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Heinz Bude y la sociedad del miedo.

 

Juan Pablo Serra

 

Universidad Francisco de Vitoria (España).

 

 

 

Introducción.

 

            Lo sé antes de que ocurra. Pues cada vez que lo digo sucede lo mismo. “Me gustan los libros de sociología porque es como leer revistas de moda” es una de esas frases de resabido que el profesor suelta de tanto en tanto para, aprovechando el despiste, instruir a sus alumnos en algo que no sea la asignatura. Siempre se ríen, aunque dudo que lo hagan por suscribir la mofa aparente hacia una ciencia respetada. Quizá les haga gracia imaginar a su profesor leyendo revistas de moda. Pero lo que ignoran es que lo digo de verdad: los textos de sociología, cuando son realmente buenos, describen con agudeza eso que hoy llamamos trends y nos ayudan a relacionar esas tendencias con otros fenómenos perceptibles y, más interesante aún, con procesos dilatados en el tiempo.

 

Cualquiera puede unir A con B y pensar, por ejemplo, que en España los jóvenes de hoy viajan más por la reducción de costes en transportes y alojamiento. Pero eso no termina de explicar la experiencia de una generación que ha incorporado la mirada del turista sobre la vida cotidiana, todo un contraste con las generaciones anteriores, para las que hacer turismo era un acto excepcional y local. Explicar este hecho exige, primero, comprobar qué tan generalizada es la experiencia turista. A continuación, comparar los datos que tenemos hoy con la información acerca de los hábitos de la generación antecedente. Y, por último, enlazar ambas averiguaciones con alguna hipótesis de sentido, tal como hacía Javier Callejo en un formidable escrito sociológico de hace pocos años [1]. Leer sociología es como ver revistas de moda, sí, aunque revistas de moda que dudo existan algún día.

 

Una ciencia melancólica

 

            Heinz Bude (1954) pertenece a esa clase de sociólogos “humanistas” poseídos por el afán de comprender ciertos fenómenos de nuestro tiempo, un sociólogo interpretativo más que demoscópico. El método que para ello propone al principio de La sociedad del miedo (2017), su último libro, es claro: si se trata de comprender una situación social conviene averiguar qué nos dicen las experiencias de los hombres, sobre todo aquellas que revelan alteraciones en el amoldamiento entre estructuras sociales y actitudes individuales. Y un buen punto de partida para el análisis sociológico en nuestros días es la experiencia del miedo, pues el miedo “es un concepto que recoge lo que la gente siente, lo que es importante para ella, lo que ella espera y lo que la lleva a la desesperación” (p. 12).

 

            Desde luego, sin salir de este planteamiento humanista, hay otros modos de enfocar el análisis de lo que nos está sucediendo. En la conversación de nuestro tiempo, como es sabido, circulan con mucha aceptación las ideas de sociólogos como Zygmunt Bauman (que estudia nuestra sociedad desde el prisma de la liquidez de las relaciones humanas y la flexibilidad de las estructuras), como Gilles Lipovetsky (que prefiere fijarse en la estetización del mundo) o como Richard Sennett (que habla de la corrosión del carácter como la base necesaria para el trabajo en el capitalismo tardío)[2]. Y, con ellos, diera la sensación de que la mejor sociología continúa transmitiendo esa mezcla de desesperación social y melancolía de sus primeros autores, aquellos que cortaron drásticamente con el optimismo ilustrado al anteponer el estudio de la realidad histórica a la proyección de principios abstractos sobre la sociedad.

 

            Ocurre a veces, sobre todo cuando juntamos sus voces, que los sociólogos componen un relato de lo social alarmante y pesimista y, por ello, rechazable para quien compara su vida ordinaria y plácida con la imagen que dibujan estos escritores. Sin ir más lejos, antes de empezar la lectura de este libro, a mi mismo se me ocurrió pensar si no nos caracteriza mejor lo que esperamos antes que lo que tememos, lo luminoso antes que lo lúgubre. No obstante, si es cierto que la sociedad contemporánea genera malestar y extrañamiento —pues no da todo lo que promete— y que eso es lo que describen los grandes sociólogos de nuestro tiempo, entonces tiene mucho sentido el enfoque de Bude. Y es que, como recuerda Luis Gonzalo Díez, la sociología es una ciencia moderna e impura, entre la literatura y la ciencia, entre la subjetividad y la objetividad, y cuya grandeza consiste, justamente, en ser un arte interpretativo sobre la realidad.

 

Los miedos de los que habla la opinión pública, aunque sean difusos, dicen algo sobre una determinada situación sociohistórica. Nuestra época maneja conceptos de miedo en expresiones como “no quedarse atrás”, “dejar tirados”, “esto es un punto crítico” o “aún queda mucho por lograr”. Pero si vamos a su origen en el tiempo, seguramente fue Franklin D. Roosevelt quien, en su toma de posesión en 1933, alumbró la idea de que absorber el miedo era la primera y más noble tarea del Estado, el cual de ahora en adelante se desarrollaría como Estado de bienestar, justamente para garantizar que cada cual pudiera autodeterminar y planificar su vida sin temor alguno. Gracias a las prestaciones estatales, el individuo va a sentir que con su voluntad, energía y esfuerzo se merece el lugar social al que llega. Pero, al proponerse combatir el miedo a la privación de derechos y oportunidades, este Estado genera nuevos miedos, ya que “el destino individual es cada vez en mayor medida expresión de las buenas o malas elecciones a lo largo de la trayectoria vital” (p. 20). Y hay muchas cosas que pueden salir mal: ¿acerté con la carrera estudiada?, ¿me casé con la persona que debía?, ¿me queda tiempo para formarme en las habilidades que se demandan hoy?, ¿cuento con una red de contactos beneficiosa?, ¿la tienen mis hijos?, ¿resido en un lugar adecuado?, etc.

 

Y es que el Estado de bienestar puede legislar, repartir dádivas, ayudas y subvenciones para aminorar el coste económico y psicológico de las malas elecciones, pero no puede borrar un miedo más profundo y persistente, que procede de que “todas las posibilidades están abiertas, pero nada carece de relevancia. Uno cree que se está jugando su vida entera a cada momento” (p. 21) y es difícil vivir sin sentido ni objetivo final, de manera flexible, formándose continuamente, sin estancarse. Es cierto que, con la ganancia en autonomía, el individuo tiene la ilusión de forjar su destino por sí mismo y elegir el estilo de vida que más le place, pero conviene no exagerar esto: como señala Bude —y comprobamos a diario si nos fijamos bien—, hoy se acepta más la diferencia, sí, pero siempre que resulte alegre y enganche (p. 23). El culto a la diversidad que hoy celebramos con tanta entusiasmo, al final, no está inmunizada frente al miedo.

 

A partir de estos apuntes, el lector puede hacerse una idea del tipo de melancolía sociológica que permea un libro, en el fondo, recorrido por el anhelo de poder vivir en sociedad confiadamente y sin miedo. Si algo marca al sujeto moderno es su afán de libertad para realizar su vida, pero cualquiera convendrá en lo difícil que resulta poner esto en práctica bajo la presión del miedo. Merece la pena, con Bude, detenerse en algunas de sus manifestaciones, sobre todo, por la verdad acerca de lo humano que late en cada una de ellas. Una verdad o, mejor, un ideal de humanidad escondido entre esas estructuras sociales que estudian los sociólogos. ¿Puede ser que estos tengan una imagen idealizada acerca de qué es y cómo debería darse la sociabilidad humana? Sí, pero es justamente esa imagen la que da fuerza normativa, poética y persuasiva a sus análisis.

 

Anhelos personales, miedos contagiosos y una vuelta por la ficción

 

En La sociedad del miedo, esta peculiar melancolía se expresa de un modo recatado, tapado. Pero está ahí, insinuada en medio de alusiones a terceros o en forma de conclusiones apresuradas.

 

Aparece, por ejemplo, cuando Bude menciona las categorías con que David Riesman analiza al hombre contemporáneo, que habría sustituido el giroscopio interior para orienta la propia vida desde un centro por un radar social para registrar las señales de los demás (p. 25). “De este modo, la noción de qué es lo que los demás piensan de uno y qué es lo que piensan que uno piensa de ellos pasa a ser una fuente de miedo social. Lo que agobia y destroza a la persona singular no es la situación objetiva, sino la sensación de desventaja en comparación con otros que resultan significativos” (p. 27).

 

Se advierte con más notoriedad cuando el autor habla de la nostalgia de una relación irrescindible, un capítulo clave para entender el fenómeno de la sobreprotección de los hijos, a veces llamado hyper-parenting. Y es que, en un mundo de relaciones de usar y tirar, divorcios exprés y ausencia de familias extendidas, el yo heterodirigido opta por diversificar el riesgo del amor y asumir (errada pero congruentemente) que lo mejor es elegir una pareja para cada fase de la vida que acompañe a su autorrealización. Esto no anula el miedo al otro, que siempre me puede abandonar, no corresponder con la misma intensidad o, directamente, ser una mala elección. Ni tampoco borra el anhelo de pertenecer a alguien, tan sólo lo resitúa en otro lugar, a saber, en las relaciones entre padres e hijos y entre hermanos, “las únicas relaciones irrescindibles que quedan hoy” (p. 36). De ahí que las familias actuales estén abusivamente centradas en los hijos… con todos los problemas, añado, que tal configuración conlleva.

 

Los dos siguientes capítulos giran alrededor de miedos relacionados con el trabajo y la promoción personal. En las sociedades industriales, recuerda Bude, el varón que ascendía socialmente era mirado con recelo, vigilado con lupa (los demás esperan que fracase o se descubra que es corrupto) y tolerado como un extraño por quienes están donde él ha llegado. De resultas, “no quiere estar ni en el lugar adonde ha llegado ni en el lugar de donde proviene” (p. 41), una circunstancia muy bien dramatizada tanto por la literatura decimonónica como por el cine europeo del siglo pasado [3]. Hoy persiste el miedo a volver al origen modesto de los antepasados, pero el ascenso social es más incierto, y lo es porque la formación está abierta a todo grupo y clase y por el entorno colaborativo en que se desarrollan muchos trabajos, que genera el miedo en quien trabaja y se esfuerza a que no le presten atención o que no le tengan en cuenta (p. 43). Además, en las sociedades capitalistas, siempre queda el miedo a tener que jugar con las reglas de juego que impone el ganador que se lo lleva todo, pero que, a su vez, teme a aquellos que no controla y compiten con él.

 

El incremento en la flexibilidad y permeablidad de los grupos sociales trae consigo nuevos miedos, es cierto. Pero ¿acaso puede ser de otra manera? No puede ser pura irracionalidad lo que genera esos temores, entre otras cosas, porque el miedo es una señal que remite a otra cosa: un peligro, un daño, una expectativa poco halagüeña y, también, el final de algo. Entonces, el miedo responde a un factor muy humano, como es el saberse invadido por la incertidumbre ante lo inédito: ¿qué hacer?, ¿qué pensar? Ahora bien, el hecho de experimentar la inseguridad no es, en sí, algo nocivo. Muy al contrario, es un signo de estar viviendo una existencia auténtica. La vida humana, decía Julián Marías[4], es contingencia e inseguridad radical desde su origen (podría no haber nacido), por su final (imprevisible), por los elementos que la componen (también imprevisibles y azarosos), por las otras libertades que interfieren con la mía (y cuya conducta es, en gran medida, imprevisible) y por lo colectivo como tal (el resultado de la acción de una comunidad es distinto de las acciones individuales). Los humanos intentan dar seguridad a su vida, pero se da la paradoja de que esto sólo puede lograrse plenamente al precio de la deshumanización, de una vida menos real, menos mía y más impersonal y hasta más violenta.

 

La ficción audiovisual ha sido especialmente poderosa a la hora de transmitir al espectador esta menesterosidad. Y poco importa que lo haga a través de la comedia familiar, como en Una pareja de tres (David Frankel, 2008), del dramedy, como en Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), o del suspense, como en La habitación del pánico (David Fincher, 2001). Pocas imágenes expresan mejor que la vida humana es inseguridad que aquella que cierra Náufrago (Robert Zemeckis, 2000), cuando su protagonista queda detenido en su camioneta ante un cruce de caminos. En Moneyball (Bennett Miller, 2011) escuchamos a una joven cantando que “estoy un poco atrapada en medio de todo, la vida es un laberinto y el amor es un enigma”. Y, sin embargo, estamos como lanzados, arrojados a la existencia. ¿De qué o de quién me puedo fiar para conducir mi vida? En esta película, Billy Beane intenta negar el carácter incierto de la vida a través de las matemáticas, procurando que las estadísticas le auguren el éxito en el presente y, de paso, le ayuden a curar una mala elección pasada. Una tarea imposible. En Cache (Michael Haneke, 2005), George conduce su vida negando partes de su propia historia o medicándose, se evade constantemente y termina violentando todas las relaciones con los demás. La pretensión de controlar todos los aspectos de su existencia le incapacita para vivirla en condiciones. Por último, en el Gerry Conlon de En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993) observamos el intento por “ganar” en una vida que ya sólo se concibe como batalla, como lucha por un nombre, pero no por la persona de su padre, con quien en la película asistimos al milagro de ver un hombre libre en la cárcel, un hombre que ha perdido toda seguridad (alejado de su familia, maltratado por el sistema judicial) pero a quien la adversidad no ha derrotado.

 

Tenemos que aceptar, en fin, esa radical inseguridad si no queremos renunciar a lo que somos. Pero que sea radical, añadía Marías, no significa que tenga que ser total. Necesitamos certidumbres. Al exponer los miedos que invaden al hombre de hoy, de alguna manera, Bude no sólo refleja la añoranza de una situación vital menos incierta. Además, nos redirige hacia una serie de certezas sobre la condición humana. Obviamente, en el texto no se expresa así, pero quien sepa leer entrelíneas podrá apreciar que, por debajo del ascenso social, late un deseo, y es que “tiene que haber al menos un grupo imaginario en el que uno pueda encuadrarse, obteniendo con ello un sentimiento de incardinación y de importancia” (p. 42). Lo que espera quien se moviliza y aspira a la mejora social, es a realizarse y poder ser tal como es. Por otro lado, el miedo al ganador no tiene por qué expresar un rechazo a la competición como método de descubrimiento de talentos. Lo que  expresa, más bien, es el miedo a que no se construya “una cultura del éxito que premie a los ganadores sin degradar a los perdedores. De lo contrario, el miedo a quedarse sin nada lo único que genera es resignación y amargura” (p. 58).

 

Lo llamativo de estos análisis es lo fácil que se comunican con otros contextos diferentes de su localidad natal. Haga usted el experimento. Aunque la referencia inmediata de Bude es la sociedad alemana, ¿no son sus palabras, acaso, bastante extrapolables? La explicación más inmediata de esta universalidad, claro, podría ser la relativa homogeneidad de las estructuras sociales, morales y económicas en Occidente. Sin embargo, aunque tiendan a templar los ánimos y a dirigir las conductas en direcciones parecidas, unas mismas instituciones no tienen por qué producir los mismos comportamientos. El hecho asombroso de que puedan darse o se den los mismos miedos en distintos escenarios, ¿no es, acaso, indicativo de la universalidad de la experiencia humana? Dicho en otros términos, el que reaccionemos de manera similar ante las mismas incertidumbres, ¿no es una prueba más de nuestra común humanidad? Quizá sí sea cierto, al fin, que lo que más nos une es aquello que esperamos…

 

¿Qué puedo hacer en donde estoy?

 

            Asociado a los miedos relativos al ascenso social, continúa Bude, se hallan los miedos propios de la clase social en la que cada uno se mueve.

 

El pánico por el estatus en la clase media, como titula uno de los capítulos del libro, es algo de lo que se habla con insistencia desde hace algún tiempo [5]. ¿Existe la clase media? ¿Es algo más que un concepto económico? ¿Posee algún rasgo distintivo (cultura, costumbres, autoimagen) que la diferencie, para mejor, del resto de grupos sociales? No contesten tan rápido: la respuesta está lejos de ser obvia. Pero, en todo caso, y dando por bueno el mito de la clase media, se pregunta Bude, ¿qué habrían de temer los hombres a cuyo estilo de vida se ha ajustado el sistema social entero? ¿Temen que se estén desmoronando las estructuras que conformaron su mundo a manos de una nueva clase creativa y emprendedora, con “competencias, contactos y conceptos”? ¿Temen los cambios en las oportunidades de ganar estatus? ¿Temen que los ingresos no suban o que, si suben, no se note por la carga impositiva? ¿Temen ser infravalorados en relación a su formación y cualificación?

 

La respuesta a todas estas preguntas es , pero nuevamente esos temores destapan la radical inseguridad de la vida humana y, con ello, una verdad culpablemente olvidada: por más que duela, en ningún lugar está escrito que partiendo de las mismas condiciones previas, hayan de salir los mismos resultados (p. 69). La fragmentación de la clase media y el incierto liderazgo de la nueva clase media global alimenta la pérdida de referencias, la vulnerabilidad y la sensación de que “parece haberse roto la cohesión orgánica entre aspiración a la autonomía y vínculo comunitario” (p. 70). La clase media nunca fue hogar para excéntricos acentuados, pero sí prometía, al menos, que con trabajo y esfuerzo uno podría labrarse una identidad propia (no muy disímil al resto, es cierto) y una estima por parte de los demás. Los cambios en la formación y en el trabajo, junto con el estancamiento y la disminución de los ingresos económicos han roto la ilusión de que ese esfuerzo fuera a ser necesariamente recompensado. Lo cual engendra más desasosiego, pues de poco sirve lograr ser yo mismo —en lo personal, en lo familiar, en lo profesional— si no soy reconocido, acogido en mi singularidad y apreciado por los demás. Diera la sensación, y esto no lo dice Bude, de que hay una cierta unidad de la vida que se quiebra ante el sujeto contemporáneo, por ejemplo, al darse cuenta que ya no puede asumir, sin más, que el aprecio de los demás tenga un correlato en forma de recompensa económica. La autorrealización es algo que uno puede permitirse de modo consciente siempre que tenga seguridad material, algo que es un indicador más relativo de lo que parece: depende de lo que tengan los demás.

 

En definitiva, hay miedo en la clase media porque hay también una pretensión de tener mucha seguridad y necesidades cubiertas, pero ¿pasa lo mismo con la clase baja? Los que ganan menos sueldo son quienes hoy trabajan en servicios, ya sea de limpieza, repartos, seguridad, restauración, peluquería o cuidados personales. Se trata, por lo general, de servicios simples, en los que se paga poco pero se exige mucho, y que no dejan tiempo libre ni muchos ingresos para gastar. Como apenas se pueden mecanizar, entonces se procura hacerlos rentables presionando a los trabajadores — habitualmente mujeres y extranjeros, y con cualificación difusa— para que hagan más en menos tiempo. ¿Qué temen quienes forman este sector? La precariedad laboral, el deterioro del cuerpo y el despido o la degradación, por supuesto. Pero hay más, hay algo que tiene que ver con la propia fortaleza interior. “En los contextos vitales propios de la situación del nuevo proletariado que desempeña trabajos sencillos en el sector servicios, el miedo gira en torno a cómo se impone uno frente a mandos intermedios, a jóvenes sin experiencia y a «viejos zorros», en cómo se las arregla uno para conseguirse pausas de descanso y para escaquearse, con qué indemnización lo echan a uno a la calle en edad madura y cómo controla su cansancio” (p. 84).

 

El problema, claro, es que la nuestra es una época caracterizada por la fragilidad del yo, el cual, a falta de límites sobre lo que le está permitido, vive con dudas acerca de su propia capacidad —de relación, de disfrutar, de amar y, en general, de vivir. En La sociedad del cansacio, el filósofo Byung-Chul Han ya había abundado en los problemas derivados de glorificar la capacidad y el rendimiento: una sociedad que cree, promete y vende que nada es imposible, termina por producir depresivos y fracasados, justamente por no poder poder más [6]. La prohibición, el mandato y la ley características del entorno social de mediados del siglo XX es hoy reemplazado por los proyectos, las iniciativas y la motivación. E, indudablemente, esto puede generar un espacio más confortable, pero el énfasis en “lo que me es posible” pone encima del individuo un peso abrumador. Intentamos quitárnoslo de encima optimizando todo, sí, pero “la movilización de las capacidades en todas las direcciones y en todos los niveles [colegio, trabajo, vida familiar] queda varada a causa de la pregunta que surge de pronto acerca de lo que uno quiere: ¿para qué todo eso?, ante la duda, ¿de qué se trata?, ¿qué quiero en la vida? Son preguntas del miedo por sí mismo, que pueden acarrear una gran extenuación” (p. 91). La fragilidad del yo, en definitiva, aparece cuando, habiendo opciones para cada individuo, no se ve el sentido de renunciar a nada o, peor aún, se resiente ante las oportunidades perdidas. Lo que termina por conducir a la indecisión, posiblemente el miedo de nuestra época. “Dicho miedo define una vida en la sala de espera” (p. 96), sentencia Bude.

 

            Curiosamente, aunque en privado parecer miedoso no es nada cool, expresarlo en la esfera pública te puede hacer fuerte, sobre todo como argumento para estar en contra de algo (un Estado, una empresa, una organización civil) y si es en nombre de muchos. De alguna manera, cuando se confiesa el miedo, entran en juego las políticas del miedo y las emociones públicas, que son las que —según los economistas Guy Kirsch y Klaus Mackscheidt que cita el libro— hoy gestionan tres tipos distintos de líderes (pp. 119-125). El demagogo, dirán, intensifica el miedo de la gente y pone a sus pies un chivo expiatorio; el cargo público anestesia el miedo asegurando que se puede gestionar con tranquilidad; el estadista, por último, sería una figura excepcional, que maneja y orienta los miedos, admitiendo su existencia pero mirando al futuro como un horizonte lleno de posibilidades. La actual fragilidad del yo, entonces, buscaría compensación en la identificación y la confianza en estos líderes, pero lo interesante del enfoque de este capítulo es la insinuación de que, de alguna manera, los líderes que dirigen y nos gobiernan vienen a reflejar una elección inconsciente pero real acerca de quién me/nos ayuda a vivir mejor con el miedo. Esto no obsta para que podamos juzgar el mayor o menor acierto en la elección y posterior gestión de dichos dirigentes, pero sí ayuda a comprender los cambios en las preferencias del electorado y a abandonar la idea ingenua de que la política consiste en resolver problemas colectivos mediante un análisis objetivo en busca de la mejor solución. No lo es. Y cuanto antes se nos meta esto en la cabeza, antes nos reconciliaremos con el hecho de que la política, en todas sus caras, es una cuestión de confianza[7]. O, si me permiten decirlo así, que la política es una actividad humana, demasiado humana.

 

            Tal es así, que el propio Bude se ve incapaz de ofrecer una respuesta definitiva a la cuestión de cómo lidiar con el miedo a nivel colectivo. Seguramente por restricción metodológica, esto es, por no abandonar el marco de la ciencia sociológica, que busca más la descripción que la prescripción. Sin embargo, uno alberga la sospecha de que, cuando en su último capítulo, el autor alude a dos recomendaciones para el manejo público del miedo, hay una que privilegia más. Y no es la del teórico político-jurídico Franz L. Neumann, que en 1954 aconsejaba racionalizar el miedo para que pueda darse una identificación desapasionada. Al fin y al cabo, aquí el hombre sigue subordinado al miedo. En cambio, cuando en 1969 el filólogo ruso Mijaíl Batjín recuperaba la cultura medieval de la risa —presente en el carnaval, en algunas partes de los autos sacramentales, en las fábulas— lo hacía porque, entonces, “el hombre medieval sentía la risa como un triunfo sobre el miedo” y celebraba en ella “la soberanía disidente del pueblo […]. [Batjín] ensaya con una tradición popular lúdica y rebelde a modo de medicina contra un miedo que le arrebata a la persona individual el ánimo para hacerse fuerte” (pp. 145-146). Ciertamente, la risa no exorciza el miedo, pero ofrece, al menos, la posibilidad de ser conscientes de que sólo una cierta amplitud y grandeza de la persona puede atemperar “los miedos al hundimiento”, el “pánico por el estatus” y los “impulsos de aislamiento” (p. 146). Atemperar, no anular, pues el miedo, el temor y la vacilación —termina el libro siguiendo en esto al teólogo protestante Paul Tillich— también son indicadores que permiten “conservar la esperanza de que nada tenga que seguir siendo tal como es ahora” (p. 149).

 

El pensamiento sociológico

 

            Que un libro de esta brevedad resulte tan sugerente indica que, por detrás, hay mucho más trabajo del que parece. Cada cual tendrá sus favoritismos,  pero a mí me cautivaron los pasajes que diseccionan los cambios en la configuración familiar y los que retratan las dinámicas laborales del sector servicios. Y ambos por la misma razón: por la finura de su mirada y la elaboración rayana en lo literario. Referido al sector servicios, por ejemplo, escribe Bude:

 

Son servicios simples para los que se paga poco, pero para los que se exige mucho. Quien hace su ruta como repartidor privado de paquetes es su propio empleado de logística, conductor, cargador y asesor de clientes. Por la noche el coche tiene que estar vacío, sin importar cuántos peldaños había que subir, cuál era el porcentaje de los clientes que estaban en casa ni cuánto pesaban los paquetes. En la brigada de limpieza hay que mantener siempre la marcha, aunque solo haya previstos seis minutos para limpiar una oficina, incluyendo la limpieza de las repisas de las ventanas, el vaciado de las papeleras y la limpieza en húmedo. Como cuidadora o cuidador hay que ocuparse a menudo de moribundos a los que un saludo amable por la mañana o la sensación de la mano sobre la frente les cambia el día, mientras que lo que básicamente hay que hacer es levantarlos y sentarlos (pp. 80-81).

 

            Sorprende, en un pasaje así, la habilidad para evocar situaciones de nuestro mundo. Pero más agudo es su autor cuando, a esta descripción, añade la reflexión:

 

Los directores de proyecto y los capataces se limitan más o menos a transmitir con frialdad las órdenes que vienen decretadas desde arriba. Resulta tácitamente claro que lo que importa a la hora de hacer efectivas esas órdenes es la astucia de cada uno. En la limpieza de edificios, la clave consiste en distinguir entre limpieza a simple vista, limpieza a fondo y limpieza adicional en caso de necesidad. ¿Qué limpieza resulta visible, cuán a fondo hay que hacer una limpieza a fondo, cuándo es necesario hacer una limpieza adicional? Entonces hay que recurrir a artimañas y fingir para salir airoso. Pero si un cliente se queja, enseguida pasa uno a la lista de despidos previstos. Lo que entonces resulta determinante no es tanto el hecho de la chapuza, porque todos saben que tener que acabar a tiempo exige a veces trabajar chapuceramente, sino más bien el modo como la persona responsable reacciona a la negligencia por la que se hace la reclamación (pp. 83-84).

 

            La sociedad del miedo está plagada de este tipo de observaciones experienciales, y ahí radica su atractivo. A diferencia otros sociólogos, empeñados vanamente en justificar que métodos como la observación participante no restan objetividad al análisis [8], en estos pasajes Bude opta por la subjetividad sin disimulo, en la esperanza de hallar complicidad o sintonía con el lector. Indudablemente, hay ciertas verdades que no pueden hallarse ni expresarse de otro modo que no sea a través de esa unión de vivencia y juicio que llamamos “experiencia”.

 

Todo contacto vivencial y reflexivo con la realidad supone una oportunidad para hallar un significado, que el buen sociólogo se encargará de conectar con datos e incardinar en procesos históricos. Al final, como se ve, las experiencias humanas dicen algo. He ahí el arte interpretativo de Bude puesto en práctica.

 

Véase Heinz  Bude, La sociedad del miedo, Herder, Barcelona, 2017, 165 págs. ISBN: 978-84-254-3841-7

 



[1] Cf. Javier Callejo, “Del veraneo al nomadismo”, Claves de razón práctica, 235 (julio-agosto 2014), 16-25.

[2] Las tesis de estos autores son bien conocidas y de dominio público, pero en caso de que el lector prefiera tener las referencias, se encuentran en Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, FCE, México D.F., 2003; Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo: vivir en la época del capitalismo artístico, Anagrama, Barcelona, 2015; y Richard Sennett, La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000.

[3] Estoy pensando en la novela Regreso a Howards End (1910), de Edward Morgan Forster, llevada a la gran pantalla con mucho talento por James Ivory en 1992. O en La edad de la inocencia (1920), la novela de Edith Warton ambientada en la gilded age de Estados Unidos, y adaptada por Martin Scorsese en una bella película de 1993. Ambos títulos muestran los cambios sociales producidos por la expansión económica e industrial, amén de demográfica, acontecida durante el tramo final del siglo XIX en el entorno angloamericano. No dudo que el lector añadirá otros libros de su preferencia ambientados en el continente europeo y que reflejan ambientes parejos, poblados asimismo por rentistas y arribistas, los restos de la vieja aristocracia, el fulgor de la burguesía ya consolidada y la llegada de nuevos individuos ansiosos de pertenecer a esta clase ascendente.

[4] La reelaboración que hace Marías de las ideas orteguianas acerca de la inseguridad y la confusión, y de la necesidad de buscar ideas firmes con que iluminar la selva salvaje que es la vida, aparece dispersa en varios de sus tratados. Por suerte, a ella dedicó la conferencia “Inseguridad y certidumbre”, dentro del ciclo Filosofía a la altura del tiempo, Centro Cultural Conde Duque, Madrid, 14 abril 1999 [online].

[5] La bibliografía a este respecto es abundante y heterogénea. En cualquier caso, por acudir a una pieza reciente, remito al lector a los documentos enlazados en Ramón González Ferriz, “¿Cree usted ser de clase media? ¡Deje de mentirse a sí mismo!”, blog El erizo y el zorro, en El confidencial, 9 enero 2018 [online].

[6] Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012, 25-32.

[7] Cf. Michael Walzer, Pensar políticamente, ed. de David Miller, Paidós, Barcelona, 2010.

[8] Cf. Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza: los movimientos sociales en la era de Internet, Alianza, Madrid, 2012, 34.

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