralista, confesaba no haber leído otro pensador de derechas que a Jorge Luis Borges, quien, sin duda, ha sido uno de los grandes prosistas en lengua española, pero que nunca fue ni pretendió ser un pensador político, aunque, sin duda, del contenido de su obra puedan deducirse planteamientos de orden ideológico. De todas formas, Borges tiene muchas “lecturas”. En su inconmensurable ignorancia, Rodríguez Zapatero se atrevió a decir que María Zambrano era superior, como pensadora, a su maestro Ortega y Gasset[35]. Que Dios le conserve la vista y la capacidad hermenéutica.
Por lo visto, Rodríguez Zapatero no ha tenido tiempo, ni ganas, de leer a Cicerón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Burke, Chateaubriand, Guizot, Cánovas del Castillo, Aron, Ortega y Gasset, Oaskeshot, Hayek, Popper, Strauss, etc, etc, etc. A Carl Schmitt le leen con provecho no pocos izquierdistas como Chantal Mouffe, Slavoj Zizek, Ernesto Laclau, etc. En cualquier caso, estas lecturas le hubieran servido para, por lo menos, matizar su pertinaz y acrítico gauchismo y, sobre todo, su estúpido y pánfilo optimismo antropológico, de los que ha hecho gala a lo largo y ancho de su errática trayectoria política. La prudencia, esa gran virtud conservadora, le hubiese servido igualmente de inapreciable correctivo a su infausto voluntarismo.
Desde el principio, Rodríguez Zapatero y su equipo gubernamental hicieron gala de un persistente afán iconoclasta. No fue sólo que el entonces presidente ofreciera, por su cumpleaños, al líder comunista Santiago Carrillo la retirada de la estatua de Francisco Franco sita en la Plaza de Santa Cruz; fue que la escritora Rosa Regás, como directora de la Biblioteca Nacional, se empecinara en cambiar de lugar la estatua de Marcelino Menéndez Pelayo, relegándola a un lugar periférico y marginal en el recinto. Casi nadie en la derecha defendió la memoria del polígrafo santanderino, salvo el antiguo comunista César Alonso de los Ríos; y tuvo que salir a la palestra un izquierdista ilustrado, que también los hay, como Fernando Savater, para criticar las pretensiones de la escritora catalana, como una auténtica agresión a la alta cultura española[36]. Por fortuna, todo quedó en nada. No ocurrió así con otros monumentos que se consideraban “franquistas”. Nadie tocó, por supuesto, la estatua de Indalecio Prieto, sita en la Plaza de Santa Cruz, y la de Largo Caballero, en La Castellana.
Obsesionado con la muerte de su abuelo en la guerra civil y por la reivindicación histórica de la II República, Rodríguez Zapatero decoró, según el escritor Antonio Muñoz Molina, su estancia de la Moncloa con litografías de Joan Miró, lo cual significaba “toda una declaración de principios”; y le dijo a él y a César Antonio Molina que planeaba exhumar los restos de Manuel Azaña en Montauban y los de Antonio Machado en Collioure para traerlos a España. Una medida que al autor de Beltenebros le pareció errónea: “Fijó en mí sus ojos muy claros con un gesto de impasible extrañeza cuando le dije que no estaba de acuerdo: que una parte de la memoria indeleble de Manuel Azaña y la de Antonio Machado es que murieran en el destierro y que haya que cruzar la frontera para visitar sus tumbas”[37].
Sin duda, Rodríguez Zapatero ignoraba, porque es un hombre profundamente indocumentado y sectario, que Miró no sólo no fue molestado por el régimen de Franco, a pesar de su indudable apoyo a la II República durante la guerra civil, sino que participó con sus pinturas en la Bienal de Venecia de 1954, con apoyo oficial, recibiendo el Gran Premio de Grabado; y cinco años después fue distinguido con la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio[38]. Todavía en vida de Franco, el pintor catalán tuvo oportunidad de decorar el Palacio Congresos de Madrid, un edificio oficial inaugurado en 1970.
El 26 de diciembre de 2007 salía a la luz en el Boletín Oficial del Estado, sancionada con su firma por el Jefe del Estado Juan Carlos I, la Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura, más conocida popularmente como Ley de Memoria Histórica. Su contenido reflejaba los supuestos ideológicos e historiográficos de los movimientos de reivindicación de la “memoria histórica” de las izquierdas. En la Exposición de Motivos, se invocaba torticeramente al “espirito de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas, que guió la Transición”, la Proposición No de Ley del Congreso de 20 de noviembre de 2002 y la condena del franquismo contenida en el Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa de 17 de mayo de 2006. En cualquier caso, su objetivo principal era “la conservación y fomento de la memoria democrática”. ¿Qué es la “memoria democrática”?. ¿Con quien se identifica?. Hace tiempo que sabemos que los conceptos políticos no son neutrales o asépticos, sino que albergan en su seno una clara dimensión antagónica, de relación amigo/enemigo, de discriminación política. En esa Ley, se identifica claramente la “memoria democrática” con las izquierdas y con el antifranquismo. El régimen de Franco es calificado de “doloroso período de nuestra historia”; y entre los defensores de “los valores democráticos” se encuentran, según los redactores de la Ley, no sólo los exiliados o los represaliados por el régimen de Franco, sino los integrantes del Cuerpo de Carabineros, los brigadistas internacionales, los “maquis” o los miembros de la Unión Militar Democrática. Poco importa a ese respecto que los brigadistas internacionales fueran, en su inmensa mayoría comunistas; que los guerrilleros antifranquistas tuvieran la misma filiación política e ideológica, aunque había igualmente anarquistas, los que no estaban en sus filas eran los demócratas liberales; o que los miembros de la UMD se identificaran con las posiciones más izquierdistas de la revolución de los claveles portuguesa, y que pudieran haber sembrado la división en el seno de las Fuerzas Armadas. Con todo ello, no sólo se produce una intolerable manipulación histórica, a menos que bajo el ambiguo y polivalente concepto de “democracia” se escondan, como sospechamos, perspectivas de carácter totalitario, sino que, para colmo, se tiende deliberadamente a establecer la creación de un “nosotros” versus “ellos”, trazando una frontera en el nivel histórico-moral entre “los buenos demócratas” y “la malvada derecha/extrema derecha”.
No es sólo eso; en la Ley se establece el “carácter injusto de todas las condenas, sanciones y expresiones de violencia personal provocadas por motivos inequívocamente políticos o ideológicos durante la Guerra Civil, así como los que, por las mismas razones, tuvieron lugar en la Dictadura posterior”, “la ilegitimidad de los tribunales”, la “ilegitimidad de las sanciones y condenas”. Medidas en relación “con los símbolos y monumentos conmemorativos de la Guerra Civil o de la Dictadura, sustentadas en el principio de evitar toda exaltación de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura, en el convencimiento de que los ciudadanos tienen derecho a que así sea, a que los símbolos públicos sean ocasión de encuentros y no de enfrentamientos, ofensa o agravio”. Algo que no impide, a continuación, “hacer un reconocimiento singularizado” a los voluntarios de las Brigadas Internacionales, a los que se permitirá “acceder a la nacionalidad española”. Por lo visto, erigir un monumento, en plena Universidad Complutense, a las Brigadas Internacionales favorece a la concordia nacional; tampoco supone, a lo que se ve, la exaltación de uno de los bandos de la guerra civil. En ese sentido, fue muy significativo que en lo relativo a los símbolos, la Ley de Memoria Histórica singularizara, en su artículo 16, al Valle de los Caídos, donde, se declaraba taxativamente, no podrían “llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltaciones de la Guerra Civil, de sus protagonistas, o del franquismo”[39].
5. Los mullahs de la “memoria democrática” ante el Valle de los Caídos.
La mención al Valle de los Caídos no era, desde luego, gratuita ni episódica en la Ley de Memoria Histórica; todo lo contrario. Las izquierdas españolas han tenido una larga trayectoria de “iconoclastia” y, sobre todo, de “vandalismo”, contra el catolicismo[40]. El Valle de los Caídos es el monumento más importante promovido por el régimen de Franco, donde se encuentra enterrado su fundador y guía, así como José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española. La obra, desarrollada según el proyecto original del arquitecto Pedro Muguruza, fue dirigido por su discípulo Diego Méndez, quien elaboró el proyecto para la gran cruz monumental y desplegó todos los trabajos para la conclusión del monasterio hasta su finalización en 1958. No deja de resultar paradójico que el escultor Juan de Ávalos no fuese, en principio, un adepto al franquismo, sino un socialista exiliado en Portugal, hasta su retorno a España en 1950, para hacerse cargo de las obras del monumento[41]. Como señaló el afamado sociólogo de la religión, Peter L. Berger, la obra representaba los valores característicos del régimen nacido de la guerra civil, “la grandeza restaurada, el honor y la hombría”[42]. Otros autores, como Miguel Cereceda, han destacado el contraste entre la monumentalidad del Valle de los Caídos y la incapacidad paralela del régimen político actual para construir símbolos conmemorativos que consagraran públicamente sus valores. Algo que, según Cereceda, se encuentra relacionado con su origen escasamente heroico, producto de un pacto entre elites sociales y grupos políticos: “No surge a consecuencia de una victoria sobre la tiranía, de una guerra de la independencia ni de una guerra civil, sino a consecuencia de un pacto”[43].
En cualquier caso, el gran monumento se ha convertido en la bête noire de la izquierda política e intelectual. Para José Luis López Aranguren era el reflejo de la “aberrante pseudograndeza” del franquismo[44]. “Un hijo expósito de la dictadura”, afirma la historiadora Mirta Núñez[45]. En la no excesivamente original opinión de Julián Casanova, representa “la espada y la cruz unidas por el pacto de sangre forjado en la guerra y consolidado en los largos años de victoria”[46]. No existe la menor duda de que, para ellos, se trata de la última morada del Padre tiránico y castrador.
Sin embargo, a diferencia de lo sustentado por la mayoría de nuestra semianalfabeta izquierda, el Valle de los Caídos no puede interpretarse como un monumento de carácter fascista, algo que, por otra parte, en nada desmerecería su valor artístico. Además, tal calificativo ha perdido ya cualquier sentido preciso, ya que, tanto en el lenguaje político como en el lenguaje ordinario, puede significar cualquier cosa desagradable o negativa, a nivel ético, político, moral, social o estético. No se trata de un monumento vanguardista, como la arquitectura racionalista desplegada por el fascismo italiano; tampoco, como defendió en su día Antonio Elorza Domínguez, historiador en plena decadencia intelectual, un reflejo del proyecto de “religión política” elaborado, a su entender, por el franquismo[47]. En realidad, el régimen de Franco nunca pretendió configurar una “religión política”. En primer lugar, porque, como ha señalado el historiador Emilio Gentile, esta alternativa surge cuando se ha producido el debilitamiento de la religión tradicional[48], algo que ni por asomo ocurrió en la España de Franco. En segundo lugar, porque la construcción del universo simbólico de los vencedores de la guerra civil chocó con su diversidad política, social e ideológica. En el alzamiento de julio de 1936 confluyeron monárquicos alfonsinos, carlistas, falangistas, social-católicos, así como buena parte del Ejército y de la Iglesia católica. La diversidad se vio compensada por el nacionalismo español y por el anticomunismo. Los partidarios de la instauración de una “religión política” eran una minoría. Finalmente, en la lucha por la configuración simbólica del régimen, la victoria cayó del lado de los sectores conservadores y tradicionales y de la Iglesia católica[49]. Y es que, a lo largo de la crisis de la Restauración y de la II República, el conjunto de las derechas españolas rechazó la posibilidad de la instauración de una “religión política” secular, tal y como se intentó en Italia y Alemania[50].
Con todo, su significación última sigue siendo objeto de controversia. En un primer momento, se trataba de perpetuar la memoria de la “Cruzada”; pero, a partir sobre todo de las campañas de los 25 años de Paz, se insistió en su voluntad reconciliadora, auspiciada en particular por la Iglesia católica[51]. Entre los enterrados en el cementerio, se encuentran numerosos combatientes republicanos, junto a los nacionales. La voluntad reconciliadora final estuvo concebida, por supuesto, y no podía ser de otra forma, desde la mentalidad de los vencedores en la contienda civil. En una Nota informativa sobre monumento, se decía: “El Valle de la Santa Cruz de la Santa Cruz del Valle de los Caídos iba a ser un homenaje permanente a todos los héroes y mártires con los que se ha formado España a lo largo de su historia, culminada en la Cruzada de Liberación Nacional de la que ha surgido la España de hoy. Al homenaje al sacrificio de todos ellos debía sumarse así un homenaje a la Reconciliación, a la unión de todos los españoles, surgida de la nobleza del pueblo español y del dolor común por la pérdida de algo tan precioso como las vidas”[52].
A lo largo de la etapa de gobierno de Rodríguez Zapatero, el Valle de los Caídos sufrió una fortísima campaña de desprestigio y de abandono. Por acuerdo del Consejo de Ministros de 27 de mayo de 2011, se creó la denominada Comisión de Expertos para el Futuro del Valle de los Caídos, con el encargo de preparar un informe sobre las posibles actuaciones, de acuerdo con las disposiciones que para ese lugar establecía el artículo 16 y la disposición adicional 6º de la Ley de Memoria Histórica. Nombrada por el Consejo de Ministros, la Comisión de Expertos estuvo presidida por Ramón Jáuregui Atondo, y compuesta por Virgilio Zapatero Gómez, Pedro José González-Trevijano Sánchez, Carmen Molinero Ruíz, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Alicia Alted Vigil, Manuel Reyes Mate, Amelia Várcarcel Bernaldo de Quirós, Hilari Raguer i Suñer, Feliciano Barros Pintado –que relevó a la anteriormente designada Carmen Sanz Ayán-, Ricard Vinyes Ribas, Francisco Ferrandiz Martín y Carlos García de Andoain Martín [53].
La Iglesia católica española rechazó su presencia en la Comisión. El cardenal Rouco Varela decidió que no se debía dar legitimidad alguna a los trabajos de la Comisión, si bien en un principio se había optado por nombrar dos personas que representaran a la Iglesia católica. Sin embargo, según parece, el gobierno sólo aceptó a uno de los nombres propuestos, Monseñor Fernando Sebastián, arzobispo emérito de Pamplona y Tudela, y, además, quiso imponer a un eclesiástico afín al proyecto gubernamental. El presidente de la Conferencia Episcopal, junto a monseñor Fernando Sebastián, se negó a formar parte, finalmente, de la Comisión. A ese respecto, Infocatólica señalaba: “El Gobierno puede engañarse a sí mismo y a los ciudadanos pretendiendo que la Comisión creada tiene algún tipo de legitimidad. Sin embargo, si el futuro del Valle se va a decidir sin contar con la opinión de la Iglesia, al no haber aceptado ésta las imposiciones gubernamentales injustas y arbitrarias, es claro que la decisión que se tome será fuente del sectarismo de un gobierno anticlerical, que en vez de solucionar los problemas de España se dedica a abrir heridas pasadas y a crear conflictos donde no los hay”[54].
Por su parte, Ramón Jáuregui se apresuró a señalar que el monumento no se iba a “tirar”·. “La Comisión no lo contempla”; y, cínicamente, afirmó que la composición de ésta reflejaba “todas las sensibilidades”[55]. Nada más lejos de la realidad. Como percibió desde el principio no sólo la Iglesia católica, sino en grueso de la opinión pública, la Comisión se configuró como una especie de tribunal compuesto por mullahs de la denominada “memoria democrática”. Propiamente hablando, se trataba de una venganza histórica no ya del conjunto de la izquierda política e intelectual, sino del progresismo cristiano frente al nacional-catolicismo. Veámoslo.
Su presidente, Ramón Jáuregui Atondo era militante del PSOE desde 1973, secretario general de la UGT en Guipúzcoa y el País Vasco, diputado, presidente del PSE-EE, vicelendakari, secretario general del Grupo Parlamentario Socialista. Siempre se ha distinguido por su voluntad de pacto con los nacionalistas vascos y por el diálogo con los sectores católicos progresistas. Estuvo implicado en el caso de los GAL. Y en octubre de 2010 había sido nombrado Ministro de la Presidencia.
De idéntica militancia política era Virgilio Zapatero Gómez, catedrático de Filosofía del Derecho y exrector de la Universidad Complutese de Alcalá de Henares. Universitario de parva obra, Zapatero Gómez es autor de una mediocre y acrítica biografía de Fernando de los Ríos Urruti.
Pedro José González-Trevijano Sánchez puede considerarse un liberal-conservador afín al Partido Popular; es rector de la Universidad Rey Juan Carlos y catedrático de Derecho Constitucional. Igualmente afín a la derecha, auque también a los nacionalistas periféricos, era Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, antiguo miembro de Unión del Centro Democrático y luego militante del Partido Popular; ponente de la Constitución de 1978. Su padre, Miguel Herrero García, fue colaborador de Acción Española, admirador de Charles Maurras. Su trayectoria es la de un burkeano, es decir, la de un liberal-conservador. De perfil político mucho menos definido era Feliciano Barrios Pintado, catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, y miembro de la Real Academia de la Historia. Lo mismo podemos decir de Carmen Sanz Ayán, a la que sustituyó Barrios Pintado, catedrática de Historia Moderna en la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de la Historia.
De izquierdista, feminista y antifranquista puede describirse la trayectoria intelectual y política de Carmen Molinero Ruíz, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autora de obras como La captación de las masas o La anatomía del franquismo, junto a Pere Ysás Solares. Sus opiniones sobre el tema de la “memoria histórica” son las típicas y tópicas de los activistas intelectuales de las izquierdas. Contra no pocas racionalidades y evidencias, considera que, a lo largo de la guerra civil, la violencia republicana fue ejercida “desde abajo” y que afectó básicamente a los representantes del poder tradicional, es decir, el clero y los católicos; mientras que la franquista fue “radicalmente diferente”, porque se practicó “desde arriba” y porque tenía como objetivo “construir un nuevo poder político”, “acabar con la democracia en fase de consolidación”, “doblegar la resistencia de las corrientes democráticas y de las anticapitalistas sobre todo”, “la venganza y la sumisión”, “una voluntad aniquiladora condicionada por la cultura católica de aquel tiempo”. Por ello, considera necesario “incorporar la memoria del antifranquismo al bagaje colectivo, cosa que todavía no se ha hecho”. “Recuperar la memoria histórica como base de la ciudadanía democrática es un deber de justicia histórica, afirma la calidad de la democracia y es un inversión de futuro porque no se debe olvidar que la identidad se construye en buena medida con el material de la memoria”[56].
Nada distante de estas posiciones se encontraba, y suponemos que se encuentra, el antropólogo Francisco Ferrándiz Martín, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Autor de obras como Espiritismo y sociedad en Venezuela, Fontanosas 1941-2006: Memoria en carne y hueso, Fosas comunes, paisajes de terror, De las fosas comunes a los derechos humanos. El descubrimiento de las desapariciones forzosas en la España contemporánea. Ferrándiz Martín ha participado activamente en multitud de exhumaciones de las fosas comunes de los combatientes republicanos. Y, como Carmen Molinero, se declara partidario de políticas de la memoria “sin medias tintas”[57]. En concreto, el Valle de los Caídos es considerado por este autor como “la última frontera en el desaprendizaje del franquismo y de su topografía de la memoria”[58].
Por su parte, Alicia Alted Vigil es profesora de Historia Contemporánea en la UNED; en un principio, ha dedicado sus estudios a la política cultural del franquismo durante la guerra civil, en especial a la etapa de Pedro Sainz Rodríguez al frente del Ministerio de Educación Nacional; luego se ha centrado en la República española en el exilio.
De clara filiación socialista era –y es- la filósofa Amelia Varcárcel y Bernaldo de Quirós, actualmente catedrática de Filosofía Moral en la UNED. Entre 1993 y 1995, fue consejera de Educación, Cultura, Deportes y Juventud del Principado de Asturias, bajo la égida del PSOE. Su trayectoria académica ha tenido dos vertientes, filosofía y feminismo. Entre sus obras, destacan Sexo y filosofía, Del miedo a la igualdad, La política de las mujeres, Feminismo en un mundo global, etc. En su último libro, La memoria y el perdón, abunda, aunque tangencialmente, en el tema de la “memoria histórica”: “En España este tema de la memoria está abierto. Palpita. Y por eso es difícil abordarlo desapasionadamente. Sin embargo, hay que hacerlo (…) La memoria del mal realizado produce todavía miedo y resentimiento. No se ha elevado a discurso conceptual. Y vendría bien hacerlo. Tomar la frialdad del análisis es casi obligado”[59]. Pero, en esta obra, no lo hace.
Más comprometido y militante con el tema de la “memoria histórica”, Ricard Vinyes, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Barcelona, es autor de libros como La formación de las Juventudes Socialistas Unificadas, El soldat de Pandora, Irredentas, El daño y la memoria, etc. En 2004 recibió el Premio Nacional de Patrimonio por el comisariado de la exposición Las cárceles de Franco. Igualmente fue uno de los ideólogos del orwelliano Memorial Democrático de Cataluña. Su perspectiva ideológica es la de un nacionalista catalán de izquierdas, que no duda en hacer suya la ecuación “Holocausto= Fachas= UCD= AP”[60]. Se muestra partidario de la independencia de Cataluña[61]. Identifica al PP catalán con la CEDA y a Ciudadanos con Falange, por su “perpetuo hostigamiento a la cultura democrática de este país” y por su “matonismo verbal”[62]. En la introducción al libro colectivo El Estado y la memoria, Vinyes se muestra partidario de lo que denomina “memoria de Estado”, una “política pública de memoria”, identificada con las experiencias vitales de las izquierdas antifranquistas[63]. De acuerdo con este planteamiento totalitario, Vinyes se muestra partidario, entre otras cosas, de “volar el Valle de los Caídos”, ya que lo considera “un parque temático de la victoria del crimen político”[64]. Como bien puede verse, se trata de una apología, no de una simple “iconoclastia desde arriba”, sino del “vandalismo” puro y simple.
Manuel-Reyes Mate Rupérez es Profesor de Investigación en el CSIC y puede ser conceptualizado como un teólogo-político de izquierdas[65]. Muy ligado al PSOE, fue Director del Gabinete Técnico del Ministerio de Educación y Ciencia entre 1982 y 1986. Desde esa plataforma, inspiró e impulsó la creación del Instituto de Filosofía del CSIC, de cuyo Patronato fue Presidente desde 1987 hasta 1990, fecha en la que fue nombrado Director del Instituto hasta 1998. En plena era Zapatero, se le concedió el Premio Nacional de Literatura-Ensayo por su obra La herencia del olvido. Seguidor de Walter Benjamín, Manuel Reyes Mate es un autor monotemático. En realidad, siempre ha escrito el mismo libro, cuyo argumento ha reiterado hasta la saciedad: la razón de los vencidos. Como en el caso de Benjamín, este autor juzga necesario defender la idea de que cada presente se abre a una multiplicidad de futuros posibles. En cada coyuntura histórica existían alternativas, que no estaban a priori condenadas al fracaso. Esta apertura del pasado significa también que los llamados “juicios de la historia” no son en absoluto definitivos e inmutables. El porvenir puede reabrir expedientes históricos cerrados; rehabilitar a víctimas calumniadas; reactualizar esperanzas y aspiraciones vencidas; redescubrir combates olvidados o juzgados utópicos o anacrónicos. En este caso, la apertura del pasado y la apertura del futuro se encuentran íntimamente ligadas[66].
Para Manuel Reyes Mate existe un deber de memoria, porque ésta es un dique para la barbarie representada por Auswichtz[67]. En ese sentido, el teólogo-político nada tiene que decir de otros genocidios, matanzas o barbaries, como el exterminio de los indios de las praderas en Norteamérica, el de los armenios, el Gulag, Dresde/Hamburgo/Hiroshima/Nagasaki, Paracuellos del Jarama, Katyn, la persecución religiosa durante la guerra civil española, etc, etc. Sin embargo, está muy claro que la perspectiva de este autor resulta deliberadamente selectiva y niega en todo momento la posibilidad de dicha equiparación. Por ello, resulta, al menos en nuestra opinión, absolutamente escandalosas sus opiniones sobre la guerra civil y el régimen de Franco, al que relaciona directamente con el Mal Absoluto: “La Iglesia católica, obsesionada con el comunismo, colaboró con el fascismo callando, bendiciendo sus cañones o declarándose parte beligerante junto al fascismo contra la legalidad republicana, como ocurrió en España (…) Pero quizá a ninguna Iglesia como a la española afecte el deber de la memoria ya que ninguna como ella se echó en manos del fascismo. No sólo bautizó una guerra fratricida de Cruzada, sino que intervino con todas sus fuerzas, materiales y espirituales, en el triunfo de la misma ideología que levantó las cámaras de gas y los hornos crematorios. Creo que los católicos españoles no hemos tomado aún conciencia de lo que eso supuso: una Iglesia hermanada con los actores del mayor crimen contra la humanidad conociendo y sirviendo de cobertura espiritual a la masacre española”[68]. Bastaría con leer semejante monstruosidad para llegar a la conclusión de que esa insistencia agónica en la memoria –selectivamente perfilada, además- resulta incapaz de realizar no sólo las necesarias distinciones históricas, sino de garantizar la solución a los distintos conflictos provocados por la barbarie. En realidad, lo que esta ridícula teología política provoca es la perpetuación de la guerra y de las injusticias. Pero hay algo más; contribuye a banalizar la barbarie. Desde su perspectiva, todo se vuelve genocidio; todo el mundo que no nos gusta se convierte en nazi. En fin; hemos dedicado demasiado tiempo y demasiado espacio al señor Manuel Reyes Mate; y creo que no lo merece.
Nacionalismo catalán radical, progresismo católico y antifranquismo se unen en la persona y en la obra de Hilari Raguer i Suñer, historiador y sacerdote benedictino. Autor de obras tales como La pólvora y el incienso, las biografías de nacionalistas catalanes católicos como Carrasco y Formiguera o del general Domingo Batet Mestres, Raguer i Suñer ha sido y es un crítico radical de la Iglesia española, a la que acusa de “franquista”; y ha negado el carácter de mártires a los sacerdotes asesinados en la zona republicana a lo largo de la guerra civil. Igualmente identifica la “memoria histórica” con los opositores al franquismo[69]. Recientemente, ha publicado un libro titulado Ser independentista no es pecado. Por sus servicios a la causa secesionista, Raguer i Suñer ha sido premiado, por Artur Mas, con la Cruz de San Jorge[70].
Por último, hay que señalar la trayectoria del secretario de la Comisión, Carlos García Andoain, un hombre del PSOE encargado de “tender puentes” con el mundo católico. Ha sido concejal en el ayuntamiento de Sestao, Coordinador Federal de Cristianos Socialistas, director de formación de laicos en la diócesis de Bilbao. Aboga por “un laicismo incluyente y constitucional”[71].
Esta era la imparcialidad y pluralidad que nos prometía Ramón Jáuregui. Puro cinismo.
¿Qué objetivos perseguía la nueva Comisión?. En la convocatoria, se hacía referencia a la “memoria democrática en diferentes ámbitos”. El Valle de los Caídos era visto cono un “testimonio de la historia de España”, “un lugar de notorio valor histórico, el símbolo monumental presente más importante de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, también del nacional-catolicismo de la época”. Abogaba por “la convivencia sobre la memoria”. “La memoria sin ira ni ánimo vengativo, con afán de verdad y reconciliación, cura heridas y es el mejor antídoto para no repetir tragedias del pasado”. El Valle de los Caídos era “memoria de parte”, “un lugar controvertido en la conciencia colectiva de los españoles”. “Su monumentalidad se levanta sobre el silencio y la suspensión de juicio sobre la historia que dio lugar a su edificación, el pasado desgarrador de la Guerra Civil y la dictadura franquista”. Se excluía su “destrucción” o la “desacralización”, y la “exaltación política de la guerra civil o de la represión de la dictadura”. Sin embargo, “la España democrática” –es decir, la izquierda, y en particular el PSOE- “no considera que el Valle de los Caídos deba dejarse tal cual está como petrificado en una época”. A ese respecto, se propugnaba “profundizar en el conocimiento de este período histórico y los valores constitucionales y fomentar las aspiraciones de reconciliación y convivencia que hay en nuestra sociedad”; y dar “un nuevo significado más inclusivo, desde el espíritu de reconciliación y respeto al pluralismo reconocido en el pacto constitucional”, “acometer actuaciones que contribuyan a convertir este lugar monumental en un lugar de reparación, verdad y reconciliación”, “un espacio cívico compartido por la sociedad española, un lugar de afirmación de la convivencia, la democracia y los derechos humanos, a la vez que de rechazo de la guerra y de la dictadura”. Por ello, debían ser retirados “aquellos símbolos y menciones que constituyan exaltación personal o colectiva de la sublevación militar, de la Guerra Civil o de la represión de la Dictadura, salvo cuando concurran razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas, protegidas por la ley”[72].
Seis meses más tarde, se hizo público el Informe de la Comisión de Expertos. Había triunfado la iniciativa de una “iconoclastia desde arriba” sobre el “vandalismo” propugnado por algunos, como Ricard Vinyes. En primer lugar, se señalaba el “grave deterioro” del monumento. Y significativamente, se decía: “El deterioro material del lugar cabría interpretarlo como el fracaso de un proyecto concebido originariamente con criterios excluyentes, construido en parte con la mano de obra de los vencidos y mantenido en discurso que han ahondado la fractura de la guerra. La cuantiosa inversión que habrá que hacer, por otra parte, para sanear en unos casos y reparar el conjunto en otros, reforzaría la conveniencia de encaminarse en la dirección de no intervenir”. Sin embargo, la Comisión estimaba más plausible hacer propuestas para convertirlo en “un lugar de memorias compartidas”, es decir, “un lugar de memoria democrática”; lo cual obligaba a “resignificar todo el conjunto”, mediante un discurso que desvelase la significación global de dicho proyecto, “la necesidad de explicar objetiva e imparcialmente la simbología que encierra el conjunto, vinculada toda ella a la victoria de Franco en la Guerra Civil, a la ideología nacional-católica que se implantó y al deseo de convertir en héroes y mártires a quienes murieron en la autodenominada Cruzada, ignorando a los vencidos”. A partir de dicho planteamiento, adquiría especial importancia “la investigación sobre las personas allí enterradas”; algo que implicaba la “igualación de los identificados con los desconocidos, sustituyendo en todos sus aspectos la jerarquía funeraria franquista por un entorno democrático y plural para los cuerpos allí enterrados” y “permitir mediante la elaboración de una base de datos, que los españoles puedan conocer si tienen familiares en el Valle y cuáles fueron las circunstancias de su muerte, traslado e inhumación allí”. La Basílica como lugar de culto pertenecía a la Iglesia católica y, por ello, era “la que tiene las competencias legales en su interior”. El cementerio, en cambio, caía bajo la competencia del poder político. La autoridad del abad se restringía al interior de la Basílica y a las tumbas de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Sobre los osarios sólo era competente el Estado. La Comisión se hacía eco de las peticiones formuladas por la denominada Agrupación de Familiares Pro Exhumación de Republicanos del Valle. Según los cálculos, de los 33.847 enterrados en el Valle se había solicitado unas ciento treinta exhumaciones. No obstante, la Comisión señalaba “la extrema dificultad técnica de una operación de este tipo”, porque resultaba imposible “las identificaciones individualizadas”. En torno al enterramiento en la Basílica de Franco y José Antonio Primo de Rivera, la Comisión estimaba que “esta ubicación preferente quiebra el igual tratamiento debido a los restos de todas las personas allí enterradas”. Y es que se enfatizaba la presencia de Franco como algo “incongruente con la finalidad original que motivó la construcción del Valle de los Caídos, que no era sino acoger únicamente los restos de fallecidos con ocasión de la Guerra Civil”. En ese sentido, trastocaba “el sentido primitivo del memorial”. Además, tampoco existía constancia que ese fuese el propósito de Franco y de su familia. Asimismo, su presencia dificultaba “el propósito de hacer del conjunto un lugar de memoria de las víctimas de la Guerra Civil sin ninguna connotación ideológica o política”.
A partir de tales consideraciones, la Comisión dirigía al gobierno una serie de recomendaciones. En primer lugar, el logro de “los más amplios consensos sociales y políticos”. En segundo lugar, detener el deterioro del conjunto monumental, para lo cual era necesario “una pacificación social y política” del Valle de los Caídos, “que legitime el mantenimiento y cuidado” y haga de éste “un lugar de encuentro de todos los españoles, fueren cuales fueren sus ideologías”, algo que hacía precisa “una tarea de resignificación del conjunto”. La “resignificación” implicaba “una actuación integral que proporcione la relectura completa del conjunto monumental; lo que debería realizarse a partir de la utilización de la explanada delantera y las zonas adyacentes , como espacio simbólicamente óptimo y materialmente adecuado, al que llamaremos Memorial del Valle y que articularía en un mismo proyecto la instalación o actuación artística que evoque la resignificación de la jerarquía funeraria establecida desde su constitución”; un espacio destinado a la “meditación de carácter cívico, que actúe de conector teórico entre la instalación artística , el Centro de Interpretación y el Cementerio”. Un Centro de Interpretación que “constituya la resignificación histórica, disciplinar y empíricamente documentada del conjunto monumental, por medio de la comunicación informativa y educativa”. La Comisión estimaba que debería mantenerse el nombre de “Valle de los Caídos”. Al Centro de Interpretación correspondería “una fuerte tarea de explicación de su sentido original por la dictadura y el que tiene en el marco de nuestra democracia”. El Centro debería nutrirse de los resultados de un Programa de Investigación sobre las personas allí enterradas, sobre los trabajos de los prisioneros republicanos; y promover “los valores constitucionales conectados con la resignificación del conjunto: defensa del pluralismo, promoción de los derechos, etc”. La Comisión consideraba la Basílica “inviolable”; pero los religiosos deberían “evitar cualquier tipo de actos políticos en su interior”.
Sobre el enterramiento de José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco, la Comisión recomendaba que los restos del segundo fueran “trasladados al lugar que designe la familia o, en su caso, el lugar que sea considerado digno y más adecuado”. Con respecto al fundador de Falange Española, se estimaba que “dada la igual dignidad de los restos de todos los allí enterrados, aquellos no deben ocupar un lugar preeminente en la Basílica”.
Se recomendaba un nuevo convenio con la Iglesia católica, ya que el actual, dado el tiempo trascurrido, era “un anacronismo y por ello debe ser denunciado para renegociar un nuevo Convenio en el que las partes adapten sus actuaciones civiles y religiosas al espíritu de la nueva resignificación que se pretende”.
La denominada “resignificación” suponía, de hecho, la destrucción simbólica del monumento, convirtiéndolo, desde la perspectiva ideológica de estos mullahs de la “memoria democrática”, en una muestra de la violencia que le había dado vida y de la infamia –el franquismo- con la que se le relacionaba. Simbólicamente, el Valle de los Caídos desaparecía, convirtiéndose en otra cosa. De eso se trataba, claro.
Por su parte, la minoría conservadora de la Comisión, representada por Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Pedro González Trevijano y Feliciano Barrios Pintado, suscribieron un voto particular, en el que manifestaban su desacuerdo con la propuesta de traslado de los restos de Francisco Franco, que, a su juicio, “resultaría hoy impropia en nuestro contexto europeo y occidental, donde no se ha dado nada semejante”. Además, resultaba incoherente con la decisión de no intervenir en la Basílica. Y concluían, a mi juicio con acierto: “Una parte no pequeña de los españoles considerarían que la exhumación supone una descalificación de un largo período de la historia de España y a otra parte resultaría muy ingrato el traslado de los restos del general Franco con la dignidad que corresponde a un Jefe del Estado. Y todo ello en una circunstancia en que la opinión está y estará más dividida y radicalizada por las graves circunstancias económicas, sociales y políticas presentes”[73].
Una vez difundido por los medios de comunicación el contenido del Informe, estalló el escándalo entre los sectores políticos y mediáticos de las izquierdas.
De hecho, ya al conocerse los nombres de los miembros de la Comisión aparecieron las críticas y las sospechas. Por ejemplo, la periodista y pésima escritora Ángeles Caso –convertida en vestal de la pseudoreligión memorialista- los calificó de “tibios”, para concluir: “Lo único digno que se puede hacer con un lugar así es sacar de él a la momia del Jefe de los Verdugos y convertirlo en un museo de todo aquel horror”[74].
Más radical se mostraba otra representante de la progresía, Maruja Torres, para quien la solución al problema planteado por la existencia del Valle de los Caídos no era otra que “una implosión controlada para que, en la superficie, los ángeles guerreros y exterminadores y las dolorosas mitad monjes-mitad soldados se conviertan en polvo”. Y sentenciaba: “El Valle de los Caídos es una ofensa estética que encarna perfectamente la infamia de la que venimos”[75]. De deliberadamente naïf e infantiloide podía calificarse la opinión de Elvira Lindo –experta en literatura cutre, como lo demuestra su obra Manolito Gafotas- quien expresó su deseo de que fuese Samantha –la protagonista de la célebre serie televisiva Embrujada- con su clásico movimiento de nariz hiciese desaparecer el Valle, al que calificaba de “monumento a la ignominia”[76]. Para Josep Ramoneda, el gobierno de Rodríguez Zapatero había pecado de “cobardía”. “Zapatero pasa a Rajoy una papeleta que sabe que este no resolverá”[77]. En un editorial, el diario del grupo PRISA calificó las resoluciones de la Comisión de “alambicado ejercicio para remediar lo que tiene difícil arreglo”. “Corregir las infamias de la historia no siempre es tarea viable”[78]. El historiador whig de izquierda, Santos Juliá afirmó que el monumento no era susceptible de resignificación, y que, por lo tanto, sólo cabía esperar que el Valle de los Caídos se fuese deteriorando hasta convertirse en “campo de soledad, mustio collado”. “Nunca lucirá más hermoso que en sus ruinas el Valle de los Caídos”[79]. Apostaba así por una especie de iconoclastia dulce, una forma de eutanasia histórica.
Ante tal avalancha de críticas provenientes sobre todo de El País, algunos miembros de la Comisión, los más radicales como Vinyes, Molinero, Reyes Mate y Ferrándiz se vieron obligados a dar alguna que otra explicación, en una mesa redonda celebrada en el CSIC. Vinyes afirmó que “parece difícil que haya voluntad política para sacar adelante el asunto, ni hoy ni en el pasado, refiriéndose al momento elegido, a seis meses de las elecciones generales”. Lo que no nos explica este errático historiador es por qué se prestó a la pantomima. Carmen Molinero reprochó al gobierno “haber gestionado mal esta cuestión” y haberse quedado “a medias”. En cualquier caso, estos autodenominados “expertos” declararon, quizás para salvar la cara, que el suyo había sido un “trabajo de futuro”. Según el teólogo-político Reyes Mate: “No estoy seguro de que este documento se entienda bien hoy, pero en algún momento nuestro país debe pensar en superar las dos Españas”. Para el antropólogo Ferrandiz, el informe se hizo “con las luces largas, pensando que es un monumento que no se puede resolver de un plumazo”. Molinero reiteró sus ideas sobre la “memoria histórica”: “La calidad democrática está en cuestión cuando no se modifica el carácter de un conjunto como el Valle de los Caídos, lugar aún de memoria y homenaje de la dictadura”. Por su parte, el portavoz del Partido Popular, Esteban González Pons, declaró que, como es habitual en su formación política, no pondría encima de la mesa “temas complejos, conflictivos y que dividen”, porque “lo que importa a los españoles es el paro, no Franco”[80].
Y es que todo indica que la Comisión fue convocada más que nada de cara a la galería; y que se ralentizó su funcionamiento para que el informe final coincidiera con las elecciones que los socialistas sabían perdidas de antemano. Por otra parte, las recomendaciones de la autodenominados “expertos” diferían, en la mayoría de los casos, de los planteamientos y de las convicciones expresadas públicamente en sus libros y declaraciones. Lo cual delata que fueron orientados por el gobierno. En cualquier caso, el asunto quedó, al menos por el momento, en nada. Y, según algunos, en el más puro de los ridículos. No olvidemos, sin embargo, que en el carácter limitado de las medidas propugnadas por la Comisión y su posterior fracaso, se encontraba, sin la menor duda, el carácter católico de la Basílica y la posición del conjunto de la jerarquía frente al reto. Por ello, es preciso tener en cuenta la satisfacción con que ha sido recibida por los sectores progresistas del catolicismo español, y en particular por el teólogo-político Reyes Mate, la renuncia de Benedicto XVI y la llegada a la silla de San Pedro del jesuita Francisco Berglogio, interpretada como el posible “principio de un nuevo tiempo”. “Sus primeros pasos prometen mucho y son esperanzadores”[81]. El tema no es baladí. ¿Cuál sería la posición del Pontífice –nos preguntamos nosotros- ante una nueva solicitud de exhumación de los restos de Francisco Franco de su tumba en el Valle de los Caídos?.
Tras su estrepitosa derrota en las elecciones, el PSOE ha seguido su particular batalla contra el Valle de los Caídos; y en octubre de 2013, su grupo parlamentario registró en el Congreso una iniciativa que nuevamente reclama exhumar los restos de Franco del monumento. Además, se pedía que la tumba de José Antonio Primo de Rivera fuese reubicada para que no ocupase un sitio preeminente en la Basílica. La proposición fue presentada por Odón Elorza, antiguo alcalde de San Sebastián, siempre proclive al pacto con los nacionalistas vascos y que nunca hace ascos a la hora de fotografiarse con los herederos de ETA[82]. La iniciativa socialista fue recibida esta vez, no ya con escepticismo, sino con sarcasmo por parte del resto de las izquierdas y de los nacionalistas. El inefable senador nacionalista Ignacio Anasagasti –que ha pedido reiteradamente la voladura del Valle, con lo cual no sólo se autodefine como un auténtico “vándalo”, sino que muestra, una vez más, la barbarie característica del nacionalismo vasco- estimaba que los socialistas habían sido “los grandes culpables de que esa ignominia siga ahí”. Se trataba, a su entender, de un “nuevo guiño al electorado de izquierdas”[83]. Y lo mismo opinaron José María Pedreño, presidente de la Federación Estatal de Foros de la Memoria, y Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica[84].
El nuevo gobierno presidido por Mariano Rajoy Brey ha decidido, hasta ahora, pasar de largo sobre este tema. Su ministro de Justicia, Alberto Ruíz Gallardón, señaló, al ser interpelado en el Senado por Ignacio Anasagasti, que el ejecutivo “cumplirá la Ley de Memoria Histórica “. “Nada fuera del consenso haremos en relación a la memoria histórica”[85].
Sin embargo, nada de esto ha servido para que las izquierdas españolas abandonen su afán revanchista. En ese sentido, Andalucía, bajo la hegemonía social/comunista, se ha convertido en bastión de la “memoria histórica” de las izquierdas, que sigue convencionalmente disfrazada de “memoria democrática”. Como ya he señalado, en cierta manera las izquierdas aciertan en esa denominación, siempre, claro está, que a ”democracia” añadan “totalitaria”. Entonces, todos estaremos plenamente de acuerdo. Y es que hace poco tiempo descubrí, por ejemplo, que en Andalucía existe una institución denominada Dirección General de Memoria Democrática. Han leído bien; no es una errata. Esta institución está bajo la dirección, lo que resulta completamente coherente, por el comunista Diego Valderas. Todo ello recuerda a 1984 de George Orwell. Una institución que, con toda seguridad, es muy del gusto de los señores Espinosa Maestre y Viñas. Casi estoy por pensar que la diseñaron ellos; quizás me equivoque. Pero que la inspiraron, de eso estoy más que seguro. La Dirección General de Memoria Histórica tiene como objetivo “el impulso de la recuperación de la Memoria Histórica y del reconocimiento individual y colectivo de las víctimas andaluzas de la Guerra Civil y del franquismo”[86]. En esa región -¿o nacionalidad?- parece haberse sintetizado de manera absoluta la corrupción económica, la corrupción social, la corrupción política, la corrupción moral y la corrupción intelectual. Todo un éxito histórico. Tras la victoria de las izquierdas andaluzas en las elecciones autonómicas se ha proyectado una auténtica revancha histórica que no volviese a caer en las ambivalencias y contradicciones de Rodríguez Zapatero. Producto de la alianza social/comunista, se ha presentado una nueva Ley de Memoria Democrática, en la que no se hace ya la menor concesión a la alicorta derecha representada por el Partido Popular, pues se trata, según los social/comunistas, de una Ley en contra de “caciques, terratenientes y aristócratas”[87]. Entre los puntos del proyecto, podemos destacar el “reconocimiento” a las víctimas del franquismo; la creación de un Instituto de la Memoria Democrática de Andalucía; un Banco de ADN; realización de un inventario de la simbología franquista que aún permanece en espacios públicos y programar un calendario de retirada, sin tener en cuenta para nada el valor artístico de los monumentos: el objetivo principal es un monumento a José Antonio Primo de Rivera sito en una plaza de Granada, obra vanguardista, de indudable calidad artística; localización de las fosas comunes; enseñanza de los contenidos de la Memoria Histórica Andaluza en la ESO, en el Bachillerato y en la Educación de Adultos e incluso en la Universidad[88].
El proyecto ha recibido, entre otros, el apoyo del juez Baltasar Garzón, que lo considera “necesario”, aunque, según él, “se puede mejorar”. Significativamente, suscribe el deseo iconoclasta que caracteriza a la iniciativa social/comunista. Según Garzón, “no es cuestión de ajuste de cuentas con nadie (¡), sino que no podemos, en aras de lo que es una reparación simbólica, básica para las víctimas, mantener una serie de símbolos en espacios que claramente agraden no sólo la memoria, sino a las propias víctimas, que aún están en esa posición de indefensión”[89]. Como puede verse, el conocido ex-juez apuesta por el “vandalismo” sin ambages.
No obstante, la ofensiva izquierdista ya no para ahí; va más lejos; y apunta a la Monarquía. Al actual Jefe del Estado ya no le vale, a ojos de estos izquierdistas, ni tan siquiera su firma a la Ley de Memoria Histórica. Y el 18 de febrero de este año se publicó un Manifiesto de Intelectuales por la III República, donde se acusa a Juan Carlos I de haber sido “impuesto por el dictador”, reivindicando como antecedente la II República. Y concluye: “La III República no es una utopía. Es una urgente necesidad de regeneración democrática. Y puede ser una realidad, si todos nos unimos y luchamos juntos por conseguirlo. Sin olvidar las experiencias republicanas del pasado, la III República ha de mirar hacia el futuro”. Entre los firmantes, se encuentran José Luis Abellán –autor de una de las historias del pensamiento español más mediocres y fallidas-; Marcos Ana –poeta comunista-; José Caballero Bonald –escritor comunista-; Julio Diamante –cineasta comunista-; Josep Fontana –historiador comunista-; Joan Garcés –antiguo asesor del presidente chileno Salvador Allende-; Juan Genovés –pintor comunista-; Carlos Jiménez Villarejo –exjuez y feroz apóstol de la “memoria histórica”-; Armando López Salinas –escritor comunista, recientemente fallecido-; Carlos París –parafilósofo comunista recientemente fallecido-; Gonzalo Puente Ojea –exdiplomático y ateo militante-; Luis Otero Fernández –militar de la UMD-; Rosa Regás –escritora de izquierdas e iconoclasta fervorosa-; Julio Rodríguez Puértolas –uno de los peores historiadores de la literatura española-; Fernando Reinlein – militar de la UMD-; Juan Trías Vejarano –historiador comunista-; y Ángel Viñas, cuya trayectoria conocemos de sobra[90].
Como republicano, creo que con este Manifiesto, sus abajo firmantes han contribuido a la estabilidad de la actual Monarquía. ¿Quién en su sano juicio podría apoyar un cambio de régimen político avalado por semejante caterva?. El remedio sería mucho peor que la enfermedad, incluso frente a la mediocre, ineficaz y corrupta Monarquía parlamentaria actual.
6. Contra todos los fundamentalismos…especialmente el democrático,
En una visita a España, el eminente historiador y filósofo alemán Reinhart Koselleck –padre de la innovadora historia de los conceptos- expresó, en una entrevista, su opinión negativa sobre los proyectos de políticas públicas de la memoria auspiciados por Rodríguez Zapatero: “Estoy a favor de cada cosa en su sitio. Estoy a favor de los debates para aclarar las cosas, pero no a base de trasladar monumentos”. Tampoco aceptaba la comparación de Franco con Hitler: “Compararse pueden compararse, por supuesto, pero tenga en cuenta que Hitler intentó hacer desaparecer a pueblos enteros, eso va mucho más allá de los de Franco. Se puede comparar, pero sin duda Franco sale mejor parado en esa comparación”. Con respecto al tema del Valle de los Caídos, Koselleck afirmaba: “Déjenla tranquila, esperen. No se pueden sacar a los muertos de sus tumbas sólo por el hecho de que no sé cuanto tiempo tenían enemigos políticos. Mejor debatir, estudiar, intentar comprender, escribir la historia, darles prioridad a los republicanos con la reescritura de la historia, pero no destruir monumentos. Mi tendencia es dejar, en la iglesia, a todos los muertos, sin tocarlos, independientemente de la orientación política que hubieran tenido”. “Lo que yo haría es mejor que la Basílica siga siendo templo, iglesia. La Iglesia es el lugar de orientación de los católicos, al margen de Franco. El debate sobre lo ocurrido, sobre los muertos, se puede, por el contrario, institucionalizar, y dejar la posición de los republicanos, de los fascistas, de los anarquistas, etc. Eso se puede hacer en un museo y tener además salas para seminarios. Pero sobre la base de una discusión culta, con sentido, basado en los hechos y en el estudio. Se trataría de un museo en el que quedaran claras las posiciones que tuvieron los fascistas, los republicanos, etc”[91].
Tan sabios y equilibrados consejos formulados por el pensador alemán, en abril de 2005, poco antes de su muerte, no tuvieron influencia alguna en las decisiones de Rodríguez Zapatero. En su lugar, ocurrió lo que ya sabemos: una Ley de Memoria Histórica muy discutible; y posteriormente una Comisión de Expertos descaradamente parcial, cuyas recomendaciones, para colmo, no contentaron a nadie. Sin duda, faltó al gobierno altura de miras y le sobraron ideología y resentimiento. El resultado está a la vista.
Por otra parte, estas insuficiencias, errores y fracasos en modo alguno avalan la estrategia del Partido Popular, según la cual todo se solucionó a lo largo de la mítica “Transición”. Y es que, como afirmó el poeta y ensayista T.S. Eliot, en su crítica semblanza de John Milton, una guerra civil, como la inglesa del siglo XVII, de la que el autor de El paraíso perdido era símbolo, nunca acaba del todo; siempre suscita controversias[92]. Y es que, hoy por hoy, resulta imposible de que en cincuenta e incluso en cien años el recuerdo de la guerra civil pueda morir. El siglo XX fue un siglo de guerras auténticamente religiosas, cuyas pasiones se han debilitado hasta cierto punto, pero todavía no han desaparecido. De ahí que para los historiadores actuales, todavía plantee serios problemas de juicio profesional y moral. Aún nos queda un poco de camino por andar antes de emanciparnos de la herencia política de la era de las guerras religiosas que dominó el siglo XX. Para lograrlo hemos de emanciparnos, en primer lugar, de todo fundamentalismo, sobre todo del fundamentalismo democrático en todas sus variantes. Como señalara Friedrich Nietzsche, la historia supone, en gran medida, “la refutación definitiva” de todo fundamentalismo, porque nos muestra las circunstancias, el contexto en que pudo formarse esa ideología, lo que contribuye eficazmente a relativizarlo[93]. La democracia, ya en su forma liberal, ya en sus formas totalitarias, como cualquier otro sistema político o de creencias, nació en unas determinadas circunstancias sociales, políticas, intelectuales y mentales, que pueden ya no ser las nuestras. Y es que resultaría fatuo pensar que el sistema denominado “democrático”, tal y como hoy lo conocemos, es un punto de llegada, una suerte de fin de la Historia. Como señaló en su día el filósofo John Gray, se trata de una esperanza que se ha mostrado como “un autoengaño triunfalista”[94]. Y es que, pese a las apariencias y a una propaganda de carácter alienante, no corren buenos tiempos, no ya para el fundamentalismo democrático, sino para la democracia liberal. Hasta hace poco podía uno considerarse demócrata y dormir tranquilo; hoy, no. Las transformaciones sociales y económicas han puesto en cuestión de manera radical los fundamentos de la ideología democrática y del régimen representativo. Para el sociólogo Zigmunt Bauman, la democracia surgió de las necesidades y de las ambiciones de una sociedad de productores, donde predominaban las ideas de “autonomía” y de “gobierno de las propias acciones”. La emergencia de una sociedad de consumidores pone en cuestión, a su juicio, la vigencia de tales valores, a favor del “individualismo” y del “egoísmo”[95]. No menos pesimista se muestra Ralf Dahrendorf, para quien la democracia liberal se encuentra ligada al Estado-nación, y que, por lo tanto, se ha visto condicionada por el fenómeno de la globalización, el surgimiento de nuevas “clases globales” cosmopolitas y de la Unión Europea como institución supranacional: “Vivimos en un mundo donde las decisiones importantes ya no se toman en el Parlamento, sino por encima o por debajo del Parlamento”[96]. Desde una perspectiva análoga, Ulrich Beck sostiene que la emergencia del nuevo orden cosmopolita convierte a la democracia en “la religión de la era pasada”. “Todavía se practica los domingos y “por Navidad” bajo el “árbol de Navidad” del sufragio en las elecciones, pero apenas nadie cree realmente en ella: es el dios de la Primera Modernidad, que, aunque muerto, pervive. El cosmopolitismo secularizado cultiva su fe en los sagrados sacramentos de la democracia los días de guardar”[97]. Para el politólogo italiano Carlo Galli, “el trono de la democracia hoy está vacío”, ya que se ha tomado conciencia de la “no democraticidad real de las instituciones democráticas”[98]. Por su parte, el sociólogo español Ignacio Sánchez Cuenca estima que la democracia será sustituida por un régimen liberal-tecnocrático, “sin autogobierno”, es decir, “un régimen en el que las libertades y derechos estén garantizados, pero en el que los ciudadanos no puedan usar tales libertades para decidir colectivamente sobre los asuntos que atañen a la economía”[99].
Además, como reconoce el historiador socialdemócrata Tony Judt, en materia de regímenes políticos siempre prima, al final, la legitimidad de ejercicio sobre la de origen. Y es que “para la mayoría de la gente, en general, la legitimidad y la credibilidad de un sistema político descansa no sobre prácticas liberales o democráticas, sino sobre el orden y la predecibilidad”. “Un régimen estable autoritario –continúa Judt- es mucho más deseable para la mayoría de sus ciudadanos que un Estado fallido democrático. Incluso la justicia probablemente cuenta menos que la competencia administrativa y el orden público. Si podemos tener democracia, la tendremos. Pero, sobre todo, queremos seguridad. A medida que aumentan las amenazas globales, el orden ganará atractivo”[100].
En consecuencia, el régimen político representativo debe ser reducido a su funcionamiento real, sino caer en el fundamentalismo o en la metafísica. Ha de ser juzgado por su eficacia. ¿Alguien puede creer seriamente en el gobierno del pueblo?. Todo gobierno lo es por esencia de una minoría, sea cual sea el medio por el que sus miembros hayan alcanzado su poder, o la ideología que justifique su ejercicio. De hecho, en los modernos sistemas parlamentarios, la voluntad de millones de individuos es sustituida por la de unos escasos representantes, a su vez supeditados a una jerarquía partitocrática o condicionados por los intereses de los grupos de presión. Por mucho que se quiera revestir de un carácter sagrado a los parlamentos, el hecho es que unos pocos mandan y los otros obedecen. La democracia es una utopía. Lo cual no significa que, en ciertos contextos sociales, económicos y culturales, no pueda ser útil. Las elecciones competitivas y los parlamentos son un medio entre otros –aunque valiosos- con los que cuenta la sociedad para controlar el poder.
Por ello, cualquier perspectiva teleológica y/o escatológica ha de ser abandonada. No hace mucho el historiador Ernst Nolte propugnó lúcidamente, ante el nuevo marco político y socioeconómico que se abría paso en el horizonte tras la caída del Muro de Berlín, una visión “trágica” de la historia, tal y como la había concebido Max Weber, es decir, como una perpetua dialéctica de valores[101].
Y es que, por ejemplo, la interpretación whig de la historia conduce al absurdo. Como denunciaba Butterfield, los historiadores whig concebían la Reforma protestante como antecedente directo de la democracia parlamentaria[102]. En el caso español, ¿qué hacer con Felipe II, considerado por los protestantes como “El Demonio del Mediodía”?. ¿Qué hacer con el Monasterio de El Escorial, símbolo de la Contrarreforma?. ¿Qué hacer con Fernando VII o Isabel II?. ¿Lo resignificamos todo?. ¿Qué decir de Alfonso XIII, que avaló el golpe de Estado de septiembre de 1923 y luego apoyó a Franco desde el exilio durante la guerra civil?. En este último caso, el significado del retorno a España de sus restos en enero de 1980 no pasó desapercibido para la izquierda. Así, el socialista Ignacio Sotelo interpretó aquel regreso como un intento de “borrar un siglo de historia, como si el único error hubiera sido el del pueblo español por haber respirado alegre al verse dueño de su destinos, tras las salida del monarca”. “¿No sería suicida caer en la tentación de la vieja derecha, exaltando un reinado que únicamente no podemos olvidar como contraste de lo que debe ser nuestro futuro, aunque nos acongojen sus semejanzas?”[103].
¿Y de Juan de Borbón, defensor de la Monarquía tradicional y voluntario en el Ejército de Franco?.
Volvamos, por ello, al gran Leopold von Ranke, cuando nos decía que “cada época se relaciona directamente con Dios, y su mérito en modo alguno estriba en lo que salga de ella, sino en su misma existencia, en su propia mismidad”. “Por ende, la consideración de la Historia, adquiere un encanto enteramente peculiar, en cuanto es, pues, preciso mirar a cada época como algo valioso de por sí y que parece digno de la más alta consideración”[104]. Es decir, cada época es válida en sí; tiene una lógica interna, según la razón histórica, no según la razón abstracta; tiene sus títulos de justificación, sus posibilidades de felicidad, su sentido o sinsentido; y conviene no proyectar ligeramente sobre otras épocas nuestra manera particular de juzgar la realidad.
De ahí, por ejemplo, que el Valle de los Caídos debería quedar, como testimonio de una época concreta de la historia de España, tal y como está y se concibió en su tiempo, con sus virtudes y con sus defectos. Y es que resulta imposible alterar el pasado, porque ontológicamente es inmutable. Todo lo demás es barbarie iconoclasta, vandalismo y, sobre todo, infantilismo. Un sistema político liberal o simplemente civilizado tendría que renunciar a toda tentación de vincular su legitimidad con una determinada reconstrucción del pasado; y discriminar, como consecuencia de ello, a un sector de la sociedad. En realidad, en la España actual, ha vuelto a surgir la figura del “marrano” en los sectores nostálgicos del régimen anterior. Como es sabido, los “marranos” eran los judíos sefarditas convertidos por la fuerza al cristianismo durante los tiempos de la Inquisición, pero que, secretamente, conservaban su fe religiosa y practicaban sus ritos de manera clandestina. Hoy, al franquista se le impide honrar a su líder en el Valle de los Caídos; y su bandera, con el águila de San Juan por emblema, se encuentra prácticamente proscrita. Lo que resulta cada vez más escandaloso, mientras las banderas republicanas, comunistas y anarquistas campean por sus respetos en las calles de cualquier ciudad española; y cuando se levantan monumentos a figuras representativas del separatismo vasco/catalán y de la izquierda revolucionaria española. No hay duda de que, hoy por hoy, no sólo la izquierda, sino la extrema izquierda han conquistado gran parte del espacio social y cultural. En ese aspecto, como en tantos otros, el Partido Popular es particularmente inepto, insustancial, acomplejado y acomodaticio. Sin interés, ni verdadera existencia. Una vez que las izquierdas retornen al gobierno, las políticas memorialistas continuarán, sin la menor duda. En el campo específicamente historiográfico, estas políticas tienen graves inconvenientes, porque no sólo generan confusión, disensiones y resentimientos, sino favorecen, al modo staliniano, el uso sistemático de la estigmatización y de la amalgama para evitar debates honestos. A ese respecto, ya se ha hablado de condenas penales a la “apología del franquismo”, identificado ya con el Holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial. Eso lo ha dicho, en pleno Parlamento, el comunista Gaspar Llamazares, admirador de Fidel Castro y del régimen político que encarna[105]. Y, si alguien no lo remedia, tendremos una legislación análoga a la francesa, en particular la Ley Gayssot, obra de un comunista. Una Ley que ha llevado a establecer una “censura”, que impide un genuino debate intelectual-historiográfico[106]. Y es que, como ha señalado un trotskista inteligente como Daniel Bensaïd, esta Ley configura una “historia fundada en el estatuto de un tribunal militar”[107].
Por ello, más que un deber de memoria, sería más justo establecer, como en el Edicto de Nantes, un deber del olvido, junto al respeto al pluralismo social, político e intelectual. Sin embargo, ni la “izquierda moral”, ni la extrema izquierda renunciaran a su “memoria histórica” y mucho menos a su proyecto de imponerla al conjunto de la sociedad. Ahí está el reto; pero nadie coge el guante.
[3] Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Barcelona, 1999, pp. 149, 43, 71, 75, 115, 155, 163.
[4] Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen. Madrid, 2010, pp. 15, 206, 208-209.
[9]Jacques Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del derecho y la nueva internacional. Madrid, 2012, pp. 63 ss.
[10] José Ortega y Gasset, “Democracia morbosa”, en Obras Completas. Tomo II. Madrid, 2004, pp. 271-273.
[11] José Ortega y Gasset, “Notas del vago estío”, en El Espectador. Tomo VI. Madrid, 1972, pp. 31-32.
[14] Jacob L. Talmon, Los orígenes de la democracia totalitaria. Madrid, 1956. Mesianismo político. Madrid, 1956.
[23] Juan Goytisolo, “In memoriam F.F. B, 1892-1975”, en Pájaro que ensucia su propia nido. Barcelona, 2003, pp. 26 ss.
[24] Ariel Jérez, “Transición”, en Diccionario de memoria histórica. Conceptos contra el olvido. Madrid, 2011, p. 57.
[26] Ángel Viñas, La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Barcelona, 2011, p. 321. No hace mucho el historiador Mario Amorós, un biógrafo acrítico de Salvador Allende, ha publicado un libro de conversaciones con Viñas, donde éste expone, entre otras cosas, su concepto arcaico de historia y, sobre todo, sus opiniones sobre la II República, la guerra civil y el régimen de Franco. En un alarde de modestia, el señor Viñas se autodefine como un “historiador riguroso” y “serio”, cuya misión es convertir a la “verdad histórica” al segmento de la sociedad española reacio a reconocerla. Frente a él, se encuentra el “historiador franquista”, que, por su propia naturaleza, “miente, tergiversa y manipula”. Dice, además, no haber “partido nunca de una tesis apriorística”, pero esto, aparte de ser imposible, es la negación de toda su trayectoria historiográfica. Confiesa haberse alegrado de la muerte de Franco, tomándose una copa de champagne para cerebrarlo. Interesante declaración: todo un retrato. Demuestra no tener la menor idea de historia del pensamiento político español y europeo contemporáneo, cuando afirma que José Calvo Sotelo fue un “fascista”, porque recibió la influencia de Acción Francesa. Para él, la revolución de octubre de 1934 “no fue más que un chispazo obrero”. Una definición muy académica, como puede verse. Parece como si tan sólo hubiese sido una broma pesada. Culpa de la conflictividad social y política ocurrida bajo el gobierno del Frente Popular a los gobiernos de derecha anteriores. Enfatiza la importancia de un contrato del monárquico Pedro Sainz Rodríguez con la Italia fascista, que ha podido encontrar en el archivo de este intelectual sito en la Fundación Universitaria Española. En ese aspecto, tengo que reconocer que el señor Viñas ha tenido más suerte que yo. A mí el biógrafo de Sainz Rodríguez, un tal Julio Escribano Hernández, que ejercía el papel de cancerbero en dicho archivo, me impidió el acceso a sus fondos. Luego sacó a la luz una biografía del intelectual monárquico que mueve a risa. Afirma Viñas que no existe “la evidencia documental de un plan sistemático de exterminio de la base social republicana”; pero no se atreve a someter a crítica los planteamientos de su amigo Paul Preston, que sostiene esa tesis, al igual que el visionario Espinosa Maestre, en su demencial libro El Holocausto español. Cree Viñas que la inspiración de Franco fue “la Alemania nazi”; y que los comunistas no pensaban en una “republica popular”. Que Dios le conserve la vista, como a Rodríguez Zapatero. Aquí se puede decir cualquier cosa. La violencia de las izquierdas, tras el estallido de la guerra civil, cree Viñas que fue “esencialmente espontánea”, consecuencia, naturalmente, de “la situación de injusticia profunda que los sublevados querían restaurar en España”. Paracuellos fue “un caso excepcional”, obra de los asesores soviéticos, y en la que no tuvo nada que ver el gobierno. Sigue comparando a Negrín con Churchill y De Gaulle. De risa. En ese aspecto, creo que los historiadores afines a la izquierda española, y particularmente la socialista, tienen un problema. Y es que no parece tener una idea clara a la hora de configurar sus iconos venerables y los personajes detestables. Parodiando un poco al título de la conocida película de Sergio Leone, la izquierda socialista no sabe ahora mismo quien es el bueno, el feo, el malo y el peor. Para Viñas está, sin embargo, muy claro. El bueno es Negrín; el feo Besteiro; el malo Prieto; y el peor Largo Caballero. Otros historiadores socialistas no lo tienen tan claro. Algo que no deja de ser divertido.Niega que hubiese una dictadura en la España republicana. Sin embargo, confiese que ignora que hubiese pasado de haber triunfado el bando republicano en la guerra civil, que, para él, fue una “contienda antifascista”. El régimen de Franco fue, sin duda, de “naturaleza fascista”. Se equivoca igualmente cuando afirma que Julián Besteiro fue catedrático de Metafísica en la Universidad de Madrid; lo fue de Lógica. De Metafísica fue Ortega y Gasset. Y, al final, reconoce que Franco fue “más listo” que los republicanos. En fin; tanto en sus obras como en este libro de entrevistas, el señor Viñas demuestra que, cuando sale de sus archivos, no es más que un ignorante en historia de las ideas y en ciencia política. Véase Mario Amorós, 75 después. Las claves de la guerra civil española. Conversación con Ángel Viñas. Barcelona, 2014, pp. 257, 246, 255, 260, 22-23, 28, 39, 41, 50, 62, 73, 95, 123, 124, 128, 191, 231, 232, 184 ss.
[27] José Carlos Mainer, “Una revisión de la guerra civil: Punta Europa (1956)”, en Francisco Javier Lorenzo Pinar (ed.). Tolerancia y fundamentalismo en la Historia. Salamanca, 2006, pp. 279-280.
[28] Josep Fontana, “La llegenda de la transició espanyola”, en La construcció de la identitat. Reflexions sobre el pasta i sobre el present. Barcelona, 2005, pp. 121-142.
[31] Francisco Espinosa Maestre, “El fenómeno revisionista y los fantasmas de la derecha española”, en Contra el olvido. Historia y memoria de la guerra civil. Barcelona, 2006, pp. 195 ss, 299 ss. La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz. Barcelona, 2007, p. 408.
[32] Espinosa Maestre no se conforma con atacarme por mis críticas al demencial libro de Paul Preston, El Holocausto español, denominándome con pretendida ironía “tesoro oculto hasta ahora de la Universidad”, sino que cree en la existencia de una especie de conspiración historiográfica en contra del movimiento de la “memoria histórica” y en favor del franquismo, promovida, entre otros, por José Varela Ortega, Santos Juliá, José Álvarez Junco, los colaboradores del volumen colectivo Palabras como puños, la Fundación Ortega y Gasset/Gregorio Marañón, los departamentos de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Complutense de Madrid y de la UNED, etc, etc, etc. Es decir, Espinosa Maestre cree en una especie de Protocolos de los Sabios de Sión a nivel historiográfico. Debe ser otro de sus “descubrimientos”. Confieso que lo de “tesoro oculto de la Universidad” me ha hecho gracia; lo utilizaré en mis tarjetas de visita. Véase Francisco Espinosa Maestre, “La guerra en torno a la historia que ha de quedar”, en Historia Nova nº 10 (2012).
[36] Véase Fernando Savater, “Un entrañable fanático”, en Apóstatas razonables. Barcelona, 2007, p. 271.
[38] Véase Gabriel Ureña, Las vanguardias artísticas en la postguerra española, 1940-1959. Madrid, 1983, pp. 16 ss. Julián Díaz Sánchez, La idea de arte abstracto en la España de Franco. Madrid, 2013, pp. 182-186.
[40] Para la definición y distinción entre “iconoclastia” y “vandalismo”, véase Darío Gamboni, La destrucción del arte. Iconoclastia y vandalismo desde la Revolución Francesa. Madrid, 2014, pp. 27 ss.
[41] No disponemos hasta la fecha de una obra de investigación histórica sobre el Valle de los Caídos a nivel académico. A falta de algo mejor, destacaremos la de Daniel Sueiro, La verdadera historia del Valle de los Caídos. Barcelona, 1976; y la más reciente de Fernando Olmeda, El Valle de los Caídos. Una memoria de España. Barcelona, 2009. Otras como la del periodista José María Calleja, El Valle de los Caídos, lindan en el esperpento; tan sólo parece ser un desahogo personal. Para esos menesteres, existen otros géneros literarios.
[42] Peter L. Berger, “En el Valle de los Caídos”, Pirámides de sacrificio. Santander, 1978, p. 262.
[43] Miguel Cereceda, “Aprendiendo del Valle de los Caídos. La escultura monumental en la España de la democracia”, en Revista de Occidente nº 309, febrero de 2007, pp. 29, 31-32.
[44] José Luis López Aranguren, La democracia establecida. Una crítica intelectual. Madrid, 1978, p. 85.
[45] Mirta Núñez, “Representaciones de la memoria”, en Diccionario de memoria histórica. Madrid, 2011, p. 36.
[47] Antonio Elorza, “El franquismo, un proyecto de religión política”, en Fascismo y franquismo. Cara a cara. Una perspectiva histórica. Madrid, 2004, pp. 81-82.
[49] Véase Zira Box Varela, España año cero. La construcción simbólica del franquismo. Madrid, 2010.
[50] Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Las religiones políticas contemporáneas: su incidencia en España”, en Laicismo y catolicismo. El conflicto político-religioso en la II República. Alcalá de Henares, 2009, pp. 91-127.
[51] Véase Paloma Aguilar, Políticas de la memoria y memorias de la política. Madrid, 2008, pp. 146-162.
[52] Ministerio de Información y Turismo, Secretaría General Técnica, Nota informativa sobre el Valle de los Caídos. Madrid, 1959, pp. 10-11.
[54] “La Iglesia no acepta integrar una Comisión sesgada sobre el Valle de los Caídos”, en Infocatólica, 31-V-2011.
[56] “Memoria y democracia”, El País, 7-VI-2004. “La represión franquista y políticas públicas de la memoria democrática”, El País, 16-X-2007.
[58] Francisco Ferándiz, “Lugares de la memoria”, en Diccionario de la memoria histórica. Madrid, 2011, pp. 34.
[63] Ricard Vinyes, El Estado y la memoria. Gobierno y ciudadanos frente a los traumas de la Historia. Barcelona, 2009. .
[64] Ricard Vinyes, El asalto a la memoria. Impunismo y reconciliación. Símbolos y éticas. Barcelona, 2011.
[65] Véase Alberto Sucasas y José A. Zamora, Memoria-política-justicia. Diálogo con Reyes Mate. Madrid, 2010.
[73] Ministerio de la Presidencia. Informe de la Comisión de Expertos para el Futuro del Valle de los Caídos, 29-XI-2011.
[79] “Una imposible resignificación”, El País, 11-XII-2011. Este autor ya había defendido la misma tesis seis años antes, véase “Cruces y caballos”, El País, 3-IV-2005.
[81] Manuel Reyes Mate, “La renuncia como gesto apocalíptico”, en El valor de una decisión. De Benedicto XVI a Francisco. Madrid, 2013, pp. 168-170.
[87] No deja de ser entre surrealista y esperpéntico que la Junta concediera a la duquesa de Alba el título de Hija Predilecta de Andalucía el año 2006.
[97] Ulrich Beck, Poder y contrapoder en la era global. La nueva economía mundial. Barcelona, 2004, p. 398.