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Nacionalismo e Imperio. Reflexiones de la mano de Alain de Benoist y Guillaume Faye.

 

Carlos Javier Blanco Martín.

Doctor en Filosofía (España).

 

Resumen.

Presentamos una serie de reflexiones sobre la evolución del concepto de nacionalismo y nación, en el contexto de una teoría confederativa de la Civilización Europea en la que se combinen las lealtades locales, regionales y nacionales con el soberanismo unificado de un Imperio (aglutinante) europeo.

Palabras clave: nación, nacionalismo, Imperio absorbente, Imperio aglutinante, Civilización.

 

Abstract.

We present a series of reflections on the evolution of the concept of nationalism and nation, in the context of a confederal theory of European civilization in which local, regional and national loyalties with the unified European Empire (binder) sovereignism will be combined.


Key words: nation, nationalism, absorbent Empire, binder Empire, Civilization.

 

 

  1. Concepto de nación y nacionalismo. Breve recorrido.

Es un lugar común la condena del nacionalismo. La condena proviene de la derecha, de la izquierda y del centro. En realidad, es muy ambiguo el término “nacionalismo”, y de ahí tantas clases de condenas, no siendo ambiguo, en cambio, el concepto de nación. En aquellos países donde existe un nacionalismo centrífugo, separatista (el caso de España), la terminación “-ismo” ya alude a una tendencia, a una corriente, a un movimiento o a una ideología. Sin embargo es la raíz misma de la palabra, “nación” la que presenta una absoluta claridad por encima y más allá de las ideologías.

Es la nación lo más cercano, carnal y concreto en la experiencia de los individuos, al menos para las personas pertenecientes al continente europeo. Nación, evidentemente, viene de nacer. Las naciones, ya en tiempos medievales (siglos nada “nacionalistas”, desde luego) eran las patrias de orígen de las personas. En cada patria habría fueros, usos, lenguas y peculiaridades, pero la Cristiandad constituía la comunidad universal a la que todos se sentían vinculados de una forma fundamental. Fueron la modernidad, el racionalismo, el auge del Estado absoluto, los procesos que prepararon las condiciones para convertir esas patrias carnales y de procedencia en entes sustantivos por los que luchar, morir, matar. En el medievo, donde las diferencias culturales entre cristianos occidentales eran mínimas, las lealtades se fijaban con respecto a la Fe y a los Señores (reyes o nobles) legítimamente soberanos. Los pueblos sólo comenzaron a prestar lealtades, juramentos, o a ejercer derechos colectivos, en una fase del medievo bien tardía, justamente en el momento en que las ciudades habían recobrado cierto desarrollo y fueron instituídas entoncoes como repúblicas, autogobiernos plenos en su casco urbano y su alfoz.

Pero la existencia de una nación más amplia que todas esas “repúblicas” medievales, comienza realmente a raíz de la Revolución francesa. Ese momento en que a los monarcas se les retira su exclusividad en la Soberanía, y se les retira todo derecho patrimonial sobre territorios y gentes. La “voluntad general” absoluta de Rousseau es el sustituto del Monarca como voluntad unipersonal absoluta. En medio del Soberano y el Pueblo los adeptos a Rousseau no reconocen cuerpos intermedios. Desaparece poco a poco la legitimidad y la razón de ser de aquellas corporaciones que eran autónomas con respecto al Rey, y que la Corona debía aceptar como realidades necesarias, órganos vitales del cuerpo político. Los gremios, la familia, el concejo o municipio, las asambleas regionales y eclesiásticas, todo ello quedará algamado y reunido dentro del “Pueblo” o dentro del “Estado”. Un Estado “popular”, siguiendo la estela de Rousseau y de la Revolución, es necesariamente un Estado absoluto. Ya no habrá una cabeza coronada, pero sí habrá un caudillo, un directorio, un Partido, una Asamblea, una entidad más o menos colegiada que se arroge el anterior carácter absolutista del Estado monárquico. El Rey es ahora un “Primer ciudadano” o, bien será sustituído por un colegio de déspotas, pero en ese Estado popular no se reconoce en la nación una organicidad propia, previa, con sus elementos y corporaciones ya dotados de legitimidad.

Hoy, cuando empleamos la palabra “nacionalismo” nos olvidamos de la nación como cuerpo intermedio entre el Soberano y el “pueblo”. Nos dejamos llevar por la idea revolucionaria, en su origen, según la cual la nación es ese mismo Pueblo sustantivado, homogéneo, a modo de amalgama de mónadas autárquicas, cuyo voto, discreto y puntual, da lugar a una Voluntad soberana igualmente autárquica. El triunfo aplastante del liberalismo y del democratismo nos ha cegado, y nos conduce inevitablemente a entender que la Nación es ese agregado de mónadas, y una mónada en sí misma. El liberalismo de raigambre británica, y el democratismo (o jacobinismo) de raíz gala fueron introducidos en suelo hispano, en las Españas, tanto en las Españas europeas como americanas, por obra de bayonetazos y cañonazos. Sin embargo, la existencia misma de las guerras carlistas, y de un fuerte movimiento “tradicionalista” en nuestro país, demuestran claramente que tales “-ismos” extranjeros no se adaptaron bien a nuestro suelo y a la idiosincrasia de nuestros pueblos. Los pueblos de “Las Españas”, valga este plural para afirmar la pluralidad dentro de una unión, se encontraban en el siglo XIX en un estado mental mucho más semejante al de los pueblos centroeuropeos de la misma época: muy acostumbrados a una idea federativa y diferencialista de Monarquía, sin perjuicio de valores como lealtad al Poder legítimo o fraternidad entre pueblos vecinos y hermanos.

Es la tradición federalista y “simbiótica” que, últimamente, ha reivindicado Alain de Benoist en su estudio sobre Althusius (ese gran desconocido, frente a Bodin, Hobbes, Rousseau, etc.), la que podría ayudarnos a entender nuestras Españas así dichas, en plural.[1]

La construcción de entidades políticas superiores nunca debe suponer la anulación de las entidades naturales preexistentes. Nación, volvemos a repetirlo, viene de “nacer”, nación es naturaleza; Estado o Imperio, por el contrario es política. Las entidades políticas son obra del hombre, son “cultura” o “civilización”, fábrica humana y realidad de segundo orden por cima de las partes materiales constituyentes, realidades étnicas, comunidades religiosas, regiones y países. El mismo absolutismo con que el Monarca proclamó “El Estado soy yo”, lo encontramos en ese tipo de nacionalismo que entiende el Estado como una expresión inmediata de una Etnia: “El Estado somos nosotros”. Los Estados de Europa son, en general, de origen multiétnico: son fruto de la unión de etnicidades distintas, una unión en la que el linaje de los señores (reyes y nobles) o la acción eclesiástica eran decisivos, por cima y más allá de las partes materiales conformantes. Al no ser “nacionalistas” ni los reyes, ni los nobles, ni los pueblos ni los eclasiásticos, al no haber “nacionalistas” en sentido alguno de la palabra en la Edad Media, ésto permitió a los actores, precisamente, ir edificando las futuras naciones, creando reinos. Y los reinos medievales eran estructuras orgánicas, que ya se alzaban sobre cuerpos intermedios dados. Los gremios, las ciudades, las congregaciones religiosas, las asambleas territoriales, los “estados”, eran órganos con los que el Monarca debía contar. La tradición del Pacto y de la Soberanía compartida existía en muchos lugares de la Cristiandad, también en Las Españas.

 

  1. Construcción europea y principio confederativo.

En la actualidad, las naciones europeas son muy pequeñas, y hace tiempo que se reconoce la necesidad de una unión o confederación. Sin embargo, el modelo que los grandes poderes financieros e industriales promueven para la construcción europea supone una merma de autonomía de los Estados-nacionales, especialmente en los aspectos económicos. La propia U.E., despótica en materia económica con sus “socios”, no parece ser, ella misma, un Poder distinto del poder multi-nacional. El capital americano, chino, petrolero-musulmán, etc. es el capital que controla la U.E., y la pone de rodillas. Tenemos una Unión Europea cada vez más impotente hacia el exterior, y más tiránica hacia dentro, hacia las patrias constituyentes.

Los pueblos de Europa, y más concretamente, de Las Españas, van sumiéndose en la desilusión con respecto a la idea federativa continental. Hemos caído todos en ilusiones creadas por burócratas que, a golpe de reformas jurídicas e institucionales, van fabricando un Ente supranacional que recorta soberanías nacionales, a la par que desdibuja y olvida las etnicidades y las regiones. Entre el viejo centralismo jacobino de las naciones “canónicas”, y la locura separatista de la Europa-mosaico, Europa es hoy una fantasía de burócratas, por no decir una falsa conciencia al servicio de las compañías transnacionales. En la crítica a Europa como sueño irrealizado y como unión en falso, todo el mundo lleva razón en su parcialidad, pues es objetivo el dato de que Europa como potencia decae; como civilización con moral y valores propios se hunde; como hermandad de pueblos afines, fracasa. Llevan razón los defensores de la nación-estado (en España, los “españolistas”) cuando observan la merma de Soberanía nacional a cambio de beneficios muy dudosos. Llevan razón los defensores del separatismo y del regionalismo, cuando dicen que la U.E. es ciega, en el fondo, a los intereses territoriales y derechos colectivos sub-estatales. Llevan razón los defensores de una “Europa nación”, unida, cuando denuncian que, en realidad, prima la plutocracia y la unión meramente mercantil, sojuzgada, además a los norteamericanos y al Capital internacional que, como tal Capital es un “dinero que no huele”, es decir, que en rigor no tiene patria. La crisis de identidad que padecen los europeos en general se exacerba especialmente en las Españas, lugar en que las masas se sienten, progresivamente, desafectas a todo ideal de patria y de pertenencia a la Civilización.

 

  1. Las Españas y el Imperio como idea.

Hasta la venida del industrialismo y de la “lucha de clases”, los españoles de todas las regiones percibían con naturalidad su doble lealtad al Trono y al Altar, a pesar de la falta de ejemplaridad de muchos representantes de ambas instancias, las cuales llenaban todo el espacio de la Autoridad, un espacio que después, al norte de los Pirineos, será ocupado de un “nacionalismo” de corte populista. A pesar de que hoy los liberales y socialdemócratas han llegado a ponerse de acuerdo en señalar 1812 como fecha inicial de una “España nación”, obviando todo el proceso realizado las monarquías medievales, culminado en la conquista del último reino moro y la unión y anexión de las Coronas peninsulares (a excepción de Portugal), ha de reconocerse que los procesos “nacionalitarios” en España fueron incompletos, irregulares, contestados. La voz del carlismo, con su reivindicación foral y su oposición al centralismo jacobino (amén de corrupto) fue acallada, y lo sigue siendo. La tradición carlista, el “Tradicionalismo”, conducía a otra índole de Estado basado en un confederalismo que no comprometía la lealtad a la Corona (siempre que la rama dinástica fuera la legítima) ni la integridad unionista de Las Españas, de muy otra manera a como el republicanismo federalista propugnaba.

Precisamente la apelación a una “Tradición” hacía referencia a lo que nuestros mayores nos habían “entregado”. La Cristiandad común a todos los reinos ibéricos, desde su núcleo inicial asturiano, y su vocación unitaria en lo que respecta a la expulsión del invasor (árabe, sirio y bereber, en cuanto a lo étnico, musulmán en cuanto invasor, como elemento humano religiosa y culturalmente alógeno) fueron la base de Las Españas. Españas étnicamente diversas –pero no en extremo- al punto de orígen de las mismas, pero muy próximas en materia cultural y religiosa. La propia configuración de las Españas a fines de la Edad Media –bien expresada en la etapa de los Reyes Católicos- es análoga en todo al modelo germánico imperial. Este modelo germánico conllevaba la diversidad jurídica de territorios y vínculos con respecto a la Corona, la concepción de una Corona directora de esa heterogeneidad bajo el precepto de máxima lealtad a la Autoridad y máxima descentralización. Justamente lo que hoy nos falta en el “Estado de las Autonomías” español, donde la descentralización no ha evitado la duplicación de funciones con relación a la Administración Central, y en donde la lealtad brilla por su ausencia en algunas de las Comunidades autogestionadas. Ahora que las naciones europeas sin duda se han vuelto muy pequeñas e impotentes antes los imperios regionales del planeta (EEUU, Rusia, China, Países Árabes), la aparición de nuevos “reinos de taifas” dentro del Reino de España podrá tomar una coloración siniestra, trágica.

La propuesta de Alain de Benoist y de buena parte de la (mal) llamada “Nueva Derecha” consiste en reivindicar el Imperio –en el sentido medieval del Sacro Imperio Romano Germánico- como unidad de la diversidad, como síntesis conciliadora de la Institución monárquica y la multitud de ciudades, principados y repúblicas constituyentes. Se trata de una propuesta basada en diversos principios fundamentales: (1) Jerarquía: la unidad supranacional contiene el máximo de soberanía, en el sentido schmittiano, decisión sobre las cuestiones últimas, (2) Subsidiariedad, en el sentido de que aquellas cuestiones que puedan ser resueltas de manera eficaz por la escala más local de la soberanía, deberán quedar relegadas a ella, evitando injerencias por parte de la más alta. A tales principios hemos de añadir por nuestra parte (3) Solidaridad: las unidades conformantes del Imperio están obligadas entre sí a prestarse ayuda y a sostener una defensa común ante agresiones externas.

La tradición que Benoist reivindica, la de Althusius, es la de un Imperio que nosotros hemos dado en llamar “aglutinante”[2]. Esto es, un catalizador, un sintetizador de las disparidades, aunándolas bajo un proyecto común. A lo largo de la Edad Media, la Cristiandad europea occidental –Cristiandad fáustica, la podría llamar Spengler- fue un universo en este sentido. La idea del Imperio investido de sacralidad, en pugna dialéctica, en bicefalia y en complementariedad con el Papado, es la heredera directa de la más vieja idea indoeuropea de una realeza sacra. Los reinos de las Españas, en independencia con el Sacro Imperio Romano Germánico, conformaron en esta parte del occidente cristiano exactamente la misma idea: una unidad en la diversidad, una “simbiosis” (Althusius) con un destino común. En nuestro caso fue la expulsión de los extranjeros islamitas que mantenían su yugo sobre la Península. En un buen resumen de las ideas de Benoist al respecto, leemos:

“Todo imperio comienza en principio por la alianza orgánica de algunos elementos. El contagio se extiende luego al conjunto. La desaparición de las naciones actuales, como paso previo a esta unión, constituye una utopía que impediría toda construcción europea imperial. Europa no es una idea abstracta, es una pieza de la geopolítica mundial. Europa no tendría sentido más que si se convierte en una potencia. La solución no se encuentra en negar la existencia de las naciones europeas en favor de las regiones únicamente, pues una asamblea ideal de pequeños enclaves roussonianos, sería presa fácil para las superpotencias, ni tampoco en negar la existencia de las naciones en favor de una sola nación. Entre el jacobinismo y el separatismo es posible una tercera vía”. [3]

 

En modo alguno el Imperio debe suponer la destrucción de las naciones. En esto consiste el concepto confederativo y aglutinante de Imperio, a diferencia del Imperio absorbente, esto es, la construcción basada en el predominio de un Estado sobre territorios conquistados que pasan a ser absorbidos como prolongación, periferia, provincia (palabra, provincia, que viene de “vencida”). En suma, Alain de Benoist realza el modelo germánico o althusiano frente al modelo romano. En éste último, una urbs, una ciudad-estado, ensanchada sucesivamente en forma de República e Imperio, imponía rígidamente sus formas a los países y gentes que se habían sometido a ella. El módulo de la urbs romana se tenía que multiplicar con pulcra exactitud y cuadratura a cada capital provincial, quedando el territorio circundante sometido a colonización, esto es, a diversos grados de aculturación. El provinciano queda, en el modelo romano, organizado verticalmente, en una jerarquía donde el hombre máximamente romanizado es quien detenta el poder y disfruta de los privilegios, y en el fondo ínfimo, el provinciano escasamente romanizado es, en realidad, un bárbaro sometido, un bárbaro intra-liminar.

El caso del Imperio Hispánico es paradójico. A lo largo del medievo se va formando una conciencia unitaria sobre la base territorial de una península que coincidía con la monarquía de los godos, grosso modo. También sobre la base de una religión cristiana compartida, que los hermanaba como una confederación frente a un enemigo común, los invasores y ocupantes de este mismo territorio, los musulmanes. No obstante lo cual, la especificidad foral, la integridad de cada una de sus Coronas –sin perjuicio de su unión a partir de los Reyes Católicos- permitió la pervivencia de un modelo Imperial al estilo germánico (mal llamado feudal): unidad de Corona, pero diversidad territorial en cuanto a leyes, representatividad, fisco. Ahora bien, como la Conquista de las Indias fue una empresa fundamentalmente castellana, el trasvase de un módulo dominante, multiplicativo, fue el trasvase de un módulo castellano (castellano a través de sus modalidades extremeñas y andaluzas, en gran medida) y con ello se reprodujo un estilo imperial “romano”, absorbente, en las Américas, en lugar de hacerse al modo aglutinante.

Aglutinar posee el sentido de aunar lo que puede ser, en sí mismo, semejante o dispar. Absorber, en cambio, posee el sentido de atraer las sustancias fluídas que rodean a un centro que las cautiva, las incorpora, les retira la independencia existencial y las enguye como partes materiales, no ya formales, del centro de absorción. Es evidente que el derrumbe de las culturas indias de las Américas ante los españoles –castellanos- fue un momento absorbente en la construcción del Imperio español, mientras que la anexión de las Asturias (1388), convirtiéndola en Principado, o la conquista de Navarra (1512), por ejemplo, fueron procesos aglutinantes, con independencia de los métodos empleados (aquí sólo hablamos del resultado, y no del procedimiento).

En la actualidad, la Unión Europa dista mucho de ser una verdadera Confederación de naciones hermanadas, un bloque continental-imperial que integre la máxima lealtad a un Poder Soberano, central, rector, y plena subsidiariedad, con un respeto escrupuloso a los ámbitos regionales y locales de autogobierno. Como dice Carlos Pinedo “entre el jacobinismo y el separatismo es posible una tercera vía” [4] .

Las naciones europeas, dotadas de una moneda común, de un espacio económico auténtico y de una defensa común, se proveerían de un poder ejecutivo, limitado a las cuestiones esenciales de la gran política del Imperio europeo. No hay ninguna necesidad de transplantar a Europa el modelo de Estado-nación, de tipo francés. Ningún pueblo lo aceptaría. Por el contrario, la modernización del modelo del antiguo Imperio romano-germánico, donde coexistían una esfera real y una esfera imperial, podría constituir la solución de la unidad europea. El modelo imperial permitiría a cada Estado definir sus instituciones políticas, es decir, su propio régimen, reservándose un escalón superior para la función propiamente imperial [5].

 

Con este modelo, es evidente que, en términos geopolíticos, Europa se convertiría en una potencia, y no en un mosaico de pequeños estados, controlados más o menos por el eje franco-alemán, que es lo que ahora tenemos. Un eje que, a su vez, se ve sometido a los intereses de potencias extranjeras, directamente, los E.E.U.U. e Israel, y, de manera muy significativa, los intereses del Capital transnacional. La debilidad de Europa, precisamente, reside en el rechazo de su tradición política, la del Imperio germánico (Sacro Imperio) y, entre nosotros, la de Las Españas. Un aparato burocrático elefantiásico, un despotismo sobre el poder local y regional, un abandono de la Soberanía nacional... todo lo que implica la U.E. a los ojos de sus pueblos es justamente lo contrario al proyecto Imperial aglutinante que formula el pensador francés.

En España, don Ramiro de Maeztu, el gran teórico de la Hispanidad, sostiene, avant la lettre, ciertas ideas confederativas y neogremiales que, años después, sostendrá la Nouvelle Droite. En su obra La Crisis del Humanismo[6], el pensador vasco sostiene ideas descentralizadoras, corporativistas, con vistas a ponerse en frente del marasmo en que se veía sumida Europa en su tiempo. Entre las causas de ese marasmo se encontraba el paso de una filosofía objetiva a otra de corte subjetivo, que Maeztu sitúa en torno al Renacimiento (Humanismo). Sorprendentemente, Maeztu no parece ser conocedor de la Filosofía Escolástica, o no la cita en su obra, ni tampoco se reclama heredero de Aristóteles y Santo Tomás, o de los grandes escolásticos españoles del Siglo de Oro, ni tampoco vincula sus concepciones distributivistas para el siglo XX con el concepto medieval de Imperio. Hubiera sido una vía de enriquecimiento teórico muy valiosa.

Las formulaciones pluralistas, confederales (a la vez que imperiales) de Alain de Benoist y otros pensadores neoderechistas han de ser combinadas con su planteamiento claramente regionalista y –en algunos casos- corporativista. Todo ello, inmerso en un inequívoco planteamiento identitario. Un Imperio aglutinante, descentralizado y participativo por la parte de abajo (gremial, regional, municipal), pero fuerte y dotado de autoridad (y poder militar) por la parte de arriba debe contar entre sus miembros a colectividades inequívocamente europeas.

No sirve el criterio geográfico puro: nunca sirvió. Ahora mismo, un Estado sólo formalmente laico, pero masivamente musulmán –Turquía- ocupa una parte de suelo europeo, y quiere ser miembro de la Unión Europea. Igualmente, hay musulmanes en los Balcanes. Son enclaves éstos que junto a la masiva emigración proviniente del mundo árabo-africano, pero moradora en Europa, pondrán en grave peligro la identidad colectiva de esta Unión, más necesaria que nunca, dentro de un mundo de múltiples potencias regionales:

A la región debe corresponder el enraizamiento y el afecto, a la nación el patriotismo, y a Europa el nacionalismo. Se trata de extender el principio espiritual y afectivo de solidaridad y pertenencia nacionales a los otros países europeos, pero limitándolo únicamente a éstos. En esta perspectiva, es inconcebible que cualquier pueblo forme parte de Europa. Únicamente entrarán a formar parte de Europa los pueblos del conjunto cultural, histórico y geográfico europeo. Esta concepción se opone a la doctrina de la CEE puramente contractual y mercantilista, que asimila Europa a una sociedad comercial (es el caso de la inclusión de Turquía e Israel)”[7].

 

Tras el fin de la II Guerra Mundial, las potencias con vocación universalista han jugado con la Geografía. La “Guerra Fría” que sucedió a la derrota del Eje fue –en rigor- el resultado de un reparto del mundo que intentaba eludir criterios civilizatorios y trascenderlos en función de criterios ideológicos. Fue así como la “Europa del Este” se equiparó a la Europa Comunista, y al “Occidente”, a incluir aquí no sólo la Europa Occidental con una Alemania dividida, sino las Américas, los países de la Commonwealth, etc., se denominó “mundo libre”. Pero Europa quedó escindida por algo más que por un telón de acero. Europa quedó hendida en su alma, y su territorialidad quedó desvinculada de sus bases anímicas, de su espíritu. Al dividirse ideológicamente, el suelo común (territorio y espíritu) de todos los pueblos europeos quedó enajenado. Para el liberal (pro-occidental) y para el comunista (pro-soviético), la base civilizatoria de los europeos fue simplemente una moneda de cambio, un elemento de trueque, una mercancía que se jugaba en el tablero de la lucha ideológica, la cual era puramente coyuntural y supereestructural, pues se trataba en realidad del equilibrio mundial de las dos superpotencias, E.E.U.U. y U.R.S.S.

 

  1. La Nación y la incrustación.

Hoy vemos, en su doble faz, las consecuencias de haber jugado con Europa y haber manipulado su “geografía” por motivos ideológicos y de geoestrategia foránea. En cuanto a la territorialidad, a este Continente se le va negando su identidad, su especificidad. Europa va camino de convertirse en un albergue de todos los pueblos de la tierra, huídos de las guerras, del hambre, pero también venidos por el señuelo de una Tierra de Promisión, Cuerno de la Abundancia, un supuesto Paraíso donde habrá para todos. El hecho incontrovertible es que las naciones de Europa se van segmentando en su interior, en cada barrio, en cada pueblo, y no hay tal cosa como la “integración”. Una vez se da el aumento de cierto porcentaje mínimo, en el cual la población alógena se diluye perfectamente en la población nativa, los extranjeros que traen consigo un universo cultural completamente distinto tienden al “comunitarismo”, esto es, a crear solidaridades con los de su misma procedencia, y el “guetto” pasa a convertirse en incrustación. Las incrustraciones tienden a crecer, y a ajercer su propia ley en el seno de ciudades y territorios, al margen de la ley y los valores del país anfitrión. Este grave problema ha sustituído a la “lucha de clases” como causa de fractura social e inestabilidad. Europa, a nivel territorial y cultural ya no posee la homogeneidad que le caracterizó durante milenios. En lugar de esto, hoy es un agregado de países que contienen, a modo de mosaico y no de sistema, una miríada de incrustaciones que –por su mayor celo pseudorreligioso, islamista- van cubriendo la totalidad de la sociedad y del tierra. Las incrustaciones, ésto no debe olvidarse, se encuentran coordinadas bajo un proyecto universalista de sometimiento. El “Islam” (sumisión) no reconoce verdaderas fronteras, etnicidades, razas, patrias. Estas incrustaciones en la Cultura Europea, de tradición Cristiana, tienen como objetivo invertir la balanza, inclinar el peso de la balanza hacia el otro lado, del cristianismo al islamismo. Para ello se cuenta con una condición necesaria: el indiferentismo hacia la religión y hacia la tradición de buena parte de la masa europea, progresivamente desenraizada y aculturizada. La Globalización y la Islamización se realimentan recíprocamente.

Algunos análisis sobre el Cristianismo a cargo de la llamada “Nueva Derecha” entran en el terreno del extremismo, pese a su acierto y su gran capacidad crítica (analítica) de fenómenos tales como la colonización cultural norteamericana o la imposición islamista. En una línea nietzscheana y neopagana, se culpa al Cristianismo de haber propiciado una homogeneización y nivelación social entre los pueblos de Europa. Así, G. Faye:

“El Sistema ha tenido un procedente histórico: la Cristiandad, que pretendió también construir –proyecto que todavía ha abandonado – un mundialismo por encima de las particularidades de los pueblos. La homogeneización de las culturas en nombre de la salvación se ha metamorfoseado simplemente en homogeneización en nombre de la felicidad burguesa. Dicho de otro modo, el monoteísmo ha cambiado de forma. Hoy en día ha tomado la forma de un complejo económico-cultural[8].

 

Con respecto a citas como ésta, hay mucho que decir. Explican demasiado, en la medida en que el Cristianismo es la matriz y el precedente absoluto de todo cuanto ha devenido en la Civilización Europea (hoy, por extensión, “Occidental”): capitalismo, sociedad burguesa, secularización, mundialización. Todo cuanto ahora vemos y conocemos se remonta a aquella Civilización Cristiana Occidental, y el precedente es señalado, de manera abusiva, como el causante y responsable. El autor citado, que en otras ocasiones hace depender sus ideas, en buena medida, del influjo de Oswald Spengler, ignora en este punto que el autor de La Decadencia de Occidente distinguió géneros diversos de Cristianismo. Spengler, escribiendo como filósofo de la Historia y no como teólogo dogmático, no admite una Universalidad enteriza, absoluta, esencial del Género “Cristianismo”. Para Spengler la palabra “Cristiano” esconde diversos tipos de alma, aun cuando la dogmática, petrificada, pueda parecer idéntica en sus diversas Iglesias. El Cristiano fáustico surge, según Spengler, algo antes del siglo X, en la Edad Media germanolatina; nosotros hemos retrocedido la fecha hasta el siglo VIII, siglo en que se crean las condiciones de posibilidad de un Renacimiento de los pueblos celtogermánicos y latinos (Covadonga, Poitiers, Reino Asturiano, Imperio de Carlomagno...). Al sur, el cristianismo mozárabe, así como el de Oriente, formó parte de un universo anímico “arábigo”, como ya era “arábigo” el cristianismo en el mundo tardorromano. Para quien no se encuentre familiarizado con los conceptos spenglerianos, diremos debe entenderse por arábigo algo muy distinto de “musulmán”. De hecho, la religión islamita nacida en los desiertos de Arabia supo encauzar muy bien un cierto tipo de alma que ya habitaba en el interior de pueblos diferentes, del mundo tardoantiguo, principalmente, habitantes en la Cuenca Oriental del Mediterráneo, y en general en latitudes sureñas de Europa. El alma arábiga, presente en gentes racialmente muy diversas, entiende el universo como una Cueva, y entiende su existencia como finitud bajo tal bóveda y bajo un Poder Divino absolutamente único y distante. Por el contrario, una nueva clase de alma, el alma fáustica, busca infinitos, e intenta dominar el espacio y el tiempo, traspasar horizontes, derribar retos.

 

  1. Cristianismo fáustico.

El alma fáustica, que nace cristiana, nunca es exclusivamente contemplativa, es activa. Nunca es, tampoco, exclusivamente Intelecto, es también y fundamentalmente Voluntad. Una cuestión por entero diferente es que con la actual idolatría por la técnica, y el imperialismo economicista, el alma fáustica haya comenzado a secarse, a perder savia y raíces, pues la Voluntad sin el Intelecto, y el Poder sin la Contemplación son actitudes que traen consecuencias ruinosas.

La Civilización Europea nace cristiana con la Edad Media, y dota al Cristianismo de unas características propias, muy diferentes a las que ésta religión poseía en la época romana tardía, o en el Oriente. En modo alguno fue una religión niveladora, si por niveladora se entiende, antes que la igualdad en bienes materiales, una igualdad tendente “a la baja” en los espíritus. El Orden Medieval, nos parece, cristaliza una estructura trimembre muy antigua, milenaria, de estirpe indoeuropea: productores, guerreros, realeza sacra. Si acaso, la realeza sacra, que era quintaesencia de la clase guerrera en tiempos muy remotos, se desdobla con el surgimiento de una religión organizada y con la institución de su sacerdocio: el Imperio y el Papado, la bicefalia en la Cristiandad germanolatina, marcará para siempre el alma de Europa, y la historia del mundo occidental. No es tal bicefalia, como a veces se tiende a suponer, el germen de un laicismo, de una “separación entre Iglesia y Estado”, a la manera moderna. Más bien representa la necesaria adaptación del carácter sacral de la realeza (arquetipo muy antiguo del Rey Sabio y del Rey Santo, y no meramente un caudillo de guerra) a la existencia de una Religión monoteísta sustentada en una Iglesia con pontificado. El Emperador Cristiano en el Medievo de Occidente no es meramente un sucesor del antiguo soberano romano: el Imperium por sí mismo estaba dotado de realidad sacra. Según Julius Evola, ésta era la verdadera causa que sustentaba el partido gibelino, más allá de los quítame allá esas pajas territoriales, políticos, mundanos. En el seno del propio Cristianismo germanolatino habría una pugna entre la “luz del norte” y la mentalidad meridional, quizá como fruto de la fusión inicial que supusieron las invasiones (migraciones) de pueblos al Meridión mediterráneo. En El Misterio del Grial[9], Évola sostiene la existencia de una larvada tradición gibelina que, partiendo de un paganismo celtogermánico muy antiguo, se reactiva en clave gibelina, para rescatar la preeminencia de una nobleza y una monarquía sacras que, al término de la Edad Media, habría de perder terreno ante una Iglesia con pretensiones exclusivistas. Los Papas, al exigir la consideración meramente mundana y descralizada del Imperio y de toda realeza, socavaron su propia raíz, pretendidamente transpolítica. Al decir del filósofo italiano, se inició así una grave secularización de nuestra civilización con esta actitud. Desacralizar el Poder Político fue, según esta corriente de pensamiento, la fuente de toda desacralización en general, y de ella fue culpable la propia Iglesia. Pretendiendo una “teocracia” coadyuvaron al Absolutismo moderno, e hicieron temblar y derrumbarse los pilares medievales que equilibraban la Civilización. El Monarca Absoluto, ya desacralizado, acabará “creando” una Iglesia regalista, “nacional”, sumisa a los poderes laicos concretos, socavando así la verdadera catolicidad –universalidad- de la Comunidad de creyentes. A partir de 1789, el Monarca Absoluto es, en realidad, un colectivo, el Pueblo Absoluto, que ejercerá despóticamente su Poder al margen de cualquier designio divino, de cualquier proyecto trascendente: el Poder por el Poder. Como el aprendiz de brujo, el estamento eclesial opta por medios igualmente secularizados para defender su territorio, ya fatalmente invadido por el siglo, al no admitir el modus vivendi con el Imperio Sacro. Y opta por alguna forma de ultramontanismo, integrismo, agustinismo político, en unos casos, o por un resuelto liberalismo, en otros.

Resulta significativa esa deriva liberal de la Iglesia, que se remonta precisamente a los tiempos de la lucha entre Papado e Imperio. Justamente cuando ha desacralizado al Emperador, y se ve en el Estado un “mal menor”, la propia Iglesia se desacraliza y se hace ella misma “Estado”. La coincidencia de ideas entre el Catolicismo posterior a Vaticano II y el liberalismo clásico se echa de ver con facilidad. Toda concepción Metafísica, y la solidez de la Teología, se abandonan en favor de postulados “liberales”, y, recientemente, “multiculturales”. Se ha recorrido el ciclo del “Humanismo”, verdadera abstracción que, debidamente analizada, consiste en una destrucción programada de la Filosofía Clásica (Platón, Aristóteles, Santo Tomás y el resto de la Escolástica).

 

6.      Consecuencias de la desacralización del Poder.

 

En última instancia, ese proyecto “Humanista” prepara la atomización del individuo, la concepción de la sociedad en términos de agregado de átomos, y un inmanentismo materialista, que niega toda trascendencia y todo ente divino. Ya no el Imperium, la realeza, el Estado, sino las mismas patrias dejan de existir, y la existencia misma de naciones, arraigos, identidades, se muestra como cadena odiosa. Guillaume Faye en su artículo “La Religión de los Derechos Humanos”[10], expresa con suma claridad la contraposición entre la idea abstracta de Humanidad y la noción concreta de Nación. Quien dice Nación dice una suma de libertades concretas. Una Nación de hombres libres es una comunidad en la que se han venido defendiendo y garantizando ciertos privilegios, franquicias, prerrogativas, usos, costumbres, iniciativas... y “derechos”, derechos que no se proclaman, sino que se defienden y conquistan, y, en las personas y estamentos dotados de capacidades, se protegen. La Filosofía Moderna ha venido a consistir, en el análisis que hace Faye, en una especie de laicización del mensaje evangélico. Las líneas destinadas a Locke, Rousseau y Kant muestran claramente la tendencia creciente en la Modernidad a no ver culturas, etnicas, arraigos, sino individuos en trance de ser “reformados”[11]. Los individuos aparecen en escena, sobre la faz del mundo, como portadores de derechos, y la línea del progreso consistirá en una ganancia en la realización histórica, efectiva, positiva, de unos derechos ínsitos. El telos, ultraterreno, que dicta el mensaje Evangélico, es transformado en otra clase de finalidad, análoga únicamente en el sentido lógico, pero diversa por completo en el sentido metafísico: un telos de perfección histórica y jurídica del Mundo. Esa perfección, por la vía liberal (Locke), por la vía democrática (Rousseau) o por la vía que, un tanto anacrónicamente, llamaríamos la vía del “Estado de Derecho” (Kant) acaba plasmándose en un Estado. El Estado se vuelve Providencial por cualquiera de esas vías, pues se convierte en el sustituto de la Divinidad en la medida que tutela, cuida, vigila, inspecciona, corrige, ayuda a que los individuos devengan ciudadanos, e incluso sostiene a los más débiles y díscolos para que abandonen su individualidad zoológica y se eleven a la condición de ciudadanos.

 

  1. Desintegración social y suprahumanismo.

A lo que parece, siguiendo esta estala de Humanismo, y aun suprahumanismo laico, inmanentista, estatalista, el summum bonum de la humanidad consiste en disfrutar de “la ciudadanía”. Las elecciones se denominan “fiesta de la democracia”, y las colas ante la urna, donde se elige una lista de entre unas cuantas (plutocráticamente establecidas y prediseñadas) se presenta como una orgía de humanismo y participación, un derecho, un deber y una incardinación en el Estado Democrático. Esta clase de humanismo superlativo es muy insistente en la necesidad de “convertir” al individuo. Este individuo es, de entrada, un bárbaro y un antisocial si no es convenientemente escolarizado de acuerdo con las pautas regladas del Estado, un ente que le brindará no ya “capacidades” para la incardinación en la vida cívica y productiva, sino para llegar a ser “crítico”, “tolerante”, “abierto”. La creación de asignaturas que sustituyen a la “formación política”, como la Educación para la Ciudadanía, se corresponde exactamente con ese afán de intromisión en las esferas individuales y familiares de la conciencia. Suponen todo un proyecto de reforma de las conciencias, de recorte y remoldeamiento de las mentes para adecuarse a los cauces prefijados de la moralidad pública y de la “salud política”. Lejos, muy lejos, del clásico planteamiento según el cual la praxis de los individuos forjaba los cauces de la vida civil y política, y hacía de las instituciones sociales una expresión de los modos de ser de las personas y de los pueblos, nos encontramos ahora en plena vorágine de reformismo de las personas, vistas como diamantes en bruto o como enemigos potenciales de la democracia; y para ello se hace preciso formar legiones de profesores que “eduquen para la ciudadanía” y alejen a los muchachos de “prejuicios” y “supersticiones”.

En realidad, asistimos a una nueva vuelta de tuerca de los programas racionalistas e ilustrados por adaptar el Pueblo a un Sistema, por reformar y reprogramar el entendimiento de las personas. Las filosofías progresistas de la modernidad se han alzado, en comparanza con los sistemas clásicos y escolásticos, con dosis inmoderadas de soberbia, con auténtica hybris. Los hombres, las culturas, las identidades, los pueblos, todo esto los reformadores se lo encuentran subdesarrollado, prejuiciado. Desde el progresismo nunca se entiende por qué el Pueblo sigue fiel a sus dioses, a sus ritos, a sus viejas ideas inmodificables. Desde el progresismo, ya implícito en el siglo XVII y el racionalismo “reformador” del entendimiento, se anhela con acabar con la Historia, y se dibuja siempre un paisaje tenebroso de la Historia y la Tradición.

El progresismo instalado en el Estado siempre está tentado a hacer ingeniería social, y para ello cuenta con una verdadera “Internacional” que diseña e “implanta” (más frecuentemente se lee ahora entre los pedagogos el barbarismo “implementa”) esos experimentos. La Internacional de las reformas obligatorias, encaminadas a neutralizar la Historia, la Tradición, la Identidad, posee una cobertura institucional gigantesca: ONU, UNESCO, etc. son organismos encargados de amparar todos los proyectos nacionales de “desnacionalización”, si vale esta expresión. Por el otro lado, los Pueblos que siguen fieles a las “supersticiones”, por ejemplo en la defensa de la maternidad y de la familia autóctonas frente a la esterilidad colectiva que beneficia una sustitución étnica, o que defienden la pareja heterosexual monogámica y fiel como garantía de la crianza infantil, etc. , son demonizados bajo diagnósticos severos: atraso, confesionalismo, reacción. En este sentido, gran parte de las fuerzas de la izquierda y del “progresismo” han tomado una forma eclesial y “católica”, universalista, pero en lugar de orientar sus acciones a un fin trascendente o salvífico, actúan en cada país para ejercer una nivelación e inducir la impotencia colectiva.

 

  1. El Estado como sustituto de la Iglesia.

En un artículo de 1983, Alain de Benoist y Guillaume Faye, traducido al español como “Contra el Estado Providencia”, señalaban con gran acierto las dos grandes concepciones del Estado moderno, la concepción Imperial y la concepción Eclesiástica[12]. En esta segunda concepción no debemos entender la concepción que la Iglesia se hace del Estado, sino más bien la usurpación que el Estado moderno profano ha ido realizando de las funciones antaño reservadas a la Iglesia. En ella

“...hace del Estado una persona jurídica abstracta que, más que un pueblo o que una “nación”, resume una sociedad, adquiere la forma de una institución, y recibe el encargo de animar, gestionar y “racionalizar” la estructura social. Ideológicamente, esta concepción traslada a un plano laico la empresa llevada a cabo anteriormente por la Iglesia, que trataba de unificar la sociedad civil a través de una organización y unas ideas que se reflejasen mutuamente. Es, por lo tanto, la propia Iglesia la que está en los comienzos de este proceso de normalización, que obedeciendo a una lógica racional e igualitaria tiende al mismo tiempo a unificar el espacio territorial, a homogeneizar las relaciones sociales, a restringir la importancia de los cuerpos intermedios existentes entre los individuos y el Estado y, progresivamente, a reducir la multiplicidad de los vínculos y de las adhesiones que forman el tejido orgánico de la sociedad civil” [13].

 

A nosotros nos parecen injustas e inexactas estas palabras. Realmente la Iglesia ha venido siendo un obstáculo precisamente al auge de la “estatolatría”. La Iglesia Católica, justamente a raíz de la movilización de las masas obreras, alzadas bajo bandera revolucionaria, trató a veces de ofrecer un modelo corporativista, en el cual los antiguos gremios, así como todo género de “cuerpos intermedios” entre el individuo y el Estado, pudieran dar cauces estabilizadores de participación social, al margen de la huelga y de la barricada. La neutralización de la lucha de clases, en unos tiempos en que el individuo, al margen de su filiación a la clase (y al sindicato o partido correspondientes), se podía realizar apenas en calidad de átomo disgregado ante el Estado, se debía hacer a través de otras vías. Una alternativa a la lucha de clases era la incardinación en todos los ámbitos de la vida en los que de manera natural el hombre se ve inserto (la familia, el municipio, la corporación, la congregación...). Es cierto que en el Estado moderno se ha dado una usurpación de funciones antaño eclesiales (vinculadas al magisterio, a la ordenación moral y espiritual de las almas), pero esto ha sucedido no sin el pesar y la oposición de la Iglesia misma. El Estado ya no se conforma con ser “imperio”, dominio, sino que se erige en tutor de las conciencias y en reformador de las actitudes. En el siglo presente tal parece como si hubiésemos llegado a un último periodo de la bicefalia de poderes que dio origen a Europa, el Imperio y la Iglesia. Ahora nos encontrarnos con una Iglesia desplazada de su centro medieval.

En el medievo, la Iglesia, aunque universal, se erigía en centro de la vida europea medieval. Pero en el seno de una Europa progresivamente secularizada y, en connivencia con la laicización, y también en el seno de una civilización cada vez más islamizada, la Iglesia ha ido entregando sus funciones a un Estado que, previamente había sido visto como un “mal menor” dada la debilidad y pecaminosidad del ser humano.

Resulta curiosa la filiación entre esa idea teocrática, agustiniana, entre el Estado como mal menor, y las corrientes ideológicas predominantes en nuestra época, herederas del liberalismo o del planteamiento roussoniano revolucionario, muy particularmente el marxismo. En ellas, se intenta subordinar la política a una libre acción de fuerzas o agentes, fuerzas actuantes que a partir de la industrialización, por lo menos, ya no son sino las fuerzas ciegas de la Economía. Al devenir el Estado no en un Estado “imperial” sino en un Estado “eclesial” (pero sin la Iglesia, y en ocasiones en contra de la Iglesia) hemos llegado a un totalitarismo si cabe peor, de signo terrible, pues ahora están disponibles muy poderosas técnicas de lavado de cerebro, adoctrinamiento de masas y sólo ahora se puede crear un universo orwelliano sin contrapesos.[14] El Estado moderno se “despolitiza”, presentándose como una suerte de oficina técnica y reglamentadora. Un Estado mínimo en cuanto a valores espirituales, que se pliega completamente a la administración de enjuagues, engrases y saneamientos para una más eficaz acumulación de plusvalía, sin embargo se vuelve un Estado sumamente intervencionista en todas aquellas áreas más alejadas de la Economía de la apropiación de plusvalía, pero más estrechamente dependientes de la redistribución de rentas: el Estado asistencialista. “Una concepción estatal de la asistencia es el corolario del individualismo más radical en materia de relaciones sociales [15].

La izquierda y el neoliberalismo han venido a cerrar el círculo histórico. Partieron de un mismo punto, la Modernidad burguesa, y trazaron arcos diferentes en el espacio de las ideas, pero ahora esos arcos vuelven a unirse en un mismo punto, el individuo, supuestamente dotado de derechos inalienables y universales, recortados a una escala específicamente individual. No se quiere reconocer la existencia de derechos colectivos, ni tampoco el carácter envolvente, y por tanto dador de contenido, que muestran los contextos culturales, identitarios, orgánicos, en que esos individuos viven y en los que se puede ejercer de manera concreta tales derechos. Si es un lema común del pensamiento “políticamente correcto” decir que los derechos y los deberes del individuo son como las dos caras de una misma moneda, ya no es tan frecuente sostener eso mismo en materia de derechos “colectivos”.

Estos derechos colectivos existen, y son condición sine qua non para el disfrute y respeto de los derechos individuales. No hay vida digna, libre, humana, si el individuo no puede seguir viviendo en paz en con los suyos, sin moverse de su casa y sin que su casa sea invadida. Dígase “patria”, “nación” o “tradición cultural” en vez de casa, y tendremos igualmente una formulación ajustada de los derechos humanos colectivos. Los dos millones de africanos y/o musulmanes que están a punto de cruzar la barrera del Mediterráneo tienen todo el derecho a permanecer en sus países, en sus aldeas, en sus tribus, en su ámbito tradicional y religioso. La ayuda que se les pueda dar ha de ser en su “casa” huyendo de todo paternalismo, evitando igualmente los cheques en blanco que favorezcan una neodependencia. El atraso, la guerra, la sequía, el caos, no pueden ser resueltos trayéndose a Europa a toda a esa gente.

Estos movimientos de masa, que potencian la globalización y el caos que la sigue, son atentados en un doble sentido: contra la dignidad y el contexto cultural en que ellos, los emigrantes, pueden ejercer sus derechos (las condiciones mínimas de posibilidad para el ejercicio de sus derechos individuales, en su “casa”) y contra los derechos colectivos de los pueblos europeos, pueblos que han visto, en un proceso rápido en muy pocas décadas, cómo sus “casas” se han llenado de personas ajenas cultural y religiosamente, con perspectivas malísimas en cuanto a integración social y cultural, aumentando la entropia o degradación de las culturas anfitrionas. Existe un derecho universal a conservar la propia Civilización. Y como todos formamos parte de una cultura o civilización, bien como anfitriones o bien como invitados, debemos velar por la conservación de los propios valores y formas de vida, siempre bajo ese ángulo, como anfitriones o como visitantes. Destruir una Civilización bajo “sensibilidades” de orden social, humanitario, etc. supone obviar que la existencia de esa Civilización supone un bien en sí mismo en la medida en que ella es condición previa, sine qua non, para la garantía de todos los demás derechos.

 

  1. Consecuencias: Globalización y nuevo totalitarismo.

En ningún momento de la historia se había llevado a cabo el terrible experimento de ingeniería social que en la actualidad se pretende realizar, y del que ya se han recorrido etapas decisivas desde la II Guerra Mundial. El experimento consiste en aplicar al resto del mundo los estándares de americanización de la vida, con independencia del sustrato previo y de los valores civilizatorios sobre los que se aplican esos estándares. Se pretende que unas Elecciones políticas en los E.E.U.U. o en Europa Occidental se lleven a cabo en las montañas afganas o en los poblados subsaharianos de acuerdo con moldes idénticos, justamente como se pretende organizar un consumo de masas, que incluya el rap, el rock, los refrescos de cola y los jeans, de la misma y exacta manera en que se realiza desde hace décadas en aquel país.

Pero esta globalización impulsada y diseñada desde los E.E.U.U. consiste, en realidad, en una americanización, al menos en unas primeras fases. La Occidentalización del mundo sirvió como coartada para contar con la aquiescencia de la Europa no socialista, y de buena parte de los países hispanos y anglosajones repartidos por el planeta. Occidente fue, entonces, hasta el fin de la Guerra Fría, una demarcación geográfica cargada de valores: aceptación no ya sólo de un modo de producción capitalista, basado en la extracción y acumulación de plusvalía sin trabas, gracias a la ideología neoliberal rampante y, en un sentido más profundo, gracias a la asunción, consentimiento y, muchas veces, idolatría, hacia unos valores culturales sumamente empobrecidos, que ya muy poco comparten con los valores de la Civilización europea que fue la matriz, y del Cristianismo, que sirvió de base espiritual. El americanismo, desde el comienzo mismo de la Guerra Fría, fue el virus que inició el aniquilamiento de las identidades culturales y nacionales cuya suma, hasta no hace mucho, reconocíamos como Civilización Europea.

La crítica cultural al americanismo puede hacerse por alusión a los signos externos más visibles, grotescos y alienantes. Esos adolescentes europeos vestidos con biseras de béisbol puestas del revés, o con holgadas ropas del baloncesto americano, y haciendo cabriolas, piruetas y pseudobailes simiescos, serían exponentes bien claros, que se pueden observar en nuestras calles y parques. Las repúblicas iberoamericanas, tanto como los países europeos y –en general- los países de más de medio mundo conocen la misma uniformización en cuanto a indumentaria, anglicismos, gustos deportivos y de tiempo libre, etc. Pero en otros aspectos mucho más profundos asistimos a un verdadero ataque a las instituciones y vértebras de nuestra sociedad. El americanismo, en sintonía con el neoliberalismo, sólo reconoce individuos, y el cuerpo del Estado, como suma de individualidades consumidoras, votantes, productivas, etc. es el agregado mecánico de los individuos. Al igual que el dinero “que no huele” y del que se que olvida enseguida su rastro, el átomo individual humano no posee bagaje, no posee tradición ni vínculos de arraigo. Al americanismo le interesa la eliminación de los cuerpos intermedios, verdadera fuente de contextualización de los derechos humanos. El individuo aislado, contrapuesto a una totalidad enteriza, como el Estado o la Sociedad no es un verdadero depositario de derechos (y de sus parejas obligaciones) a no ser que queramos hacer de la Declaración Universal de los Derechos Humanos una especie de nueva religión. Para que cada uno de los derechos fundamentales de la persona cobren sentido, alcance ajustado, contenido concreto, ésta persona ha de entenderse como sujeto participante en las “colectividades intermedias”. Éstas, como las personas, “tienen tantos derechos como deberes”.

“El pueblo tiene derechos. La nación tiene derecho. La sociedad y el Estado tienen derechos. Inversamente, el hombre individual tiene también derechos, en tanto que pertenece a una esfera histórica, étnica o cultural determinada –derechos que son indisociables de los valores y de las características propias de esa esfera. Es ésta la razón por la que, en una sociedad orgánica, no hay ninguna contradicción entre los derechos individuales y los derechos colectivos, no tampoco entre el individuo y el pueblo al que se pertenece” [16]

 

Si bien no aparecen en esta cita, también habría de incluirse todo el conjunto de colectividades intermedias que abarcan el linaje, la familia, el municipio, la región, el colegio profesional, el sindicato, las asociaciones civiles y religiosas, en definitiva, todas aquellas agrupaciones que de forma simbiótica dotan de contenido el existir del hombre, le marcan fines, le abren cauces de participación y perfilan y hacen concreta su personalidad. La cruda oposición entre individio y Estado es exclusivamente burguesa en su orígen. No fue conocida por los griegos en la polis, ni por los romanos de la República, ni tampoco por los hombres de la Edad Media cristiana. La sociedad siempre fue orgánica en la Civilización europea. La fase americanizada del capitalismo actual es la que pretende hacer del individuo un ente absoluto, esto es, “suelto”, desgajado del contexto. Ni una sola de las ciencias biológicas, sociales e históricas permite sostener con seriedad ese fantasma del individuo aislado, auto-suficiente, en cuanto a actos soberanos de elección de su voto o de preferencias en su consumo. Detrás de esa abstrusa individualidad vemos las fuerzas de la socialización y de la cultura. Detrás del individuo presuntamente “soberano” vemos al hombre como heredero. Como dicen las dos grandes figuras de la “Nueva Derecha” en el mismo artículo: “El hombre que defiende la ideología de los derechos humanos es un hombre desarraigado. Un hombre que no tiene pertenencia ni herencia, o que quiere destruir tanto la una como la otra [17]. Una organización hija de la fracasada y deslegitimada Sociedad de Naciones, una organización mundialista, agente de la globalización y de la nivelación mundial, como la O.N.U., producto dudoso del status quo surgido en 1945, no podía por menos de dotarse de un corpus dogmático, de una religión organizada que educara a los individuos de acuerdo con la nueva ideología: ninguna patria es en el fondo legítima, sólo los E.E.U.U. (y la U.R.S.S. cuando poseía su propio e inmenso coto) poseen carácter necesario. Las patrias comienzan a verse bajo sospecha, el “nacionalismo” sino es el nacionalismo yanki, o el nacionalismo coyunturalmente útil y aliado del Imperio del dólar, tendrá que ser objeto de sospecha. Todo ello forma parte de un inmenso, nunca visto, programa totalitario.

En la línea de las denuncias de Carl Schmitt, ya no existirán guerras legítimas, amparadas en la soberanía nacional. Simplemente, habrá guerras legales, si gozan del amparo eclesial (cruzadas bendecidas por la O.N.U. y ejecutadas por el Imperio norteamericano) o “terrorismo”. La judicialización de la guerra es un fenómeno enteramente vinculado a una judicialización general de la vida, de la cual, forma parte fundamental la Declaración de los Derechos Humanos. El recorte, y hasta la violación sistemática de los derechos concretos de las personas, se ampara y se judicializa en nombre de unos derechos abstractos. El defensor de estos derechos abstractos, formales, hiperhumanistas e hipersensibles hacia una Humanidad Abstracta, suele ser un desarraigado, cuando no se trata directamente de funcionarios pagados por el Imperio y su “Iglesia” mundialista y laica, la O.N.U.  Como escriben de Benoist y Faye en “La trampa de los derechos humanos”: “Este hombre [desarraigado] querría que los demás hombres fuesen también unos desarraigados. Querría verlos abandonar sus herencias particulares y convertidos como él en sonámbulos”. [18]

 



[1] Vide: Alain de Benoist: Althusius, http://files.alaindebenoist.com/alaindebenoist/pdf/althusius.pdf

[2] En nuestro próximo trabajo “La Inconsciencia de Occidente”, que saldrá en la Revista Contratiempo, en Argentina, manejamos esta distinción entre Imperio aglutinante (Sacro Imperio Romano Germánico, medieval, confederal) e Imperio absorbente (Imperio romano de la antigüedad). El Imperio Hispánico del Siglo de Oro, nos parece, ocupó una situación intermedia, absorbente en las Américas, pero aglutinante en sus territorios europeos y en los Reinos peninsulares.

[3] Carlos Pinedo, “Bases Ideológicas”, en Alain de Benoist y Guillaume Faye: Las Ideas de la Nueva Derecha. Una respuesta al colonialismo cultural, Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1986. Página 131. A partir de ahora, citaremos este libro simplemente con la mención Las Ideas.

[4] Carlos Pinedo, Las Ideas, p. 131.

[5] Íbid.

[6] Ramiro de Maeztu, La Crisis del Humanismo, Colegio de España/Ambos Mundos, Salamanca, 2001.

[7] Las Ideas, p. 132.

[8] G. Faye: “El sistema contra los pueblos”, en Las Ideas, p. 494.

[9] Julius Evola, El Misterio del Grial, José J. de Olañeta, editor. Madrid, 1997.

[10] Las Ideas, p. 433.

[11] Las Ideas, pps. 433-434.

[12] Las Ideas, pps. 368-369.

[13] Las Ideas, p. 368.

[14] Las Ideas, p. 375.

[15] Pierre Rosanvallon, citado por Benoist y Faye en Las Ideas, p. 377.

[16] Alain de Benoist y Guillaume Faye: “La Religión de los Derechos Humanos”, Las Ideas, p. 399.

[17] Las Ideas, p. 401.

[18] Las Ideas, p. 401.

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