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Reseña de la obra de Montserrat Jiménez Sureda, Crist i la història. Els inicis de la historiografia eclesiàstica catalana en el seu context europeu.

 

Marina Romero Gómez.

 

Universitat Autònoma de Barcelona (España).

 

 

JIMÉNEZ SUREDA, Montserrat: Crist i la història. Els inicis de la historiografia eclesiàstica catalana en el seu context europeu, Universitat Autònoma de Barcelona, Bellaterra, 2014. 

 

            Crist i la història, ante todo, es un trabajo de reflexión y erudición. Un extenso balance sobre los inicios de la historiografía eclesiástica catalana en su contexto europeo, elucidando e interpretando cómo la Iglesia comenzó a esbozar su propia historia —desde sus orígenes hasta la Edad Media—, sin prescindir de una cierta, pero necesaria, <<dosis de iconoclastia>>. Montserrat Jiménez Sureda ha procurado, además, no fijar ningún grado de ortodoxia en el seguimiento de los conceptos eclesiásticos. Ni por parte de católicos, ni por parte de reformados. Ni entre soberanos, ni entre la plebe. Ad hoc, debemos ser conscientes de la “endosincrasia” reflejada en sus interpretaciones a lo largo del estudio, asumiendo el riesgo de no ser compartidas o, incluso, de divergir de los argumentos de ciertas autoridades académicas de primer orden. Del mismo modo, la obra también nos convida al dialogo, a todas luces imprescindible para el progreso académico.

            La obra que nos ocupa, para lograr un diálogo constante entre múltiples épocas y ubicaciones geográficas, se organiza mediante una división de capítulos hexapartita —con cierta apariencia académica— que le permitirá partir de lo genérico e ir a lo particular. Entre ellos, incluye: los precursores; un universo cristiano; la pobreza corporativa, los nuevos órdenes mendicantes y la historia; la militia christi; la efervescencia religiosa desde el mundo medieval; y, los herejes y disidentes, reflejos historiográficos de los enemigos de la fe. Contenidos que desvelan la necesidad de la autora por documentar tanto el contexto como otras manifestaciones literarias que lo acompañan para llevar a buen puerto este volumen de historia eclesiástica.

            No obstante, y pese a que todas estas secciones representan un papel imprescindible para el resultado final de la investigación, cada uno de los apartados que se recogen podría tener sentido por sí mismo en el ámbito específico al que hace referencia. Motivo por el que la historiadora, ante el gran número de materiales recopilados, se ha visto, ocasionalmente, obligada a recurrir a la generalización para lograr una síntesis bibliográfica. Por lo que, ante esta constante de <<más omisiones que presencias>>, buena parte de los epígrafes de este libro poseen, también, un juego de artículos; como por ejemplo El nacimiento de géneros y especialidades de la historia moderna universal en la antigua Grecia (2011) o Conceptos de la Grecia antigua en la historia moderna universal (2013), localizables en revistas como Manuscrits, La Razón Histórica, Intus-legere, Cuadernos Dieciochistas oÁbaco.

            De este modo, partiendo del concepto de historia empleado por Cicerón —definida como testimonio de los tiempos, luz de la verdad, recuerdo de la memoria y maestra de vida—, se nos presenta el “mensaje de la antigüedad”. Un patrimonio intelectual que encontraría su albor en la Grecia clásica, y seguiría gestándose mediante una simbiosis con la cultura latina, hasta afectar a los historiares ulteriores con su metodología, estilo y géneros de escritura (anales, panegíricos, genealogías, memorias autobiográficas, registros de rituales o epistolografías). Sin embargo, sería un error olvidar en el tintero otra influencia para la historiografía cristiana equiparable a las anteriores: la hebrea. Ya que, aunque difiera respecto a la filosofía con la que los romanos cubrían su análisis del pasado, los hebreos acabarían repercutiendo en la historiografía eclesiástica mediante su concepto de historia lineal y finalista. Sin ir más lejos, de origen judío son los libros que se interpretarían como Sagradas Escrituras y que constituyen la base del cristianismo. 

            Contenidos que la autora conseguirá sistematizar temática y cronológicamente, permitiéndonos adquirir una visión más completa de su enorme riqueza literaria y propiamente historiográfica. La historiografía medieval, grosso modo, podríamos caracterizarla por su gran variedad en cuanto a géneros históricos se refiere, así como por la permeabilidad y retroalimentación de éstos mismos, que modificarían la representación del pasado dependiendo de si el mensaje se presentaba a través de los martirologios, pasionarios, legendarios, flos sanctorum o milagros, santorales y hagiografías, catenas, florilegios y coronas, episcopologios, abaciologios, o bien libros pontificales. Todos ellos gozarían de su momento de esplendor y presentarían unas ciertas particularidades, que la historiadora ha sido capaz de analizar a lo largo de un extenso número de páginas. Por citar un caso particular, me detendré en los martirologios que, debido a su simbolismo asociado a los orígenes, se tratarán mediante las figuras de los protomártires san Esteban y santa Tecla, cuyos martirios y milagros, así como los de los demás santos, sustituirán las gestas heroicas anteriores convirtiéndose en la nueva épica del cristianismo. 

             No obstante, estos precursores no sólo son la centella para los géneros historiográficos posteriores —ya mencionados—, sino que, asimismo, debemos reconocerles su trascendencia o relevancia en cuanto a conceptos como el derecho de resistencia. Ejemplificado mediante el hito de Cristo (que resultó ejecutado por ejercer el derecho de resistencia pasiva), que fundamentó así un cúmulo de revoluciones medievales de Occidente, dando paso a una nueva época, tiempo, valores, cultura y moral. Ciertamente, el cristianismo trajo consigo un cambio de concepción filosófica en el ámbito historiográfico. En la presente obra se nos mencionarán algunas de sus manifestaciones, que distan de limitarse a la humanización de la historia y de conceptualizar textualmente el concepto de persona.

            Por ende, resulta estimable la valoración de los niños como sujeto historiográfico, y, en este sentido, los Evangelios de la Infancia mostrarían cómo se humanizó a los personajes más vulnerables; llegando hasta el punto de que las vidas de los santos infantiles (como san Ramón Nonato, 1204-1240) ocuparían un lugar por excelencia entre las hagiografías más populares de la Edad Media. Por otra banda, lo hallaríamos nuevamente en los innovadores modelos de mujer, convertidas en epicentros de la fe transmitidos a partir de la evangelización doméstica, y encarnados en personalidades como santa Mónica o la princesa Teodolinda; que, como muchas otras féminas, devendrían exempla para sus hijos. Así, numerosas madres fueron santificadas y enaltecidas como modelo, Santa Elena de Constantinopla (250-329) es una de ellas. Como también lo fue la misma Madre de Dios, María. Ejemplo supremo de conducta correcta (muestra de ello son Las vidas de la Madre de Dios) y artífice de la historificación de Cristo, ya que permitió la fusión entre teología e historia en la figura del niño Jesús. 

En cualquier caso, estas últimas consideraciones permiten apreciar que, para Montserrat Jiménez Sureda, las mujeres no son únicamente sujetos circunstanciales de la estructura patriarcal. Algo que volverá a repetirse al seguir su tónica de equiparar siempre las producciones historiografías masculina y femenina generadas por las órdenes mendicantes y militares. De este modo, entre las ordo praedicatorum, destacan los dominicos, con exponentes como Julianna Morell, Hipòlita de Rocabertí, Santiago de la Voràgine, o Nicolau Eymerich; los franciscanos, con sus homónimos Duns Escoto, Roger Bacon o Guillermo de Ockham; los carmelitas, cuya presencia ha sido igualmente notable en todas la épocas, entre los que se cita a Felip Ribot, Juan de Hildesheim, Bernardo Olerio, o Juan Bautista Mantuano y, de los cuales, en España surgiría una de sus ramas más potentes: los carmelitas descalzos. Otros órdenes encontrarían su espacio en este estudio, como los hospitalarios de San Antonio, los servitas, los jerónimos y los capuchinos. Pero, independientemente de todo aquello que caracteriza íntimamente a cada orden, considero relevante la versatilidad que disponían para comunicarse con los estratos que sólo entendían lenguas vernáculas, mediante los goigs, por ejemplo, que se han llegado a identificar con el alma catalana, y siguen componiéndose hoy en día en honor a las llamadas “fes de substitución”.

            La otra cara de esta misma moneda se desarrollaría a lo largo de una antinomia, el ensamblaje entre oratores y bellatores. Algo que resultaría complicado de entender sin tener en cuenta el concepto de malicidium de san Bernardo, que justificaba tanto la existencia de las órdenes militares como de las mismas cruzadas. Pese a que no suelen ser analizadas en conjunto, todas y cada una de ellas (del Templo, Nuestra Señora de Montesa y Calatrava, Alcántara, Santiago, o la Mercè —hasta 1725—), contó con la presencia de sus cronistas, posibilitando así las disputas historiográficas entre las comentadas comunidades. Pese a que su póstumo reflejo escrito sólo sea una mínima parte de las pugnas, tuvieron muchas otras expresiones simbólicas, gestuales u orales.

            Evidencias como la anterior justifican que los siglos que ocupan entre el XI y el XV fueran muy efervescentes en cuanto a fundaciones y reformas de comunidades religiosas se refiere. Una cosa estaba clara: la religión era el espíritu de la Edad Media, y como tal, la articuladora de los diferentes grupos sociales. Precisamente será este hecho global lo que prestará tanta relevancia a las herejías respecto de una ciega obediencia a Roma. Es más, parte de ellas representan el reflejo de la transición al plano ideológico de la pugna entre el máximo representante del poder eclesiástico y los emblemas supremos del poder civil. Son diversas las manifestaciones, aunque en la obra que nos ocupa las encontraremos de la mano de los milenarismos –movimientos, por otro lado, no exclusivos del cristianismo.  Fraticelli y apostólicos, cátaros y albigenses, guillermitas, valdenses, beguinas y begardos, o husitas, encuentran un lugar entre las páginas de este libro.

            En este sentido, el trabajo también incluye la producción historiográfica generada desde conceptos como la ortodoxia y la disidencia; incluyendo, de igual modo, los ecos historiográficos de los considerados <<enemigos de la fe>>, tanto los elaborados por los representantes de la ortodoxia como por los heterodoxos. De este modo, podemos entender porque se promueve una serie de crónicas contra los cátaros, que ayudan a fijar la ortodoxia dentro de un paradigma aceptado y promocionado por aquellos que gozaban del poder en aquel momento histórico concreto. Los poderosos, en su objetivo de cercenar las minorías, se valdrán de las circunstancias coetáneas (la contraidentidad judía, sin ir más lejos), como cemento cohesionador de su proyecto. Éste quedará así plasmado en la música, pintura o escultura, y sobre todo, mediante la vía oral o escrita, advertida con la aparición del género literario conocido como adversus iudaeos (con temáticas que hoy forman parte del folklore europeo como los libelos de sangre), que tuvo lugar en todas las épocas (también la contemporánea) y lenguas (también la catalana). 

            El estudio llegaría a su fin con un análisis sobre la tolerancia historiográfica respecto a las minorías (muestra de ello es la biografía de Angelo da Clareno) y una reflexión sobre el papel de la lengua. El latín llegaría a ser la lingua sacra, motivo por el cual se desestimaron las traducciones bíblicas en el Concilio de Trento y por el cual la autora, mostrando su faceta más literaria, dirá que aquellos que lo dominan tienen la llave del reino de los muertos.  

La historia descrita de los “grandes relatos” contribuye a generar historias comunes. Sin embargo, en buena medida, éstas también se ven afectadas por los incesantes procesos de distinción académica que han imperado, tanto en las humanidades, como en les ciencias sociales. Con todo, lo cierto es que las limitaciones de la historiografía catalana se han manifestado tradicionalmente en un vacío global respecto a su aportación a algunos de los grandes temas de la historia universal. A pesar de lo dicho, la historiografía catalana, en las últimas décadas, ésta está gozando de un boom virtuoso, relegado durante tiempo a la periferia por los intereses de los propios historiadores; y —así como también ocurre con la historiografía española— sigue tratando de superar una situación de desventaja económica respecto a algunas homónimas europeas.

            Una pretensión que no carece de dificultad, pues, así como la misma autora nos confiesa, hacer historia de la historiografía es hacer historia desde un <<ángulo diverso>>. Motivo por el que, quizás, y no sólo por seguir la tónica medieval, se decanta por la elección de uno de los fragmentos de la creación del libro del Génesis como cita de apertura de este vademécum: I la llum va existir. Siendo toda una declaración de intenciones y, a su vez, una alegoría de lo que este mismo trabajo representa: claridad. Una cualidad que, de un modo u otro, implicaría un juego de luces y sombras; y de la que también se impregnaría la obra de Giorgio Vasari, San Luca dipinge la Vergine, que ilustra la portada del libro.      

            A modo de conclusión, considero que Crist i la història ha sabido evitar la tentación de los temas en boga y de las posturas intelectuales orgánicas, con el compromiso adicional de llevarlo a buen término mediante un estudio comparado. Porque comparar no es sólo una forma intuitiva de proponer o repensar cuestiones, sino que se trata de una oportunidad singular para poner en tela de juicio nuestra propia historia junto a sus desafíos y límites. Una iluminación recíproca, además de un indicio de que la disciplina historiográfica catalana se ha vuelto, en este volumen, a la vez, más competitiva y más prudente. Porque si algo debemos suponer es que el título conlleva implícita la idea de que, efectivamente, existieron una historia y una historiografía catalanas; es decir, una tradición vinculada a la experiencia y cultura propias.

            Pienso, también, que las lecturas aquí encontradas pueden contribuir a recalcar de qué modo la historia eclesiástica está, todavía hoy, lejos de cierta historiografía reiterativa y es uno de los filones más prometedores —y, para algunos, más estimulantes— de la historiografía actual. En este sentido, no debemos olvidar que siempre podemos hacer preguntas con nuevos ojos a materiales que creímos consumidos, algo que Montserrat Jiménez Sureda advierte mediante estas palabras: <<un estudi sobre historiografia no s’acaba mai>>.

 

 



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