Historia, Filosofía e Historiografía. Jean Bodin y los debates sobre la tolerancia en el siglo XVI francés.
Manuel Tizziani [1]
Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (Argentina).
Resumen
La filosofía moriría de inanición si no vivificara sus preceptos por la historia, sugiere Jean Bodin en el inicio de su Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566). Atendiendo a esa afirmación, podemos afirmar que la intención general de este trabajo es la de esbozar una reflexión sobre los diversos vínculos que pueden trazarse entre la historia, la filosofía y la historiografía de la filosofía. Para realizar esa tarea tomaremos prestadas algunas de las reflexiones desarrolladas por Stephen Toulmin y Quentin Skinner; una vez establecida esa base, intentaremos mostrar que la posición filosófica asumida por Jean Bodin, y los distintos argumentos que éste desarrolla, pueden ser comprendidos con mayor precisión y claridad si ellos son interpretados como posibles intentos de respuesta a los desafíos políticos e intelectuales de su propia época.
Palabras clave: Historia, Filosofía, Historiografía, Bodin, Tolerancia
Abstract
Philosophy would die of inanition if she do not vivified its precepts by history, suggests Jean Bodin at the beginning of his Methodus ad facilem historiarum cognitionem
(1566). From this statement, we can say that the aim of this paper is to outline a reflection on the various links that can be draw between history, philosophy and historiography of philosophy.
To accomplish this task, we will resort to some of the ideas developed by Stephen Toulmin and Quentin Skinner. Once established that basis, we will try to indicate that philosophical position
taken by Jean Bodin, and its different arguments, can be understand with more precision and clarity if they are interpreted as possible attempts to respond to the political and
intellectual challenges of his own time.
Keywords: History, Philosophy, Historiography, Bodin, Tolera
“Cualquier enunciado es de manera ineludible la encarnación de una intención particular, en una oportunidad particular, dirigida a la solución de un problema particular, por lo que es específico de su situación; de una forma que sería una ingenuidad tratar de trascender”.
Quentin Skinner, Significado y comprensión en la historia de las ideas, p.162
La filosofía moriría de inanición si no vivificara sus preceptos por la historia. Atendiendo a esta afirmación que Jean Bodin estampa al inicio de su Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566)[2], podemos afirmar que la intención general de este trabajo es la de esbozar una reflexión sobre los diversos vínculos que pueden trazarse entre la historia, la filosofía y la historiografía de la filosofía. Para realizar esa tarea tomaremos prestadas algunas de las reflexiones metodológicas desarrolladas por Stephen Toulmin y Quentin Skinner; una vez establecidos esos fundamentos, intentaremos mostrar que la posición filosófica asumida -entre otro autores [3]- por Jean Bodin, y los distintos argumentos que éste desarrolla, pueden ser comprendidos con mayor precisión y claridad si ellos son interpretados como posibles intentos de respuesta a los desafíos políticos e intelectuales de su propia época.
El escenario concreto de nuestra indagación serán Les six livres de la République (1576), pues creemos que es en sus páginas en donde mejor puede ejemplificarse nuestra tesis. Es allí, en efecto, en donde el autor angevino pondrá de manifiesto las particulares soluciones que propone a la hora de enfrentar el álgido problema filosófico-político que asola a la Francia del siglo XVI: el de las guerras de religión. Su intento por brindar al rey un nuevo Manual de navegación, su particular concepción de la soberanía y los consejos que brinda a quien debe asumir la tarea de gobernar entre facciones son algunos de los modos concretos en que dichas respuestas parecen materializarse, y es a ellos a los que dedicaremos gran parte de nuestra atención. Atención que se encuentra mediada por una particular mirada metodológica; la que habremos de poner de manifiesto en lo que sigue.
1. Consideraciones metodológicas.
Comencemos, entonces, con algunas consideraciones metodológicas. Las que no sólo nos permitirán ubicar a nuestra propia tarea en el amplio espectro de las investigaciones histórico-filosóficas, sino que también nos posibilitarán echar un poco más de luz sobre la hipótesis de trabajo que intentamos sostener a partir del ejemplo particular de la República de Bodin.
Refiramos, en primer lugar, a Stephen Toulmin; más en particular, al estudio que este autor británico realizó en su Cosmopolis. The Hidden Agenda of Modernity (1990). Según la tesis que expone allí, la filosofía occidental experimentó un importante desplazamiento a mediados del siglo XVII, el que podría ser caracterizado por el reemplazo de una concepción de la filosofía “parcialmente práctica” por otra “puramente teórica”. Para Toulmin, en efecto, fue René Descartes quien “convenció a sus compañeros de viaje filosófico de que renunciaran a áreas de estudio como la etnografía, la historia y la poesía, tan ricas en contenido y contexto, y que se concentraran exclusivamente en áreas abstractas y descontextualizadas” [4]. Este cambio supuso, entre otras cosas, un reemplazo de la retórica por la lógica y de la argumentación por la prueba. Como corolario de ello, preguntas tales como “¿Quién dirigió a quién qué argumento?” “¿En qué foro?” “¿Usando qué ejemplos?” dejarán de ser relevantes para la investigación filosófica. Del mismo modo, las argumentaciones desarrolladas entre personas particulares en situaciones específicas, tratando casos concretos, serán reemplazadas por el análisis teórico de “una concatenación de afirmaciones escritas cuya validez descansa en sus relaciones internas” [5]. En tal sentido, concluye Toulmin: “Después de la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se concentró en análisis formales de cadenas de afirmaciones escritas antes que en los méritos y defectos concretos de una manifestación persuasiva” [6]. Florecerá de este modo un estilo de filosofar “centrado en la teoría”, es decir, un estilo que se caracteriza por plantear sus problemas y buscar sus soluciones “en términos atemporales y universales”; el que, al mismo tiempo, definirá “la agenda de la filosofía moderna a partir de 1650” [7].
Más allá de la exactitud de la interpretación desarrollada por Toulmin -la que posiblemente podría ser matizada-, su mayor relevancia radica en haber puesto el énfasis en esa otra concepción de la filosofía que se desarrolló en toda su plenitud con anterioridad a 1630, y que Toulmin no sólo caracteriza sino que también pone en práctica. En efecto, su reclamo respecto de nuestra urgencia por “reapropiarnos de la sabiduría de los humanistas del siglo XVI y desarrollar un punto de vista que combine el rigor más abstracto y la exactitud de la «nueva filosofía» con una preocupación práctica por la vida humana en sus aspectos más concretos”[8], es acompañado por un riguroso estudio acerca de los orígenes de la modernidad. En este estudio, él mismo pondrá de manifiesto en qué medida las reflexiones y producciones filosóficas -aun aquellas que pretenden erigirse en modelos de racionalidad desencarnada- poseen vínculos muy concretos con los diversos contextos históricos, políticos e intelectuales en los que han sido desarrolladas, y en qué medida los aspectos retóricos y coyunturales son en ocasiones más importantes que el rigor de las pruebas argumentales a la hora de determinar el éxito o el fracaso de aquellas producciones. En tal sentido, podemos concluir, Toulmin puede brindarnos una importante lección respecto del carácter contingente de nuestra disciplina, proveyéndonos de nuevas herramientas para desarrollar la tarea historiográfica y filosófica.
Indiquemos ahora las consideraciones de Quentin Skinner. Las reflexiones metodológicas que este autor elabora en su ya clásico artículo “Significado y comprensión en la historia de las ideas” (1967) [9], y la puesta en práctica de sus propias premisas en obras como Liberty before Liberalism (1998) o The birth of the State (2002) [10], también pueden brindarnos una serie de herramientas de suma utilidad a la hora de abordar nuestra labor de historiografía de la filosofía.
Impactado por la lectura de la Autobiografía de Richard Collingwood y la edición que realizara Peter Laslett de los Two Treatises of Government de John Locke, Skinner parece haber comenzado a experimentar la necesidad de dejar de concebir a los textos de filosofía política aislados de las circunstancias en las que fueron escritos. Esto es, dejar de concebirlos como textos arquitectónicos, “sostenidos sobre sólidas columnas filosóficas y destinados a establecer principios intemporales de la vida política” [11], para comenzar a entenderlos como pièces d’occasion, es decir, “como piezas situadas en un contexto determinado, y que no era posible estudiar productivamente sin preguntarse por las intenciones que su autor tenía al escribirlas” [12]. En definitiva, como queda puesto de manifiesto desde el mismo inicio de Meaning and understanding, el programa intelectual de Skinner se erigirá contra una presuposición muy arraigada en el campo de la historiografía filosófica: la idea según la cual los textos y los autores establecen sus relaciones en una especie de tiempo sin tiempo. Frente a ese modelo de la “historia de las ideas” -identificada en términos paradigmáticos con las figura de Arthur Lovejoy[13]- Skinner nos propone pensar “la historia de personas argumentando acerca de ideas” [14] en un contexto intelectual específico, y con intenciones precisas. En tal sentido, su objetivo no es otro que el ilustrar acerca de “los peligros que se originan si uno se aproxima a los textos clásicos de la historia de las ideas considerándolos como objetos de indagación autosuficientes”[15].
Las obras dejarán de ser interpretadas en su aparente intemporalidad para comenzar a ser comprendidas como un conjunto de posibles respuestas a los cuestionamientos realizados por diferentes interlocutores situados fuera del texto, es decir, en la historia. Ahora bien, dado que esas respuestas carecerán de sentido si ignoramos cuáles son los cuestionamientos que las han originados, o quiénes los actores a las que se dirigen, el método historiográfico propuesto por Skinner supone la concreción de dos procesos simultáneos: en primer lugar, la elucidación de las intenciones del autor, es decir, la comprensión de qué es lo que un autor determinado estaba haciendo cuando decía lo que decía; lo que supone el abordaje de los textos bajo la doble dimensión locutiva y ilocutiva[16], esto es, semántica y pragmática. En segundo lugar, a fin de contribuir al esclarecimiento de esas intenciones, es necesario que el historiador sea capaz de reconstruir el contexto intelectual y político en el que dicho autor ha pretendido intervenir, es decir, comprender su propia producción en relación con otras producciones y debates contemporáneos. Este “trabajo arqueológico” -según lo denomina el propio Skinner en La libertad antes del liberalismo- sobre un contexto intelectual y la elucidación de las ideologías dominantes en él provee las herramientas necesarias para juzgar las distintas producciones intelectuales con una mayor ecuanimidad.
Realizada esta breve presentación de las reflexiones de Toulmin y Skinner, podemos señalar que esta manera de comprender y practicar la historiografía de la filosofía nos resulta sumamente atractiva, pues creemos que ella pretende ofrecer representaciones ajustadas a la verdad histórica (o, en su defecto, ilustrar de un modo verosímil cómo se desarrollaron las contiendas argumentales). De hecho, en nuestra propia labor hemos retomado algunas de estas lecciones al momento de intentar sostener nuestra tesis según la cual la posición asumida frente al conflicto confesional por el angevino Jean Bodin, y los argumentos que éste desarrolla en las páginas de Los seis libros de la República, pueden ser comprendidos con mayor rigor y claridad si ellos son interpretados como posibles intentos de respuesta a los desafíos que su época le presenta. Y no como una serie de reflexiones de valor perenne acerca de temas canónicos.
2. Los seis libros de la República, o la solución politique
“Quizás el modo más seguro de orientarse en el laberinto de casi un millar de folios que constituyen Los seis libros de la República, consista en no perder de vista las consideraciones que, en apretada síntesis, hace Bodin en el prefacio de la obra”[17], afirma Pedro Bravo Gala. En efecto, como analizaremos con mayor detenimiento en el apartado que sigue, Bodin brinda en esas páginas iniciales una serie de elementos indispensables para comprender cuáles fueron los motivos y las intenciones que dieron origen a su obra: una elocuente crisis de autoridad política, mancillada por la radicalización de las rencillas confesionales, los consejeros impiadosos y el creciente peligro representado por aquellos teóricos hugonotes que comenzaban a postular la posibilidad de desobedecer -e incluso de asesinar- a los monarcas que faltaban a sus deberes, parecen ser las causas principales de su preocupación. Las que lo conducirán, en particular, a intentar brindar al monarca un nuevo Manual de navegación para atravesar la tempestad.
A ese análisis de los motivos y las intenciones, dijimos antes, añadiremos algunas consideraciones sobre dos tópicos centrales de la obra de Bodin: la concepción de una novedosa noción de soberanía y los consejos que el angevino brinda a un príncipe que ha de asumir la difícil tarea de gobernar entre facciones. A partir de allí pretendemos brindar bases todavía más sólidas a nuestra propia interpretación, poniendo de manifiesto el cariz específico de las respuestas que Bodin intenta brindar a los problemas de su contexto histórico, político e intelectual.
2.1. Entre monarcómanos y liguistas: un nuevo Manual de navegación.
Luego del desengaño provocado por el proyecto de concordia -acallado tras el fracaso del coloquio de Poissy (1561)- y de las paradójicas consecuencias ocasionadas por el Edicto de enero de 1562; luego de diez años de conflicto y de la fatídica noche de san Bartolomé (1572), aquellos que -como Bodin- sentían cierta simpatía por la alternativa política, comenzarán a concebir que los males que se ciñen sobre el reino de Francia se deben tanto a los odios, las pasiones y las intransigencias de los partidos como a la propia fragilidad de las instituciones; a los precarios e insuficientes cimientos sobre los que se encuentra constituido el orden político[18]. Frente a ese escenario, se hacía preciso reorganizar el marco institucional apelando a nuevas bases; encontrar un camino que permitiera crear una alternativa novedosa capaz de resolver, desde una órbita externa, las diferencias que intrínsecamente se mostraban insolubles. Jean Bodin hallará dicha solución en la instauración de un poder político que, antes que imponerse a las distintas facciones -a la manera de la Baja Edad Media- como un primus inter pares, pudiese sobreponerse a cada una de ellas. Y su intento de respuesta, expuesto con singular erudición en Les six livres de la Repúblique, no sólo parecen haber contribuido -según algunas interpretaciones clásicas- a sentar las bases de la monarquía absoluta[19], sino también las del propio Estado moderno[20].
El angevino considerará al poder soberano -absoluto, perpetuo e indivisible- como verdadera causa formal de la existencia de la República. No es necesario, afirma Bodin, que quienes conforman un mismo estado compartan leyes, idioma, raza, ni religión; el único requisito indispensable es que todos y cada uno se halle sometido a un único poder soberano [21]. Así, de la misma manera en que la familia (unidad básica de la teoría política de Bodin) se constituye por “el recto gobierno de varias personas y de lo que les es propio bajo la obediencia de una cabeza” [22], la república puede ser definida como el recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común [23], bajo un único poder soberano. En base a esas consideraciones, Bodin explicita su novedosa teoría a través de una gráfica metáfora naval:
[D]el mismo modo en que el navío sólo es madera sin forma de barco cuando se le quitan la quilla que sostiene los lados, la proa, la popa y el puente, así la república, sin el poder soberano que une todos los miembros y partes de ésta, y todas las familias y colegios en un solo cuerpo, deja de ser república. Siguiendo con la comparación, del mismo modo que el navío puede ser desmembrado en varias piezas o incluso quemado, así el pueblo puede disgregarse en varios lugares o extinguirse aunque la villa subsista por entero. No es la villa, ni las personas, las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano, aunque sólo haya tres familias[24].
El soberano no sólo es el ingeniero que da forma al navío; también es el capitán que debe encargarse de conducirlo hacia el puerto de la salvación. Desde esa perspectiva, las diversas facciones que han conducido a la república al borde de la anarquía -en particular, los “monarcómanos” hugonotes y los fanáticos católicos de la Liga- se revelan como verdaderos incitadores del naufragio. Bodin, en tanto, integrándose en la tradición de los Speculum Princeps, buscará poner a disposición del monarca un nuevo Manual de Navegación. En efecto, en el inicio mismo del Prefacio, el angevino señala explícitamente cuáles son sus motivos y sus intenciones. Permítasenos recurrir a sus palabras con cierta extensión, a fin de apreciar con toda claridad el cariz particular que Bodin pretende brindar a su texto:
Puesto que la conservación de los reinos e imperios, y de todos los pueblos, depende, después de Dios, de los buenos príncipes y sabios gobernantes, es justo, mi señor, que cada uno les ayude a conservar su poder, a ejecutar sus santas leyes o a llevar a sus súbditos a la obediencia, mediante máximas y escritos de los que resulte el bien común de todos en general, y de cada uno en particular. Esto, que siempre ha sido estimable y digno, nos es ahora más necesario que nunca. Cuando el navío de nuestra república tenía el viento de popa, sólo se pensaba en gozar de un reposo sólido y estable… Pero desde que una tormenta tan impetuosa ha agitado al navío de nuestra república con tal violencia que incluso el capitán y los pilotos están exhaustos por el trabajo continuo, se hace preciso que los pasajeros les presten una mano, ya sea en las velas, ya sea en la cuerdas, ya sea en el ancla, y que aquellos a los que la fuerza les falta, brinden algunas buenas advertencias, o presenten sus votos y plegarias a aquél que puede comandar los vientos y amainar la tempestad, pues todos juntos corren el mismo peligro [25].
He allí la razón por la cual, “no pudiendo hacer nada mejor”, Bodin se dispone a sentar las bases de un orden político capaz de evitar la reproducción de episodios muy poco convenientes para el sostenimiento de la salud de la república, como el ocurrido cuatro años antes de la redacción de la République, durante la noche de san Bartolomé. En ese marco, no será ya la verdad (de la fe), sino la paz, el valor supremo que habrá que resguardar con todo el celo del que se disponga. Y la paz, según puede inferirse de las afirmaciones de Bodin, no germina sino del orden; orden que sólo podrá garantizar, a su vez, quien siendo ajeno a los distintos intereses que se hallan en disputa, se muestre como un agente político imparcial. Un agente político capaz de sobreponerse a la agitación de los conflictos confesionales, de instituir una ley común a todos, y de reestablecer de ese modo la tan ansiada unidad. He allí la razón y la necesidad de instaurar un poder soberano, y de encarnar ese poder en la figura de un monarca. El que representará para la república y el mundo político lo que Dios representa para el orden de la naturaleza[26].
En ese marco, dijimos antes, Bodin entiende que el reino de Francia posee dos principales enemigos. Los primeros son los seguidores de Maquiavelo, muy “en boga entre los cortesanos de los tiranos” [27]; los segundos, quienes propician absurdas teorías acerca de las prerrogativas del pueblo sobre los monarcas. Los primeros no son otros que quienes han convencido a Catalina de Médicis y a Carlos IX de llevar a cabo la matanza de san Bartolomé, subvirtiendo con ello los legítimos fundamentos del orden y de la justicia [28]. Siguiendo las recetas prescriptas por Maquiavelo, estos consejeros han puesto “como doble fundamento de la república a la impiedad y a la irreligión” [29], creyendo que por ese camino alcanzarían el éxito. No obstante, señala Bodin, si prestamos mayor atención a las lecciones de la historia y sopesamos con más detenimiento cuál ha sido la fortuna de aquellos que han seguido las prescripciones del secretario florentino -en particular la de César Borgia, personaje protagónico de su obra-, seremos capaces de concluir que dichos principios han provocado el colapso de todos los que Príncipes que los han seguido.
Las lecciones de Maquiavelo han conducido a Francia al borde de la tiranía[30], con lo ruinoso que eso resulta; no obstante, afirma Bodin, hay algunos otros principios que parecen incluso más dañinos y perjudiciales, y que entrañan un riesgo incluso mayor: el de la anarquía.
Existen otros, contrarios y enemigos de aquellos [cortesanos], pero quizás todavía más peligrosos, quienes, con pretexto de exención de cargas y de la libertad popular, inducen a los súbditos a rebelarse contra sus príncipes naturales, abriendo las puertas a una licenciosa anarquía, peor que la tiranía más cruel del mundo [31].
Bodin refiere aquí, como indicábamos antes, a los publicistas hugonotes. Los que, luego de la noche de san Bartolomé, abandonarán sus esperanzas de alcanzar una medida de tolerancia por parte de la monarquía dirigida por Catalina de Médicis, y comenzarán a desarrollar una ofensiva teórica y política mucho más agresiva [32]. El primero de los textos que incitó a la revolución hugonota fue editado por François Hotman bajo el título Francogallia (1573). Al año siguiente, Teodoro de Beza redactará en un tono similar la versión francesa de un texto titulado Du droit des Magistrats sur leurs sujets (1574), cuya versión latina aparecerá dos años más tarde. A esos dos primeros opúsculos, en los que se defendía el derecho de los hugonotes a revelarse contra el tirano católico, le seguirán tres textos de carácter anónimo: el primero, en forma de diálogo, llevará por título Le Politique (1574); el segundo, también bajo esa forma dialógica, Le Reveille Matin (1574); el tercero, por su parte, será conocido bajo el título de Discours Politiques (1574), siendo “el más revolucionario de todos y presentando una teoría más anárquica de la resistencia que ninguna otra obra del pensamiento político hugonote”[33]. Asimismo, los tres volúmenes de las Mémoires de l'estat de France sous Charles IX, de Simon Goulart, aparecerán por primera vez hacia finales de 1576, siendo reimpresos en una versión “revisada, corregida y aumentada” en 1578. Finalmente, en 1579, verá la luz el más afamado de todos los textos producidos en esta época por los teóricos hugonotes: el Vindiciae contra tyrannos, atribuido a Philippe Duplessis Mornay. En él, el autor ofrecerá al público letrado el resumen más completo de los principales argumentos desarrollados por los monarcómanos en el curso del período posterior a la agudización del conflicto confesional.
Según la concepción de Bodin, estos publicistas -cuyas tesis principales radicaban en la defensa del derecho a la resistencia popular y en la concepción del régimen francés como un gobierno mixto- resultan tan perniciosos para la salud de la república como los ateos, pues, al igual que ellos, incitan a los súbditos a dejar de lado “verdades evidentes” trasmitidas por las sagradas Escrituras.
Nada se repite tanto en la Sagrada Escritura como la prohibición, no sólo de matar o atentar contra la vida y el honor del príncipe, sino también de los magistrados, aunque sean perversos… Responder a las objeciones y argumentos vanos de quienes sostienen lo contrario, sería perder el tiempo. Al igual que quien pone en duda la existencia de Dios merece que sienta el peso de las leyes sin usar de argumentos, trato semejante debiera darse a quienes han puesto en duda verdad tan evidente, llegando incluso a publicar libros donde defienden que los súbditos pueden justamente tomar las armas contra su príncipe tirano y hacerlo matar por cualquier medio”[34].
En efecto, según afirma el angevino en directa oposición con la postura asumida por los monarcómanos, ningún súbdito posee la potestad de desobedecer o de atentar contra la vida del príncipe soberano, ni siquiera cuando éste haya incurrido en las mayores “impiedades y crueldades imaginables”[35]. Así, dado que los súbditos no tienen ninguna “jurisdicción sobre su príncipe, del cual depende todo poder y autoridad” [36], la única medida de rechazo a la tiranía radica en la posibilidad de sustraerse a dicha autoridad por medio del exilio, interno o externo; por medio de la huida hacia otro territorio, o por medio del retraimiento privado del escondite[37].
En conclusión, como el propio Bodin señala hacia el final del Prefacio, su obra estará íntegramente dedicada a combatir a estas “dos clases de hombres que, mediante escritos y procedimientos en todo contrarios, conspiran a la ruina de las repúblicas”[38] y que actúan de ese modo “no tanto por malicia como por ignorancia de los negocios del estado”[39]. En tal sentido, afirmando que la “ciencia política se encuentra oculta por tinieblas muy espesas” [40], el autor de la République parece haberse propuesto redactar una obra capaz de esclarecer muchos de sus principios esenciales. Quizás con la esperanza de que, luego de su lectura, tanto “monarcómanos” como liguistas pudiesen rendirse ante las inobjetables evidencias esgrimidas en favor de una solución real [41] de los conflictos, es decir, de una solución política.
2.2. Hacia la institución de un poder secular, o el concepto de soberanía
Realizada esta breve reflexión sobre los motivos y las intenciones que parecen haber dado origen a la République, pasemos ahora a analizar el concepto de soberanía tal como lo presenta el angevino en el capítulo VIII del libro I de su obra. Ese análisis, creemos, nos permitirá comprender con mayor profundidad en qué medida este concepto desempeña un rol clave en la solución politique que Bodin postula para las conflictos confesionales de su tiempo.
Habiendo dicho antes que la república es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano, resulta ahora necesario definir con mayor precisión qué es lo que se entiende por poder soberano; poder al que Bodin atribuirá tres características principales: la de ser perpetuo, la de ser absoluto y la de ser indivisible[42]. En primer lugar, que el poder soberano sea perpetuo significa, sin demasiados rodeos, que no reviste límites temporales; que más allá de las diversas materializaciones y personificaciones que pueda tener, es decir, más allá del modo en cómo dicho poder sea administrado en la práctica, su naturaleza permanece inmutable y única a lo largo del tiempo[43]. En segundo lugar, el poder soberano es absoluto en tanto y en cuanto no reconoce por sobre sí a ningún otro poder que no sea el de Dios y el de las leyes naturales[44]. Pues si así no fuese, el príncipe no sería el verdadero titular de la soberanía, sino tan sólo su depositario, tal como ocurre con los distintos magistrados “intermedios” a los que el monarca recurre para administrar la república:
Es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por superior. Digo, sin embargo, que no la tienen [a la soberanía] quienes son simples depositarios del poder, que se les ha dado por un tiempo limitado. […] La razón de ello es que uno es príncipe, el otro súbdito; el uno señor, el otro servidor; el uno propietario y poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario ni poseedor de ella, sino su depositario[45].
El mundo político que nos representa Bodin, vertebrado a partir de estos caracteres distintivos del concepto de soberanía, reconoce una única división: la que existe entre quien posee el poder absoluto, perpetuo e indivisible, y aquellos que están desprovistos de él, aunque sean momentáneamente sus depositarios, es decir, entre el soberano y los súbditos. De este modo, no importa cuál sea el lugar que los distintos ciudadanos [46] puedan ocupar en la esfera de la república, ni las creencias que profesen (no importa que sean nobles o artesanos, magistrados o comerciantes, católicos o protestantes), dado que, desde la óptica propia del monarca, todos ellos son iguales. Pues en tanto y en cuanto se encuentran sometidos a las leyes dictadas por el soberano, todos son súbditos. Así, resguardada la unidad política -a partir de que todos los súbditos son miembros de un cuerpo regido por una única cabeza- Bodin pergeña un argumento politique en favor de la posible coexistencia de las confesiones.
Volviendo sobre lo anterior cabe aclarar, no obstante, que absoluto no significa ilimitado. Pues aun cuando el príncipe soberano es tal en tanto posee un poder que lo distingue radicalmente del resto, existen algunas leyes que ningún gobernante legítimo puede violar sin incurrir en la tiranía. En tal sentido, afirma el autor: “Si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos” [47]. En consecuencia, aun cuando el soberano queda exento de cumplir con las leyes civiles que él mismo ha prescrito[48], debe someterse a las leyes de Dios y a las de la naturaleza [49]. Pero también a las que hacen “al estado y la fundación del reino”, como la ley sálica[50].
Más allá de estas restricciones, “el carácter principal de la majestad soberana” consiste en la facultad de “dar la ley a los súbditos en general sin su consentimiento” [51]. De donde es posible afirmar que “la ley no es otra cosa que el mandamiento del soberano que hace uso de su poder”[52], pues del mismo modo en que Dios rige al mundo, el monarca soberano -quien recibe de aquel poder supremo todas sus prerrogativas[53]- posee una absoluta jurisdicción sobre los destinos de la república. Analicemos esta característica con mayor atención, centrando nuestra mirada en el capítulo X del libro I, en donde Bodin buscará determinar les vraies remarques de la souveraineté.
Bodin inicia ese capítulo reiterando una vez más la idea de que los príncipes soberanos son “la imagen de Dios en la tierra”, y que han sido enviados por Él en la función de lugartenientes [54]. Establecido ese principio, el angevino se propone explicitar cuáles son los atributos exclusivos -es decir, “únicos e incomunicables” [55]- que el ser supremo ha legado a los príncipes. E iniciada la búsqueda, sostiene que el primer y más importante remarque de la soberanía radica en el poder de legislar, es decir, en el poder de regir la vida de todos los súbditos de una república en general, y de cada uno en particular, sin que esa legislación emane de ninguna instancia superior a la de su propia voluntad[56]. Asimismo, señala Bodin, si se analizan con detenimiento los demás atributos que es posible otorgar al poder soberano, se llegará a la conclusión de todos ellos “se encuentran comprendidos en este primero” [57]. Lo que lo convierte en el atributo principal; o, a mejor decir, en el único.
Son estas reflexiones las que permiten al autor hacer plenamente explícita la tercera característica distintiva de la soberanía: el carácter indivisible. Y son ellas, también, las que le posibilitan oponerse a otro de los principales argumentos esgrimidos por los teóricos hugonotes: el de la existencia, en el origen del sistema político francés, de un régimen mixto. En efecto, luego de indicar qué es lo qué entiende por soberanía y cuáles son sus verdaderos atributos, Bodin se abocará al análisis de los diversos modos en la que el poder soberano puede ser ejercido. Desde esa perspectiva, dejando de lado las diversas cualidades que los gobiernos pueden adquirir -es decir, apartándose de la catalogación clásica que ponía el énfasis en diferenciar regímenes virtuosos y corruptos-, y estableciendo sólo una distinción en base a sus aspectos “de naturaleza”, Bodin afirma que la soberanía puede ser ejercida de tres modos: o por una sola persona, o por la menor parte de los miembros de una república, o por la mayor parte. En tal sentido, más allá de las subdivisiones establecidas por teóricos políticos de la talla de Aristóteles, Platón o Polibio (empeñados inútilmente en multiplicar sin cesar el número de repúblicas posibles, según la mirada del angevino) existen sólo tres formas de estado: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Los regímenes mixtos, se concluye a su vez, simplemente no existen, pues el poder soberano no puede ser dividido, y, por tanto, tampoco compartido.
Si se admite que de la combinación de las tres [formas de república] se puede hacer una, es evidente que ésta será por completo diferente… Mas la mezcla de las tres repúblicas en una no produce una especie diferente. El poder real, aristocrático y popular combinados, sólo dan lugar al estado popular, salvo que se diese la soberanía, en días sucesivos, al monarca, a la parte menor del pueblo y a todo el pueblo, ejerciendo por turno, cada uno de ellos, la soberanía. En tal caso, habría tres clases de república que, además, no durarían mucho, al igual que una familia mal gobernada[58].
Dado que la soberanía es indivisible, resulta imposible combinarla, pues eso no conduce sino a una paradoja: los soberanos se convertirán al mismo tiempo en súbditos; lo que no provocará más que una situación política insostenible a partir de un peligroso descrédito de la ley. Si el poder de legislar es puesto en diversas manos, se llegará al sinsentido de sostener que quienes dictan las normas legales sean, al mismo tiempo, quienes deban someterse a ellas. Situación que, según podemos concluir de los textos del angevino, resulta un absurdo político.
En realidad, es imposible, incompatible e inimaginable combinar monarquía, estado popular y aristocracia. Si la soberanía es indivisible, como hemos demostrado, ¿cómo se podría dividir entre un príncipe, los señores y el pueblo a un mismo tiempo? Si el principal atributo de la soberanía consiste en dar ley a los súbditos, ¿qué súbditos obedecerán, si también ellos tienen poder de hacer la ley? ¿Quién podrá hacer la ley, si está constreñido a recibirla de aquellos mismos a quienes se da?[59]
Una vez realizado este recorrido, Bodin llegará a las siguientes conclusiones: en primer lugar, afirmará que los regímenes mixtos son imposibles, y por tanto, que “no hay ni jamás hubo república compuesta de aristocracia y de estado popular y, mucho menos, de las tres repúblicas, sino que, por el contrario, sólo hay tres clases de república” [60]. En segundo lugar, que si esos regímenes fueran posibles, terminarían indefectiblemente en un enfrentamiento interno entre los diversos titulares de la soberanía, es decir, en una guerra civil entre las facciones monárquicas, aristocráticas y democráticas[61]; guerra civil que, como han postulado innumerables teóricos políticos a lo largo de la modernidad, es concebida por Bodin como la peor de las enfermedades que puede aquejar a una república. En tercer lugar, el angevino sostiene que, para evitar en el futuro todas esas confusiones en las que han incurrido los filósofos, debe establecerse una clara distinción entre el estado y el gobierno, esto es, entre la forma de la república -que sólo está dada por quien posee la titularidad de la soberanía, sea este uno, pocos o muchos-, y el modo en como ella se administra[62]. Así, en efecto, aunque el gobierno de una república pueda adquirir las más diversas formas de administración, Bodin considera como un hecho “indiscutible que el estado de una república es siempre simple”[63]. En definitiva, quien posee la titularidad de la soberanía, es decir, quien detenta el poder soberano, es quien dicta la ley. Los demás, ya sea que tengan un cargo administrativo dentro de la esfera de la república (como magistrados o jueces, por ejemplo), o que sean simples ciudadanos, son todos súbditos.
Pero esta última distinción, podemos presumir, sirve también a Bodin para pergeñar un sólido argumento político en favor de la posible coexistencia de católicos y protestantes. Pues la distinción entre el estado y el gobierno permite al angevino establecer, al mismo tiempo, una distinción entre el cambio y la alteración, es decir, entre una modificación esencial en el seno de la república, expresada por una mudanza en la titularidad de la soberanía, y una simple mutación en aspectos secundarios, como las leyes civiles, las costumbres o la religión[64]. En tal sentido, es posible concluir, una alteración en las costumbres confesionales de los súbditos franceses, e incluso en su legislación al respecto (como un edicto de tolerancia, por ejemplo), no afectará más que de un modo secundario y accidental a la república, siempre y cuando la titularidad de la soberanía persista inmutable, esto es, siempre y cuando esos súbditos -sean católicos o hugonotes- se reconozcan a sí mismos como tales, y acaten las leyes que el soberano les impone sin su consentimiento.
Presentadas los motivos y las intenciones que parecen signar de algún modo el contexto de producción de la République, realizado este breve análisis de uno de los tópicos centrales de la teoría política de Bodin y elucidados los posibles vínculos que pueden trazarse entre sus reflexiones y los conflictos confesionales que afectan a la Francia del siglo XVI, pasemos ahora a considerar los consejos prácticos que el angevino brinda a aquel monarca que se halla en la difícil situación de gobernar entre facciones.
2.3. Gobernar entre facciones
“Los libros IV y V de la República constituyen un tratado de pedagogía política, dirigido a exponer las reglas a las que debe acomodarse el gobernante que quiera conservar su Estado” [65]. Tomando prestada esta afirmación, y con ese marco de referencia general, aboquémonos ahora al análisis del último capítulo del libro IV de la República, en el que Bodin brinda una serie de consejos didácticos a aquel soberano que deba enfrentarse a una situación particular: la de verse obligado a gobernar una república en la que los súbditos se hayan divididos en facciones; situación que se condice, claro, con la que atravesaba Francia por esos años.
En primera instancia, Bodin pretende determinar sí, ante esta situación específica, el príncipe debe tomar algún partido (obligando a sus súbditos a secundarlo en su decisión); o sí, por el contrario, debe mantenerse en una posición neutral y equidistante respecto de los bandos en pugna[66]. Iniciada la indagación, el angevino establece como principio general que la existencia de facciones[67] resulta perniciosa y perjudicial en cualquier república, por lo que su surgimiento debe evitarse por todos los medios disponibles. Pero si acaso dicho surgimiento no ha podido impedirse en una etapa germinal[68], deben buscarse todos los remedios necesarios para aliviar -y si es posible curar- esta peligrosa enfermedad[69]. Pues al igual que las pequeñas afecciones corporales -como la fiebre tísica, en el ejemplo que Maquiavelo incluye en El Príncipe- pueden convertirse en una infección generalizada, la existencia de facciones puede provocar rápidamente la ocurrencia de una guerra civil; el peor de males políticos imaginables[70].
En ese sentido, afirma Bodin, es necesario resaltar que las repúblicas monárquicas brindan un mayor margen de acción ante este tipo de conflictos que las aristocráticas o las democráticas, pues el soberano, al ser una única persona, puede mantenerse neutral con mayor facilidad que un pequeño grupo de hombres, o que un gran número de ellos.
Si las facciones y sediciones son perniciosas para las monarquías, mucho más peligrosas son para los estados populares y aristocráticos. Los monarcas pueden conservar su majestad y decidir como neutrales las contiendas o, uniéndose a una de las partes, hacer entrar a la otra en razón o exterminarla totalmente. En cambio, en el estado popular, el pueblo dividido no tiene soberano, como tampoco lo tienen los señores divididos en facciones en la aristocracia, salvo que la mayor parte del pueblo o de los señores permanezcan neutrales y puedan mandar a los demás [71].
Por otra parte, Bodin establece dos clases diversas de sedición: en primer lugar, aquellas en las que las distintas facciones, o al menos una de ellas, “se dirigen directamente contra el estado, o contra la vida del soberano” [72]; en segundo, aquellas que no implican un peligro directo para quien detenta la soberanía. En el primer caso, propio de lo postulado por los teóricos monarcómanos más radicales, el soberano “no puede tolerar que se atente contra su persona”[73], y debe apaciguar los sublevamientos “a cualquier precio”; en el segundo, la decisión debe ser mucho más meditada y, en cierto sentido, moderada. Así, retomando lo dicho en el inicio del capítulo, Bodin reafirma que el soberano debe intentar apagar el fuego de la sedición cuando todavía es una chispa, utilizando todas las herramientas que se hallen a la mano, e incluso ajusticiando con premura a los cabecillas de posible insurrección[74]. Pues del mismo modo que resulta más sencillo rechazar la invasión de un enemigo extranjero antes de que éste haya atravesado las fronteras, es más simple evitar la extensión de las insurrecciones y los conflictos entre facciones que ponerles fin una vez que la chispa se ha convertido en hoguera [75]. Asimismo -en una observación que resulta clave para el tópico de la tolerancia interconfesional- Bodin aconseja al soberano, y en particular a aquel que conduce una república monárquica, mantenerse neutral frente al conflicto; instándolo a no olvidar que el lugar que ocupa en el sistema político no se asemeja al de un abogado que defiende los reclamos de una de las partes, sino al del juez, que es quien debe dirimir las disputas desde un lugar equidistante y superior.
Cuando el príncipe no los puede concertar [a los sediciosos] ni con palabras dulces ni con amenazas, les debe dar árbitros intachables y aceptables por ellos; si procede así, el príncipe se ve liberado del juicio y del odio o descontento de la parte condenada. Sobre todo, el príncipe nunca debe mostrar jamás más afección por uno que por otro, pues ésta ha sido la causa de la ruina de muchos príncipes. […] Sería perder el tiempo describir las guerras crueles y sanguinarias que provocaron los reyes que pretendieron actuar como abogados, cuando son jueces y árbitros, y se olvidaron del alto puesto que corresponde a su majestad al descender a los más ínfimos lugares para compartir la pasión de sus súbditos, haciéndose amigo de unos y enemigo de otros [76].
El consejo de la neutralidad, reafirma Bodin, se vuelve todavía más importante cuando las causas de la sedición no son políticas, sino religiosas. En este caso, la posibilidad de granjearse enemigos particularmente acérrimos se convierte en un riesgo más que cierto, como lo enseña la historia de la Europa de las guerras de religión [77]. Ahora bien, más allá de haber puesto en claro que una alteración en las costumbres confesionales no implica un cambio en la estructura política profunda de la república, dada la importancia práctica que ostenta la religión[78], y los crudos altercados que pueden producirse si esos principios “intangibles” son sometidos a crítica o expuestos a la discusión pública, el soberano de una república que goza de uniformidad confesional debe disponer la prohibición de debatir acerca de religión. Tal como lo hacen los reyes de Oriente y de África[79].
Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la disensión se pasa a la duda. Representa una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener por intangible y cierto. Nada hay, por claro y evidente que sea, que no se oscurezca y conmueva por la discusión, especialmente aquello que no se funda en la demostración ni en la razón, sino en la creencia. Si filósofos y matemáticos no ponen en duda los principios de sus ciencias, ¿por qué se va a permitir disputar sobre la religión admitida y aceptada? [80]
Esa interdicción, agrega Bodin, se asienta en la opinión común de todos los teóricos políticos (incluso de aquellos catalogados de ateos), quienes coinciden en que ningún estado puede encontrar un sostén más sólido que el que le brinda la religión.
Los propios ateos convienen en que nada conserva más los estados y repúblicas que la religión, y que ésta es el principal fundamento del poder de los monarcas y señores, de la ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos, del respeto por los magistrados, del temor de obrar mal y de la amistad recíproca de todos. Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada como la religión, no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de las repúblicas. No se debe prestar oídos a quienes razonan sutilmente mediante argumentos contrarios, pues summa ratio est quae pro religione facit, como decía Papiniano”[81].
Cabe indicar que Bodin elude de modo explícito la difícil cuestión de la vera religio[82], dando a entender que en el terreno estrictamente político no importa tanto cuál de todas las religiones sea la verdadera, sino que el príncipe esté convencido de que ella lo es. No obstante, cuando un soberano cierto de su religión se encuentra ante la dificultosa tarea de regir los destinos de una república en los que la sedición confesional ya se ha instalado, de modo tal que no puede ser extirpada sin ocasionar en el mismo acto la ruina de la república, debe abstenerse de convertir a sus súbditos por medio de la fuerza. Por el contrario, afirma Bodin, el medio más efectivo y elevado que el soberano puede utilizar para atraer las voluntades de quienes no coinciden con su parecer es la sinceridad de su propio ejemplo. Es ésa, en efecto, la manera más perfecta de conducir a una república divida en facciones hacia el port de la santé[83].
Retomando en sus páginas algunos de los argumentos ya expuestos en aquel manifiesto inicial del partido de los politiques titulado Exhortation aux Princes (1561)[84], Bodin sostendrá que si el soberano utiliza la coacción para intentar torcer las conciencias de sus súbditos, o prohíbe la práctica de aquella religión con la que no concuerda, no hará más que empujar a muchos hacia el abismo del ateísmo [85]; el cual representa -como también señala el autor anónimo de la Exhortation- la enfermedad más peligrosa que pueda aquejar al cuerpo de una república. En efecto, sostiene Bodin -en un argumento que tendrá un largo derrotero durante la modernidad y que encontrará uno de sus más férreos oponentes en Pierre Bayle[86]-, si un príncipe se ve arrastrado hasta la posición de tener que decidir entre dos males, resulta claro que el de la superstición es preferible al de ateísmo. Por el mismo motivo en que “la tiranía más cruel es preferible a la anarquía” [87], es decir, por la misma razón por la que el peor de los órdenes es preferible al desorden generalizado, “la mayor superstición del mundo no es tan detestable como el ateísmo”[88]. Y esto por una simple razón: los supersticiosos, aun en su error y en sus excesos, siguen siendo temerosos de la justicia divina, último bastión del orden cuando se ha perdido el temor de los castigos prometidos por la humana. Por el contrario, poca injerencia podrán tener las leyes seculares en el ánimo de quienes ya no sienten ningún miedo ante las amenazas ultraterrenas, ni revelan ninguna esperanza al respecto [89]. Así, puesto que la incredulidad es concebida como una de las principales razones de la corrupción de las costumbres, el soberano “debe evitar el mal mayor [del ateísmo] si es imposible establecer la verdadera religión”[90].
Finaliza de este modo este capítulo en la que la posición politique que el angevino parece haber asumido frente al conflicto confesional se muestra en plenitud, es decir, en donde los intentos de respuesta a los desafíos de su propia época se materializan y revelan con mayor claridad. Resumamos con brevedad sus puntos salientes a fin de concluir este último apartado: cuando una confesión cuenta con la adhesión unánime de los súbditos de una república, el soberano debe impedir por todos los medios -incluso coactivos- que se inicien debates que puedan mancillar dicha creencia, vigilando con detenimiento el rol desempeñado por los distintos oradores y predicadores[91]. Por el contrario, si no ha contado con la previsión suficiente como para impedir la generalización de las divisiones, o si le ha tocado hacerse cargo del mando de una república ya dividida, debe desestimar el uso de la violencia, optando por convencer a los súbditos descarriados a partir de su propio ejemplo. En ambos consejos, más allá de las diversas consideraciones acerca del uso de la fuerza, Bodin nos revela una apreciación común: la verdad de la religión, al menos en el ámbito público, queda supeditada a la utilidad que de ella podamos extraer. Al ser un garante del orden, la religión asume un rol muy destacado en la administración de una república, por lo que, si resulta imposible mantener a los súbditos en la verdadera, al menos debe evitarse que caigan en el ateísmo, permitiendo que practiquen sin restricciones aquella confesión a la que libremente adhiera su conciencia.
3. Consideraciones finales
Sabemos que la novedosa concepción de la soberanía, más que cualquier otro elemento de la reflexión de Bodin, producirá un notable impacto entre los autores por la modernidad. En Inglaterra -donde sus libros adquirirán una pronta y amplia difusión [92]-, la République parece haber dado pie a la formulación de la teoría del derecho divino de los reyes, estimulando las reflexiones de Jacobo I y Robert Filmer [93], y su impronta en el pensamiento político de Thomas Hobbes es imposible de soslayar [94]. En Francia, es posible que sus ideas hayan contribuido a sentar las bases de la empresa absolutista del grand siècle, al tiempo que, durante el siglo de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau ampliará los límites del concepto posibilitando su tránsito hacia las discusiones contemporáneas [95].
Más allá de estas consideraciones, las que antes que el carácter perenne de la filosofía indican la posibilidad de resemantizar y reconfigurar los conceptos -permitiendo su reapropiación-, la intención que hemos perseguido a lo largo de este trabajo ha sido la ofrecer una exégesis de la posición asumida por Bodin frente al conflicto confesional desde su propio contexto histórico, político e intelectual. En palabras de Stephen Toulmin, hemos intentado “interpretar las ideas del pasado en términos de unos intereses que fueron percibidos como «relevantes» en la época en que fueron debatidos por primera vez” [96], pues creemos que con ello no sólo es posible comprender con mayor precisión y claridad las producciones filosóficas del angevino -como posibles intentos respuesta a los desafíos políticos e intelectuales de su época. Sino también, y principalmente, volver a poner de manifiesto los vínculos que pueden trazarse entre la historia, la filosofía y la historiografía de la filosofía.
[1] Datos académicos: Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires; Docente ordinario del Departamento de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral; Becario Postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). E-mail: manueltizziani@gmail.com.
[2] Véase Bodin, Jean: La methode de la histoire, Paris, Societe d’Edition “Les Belles Lettres”, 1941, p.XXXVIII.
[3] En efecto, las reflexiones que se incluyen en el presente trabajo han sido desarrolladas con mayor amplitud en nuestra reciente Tesis doctoral en Filosofía: Ante el desafío de vivir con otros. Controversias en la prehistoria de la tolerancia moderna: Castellion, Bodin, Montaigne (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, marzo de 2015).
[4] Toulmin, Stephen: Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Barcelona, Ediciones Península, 2001, p.19.
[5]Ibíd, p.60.
[6] Ibíd, p.61.
[7] Ibíd, p.34.
[8] Ibíd, p.19.
[9] “Meaning and understanding in the history of ideas”, redactado originalmente en 1967, apareció por primera vez en la revista History and Theory, 8, 1969, pp.35-53. El texto que aquí tomamos como base es una versión “extensivamente revisada” de aquella primera, la que se halla incluida como el capítulo 4 de Skinner, Quentin: Lenguaje, política e historia, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, pp.109-164. También hemos tomado de allí los artículos incluidos como capítulos 5 y 6: “Motivos, intenciones e interpretación” (pp.165-184) e “Interpretación y comprensión de los actos de habla” (pp.185-222)
[10] Las versiones con las que hemos trabajado son las siguientes: La libertad antes del Liberalismo, México, Taurus, 2004, y El nacimiento del Estado, Buenos Aires, Gorla, 2003.
[11] Rinesi, Eduardo: “Prólogo”, en Skinner, Quentin: Lenguaje, política e historia, ob.cit., p.10.
[12] Ibíd, pp.10-11.
[13] Autor de otro fundacional artículo: “Reflections on the history of ideas”, Journal of the History of Ideas, I, 1940, pp.3-23.
[14] Rinesi, Eduardo: Ob.cit., p.11.
[15] Skinner, Quentin: “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, ob.cit., p.148
[16] Al respecto, véase Austin, John: Cómo hacer cosas con palabras: Palabras y acciones, Barcelona, Paidós, 1982.
[17] Bravo Gala, Pedro: “Estudio preliminar”, en Bodin, Jean: Los seis libros de la República, Madrid, Tecnos, 1997, p.XXXII.
[18] Véase Cardoso, Sergio: “«Uma Fé, um Rei, uma Lei». A crise da razão política na França das guerras de religião”, en Adauto Novaes. (Org.). A crise da razão política na França das guerras de religião, São Paulo, Companhia das Letras/Ministério da Cultura/Funarte, 1996, pp. 173-193.
[19] El principal ideólogo de esta particular representación de Bodin ha sido Julian Franklin, autor del célebre Jean Bodin and the Rise of Absolutist Theory, Cambridge, Cambridge University Press, 1973. Las tesis allí presentadas han sido puestas en cuestión por distintos autores, entre los que podríamos contar a Yves-Charles Zarka («Constitution et souveraineté selon Bodin» (Il pensieropolitico, 30, 2, 1997, pp. 276-286) y Mario Turchetti (“Jean Bodin théoricien de la souveraineté, non de l'absolutisme”, en Prosepri, Adriano et al. (Eds.): Chiesa cattolica e mondo moderno, Scritti in onore di Paolo Prodi, Bologna, Il Mulino, 2007, pp.437-455).
[20] Véase Skinner, Quentin: El nacimiento del Estado, ob.cit.
[21] Véase Bodin, Jean: Los seis libros de la República, ob.cit, I, VI, p.37. Citamos la obra de Bodin conforme a la edición y traducción de Pedro Bravo mencionada más arriba; no obstante, también hemos tenido a la vista la versión original editada por Gérard Mairet: Les six livres de la République, Paris, Librairie générale française, 1993. En base a ella, hemos introducido algunas mínimas modificaciones. En adelante, República.
[22]República, I, II, p.18.
[23] Pues es evidente que no hay República si no hay res publica. Véase República, I, II, p.17.
[24] República, I, II, p.17.
[25] República, Prefacio, pp.3-4.
[26] República, Prefacio, p.5. Esta idea volverá a aparecer cuando Bodin trace una comparación entre las tres formas de república legítimas (el estado popular, la aristocracia y la monarquía), e indique a la monarquía como la más natural: “No es necesario insistir mucho para mostrar que la monarquía es la forma república más segura, si se considera que la familia, que es la verdadera imagen de la república, sólo puede tener una cabeza, como ya he mostrado. Todas las leyes naturales nos conducen a la monarquía, tanto si contemplamos el microcosmos del cuerpo, cuyos miembros tienen una sola cabeza, de cual depende la voluntad, el movimiento y las sensaciones, como si contemplamos el universo, sometido a un Dios soberano”. República, VI, IV, p.291.
[27] República, Prefacio, p.5.
[28] República, Prefacio, p.6.
[29]República, Prefacio, p.5. Bravo Gala ha señalado con razón que este furioso “anti-maquiavelismo” expresado por Bodin en las páginas del Prefacio “tendría un carácter polémico y circunstancial, sin ser necesariamente expresión de un desacuerdo teórico fundamental” (Ob.cit., p.XLII) entre el florentino y el angevino. En efecto, no puede olvidarse, que una de las críticas más fuertes que recibirán en la época los propios politiques es la de ser “discípulos de Maquiavelo”, al buscar supeditar la religión a la política, dando prioridad al orden por sobre la verdad.
[30] República, II, IV, p.100.
[31]República, Prefacio, p.6.
[32] Para considerar con más detalle esta situación, véase Skinner, Quentin: Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, FCE, 1992, II, p.248 y ss.
[33] Skinner, Quentin: Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Ob.cit., p.314.
[34] República, II, V, pp.105-106.
[35] República, II, V, p.105.
[36] República, II, V, p.105.
[37] República, II, V, p.106.
[38] República, Prefacio, p.6.
[39] República, Prefacio, p.6.
[40]República, Prefacio, p.4.
[41] En tal sentido, cabe señalar que sesgo “anti-utopista” de Bodin es elocuente desde las primeras páginas: “Sin embargo, no queremos tampoco diseñar una república ideal, irrealizable, del estilo de las imaginadas por Platón y Tomás Moro, Canciller de Inglaterra, sino que nos ceñiremos a las reglas políticas lo más posible. Al obrar así, no se nos podrá reprochar nada, aunque no alcancemos el objetivo propuesto, del mismo modo que el piloto arrastrado por la tormenta o el médico vencido por la enfermedad, no son menos estimados si éste ha tratado bien al enfermo y aquél ha gobernado bien su nave”. República, I, I, p.12.
[42] República, I, VIII, p.47. Aunque el carácter indivisible no sea resaltado en la primera definición, los análisis posteriores que realizará Bodin, y a los que referiremos más abajo, dejarán en claro que esta tercera característica también resulta clave para comprender el carácter específico del poder soberano.
[43]“Digo que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a uno o a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido éste, no son más que súbditos. Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal poder, ya que sólo son sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe revocarlos. Es éste quien permanece siempre en posesión del poder”. República, I, VIII, pp.47-48.
[44] República, I, VIII, pp.51-52.
[45] República, I, VIII, p.49. Para una caracterización más detenida de este poder soberano, véase Bobbio, Norberto: La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. México, FCE, 2008, p.80 y ss.
[46] Desde esta óptica, la ciudadanía no es más que una obligación mutua -de protección y obediencia- entre quien dicta la ley y quien la cumple. Véase República, I, VI, pp.39-41.
[47] República, I, VIII, p.52.
[48] República, I, VIII, pp.52-53.
[49] República, I, VIII, pp.53-54.
[50] República, I, VIII, p.56.
[51] República, I, VIII, p.57.
[52] República, I, VIII, p.63.
[53] “En la monarquía, cada uno en particular, y todo el pueblo, como corporación, debe jurar observar las leyes y prestar juramento de fidelidad al monarca soberano, el cual sólo debe juramento a Dios, de quien recibe el cetro y el poder”. República, I, VIII, p.58.
[54] República, I, X, p.72.
[55] República, I, X, p.73.
[56] República, I, X, p.74.
[57] República, I, X, pp.75-76.
[58] República, II, I, pp.88-89.
[59] República, II, I, p.89. Es Pedro Bravo quien indica que estas reflexiones aluden, en términos generales, a aquellos teóricos “monarcómanos” que postulaban que la monarquía francesa se constituía como un régimen mixto. En particular, a la obra de Bernard de Girard Du Haillan (1535-1610) titulada De l’estat et succez des affaires de France (1570).
[60] República, II, I, pp.91-92.
[61] República, II, I, p.92.
[62] República, II, II, p.94.
[63] República, II, VII, p.113.
[64] “Llamo cambio de la república al cambio de estado, es decir, el traspaso de la soberanía del pueblo al príncipe, o de los poderosos a la plebe, o a la inversa. El cambio de leyes, de costumbres, de religión, o de lugar sólo representa una simple alteración, si la soberanía no cambia de titular”. República, IV, I, p.165. Subrayado nuestro.
[65] Bravo Gala, Pedro: Ob.cit., p.LXV.
[66] República, IV, VII, p.202.
[67] “No llamo facción a un puñado de súbditos, sino a una buena parte de ellos ligados contra los otros” República, IV, VII, p.203.
[68] He aquí, probablemente, un ejemplo de las lecturas maquiavélicas de Bodin. En efecto, en el capítulo III de su tratado, Maquiavelo había considerado como una característica distintiva de los príncipes virtuosos esta capacidad de previsión. Véase Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe, Buenos Aires, Losada, 2003, III, pp.69-70.
[69] República, IV, VII, pp.202-203.
[70] República, IV, VII, p.203.
[71]República, IV, VII, p.203.
[72] República, IV, VII, p.203.
[73] República, IV, VII, p.203.
[74] República, IV, VII, p.204.
[75] Véase República, IV, VII, p.206.
[76]República, IV, VII, p.205.
[77] “Si el príncipe soberano toma partido, dejará de ser juez soberano, para convertirse en jefe de partido y correrá riesgo de perder su vida, en especial cuando la causa de la sedición no es política. Así está ocurriendo en Europa desde hace cincuenta años, con motivo de las guerras de religión”. República, IV, VII, p.207.
[78] Nos encontramos aquí con otro elemento compartido con Maquiavelo, quien había señalado abiertamente el valor de la religión como instrumentum regni. Al respecto, véase Maquiavelo, Nicolás: Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Buenos Aires, Losada, 2008, p.84 y ss.
[79] República, IV, VII, pp.207-208
[80] República, IV, VII, p.207.
[81]República, IV, VII, p.208. Es claro que, con el término “ateo”, Bodin hace referencia a Maquiavelo, autor casi universalmente denostado bajo ese epíteto desde la aparición de El Príncipe.
[82] Asunto que el autor abordará con gran atención en su afamado coloquio de los siete eruditos. La mejor y más acabada edición de este texto es la que realizó François Berriot: Colloque entre sept scavans qui sont de different sentimens des secrets cachez des choses relevées. Traduction anonyme du Colloquium Heptaplomeres, texte présenté et établi par François Berriot avec la collaboration de Katharine Davies, Jean Larmat et Jacques Roger, Genève, Droz, 1984.
[83]República, IV, VII, p.208.
[84] Para una consideración más detallada de este opúsculo, véase Lecler, Joseph: Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma, España, Editorial Marfil, 1969 T.II, p.51 y ss.
[85] “Cuando no se obra así, quienes se ven impedidos de profesar su religión y son asqueados por las otras, terminarán por hacerse ateos, como se ha visto muchas veces”. República, IV, VII, p.209.
[86] Véase Bayle, Pierre: Pensées diverses sur la comète, Paris, Société Nouvelle de Librairie et d’Édition, 1911, § CXXXIII y ss.
[87] República, IV, VII, p.209.
[88] República, IV, VII, p.209.
[89] “Una vez que el temor de Dios desaparece, pisotearán las leyes y los magistrados y no habrá impiedad ni perversidad en la que no incurran, sin que ninguna ley humana pueda remediarlo”. República, IV, VII, p.209.
[90] República, IV, VII, p.209.
[91]República, IV, VIII, p.210.
[92] El historiador Richard Knolles realizará una primera traducción al inglés, bajo el título The Six Bookes of a Common-weale, en 1606. La misma estará basada en la versión latina de la République editada en 1586.
[93] Jacobo I sostendrá la teoría del derecho divino de los reyes en su The Trew Law of Free Monarchies (1597); Filmer hará lo propio en un breve texto titulado The Necessity of theAbsolute Power of all Kings and in particular of the King of England (1648).
[94] Entre los diversos aspectos que Hobbes tomará de Bodin puede resaltarse, precisamente, la consideración de la soberanía a partir de su carácter “indivisible”. Dicha herencia será explicitada por el autor inglés en su Elements of Law, Natural and Politic (1640). Véase Elementos de Derecho Natural y Político, Madrid, Centro de Estudios Políticos Constitucionales, 1979, II, VIII, 7, pp.345-346.
[95] Para un ágil repaso de la cuestión, véase Marramao, Giacomo: “Soberanía: para una historia crítica del concepto”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, N°29, 1989, pp.35-44.
[96] Toulmin, Stephen, Ob.cit, p.131