El neoliberalismo como horizonte cultural
Luis R. Oro Tapia*
Universidad Central de Chile.
“Huyendo del mal, de improviso
se entra en el mal,
por la puerta del paraíso
artificial”.
Rubén Darío
El neoliberalismo es mucho más que un tipo de racionalidad económica. Es una concepción del mundo y del ser humano. Es una cierta manera de vivir la vida. Es, en definitiva, una forma cultural. Entendida la cultura como un sistema cardinal de ideas, creencias y convicciones. Es, en efecto, una idea de la vida; una creencia en el valor de ciertas cosas; una convicción que niega y destruye a otras convicciones. El neoliberalismo, como toda fórmula cultural exitosa, opera en la vida cotidiana de manera inconsciente y eficaz. Tiene, además, un formidable espíritu de sistema, en cuanto se basta a sí mismo y constantemente refuerza sus premisas. Los sujetos que él engendra, incluso los rabiosamente disidentes, son parte del sistema. Él los ha configurado. Todos —cual más, cual menos— somos hijos del neoliberalismo.
Las páginas que siguen intentan explorar algunos fractales de la cultura neoliberal. Ellas no están exentas de sesgos ni de ribetes neoliberales. Son sólo aristas que dan cuenta de aspectos de la vida cotidiana chilena de los últimos años. Comenzaré esbozando, a agrandes rasgos, el tránsito del liberalismo al neoliberalismo. Enseguida precisaré cómo él ha ido impregnando diferentes dimensiones de la vida de los chilenos, espacialmente en el ámbito de las relaciones humanas cotidianas, en la esfera política, en el quehacer intelectual y en las actividades recreativas. Finalizaré realizando algunas consideraciones sobre la manera en la que la cultura neoliberal está presente, incluso, en los adversarios del neoliberalismo.
Del liberalismo al neoliberalismo
La renovación ideológica de la izquierda es unos de los hechos más fascinantes del último decenio del siglo veinte[1]. Chantal Mouffe escribió un artículo, a fines de los años ochenta, en el cual instaba a los seguidores de Marx a abandonar el discurso de izquierda típico de la centuria pasada y, simultáneamente, los exhortaba a tomar, en su reemplazo, las banderas del posmodernismo[2]. En esos años la posmodernidad se visualizaba como un horizonte de esperanza, de concreción del pluralismo y de una razonable flexibilidad. Con ella simpatizaban no pocos conservadores, incluso en Chile [3].
Un cuarto de siglo después, ese suspiro de alivio suscitado por el arribo de la posmodernidad se ha transmutado en un resuello de angustia. El ocaso de la modernidad implicaba decir adiós a las rigideces del racionalismo (con sus respectivas pretensiones de universalidad) y abominar del autoritarismo y, especialmente, del episodio del totalitarismo. Así, la posmodernidad era la promesa del advenimiento del pluralismo, del sentido práctico, del buen vivir, de la paz espontánea y duradera. Un mundo, en definitiva, en la que ya no serían necesarios los generales ni los estadistas. Atrás quedaban los integrismos y las ideologías totalitarias. Era la hora del liberalismo. La tesis del fin de la historia de Francis Fukuyama parecía plausible [4]. El liberalismo se expandía y, a la vez, se diluía plácidamente como una gota de tinta en un vaso de agua.
En el cuatrienio 1988-1991 soplaba una suave brisa impregnada de aromas de confianza en el porvenir, de una sensata alegría y de una auspiciosa serenidad. Las dictaduras se derrumbaban de manera súbita —casi todas sin derramamiento de sangre—; la Guerra Fría llegaba a su fin; los muros (físicos y mentales) se agrietaban, se derruían y, finalmente, caían. Había, sin duda alguna, motivos para albergar ilusiones y tener esperanzas. Reinaba el optimismo. Recordar, en un ambiente así, la frase que Iván Karamazov le espeta a su hermano Aliosha —cuando le dice que los hombres hacen todo lo posible por romper sus cadenas, para alcanzar su libertad, pero que en cuanto lo logran su principal preocupación es saber ante quién tienen que inclinarse [5]—, hubiese sido un despropósito, una impertinencia propia de un aguafiestas[6].
Pero ¿por qué se frustraron las esperanzas?, ¿qué suscitó el cambio de los ánimos? Siguiendo la alegoría de Iván Karamazov, bien se podría decir que lo que sobrevino después del venturoso cuatrienio fue la imperceptible construcción de la segunda Torre de Babel, esto es, la edificación del sistema neoliberal.
Los moradores de la Torre de Babel claman, ahora, por un pastor que guíe y apaciente al rebaño; prefieren el pan de la tierra al pan del cielo (exigen regalías; las consideran un derecho) y puesto que están aterrorizados por sus propios congéneres aúllan por seguridad. Tal como lo vaticinó Fedor Dostoiewsky, en 1880, en La leyenda del Gran Inquisidor, los rebeldes al no saber qué hacer con la libertad desesperan y, en seguida, claman por el retorno de un poder ordenador, por el retorno del Gran Inquisidor[7]. Los rebeldes no están a la altura de la libertad con la que deliran. No están a la altura del liberalismo que los embriaga, en cuanto no cumplen con las exigencias que éste les impone a sí mismo como individuos. Cuando ello ocurre, en el tercer mundo, el liberalismo deviene en neoliberalismo.
Siguiendo la lógica del argumento ficcional de Iván Karamazov, bien podría decirse, desde el punto de vista del personaje el Gran Inquisidor, que Jesús sería un liberal. No sólo porque vino a predicar la libertad, sino que también por su concepción excesivamente optimista de la naturaleza humana. De hecho, uno de los reproches más duros que el cardenal inquisidor le efectúa al nazareno es el ser un mal conocedor de la naturaleza humana. Por cierto, según el relato de Iván Karamazov, Jesús vino a predicar la libertad y el resultado de esa perorata fue un desastre. ¿Ese mismo reproche, acaso, no se le puede espetar al liberalismo?
Esta nueva Torre de Babel, construida por el individualismo neoliberal, es incompatible no sólo con la idea de comunidad, también lo es con la de sociedad [8]. La sociedad es una alambicada construcción del liberalismo, no del neoliberalismo. Si todos los individuos se rigieran sólo por la racionalidad neoliberal la sociedad no existiría, porque no están dadas las condiciones de posibilidad para que ella prospere.
La sociedad, en el más excelso sentido de la palabra, es liberal. Pero no toda “sociedad” merece llamarse sociedad. Una sociedad es algo diferente de un conglomerado como, asimismo, de una muchedumbre o de la sumatoria de individuos que habita en un espacio. La sociedad es un tipo de sociabilidad típicamente liberal. Para que esta afirmación se comprenda hay que tener presente que el liberalismo (que es la ideología del gentleman) es un tipo de pensamiento que presupone la existencia de los aristoi, es decir, de aquellos sujetos que poseen la areté. Entendida esta última palabra, simultáneamente, como control sobre sí mismo, como circunspección y también, en algunos casos, como sabiduría, señorío o virtud.
Por consiguiente, para que alguien pueda calificarse en propiedad de liberal requiere, previamente, cumplir con dos condiciones (exigencias) mínimas: el autoconocimiento de sí mismo y la autocontención o dominio de sí mismo. Dicho en una sola palabra, para ser liberal es un requisito sine qua non ser prudente. La práctica del liberalismo requiere de hombres sumamente educados, criteriosos, autodisciplinados, cultivados, civilizados, en definitiva, prudentes. Por eso, tiene razón John Stuart Mill cuando dice que el liberalismo no es para bárbaros ni para pueblos infantilizados y que sólo es aplicable a aquellos individuos que hayan alcanzado la madurez de sus facultades[9]. En tal sentido, bien se podría decir que el liberalismo no es para sudacas; pero sí para sudamericanos.
El liberalismo es un producto del refinamiento cultural. Cuando el liberalismo fue confiscado por los mercaderes, cuando se lo apropiaron los bárbaros, cuando devino en un credo de masas, se transmutó en su opuesto, a saber: en neoliberalismo. Uno de los ejemplos emblemáticos del neoliberalismo económico, social y cultural es (para mí) el troglodita motorizado. Ese sujeto que, en torno a la media noche, se desplaza a alta velocidad en su motocicleta con un tubo de escape libre (peor aún, con un tronador o bramador) y que al hacerlo activa las alarmas de los automóviles y despierta al vecindario, cuando éste se dispone a entrar en sueño profundo.
Ese hombre no es un liberal. Es un neoliberal. Un bárbaro sobre ruedas. Él carece de autocontención. No tiene ningún respeto por el prójimo. Es la encarnación de la imprudencia absoluta. En él rebosa de manera ostentosa la prepotencia del yo (en la acepción más tosca de tal pronombre personal), el egoísmo desenfrenado y el individualismo desbocado.
Suele decirse que el liberalismo es antipolítico. En parte es así. Pero sólo en parte. No lo es porque niegue a los otros, sino porque reniega de la rudeza de las relaciones de poder. Por eso, entre otras cosas, es pacifista. No obstante, a la vez, es profundamente político, si se entiende la palabra política como sinónimo de diálogo, deliberación y negociación, sin coerción.
Pero eso no es todo. El liberalismo —ya sea como ideal de vida, como ideal cultural o como una variante del humanismo— supone seres humanos virtuosos o que, por lo menos, puedan empeñarse en alcanzar la virtud. Pero, como diría Maquiavelo, la condición humana no consiente tanta perfección[10]. Por eso, difícilmente puede adquirir dimensiones masivas. Así lo insinuó Leo Strauss en un perspicaz ensayo referente a la educación liberal[11]. En consecuencia, ser liberal es un difícil desafío. El liberalismo, en definitiva, no es para cualquiera. Bien podría decirse, entonces, que el neoliberalismo es la negación del liberalismo. O, quizá, sería más prudente decir que el neoliberalismo es —¡simplemente!— el liberalismo desvirtuado y masificado.
Desde tal punto de vista —y prescindiendo del asunto concerniente a la propiedad—, no resulta del todo inoficioso preguntarse: ¿qué tiene de liberal el neoliberalismo? Asimismo, también sería pertinente preguntarse: ¿por qué el neoliberalismo —como modo de vida, como concepción de mundo— ha logrado echar raíces en nuestro país?, ¿por qué se ha aclimatado tan bien en este rincón del mundo?
La mercantilización de la vida y las ilusiones
Neoliberalismo es el nombre del materialismo histórico de derecha. Casi todos despotrican en contra de él. Pero todos, de algún modo, participan de él. ¿Se puede revertir el neoliberalismo? Difícilmente en el corto plazo, porque es consustancial a la civilización que nos cobija. El neoliberalismo es algo más que una doctrina económica. Es una manera de interpretar el mundo, de vivir la propia vida y de relacionarse con los demás. Es algo así como el aire que respiramos y el suelo que nos sustenta. Todos nosotros, nos guste o no (mucho a unos, poco o nada a otros, eso es variable), somos de alguna manera neoliberales.
El neoliberalismo se caracteriza por el predominio del cálculo utilitario, por el desparpajo de la racionalidad instrumental y por su horizonte temporal cortoplacista, en cuanto rehúye finalidades trascendentes. ¿Cuáles son los elementos de la “metafísica” neoliberal? La instantaneidad, la concreción, la volatilidad del valor. Tal “metafísica” queda de manifiesto en el vigor de la juvenil expresión “¡lo quiero, ahora, ya!”[12]. El ímpetu de tal pulsación está omnipresente, con más o menos vehemencia, en la vida cotidiana de la sociedad neoliberal.
Para dar satisfacción a esa perentoria exigencia de inmediatez, el dispositivo neoliberal gestiona medios técnicamente eficaces para producir (en un mínimo de tiempo y al menor costo posible) bienes perecederos, observables y cuantificables. Los artificios fungibles generan transitoriamente una evanescente satisfacción, tanto en quienes los producen como en quienes los consumen. Es una satisfacción estándar, predecible y mensurable. Por eso, el neoliberalismo adocena, desvanece y torna rápidamente obsoleto todo lo que toca.
Estamos tan acostumbrados al neoliberalismo que su semántica no nos escandaliza. Así, por ejemplo, en expresiones tan usuales como las siguientes: gestionar la felicidad, industria cultural, zona de confort, etcétera. En las tres frases transcritas, como se advertirá, se aplican conceptos y estrategias que provienen del mundo de los negocios a un dominio completamente diferente, incluso opuesto, en cuanto la cultura y, especialmente, la felicidad tiene que ver con el ocio, con el desinterés y con la gratuidad (en el más excelso sentido de la palabra).
Pero, tal vez, la expresión que mejor refleja cuán neoliberales somos los chilenos es la dicción “saberse vender”. Esta expresión es típicamente chilena. No proviene de otro idioma ni es de uso frecuente en otros países hispanoamericanos. Ella se viene utilizando con toda naturalidad, en este rincón del mundo, desde hace más de veinte años. Ella supone tres cosas: asumirse a sí mismo como una mercancía, tener habilidad para gestionar la venta de la mercancía —es decir, de sí mismo— y alivianar el peso de la conciencia moral para atropellarse a sí mismo o para pisotear sin remilgos a los demás.
El neoliberalismo gusta del espectáculo y del entretenimiento. De hecho, los transforma en una industria masiva y rentable. Ello le permite generar sus propias marionetas; sus propios humoristas, intelectuales y agoreros. Es un astuto ventrílocuo. No en vano el mismo provee de los medios pertinentes para otorgarle visibilidad a los discursos alternativos y, más aún, a los contradiscursos.
Así, por ejemplo, suele entronizarse, irónicamente, en la psiquis tanto de los opinólogos como de los humoristas que presumen de disidentes y clarividentes. Ellos, pese a su afán contestatario, terminan adhiriendo a la gramática neoliberal. Pactan con el diablo. Éste los incentiva a convertirse en algo así como en ‘vedettes’. Para tal fin les brinda tribuna, escenarios y candilejas. Les promete saciar su sed de fama, prestigio y poder. Al ceder a la tentación, no sólo se traicionan a sí mismos (si es que alguna vez tuvieron una genuina conciencia) sino que también proceden a explotarse a sí mismos. Comienzan por sobrexponerse en los medios de comunicación. Aprenden a venderse. Pero rápidamente se les agota su fantasía creadora. Se vuelven reiterativos. No tardan en pasar de moda. Así, finalmente, son desplazados por otros opinólogos y humoristas que, al igual que ellos, buscan compulsivamente la notoriedad.
Otro caso típico es el del intelectual crítico del sistema que se ufana de su productividad académica, pero para mantenerla tiene que exprimir con cafeína sus propios sesos. Sólo así podrá producir un paper más, sólo así podrá rankear bien, aunque sea en un ranking alternativo. Ese intelectual crítico del sistema exuda neoliberalismo. Basta observar sus ojeras y su mirada vidriosa y oír esa respiración que da cuenta de la ansiedad por el estatus.
Pero el lado más siniestro del neoliberalismo, según sus críticos, sería aquel que desmoviliza políticamente a la sociedad y que termina por inhibir la participación electoral. La abstención electoral, como se sabe, tiene un sinnúmero de causas. Todas son válidas, pero no todas pesan lo mismo. Respecto de aquellas que se tipifican genéricamente como desencanto con la política, conviene explorar una de sus múltiples aristas. Concretamente, la dimensión que da cuenta de la distancia entre palabras y hechos. Cuando la longitud excede lo tolerable se denomina inconsistencia y cuando las palabras están a contrapelo de los hechos se trata de inconsecuencias. Tal brecha existe en todo el espectro político. Aquí sólo exploraremos su flanco izquierdo.
Para que se torne patente dicha brecha es pertinente formularse la siguiente pregunta: ¿por qué las críticas a los excesos del neoliberalismo no cuajan en políticas que limiten su expansión o que, por lo menos, atenúen sus efectos? Como sabemos, el capital quiere vía libre para amasar grandes fortunas. Para nadie es un secreto que el capitalismo abomina de cualquier legislación que intente entorpecer su avance. De hecho, quiere que la legalidad esté en sintonía con sus intereses y para alcanzar tal fin manipula (hasta desvirtuarlas) dos herramientas creadas por el liberalismo clásico: la democracia representativa y los partidos políticos[13].
¿Por qué los partidos que vociferan en contra del capitalismo, paradójicamente, participan de su espíritu? ¿En qué los beneficia? ¿Qué apetitos les satisface? ¿Por qué utilizan medios típicamente neoliberales como, por ejemplo, la racionalidad instrumental y el pensar calculante? ¿Acaso los partidos no utilizan las técnicas del arsenal neoliberal para relacionarse con los electores? ¿Por qué hacen suyas las bajas pasiones del capitalismo como la sed de dinero, la gula por la riqueza y la ostentación del lujo?
Sería impúdico ilustrar estas líneas con nombres de dirigentes antisistema que disfrutan de las exquisiteces del capitalismo (pasajes aéreos en primera clase, hoteles vip y restaurantes exclusivos) y que, además, ostentan bienes de lujo (automóviles, por ejemplo), cuya posesión nada tiene que ver con el natural deseo de llevar una vida confortable. También lo sería el mencionar a políticos que condenan al capitalismo, pero que tienen contubernios con él. Baste recordar que en los últimos dos años hemos tenido, en nuestro país, un vendaval de noticias al respecto y una seguidilla de procesos judiciales que aún están en marcha.
Así, el discurso que abomina del neoliberalismo es pisoteado, precisamente, por los mismos que lo enarbolan. La evidencia indica que los políticos que denostan al sistema no quieren superar el neoliberalismo, sino que disfrutar en plenitud, aunque sea tras bambalinas, de sus beneficios. ¿Incoherencia, inconciencia o hipocresía? Difícil saberlo. La dificultad para discernir de qué se trata radica en el hecho de que cuando los críticos del sistema son sorprendidos gozando de esos supuestos placeres ilícitos (esos deleites que ellos condenan públicamente) ni siquiera se ruborizan.
Es imposible, por el momento, auscultar las causas profundas de esas flagrantes contradicciones (algunos hablarán de deslealtad con los principios, otros dirán que defraudan las convicciones; no faltará quien diga traición, engaño o burla a la inocencia de los electores) que hieren la fe de los genuinos creyentes. Pero sí es posible ver algunas de sus consecuencias inmediatas, a saber: el desinterés por la política y el desprestigio de los políticos. Ellas no tardan en traducirse en desencanto con el quehacer político, apatía electoral y, finalmente, en abstencionismo.
En suma, el neoliberalismo, como modo de vida, se expresa cotidianamente (con cierta dosis de ansiedad) en un quehacer frenético y delirante que se agota en la inmediatez de lo instrumental. De hecho, en el día a día está siempre sediento de novedades con la finalidad de ahuyentar el aburrimiento, el tedium vitae y el vacío existencial. Por tal motivo, es compulsivamente voraz; devora a sus propias creaciones, como Cronos a sus hijos.
Así, en última instancia, el neoliberalismo se sostiene diariamente en un nihilismo ramplón. Un nihilismo que exuda activismo y que se afana en un febril hacer por el mero hacer, o bien en un hacer para dar cumplimiento a exigencias estadísticas. No obstante, es felizmente irreflexivo. ¿Por qué? Debido a que la conciencia es refractaria al absurdo. La conciencia no tolera el sinsentido. De hecho, en el día a día, el hombre neoliberal mantiene su vista surta en la instantaneidad. ¡Enhorabuena! Pues si su mirada se desenhebra de lo inmediato todos sus afanes podrían quedar reducidos a la irrelevancia, a la más absoluta inanidad, al absurdo [14].
Tal espectáculo tiene un débil telón de fondo en el cual se entrevén deambular, de tarde en tarde, ideólogos afanados en restaurar paraísos perdidos. Ahí están enmohecidos, taciturnos, los nostálgicos conservadores de izquierda y de derecha añorando unas comunidades que son más imaginarias que reales. Tampoco escasean los impostores, tahúres e ilusionistas políticos, como también los místicos y alucinados. Ellos son diestros en delinear utopías, entonar ensoñaciones y declamar fantasías. En fin, quimeras, espejismos y cantos de sirenas que son el pan del cielo para las almas hambrientas de ilusiones. Todos ellos hacen delirar a los ansiosos, a los vanamente satisfechos, a los opulentos inconformistas. Los trúhanes son parte del espectáculo. Ellos tienen la virtud de ahuyentar, por un momento, el largo bostezo de la sociedad del entretenimiento que vive al borde del aburrimiento.
¿Vías de escape o trampas atractivas?
El neoliberalismo es, en varios aspectos, la negación del liberalismo. La libertad de pensamiento que fue tan importante para un protoliberal como Baruch Spinoza[15], y que lo fue más aún para un liberal clásico como John Stuart Mill [16], parece estar —o, quizá, efectivamente lo esté— venida a menos en la actualidad. De hecho, el neoliberalismo dispone de una abundante variedad de medios para bloquear los procesos reflexivos; para inhibir el cuestionamiento radical; para evitar que el pensamiento aflore y así, finalmente, impedir que la lechuza emprenda su vuelo. ¿Hay contradicción en ello? No. Porque en la era neoliberal se requieren individuos que sean productivos; no personas reflexivas, menos aún contemplativas. Así, el excéntrico (ese tipo humano que nada, heroicamente, en contra de la corriente y que tanto ensalzó John Stuart Mill) no tiene cabida en el mundo neoliberal.
¿Qué medios utiliza, preferentemente, el neoliberalismo para ahuyentar los temples anímicos que predisponen a la reflexión? La farmacología (si Kierkegaard viviera hoy no podría escribir lo que escribió, porque estaría medicado) y la industria del entretenimiento.
Dentro de esta última están los ‘viajes’. En el fondo no son viajes; son huidas de sí mismo. En consecuencia, se trata de ‘viajes’ que no son tales. En efecto, el viaje ha sido sustituido por el tour. Éste tiene por finalidad, entre otras cosas, que los turistas tengan vivencias que han sido previamente planeadas para producir cierto tipo de satisfacciones estandarizadas. Por cierto, dada la índole de la industria, son de algún modo vivencias prefabricadas. Obviamente que el objetivo principal es que los turistas por un par de días —o de semanas— se olviden de sus problemas. Así, el ‘viaje’ exterior no tiene como correlato un viaje interior. Por el contrario, trata de inhibir a este último. En circunstancias que se supone que el primero alienta, incita, al segundo.
La frivolidad y el filisteísmo de los ‘viajeros’ neoliberales es espeluznante. Ello es bastante fácil de constatar. Son ‘viajeros’ que carecen del contexto, ya sea histórico, geográfico o cultural y su ausencia impide que lo observado (el texto) adquiera una real significación. Ven cosas, no objetos culturales. Esas cosas quedan registradas en una fotografía, en una ‘selfie’, para que quede la constancia de que “yo estuve ahí”. Ello, claro está, en el supuesto de que tal tipo de ‘viajero’ no se haya trasladado a otro país para estar enclaustrado en un complejo turístico.
Tanto la industria de la farmacología psiquiátrica como la industria del entretenimiento tienen una finalidad común, a saber: eludir el sufrimiento psíquico. Se olvida que el sufrimiento contribuye al conocimiento de sí mismo y que, además, a veces, tiene la virtud de hacernos tomar conciencia de la alienación[17].
Ambas industrias, también, suelen contribuir al languidecimiento de la vida afectiva y a su correspondiente lenguaje. La consecuencia obvia de ello es el tedium vitae, la indigencia existencial o el vacío espiritual. Pero este último no se visibiliza, porque la buena farmacología lo impide.
Los que sufren mucho, los que piensan demasiado, en definitiva, los sensibles, suelen ser personas disfuncionales y poco productivas. Pero si ellos se resisten a la farmacología y a los placeres de la industria del entretenimiento queda un tercer recurso para normalizarlos y tornarlos en individuos productivos, a saber: la inoculación de una buena dosis de orientalismo occidentalizado.
Uno de los hechos más fascinante de la cultura neoliberal es la apropiación de doctrinas orientales con fines meramente instrumentales, vale decir, materialistas y funcionales. De hecho, las espiritualidades orientales devienen en algo así como en bienes de consumo que son cada vez más masivos en la era neoliberal. Ellas son utilizadas para satisfacer propósitos occidentales. Concretamente, para potenciar el rendimiento individual e incrementar la productividad. Así, por ejemplo, no es insólito que algunas empresas (públicas y privadas) realicen talleres de yoga a la hora de almuerzo para potenciar el rendimiento laboral de los funcionarios durante la tarde.
Asimismo, a nivel puramente individual las doctrinas orientales suelen utilizarse para justificar, con una retórica sublime (salpicada de giros idiomáticos orientales y, a veces, con visos de una alambicada espiritualidad esotérica) la más abismal indiferencia y el más miserable de los egoísmos.
Sólo a modo de ejemplo: el éxito editorial de los libros de autoayuda que pregonan la doctrina del ‘desapego’, vale decir, el no sentirse atado —o vinculado— a nada de manera permanente. Tal doctrina insta a cortar los ligamentos, porque éstos van en desmedro de la libertad individual o porque generan algún tipo de sufrimiento. Así la doctrina oriental, al ser occidentalizada en clave neoliberal, deviene en ‘apego al desapego’.
Tal doctrina está en concordancia con el atomismo social y, además, está en sintonía con el nihilismo ambiental que ha prosperado al alero del modo de vida neoliberal. ¿Cuáles son sus consecuencias prácticas? La negación de cualquier compromiso efectivo con cualquier entidad —ya sea otra persona o una colectividad— que sea distinta del sujeto mismo. El ideal es que el individuo tenga la ilusión de que es autosuficiente y, por consiguiente, soberano.
Así, el sujeto puede devenir en una bestia (paradójicamente espiritual, quizá sería más preciso decir pseudo espiritual), en un idiota (en el sentido prístino de la palabra), en un pequeño dios o, quizá, en un animal laboral embobado con un discurso esotérico que lo ayuda a huir de las inclemencias del mundo neoliberal.
La maquinaria neoliberal
Se tiene la idea de que el neoliberalismo es hostil a la planificación y a la burocracia. No es así. En la era de la gestión y del imperio del pensar calculante, cualquier iniciativa (una iniciativa intelectual, por ejemplo, o una actividad docente) debe estar rigurosamente configurada. Tiene que ajustarse a objetivos tácticos y estratégicos que deben ejecutarse y conseguirse en plazos claramente predeterminados. Todas las variables deben estar bajo control y subsumidas en un formato estándar para alcanzar la meta prefijada. Apartarse del camino es, literalmente, una aberración.
Tal racionalidad no sólo proviene del mundo empresarial, también proviene del mundo militar. Los equipos de trabajos deben funcionar de manera análoga a como lo hacen las unidades militares que realizan operaciones tipo comando. Todo debe estar cronometrado y coordinado. Las energías de todos los miembros del equipo (habría que decir los engranajes de la máquina, porque el enfoque es mecanicista) deben estar orientadas al mismo fin: el éxito de la operación, la consumación óptima del proyecto.
En la actualidad, dicha racionalidad funciona en casi todas las empresas, desde las de mercadeo, pasando por las fabriles y las extractivas. Pero lo insólito es que ahora también está comenzando a aplicarse, cada vez más, en las aulas universitarias. Es insólito, porque independientemente del modelo de universidad con el cual se simpatice, ellas tienen ciertas notas distintivas que les son comunes, a saber: el ser un espacio de cultivo de la dubitación, de la reflexión y de la creatividad. En ellas, asimismo, las relaciones de poder están ausentes; porque lo que en ellas existe es la autoridad. Habría que agregar, además, que los fines instrumentales les son casi completamente ajenos. De hecho, las universidades genuinas tienen bastante autonomía respecto de los poderes del mundo como, por ejemplo, el poder del mercado. Quienes se encargan de satisfacer dicho poder son los institutos profesionales, los centros de formación técnica, los institutos politécnicos, entre otros.
Estos últimos entregan saberes operativos que tienen una finalidad instrumental. Ellos tienen alumnos, no estudiantes. Ellos no educan, instruyen. Su finalidad es producir buenos funcionarios, no sujetos reflexivos ni creativos. Dada su finalidad requieren de un dispositivo burocrático para gestionar y controlar la entrega de conocimientos de manera estándar para evitar así la desviación. En ellos innovar sobre la marcha es apartarse de la planeación. La creatividad es un peligro que puede infartar el imperio de la regularidad al cual hay que someterse devotamente. El cuestionamiento, la duda, el preguntar radical, pueden barrenar los supuestos sobre los que se asienta el modelo, la matriz en la que se opera. Así, quien se afana en innovar desperdicia sus energías en algo que tiene un resultado incierto. El creativo deprecia implícitamente las prácticas vigentes. Quien cuestiona pone en tela de juicio las líneas de mando y la validez del modelo. En síntesis, el genuino pensamiento crítico y la creatividad no sólo son disfuncionales, además son un peligro.
Con todo, en los establecimientos neoliberales no solo es imposible ser un artista o un intelectual genuino por las razones apuntadas, sino que también porque para serlo se requiere de tiempo y de libertad. Dicho en una sola palabra: se requiere de ocio, en el sentido prístino de la palabra. Él es, recordémoslo, indisociable de la genuina vida intelectual [18]. Vistas así las cosas, la línea que separa a las universidades de las instituciones que entregan meros saberes operativos es cada vez más tenue. En consecuencia, no sería del todo aventurado decir que la racionalidad neoliberal ha instrumentalizado y desvirtuado a las universidades.
De hecho, actualmente, las así llamadas universidades se afanan en producir (no se puede negar que la palabra tiene una connotación mecanicista y fabril) un buen funcionario que es, a la vez, un productor, gestor y consumidor que participa de un enorme aparato procedimental, del cual él es simultáneamente resorte, insumo y producto. Es verdad que todas las civilizaciones complejas han tenido algo de lo indicado y han incubado enrevesadas burocracias. ¿En qué radica, entonces, la novedad de la burocracia de la civilización neoliberal?
La burocracia neoliberal, al igual que todas las burocracias, es impersonal. Pero a diferencia de las otras es intangible e invisible. Así, por ejemplo, cualquier usuario de servicios de telecomunicaciones —al cual un azar menor lo puede convertir en un penitente— cuando tiene que afrontar de manera urgente un problema se ve en la obligación de digitar ciertos números en su aparato telefónico y, si tiene suerte, puede hablarle a alguien (o algo) que tiene voz de androide y explicarle el problema. Alguien que no se sabe en qué espacio físico está. El resultado de la súplica es incierto. Pese a ello, tiene algo ganado, ya que el asunto por lo menos tiene existencia en el menú de problemas. Si no tiene cabida en la matriz de problemas a resolver, inmediatamente el usuario del servicio se esfuma como un holograma. Deja de existir temporalmente para el dispositivo como problema, pero no como abonado. De hecho, tiene que seguir pagando regularmente la suscripción. Desafiliarse es una odisea mayor. Así, el poder de la burocracia invisible invisibiliza y esquilma al cliente que deviene en penitente y suplicante. Es la despersonalización absoluta.
Como se ve, el neoliberalismo quiere estandarizarlo todo y controlarlo todo. En tal sentido, es totalitario. Es subrepticiamente hostil a la libertad. En consecuencia, el neoliberalismo no tiene casi nada de liberal. Ya es hora de que los genuinos liberales desenmascaren al impostor.
Excurso
La nueva izquierda y el neoliberalismo
Me deleita escuchar las opiniones políticas que fluyen, espontáneamente, al margen de las aulas universitarias. También suelo husmear lo que se opina en las redes sociales, aunque no soy adicto a ellas. Ambas tienen en común el dar pistas del movimiento subterráneo de ideas. Tales opiniones son algo así como un sismógrafo que da cuenta de una imperceptible tectónica de placas. Auscultando su movimiento, me atrevo a aventurar una conjetura.
Ella es la siguiente. Entreveo una distinción al interior de la izquierda. Me parece que existe una nueva izquierda (en los hechos son varias; aquí sólo simplifico para establecer el contraste) y una vieja izquierda. Aunque, claramente, predomina más esta última que aquélla.
La división no es etaria, pese a que ella no está del todo ausente. La división es ideológica. ¿Cuál es la diferencia entre ambas? Se diferencian en un hecho fundamental, del cual se desprenden actitudes, discursos y estilos distintos. La nueva izquierda (sobre todo la mocetona, aunque no todos son millennials) es individualista. La vieja izquierda era —y es— colectivista.
Obviamente que la nueva izquierda no es neoliberal en lo económico, pero sí lo es en lo cultural. Entendido el neoliberalismo cultural como una forma de vida que antepone los intereses, los gustos y el goce individual en desmedro de los hábitos colectivos. Es la soberanía absoluta del individuo, sin ningún tipo de miramientos con su entorno.
Un caso extremo, pero no irreal, de tal actitud es el hecho dado a conocer el 18 de mayo de 2017 por el personal femenino que realiza el aseo en el campus Juan Gómez Milla de la Universidad de Chile[19]. Como se sabe, los alumnos de dicho recinto tienen una sensibilidad que está claramente en sintonía con la retórica de la nueva izquierda. No obstante, su conducta se encuentra en las antípodas de su ideario y también, obviamente, del buen trato civilizatorio que es inherente a cualquier comunidad, como enseguida se verá. Concretamente, las “tías del aseo” denunciaron comportamientos que habría que calificar de bárbaros para evitar tildarlos de inhumanos, a saber: defecar en las proximidades de los aularios; orinar en puertas y rincones; vomitar en los lavamanos, obstruyendo así los ductos de los mismos; fornicar en zócalos y pasillos; abandonar los preservativos usados en lugares inapropiados. Evidentemente, el primer punto es el más exasperante, ya que “es inhumano para cualquier persona recoger excrementos”, como lo consignan las denunciantes. Pero no sólo es inhumano, además es demencial recoger las inmundicias de quienes dicen actuar en nombre de los humillados y ofendidos de este mundo, como lo serían —desde la óptica de esa retórica— las mismas “tías del aseo”. ¡Qué paradoja que quienes se arrogan el rol de benefactores terminen humillando, flagrantemente, a las potenciales beneficiadas!
El caso es insólito. En efecto, no es representativo de una tendencia general. Pero lo que lo convierte en un ícono es el hecho que los actos vandálicos ocurrieran con reiteración en el interior de un recinto universitario en el que predomina una retórica política que está a contrapelo de los hechos denunciados. Ello, inevitablemente, lleva preguntarse por el grado de sinceridad —quizá, habría que decir de impostura y mendacidad— que existe tras el discurso colectivista y tras las palabras altruistas que se entonan con tanta gravedad.
El planteamiento del individualista extremo, del nuevo bárbaro, bien podría resumirse del siguiente modo: ‘Si me place, puedo ir desnudo o en topless por la calle. Total, es mi asunto. Mi mundo es mi fantasía y mi fantasía soy yo. Nadie tiene derecho a interferir en mi mundo. Nadie puede cuestionarme. Mis audífonos y mi celular son mi cable a tierra, ¿y qué…?’.
Así vistas las cosas, bien podría decirse que la nueva izquierda es nativa y espontáneamente neoliberal, puesto que para ella la primacía de lo individual es tan evidente que no requiere de justificación alguna. El egoísmo, el individualismo extremo, incluso el solipsismo, es para ella algo natural. Lo artificial y lo artificioso es lo colectivo. No en vano afirma, espontáneamente, lo individual de manera absoluta.
Tal énfasis la lleva a demonizar a entidades colectivas clásicas, como lo son, por ejemplo, la nación, la familia, el género y el Estado. Por eso, todo aquello que se opone a su individualismo y a su solipsismo es calificado de represivo o tildado, simplemente, de fascismo.
Mientras la nueva izquierda no tome conciencia de cuán neoliberal es en lo cultural, no podrá desprenderse de cierta retórica que lo que hace no es encubrir ni engañar; sino que confundir a los analistas políticos, a otros actores políticos y, desde luego, a los electores.
La raíz de tal confusión estriba en el hecho de que el discurso de la nueva izquierda invoca majaderamente el colectivismo. Pero de tal colectivismo bien se podría decir lo mismo que Jorge Luis Borges dijo de la poesía gauchesca, a saber: que es una impostura artificiosa de refinados pijes citadinos que se afanan en ser algo (vgr: jinetes, peones, arrieros, rústicos hombre de campo) que por naturaleza no son [20]. Los poetas que la cultivan suelen ser labradores de jardín, estancieros de zoológico, en definitiva, amansadores de cafeterías y transvías. Así, la poesía gauchesca deviene en una caricatura de la auténtica poesía gaucha. Análogamente, el colectivismo de la nueva izquierda sería un remedo contrahecho —bastante amanerado, pese a la buena fe que lo inspira y a su evidente afán de pureza— del genuino colectivismo.
Asimismo, la acerba disputa entre los neoliberales y sus adversarios más radicales tiene cierta similitud con el cuento Los teólogos de Jorge Luis Borges[21]. En tal pieza narrativa Borges da cuenta de los sucesivos enfrentamientos entre Juan de Panonia y Aureliano de Aquilea. Dos hombres que abogan por dogmas opuestos y que, además, se detestan recíprocamente. Pero, al final del día, no son tan diferentes. En esencia, son exactamente lo mismo. Ambos, en última instancia, están hechos de la misma madera. Así, los antineoliberales y los neoliberales (especialmente los callejeros y los de trinchera) son, por igual, ramplones y filisteos.
Consideraciones finales
El neoliberalismo rehúye cualquier finalidad trascendente. Sólo tiene metas inmanentes como producir, consumir y crecer. Éstas son su proa y su viento de popa; le insuflan dinamismo y lo dotan de un carácter proteico. La cultura neoliberal elabora y devora, compulsivamente, bienes tangibles e intangibles. En ella impera el consumo, lo insustancial y lo evanescente. Todo es fungible.
En la era neoliberal los cronómetros se aceleran para producir y consumir cada vez más rápido. El reloj y los mecanismos de relojería están presentes por doquier. Pero, paradojalmente, la conciencia de la temporalidad se esfuma o está anestesiada. El tiempo, como realidad absoluta, es negado o, por lo menos, ignorado. La muerte deviene en un mero hecho estadístico. Por eso, las “sociedades” neoliberales casi no se preguntan qué sentido tiene la vida. Ni siquiera se preguntan cuál es el sentido último que tiene su activismo, su frenético hacer por el vano hacer. Son “sociedades” que flotan bastante bien en cierto nihilismo práctico y —quizá debido, precisamente, a ello— ya no reflexionan ni quieren reflexionar. En ellas es más grato y tranquilizador consumir que pensar.
El neoliberalismo, por el momento, no sólo es nuestra casa, también es nuestro universo y nuestro horizonte cultural. Es una casa que algunos la sentimos como un laberinto insufrible y desesperante. En él, como en todo laberinto[22], abundan las simetrías y los fractales se multiplican; tampoco escasean las seductoras vías de escape que resultan ser callejones sin salida; en él prosperan tersas flores que están al alcance de la mano, pero que se marchitan antes de palparlas; en él relampaguean atractivos pórticos que prometen libertad, pero que conducen finalmente a calabozos. ¿Cómo salir?
No pocos de aquellos que experimentan el neoliberalismo como un laberinto alucinan con un redentor, con un Teseo, o con un cataclismo político y moral que lo destruya. Creo que tal esperanza es vana. Otros, para intentar redimirse de él, optan por la emboscadura[23]. Quizá ésta sea la estrategia más razonable, desde el punto de vista individual, pero es la más difícil. Otros albergan la expectativa de que, en algún momento, se agotará y, al igual que todo sistema, se extinguirá; pero sin ínfulas ni comparsas, sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello. Esto es, tal vez, lo más probable que ocurra, pero no sabemos cuándo ocurrirá. Por el momento solo cabe esperar. Es verdad que hay esperas que suelen ser largas. De hecho, hay una religión secular que lleva más de un siglo esperando una revolución y otra revelada que lleva casi dos milenios esperando el regreso del Salvador.
Si prescindimos de las esperanzas religiosas, probablemente, lo que advenga al final de la era neoliberal sea algo bastante diferente de lo que anhelan los conservadores de izquierda y de derecha. Quizá sea una humanidad que se asiente en una concepción radicalmente diferente del hombre y de la realidad. Quizá sea una nueva moralidad que ahora ni siquiera logramos entrever borrosamente. Lo que sí es claro, por el momento, es que no estamos preparados para asumir la magnitud de ese cambio, ni sabemos, específicamente, en qué consistirá.
* Politólogo. Actualmente cumple funciones docentes en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Central de Chile. Sus dos últimos libros son: Max Weber: la política y los políticos. Una lectura desde la periferia (Ril Editores, Santiago, 2010) y El concepto de realismo político (Ril Editores, Santiago, 2013). Correo electrónico: luis_oro29@hotmail.com
[1] Cf. Gustavo Cuevas Farren (Ed), La renovación ideológica en Chile, Instituto de Ciencia Política, Universidad de Chile, Santiago, 1993. Cf. Alessandro Santoni, “Modelos y antimodelos de la renovación socialista. La revista Convergencia y la crisis del socialismo mundial (1981-1991”. En Historia, Nº 46, Santiago, 2013 (pp. 153-176). Cf. Marcelo Mella Polanco, “Marxismo-Leninismo. Pensamiento iconoclasta y nuevo sentido común socialista en Chile en la década de 1980”. En Izquierdas, Nº 24, Santiago, 2015 (pp. 57-81).
[2] Cf. Chantal Mouffe, “La radicalización de la democracia, ¿moderna o posmoderna?”. En Opciones, Nº 15, Santiago, 1989 (pp. 125-139).
[3] Al respecto véase el cuerpo E, Artes y Letras, de la edición dominical de El Mercurio de Santiago de finales de la década de 1980.
[4] Cf. Francis Fukuyama, “¿El fin de la historia?”. En Estudios Públicos, Nº 37, Santiago, 1990 (pp. 5-31).
[5] Cf. Fedor Dostoiewski, Los hermanos Karamazov, Editorial Juventud, Barcelona, 1999 (pp. 251-252).
[6] El aguafiestas más célebre fue Samuel Huntington, quien publicó en 1993, en la revista Foreign Affairs, un artículo titulado “El choque de las civilizaciones”. Desarrolló posteriormente la tesis allí esbozada en un libro de título homónimo (cf. El Choque de las civilizaciones, Paidós, Barcelona, 1997).
[7] Cf. Fedor Dostoiewski, Los hermanos Karamazov, Editorial Juventud, Barcelona, 1999 (pp. 244-261).
[8] Uso los conceptos de comunidad y sociedad en la acepción que ellos tienen en el pensamiento de Tönnies. Cf. Ferdinand Tönnies, Comunidad y asociación, Comares, Granada, 2009 (pp. 8-47).
[9] Cf. John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 2007 (pp. 68-69).
[10] Cf. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Tecnos, Madrid, 1993 (p. 62).
[11] Cf. Leo Strauss, Liberalismo antiguo y moderno, Katz, Buenos Aires, 2007 (pp. 13-46).
[12] Al respecto véase un ilustrativo vídeo que da cuenta de un hecho ocurrido en un local de venta de comida en Santiago de Chile el 01 de octubre de 2010. Disponible en:
[13] Cf. Luis Oro Tapia, “Crítica de Carl Schmitt al liberalismo”. En Estudios Públicos, Nº 98, Santiago, 2005 (pp. 171-187).
[14] Uso la palabra nihilismo con el significado, variantes y matices que Nietzsche le otorga a dicho vocablo. Cf. Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, Edaf, Madrid, 1981 (pp. 33-38).
[15] Cf. Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, Altaya, Barcelona, 1997 (pp. 408-420).
[16] Cf. John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 2007 (pp. 75-125).
[17] Cf. Ernst Jünger, Sobre el dolor, Tusquets, Madrid, 1995 (pp. 13-85).
[18] Cf. Julián Marías, El oficio del pensamiento, Espasa Calpe, Madrid, 1968 (pp. 11-18).
[19] Cf. Las Últimas Noticias, edición Nº 38.462, correspondiente al 19 de mayo de 2017 (p. 4).
[20] Cf. Jorge Luis Borges, Obras completas, tomo I, Sudamericana, Buenos Aires, 2011 (pp. 551-552).
[21] Cf. Jorge Luis Borges, Obras completas, tomo I, Sudamericana, Buenos Aires, 2011 (pp. 851-857).
[22] Cf. Jorge Luis Borges, Obras completas, tomo I, Sudamericana, Buenos Aires, 2011 (p. 838).
[23] Ernst Jünger, La emboscadura, Tusquets, Barcelona, 1988.