Elogio de la mentira. Mario Vargas Llosa y su mundo.

 

Francisco Martínez Hoyos.

 

 

BOSQUEJO PARA UNA BIOGRAFÍA

 

            No descubrimos nada si afirmamos que el peruano Mario Vargas Llosa es uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Como dijo Vázquez Montalbán en memorable metáfora futbolística, él formó parte de los cinco magníficos, junto a García Márquez, Cortázar, Donoso y Fuentes: una delantera mítica que “empezó a meter goleadas de escándalo a finas de los años sesenta”[1]. Acerca de este grupo, protagonista del célebre boom, se realizaron toda suerte de comentarios, no siempre elogiosos. Para sus críticos, formaban una especie de mafia literaria consagrada con descaro a la autopromoción. Pablo Neruda, sin embargo, los encontró “notablemente sanos y generosos” .   

A la de novelista, Vargas Llosa une su dimensión de crítico literario con importantes ensayos sobre García Márquez, Flaubert o Víctor Hugo, inspirados en los cursos académicos impartidos desde su docencia vocacional. Ya en 1974, Vázquez Montalbán destacó que su dedicación a este campo demostraba “el método y el rigor de uno de los escasos novelistas “intelectuales” que tienen tan buena lengua literaria como crítica”[2].

Pero un retrato de su personalidad poliédrica no completo sin una de sus facetas más polémicas, la de hombre comprometido con causas en las que cree. No en vano, nos encontramos ante uno de los intelectuales más influyentes del mundo, según dos importantes revistas, la estadounidense Foreign Policy y la británica Prospect. En reconocimiento a su trayectoria, su país, desde 2006, le ha dedicado su propio sello.

A veces, por desgracia, los prejuicios políticos parecen oscurecer la dimensión que más importa de nuestro hombre, la literaria. Mucha gente le ha criticado por su posicionamiento ideológico adjudicándole todo tipo de epítetos injuriosos, las más de las veces sin tomarse la justicia de leerle para “falsar”, como diría Popper, sus teorías sobre el escritor. En este sentido resulta aleccionadora la alucinante anécdota relatada por uno de los biógrafos del arequipeño, Juan Jesús Armas Marcelo. Sitúense en un acto en la Universidad de Estocolmo, en 2007. Varios partidarios del grupo terrorista Sendero Luminoso se han distribuido entre el público dispuestos a lanzar todo un bombardeo de preguntas. Hasta que uno de ellos critica a Vargas Llosa por escribir de cualquier cosa menos de Sendero y la problemática de los indios peruanos. El novelista, colérico, se levanta para responderle: “¡Usted no me lee! ¡Usted no sabe que yo me he preocupado de su mundo, su problema y del terrorismo durante mucho tiempo y que he escrito mucho sobre el Perú!”[3].

A su interlocutor, de hecho, le habría bastado ojear novelas como Lituma en los Andes y El hablador para salir de un error tan ostensible. O quizá no, porque no faltan estudios académicos en los que se tilda a nuestro autor de anti-indigenista. Cuando, en realidad, identificar el indigenismo con lo indígena equivale a caer en el mismo simplismo que confundir el nacionalismo con la nación[4].

            Hombre de convicciones firmes y de feroz independencia, el Nobel peruano se ha mostrado opuesto tanto a la derecha oligárquica como a la izquierda irresponsable, de ahí que unos y otros le miren con desconfianza. Para la derecha resulta demasiado izquierdista, demasiado preocupado por los indios o, por ejemplo, favorable a la despenalización de las drogas. Cierta izquierda, en cambio, le considera un lacayo del Imperio, un “facha”.  

Crítico con la situación de su país, la atribuye a una mala política y no a la herencia colonial, ni a los manejos de potencias extranjeras. Perú, en su opinión, se ha empobrecido porque ha ido desechando oportunidades y escogiendo lo peor, no por culpas ajenas.

 

Las raíces

Nació en 1936, en Arequipa. En Perú, los arequipeños tienen fama de arrogantes y antipáticos, pero eso, según Vargas Llosa, es pura envidia. Tal vez porque hablan el español más castizo. El comentario podrá parecer arrogante, pero lo cierto es que al autor de Conversación en la Catedral  no le falta modestia. La cualidad que le ha hecho decir que no tiene conciencia de cuanto valen sus libros; eso es algo que se podrá saber cuando ni él ni nosotros estemos ya aquí. Aunque eso no quiere decir –los humanos somos contradictorios-, que no posea un ego fuerte. Algo necesario, en realidad, para alcanzar el éxito literario. Nadie puede dedicar horas y horas a un trabajo del que desconoce el resultado si no posee una confianza a toda prueba en sus propias posibilidades.  

            Su niñez transcurrió junto s su madre, Dorita, y la familia de ésta. Hasta que, a los diez años, descubrió que su padre, Ernesto, estaba vivo. Su irrupción en el mundo del pequeño Varguitas, como la de un elefante en una cacharrería, se reveló desastrosa. Su hijo no tardó en sentir repulsión ante su carácter difícil y sus maneras autoritarias, violentas. Es más, odiaba la literatura por ver en ella una afición inútil con la que nadie podía ganarse dignamente la vida.  Esta mentalidad estrecha chocará con la del futuro escritor, un apasionado incondicional de la  lectura. Por eso, un día de Navidad, su familia le dio la mejor sorpresa que podía esperar. Al despertar vio como toda su cama estaba rodeada de libros.

            Tendría ocasión de desarrollar su devoción bibliófila en el Leoncio Prado, la academia militar donde su padre le inscribió para hacer de él un hombre, no la criatura mimada que a su parecer estaban incubando los Llosa. Esta era una práctica habitual en ciertas familias acomodadas, habituadas a recurrir al ejército para que enderezara a sus vástagos incorregibles. En otros casos, sin embargo, se trataba de continuar con la tradición militar del apellido. Eso explica que del colegio salieran varios futuros generales del Perú. Pero, por otro lado, el Leoncio Prado constituía una vía para que los miembros de familias pobres economizaran gastos y accedieran a comodidades con las que, de otro modo, no hubieran podido soñar. Lujos en ocasiones tan básicos como un par de zapatos.

  Sera aquí donde Mario se vea confrontado a la realidad, muchas veces desagradable, de un país donde la pluralidad de razas, la desigualdad económica y los valores jerárquicos se traducen en el abuso de poder de los fuertes sobre los débiles. Para empezar, él, como estudiante novato, tendrá que someterse a los despiadados ritos de iniciación, en forma de patadas y golpes, impuestos por los veteranos. La Academia, sin embargo, no sólo le dejó recuerdos más o menos traumáticos. También contribuyó a formarle. Quién le conoce bien asegura que su legendaria disciplina como escritor, colocándose ante el papel muchas horas al día, en las que se abstrae de cualquier otra realidad, debe mucho a su paso por las aulas castrenses [5].

             El espíritu de contradicción le llevó a desafiar a su padre dedicándose a a la literatura, pero también a casarse sin esperar a la mayoría de edad. La elegida, Julia Urquidi, le llevaba diez años y era hermana de una de sus tías. El enlace, como era de esperar, supuso una conmoción familiar, pero Mario estaba dispuesto a desafiar las convenciones sociales. Había pasado de ser un adolescente a convertirse en un adulto con responsabilidades, por lo que tuvo que buscar ingresos a la desesperada. Llegó a tener siete trabajos.

 

El salto a Europa

Gracias a un concurso de cuentos, en el que participó con “El desafío”, pudo desplazarse a Francia. La capital del Sena le produjo una profunda exaltación. Estaba, por fin, en el país al que pertenecían sus escritores preferidos, Flaubert, Víctor Hugo… “Voy a conocer a Sartre, voy a darle la mano a Sartre”, le repetía a Julia. Sartre, en esos momentos, no sólo era conocido por ser un gran escritor, también por su militancia heterodoxa a favor de las causas de la izquierda. Su revista, Les Temps modernes, le permitía hacerse presente en el debate de las ideas. Pero su independencia disgusta profundamente a los ortodoxos del Partido Comunista, una fuerza que, en palabras del historiador Marc Ferro, ejerce por entonces “una dictadura de la opinión” [6]. De todas formas, pese a las polémicas en las que se ve envuelto, a sus pronunciamientos muchas veces discutibles, , no hay duda de que es un pensador de moda, un punto de referencia inexcusable en el ámbito político y moral.  Como ha señalado Fernando Savater, se convirtió en el centro de un París en plena ebullición cultural, en pleno auge del existencialismo[7].

A Mario, Sastre le impacta tanto que sus amigos le llaman, cariñosamente, “el sartrecillo valiente”, en jocosa alusión al famoso cuento infantil.  El francés le suscitaba, según confesión propia, una “admiración sin reservas”, pero pronto se distanció de su filosofía. A un hombre como el peruano, partidario de colocar la literatura por encima de todas las cosas, le alarmaban profundamente determinadas afirmaciones sobre el papel de los escritores en el Tercer Mundo. Para el autor de La náusea, debían aparcar su vocación artística para aportar sus conocimientos técnicos al desarrollo nacional. Porque lo contrario, dedicarse a escribir novelas en Europa, equivalía a una deserción[8].

Vargas Llosa no entiende que alguien pueda decir que escribir sea un acto inútil, de espaldas al compromiso con la sociedad. Del propio Sartre ha aprendido que las palabras, lejos de ser un juego inocuo, son también actos. Con repercusión sobre la realidad de las cosas aunque este influjo, muchas veces, no sea inmediato. Pero, aunque no está de acuerdo con el desencanto del pensador galo, prefiere quitarle hierro al asunto. A fin de cuentas, lo que cuenta no es que Sartre cargue contra la literatura, seguramente en un momento de desánimo, sino su compromiso con la excelencia. Una aspiración que él, desde muy joven, comparte. Por eso soñó con vivir profesionalmente de su pluma, entregado a ella en cuerpo y alma, algo que le parecía una remota esperanza si continuaba en Perú. Tal vez pensaba, como Julio Cortázar, que más valía ser un don nadie en París, una ciudad que lo era todo, que al contrario. Se encontraba, de hecho, en la capital de la cultura latinoamericana. Visitarla era lo mejor que le podía pasar a nadie, decía su amigo, el escritor Sebastián Salazar Bondy, no sin envidia. Tal vez, a su llegada, sintió lo mismo que Simone de Beauvoir en 1929. “Lo que me deslumbró cuando llegue a París (…) fue mi libertad”.

            Precisamente por ese amor a la libertad, Las noticias de la guerrilla antibatistiana de Cuba suscitaban en él una poderosa simpatía, una irresistible atracción. El futuro anticomunista era entonces un admirador de Fidel Castro, al que veía como un guerrillero romántico que luchaba por una causa noble.  

            En 1958 se hallaba en Madrid. Lejos de impresionarse ante la vida cultural española, la juzgo peor aún que la de Lima o Tegucigalpa, visto el clima de gazmoñería franquista y el aislamiento de las últimas corrientes internacionales. Sólo algún editor como Carlos Barral se preocupaba de que el lector peninsular conociera lo que se estaba escribiendo en otras latitudes.

            Ese mismo año visita por primera vez a la Amazonía, durante varias semanas, en un viaje extraordinariamente fecundo en términos literarios. No en vano, allí encontraría inspiración para varias de sus futuras novelas, como La casa verde y Pantaleón y las visitadoras.

            Llega a París en 1959, con la promesa de una beca. Enseguida aprovecha para adquirir un ejemplar de Madame Bovary, en una librería del barrio latino. La novela, según relataría años más tarde, acaparó su atención de modo tan fulminante que no pudo dejarla, sumergido cada vez más en un mundo ficticio que le hacía olvidarse de la realidad física. Aquella experiencia iba a marcarle profundamente. Primero, porque el modelo de Flaubert le indicaba qué camino quería seguir como escritor: admiraba al francés por su rigurosa construcción del relato y su talento para proporcionar una ilusión de vida. Segundo, porque se iniciaba su apasionado enamoramiento de Emma Bovary, la heroína de la historia, la mujer que le fascinó con su rebeldía frente al convencionalismo y la mediocridad.

 

            “Emma quiere conocer otros mundos, otras gentes, no acepta que su vida transcurra hasta el fin dentro del horizonte obtuso de Yonville, y quiere, también, que su existencia sea diversa y exaltante, que en ella figuren la aventura y el riesgo, los gestos teatrales y magníficos de la generosidad y el sacrificio”[9].

 

            Más tarde leería el resto de la obra de su ídolo. Ninguno de sus libros le decepcionó y todos fortalecieron lo que desde entonces ha sido una devoción inquebrantable, una adhesión tan total que uno de sus amigos, a finales de 1960, le espetaría: “Eres intratable cuando se trata de Cuba o de Flaubert”. Con el tiempo, el entusiasmo por la isla de Fidel se evaporaría. El que sentía por el escritor galo, en cambio, se mantiene hasta hoy.

           

Simpatía por Fidel Castro

Ahora puede parecer increíble que alguien como Vargas Llosa, crítico implacable del castrismo, simpatizara alguna vez con los barbudos de Sierra Maestra, pero hay que tratar de imaginar el colosal impacto que tuvo la revolución cubana. Frente al gerontocrático socialismo soviético, el de La Habana suponía un soplo de aire fresco. Parecía posible, por fin, construir una alternativa al capitalismo sin las rigideces burocráticas ni las prácticas dictatoriales que habían caracterizado a Moscú. A partir de estas coordenadas, no es extraño que acudieran al Caribe jóvenes desde cualquier parte del mundo, deseos de conocer in situ a la nueva meca del comunismo. Uno de ellos, el escritor y periodista Christopher Hitchens, evocó retrospectivamente el mundo de ilusiones que parecía abrirse: “en la década de 1960 existía un contraste radical entre las figuras de cera del Kremlin y los líderes jóvenes, informales, espontáneos e incluso algo sexies de La Habana”[10]. En su caso, la decepción no tardó en llegar. Había acudido solidariamente a un campo de trabajo, el Campamento Cinco de Mayo, pero carecía de libertad para abandonarlo y moverse libremente. Mientras tanto, se veía obligado a escuchar, a través de los altavoces del recinto, “música edificante  y discursos intimidatorios”. La conclusión que se le impuso no dejaba demasiado espacio para la esperanza: Cuba no se parecía a un paraíso de la libertad sino a un internado religioso. Tras la muerte del Che, su figura se convertiría en un modelo a seguir como si se tratará de un Cristo laico. La Iglesia marxista, al igual que la cristiana, también se basaba en el principio de la imitación del mártir. Nada, en suma, que pudiera entusiasmar a un joven con inclinación por el librepensamiento.

 

Los problemas con la censura

Vargas Llosa, mientras tanto, se dedicaba a escribir un borrador tras otro de lo que sería su primera novela, La ciudad y los perros, en la que fundió la influencia de las tendencias vanguardistas, de su querido Faulkner, por ejemplo, con la novela clásica del siglo XIX. En palabras de un crítico, su estructura resulta fuertemente decimonónica: “muy ortodoxamente aristotélica con su principio, su desarrollo acumulativo de tensiones, su clímax y desenlace o epílogo de carácter anticlimático” [11]. Se trata, naturalmente, de una estrategia al servicio de la historia que se quiere contar. A diferencia de lo que ocurre con ciertos libros supuestamente exquisitos, aquí suceden cosas. Hay un relato  que busca atrapar al lector, no una hegemonía onanista de lo descriptivo. El futuro Nobel comprende que el gran arte no ha de estar, por fuerza, confinado en los cenáculos de unas elites.

Extrae el argumento de sus vivencias en el Leoncio Prado, aunque las deforma y vuelve a deformar a su gusto. El libro ha sido ilustrado, en alguna ocasión, con dibujos de animales caninos aunque los perros del título son los cadetes más jóvenes, los peor situados en la pirámide que constituye el centro docente.  El propio Vargas Llosa reconoce que, en su caso, se cumplió el viejo adagio de no hay mal que por bien no venga: “gracias a que mi padre me metió en un colegio militar, gracias a que me impidió a veces con saña ser un escritor, tuve una experiencia que me dio la oportunidad de escribir con un gran material literario. Si eso no hubiera ocurrido, probablemente yo no hubiera sido un escritor”[12].

 Con su opera prima ganaría, en 1962, el premio Biblioteca Breve, un galardón que no era tan sustancioso como el Planeta pero sí más prestigioso. Y que en España sirvió de puerta de entrada para la gran literatura hispanoamericana. En ediciones posteriores lo obtuvieron grandes figuras como el cubano Guillermo Cabrera Infante o el mexicano Carlos Fuentes.

La publicación de La ciudad desató una tempestad en Perú por su crítica al militarismo y, sobre todo, por su visión nada complaciente del Leoncio Prado. A nivel doméstico, ensanchó aún más, si es que eso era posible, la brecha entre Mario Vargas Llosa y su padre, molesto al verse retratado con dureza en sus páginas.

Por desgracia, antes de ver la luz, la obra tuvo que sufrir las tonterías de la censura franquista. El informe del lector “4”, un tal Manuel Páez, se iniciaba, en efecto, con una requisitoria contra el autor por su “marcada complacencia en las descripciones obscenas”. Adulterio, prostitución, sodomía… Demasiado para la pudibundez nacionalcatólica. Todo sazonado con una completa colección de palabrotas cuarteleras. Por otra parte, el clero y el ejército salían muy malparados. Ante todo ello, Páez recomendaba la prohibición de la novela [13].  

Otro informe era el del lector número “27”, clave que correspondía al religioso Miguel de la Pinta Llorente. Este religioso agustino apuntaba, no sin razón, que el núcleo de La ciudad y los perros, en esos momentos aún bajo el título de Los impostores, consistía en la “crítica áspera y dura de la pedagogía y los reglamentos militares”. Sin embargo, la denuncia vargallosiana tenía un pase. Porque se dirigía, en su opinión, contra un abuso puntual dentro de las fuerzas armadas peruanas, sin plantear una enmienda a la totalidad. De ahí que recomendara permitir la edición española, siempre que se suprimieran elementos inmorales como las referencias a la homosexualidad, “mariconería” en la terminología del censor [14].

El permiso de publicación, finalmente, fue denegado. El poeta José María Valverde intercedió entonces con una carta al Director General de Información, Carlos Robles Piquer, en la que defendía apasionadamente el libro, “la mejor novela de lengua española escrita en mucho tiempo”. Creía que lo importante de la novela radicaba en su intención moral, su cuestionamiento del mito de la adolescencia como una etapa dorada. En lugar de impedir su distribución, había que recomendarla a padres y madres, de manera que apreciaran los resultados contraproducentes de una pedagogía en exceso rígida, encaminada a domesticar más que a educar.

Valverde, por otro lado, refutaba hábilmente la interpretación antimilitarista de la novela. Los colegios militares de bachillerato, como el Leoncio Prado, existían en diversos países sudamericanos, en los que habían rendido resultados mediocres. En España, en cambio, brillaban por su ausencia. De ahí que ningún lector pudiera tener razones “para sentirse aludido en cabeza ajena”.

Ante un libro llamado a convertirse en un clásico, el régimen no podía ser tan irresponsable como prohibirlo, refugiándose en la falsa esperanza de que cayera en el olvido. No iba a ser así. Por otra parte, había que tener en cuenta que no se trataba de una cuestión meramente española. Afectaba, por el contrario, también América Latina. De allí provenían muchos de los manuscritos que se presentaban a los premios peninsulares[15].  

  Robles Piquer citó al autor y al editor, Carlos Barral, para comentar las supresiones en el original. Vargas Llosa aceptó corregir ocho párrafos, “sospechosos de inmoralidad”, porque las modificaciones no alteraban el contenido de la historia. En cambio, en dos episodios donde se veía afectada la comprensión del relato, se negó a realizar cambio alguno. Estaba convencido de que nada podía molestar, ni siquiera al lector más quisquilloso. Había transigido en puntos accesorios, pero no se sentía del todo satisfecho. En carta a Robles Piquer, manifestó su malestar y su oposición de principio a cualquier interferencia en el proceso creador: “(…) esto en nada modifica mi oposición de principio a la censura, convencido como estoy de que la creación literaria debe ser un acto eminentemente libre, sin otras limitaciones que las que le dictan al escritor sus propias convicciones”[16].   

Después de tantas molestias, Barral se atrevió a ordenar la impresión de La ciudad y los perros sin esperar a la autorización definitiva.

 

La consagración de una promesa

Mario acaba de colocar los cimientos de su exitosa carrera literaria. Mientras tanto, en paralelo a su éxito, su vida personal experimenta una fuerte sacudida. Se divorcia de Julia y al poco tiempo contrae matrimonio con otra mujer de su familia, su prima Patricia Llosa.

Hasta entonces, la posibilidad de ser padre le resultaba problemática. La veía como un obstáculo para su vocación de escritor, de acuerdo la vieja idea de que un hombre no debe tener cargas familiares si quiere hacer realidad un proyecto de envergadura. El pensador inglés Francis Bacon ya había dicho, siglos antes, que la esposa y los hijos “son impedimentos para las grandes empresas, tanto virtuosas como malignas”. La excelencia, por tanto, no resultaba compatible con la prole. Sin embargo, en 1966, nace el primogénito de nuestro escritor, Álvaro. Y al año siguiente lo hará su segundo hijo, Gonzalo.

Su llegada no le impedirá consolidar su reputación con una segunda novela espléndida, La casa verde, acreedora en 1967 del premio Rómulo Gallegos, uno de los más importantes de las letras castellanas.  

            Dos años más tarde aparecería Conversación en la Catedral, la novela política que contiene la famosa pregunta sobre el momento en que “se jodió el Perú”. La censura franquista no discutió su brillantez literaria, aunque uno de sus lectores, responsable del informe preceptivo, que quejara mezquinamente del “exceso de vocabulario hispanoamericano”. A este crítico anónimo le molestaba la “obscenidad”, que incluía una escena entre dos lesbianas, aunque él mismo reconocía que el erotismo era lo de menos. Lo realmente grave era el contenido “marxista, anticlerical, antimilitarista”. El autor retrataba un Perú dominado por la oligarquía, en el que se perseguía a la disidencia política representada por obreros, campesinos e intelectuales. Un panorama, en suma, que invitaba a realizar comparaciones tácitas con el régimen español [17].

El denominado “boom” hispanoamericano se hallaba entonces en toda su eclosión.  Como descarnadamente ha explicado la agente literaria Carmen Balcells, se trató de un invento comercial. Destinado a vender, no a constituir una hermandad de escritores. Así fue como se configuró una especie de lobby que acaparó poder literario, con autores de ventas millonarias tanto en su momento como en la actualidad[18]. Naturalmente, la hegemonía de unos despertó los resquemores de otros, que se sintieron injustamente postergados.                 El peruano Bryce Echenique se ha mostrado muy crítico al denunciar que el boom –“tiranía y vanidad”, según sus propias palabras- llevó al olvido a escritores de tanto talento como Julio Ramón Ribeyro o Augusto Monterroso. [19]

            Fue precisamente gracias a Balcells que Mario pudo dedicarse a escribir sin apuros económicos. Los que sufría en Londres, donde, por su condición de latinoamericano, había tenido problemas para encontrar casa. “Sólo europeos”, especificaban las ofertas. Él interpreto que los anuncios sólo concernían a los negros, pero cada vez que confesaba su nacionalidad peruana se encontraba con una negativa frontal[20].

Carmen le propuso que abandonara sus clases en el King’s College, donde enseñaba literatura, y se consagrara a su obra. Al principio, la idea le pareció descabellada. Tenía mujer e hijos a los que mantener, no les podía hacer esa mala jugada –esa “bellaquería”, según su deliciosa expresión- y que se murieran de hambre. Fue entonces cuando ella, en plan hada madrina, solucionó el problema. Le pagó los 500 dólares que entonces ganaba como docente y le dijo que cambiara la capital británica por Barcelona, con unos precios más asequibles. Comenzó así su etapa en la ciudad condal, que se prolongaría de 1970 a 1974. La más feliz de su vida, según confesión propia.

            A Balcells le encantaba ayudar a sus autores y ellos, claro, la idolatraban. Acostumbrados a percibir liquidaciones tarde y mal, de pronto se encontraban con una protectora que les conseguía grandes anticipos, o resolvía todo tipo de inconvenientes prácticos. ¿Un autor que no tiene espacio para crear porque sus hijos no paran de molestarle? Ella le conseguía un piso vacío, donde trabajar con toda tranquilidad. Aunque, eso sí, también hubo quién resistió sus cantos de sirena. Por lealtad a sus editores o, si hacemos caso a Manuel Vázquez Montalbán, por síndrome de Estocolmo hacía unas figuras siempre dispuestas a imponer el esclavismo entre los profesionales de la pluma.

Carmen ejercía muy gustosa, en palabras de Esther Tusquets, de “hacedora de prodigios”, pero también se mostraba autoritaria, arbitraria e imprevisible, capaz de actuar en ocasiones con escasos escrúpulos. “Es de acero”, comenta Tusquets en uno de sus libros de memorias, donde traza un retrato muy ambivalente, a medio camino entre la admiración y el rechazo, de una mujer extremadamente capaz y ambiciosa, un poco por encima del bien y del mal[21]. No es extraño, pues, que despertara grandes animadversiones entre sus competidores, siempre impotentes ante una agente que contaba con autores imprescindibles, a los que convertía en megaestrellas de popularidad casi futbolística.

Fue una época en la que grandes escritores latinoamericanos confluían en la capital catalana: Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, José Donoso, Carlos Fuentes… Barcelona, recordará Vargas Llosa con nostalgia, vivía momentos de una extraordinaria fecundidad cultural. Se creaban editoriales y se respiraba un clima de ilusión por una democracia todavía por llegar.   

            En la ciudad condal se dedicó, entre otras cosas, a dar cursos sobre literatura hispanoamericana. La filóloga Helena Calsamiglia, una de sus alumnas en la  Academia de Buenas Letras, evoca en sus memorias el impacto de sus clases, atraída tanto por el profesor como por la persona: “En aquellas salas, vetustas y solemnes, Vargas Llosa, Mario, guapísimo, nos hablaba a unos cuantos, quizá diez o quince, del gaucho don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, de los cuentos de García Márquez. Sesiones inolvidables de descubrimiento de las culturas, el imaginario y la creatividad verbal de Latinoamérica”[22].

En 1970 fue el único extranjero que participó en el encierro de Montserrat, en protesta contra el proceso de Burgos. Sin embargo, al poco tiempo, se votó que se marchara. La iniciativa, de Román Gubern y Josep Maria Castellet, pretendía evitar que el gobierno privara al peruano de su residencia en España a modo de represalia. Así que, un día después, ya se encontraba de regreso en Barcelona.

 

Ruptura traumática con el socialismo

Políticamente, el caso Padilla, persecución del más puro estalinismo contra un poeta, le llevó a romper definitivamente con la Revolución cubana. El divorcio, sin embargo, llevaba ya algunos años incubándose. Desde una óptica progresista no era fácil de digerir que Fidel Castro, por ejemplo, hubiera apoyado a los soviéticos en la invasión de Checoslovaquia. Algunos trataban de exculparle argumentando que actuaba bajo la coacción de la Unión Soviética, un país que proporcionaba a los cubanos el apoyo económico imprescindible para sobrevivir. La excusa, sin embargo, no acaba de resultar convincente.

            A Mario, como escritor, le dolía especialmente el dirigismo cultural de un régimen que no dejaba espacio para la libertad de expresión. La manifestación pública de cualquier idea debía respetar, de manera obligatoria, los límites de la ortodoxia oficial. Es decir, los principios comunistas. Libertad creativa, toda la del mundo. Eso aseguraban los castristas, pero después se contradecían al defender que el jefe del Estado no se hallaba entre los objetivos posibles de la crítica. Cualquiera que atreviera a cuestionarles, como el escritor Christopher Hitchens, merecía el denigrante apelativo de contrarrevolucionario.

Así las cosas, el antiguo izquierdista dejaría paso a un liberal en el sentido más clásico, defensor de la libertad individual y del libre mercado. ¿Transformismo ideológico? Eso es lo que creen sus detractores de izquierda, pero, evolución personal aparte, resulta más convincente y sutil la explicación que nos ofrece Pascal Bruckner. Tanto el marxista como el liberal, pese a su aparente discordancia, coinciden en creer que la infraestructura es la llave del cambio social.[23]  

            Deja Barcelona en 1974. Sus amigos le dan una legendaria fiesta de despedida, en el domicilio de Carmen Balcells, a la que asisten grandes figuras como García Márquez, Jorge Edwards o José Donoso. Pero la salida del barco de los Vargas Llosa se retrasa, así que la celebración continúa. Se alarga dos días, cuenta Balcells, porque no era cuestión de que los homenajeados, que ya habían cerrado su casa, se fueran a un hotel. “Era más fácil continuar bailando” [24].

            Desde las páginas de Triunfo, Manuel Vázquez Montalbán le dedica un cálido artículo en el que pone de relieve no sólo la admiración que deja en España por sus libros, también el respeto que ha sabido ganarse por su categoría humana, a la vez que destacaba su tremendo interés por la cultura catalana, expresado su predilección por el Tirant lo Blanc, la gran novela medieval de Joanot Martorell[25].  

            Su partida hacia Lima, además de dejar un vacío, marcaría “el final del Boom en todo su esplendor europeo”[26].

Poco después, en 1976, tiene lugar su famoso incidente con Gabriel García Márquez. El escritor colombiano, a la salida de un cine en México D.F., fue a saludar a su amigo y quiso abrazarle. Vargas Llosa le derribó de un puñetazo. Según testigos presenciales, le echó en cara que se presentara ante él como si tal cosa después de lo que le había hecho a su mujer, en Barcelona. ¿A qué se refería?

            Los implicados nunca han querido hablar de lo que sucedió entre ellos. Para Vargas Llosa, esclarecer los hechos corresponde a los biógrafos. En realidad, éstos poco podrán hacer si los únicos que conocen la verdad guardan silencio. Escrupuloso silencio. En 2010, con ocasión del Nobel, un periodista le preguntó si no temía que le preguntaran por García Márquez. Su respuesta fue concisa e irónica: “siempre hay algún imprudente” [27]. Por eso, hemos de contentarnos con opiniones de terceras personas, sin estar por completo seguros de si aciertan o no. Poco después de lo ocurrido, un amigo del colombiano manifestó que la relación entre los dos escritores se había deteriorado por cuestiones políticas. García Márquez le confesó su preocupación por la evolución del peruano, ahora contrario a la revolución cubana mientras él se mantenía fiel al castrismo. Pese al afecto personal, temía que su amistad se echara a perder por las posiciones antagónicas que mantenían [28]. No sólo acerca de Cuba, en realidad. Mientras uno se oponía a que el general Velasco Alvarado implantara una dictadura en su país, el otro le manifestaba su respaldo. Tal vez influyó en sus divergencias su distinta actitud ante la institución castrense: opuesta en el caso de Vargas Llosa, más pragmática en el caso de García Márquez [29].

Tal vez la política influyó, pero el verdadero motivo del fin drástico de la relación debió ser más íntimo. No imaginamos a Mario Vargas Llosa recurriendo a la violencia física por una simple diferencia ideológica. Se dice que todo empezó cuando Patricia Llosa se desahogó con García Márquez, quejándose de las infidelidades de su marido. El colombiano, supuestamente, habría intentado aprovechar la confidencia para aconsejarle el divorcio o incluso para un intento de seducción. Vargas Llosa, al enterarse de lo ocurrido por su esposa, habría estallado en cólera [30].

 

En busca de caminos nuevos

Literariamente, los años setenta son un tiempo de transición para nuestro autor. Ya no intenta abarcar toda la realidad con novelas “totales”, al estilo de Conversación en la Catedral.  Sus propósitos son más modestos y juega con un elemento nuevo, el humor, muy presente tanto en Pantaleón y las visitadoras como en La Tía Julia y el escribidor. En el primer libro, de nuevo una crítica al militarismo, emplea técnicas narrativas de gran atrevimiento formal. Un capítulo, por ejemplo, puede ser un informe del capitán Pantaleón Pantoja a sus superiores, con una imitación precisa del lenguaje castrense. La experimentación también se halla presente en La Tía Julia, donde se mezclan las peripecias de los protagonistas con los radioteatros que escribe uno de ellos, el inefable Pedro Camacho, el escribidor del título. Pero el elemento más audaz es la utilización de nombres de personajes reales sin ningún camuflaje: hay un aspirante a escritor que se llama “Varguitas”. Como el Vargas Llosa de la Vida real, contraerá matrimonio con una mujer mayor, llamada Julia igual que la primera esposa del novelista.

            ¿Obras menores, como se ha señalado tan a menudo? ¿Simples divertimentos? Buena parte de la crítica las descalificó tachándolas de farsas ligeras. El novelista riguroso se traicionaba a sí mismo volviéndose comercial para conquistar más lectores. Un reproche que evidencia, sin duda, el elitismo condescendiente de ciertos comentaristas. Vargas Llosa cometía el gran pecado de dirigirse a la “burguesía poco cultivada” [31]. Y, para ello, se habría prostituido con una literatura fácil, del más “profano comercialismo”.  Se le echaba en cara, asimismo, el empleo del humor. Algo que, supuestamente, no cuadraría bien con el género novelístico al no pasar de una mera caricatura[32].

El periodista Carlos Boyero ha señalado que este concepto desdeñoso se deba, tal vez, a que el autor optó por relatos deliciosamente divertidos en lugar de brindarnos un mamotreto sobre “el ser y la nada?[33]. Por suerte, no todos los comentaristas cayeron en lugares comunes. Uno de los más agudos, Josep Maria Castellet, supo captar la fuerza de lo grotesco como elemento de crítica de lo real, dentro de una línea satírica de exageración y farsa que le recordaba, por ejemplo, a los esperpentos de Ramón María del Valle-Inclán[34].

 

La tentación de la política

No obstante, a principios de los ochenta, La guerra del fin del mundo significará un retorno a la novela total, con un ambicioso fresco de la guerra de Canudos, el conflicto entre los seguidores de un líder religioso milenarista y la república brasileña, a finales del siglo XIX. La política, en la novela, aparece como algo por naturaleza turbio. Pero eso no disuadirá al autor de involucrarse en la vida pública de su país. Preside, en efecto, la comisión investigadora para investigar el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay. El caso provocó una fortísima polémica. Algunos responsabilizaron del crimen al gobierno, en concreto a la infantería de marina y a los sinchis, guardias civiles especializados en actuaciones contrasubversivas. Esta era la tesis de, entre otros, Ramón Ayala, un periodista que había sido el primero en llegar al lugar de la masacre. Según Ayala, los campesinos reconocían que los militares les habían empujado a eliminar a los reporteros. En la misma línea, el fiscal Jesús Betancourt manifestó que la población local, al liquidar a los periodistas, no hizo otra cosa que cumplir órdenes. Su actuación respondía, en su opinión, a la voluntad de silenciar una verdad incómoda, que el ejército estaba entrenando a los campesinos para que repelieran, con sus propios medios, los ataques de Sendero Luminoso.  La ejecución de un grupo de senderistas en Huaychao respondía a esta política, los periodistas intentaban verificarlo y por eso les mataron.

            La Comisión Vargas Llosa defendió un punto de vista muy diferente: la matanza obedeció a un lamentable malentendido. Los campesinos confundieron a los reporteros con terroristas[35].

            Sendero Luminoso se convirtió en uno de los dos grandes flagelos del Perú, junto a la inflación descontrolada de los tiempos del presidente Alán García. Vargas Llosa observa con inquietud una situación cada vez más descontrolada, hasta que el proyecto de estatización de la banca le impulsa a encabezar la oposición a esta iniciativa gubernamental. De este compromiso  acaba derivándose su candidatura a la presidencia del Perú, en la que esgrimió un programa liberal para desarrollar económicamente el país. Su propuesta trataba de aplicar recetas por entonces en boga tanto en Europa como Estados Unidos, de la mano de Margaret Thatcher o Ronald Reagan.

Su compromiso político le convirtió en una figura mal vista dentro de las élites intelectuales de izquierda, para las que representaba el arquetipo de escritor vendido al capitalismo. Se suponía que, con los años, se había aburguesado al convertirse en una figura de éxito. Por ello, incluso se ponían peros a su talento como novelista. “Mario Vargas Llosa sólo disfruta de una gloria literaria forzosamente impura por haberse alejado del marxismo”, escribiría el pensador liberal Jean-François Revel, extremadamente mordaz con una izquierda crítica con las dictaduras de derecha pero voluntariamente ciega con los crímenes cometidos en nombre del progresismo.

            Vargas Llosa, en cambio, no entendía su evolución en un sentido conservador, sino como apuesta coherente a favor de unos mismos valores de libertad y justicia. Los que representaba la izquierda en su juventud. Años después, al implicarse en las luchas políticas peruanas, su defensa del liberalismo respondía a la misma actitud moral. Por eso se había lanzado a una aventura electoral que suponía riesgos personales, en un país azotado por el terrorismo de Sendero Luminoso. No creía, pues, haberse vuelto acomodaticio con la edad[36].  

El ingeniero Alberto Fujimori acabaría por privarle del sillón presidencial. A propósito de su derrota electoral, uno de sus partidarios, el novelista y showman Jaime Bayly, comentaría que el fracaso demostraba,  por si hacía falta recordarlo, que el talento de un escritor no tiene porqué capacitarle para “el arte de la intriga, que es la esencia de la política”. Mario, escritor y no político, se habría equivocado al involucrarse en la contienda partidista porque literatura y política serían “dos oficios distintos y hasta incompatibles”.

            El propio Vargas Llosa consideró un error su aventura presidencial. Se había lanzado al ruedo electoral por razones morales, pero en realidad carecía de una auténtica vocación política. Aunque eso no impidió que la derrota le sumiera en una profunda desazón. Había intentado salvar a su pueblo y éste le había vuelto a la espalda. Un amigo suyo, el periodista Juan Cruz, le evocaría en París, mientras intentaba digerir su primer gran traspiés, un fracaso que vivió como una gran tragedia. Los avatares de la lucha política incidieron incluso en su salud, llevándole a perder cerca de veinte kilos: “su delgadez era la delgadez de los derrotados”. [37]

A comienzos de 1993 publica El pez en el agua, un libro de memorias donde da cuenta de su reciente fracaso. Cuando consigue superarlo, vuelve a sumergirse en su vocación literaria. “Con furia creadora”, a decir de su hijo Álvaro”. En los años siguientes se sucederán las novelas, las obras de teatro y el periodismo, otra de sus viejas pasiones. A veces, no sin una dosis de aventura, como si quisiera convertirse en un nuevo Malraux. Así, en 2005, visita una de las zonas más calientes del Planeta, el territorio palestino. Durante su estancia no dejó de viajar de aquí para allá, con un sombrero a lo Indiana Jones, de tomar notas y de entrevistarse con todo tipo de personas, fueran políticos, milicianos, intelectuales o víctimas del conflicto.

  Por su insistencia en la defensa de unos determinados valores, muchos le consideran “un estadista sin Estado, un presidente sin gobierno”[38].  No tiene el poder, como un político al uso, pero sí ejerce una considerable influencia a favor de un mundo donde el Estado ceda protagonismo a la sociedad civil.

El arequipeño apostará por el Estado de derecho y por la economía de mercado, frente a los autoritarismos populistas de diverso pelaje, a derecha e izquierda. Así consigue ganarse enemigos en ambos extremos del arco político. El presidente Fujimori, además de copiarle el programa electoral, intenta arrebatarle la nacionalidad peruana. Es entonces cuando Mario solicita la española. Por eso, en su país, sus enemigos le apodan despectivamente “El Hispano”.  

            Las turbulencias políticas del país le inspiran Lituma en los Andes, una novela en la que el protagonista ha de vérselas con la amenaza terrorista, perdido en unas inhóspitas montañas donde su adjunto, para matar el tiempo, le cuenta la historia de sus amores a modo de trasunto de Sherezade. Una vez más, un buen relato se convierte en el antídoto contra el veneno de una realidad exasperante. El libro recibirá el premio Planeta, el 15 de octubre de 1993. Un día antes, al dueño la editorial le preguntaron si el galardón estaba concedido de antemano. La respuesta fue de las que hacen antología: “Perdone, ¿usted piensa que los niños vienen de París?”. [39]

 

El reconocimiento sueco

Tres años después, Mario Vargas Llosa sería elegido miembro de la Real Academia Española. En la ceremonia de ingreso, leyó un discurso acerca de Azorín y sus “discretas ficciones”. Fuera por cortesía o no, manifestó hallarse muy satisfecho vistiendo la tradicional levita.

              Finalmente, cuando ya no lo esperaba, la Academia sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura.. En esos momentos, su candidatura se pagaba 35/1 en las casas de apuestas del Reino Unido. El propio interesado se lamentó, no sin humor, por no haber apostado: “Habríamos ganado una cantidad de dinero impresionante”. Años antes, había dudado de que alguien de sus características llegara a recibir el galardón, porque “para eso hay que hacer mucho lobi y ser políticamente correcto, y yo no encajo en ninguna de las dos categorías”[40]

            Ahora que poseía la más alta distinción de las letras mundiales, comenzaba periodo de acoso mediático. Apenas podía dormir dos o tres horas al día, sin apenas tiempo para dedicarse a su ensayo sobre la civilización del espectáculo. “Me siento acorralado”, declaró a la prensa. 

El Nobel, entre otras cosas, representaba el triunfo de la constancia de un auténtico obrero de la literatura, de un hombre con una insólita capacidad de trabajo, entregado a su oficio con una disciplina férrea. De lunes a sábado, se dedica a sus libros. Las mañanas, para escribir; las tardes, para leer. El domingo, en lugar de descansar, como Dios, los consagra a sus artículos de prensa. Como ha confesado en más de una ocasión, la literatura, ese “terror feliz” que experimenta ante la página en blanco, más que un oficio representa una forma de vida. Y, como escritor, su objetivo no consistía en ganar premios, sino en conseguir que el lector sintiera con sus libros lo mismo que él experimentaba con sus autores preferidos, los que le transformaron la existencia.

Desde ciertos sectores de izquierda, como era de esperar, el triunfo de Vargas Llosa no fue nada bien recibido. Le reprocharon sus ideas políticas, como si el galardón sueco premiara un pensamiento partidista y no una obra literaria. Él se tomó con humor las críticas:

 

“¡Dicen que Bush habla por mi boca! Agradezco que me ataquen, han dicho tantas cosas buenas de mí que me parece que me van a convertir en una estatua. ¡Esas críticas y Patricia son las cosas que me jalan hacia abajo, lo que me quita la tentación de la vanidad! Me recuerdan que estoy vivo!”[41].

 

El premio, lógicamente, favoreció el lanzamiento de su nueva novela, El sueño del Celta. Paradójicamente, el gran debelador del nacionalismo escogía como héroe a un nacionalista irlandés, Roger Casement, héroe de la lucha por la emancipación de su país frente a los británicos. Su lucha, según el peruano, estaba justificada porque respondía a una auténtica opresión colonial.  Pero, en el fondo, su admiración por él no parte tanto de consideraciones políticas como éticas. Casement, pese a ser un diplomático británico, tuvo el coraje de volverse contra su propio mundo cuando tomó conciencia que el imperio inglés no representaba el progreso sino la tiranía. Es decir, apostó por una causa sin tener en cuenta las complicaciones personales que se derivaban de ello. La de perder el oficio de diplomático con el que se ganaba la vida, la de ser estigmatizado como traidor por los suyos.  Escoger el camino difícil es lo que le hace verdaderamente grande a ojos de Vargas Llosa.

Hasta la fecha, su última novela es El héroe discreto, un regreso a los escenarios peruanos en los que se rencuentra con personajes tan queridos como Lituma, Rigoberto o Fonchito. Una vez más, demuestra su precisión de orfebre en la arquitectura de la trama, de manera que dos historias en apariencia independientes acaban convergiendo en un final sorprendente. Pero, sobre todo, lo que destaca es el aspecto moral de los protagonistas, sobre todo de Felicito Yanaqué, un hombre empeñado en ser fiel a sí mismo aunque el mundo se hunda. Lo mismo que Mario Vargas Llosa con su dedicación conyugal a la literatura, en contraste con quienes no ven en ella a una esposa sino a una amante. 

Inventar supone adentrarse en un continente, el de la fantasía, donde, a diferencia de la mediocridad cotidiana, todo es posible. Ya no estamos sometidos a los imperativos de la realidad, con sus pesadas, con sus insoportables servidumbres. Rompemos de esta forma los límites que nos encadenan. La fascinación por los seres que se atreven a eso constituye, a decir de Vargas Llosa, una constante de la cultura occidental. Tiene razón, evidentemente. ¿Quién no se recuerda el mito de Prometeo, capaz de desafiar a los mismos dioses? El caso es que, por razones que tal vez los antropólogos sepan explicar, tenemos sed de lo inalcanzable. De absoluto. Y un modo de llegar hasta ello nos lo aporta la ficción, con esos mundos más hermosos en los que el heroísmo, la pasión y la belleza son posibles. Están a nuestro alcance sin el precio, con frecuencia oneroso, que nos impondría la realidad tal como la conocemos. Por tanto, vivimos el peligro sin auténticos riesgos, valga la paradoja. Sentimos la emoción que hace que la vida merezca ser vivida, frente al aburrimiento y la imbecilidad de nuestras trilladas seguridades.


[1] VÁZQUEZ MONTALBÁN, MANUEL. Obra periodística II: Del humor al desencanto (1974-1986). Barcelona. Debate, 2011, pág 352.

[2]  VÁZQUEZ MONTALBÁN, Obra periodística II, op.cit., pág 61.

[3]  ARMAS MARCELO, JUAN JESÚS. “El Inca Vargas Llosa”. Leer nº 217, 2010, pp. 18-20.

[4] LÓPEZ-CALVO, IGNACIO. “El anti-indigenismo en El hablador y Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa”. Desde el Sur, vol. 1, nº 2, mayo-octubre 2009, pp. 237-262.

[5]  VILELA, SERGIO. El cadete Vargas Llosa. Alcalá Grupo Editorial, 2011, pág 44.

[6] FERRO, MARC. Historia de Francia. Madrid. Cátedra, 2003, pág 553.

[7] Véase el apartado dedicado al París de los existencialistas en SAVATER, FERNANDO. Las ciudades y los escritores. Barcelona. Debate, 2013, pp. 245-260.

[8] “Los otros contra Sartre”, dentro de VARGAS LLOSA, MARIO. Piedra de toque (1962-1983). Obras Completas IX. Barcelona. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2012, pp. 44-47. En el discurso de recepción del Premio Nobel, “Elogio de la lectura y la ficción”, el novelista peruano no olvidará homenajear al filósofo existencialista.

[9]  VARGAS LLOSA, La orgia perpetua. Madrid. Alfaguara, 2012, p. 26.

[10] HITCHENS, CRISTOPHER. Hitch-22. Memorias. Barcelona. Debate, 2011, pp. 139-140.

[11] GUTIÉRREZ, MIGUEL. La generación del 50: un mundo dividido. Lima. Arteidea Editores, 2008, pág. 202.

[12]  CRUZ, JUAN. “La escritura es una venganza…”. El País Semanal  nº 1.778, 24 de diciembre de 2010, pág  51.

[13] Informe sobre La ciudad y los perros. Madrid, 25 de febrero de 1963. Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares (AGA), Cultura 21/14413.  Exp. 1031-63. 

[14]  Madrid, 2 de mayo de 1963. AGA, Exp. 1031-63, op.cit.

[15]  José María Valverde a Carlos Robles Piquer. Barcelona, 13 de mayo de 1963. AGA, Expediente de La Ciudad y los perros.

[16] Mario Vargas Llosa a Carlos Robles Piquer. Calafell, 17 de julio de 1963. AGA. Expediente de La Ciudad y los perros. En su respuesta, Robles Piquer planteó la censura como un instrumento al servicio de los intereses de la comunidad, de cara a protegerla de “manifestaciones pseudoliterarias”. Sólo había que ver los títulos puestos a la venta en la parisina plaza de Pigalle. De esta forma, a ojos del Director General de Información, los auténticos escritores resultaban beneficiados.

[17] Informe sobre Conversación en la Catedral., efectuado por el lector “12”. Madrid, 4 de diciembre de 1969. Exp. 12062-69. AGA, Cultura, 66/3653.

[18]  Entrevista a Carmen Balcells. La Vanguardia, 22 de abril de 2010.

[19]  Entrevista a Alfredo Bryce Echenique. El Mundo, 16 de diciembre de 2012.

[20] CARRIÓN, IGNACIO. Diarios. La hierba crece despacio (1961-2001). Madrid. EDAF, 2007, pág 413.

[21] TUSQUETS, Confesiones de una vieja dama indigna. Barcelona. Bruguera, 2009, pp. 64-66. VÁZQUEZ MONTALBÁN, Obra periodística II, pp. 364-367.

[22] CALSAMIGLIA BLANCAFORT, HELENA. Geografía e historias (1945-1975). Barcelona. Planeta, 2010,  p. 305.

[23]  BRUCKNER, PASCAL. Miseria de la prosperidad. Barcelona. Tusquets, 2003, pp. 98-102.  

[24]  Entrevista a Carmen Balcells. La Vanguardia, 22 de abril de 2010.

[25]  VÁZQUEZ MONTALBÁN, Obra periodística II, op.cit., pp. 60-62.

[26] MARTIN, GERALD. Gabriel García Márquez. Una vida. Barcelona. Debate, 2009, pág 426.

[27] La Vanguardia, 8 de octubre de 2010, pág 35.

[28] Artículo de Gonzalo de Bethencourt incluido en MARCO, JOAQUÍN; GRACIA, JORDI (eds). La llegada de los bárbaros. Barcelona. Edhasa, 2004, pp. 1003-1004.  

[29] MARTIN, GERALD. Gabriel García Márquez, pág 537.

[30]  MARTÍN, Gabriel García Márquez, pp. 435-436. MORENO, SEBASTIÁN. La Academia se divierte. Madrid. La esfera de los libros, 2012, pp. 224-25.

[31] GUTIÉRREZ, La generación del 50, pág 211.

[32] ALFAYA, JAVIER. “La última novela de Mario Vargas Llosa”. Triunfo, 768, 15 de octubre de 1977, pp. 61-62.

[33] BOYERO, CARLOS. “¿Qué le falta al Nobel?”. El País, 9 de octubre de 2010.

[34] La crítica de Castellet, publicada en Destino (1973), se encuentra en MARCO, JOAQUÍN; GRACIA, JORDI (eds). La llegada de los bárbaros,  pp. 876-879.

[35]  “El ejército peruano ordenó la matanza de ocho periodistas en Ayacucho”. La Vanguardia, 15 de febrero de 1987.

[36]  REVEL, JEAN-FRANÇOIS. La gran mascarada. Ensayo sobre la supervivencia de la utopía socialista. Madrid. Taurus, 2000, pp. 162-63.

[37]  CRUZ, JUAN. “La escritura es una venganza…”, pág 50.

[38]  VÁRGAS LLOSA, ÁLVARO. “El príncipe plebeyo”. Letras Libres nº 110, noviembre de 2010, pág 20.

[39] HUERTAS, JOSEP MARIA. “El premio Planeta no viene de París”. El Periódico de Cataluña, 13 de octubre de 2000. 

[40]  MIR DE FRANCIA, RICARDO. “Tras los pasos de Mario”. El Periódico, 28 de noviembre de 2010.

[41] CRUZ, JUAN. “Las travesuras de un Nobel formal”. El País, 12 de diciembre de 2010.


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