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Javier Tusell Gómez: la transición sacralizada y la fabricación del Rey taumaturgo.

                                                                      

Pedro Carlos González Cuevas.

 

Historiador. Profesor titular de la UNED (España)

 

1.Formación intelectual y política.

Sin duda, el 20 de noviembre de 1975 se convirtió en una fecha-símbolo que marcó, al menos formalmente, el final de una época y, en concreto, de un sistema político y el nacimiento de otro que se consolidó tres años después, con el texto constitucional de 1978. Sin embargo, en la historia resultan muy raras las rupturas totales;  al contrario, en el proceso histórico suele fluir, por debajo de los cambios aparentes, la continuidad. Y es que la existencia histórica es la virtualidad de un pasado en el presente condicionado por él. A partir de las fechas señaladas se produjo una clara ruptura institucional. Un régimen demoliberal sustituyó a un régimen autoritario. Sin embargo, el nuevo Jefe del Estado fue el heredero, a título de rey, del general Franco; y no se produjo ningún cambio de carácter revolucionario en lo que a las estructuras de poder y de sistema socioeconómico se refiere. En ese contexto, el nuevo régimen necesitaba con urgencia un nuevo edificio espiritual, un alma nueva de ideas que sirviera para unir un pasado que tendía a persistir con los factores de innovación que habían aparecido, de modo que se mantuviera una sustancial continuidad histórica. La historia no podía permanecer ajena a esa necesidad de legitimación. La transición hacia la democracia liberal llevaba necesariamente consigo un proceso de “invención de la tradición”, es decir, la invocación a un pasado ad hoc concebido para explicar ideológicamente el presente y, sobre todo, para legitimar un proyecto de futuro que rompe con el pasado fáctico presuntamente a rescatar [1]. Tanto en el conjunto de las fuerzas conservadoras como en la propia institución monárquica este proceso implicó una revalorización de la tradición liberal y del régimen de la Restauración como referente histórico; lo que supuso un nuevo entendimiento de la historia de España, de la identidad española como nación y de su trayectoria política. Todo lo cual llevó, como tendremos oportunidad de ver, a la elaboración de un conjunto de simbolismos políticos que incluyeran textos “sagrados”, como la Constitución de 1978; instituciones “ejemplares” como la Monarquía; mitos edificantes como la relectura crítica del sistema político de la Restauración como antecedente del nacido tras la muerte de Franco; la evocación de figuras históricas carismáticas como Antonio Cánovas del Castillo, Antonio Maura, Juan de Borbón y Juan Carlos I; y la interpretación del llamado Estado de las autonomías como “constitución natural” de la nación española.

  Sin duda, el historiador más comprometido con este proceso legitimatorio fue Javier Tusell Gómez, quien elevó el modelo de transición política español a nada menos que a elemento fundador de la nación española actual. Para este historiador, la sociedad española no podía basar su orgullo en una historia repleta de conflictos, ni en la reivindicación de Gibraltar, ni en glorias lejanas y discutibles, sino en “la hazaña histórica de construir su libertad con costes sociales reducidos y sin modelo inmediato que seguir”[2].

 Javier Tusell Gómez había nacido el 26 de agosto de 1945 en Barcelona en el seno de una familia burguesa y profundamente católica. Uno de sus abuelos fue teniente-alcalde de Barcelona, por la Lliga antes del advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera; y nunca simpatizó con el régimen de Franco[3]. Como tendremos oportunidad de comprobar, Tusell siempre se sintió muy identificado con ciertos supuestos del catalanismo político e historiográfico. Sus progenitores vivieron la guerra civil como “una revolución y así la siguen denominando –señalaba Tusell- quienes sobre vivieron y presenciaron la experiencia” [4]. La familia se trasladó pronto a Madrid, y el joven Javier estudió bachillerato en el Colegio de los Sagrados Corazones, donde, según sus propias palabras, recibió una educación “bastante convencional y poco atractiva”[5]. Su trayectoria vital se encuentra íntimamente incardinada en la órbita de las elites de orientación católica como eran la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y el Opus Dei. Según José Manuel Cuenca Toribio, su relación con la Obra fue “efímera y tangencial”, mientras que con la ACNP resultó ser “más honda y dilatada, dándose de baja, por razones nada atañentes a un repudio de sus fines y espíritu, al final casi de sus días en el censo administrativo de la Asociación fundada a lo largo de varias décadas por el santanderino Ángel Herrera” [6]. Tusell simultaneó las carreras de Filosofía y Letras y Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid. Solía asistir a las conferencias del filósofo Xavier Zubiri, “en las que no entendía nada, pero estaban las figuras de la intelectualidad, y yo allí en un huequecito cuando me encontraba en el primero de carrera o a finales del bachillerato”. Sin embargo, su pasión fue, desde el principio, la historia: “Recuerdo haber leído antes de acabar el bachillerato algún libro de ensayos sobre la guerra de España y algunas cosas de Claudio Sánchez Albornoz y de Américo Castro, que era lo que se leía a finales de los años cincuenta, cuando estaba acabando el bachillerato, y las memorias de Winston Churchill sobre la II Guerra Mundial, y un libro que entonces estaba prohibido, un ensayo de Salvador de Madariaga que se titulaba España[7]. Sus maestros más reconocidos fueron José María Jover, Vicente Cacho Viu, Carlos Seco Serrano y Jesús Pabón[8]. Por quienes mostró más admiración fue por Jover y Pabón: “Más adelante, cuando ya me incliné hacia la historia, quien más me influyó fue José María Jover, con quien hice mi tesina y más tarde mi tesis doctoral. Él me hizo leer muchísimo. Luego estaba Jesús Pabón, que era un antiguo político de la derecha moderada que tenía un tipo de sabiduría que era muy difícil de transmitir: saber de política y, al mismo tiempo, historiarla; porque hay muchos historiadores de la política que no saben que es la política por dentro; él sí lo sabía y era capaz de comprender las circunstancias que producían que los agentes políticos se comportaran de determinada forma. Creo que a él le debo mi dedicación a la historia política, que es la parte precisamente de mi trabajo de investigador. En mí influyó muchísimo Carlos Seco, su mejor discípulo”[9]. Nos consta que Pabón apreciaba a su alumno catalán. En un homenaje por su jubilación, el historiador andaluz, según Espadas Burgos, manifestó esa predilección: “Fue el único nombre de entre todos los que allí estábamos que salió de los labios de Pabón. Lo comentamos luego: <Javier, has sido tocado por el Olimpo>. Para Pabón tenía todas las virtudes que él admiraba: Era un hombre brillante, trabajador, liberal, catalán –lo que era mucho para un estudioso de Cambó-, católico y monárquico. Respondía con creces al arquetipo”[10].

Desde sus comienzos universitarios, se mostró, además, como un hombre de profunda vocación política, muy ambicioso, con grandes deseos de intervenir en los gobiernos, en los consejos de ministros y en la opinión pública. Su identificación con la democracia cristiana fue permanente. En ese sentido, destaca su admiración por el filósofo Jacques Maritain[11]. En su juventud universitaria, militó en la organización Unión de Estudiantes Demócratas y en la Unión de Jóvenes Democristianos. Fue un colaborador muy precoz de publicaciones como Discusión y Convivencia y, sobre todo, de la mano de Joaquín Ruíz Giménez, de Cuadernos para el Diálogo[12]. Según narra su amigo Manuel Espadas Burgos: “Le recuerdo por los pasillos de la Facultad –yo era entonces profesor ayudante en la Complutense- al frente de un nutrido grupo de estudiantes, en manifestación de protesta contra el SEU, el por entonces muy debilitado y casi testimonial, pero todavía obligatorio, sindicato universitario. Era el final de aquellos años sesenta, que en la Universidad se vivieron tan apasionadamente”[13]. “Éramos poquísimos los políticamente activos –dirá Tusell-, pero nos plantábamos. Recuerdo que a mí me traía los panfletos de la facultad de enfrente un joven profesor que era Gregorio Peces Barba; en historia éramos dos o tres los que tirábamos panfletos”. Aquella acción provocó que se le incoara un expediente académico, finalmente sin consecuencias. Pasó dos meses con la entrada prohibida en la Facultad de Filosofía y Letras, pero se iba a la de Ciencias Políticas y allí “sí podía entrar, así de absurdo: un estudiante <peligroso> en un sitio no lo era en el otro”. “Existía en estos casos una palabra, que era <privatizado>, que no se refería a las empresas públicas precisamente, sino a estas situaciones en que te habían hecho un expediente académico, como era mi caso, lo que hacía entonces era desaparecer una temporada de la actividad política, recluirse en los estudios y, por supuesto, no ir a las manifestaciones”[14]. En 1974, Tusell ingresó en la Federación Popular Democrática, liderada por el viejo político católico José María Gil Robles, a quien consideraba “el gran patriarca de la Oposición”, al lado de Indalecio Prieto, Dionisio Ridruejo, Joaquín Satrústegui y Juan de Borbón”[15]. Posteriormente, matizaría algunas de sus posiciones respecto a los sectores democristianos, que no eran más que “grupúsculos con frecuencia mal avenidos por razones minúsculas”, “su grado de fragmentación llegaba hasta lo maniático”[16].

  José María Jover, que fue uno de sus maestros y director de tesis doctoral, describió a Tusell como “un hombre de armonía entre contornos o, por lo menos, de compromiso distintos: catalán de estirpe y, dentro de ciertos límites, de temperamento” y “medio andaluz”, “hombre de extremada rapidez –hecho compatible con el rigor- en la creación y en el trabajo, excelentemente dotado para la generalización y la síntesis”, caracterizado por “la insaciable capacidad de búsqueda, de lectura, de conexión y entrevista”, “un investigador hecho para la historia del siglo XX” [17]. No menos entusiasta se mostraba Carlos Seco Serrano,  que lo veía como “una de las auténticas promesas –realidades más bien- de la pujante historiografía española actual”. “Javier Tusell encarna, a mis ojos, la difícil ejemplaridad que supone siempre el esfuerzo de lealtad a la verdad por encima de las presiones del ambiente –y entiéndase bien que, hoy por hoy, las presiones del ambiente, en la Universidad, se ejercen desde la izquierda más extrema como allá en los años cuarenta se ejercían desde la más extrema derecha-. Buscar el equilibrio de lo real superando las definiciones maniqueas –eso de “obligar a definirse”, tan de moda ahora, es pura exigencia maniquea- será siempre, a mis ojos, el más insoslayable deber para el que quiera hace historia y no supeditar la historia a una previa tesis política”[18].

  Como Carlos Seco Serrano,  Tusell se autodefinió como “centrista”. Naturalmente, fue incapaz de definir doctrinalmente esa posición. Para ello, recurrió más bien a elementos de la práctica política cotidiana y no a la filosofía política. Para el historiador catalán, el “centro” en política equivale a vaguedades tales como “tener en cuenta las razones del otro”; convertir el Estado y la Administración en “lugares de encuentro y no en instrumentos para perseguir al adversario”; distinción entre “interés de partido y bien colectivo”; conciencia de “la alteridad”, es decir, “consciencia de la existencia del otro”. Igualmente, un rechazo de la visión atomística de la sociedad; la afirmación de la solidaridad, consecuencia del principio de pertenencia a una comunidad cohesionada; la compasión; la defensa del Estado benefactor, etc. Como tendremos oportunidad de ver, “derechismo” suele tener, en su obra, un significado abiertamente peyorativo, sinónimo de extremismo [19]. A la altura de 1999, Tusell llegó a la conclusión, como Francis Fukuyama,  de que “había desaparecido del horizonte cualquier fórmula alternativa a la democracia, que, desde el punto de vista intelectual o moral, pueda ser aceptable para una persona al final del siglo XX”[20].

 Para Tusell, la historia es historia contemporánea: “Siempre que te preguntas apasionadamente por el pasado es porque estás preguntando apasionadamente por el presente. Sirva como ejemplo uno de los últimos libros que he escrito, una biografía de Antonio Maura. En él reflexionaba sobre lo que fue la derecha de preguerra en España, y Maura fue de los más caracterizados y mejor de la derecha española. Con este libro yo estaba pensando en los hombres de la derecha española actual”. Se mostraba, además, profundamente antideterminista; para él, el sujeto de la historia era el hombre, no las estructuras sociales y económicas: “Un político no es –defiende el historiador con energía-  un individuo de plástico llevado por los acontecimientos, no; él los modifica, y a veces de forma sustancial, y puede encarrilar un rumbo colectivo”. Como él mismo reconocía, su obra estuvo marcada por un interrogante fundamental: “por qué no fue posible la democracia liberal, la convivencia; es decir, qué había de aberrante  en nuestra historia que lo había impedido”. La historia, a su entender, no era maestra de la vida, ya que no se repite, pero “porque nos descubre las facetas más recónditas de cómo fue el ser humano en el pasado, también nos lo muestra al completo en el presente y nos permite conocer su porvenir futuro”[21].

2. España y la democracia: una historia de fracasos.

  Tusell interpreta la historia contemporánea de España a partir de la teoría de la modernización, es decir, el paso paulatino y en diferentes grados y ritmos de la sociedad tradicional a lo que denominamos “modernidad”, de una economía agraria  a otra industrial, de una fuerza de trabajo artesanal y campesina a otra fabril y urbana, de sistemas políticos absolutistas o de liberalismo clásico a otros democráticos y participativos. A comienzos del siglo XX, España era una nación “geográficamente europea que, sin embargo, por sus peculiares características, parecía en muchas ocasiones no serlo en realidad”. Y es que era un “país fundamentalmente agrario”, en el que coexistían distintas formas de propiedad, producción y explotación, y donde el proceso de industrialización se encontraba muy localizado, en el País Vasco y en Cataluña. Una sociedad, por lo tanto, muy atrasada, con grandes tasas de mortalidad y de natalidad y altos niveles de analfabetismo. Sin embargo, era una “monarquía liberal”, pero con una gran influencia de los sectores sociales del Antiguo  Régimen, como la nobleza y el clero. El proceso de modernización no tendrá su consolidación, al menos a nivel socioeconómico, hasta los años sesenta. Y el político tendría que esperar aún más. Y es que el sistema de la Restauración no fue democrático, sino “liberal oligárquico”; la II República resultó una experiencia democrática fallida; y el régimen de Franco se configuró como “un régimen autoritario unipersonal”, cuyo paralelo histórico no serían los sistemas fascistas, sino la Hungría de Niklas von Horthy, con “un pluralismo limitado y peculiar, pero indudablemente ausente en los países fascistas”. “En España, es posible ser falangista, carlista o monárquico, siempre que se admita la superior figura de Franco, que es quien limita el pluralismo”. A la altura de 1975, Tusell señalaba que el español era “el único régimen autoritario de derechas existente en Europa”[22]. En el fondo, Tusell se mueve en una perspectiva teleológica y escatológica del tiempo histórico, cuyo Punto-Omega es la democracia liberal tal y como fue construida a lo largo del proceso de cambio político. No por casualidad, en el vocabulario tuselliano abundan términos de carácter teológico como “pecado original”, “penitencia” o “purgatorio” referentes sobre todo a la guerra civil y  a la etapa franquista[23].

  El historiador catalán se interesó, en un primer momento, por la sociología electoral madrileña. La razón de dedicarse a ese temas es que “en el fondo, quería que hubiese elecciones en España; digamos que este tipo de estudios fueron fruto de esa situación política en que se encontraba España bajo la dictadura del general Franco”[24]. A los veinticuatro años, publicó su tesina de licenciatura, bajo la dirección de Jover, en la editorial Cuadernos para el Diálogo. Tusell consideraba la sociología electoral como “un  método ideal para el conocimiento de la Historia, siempre que se entienda éste no como mera repetición de hechos, sino como una investigación real sobre los fenómenos sociales, ideológicos, económicos, etc, de las épocas pasadas”. El problema que se planteaba era el del funcionamiento de un sistema teóricamente demoliberal en la sociedad española de comienzos del siglo XX. Tusell partía del hecho de que la democracia como sistema político requería de un cierto nivel de desarrollo económico para emerger y subsistir; sin ese nivel, “la democracia sigue siendo una ficción”. El joven Tusell no simpatizaba excesivamente, en esa época, con las críticas regeneracionistas al régimen de la Restauración, a las que acusaba de tener “mucho de descriptivo sin soluciones reales o de declamativa sin profundizar en las causas del fenómeno”. “En realidad, la literatura costista  no demuestra otra cosa que el estado transicional  en que se encontraba España con unas fuerzas considerables que actuaban en el sentido de hacer más real el sistema político democrático, pero que, sin embargo, no tenían el suficiente poder para llevar a cabo ese cambio”. Y es que el caciquismo era el “sistema natural de gobierno en una sociedad agraria en la que predominaba un concepto de lo impuesto por los <notables> en cada región”. Sin embargo, el caciquismo no era un fenómeno homogéneo en el conjunto social español, sino que dependía del contexto socioeconómico en el que se desarrollaba. Existía un caciquismo de regiones subdesarrolladas y meramente agrícolas, que se  manifestaba en el dominio político real, sin necesidad de imponerse por la violencia, como era el caso de Galicia y Castilla La Vieja. Otra modalidad era el de imposición, que prevalecía en Extremadura, Levante y Andalucía. En Cataluña, por el contrario, las elites económicas acabaron con los partidos clásicos mediante el recurso a la ideología regionalista. En el caso madrileño, el electorado se fue independizando progresivamente. Tusell estudió la sociología electoral de Madrid desde 1903 a 1931, en total, once elecciones, a través de la investigación de la estructura social y de la ecología urbana. En sus conclusiones, señalaba que “el comportamiento electoral de los madrileños en esta época no era algo exclusivamente dependiente de una decisión libre en el momento de la emisión del voto”, ya que se encontraba influido por la ecología urbana, la coyuntura económica y los diversos factores políticos. En ese sentido, existía un “paralelo notabilísimo entre barrios e incluso secciones de voto de composición proletaria y el voto a las izquierdas”. Los factores políticos tenían igualmente una gran transcendencia, en particular el sistema electoral y los partidos. Sin duda, los partidos al margen del sistema estaban expuestos a la presión de los gobiernos, pero a partir de 1907, con la nueva ley electoral, la influencia gubernamental quedó muy disminuida en Madrid. No obstante, la independencia del voto no trajo consigo el triunfo de las izquierdas, debido a la abstención. A ese respecto, la Monarquía tuvo “escaso asenso” en la capital de España [25].

  Más significativo y arriesgado fue su estudio sobre las elecciones de febrero de 1936, conocidas como las del Frente Popular. En su opinión, fueron aquellas elecciones donde existió “una mayor aproximación a la forma de desarrollarse una elección en un país con instituciones democráticas y una cultura cívica extendida entre todas las capas sociales”. Sin embargo, en su desarrollo, Tusell estimaba que no fueron “el paradigma de una elección normal en un sistema democrático”, “estaba muy lejana todavía del modelo ideal”. Y es que existieron grandes continuidades con el pasado reciente. A diferencia de Francia, en la sociedad española no existió una poderosa fuerza de centro que equilibrara el panorama político y que pusiera condiciones a la izquierda. Esta ausencia provocó que el Frente Popular español no se descomponiese como el francés, lo que demostraba la debilidad de la izquierda burguesa española, “incapaz de gobernar sin el apoyo de las fuerzas proletarias, pero también la actitud de las derechas en ambos países”. Por su contextura ideológica y por su actuación, las derechas francesas podían atraer más fácilmente a la izquierda burguesa que las españolas, “separadas de aquélla por el especioso problema religioso”. Además, mientras que la derecha francesa tuvo una actitud “centrista”, en España tuvieron un tono extremista y virulento. De la misma forma, el socialismo francés y el español eran muy diferentes: “no hay más que comparar a León Blum con Largo Caballero”. Mucho más decisivo  era el tema del fraude electoral. En España, “las protestas sobre el fraude electoral son numerosas, y es indudable que se corresponde con la existencia de unas masas que carecen de la idea del valor que tiene su voto”. “En Francia, a la altura de 1936, las protestas sobre supuesto fraude electoral no tienen importancia ni plantean un problema político grave. Por supuesto, también en Francia sería impensable la actuación de las izquierdas que hemos visto  que se produjo en España para conseguir una mayoría parlamentaria”. En definitiva, el desarrollo de las elecciones de 1936 mostraban “la debilidad de la conciencia democrática en España, ya entrado el siglo XX”, “la fragilidad de la cultura cívica del país, que no ha dispuesto como en el caso de Francia, del paso de muchas décadas de praxis democrática, que constituye la base imprescindible del nacimiento de una conciencia ciudadana”. A juicio del historiador catalán, la clave del estallido de la guerra civil fue la incapacidad del Frente Popular para “controlar el creciente revolucionarismo de las masas proletarias”[26].

  Seis años después, ya en los prolegómenos de la instauración del régimen demoliberal, Tusell señalaba que del contenido de su libro podrían deducirse algunas lecciones para la nueva coyuntura por la que atravesaba la sociedad española. En primer lugar, que la ley electoral republicana era “casi un perfecto ejemplo de lo que no debería estar vigente en un país que desee para sí la estabilidad de sus instituciones democráticas”. Y es que, al ser mayoritaria, favorecía “la formación de candidaturas muy amplias que engloban a sectores políticos divergentes, pero unidos ocasionalmente por un propósito negativo respecto al adversario”. La derecha, por su parte, “no elaboró ningún tipo de programa positivo que ofrecer al ciudadano español, limitándose a proferir invectivas contra el adversario que leídas hoy resultan deplorables”. El centro no tuvo autonomía política alguna para moderar a los extremos. Y el gobierno frentepopulista se comportó “como habían solido todos los gobiernos de antes”, “lejos de ser imparcial, caciqueó cuanto pudo”[27].

  Poco antes de la muerte del general Franco, Tusell se enfrentó al reto de escribir una historia de la democracia cristiana en España. El hecho no era consecuencia de un mero interés historiográfico; todo lo contrario. En un conocido trabajo, el sociólogo Juan José Linz había pronosticado para España, tras la muerte de Franco, un sistema político análogo al italiano en el que la democracia cristina tendría un papel importante[28]. No pocos sociólogos y politólogos se mostraron escépticos ante tal hipótesis. Como católico, Tusell era consciente de la situación de la Iglesia española tras el Concilio Vaticano II: “La jerarquía española –señalaba en 1975- ha sabido estos últimos años dar testimonio de la doctrina social de la Iglesia y de las exigencias de la fe cristiana en el mundo contemporáneo”. No obstante, denunciaba a un sector del clero, al que acusaba de convertir “la predicación del Evangelio en reivindicaciones puramente humanas”. Y defendía al Opus Dei de las acusaciones de defensa de un proyecto “tradicionalista” y “tecnocrático”, cuando, en realidad, “su propósito es exclusivamente religioso y que no debe confundirse la actuación de sus miembros, en cualquier de estos terrenos, con la del Opus Dei”[29].

En cualquier caso, para Tusell,  demócratas cristianos eran “aquellos demócratas de inspiración cristiana en lo político, que trataban al mismo tiempo de cumplir un programa social de carácter reformista (extensión de la pequeña propiedad, un cierto corporativismo distinto del fascista, sindicatos libres, reforma agraria…, etc)”. En ese sentido, no sería lo  mismo que catolicismo social, mucho más distante de las reformas sociales y de la aceptación de la democracia política. En el contexto específicamente español, la emergencia de la democracia cristiana chocó con el hecho de que la Iglesia católica disfrutaba de una situación privilegiada a nivel social, político y simbólico, lo que no favorecía la existencia de “un pensamiento que se imponga la necesidad de la libertad como exigencia para el mantenimiento de la Iglesia”. A ello se unía el espíritu antiliberal dominante en el mundo católico y “la carencia de una conciencia social que superara los estrechos moldes de añoranza de la sociedad patriarcal”. Y es que el catolicismo español aparecía “anclado no sólo en el terreno ideológico, sino también en el social en un mundo ya desaparecido, cuasi-medieval y de ahí se deriva su ineficacia”. La Unión Católica de Alejandro Pidal fue un fracaso, al igual que los proyectos de regeneracionismo  católico, y a que no sólo no admitieron el liberalismo, sino que suscitaron profundas divisiones entre los católicos. Por otra parte, las repercusiones de la encíclica Rerum Novarum y del primer catolicismo social no fueron excesivas, aunque suscitó las reflexiones de sacerdotes como el Padre Vicent y del marqués de Comillas. Sin embargo, sus fundamentos doctrinales eran de “claro carácter paternalista”. En los llamados círculos obreros no existía una acción reivindicativa; y el proletario tenía “un papel puramente pasivo e incluso identificado con un menor de edad”. De la misma forma, la Acción Católica resultó, en la práctica, un fracaso. Un aspecto más moderno tuvieron la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y el diario El Debate, cuyo principal logro fue la articulación de “una elite al servicio del catolicismo español”. En ambos casos, tuvo una gran influencia la figura de Ángel Herrera Oria, a quien, según Tusell, no era posible comparar con el democristiano francés Marc Sangnier. Sin embargo, Herrera pretendía “una derecha moderna y actual para España y que intentaba propagar las doctrinas enunciadas en las encíclicas pontificias, en ocasiones dentro de un marco de pura exégesis”. En cualquier caso, Tusell juzgaba la línea editorial de El Debate “excesivamente contemporizadora para los errores de la derecha española, excesivamente sumisa a la jerarquía o conservadora en extremo a la hora de tratar los temas sociales”. Destacaba igualmente el fracaso de los intentos de articular un sindicalismo profesional, por parte de los padres Gerard, Gafo y Arboleya, que, además, chocaron con la enemiga de tradicionalistas, integristas y de los partidarios del marqués de Comillas. Otro posibilidad de articulación de un partido democristiano fue un sector del movimiento maurista, sobre todo el capitaneado por Ángel Ossorio y Gallardo, quien se convirtió en uno de los héroes del historiador catalán como representante de una “derecha de ideales” frente a una “derecha de intereses”. A lado de tales proyectos, finalmente fracasados, se encontraba la Confederación Nacional Católico-Agraria, producto de una “mentalidad cooperativista”. Destacaba igualmente la aparición del Grupo de la Democracia Cristiana como defensor de la doctrina social de la Iglesia. Sin embargo, tuvo que reconocer que la mayoría de sus miembros no era demócrata en lo político. No obstante, juzgaba muy importante la aparición del Partido Social Popular, siguiendo el ejemplo del Partido Popular Italiano, donde destacaba la presencia de Ossorio y Gallardo. Su defecto fue intentar aunar posiciones contradictorias, que el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera cercenó antes de poder fructificar. Muchos de sus miembros se adhirieron a la Unión Patriótica; tan sólo Ossorio y sus partidarios criticaron la Dictadura. Según Tusell, “quienes habían descubierto el valor cristiano de la democracia era una ínfima minoría (Ossorio, Giménez Fernández, Arboleya)”. Con el advenimiento de la II República “se puede percibir la gravedad del abandono de la labor sindical, de la ausencia de partido profesional y, sobre todo, de un ideario avanzado en lo político y en lo social”. Sin embargo, el advenimiento del nuevo régimen constituyó “la única situación histórica en la que fue posible un partido demócrata cristiano, o al menos, uno católico que tuviera en sus gérmenes las características de aquél”. No obstante, para Tusell los errores del pasado habían sido tan grandes que “su advenimiento no se llegó a producir, por lo menos a nivel nacional”. La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) tuvo en su interior a personalidades democristianas y significó “de alguna manera el germen primitivo del que hubiera podido salir un partido de aquellas características; pero el pasado inmediato, las difíciles circunstancias que se vivían y su mismo carácter de conglomerado defensivo impidieron que esta evolución acabara por producirse”. La CEDA tuvo siempre “un carácter defensivo”. En cualquier caso, Tusell sostenía que la elite cedista era “bastante más avanzada en todos los términos” que su base social, “la diferencia entre un Gil Robles, un Lucía, o un Salmón y quienes les votaban y apoyaban se habría de hacer bien patente en 1936”. La CEDA era, en fin, “un verdadero instrumento de defensa del catolicismo”, cuyo programa político resultaba “ambiguo”. En la gran coalición derechista tan sólo Manuel Giménez Fernández o Luis Lucia eran realmente democristianos. El tono propagandístico cedista era tachado de “reaccionario” por Tusell, destacando igualmente su “timidez” en el campo social [30]. Tras esta descorazonadora conclusión, Tusell dedicó un segundo tomo a los nacionalismos catalán y vasco y a los que denominaba “los solitarios”, Ossorio, Arboleya, Mendizábal,  etc, como antecedentes de una genuina democracia cristiana. Sin embargo, la realidad seguía siendo muy desoladora. Ossorio, Arboleya o Mendizábal eran personalidades aisladas; y la Unión Democrática de Cataluña tuvo una “efectividad mínima”. En el caso del Partido Nacionalista Vasco podía plantearse el problema de si su base social seguía muy de cerca la evolución ideológica de su elite dirigente o “si lo esencial para ella era el nacionalismo y un catolicismo sin demasiadas precisiones doctrinales”. Y concluía: “No sé si tendrá sentido en el futuro español la construcción de un partido demócrata cristiano. Desde el punto de vista teórico  me parece que a estas alturas un partido sociológicamente cristiano que actúe en la vida pública es insostenible. Sin embargo, es posible que en la transición de un sistema autoritario a uno democrático, un partido como el mencionado  puede no solamente tener viabilidad, sino ser, incluso, imprescindible” [31].

  Mayor importancia tienen los estudios de Tusell sobre el sistema caciquil dominante en Andalucía. En la sociedad andaluza, Tusell destacaba una notable diferencia  entre el comportamiento político de los núcleos urbanos y el medio rural. Una diferencia que radicaba en la superior modernidad de los  primeros sobre los segundos. Sin embargo, el número de los electores rurales era superior al de los urbanos, con lo que resultaba muy sencillo, para las elites dominantes, compensar la derrota en las ciudades. Era igualmente en el medio urbano donde existía una cierta motivación ideológica a la hora de las elecciones. Por ello, era en los pueblos pertenecientes a una circunscripción urbana  donde la presión de los gobernantes era más fuerte y decisiva. Mientras que el sistema caciquil, en sus líneas generales, se basaba en otros métodos distintos a la imposición violenta, en el medio urbano no era extraño que se produjera, si bien el autor opinaba que sería exagerado defender que era una práctica habitual. Otro procedimiento era la coacción de quienes por su poder económico tenían dependientes a un número crecido de electores. La intervención gubernamental en el proceso electoral no se limitaba a la formación de mesas electorales, sino que se encontraba, en ocasiones, en el envío de delegados gubernativos, que favorecían con su actuación al candidato oficial, o de la guardia civil, en teoría destinada a mantener el orden, pero que evitaba con su presencia la protesta en caso de fraude. Esto incluía también la violencia, sobre todo en provincias como Almería y Granada, donde el caciquismo parece haber tenido un aspecto “sudamericano”. A ese respecto, Tusell distinguía dos tipos de distritos: los dóciles y los estables. En los primeros, era habitual seguir fielmente la evolución de la política nacional, ya que siempre elegían un diputado de la misma significación. En los segundos, ejercían su dominio una persona o una familia; y no existía cambio de significación política de una elección a otra. En opinión del autor, el sistema caciquil no podía reducirse únicamente a la atrasada Andalucía, sino que ejerció su dominio en el conjunto de la sociedad española[32].

  Tras la muerte del general Franco, Tusell militó en la Unión del Centro Democrático, en su sector democristiano. En las primeras elecciones municipales, fue elegido concejal por Madrid. Luego nombrado, primero, director general de Promoción Escolar y un poco más tarde director general de Bellas Artes: “Me tocó hacer –dirá-la transición política en materia cultural en las áreas más importantes del Ministerio de Cultura: los archivos, las bibliotecas, los museos, las artes plásticas, y creo que se cumplió el objetivo de introducir la normalidad cultural en el país”. Bajo su dirección se impusieron las medallas de Bellas Artes al pintor Antonio Tápies y al escultor Eduardo Chillida. Se organizaron exposiciones de Picasso y Dalí; y se recuperó el Guernica[33]. Sin embargo, el 28 de abril de 1982 fue cesado por la entonces ministra de Cultura, Soledad Becerril, por sus discrepancias en materia de bibliotecas oficiales y por la pretensión de ésta de poner a alguien de su confianza en ese cargo. Su destitución, por teléfono, fue contestada por un sector del mundo cultural, con un homenaje en mayo, al que asistieron entre otros Pablo Serrano, Tápies y Chillida [34]. El fin de la UCD acabó con su carrera política, aunque militó durante algún tiempo en el Partido Demócrata Popular, de Oscar Alzaga. En todo caso, su valoración histórica de la UCD fue muy positiva, como fautora esencial del proceso de cambio político. Y señaló, contra toda evidencia, que “la propia clase dirigente de centro tenía bastante menos que ver con el franquismo de lo que se dijo” [35]. Por supuesto, olvidaba la burocracia del Movimiento Nacional, manejada por Adolfo Suárez y Rodolfo Martín Villa.

  En realidad, Tusell se dio a conocer como historiador de referencia, a nivel incluso mediático, con la publicación de su libro La oposición democrática al franquismo, que recibió en 1977 el Premio Espejo de España de la Editorial Planeta. A la hora de definir lo que entendía por oposición democrática, excluyó a los comunistas, algo que escandalizó a la opinión política de izquierdas. Y es que, a su entender, la opción democrática era “aquella que considera como su modelo ideal, incluso con reparos ocasionales o accidentales, aquel sistema político que podemos llamar occidental”. “Más concreto: aquellas familias espirituales y políticas que están construyendo la Europa unida, es decir, liberales, cristianodemócratas y socialistas de todo tipo. Excluyo, por tanto, al Partido Comunista (…), porque a nadie se le hubiese ocurrido en 1956, pongamos por caso, denominarlo así”. Se trataba, pues, de un “libro político”, cuyo objetivo era buscar una genealogía al nuevo régimen político en ciernes; y, como tendremos oportunidad de ver, desligar a la Monarquía de Juan Carlos I de sus orígenes claramente franquistas. Para Tusell, la II República fue un experimento democrático que concluyó en un “rotundo fracaso”. La razón de ello es que ninguna de las fuerzas políticas significativas, en particular la CEDA y el PSOE, eran democráticas; en realidad, fueron “semileales” a la II República, ya que sus objetivos últimos se encontraban “fuera de ella”. La consecuencia de la guerra civil fue “una dictadura personal” encarnada en la figura del general Franco, quien gozó de “una omnipotencia que jamás ha tenido gobernante alguno de la España contemporánea”. “Y como este poder se ejerció con habilidad, la duración de su gobierno fue infinitamente más larga que quienes se la habían otorgado jamás pudieron pensar”. Tusell seguía describiendo el régimen de Franco, en un sentido muy próximo a Juan José Linz, como autoritario, haciendo referencia al “pluralismo sui generis del franquismo”. Por otro lado, estimaba que la denominación de “republicano” al otro bando resultaba “impropia”, ya que la mayoría de las fuerzas políticas y de los combatientes “no tenían como objetivo inmediato el restablecimiento de unas instituciones como las que, mal que bien, habían funcionado hasta 1936”. Lo más significativo, sin embargo, es que el historiador catalán presentaba ya a Juan de Borbón y a algunos de sus partidarios en la génesis de la oposición democrática. Naturalmente, no se le ocultaba la vena tradicionalista que había impregnado el pensamiento y las declaraciones públicas del heredero de Alfonso XIII a lo largo del período republicano. Sin embargo, no dudaba en afirmar, contra no pocas evidencias, que el Pretendiente llegó a representar “en los años inmediatos posteriores a la segunda guerra mundial, la más viable alternativa democrática al franquismo”. El motivo de la aparición de la disidencia monárquica fue, en un principio, el desconcierto de los dirigentes ante “la concentración del poder en las manos de Franco, que suponía el incumplimiento de sus ideales”. A ello se sumó la derrota de las fuerzas del Eje en la guerra mundial, lo que permitió a los monárquicos convertirse en una “opción conservadora”, progresivamente homologable a las soluciones conservadoras del lado de los aliados. En el manifiesto de Ginebra, Tusell pretendía ver la Monarquía como “la solución verdaderamente conservadora como alternativa ante un totalitarismo que se adivinaba suicida”. “Habría de ser autoritaria, pero sin arbitrariedad, defensora de los derechos del hombre, justiciera, pero sin demagogia, contraria a la dispersión, pero respetuosa de las personalidades naturales”. Sin embargo, Tusell señalaba, al mismo tiempo, y no sin contradicciones, que “se esbozaba una doble política de ambigüedad, quizá inevitable, perjudicó de manera grave a la causa monárquica en el futuro”. Algo que, al final provocó la división de los monárquicos en dos bandos: el de los que querían el acceso del conde de Barcelona al trono por el procedimiento del pacto con Franco y lo que querían, como José María Gil Robles,  una neta distinción con respecto al régimen franquista. En la correspondencia del pretendiente con Franco, Tusell creía ver dos concepciones antagónicas, incluso llega a decir que habían “roto sus relaciones”. El contenido del manifiesto de Lausana resultaba, según Tusell, “homologable con las instituciones de los países democráticos” y “acorde con la evolución de la política internacional y del conflicto bélico”. Las Bases de Estoril eran, desde luego, muy conservadoras e incluso tradicionalistas, pero, según el historiador catalán, prometían respeto y garantía eficaz a los derechos humanos y a la protección del trabajo y se defendía “la raigambre democrática de las instituciones españolas tradicionales”. La Ley de Sucesión provocó el giro de los monárquicos a “la izquierda”, que se concretó en las negociaciones entre Gil Robles e Indalecio Prieto, y en el llamado pacto de San Juan de Luz. Sin embargo, Tusell se veía obligado a reconocer que el propio conde de Barcelona destruyó aquellas posibilidades de acuerdo con su entrevista con Franco en el yate Azor y la decisión de que su hijo Juan Carlos estudiara en España. En cualquier caso, Tusell califica al Pretendiente, con cierta benevolencia, de “indeciso” y señalaba: “Su volubilidad puede parecer  (e incluso ser) real, pero ello no excluye que, por el mismo carácter de su misión, Don Juan tenía que procurar (y, maniobras parte, creo que efectivamente procuró), la conciliación de todos los españoles después de la guerra civil”. El fracaso lo atribuye, no tanto al conde de Barcelona, como a los monárquicos que fueron “incapaces de percibir cuál era en definitiva la solución más conservadora a largo plazo y, en cambio, los indujo a pensar como posible algo que en realidad en ningún momento tuvo la menor virtualidad: el pacto entre Franco y Don Juan”. Sin embargo, Tusell llega a estimar, en contradicción con lo anterior, que el “colaboracionismo” con Franco comenzó en 1954, cuando llegó a identificarse con el Movimiento Nacional. En el desarrollo de su narración, Tusell llegó a dar importancia al grupo denominado Unión Española dirigido por el empresario Joaquín Satrústegui, que identificaba la causa monárquica  con “la de la democracia y que originariamente tenía unos propósitos no identificables con alguna de las grandes opciones ideológicas de la España de la época, pero que con el paso del tiempo, llegaría a constituir el sector de mayor raigambre histórica en el seno de la tendencia liberal”. En contrapartida, Tusell otorga, en su discurso, muy escasa importancia a la oposición de izquierdas, en particular al exilio republicano y a los socialistas no insertos en los proyectos prietistas de pacto con los monárquicos. Hace mención al Frente de Liberación Popular, al grupo funcionalista de Enrique Tierno Galván y a los seguidores del antiguo falangista Dionisio Ridruejo, así como a los grupos democristianos y europeístas. No por casualidad, hace hincapié en el significado de la participación española en el Congreso de Munich de 1962, aunque se cuida muy mucho de silenciar el contenido del discurso de Satrústegui, en el que sostuvo que los republicanos allí presentes tendrían que acatar como resultado de la guerra civil la restauración de la Monarquía, ya que ni la alta burguesía, ni el Ejército ni la Iglesia tolerarían el retorno de la República. Con todo, se vio obligado a reconocer de nuevo que Juan de Borbón no estuvo a la altura de las circunstancias al condenar la actuación de Gil Robles en Munich. La obra finalizaba en 1962, con la pesimista conclusión del fracaso de la oposición democrática ante el franquismo: “Combatiendo la idea de que la guerra civil del 36 pudiera ser considerada como una cruzada, en una ocasión escribió Maritain que, lejos de serlo, era en realidad un pecado colectivo. Y, a lo que parece, los pecados de la derecha y de la izquierda españolas habían sido lo suficientemente graves para que ese largo purgatorio que ha sido el franquismo no concluyera por el momento” [36].

  La tesis principal del libro de Tusell, es decir, la existencia de una oposición monárquica al franquismo no adolece de un claro presentismo, sino que, al menos en nuestra opinión, resulta errónea. Y es que, en realidad, la actitud de los monárquicos era producto de actividades más o menos individuales, y además con distinta significación ideológica, no de colectivos, e implicados, la mayoría de las veces de forma episódica o coyuntural, en acciones más de carácter alegal que propiamente ilegal. Los monárquicos no pasaban de ser, por emplear la terminología de Juan José Linz, más un poder de recambio que una oposición real y verdadera, es decir, grupos que aun no viéndose representados en la elite gobernante, están dispuestos a participar en el poder sin rechazar los principios fundamentales del régimen [37]. Sin embargo, como tendremos oportunidad de ver, Tusell nunca abandonó del todo su tesis de la existencia de una oposición monárquica al régimen de Franco. Sin embargo, en su último libro, señaló, casi a regañadientes, que las actividades políticas de Juan de Borbón tuvieron más que ver con una “colaboración con reparos” que con una genuina oposición [38].

  Al mismo tiempo, logró consolidar su situación profesional. En septiembre de 1975, fue nombrado, previa oposición, agregado de Historia Contemporánea y de España en la Universidad de Barcelona. De esta Universidad pasó a la Complutense de Madrid, y en mayo de 1977 obtuvo por concurso la cátedra de la misma especialidad en la Universidad de Valencia. Cuatro años después, e igualmente por concurso, obtuvo la cátedra de Historia Contemporánea en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, donde  ejerció, como la reprocharía el historiador Gabriel Tortella, un auténtico cacicato[39]. Sin embargo, la desaparición de UCD cercenó para siempre sus ambiciones políticas, dado su rechazo tanto del socialismo como de la derecha liderada por Manuel Fraga. Tras un breve paso por el Partido Demócrata Popular de Oscar Alzaga, abandonó la política activa, regresando a su cátedra de la UNED. Sin embargo, Tusell se convirtió en uno de los historiadores mediáticos por excelencia. Colaboró en periódicos como YA, Diario 16, ABC, El País y La Vanguardia. En revistas como Historia 16  o Cuenta y Razón; así como en la cadena radiofónica SER. Su influencia en la Fundación Humanismo y Democracia fue, durante años, importante.  Como Ortega y Gasset, aunque con escaso talento, Tusell pretendió ser aristócrata en la plazuela. Para él, la función del intelectual era “plantear cuestiones que, en principio, pueden parecer demasiado engorrosas o para las que se precisa de una perspectiva amplia en el tiempo y en el espacio” [40].

3. Un historiador de Cámara: franquismo, catolicismo y taumaturgias reales.

En lo sucesivo, los estudios históricos de Tusell estuvieron dedicados a la historia política del régimen de Franco. En ese sentido, pretendía seguir el ejemplo de Renzo de Felice y sus polémicas investigaciones sobre la figura de Mussolini y el fascismo italiano. De hecho, fue Tusell uno de los pocos historiadores españoles que conoció realmente la obra del historiador italiano[41].  A su juicio, De Felice había seguido “un esfuerzo generoso de comprensión que tiene que ver nada con la justificación, pero tampoco con la diatriba”. Y señalaba: “En general, a la Historia española le sobran intérpretes y la faltan conocimientos monográficos. Intelectualmente, además, el antifranquismo retrospectivo resulta muy poco atractivo; era una necesidad política y moral cuando existía Franco, pero uno se pregunta hasta qué punto ahora no puede llegarse a convertir en una justificación para aliviar el peso de la investigación”[42]. En aquellos momentos, el historiador catalán interpretaba el franquismo no tanto como un régimen strictu sensu como una situación basada en “la improvisación permanente”, en la que las instituciones “no eran nada ni significaban nada”. “Y la verdad es que nadie se las creía realmente. En el fondo, todo el mundo sabía que se trataba de un subterfugio cambiante (para adaptarse a las nuevas situaciones), de una dictadura personal que en esencia siguió sin modificaciones hasta su mismo final”. Todo lo cual demostraba que los vencedores de la guerra civil “habían aceptado la dictadura como situación”; lo que implicaba la elección como procedimientos del arbitraje de una persona, el general Franco[43]. Tusell centró su interés en la etapa “nacional-católica”, entre 1945 y 1957, “una época y una situación”, “un producto de las circunstancias vividas por el país”, tras una guerra civil. Esta etapa era, además, consecuencia de un “catolicismo insaciable”, “un mundo ajeno infinitamente a la cultura moderna, basado en una teología mecánica y en una filosofía inexistente”, “un mundo aislado y al margen de lo que sucedía en el resto del catolicismo”. Y señalaba la “considerable distancia en los planteamientos de Roma y Madrid, perceptible en toda la historia diplomática de estos años”. Fue una etapa de “colaboracionismo católico”, cuyo proyecto político radicaba en la restauración de la Monarquía, “con cierto número de libertades de prensa y de expresión, siempre muy limitadas, pero con una acentuación del pluralismo y con la desaparición del totalitarismo del régimen”.  A ese respecto, opina que fue “un obvio antecedente del <aperturismo> de los años sesenta”. Los católicos eran el único grupo que creía viable la “democracia orgánica” y que trató de hacerla posible, porque en ella el interés eclesiástico “quedaba cubierto”, logrando campos de autonomía para la Iglesia y las instituciones eclesiásticos y paraeclesiásticas. Tusell concluía que el proyecto fracasó, porque los cambios fueron “nimios”. Sin embargo, resultó positiva su capacidad de expresar “un cierto derecho de veto frente al totalitarismo, la legitimación exterior y un eventual papel de mediador en caso de conflicto”. El “catolicismo colaboracionista” limitó el papel de Falange, como se demostró en el fracaso del proyecto de José Luis Arrese. Y su gran logro fue el Concordato de 1953[44].

  Su balance del régimen de Franco, a los cincuenta años del estallido de la guerra civil, era muy negativo. Significaba la “antidemocracia”, que influyó e influía, entre otras cosas, en el “individualismo insolidario” de buena parte de la población española, en la escasa militancia en los partidos políticos y sindicatos;  el nacional-catolicismo, reflejo y producto del atraso religioso de la sociedad; el aislamiento internacional, que había convertido a España en el “leproso de Occidente”, en el atraso social y económico, etc, etc. Sus efectos todavía podían percibirse en el comportamiento del conjunto de los españoles[45].

 Frente al colaboracionismo católico, Tusell valoró positivamente la figura de Manuel Giménez Fernández, como “precursor de la democracia española”. En ese sentido, no sólo valoró su actividad política a lo largo del período republicano, como diputado de la CEDA y como ministro de Agricultura, sino su clara oposición al régimen de Franco. Por ello, destacaba la influencia de Jacques Maritain en su pensamiento político y su labor como americanista, haciendo hincapié en su revalorización de la vida y de la obra de Bartolomé de las Casas, “una concepción personalista y espiritualista que hizo suya de una forma explícita e inconfundible”. Su proyecto político consistía en la liquidación de la guerra civil e impedir que se repitiera; castigo a los responsables de los delitos; plebiscito sobre la forma de gobierno y convocatoria de cortes constituyentes; derechos de la persona, establecimiento de la democracia, garantía de las libertades, separación Iglesia/Estado, descentralización regional, política social avanzada, “incluyendo la nacionalización de la banca, de los seguros y prestaciones asistenciales, así como la reforma agraria”[46].

  Dos años después de haber escrito la biografía del político democristiano, Tusell fijo su atención de nuevo en la figura de Francisco Franco, con motivo del centenario de su nacimiento, en su libro Franco en la guerra civil. Una biografía política. Nuevamente, su modelo a seguir fue Renzo de Felice como biógrafo de Mussolini. El dictador aparece como “un hombre que estuvo, quizá, por encima de la media del generalato español de la época, que no había tenido aspiraciones políticas ni pretensiones de desempeñar un puesto estos terrenos, pero al que su propia voluntad en unas circunstancias bélicas excepcionales le convirtieron en el dictador que sería hasta el momento de su muerte”. Tusell pretendía acercarse al personaje “desde la única óptica permisible al historiador: no la denigratoria o la exculpatoria, sino la del conocimiento y la comprensión de lo acontecido en el pasado”. Según el historiador catalán, Franco tuvo “la virtud de la tenacidad y del orden, pero no fue ni un Napoleón ni un Rommel”. Lo presenta, en un principio, como un militar profesional, no adicto al “nacional-militarismo” o un antiliberal, aunque su mentalidad eran “por completo ajena al liberalismo”, “sentimentalmente monárquico”. Tusell cree que hubiera podido adaptarse a la II República “si este régimen en España hubiera tenido corte conservador o si no hubiera presenciado una lucha maximalista por el poder político e intensos conflictos sociales, probablemente que para él ponían en peligro la integridad misma de la patria”. Fue una “persona de lecturas escasas, aunque en cambio cultivó con asiduidad las de carácter profesional”. Tusell presenta el pronunciamiento militar del 18 de julio como respuesta a “una situación que creían revolucionaria y el propósito de imponer un régimen de autoridad temporal –que no excluía la vuelta a una forma más autoritaria-, pero no fascista ni en completa ruptura con el liberalismo”. En el caso de Franco, se trataba de “una operación de policía o de orden público”. A ese respecto, la dictadura de Franco fue la consecuencia de tres años de guerra civil, un conflicto “como no había presenciado Europa occidental desde los conflictos religiosos del siglo XVII”. Si el conflicto civil hubiese durado menos, no se hubiera mantenido durante tanto tiempo en el poder. A lo largo de la guerra, Franco cambió de carácter e igualmente la inspiración política de la España sublevada, que “en un primer momento ni siquiera era uniforme ni estable”. Tusell atribuye a Ramón Serrano Suñer la paternidad política e intelectual del nuevo régimen. Ya no se trataba de una mera dictadura militar, sino de “un partido único y unas teorías políticas que justificaban la concentración del poder en una persona”. “Serrano Suñer satisfizo la pasión del poder de Francisco Franco con el agua del fascismo. Lo hizo también en beneficio propio, pero, sin ese bagaje, toda la dictadura de Franco resultaría incomprensible”. En ese sentido, la “fascistización” de la dictadura española resultó peculiar, ya que siempre tuvo que compartir “la justificación política de la nueva España con la tesis mucho más simple que anidaba en la mente de quien personificó el régimen, del salvador providencial”, “un personaje irrepetible”, cuya función política no debía de ser coartada por nadie ni por nada, “ni siquiera por el partido único”. Así, “el dictador más que el Estado no sólo  se apoderó del partido, sino que lo constituyó él mismo”. Siguiendo la metáfora de Isaiah Berlin, Tusell caracterizó a Franco como “un perfecto erizo durante la guerra civil y lo siguió siendo a lo largo del tiempo”. A Franco le caracterizó, según él, “su avaricia radical de poder”. “No estorbado por ninguna ideología ni tampoco por ninguna sofisticación política, estuvo en perfecta libertad para no pensar más que en sí mismo y en su poder”. Tuvo, sin embargo, “un indudable sentido del tiempo político”; y supo ser “despiadado en persecución del rival o de quien no le servía a sus fines”. Y es que, según Tusell, “tuvo en su favor una gran ventaja y es que no fue considerado como peligroso por nadie”; en realidad, era “una esfinge sin secreto”. “Parecía inocuo porque en realidad no era gran cosa”, afirma el historiador catalán. Sin embargo, engañó a todos sus adversarios y logró estabilizar su situación política. Lo cual fue igualmente consecuencia de la fragmentación política de la derecha española: “Las masas de la derecha actuaron, ante todo, como un reflejo instintivo de defensa: la dictadura de Franco fue el instrumento para evitar la desaparición de un modo de vida, para ellos en peligro de desaparecer, al que se sentían apegados. Paralizados todos, masas y dirigentes, por el temor al adversario, por la necesidad de vencer y por el entusiasmo bélico, no se dieron cuenta de que favorecían una dictadura personal que nadie concibió en principio como solución, pero que fue una resulta de la colusión entre el carácter de Franco, o la manera en que se modificó durante la guerra, y la situación de la derecha española. Una derecha que, a partir de ese momento, hubo de sufrir el tormento agónico de la tentación posibilista. Nada era posible sin colaborar con Franco, pero nada del ideario propio se mantendría haciéndolo”[47].

  Analizó igualmente las relaciones de la España de Franco con las potencias del Eje, llegando a la conclusión de que estas relaciones pasaron por varias fases. Sin duda, Franco era germanófilo y apastaba por Alemania, incluso  pretendió entrar en el conflicto mundial. En un primer momento, estuvo la etapa de la neutralidad, aunque siempre con una clara tendencia hacia Alemania. Luego, vino la no-beligerancia, en la que se esperó poder entrar en la guerra; y, por último, el retorno a la neutralidad cuando ya se había llegado a la conclusión de que Alemania no podía triunfar y era preciso ayudarla a salir de ella en buenas condiciones; para luego, pretender colaborar con los aliados. En sus investigaciones, Tusell valoraba positivamente la figura del general monárquico Gómez Jordana, como ministro de Asuntos Exteriores, que intentó cambiar la política de Franco y retornar a la neutralidad estricta[48].

 No obstante, su interés se centró, en aquellos momentos, en la Monarquía y algunos de sus representantes contemporáneos. Más por motivos estrictamente políticos que historiográficos, Tusell se identificó con la discutible obra del novel José María Toquero, Franco y Don Juan. La oposición monárquica al franquismo, cuya tesis era la existencia de una oposición monárquica a Franco y que la restauración de la Monarquía se hizo, en el fondo, contra el dictador. No sólo prologó este libro intelectualmente débil, sino que lo tituló significativamente “Franco contra la Monarquía”. El historiador catalán consideraba, como Toquero, que “la oposición al franquismo más importante cualitativamente fue la monárquica y no cualquier otra”; y que Franco no sólo no fue monárquico, sino que pretendía, por el contrario, ser él mismo un monarca. Y es que la oposición monárquica tuvo, según él, “una real virtualidad durante todo el régimen y también experimentó persecuciones por parte de quienes mandaban”. Franco tuvo como principal  propósito “evitar una restauración monárquica, a la que, además, quiso privar de la continuidad dinástica y, sobre todo, de significado mediante la utilización del término <instauración>          y que, en fin, Franco se comportó efectivamente como un rey absoluto o medieval, de una manera que era radicalmente antitética de lo hubiera debido ser la posición de un monárquico”. Además, la Monarquía fue la opción preferida por las potencias democráticas más influyentes tras el final de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1942, la Monarquía de Juan de Borbón tuvo, volvió a sostener Tusell, “una significación liberal”. Incluso hacía referencia a “una especie de <pacto de familia> cuyos objetivos finales eran coincidentes, pero que obligaba a una determinada distribución de papeles”, entre Juan de Borbón y su hijo, y que consistía en una “transición pacífica desde la dictadura a la democracia”. Y concluía: “Definitivamente tiene razón Toquero: Franco no fue un monárquico; más bien hizo todo lo posible durante su larga dictadura para impedir que adviniese la Monarquía y, sobre todo, la reconciliación que ella significaba”[49].

  Por cierto, el tal José María Toquero publicó después una apologética, mediocre e ingenua biografía de Juan de Borbón[50]; escribió asiduamente durante una temporada en ABC, y desapareció después sin dejar rastro. La Monarquía necesitaba, sin duda,  apologistas más sofisticados.

  Seis años después Tusell volvió a tratar el tema más detenidamente en su libro Juan Carlos I. La restauración de la Monarquía. Ya el mismo término “restauración” resultaba significativo, ya que se contraponía al de “instauración” defendido por Franco a la hora de definir el advenimiento de la Monarquía. Sin embargo, el término no era una creación del franquismo, sino que había sido defendido por los miembros de Acción Española[51]. En cualquier caso, Tusell defendía su vieja tesis de que la Monarquía era heredera de la tradición constitucional del régimen de la Restauración y no de Franco. La publicación de la obra coincidía con los veinte años de Juan Carlos I como jefe de Estado. Aquel año salieron a la luz una serie de libros dedicados al tema de la Monarquía y sus representantes, como el de Luis María Ansón, Don Juan; Tom Burns Marañón, Conversaciones sobre el rey; Rafael Borrás Betriu, El rey de los rojos; y Charles T. Powell, Juan Carlos I. Un rey para la democracia. El contenido del libro de Tusell era radicalmente apologético, Y podría haberse titulado, sin exageración, Juan Carlos I. Romance del Rey Taumaturgo. Se trata, pues, de una de las obras no ya más discutibles, sino más presentistas y farragosas salidas de la pluma del historiador catalán. El libro aparecía provisto de un gran aparato bibliográfico y archivístico, pero, en la mayoría de los casos, la interpretación resultaba tendenciosa y forzada. Algunas páginas no parecían haber si redactadas por la misma mano. En realidad,  el estilo no era el de  un historiador, sino el de un cronista de la Corona o de un periodista de Hola. De nuevo, su leif motiv era demostrar que el advenimiento de la Monarquía no debía nada al régimen de Franco y que enlazaba con la tradición liberal representada, según él, por Juan de Borbón. Consideraba, además, a Juan Carlos I como “un político y uno de los más importantes que ha dado la historia española”[52]. Sin embargo, en un primer momento, su análisis se centra en las relaciones de Franco y Juan de Borbón, que tanto incidieron en la personalidad de Juan Carlos. En su opinión, el cambio político experimentado por la sociedad española en 1975 fue el resultado de “una trayectoria y de un pasado dinástico e individual”. La identidad entre los principios de Juan Carlos y su padre se resumía en el objetivo de “dar el protagonismo al pueblo español y llegar hasta donde éste quisiera”. Por lo tanto, el proyecto monárquico tuvo siempre un propósito “integrador”. Ciertamente, por ejemplo, las Bases de Estoril tenían “poco que ver con una democracia actual”, pero, según él, contenían “una exaltación de la tradición democrática española a través de la Historia y preveía un plebiscito de ratificación de esas instituciones”. Y es que, según Tusell, el conflicto de Franco y el Pretendiente no era, como había sostenido Luis María Ansón, por una simple cuestión de poder, sino que tenía “otro trasfondo de índole fuertemente político”. Y señalaba: “A  medida que conocemos mejor los entresijos de la transición intentada en 1945 se aprecian los puntos de identidad con la realizada en 1975”. De nuevo sostiene que su objetivo era “superar la Guerra Civil”, en una “Monarquía de todos y para todos”[53]. En la segunda parte del libro, Tusell presenta a Juan Carlos I como el digno hijo de su padre, por quien sentía “adoración”. Juan Carlos era “el protagonista esencial” de la “restauración monárquica” y de la “conquista de la democracia”, “el piloto del cambio”. A partir de la recogida de una serie de opiniones de sus contemporáneos, Tusell  esbozó un retrato de su biografiado: “una persona extraordinariamente cordial, amable y simpática, que impresiona por la profesionalidad que preside su actividad y por el conocimiento de las personas y también de los grandes problemas de la Administración española”; es, sobre todo, “un gran intuitivo”, con una “cierta idea de misión o destino” heredada de su padre; “modesto”, “paciente”, “llano en el trato”; bien dotado para los deportes, apasionado por la técnica, pero poco atraído por la lectura y poco interesado en la cultura y, por lo tanto, “carente de formación para diseñar un plan concreto”; y con una considerable “falta de seguridad en sí mismo”, lo cual se compensaba  no solamente por sus virtudes naturales, sino por la influencia de su esposa, cuya presencia era “un factor de permanente estabilidad”. Sus relaciones con Franco fueron, según Tusell, de “abuelo y nieto”, pero estima que “no hubo intimidad” entre ambos. Tampoco contó con la presencia de un consejero áulico, como intentaron serlo Laureano López Rodó y Torcuato Fernández Miranda, cuya influencia no fue decisiva, ya que, al menos en su opinión, “sirvieron a la política de la Monarquía, no la crearon”.  La figura del villano es de nuevo encarnada en esta narración histórica por Francisco Franco, de quien  destaca “la limitación de su horizonte político” y su inferioridad con respecto a Juan de Borbón. Su conclusión no ofrece la menor duda: “La Historia (es decir, Tusell), que ejerce una justicia lenta pero inapelable, posiblemente se vengará de Franco, pues es improbable que esa limitación y esa mezquindad permitan en cualquier tiempo un revisionismo radical de su figura” A su lado, aparecían los monárquicos partidarios del régimen, como Julio Danvila, el marqués de Valdeiglesias o Gonzalo Fernández de la Mora, a quienes Tusell acusaba de no haber comprendido el sentido profundo de la misión histórica en que se encontraba inserta  la institución monárquica[54]. En alguna ocasión, llegó a reconocer que tenía no sólo respeto, sino “devoción” por la figura del conde de Barcelona [55].

  Siguiendo esta lógica, Tusell, junto a su esposa Genoveva García Queipo de Llano, sacó a la luz un nuevo libro dedicado esta vez a la trayectoria de la Monarquía en el siglo XX, Alfonso XIII. El rey polémico. Su biografiado aparece como “uno de los grandes personajes de la historia española del siglo XX. Como era su costumbre, la trayectoria vital del monarca se analiza en “relación con el tránsito del liberalismo a la democracia”. En el desarrollo de su trama narrativa y en las conclusiones, el historiador catalán y su cónyuge realizaron una auténtica apología del personaje. Ciertamente, le atribuían una serie de defectos: la indiscreción y la frivolidad. El mundo de la cultura no le interesó en absoluto y no prestó atención suficiente a algunas de las grandes reformas políticas que se plantearon durante su reinado. “Su labor moderadora padeció siempre del grave inconveniente de la falta de conocimientos”; y a la “carencia de una idea global sobre hacia donde debía contribuir a llevar al país”. Sin embargo, los aspectos positivos prevalecieron claramente frente a los negativos. Y es que Alfonso XIII nunca tendió al poder absoluto; fue “un patriota guiado por un deseo muy auténtico de que su país mejorara a lo largo de su reinado y, en general, dedicado a esta tarea con asiduidad y deseo de acertar”. Al mismo tiempo, se le podía considerar “un monarca moderno que creó un nuevo estilo que, hasta cierto punto, ha heredado su sucesor”. Fue “un rey liberal”, entendido este concepto “desde la perspectiva de la época”, es decir, que su modelo a seguir fue Gran Bretaña e Italia, no Alemania, Austria o Rusia. Lo que no resultaba incompatible “con considerar imprescindible un paréntesis autoritario para construir una supuesta libertad nueva y un régimen liberal más auténtico”. Los autores defienden al monarca de la acusación de que aprovechaba las crisis de gobierno para multiplicar su poder. Tampoco tuvo una voluntad imperialista en el norte de África; ni fue el causante del desastre de Annual, al planear operaciones e impulsarlas al margen del gobierno. Careció de ambiciones económicas, no fue corrupto; y tampoco propició ni planeó el golpe de Estado de septiembre de 1923. Esto último ya fue negado por Tusell en su endeble libro Radiografía de un golpe de Estado. El ascenso al poder de general Primo de Rivera, en cuyas páginas rechaza la tesis de Raymond Carr y sus discípulos sobre las posibilidades del gobierno presidido por García Prieto a la hora de democratizar el régimen. Y es que, a su entender, el régimen de la Restauración estaba ya acabado. “El capitán general de Cataluña no estranguló a un recién nacido sino que enterró un cadáver; el sistema político murió de cáncer terminal, de resultado conocido de antiguo y no de infarto de miocardio”. En cualquier caso, Alfonso XIII era inocente, porque los conspiradores no fueron inducidos por él, no dieron por descontado su decantamiento hacia ellos por muy monárquicos que personalmente fueran. El monarca podía pensar en una situación autoritaria temporal, pero no en la misma alternativa que pensaban los conspiradores. La Monarquía no fue nunca de un solo partido; y Alfonso XIII intervino en las crisis “sin imponer a los gobiernos que se formaban coaliciones que integrasen a las fuerzas políticas emergentes, como hizo su madre”. “Si se examinan los motivos de queja de los políticos respecto a su persona se llega a la conclusión de que la mayor parte no fueron provocados por errores del monarca sino el exclusivismo de aquéllos”. A juicio de Tusell y su cónyuge, el monarca acertó en las crisis de 1909, 1913 y 1918. “Erró de forma gravísima en 1923, pero no hay que olvidar que en la equivocación le acompañaron no sólo muchos políticos, sino también intelectuales como Ortega”. Nunca fue germanófilo; su visión de la política exterior tenía por centro de referencia Gran Bretaña y Francia. La Monarquía de Alfonso XIII resultó funcional durante los tres iniciales del siglo XX, “una cantidad razonable de libertad y, al mismo tiempo, resolvía, de una manera u otra, los conflictos existentes, por ejemplo, entre el poder militar y civil”. Dejó de serlo a partir de 1917, porque “el nivel de conflictividad acabó siendo excesivo para ella”. Y concluían: “Si España no tuvo democracia no fue por Alfonso XIII, o no fue por él sólo. Las culpas deben ser compartidas por los políticos –también por la oposición- y por la dificultad concreta en la evolución histórica. La entraña del tránsito del liberalismo a la democracia. El fracaso no fue de una persona sino de la sociedad española. Ni siquiera deberíamos emplear el término <fracaso>, porque la descripción ajustada para la situación política de la España anterior a 1931 es la de un <estadio predemocrático>”. Respecto a su actuación a lo largo del período republicano y en el trascurso de la guerra civil, los autores tienden a la comprensión y al irenismo. Alfonso XIII no puso dificultades a la CEDA y se mostró despectivo hacia Renovación Española. “Probablemente los consideraba como demasiado intransigentes, impetuosos e irrealistas, pero tampoco hizo nada por evitar que ese sector se volcara en la conspiración militar en contra de las instituciones republicanas”. Su opinión acerca del fascismo la juzgan “ambivalente”. En cualquier caso, opinan que “es cuando menos dudoso que existiera una identidad absoluta desde el punto de vista ideológico entre el ex Rey y quien le representaba”. Creen que su posición ante los sublevados fue “menos explícita” y “más discreta” que la de su hijo Juan. Según ellos, Alfonso XIII presentaba a la Monarquía como “una fórmula de estabilización política”, “superadora de la guerra civil, por más que en ese momento no identificara en absoluto esta palabra con la democracia”. Frente a él, Franco se configuró como un “monarca carismático”[56].

  Mientras tanto, Tusell intentó igualmente hacer sus pinitos de analista internacional, con un pretencioso libro titulado La URSS y la perestroika desde España. Con este estudio, tenía como objetivo, según su propio testimonio, acabar con el “provincianismo” español respecto a los problemas internacionales. Y es la URSS suponía una amenaza para la democracia liberal a nivel mundial; algo de lo que la mayoría de los españoles no parecían ser conscientes, dado su aislamiento internacional a lo largo del régimen de Franco. La denominada perestroika debía ser examinada, en ese sentido, como un intento de reforma del sistema totalitario soviético. Para  la investigación y el desarrollo de sus tesis, se basó en la “sovietología” occidental, que, en España prácticamente no existía, salvo los estudios del antiguo comunista Fernando Claudín. Tusell sostenía que la perestroika era “un reto y un mito”; parecía un término mágico, en el que se engloba toda la línea del PCUS en el momento actual y porque la prensa occidental la ha dotado de todo un aura de acontecimiento trascendental y ya logrado; es un reto no sólo para los dirigentes actuales de la URSS, sino también para el mundo occidental, que tiene que descubrir la realidad de la perestroika y adaptarse a ella”. Gorbachev le parecía un personaje histórico que tenía en común con Kruschef su “populismo”; con Stalin, “el sentido de la urgencia con el que es preciso desarrollar el programa propio, e incluso con Lenin la voluntad típica del final de su vida de emplear el procedimiento de la persuasión para sumar las masas ciudadanas a los propósitos del partido”. Con quien menos puntos en común tenía era con Breznef. El dirigente soviético no sólo no había dejado de ser leninista, sino que fundamentaba todas y cada una de sus posturas políticas en citas del fundador del régimen soviético. Su objetivo era, en realidad, controlar más a una sociedad que parcialmente se había liberado a sí misma del totalitarismo o que no respondía de modo automático a las sugestiones de sus dirigentes; por eso, la “liberalización” soviética era más “un síntoma social que algo logrado por la perestroika”. A pesar de que había logrado grandes éxitos propagandísticos en Occidente, Gorbachev nunca había puesto en cuestión del monopolio político del PCUS y la estatalización de la economía. La glasnov perseguía la “tolerancia”, no la libertad. Y, a nivel exterior, suponía una “tregua prolongada”. Sin embargo, la amenaza comunista perduraba y “ningún pacto, ni incluso el más favorable a los intereses de Occidente, puede llegar a proporcionar la seguridad absoluta de que la paz se mantendrá”.  El dirigente soviético le parecía un “personaje lampedusiano”, que no sabía donde iba a aterrizar. “Su mundo es radicalmente distinto al que nosotros entendemos como democrático: el concepto de sociedad civil le es ajeno e incluso aunque quisiera cambiar su sistema en sentido radicalmente liberalizador (posibilidad en la que no creo) carecería de utillaje mental para hacerlo”. Todo ello demostraba que “nuestro sistema (social, económico y político) es mejor”. El comunismo aparecía ligado a “la dictadura, el militarismo y el subdesarrollo”. “Estamos al inicio del comienzo de no sabemos bien qué y ello exige una elemental prudencia en el juicio”[57]. Es decir, fue incapaz de percibir el hundimiento de la URSS, que comenzaría a producirse tan sólo un año después de la publicación de su libro.

4. La Transición como Punto-Omega.

Como ya señalamos al comienzo de este trabajo, Javier Tusell definió la Transición del régimen de Franco a la democracia liberal como la culminación de la historia contemporánea española. Fue “la hazaña de construir la libertad con costes sociales reducidos y sin modelos inmediatos a seguir”[58]. En el fondo, como el jesuita Pierre Teilhard de Chardin sostenía respecto al Cosmos, Tusell estimaba que las sociedades se dirigían de modo irreversible hacia “Punto Omega”, un punto determinado de perfección social y política[59], es decir, la democracia liberal. El historiador catalán circunscribía el proceso de cambio político en un período que iba desde la muerte de Franco a la llegada de los socialistas al gobierno en octubre de 1982. La transición española tuvo “un papel decisivo en una tercera ola democratizadora que se inició en la Europa mediterránea, prosiguió por Hispanoamérica y concluyó en la  Europa del Este”, “pudo servir de ejemplo para otras latitudes”, “un cambio cuyos costes sociales no resultaron tan altos y mediante el cual, el régimen democrático se consolidó de forma rápida”. “El consenso fue ejemplar, como también lo fue la voluntad de amnistiar al adversario perdonando todos los delitos cometidos con anterioridad a junio de 1977”.  Un proceso de se vio facilitado por las transformaciones sociales y económicas experimentadas por la sociedad española a lo largo del período franquista. En su opinión, ese proceso debía ser comprendido como “esencialmente inventivo e imaginativo”. “Es falso que algunos de sus grandes protagonistas tuviera un plan detallado al margen de los buenos deseos”. Uno de sus rasgos más peculiares fue el protagonismo desempeñado por la institución monárquica. Juan Carlos I demostró que, cuando llegó el momento, “aunque no sabía cómo, sí sabía lo que se proponía hacer”. “Cuando llegó ese momento demostró equilibrio y prudencia, control de sí mismo y frialdad en el juicio, pero no en el trato, sencillez y claridad, carencias intelectuales, pero preocupación porque la monarquía no se alejara  del mundo de la cultura, como sucedió a su abuelo”.  El segundo de los protagonistas fue, junto al líder comunista Santiago Carrillo, Adolfo Suárez, un hombre “simpático y audaz”, dotado de “capacidad de supervivencia y ambición”. Su estrategia fue la de llegar a la democracia a partir de la legitimidad franquista, “de la ley a la ley”. Sin embargo, frente a la alternativa perfilada por Carlos Arias y Manuel Fraga, no se trataba de una reforma en el régimen, sino del régimen. La experiencia de Suárez demostraba, según Tusell, “hasta qué punto un gobierno surgido de un régimen dictatorial puede resultar más funcional para el propósito constituyente que un gobierno provisional salido de la oposición democrática”. El proceso finalizó, según el historiador catalán, en una “ruptura pactada”. Tusell veía al electorado español inclinado a posturas de “centro”. La mayor parte del voto del denominado “franquismo sociológico” votó, no por Alianza Popular, de Manuel Fraga, sino al partido del gobierno, Unión del Centro Democrático, “un partido archipiélago en el que militaban los jóvenes reformistas del régimen, la mayor parte de la oposición no socialista e independientes”. Por su parte, el PSOE “entrañaba las dosis adecuadas de identificación con la libertad y de voluntad de transformación social para atraer a una parte considerable de la sociedad”, si bien su proyecto político partía de una “definición radical”. “Sin embargo, encarnaba muy bien el talante juvenil y renovador de una parte de la sociedad española”. El PCE, con Santiago Carillo a la cabeza, no renovó sus elites dirigentes y su atractivo como movimiento opositor al franquismo “en gran medida había desaparecido”. No obstante, Carrillo manifestó “una clara voluntad de evitar cualquier peligro de involución”. Tusell celebraba el contenido de la Constitución de 1978, en la que, según él, “por vez primera en la historia de España fue de consenso y el arco constitucional resultó ser mucho más amplio de lo que podía esperarse en un principio”. “Sólo sectores de extrema derecha y extrema izquierda se manifestaron contra la Constitución, pero el voto favorable de Fraga y Carrillo les privó de cualquier posible apoyo en sectores más amplios de la población”. Su gran ventaja era que el texto constitucional “no sólo fue elaborado desde el consenso, sino para el consenso futuro en determinadas cuestiones”. Sin embargo, en el importante tema de la organización territorial fue “elemental e incompleto”, “aplazado”; y tuvo su fundamento en la ambigüedad del término “nacionalidad”. Con lo que  “quedaba dibujado un panorama impreciso, pero que a la vez tiene el mérito de no estar cerrado y traslada al futuro la posibilidad de construirlo y, al mismo tiempo, la necesidad y obligación de lograr un consenso al hacerlo”. El proceso de cambio se vio obstaculizado por el terrorismo, sobre todo el protagonizado por ETA, y por los intentos del golpe de Estado militar. Por supuesto, Tusell atribuye a Juan Carlos I el protagonismo en el fracaso del pronunciamiento militar de febrero de 1981, como “escudo protector de la transición que había adoptado desde sus inicios”. La crisis y posterior desaparición de la UCD la atribuye a su “oportunismo”, “indefinición” y “falta de dirección”[60]. No obstante, el historiador catalán ofreció una valoración positiva de la etapa de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno. Sin embargo, a su entender la transición propiamente dicha finalizó con la victoria de los socialistas en las elecciones de octubre de 1982. Felipe González fue un hombre “excepcionalmente dotado de capacidad para la vida política democrática”, que “a menudo impuso un rumbo a su partido que no era aquel al que espontáneamente tendía”. “La realidad es que actuó con cierto despego a menudo excesivo, con respecto al partido. Este padecía una sobrecarga ideológica de todo radical cuando se imponía una tendencia hacia el pragmatismo”. Su contrapunto fue Alfonso Guerra, “de lenguaje desgarrado y de aparente tono radical”, de “desgarro y demagogia”; lo que tenía su complemento en su “capacidad de organización”, “su temprano aprendizaje de las técnicas electorales y su capacidad de negociación para el consenso, virtud que contrastaba de modo señalado con su hosca imagen”. “Alcanzaba el consenso a base de  previas escenificaciones dramáticas de la confrontación que luego concluían en pacto”. En conjunto, el balance de la longeva etapa socialista fue, para Tusell, positivo, con algunas salvedades. Juzgaba que sus políticas supusieron “una continuidad esencial respecto a las de la UCD en contra de lo que se pudiera pensar en un principio”. Fue el período, en definitiva, de “consolidación de la democracia”. Pese a sus errores en lo referente al referéndum sobre la pertenencia a la OTAN, su política exterior fue atlantista y prooccidental. Logró una profunda reforma militar. Y, sobre todo, convirtió en “una realidad en Estado de las autonomías”. Lo modernización y liberalización económica y el incremento del capital físico constituyeron una realidad. Se incrementó el papel social y político de la mujer y se afianzó el proceso de secularización. Su mayor reproche fue el asunto de los GAL, que legitimó, ante los nacionalistas vascos más radicales, las acciones terroristas de ETA y la corrupción[61].

5. Crítica del conservadurismo español y filonacionalismo.

En sus últimos años, Tusell dedicó sus investigaciones a la derecha española contemporánea, desde la figura carismática de Antonio Maura hasta José María Aznar y el Partido Popular. Su perspectiva fue, en general, muy crítica. Desde sus tribunas de El País y La Vanguardia, pretendió convertirse en “Guardián de la Historia”[62]; y, en no pocas ocasiones, cayó en la demagogia y la petulancia del pequeño censor de ideas. Su enemiga hacia los representantes de la derecha tradicional fue, en ese sentido, reiterativa y contumaz. Uno de sus puntos permanentes de mira fue Gonzalo Fernández de la Mora y la revista Razón Española, que, con su habitual superficialidad, asoció con Acción Española y Ramiro de Maeztu, y luego, en una nueva metedura de pata, con la Nouvelle Droite de Alain de Benoist [63]. Sin embargo, fue más lejos en sus críticas, llegando a recomendar a los banqueros que se anunciaban en sus páginas, que no subvencionaran la revista, porque representaba “un sector del pensamiento que es manifiestamente contrario a la Constitución de 1978 y a la misma idea de democracia”[64]. Todo un ejemplo de delación y de espíritu inquisitorial.  No fue la revista neonservadora  la única en ser objeto de sus diatribas y de sus campañas difamatorias. Lo fue igualmente La Ilustración Liberal, fundada y dirigida por Federico Jiménez Losantos, instando de nuevo a los banqueros a “no subvencionar lo que no se debe[65]. Igualmente, pretendió ejercer la censura en Televisión Española, cuando el escritor Fernando Sánchez Dragó dedicó un programa del espacio televisivo Negro sobre Blanco a la figura de José Antonio Primo de Rivera; algo que, a su entender, resultaba absolutamente intolerable: “Un programa de carácter cultural nunca debiera evocar a un personaje de significación político-partidista (y menos aún si tiene la que corresponde al fundador de Falange)”. Y es que Sánchez Dragó pertenecía a “una franja más bien lunática” de la sociedad española[66].  Suponemos que no opinaría lo mismo si el programa hubiera estado dedicado a su venerado Juan de Borbón o a Manuel Giménez Fernández. Esta enemistad absoluta llegó prácticamente a la abyección con motivo de la muerte de Gonzalo Fernández de la Mora, a quien Tusell siempre consideró un enemigo peligroso de la democracia española[67]. Su necrológica publicada en el diario El País figurará, sin duda, en la historia de la infamia del periodismo español. Y es que describió  despectivamente al finado como un “diplomático con ínfulas intelectuales”, un “reaccionario ilustrado”,  un hombre de “extrema derecha”, que se había atrevido nada menos que a criticar, en sus memorias, a Juan de Borbón y a su hijo Juan Carlos I; “decía necedades”[68]. Sólo le faltó, pues, cantar Y bailaré sobre tu tumba. Incluso llegó a sostener que la investigación histórica debía subordinarse al consenso entre una elite de historiadores y a las resoluciones del Congreso de Diputados[69].

  En ese contexto, adquirió significado, como ya hemos adelantado, el contenido de su biografía de Antonio Maura, típico libro de encargo, que recibió, como era de rigor, el Premio de la Fundación Maura, concedido por un jurado compuesto por Manuel Fraga Iribarne, José María de Areilza, Laureano López Rodó, Miguel Artola, Juan Velarde, Carlos Seco Serrano, el duque de Maura y Juan Pablo Fusi. El Premio estaba dotado con cuatro millones de pesetas [70].  No era la primera vez que Tusell estudiaba al político mallorquín. Junto a su amigo Juan Avilés Farré, publicó en 1986 un farragoso libro titulado La derecha española contemporánea. Sus orígenes: el maurismo, en la que presentaba a ese movimiento conservador como el antecedente de la derecha española moderna, tanto en su vertiente radical como en la democristiana y liberal [71]. Como en el caso de Manuel Giménez Fernández y Juan Carlos I, Antonio Maura aparece como una especie de icono venerable para la actualidad. Tusell lo presenta como un hombre hecho a sí mismo, católico y liberal al mismo tiempo, marcado por la negativa experiencia del Sexenio Democrático, y partidario de medidas democratizadoras. Alaba, en ese sentido, sus proyectos de autonomía para Cuba, “la última solución posible para cerrar el paso a la independencia”. No menos plausibles le parecían sus proyectos descentralizadores en pro de la autonomía municipal. Además, el regeneracionismo maurista, a diferencia del representado por Joaquín Costa, siempre intentó encauzarse por “la senda de la legalidad” y de la movilización ciudadana. No obstante, criticaba su escaso apego a los planteamientos del catolicismo social; y es que su proyecto regenerador era político, no social. Le defendía de la acusación de clerical. Señalaba su clara voluntad de “integración del catalanismo en la política española”. Y acusaba a Juan de la Cierva de ser, en realidad, el promotor de las medidas más autoritarias llevadas a cabo por los gobiernos presididos por el líder conservador. Maura fue “el primer político importante del reinado de Alfonso XIII en predicar una moderna forma de hacer política, apelando a las masas”, aunque en la práctica no lo llevó a cabo. Tusell, en ese sentido, diferenciaba a Maura del maurismo, porque el político mallorquín siempre tuvo la sensación de “pertenecer a un mundo muy diferente de la agitación callejera y popular de la que eran protagonistas sus jóvenes partidarios”. Ante la Gran Guerra, el historiador presenta a Maura como un “neutralista aliadófilo”. Como respuesta a la crisis del sistema liberal y el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, Tusell señala que “si hubo un político al que no quepa achacar responsabilidad en la crisis del parlamentarismo liberal, fue él, a quien cabe atribuir que la dictadura se retrasara, cuando había tantas circunstancias que la favorecían”. Su benevolencia ante Primo de Rivera duró muy poco, ya que existía “un abismo entre el espíritu jurídico y la prudencia decantada por el paso de los tiempos de Maura y la acción embarullada, aunque guiada de un patriotismo indudable de un Primo de Rivera”. Y es que, hasta el final de su vida, Maura fue “un liberal regeneracionista”, un “liberal sincerísimo”, un “demócrata”, en suma, que había avanzado “un paso desde el liberalismo para unos pocos hasta la libertad practicada por todos”. En definitiva, la trayectoria de Maura era “un ejemplo permanente por encima de cualquier ideología”[72].

  No obstante, Tusell fue un enemigo encarnizado de José María Aznar y del Partido Popular, a los que acusaba de no ser “centristas”, sino “en su núcleo decisivo, la derecha”. Se trataba de una nueva generación de políticos para la que en régimen democrático era “un dato de la vida pública”, y cuyas referencias político-intelectuales no eran ya francesas, sino anglosajonas, de ahí su devoción por la figura de Margaret Thatcher, y que habían tenido la oportunidad de contemplar la caída de los regímenes de socialismo real. “No tienen complejos, pero tampoco inconvenientes excesivos en romper lo que en otros tiempos se habría considerado como el consenso de fondo que une a los partidos de una democracia”. Eran una “derecha de confrontación”, que se había identificado con “una peculiar versión del liberalismo que se presenta como la única opción aceptable con exclusión de cualquier otra”; más que Karl Popper era Friedrich Hayek su autor de referencia. Un ultraliberalismo acompañado de la presencia de “lo religioso, que para otros debiera quedar restringido al ámbito de lo privado, en la esfera pública”. Caracterizaba igualmente al nuevo Partido Popular “su peculiar propensión a la confrontación con los movimientos nacionalistas periféricos”. El mentor por excelencia de este nuevo nacionalismo español era Federico Jiménez Losantos. “Ultraliberalismo y nacionalismo españolista”, tal era el ideario fundamental de Aznar y su partido[73]. Con respecto a su primer gobierno, Tusell alababa la gestión de Jaime Mayor Oreja como ministro del Interior. No obstante, la política exterior seguida por Aznar, le parecía en “exceso ideologizada”, “una propensión más atlantista que europeísta o, sobre todo, mediterránea”. La evolución económica había sido, en sus líneas generales “positiva”. Negativo era el balance en Justicia y en Educación y Cultura. El contenido de los espacios informativos rondaba “el bochorno”. Y censuraba sus intentos de “crear desde el poder un grupo mediático al servicio de una política concreta”[74], lo que viniendo de un colaborador de El País y del grupo PRISA no dejaba de ser un tanto escandaloso.

  Tusell describía a José María Aznar como la “antítesis del líder carismático”, con su apariencia “hosca, fría y algo antipática”. Era un “sherpa”, cuya actuación política tenía por fundamento la paciencia, la prudencia y la perseverancia; era, además, un “hombre  profundamente receloso de los grupos de presión comúnmente aceptados –el mediático, por ejemplo-“. Destacaba igualmente sus “extrañas relaciones” con Juan Carlos I. Como dirigente del PP, actuaba “con guante de raso en mano de hierro”. “Su frialdad y el hermetismo fueron instrumentos y también resultantes de ese poder sobre su partido”. Históricamente, Aznar no podía compararse con Gil Robles; tampoco con Fraga. Su paralelo histórico era, como había señalado Pío Cabanillas, Francisco Franco: “Puede parecer una afirmación, aparte de carente de fundamento, directa y gratuitamente ofensiva. Pero en tal aseveración  caben otros matices. Pretender que Franco, al margen de que fuera un dictador tras una sangrienta Guerra Civil, no poseyera capacidades o virtudes políticas carece de sentido. En su hermetismo, su frialdad, su sentido del tiempo, su capacidad de arbitraje entre los adictos y una aparente inanidad que le procuraba el desdén del adversario, pero ocultaba una poderosa ambición y una habilidad insuperable en el regate de corte intrapartidista, el paralelo entre los dos personajes es mucho mayor de lo que pueda parecer a primera vista”. En cambio, Tusell valoraba positivamente la figura de Mariano Rajoy, “uno de los mejores políticos del partido, muy alejado de los defectos señalados, como la sobrecarga ideológica, el sectarismo en materias personales o la pretenciosidad”. Una de las figuras más censuradas del PP era, en cambio,  Esperanza Aguirre, “muy ideologizada en sentido ultraliberal y, por tanto, proclive a resultar sectaria contra socialistas y nacionalistas”. La acusaba de “adanismo” y de defender “un esquema ideológico preconcebido y simplificador”. En definitiva, “la gestión cultural de estos años se encuentra entre las peores del período democrático”. La creación del Ministerio de Medio Ambiente, le pareció bien, pero la gestión de Isabel Tocino “concluyó en un desengaño absoluto”. No menos significativa era la denuncia de la “incomprensión absoluta” de Aznar en relación al grupo PRISA [75].

   Gracias al éxito económico y la incertidumbre de las izquierdas, el PP consiguió la mayoría absoluta; fue “una victoria en positivo, pero cabe una precisión: aparte de ganar Aznar, perdió Almunia”. “Los españoles se habían sentido gobernados con resultados apreciables entre 1996 y 2000 y percibieron el regreso de los socialistas como algo negativo; al mismo tiempo, se negaron a embarcarse en una aventura confusa, incluso por la forma misma en que se había planteado”. En la primera etapa de gobierno del PP, hubo, según Tusell, “un cierto camino hacia el centro, pero impuesto por las circunstancias, titubeante y reversible, que en absoluto fue obra espontánea de los propios gobernantes”. Tanto sólo fue la consecuencia de la necesidad de pacto con los nacionalistas. De esta forma, el año 2000 “parecía el 1982 de la derecha española”. Lo cual tuvo, para Tusell, consecuencias negativas, porque “se olvidó el talante dialogante y la pretensión de adhesión a la posición propia”. “Lo que pareció fue un ambicioso designio político y un talante interperante. Pronto resultó evidente la carencia de magnanimidad”. “Ambición nacionalista, una creciente egolatría y un desprecio por la oposición, en especial por los nacionalistas, se demostraron palpables en su posición de fondo”, “un estilo bronco que consistía en la demonización del adversario y una actitud propia entre esquinada y prepotente”. Muy crítico se mostraba con la ministra de Educación Pilar del Castillo, cuyos proyectos de reforma y actuación suponían, según él, “la quiebra de los consensos”. Su Ley Orgánica de Universidades fue rechazada por los sectores a quien iba dirigida. De hecho, el propio Tusell fue uno de los impulsores contra esa legislación, que reunió 8500 firmas de profesores. Consideraba que  la FAES significaba “un cierto tránsito del neoliberalismo al neoconservadurismo”. La boda de la hija de Aznar en El Escorial “ofendió profundamente a muchos”. Los logros económicos del gobierno fueron más teóricos que reales: “el empleo en España es de escasa calidad, salarios bajos, precariedad y poca formación; la productividad había descendido con respecto a la media europea”; la legislación laboral “ha tendido a desregular, a flexibilizar y a facilitar el despido”; el gasto social “disminuyó de forma considerable “. En materia de inmigración, la política del gobierno fue “desacertada y contradictoria”. A todo ello se unió el desastre del petrolero Prestige. En materia de relaciones internacionales, Tusell atribuía a José María Aznar “el síndrome de Bonaparte”, que “impele a los más pequeños a atribuirse una altura que no les corresponde”, algo que tuvo su reflejo en su actitud respecto a la Unión Europea y en el incidente del islote Perejil, que Tusell calificó de “exhibición de un patriotismo ramplón”. Por otra parte, juzgaba que, tras la abolición del servicio militar obligatorio, el Ejército profesional era “un patente fracaso definitivo”. Igualmente, fracasaron las gestiones sobre Gibraltar. Más grave fue la situación generada por la guerra de Irak. La postura de Aznar se debió al factor nacionalista español. Para el historiador, fue “una guerra inmoral, al margen de la legalidad internacional y cuya justificación real guardaba poca relación con los argumentos aducidos por los dirigentes políticos”. Al mismo tiempo, echaba de menos un proyecto de regeneración política, dado  “el estado lamentable de la calidad de la democracia, especialmente porque mostró la peculiar interconexión entre los intereses públicos y privados”. Sin embargo, lo que más preocupaba a Tusell era el intento del PP de “cerrar” el Estado de las autonomías, “sin modificación, pero también sin ampliación competencial” y “su patente voluntad de regreso a la homogenización, últimamente expresada en relación con la enseñanza del castellano” [76].

  Y es que, a la altura de 1999, Tusell pensaba que habían crecido enormemente, a derecha e izquierda, las tendencias antinacionalistas, aunque la conciencia nacional española  seguía siendo “un tanto modesta”. Lo cual coincidía, a nivel europeo,  con “el retorno de la nación”. Este retorno afectaba al debate político-cultural español, siempre marcado por la “conciencia de la pluralidad o el repudio de la misma”. Para Tusell, la nación era “un referente ideológico complejo y variable, nacido de las revoluciones liberales (o como resultado de ciertas reacciones ante ellas) y convertido en instancia de legislación del ejercicio del poder político en un ámbito territorial”. Por ello, “tiene una naturaleza subjetiva y sentimental –hoy medible en términos cuantitativos-, pero que en el plano del tiempo se puede ir objetivando, convirtiéndose, en, al menos hasta cierto punto, irreversible y evidente para el espectador que la tiene ante sí como objetivo de estudio” [77].  Tusell se inclina por la tesis pluralista y, en ese sentido, somete a crítica las tendencias castellanistas de Ortega y Gasset, Menéndez Pidal y Sánchez Albornoz, aunque también lo hace con el catalanismo de Corominas y Bosch Gimpera. Y concluye: “En el caso español parece obvio que el pluralismo era una realidad de primerísima importancia, aunque en los siglos XVI y XVII, también hubiera un cierto sentimiento de comunidad de carácter y una propensión unitaria en lo institucional que nunca llegó a traducirse en la realidad de modo completo, en idénticos términos que en otras partes”. La España anterior al siglo XVIII era una especie de “imperio federal como el austrohúngaro”. El siglo XVIII introdujo cambios, pero con retraso y el XIX también, pero con importantes limitaciones, que no permitieron concluir el proceso de unificación. El resultado de la Guerra de Sucesión significó el triunfo de “un programa homogeinizador y unitario”. Por ello, estimaba que la interpretación nacionalista catalana encontraba su fundamento en lo referente a la lengua. En ese sentido, no tenía inconveniente en señalar que en el período franquista existió un intento de “genocidio cultural de Cataluña”. Y es que España empezó a nacer en el siglo XVIII, pero “la conciencia de la pluralidad” perduró, porque se mantuvieron ciertas instituciones como la legislación civil de la Corona de Aragón y de Navarra, los fueros en el País Vasco; y en Cataluña perduró “un recuerdo de las instituciones precedentes”. Para Tusell, el caso español fue el de una revolución liberal que resultó “fallida en la uniformación absoluta”. Fue un proceso inverso al experimentado en Alemania, Italia o Francia. El liberalismo moderado alimentó “una conciencia nacional en la que el factor religioso siguió teniendo un papel decisivo y en el que el discurso patriótico puede ser calificado de retrospectivo”. Por otra parte, el localismo fue “muy marcado” y estuvieron ausentes los símbolos de identidad unitaria. Destacaba la debilidad del Estado español en su labor homogeinizadora, sobre todo en educación, con una tasa muy alta de analfabetismo. A lo que había que añadir la inexistencia de un enemigo exterior “persistente y peligroso”. Resaltaba igualmente la influencia del carlismo y su tradición foralista. Incluso hace referencia a un  ”federalismo solapado” por debajo de la centralización aparente. La derrota de 1898 ante Estados Unidos dio lugar, según Tusell, a un “lamento apocalíptico”. En definitiva, su balance del siglo XIX era el de “un panorama de impotencia estatal y resistencia de la realidad plural”. “Si ya desde la modernidad merecía una definición de <nación de naciones>, los tiempos más recientes lo confirman. Ya la existencia de los nacionalismos periféricos lo demuestra de manera definitiva”. A partir de tales conclusiones, Tusell acusa a los políticos e intelectuales españoles de incomprensión hacia “la pluralidad española”. Toma posición por Manuel Azaña en contra de Ortega y Gasset y Unamuno. Acusa a los sublevados en la guerra civil de “unitarismo radical” y de “genocidio cultural”. De nuevo,  mitifica la transición cuando afirma que “la elaboración de la Constitución de 1978 bien puede ser considerada la primera ocasión en que se convirtió en posible convivir y no tan sólo conllevar en la Historia de España”. Por supuesto, vuelve a celebrar la inclusión del término “nacionalidades” en el texto constitucional. Sin embargo, opina que los dirigentes políticos “erraron en lo que respecta a la apreciación de la realidad plural española”. Y es que: “La heterogeneidad y la asimetría no son un pecado circunstancial de un momento, sino un dato esencial de nuestra realidad”. No se llegó, por lo tanto, a un “reconocimiento sincero y pleno de la pluralidad española”, si bien “en un plazo muy corto, se produjo la transición desde un Estado muy centralizado a otro muy descentralizado”. Por todo ello, Tusell rechazaba de una manera radical y categórica las críticas a los nacionalismos de Federico Jiménez Losantos, Alejo Vidal Quadras, José Ramón Parada, César Alonso de los Ríos, Jon Juaristi, etc. Y no duda en calificar sus alegatos de “todo gresca y jarana”. A su entender, lo necesario era llegar al consenso y al diálogo, a partir de una serie de condiciones previas: España era el segundo país multiligüe de Europa, después de Rusia; consideración de España como una “nación de naciones”; creación de un “patriotismo de la pluralidad”; aceptación, al mismo tiempo del “patriotismo constitucional” y de la “asimetría” como “realidad del pasado y del presente de la vida española que, por tanto, debe contribuir a configurar el futuro”; y, por último, creación de símbolos propios de la “pluralidad española”[78].

     En ese sentido, su defensa de los nacionalismos periféricos fue poco menos que numantina. Tusell rechazó la interpretación marxista del catalanismo defendida, entre otros, por el comunista Jordi Solé Tura como una “revolución burguesa frustrada”; por el contrario, defendió la formulada por su maestro Vicente Cacho Viu. En concreto, Enric Prat de la Riba tenía “un programa que ofrecer al conjunto del país”, es decir, España; nunca fue separatista. Imperialismo, en el vocabulario pratiano, equivalía a “una especie de patriotismo proyectivo, no basado en grandes palabras y el recuerdo del pasado, sino en la reafirmación en el presente y en la construcción del futuro”. Y señalaba: “Declararse nacionalista catalán equivalió siempre, desde comienzos de siglo, a conducirse como un demócrata, aunque eso pareciera contradictorio con otros aspectos del ideario propio”. Prat era, además, un “defensor de la sociedad civil frente al Estado o de la implícita aceptación del principio de subsidiariedad” [79].

  Por ello, recibió negativamente el contenido de la serie televisiva Memoria de España, cuya estética e imágenes comparó con la película El planeta de los simios. Y a la que reprochó haber polemizado con las versiones “ofrecidas de nuestro pasado por los nacionalismos periféricos”[80]. Criticó las obras del historiador Fernando García de Cortázar por su denuncia de la desnacionalización progresiva de la sociedad española, porque, a su entender, lo que había predominado era “la conciencia de la identidad plural de España”. Su defensa del catalanismo siguió siendo incondicional: “El catalanismo fue plural, en lo ideológico desde el principio y nació a la vez de una modernización social y él mismo se modernizó con el paso del tiempo. Logró la independencia electoral respecto de Madrid en 1907, acontecimiento inédito en la Historia española. Hubo intereses económicos en su origen, pero también, y sobre todo, fue expresión de un fenómeno de autoconciencia colectiva. Todavía más: quiso ofrecer a España un camino de modernización, abrió paso a las primeras instituciones autónomas que en ella hubo y supo, aun en su versión de derechas, ofrecer una pasión centrista, muy lejos de un conservadurismo al que si algo le caracterizaba era su feroz unitarismo”. Una apología que se extendía al conjunto de los movimientos nacionalistas: “Se trata de algo parecido a lo que, en el periodismo, otros hacen en base de ridiculizar declaraciones de Arana, Pompeu Gener o Castelao para condenar los sentimientos de identidad cuando cabe encontrar frases tan discutibles en personas como Cánovas del Castillo o Pablo Iglesias, por citar tan sólo dos ejemplos”[81]. Jordi Pujol era “la figura política fundamental en España y Cataluña en el último cuarto de siglo” y su intervencionismo en España había sido “positivo”; y lo mismo cabía decir de los proyectos federalistas de Pasqual Maragall[82]. En el País Vasco, la única solución respecto al Plan Ibarreche era “el diálogo entre las fuerzas democráticas”[83]. Su opinión sobre lo que denominaba “neoespañolismo decrépito” fue no sólo despectiva, sino visceral. A ese respecto, consideró poco menos que una agresión simbólica la instalación en la Plaza de Colón de una enorme bandera nacional, lo que calificó de “contraproducente”, porque suponía la emergencia de un “neoespañolismo” que enviaba “al Averno de los defectos a los nacionalismos periféricos”; y suponía el repudio de la España plural, al igual que el retorno al viejo nacionalismo español que arrancaba del siglo XVIII y que había sido sepultado por la Constitución de 1978[84].

  Javier Tusell cayó gravemente enfermo a finales de febrero de 2002 y falleció tres años después el 8 de febrero de 2005, en Barcelona, víctima de una neumonía desencadenada por la leucemia que padecía. Poco después de su muerte, el diario El País publicó una especie de reflexiones autobiográficas en las que el historiador catalán describía sus experiencias a lo largo su convalecencia en el hospital: “Durante todos esos días no me enteré de nada: no padecí dolores ni recuerdo prácticamente nada. Tuve, no obstante, extraños sueños en los que aparecía gente tan variada como el historiador Manuel Tuñón de Lara y la infanta Cristina. A mayor abundamiento de la rareza, el escenario de esos sueños era la Guerra Civil, y tenía que ver vagamente con la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, que yo estaba leyendo entonces, pero con trastueque de los personajes y de los acontecimientos”[85]. Fue su último escrito.

6. Una valoración crítica.

Vista su trayectoria intelectual y política con la perspectiva que nos ofrece el tiempo, podemos llegar a la conclusión que la obra historiográfica de Javier Tusell Gómez no dio de sí todo lo que, en un principio, había prometido. Se trata de un legado profundamente ambivalente. Sus comienzos fueron positivos, en los parámetros de una “historia razonada”[86], basada en un diálogo con las ciencias sociales. Lo más reseñable de su producción fueron sus trabajos sobre el caciquismo andaluz y los sistemas electorales de la Restauración y la II República. Sus estudios sobre las derechas españolas, que seguían las perspectivas analíticas de René Rémond y Juan José Linz, supusieron un gran progreso respecto a la demonología dominante en los acólitos de Manuel Tuñón de Lara. Sin embargo, Tusell cayó demasiado pronto, sobre todo a partir de la publicación de su discutible libro La oposición democrática al franquismo, en una especie de historiografía “vulgar”, es decir, más preocupada por la propaganda ideológica, la legitimación histórica de regímenes políticos muy concretos o la invención de tradiciones, que por el logro de una interpretación fundamentada y verosímil de nuestro más próximo pasado. En sus últimos años, como ya hemos señalado, intentó incluso convertirse en una especie de “Guardián de la Historia”, como Manuel Tuñón de Lara o Ángel Viñas, en su deseo de controlar la interpretación del pasado a nivel político y mediático, sobre todo en el tema de la Monarquía o del régimen de 1978. En ese sentido, su figura fue antitética de la de Renzo de Felice en la historiografía italiana. Y es que mientras el biógrafo de Mussolini fue no sólo uno de los destructores de los mitos del antifascismo historiográficos, desde una perspectiva liberal-conservadora, sino, al mismo tiempo, un gran defensor de la libertad intelectual en su país, Javier Tusell pretendió elaborar una serie de mitologemas y restringir, en buena medida, la libre circulación de ideas. A De Felice nunca se le ocurrió, como a Tusell, recomendar en la prensa la proscripción de ciertas ideas. Todo lo contrario: “La democracia –dijo- no es la varita mágica y mucho menos el comodín para la justicia. Es un método imperfecto, pero también el único perfectible. Al contrario del totalitarismo, que no tolera antitotalitarios, la democracia debe tolerar antidemocráticos. También debe garantizar la libertad de pensamiento a sus enemigos, y medirse con ellos en el terreno de los racional”[87].

   Como le reprochó con toda justeza el economista Juan Velarde, Tusell pecó, como historiador, de “apresuramiento”. Y es que en sus últimos años, el historiador catalán solía lograr el acceso a una larga serie de archivos privados, lo que aprovechaba no sólo para publicar libros, sino para aparecer en los medios de comunicación,  jactándose de su sabiduría y capacidad de trabajo. Luego caía en la trampa de “creer que en el duro mundo de la ciencia la rapidez en la exposición de  algo que se conoce tiene algún valor”[88]. Algo que se encontraba directamente relacionado con su indudable egolatría y afán de reconocimiento, todo muy negativo para el conjunto de su obra.

  A ello hay que unir su pobre filosofía política, por llamarla de alguna forma, imposible de tomar en serio. El “centrismo”, intelectualmente hablando, nunca ha dado mucho de sí; y menos desde el punto de vista historiográfico. La voz “centro” viene del griego “Kentron” o punto fijo del compás que traza un círculo. Se trata, pues, de un concepto geométrico: el punto equidistante entre los extremos. Esta opción carece de entidad desde la perspectiva doctrinal. Como señaló el gran politólogo Julien Freund, “la política es cuestión de decisión y eventualmente de compromiso (…) Lo que se llama <centrismo> es una manera de anular, en nombre de una idea no <conflictual> de la sociedad, no sólo al enemigo interior, sino a las opiniones divergentes. Desde este punto de vista, el centrismo es históricamente el agente latente que, con frecuencia, favorece la génesis y la formación de conflictos, que pueden degenerar, ocasionalmente, en enfrentamientos violentos” [89]. En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe cuando afirma que el “centrismo”, al impedir la distinción entre derecha e izquierda, socava “la creación de identidades colectivas en torno a posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas”[90].

  Y lo mismo podemos decir de su fundamentalismo democrático. Cuando Javier Tusell escribía se podía ser demócrata liberal y dormir tranquilo; ahora, no. El modelo de democracia liberal representativa se encuentra hoy en una profunda crisis en la mayoría de las sociedades desarrolladas, a causa del proceso de globalización y del progresivo desmantelamiento del Estado-nación[91]. Por ello un historiador como Emilio Gentile ha podido decir: “Sea como sea, la democracia es un fenómeno histórico y como todos los fenómenos históricos ha tenido un comienzo. Y podría tener un final” [92]. Tusell nunca hubiera sido capaz de sostener una tesis semejante; vivió hasta el final en el sueño de Francis Fukuyama. Además, fue incapaz de someter a una crítica constructiva la realidad de las democracias representativas contemporáneas. Y es que hasta el espectador más superficial es consciente de que el poder en las democracias actuales se distribuye de una manera brutal y grotescamente desigual. Si bien existe un cierto tipo de igualdad –cada uno representa un voto- las alternativas entre las que se eligen no son determinadas por todos ni por la mayoría de los votantes. Allí entran en juego los partidos políticos, los lobbies o grupos de presión, los expertos en política y economía, los medios de comunicación y las empresas que financian a todo lo anterior. Como ha señalado el filósofo Alasdair MacIntyre, la democracia garantiza la hegemonía del dinero[93].

  Su fundamentalismo demoliberal le impidió igualmente analizar con mayor profundidad la España contemporánea. Su visión era excesivamente limitada. Como ya hemos señalado, en la obra de Tusell la democracia se convierte en una teología política que culmina en cierta especie de escatología, en la que el régimen de partidos se convierte en el Punto Omega histórico-político. Más que una preferencia o una opción política se trata de una creencia dogmática. De ahí que no fuera consciente, a la hora de estudiar etapas de la historia de España en la que estuvo ausente la democracia liberal, de la profundidad del pensamiento de Leopold von Ranke cuando decía: “Cada época se relaciona directamente con Dios, y su mérito en modo alguno estriba en lo que salga de ella, sino en su propia existencia, en su propia mismidad”[94].

  Como firme creyente en la teología política demoliberal, Tusell,  sobre todo cuando valoraba la figura de Franco, tendía a identificar, y de hecho identificaba, sus propias opiniones con la de la Historia. Nada menos. Craso error, fruto de nuevo de su indudable y persistente egolatría. Como solía decir el siempre lúcido Edward Hallet Carr, se cae así en “el sofisma de que la Historia es algo que existe independientemente, fuera de la mente del historiador”. A ese respecto, Carr daba como ejemplo la distintas valoraciones de los personajes decisivos en la historia de Roma, según los distintos contextos políticos en que se desenvolvían los distintos historiadores: Gibbon encontró su héroe en Marco Aurelio; los revolucionarios franceses, en Catón y Bruto; en el siglo XIX Julio César fue el símbolo de la pervivencia del más fuerte; y en las épocas de planificación y organización a gran escala, Augusto[95]. Desde luego, Tusell estaba en su derecho de venerar las figuras de personalidades tan mediocres como Juan de Borbón y Juan Carlos I, pero no identificarlos con una suerte de razón histórica providencial. De la misma forma, podría denigrar cuanto quisiera a Francisco Franco; pero ello en nada influirá en la valoración posterior de su figura histórica; tan sólo es la expresión de sus preferencias políticas. La valoración de las figuras históricas depende, en realidad, de los contextos sociales y políticos futuros. Si la democracia liberal triunfa en el conjunto de las naciones, la figura del dictador español será juzgada negativamente. Si, finalmente, la unidad nacional española sucumbe ante el embate de los nacionalismos periféricos, algunos historiadores podrán interpretar la figura de Franco como la del “último español”, el último estadista que creyó en la patria española. Si un sector importante de la sociedad se sintiera amenazado por fuerzas políticas y sociales de carácter revolucionario, el general gallego volvería a gozar de una valoración positiva. Por decirlo en palabras del filósofo lacaniano Slavoj Zizek –héroe intelectual de la izquierda radical actual-: existen momentos en que las sociedades requieren “de la decisión de un Amo”, porque “el Amo resulta especialmente necesario en una situación de crisis”. “Su función consiste en superar la división entre los que quieren seguir guardando desde la perspectiva de los antiguos parámetros, y los que han tenido conciencia de la necesidad de cambio”[96].

  Sus intentos de mitificación de figuras tales como Juan de Borbón y Juan Carlos I nunca fueron, en realidad, tomados muy en serio[97]. Como diría Gustavo Bueno, cuando algunos, como Tusell, expresan su preferencia por una determinada figura histórica o intelectual, están haciendo, en realidad, su propio autorretrato[98]. A una figura mediocre corresponde un historiador mediocre. El mito del Rey Taumaturgo no pasó de una posición personal; nunca formó parte, en realidad, del imaginario colectivo, ni tan siquiera del consenso historiográfico. Buena prueba de ello fue el rápido olvido de obras tan mediocres y oportunistas como las de José María Toquero o las del propio Tusell dedicadas a la Monarquía o a la supuesta oposición monárquica al franquismo. No sin razón, el líder comunista Santiago Carrillo pudo decir que “Don Juan de Borbón es el cero a la izquierda más ilustre de la reciente historia de España”; lo que fue corroborado por Charles Powell –discípulo de Raymond Carr-, cuando denunciaba el “papanatismo” con el que se había abordado la figura del heredero de Alfonso XIII[99]. Libros como El rey de los rojos o El rey de los cruzados, del editor Rafael Borrás Betriu, contribuyeron eficazmente a ridiculizar ese grotesco fundamentalismo monárquico. Gonzalo Fernández de la Mora que, como veterano monárquico, conocía el paño, no dudó en decir, en sus lúcidas memorias, sobre el Pretendiente: “Me resulta imposible citar una sola sentencia suya para la pequeña historia”. Su trayectoria política refleja “la pura y simple voluntad de reinar”[100]

 De hecho, la figura de Juan Carlos I ha sido sometida, hoy por hoy, a un radical proceso de revisión. La cuestión de la forma de gobierno no ha encontrado todavía en España una solución definitiva. A ello no ayuda, desde luego, la propia conducta social y política de la familia Borbón. Incluso su actuación en febrero de 1981 ha sido puesta en duda[101]. En junio de 2014 se vio obligado a abdicar en su hijo Felipe VI. Y es que la institución y la figura del monarca fueron incapaces de resistir la erosión de las críticas de que fueron objeto por su tormentosa vida privada y la corrupción que había caracterizado a no pocos miembros de la Familia Real, incluida no sólo la infanta Cristina y su marido, sino el propio Juan Carlos I. El tabú de la Monarquía se rompió con enorme rapidez y facilidad [102]. No deja de ser significativo que en febrero de 2014 saliera a la luz un pretencioso Manifiesto del Mundo Intelectual y Académico por la III República, en el que se considera “obsoleta” la Monarquía y se le consideraba una institución impuesta por “el dictador”[103]. Uno de los firmantes, el polemista Ángel Viñas, afirmó que, en realidad, la actuación del monarca, durante la Transición, fue producto del contexto social y político, “se vio impelido a ello por falta de alternativa”[104]. Nada más lejos de las tesis defendidas por Tusell.

  Hoy, la visión beatífica, casi providencial, de la Transición ha sido puesta en solfa sobre todo por la historiografía de izquierdas, que la ha interpretado como garantía de la “hegemonía conservadora” [105]. Josep Fontana no ha dudado en calificarla de “sainete”[106]. El sociólogo Manuel Castells concluye que la Transición se redujo a “la partidocracia”, a la “corrupción sistémica” y a “una monarquía de dudosa legitimidad”[107].

  Más negativa aún fue la actuación de Tusell en el debate sobre el Estado de las autonomías y el papel de los nacionalismos periféricos en la España actual. Su filonacionalismo fue absolutamente unilateral, lo mismo que sus grotescas críticas al nacionalismo español. Representó el papel de embajador intelectual de los nacionalismos periféricos, sobre todo del catalán, en Madrid. Tusell insistió hasta la saciedad en la pluralidad española, mucho más que en los factores de unión. Sin embargo, no insistió para nada en la pluralidad existente en las sociedades vasca y catalana. Ni siquiera pareció sospechar, por ejemplo, de la honradez de Jordi Pujol, otro de sus iconos políticos. En realidad, dio su apoyo y racionalizó un nacionalismo de ricos.  Hasta tuvo el cinismo de defender la “asimetría”.  En este aspecto, como en los otros, su labor fue absolutamente negativa; lo cual ha de ser recordado en el futuro. Hoy la sociedad española se enfrenta a un desafío con pocos precedentes. Como ha puesto de relieve José Ramón Parada, asistimos al fracaso del modelo de descentralización política[108]. El modelo autonómico no sólo no ha conseguido integrar a los nacionalistas, sino que ha favorecido las tendencias centrífugas; demás, implica unos enormes costes económicos, que lo hacen, a medio plazo, inviable. Su dialéctica intrínseca no lleva a la “confederalización” y luego a la secesión[109].

  ¿Qué pensaría hoy Javier Tusell Gómez?. Seguramente lo mismo de siempre: haría recaer la culpa sobre el nacionalismo español y pediría el diálogo como fórmula mágica. Lo que llevaba a la conclusión de más privilegios para Cataluña y el País Vasco. Sin duda, era un hombre muy previsible: un “centrista” puro. En su trayectoria vital, siempre existió, ya lo hemos dicho, una clara dualidad entre su voluntad política y la labor historiográfica. Finalmente, por razones obvias, ya que ningún partido político se fiaba de él, hubo de inclinarse hacia la segunda opción. Sin embargo, nunca renunció a ser consejero del Príncipe, al modo gramsciano. No obstante, nunca desapareció ese sentimiento de frustración política. Tomó el camino para el que estaba más dotado. Historiador mediano, tirando a “vulgar”; político en permanente frustración; pensador  inexistente. Este fue el hombre. Por ello, quizá su mayor virtud fue la de carecer de discípulos.

 

 



[1] Eric J. Hosbbawm y Terence Ranger, La invenzione della tradizione. Turin, 1987, pp. 3 ss. Raymond Williams, Cultura. Sociología de la comunicación y del arte. Barcelona, 1983, pp. 77 ss.  Víctor Pérez Díaz, “La emergencia de la España democrática”, en Claves de Razón Práctica nº 3, junio 1991, pp. 62 ss.

[2] “El nuevo nacionalismo español”, El País, 29-I-2001.

[3] Javier Tusell, “Una crítica del profesor Velarde”, en Revista de Historia Económica nº 1, 1988, p. 201.

[4] Javier Tusell, Los hijos de la sangre. La España de 1936 desde 1986. Madrid, 1986, p. 12.

[5] Alicia Murria, La Historia: Hablando con Javier Tusell. Madrid, 1993, p. 11.

[6] José Manuel Cuenca Toribio, “La aportación de Javier Tusell al estudio del catolicismo político”, en Juan Avilés Farré (coord..), Historia Política y Cultura. Homenaje a Javier Tusell. Volumen I. Madrid, 2009, p. 19.

[7] Alicia Murria, La Historia: Hablando con Javier Tusell. Madrid, 1993, pp. 9 y 11.

[8] Javier Tusell, La España del siglo XX. Desde Alfonso XIII a la muerte de Carrero Blanco. Barcelona, 1975, p. 10.

[9] Murria, op. cit., p. 12.

[10] Manuel Espadas Burgos, “Javier Tusell, In memoriam”, en Hispania nº 219, 2005, p. 311.

[11] Javier Tusell, “Jacques Maritain et le personnalime en Espagne”, en Bernard Hubert (dir.), Jacques Maritain en Europe: la reception de sa pensé. París, 1996, pp. 181-205.

[12] Véase Javier Muñoz Soro, Cuadernos para el Diálogo. Una historia cultural del segundo franquismo (1963-1976). Madrid, 2005, pp. 69, 319 ss.

[13] Manuel Espadas Burgos; “Javier Tusell, In Memoriam”, en Hispania nº 219, 2005, pp. 309.

[14] Alicia Murria,  La Historia: Hablando con Javier Tusell. Madrid, 1993, pp. 14-15.

[15] “No hablo de comunismo en la oposición democrática porque no era democrático”, El País, 17-II-1977.

[16] Javier Tusell, Prólogo a La oposición durante el franquismo. La Democracia Cristiana, 1939-1977. De Donato Barba. Madrid, 2001, pp. 10-11.

[17] José María Jover, Prólogo a Oligarquía y caciquismo en Andalucía (1890-1923). Barcelona, 1976, pp. 9-10.

[18] Carlos Seco Serrano, Prólogo a Las elecciones del Frente Popular. 1, de Javier Tusell. Madrid, 1971, p. V-VI.

[19] Javier Tusell, El Aznarato. El gobierno del PP, 1996-2003. Madrid, 2003, p. 51. Javier Tusell, “Entre el centro y la derecha: el PP desde la oposición al poder”, en El gobierno de Aznar. Barcelona, 2000, pp. 35-37. Prólogo a Las derechas en la España contemporánea. Barcelona/Madrid, 1997, pp. 9-13.

[20] Javier Tusell, España, una angustia nacional. Madrid, 1999, p. 12.

[21] Alicia Murria, op. cit., pp. 4, 20, 21.

[22] Javier Tusell, La España del siglo XX. Desde Alfonso XIII a la muerte de Carrero. Barcelona, 1975, pp. 11, 14-15, 17-18, 20, 379. 381, 431 ss., 463.

[23] Javier Tusell, Los hijos de la sangre. La España de 1936 desde 1986. Madrid, 1986, pp. 221 ss. La oposición democrática al franquismo. Barcelona, 1977, pp. 461. Dictadura franquista y democracia, 1939-2004. Barcelona, 2010, pp. 101 ss.

[24] Murria, op. cit.,  p. 17.  

[25] Javier Tusell, Sociología electoral de Madrid, 1903-1931. Madrid, 1969, pp. 12, 13, 210-213.

[26] Javier Tusell, Las elecciones del Frente Popular, 2. Madrid, 1971, pp. 243-249, 253, 254, 257.

[27] “Unas elecciones para olvidar”, El País, 23-II-1977.

[28] Juan José Linz, El sistema de partidos en España. Madrid, 1974, pp. 80 ss.

[29] Javier Tusell, La España del siglo XX. De Alfonso XIII a la muerte de Carrero. Barcelona, 1975, pp. 458-460.

[30] Javier Tusell, Historia de la Democracia Cristiana en España. I. Los orígenes. La CEDA. Madrid, 1974.

[31] Javier Tusell, Historia de la Democracia Cristiana en España. II. Los nacionalismos vasco y catalán. Los solitarios. Madrid, 1974, p. 302.

[32] Javier Tusell, Oligarquía y caciquismo en Andalucía (1890-1923). Barcelona, 1976. La crisis del caciquismo andaluz (1923-1931). Madrid, 1977. “El sistema caciquil andaluz comparado con otras regiones españolas”, en Revista Española de Investigaciones Sociológicas nº 2, 1978, pp. 7-19.

[33]  Alicia Murria, La Historia: Hablando con Javier Tusell. Madrid, 1993, pp. 27-28. Javier Tusell, “La venida del Guernica”, en Cuenta y Razón nº 4, 1981. Genoveva Tusell García, El Guernica recobrado. Picasso, el franquismo y la llegada de la obra a España. Madrid, 2017.

[34] El País, 12-V-1982.

[35] Javier Tusell, El Aznarato. El gobierno del PP, 1996-2003. Madrid, 2004, p. 50.

[36] Xavier Tusell, La oposición democrática al franquismo, 1939-1962. Barcelona, 1977.

[37] Véase Juan José Linz, “Opposition in and under an Authoritarian régimen. Cas of Spain”, en Robert A. Dahl, Regimes and opposition. Yale, 1973, pp. 171-270. Amando de Miguel, La herencia del franquismo. Madrid, 1976, pp. 78-79. Véase también Miguel Artola Blanco, El fin de la clase ociosa. De Romanones al extraperlo, 1900-1950. Madrid, 2015, pp. 226-272.

[38] Javier Tusell, Dictadura franquista y democracia, 1939-2004. Barcelona, 2010, p. 280.

[39] El País, 19-X-2001.

[40] Javier Tusell, La URSS y la perestroika desde España. Madrid, 1988, p. 13.

[41] Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Renzo de Felice a los veinte años de su muerte”, en Historia y Política nº 35, enero/junio 2016, pp. 371-384.

[42] Javier Tusell, Franco y los católicos. La política interior española entre 1945 y 1957. Madrid, 1984, p. 11.

[43] Ibidem, pp. 442.

[44] Ibidem, pp. 440-446.

[45] Javier Tusell, Los hijos de la sangre. La España de 1936 desde 1986. Madrid, 1986.

[46]Javier Tusell y José Calvo, Giménez Fernández. Precursor de la democracia española. Sevilla, 1990, pp. 255, 248, 256, 260.

[47] Javier Tusell, Franco en la guerra civil. Una biografía política. Barcelona, 1992, pp. 12, 17, 32, 385-389.

[48] Javier Tusell, Franco, España y la Segunda Guerra Mundial. Madrid, 1995.

[49] Javier Tusell, Prólogo a Franco y Don Juan. La oposición monárquica al franquismo de José María Toquero. Barcelona, 1989, pp. 11-18.

[50] José María Toquero, Don Juan de Borbón, el Rey Padre. Barcelona, 1992.

[51] Véase José Ignacio Escobar, Eugenio Vegas Latapié y Jorge Vigón, Escritos sobre la instauración monárquica. Madrid, 1957.

[52] Javier Tusell, Juan Carlos I. La restauración de la Monarquía. Madrid, 1995, p. 35.

[53] Ibidem, pp. 130, 156, 173.

[54] Ibidem, pp. 31-36, 374 ss, 517, 672, 670-671.

[55] “Ansón y la Monarquía”, El País, 22-XII-1995.

[56] Javier Tusell, Radiografía de un golpe de Estado. El ascenso al poder del general Primo de Rivera. Madrid, 1987, pp. 266-267, 268. Javier Tusell-Genoveva García Queipo de Llano, Alfonso XIII. El rey polémico. Madrid, 2001, pp. 653-689,  691-706.

[57] Javier Tusell, La URSS y la perestroika desde España. Madrid, 1988, pp. 318, 319, 320, 321, 337,  346.

[58] “El nuevo nacionalismo español”, El País, 29-I-2001.

[59] Véase Fernando Riaza, Teilhard de Chardin y la evolución biológica. Madrid, 1968, pp. 145 ss.

[60] Javier Tusell, Dictadura franquista y democracia, 1939-2004. Barcelona, 2010, pp. 278, 277-288, 289, 285, 291, 297, 303,  304, 315, 319. La transición a la democracia y el reinado de Juan Carlos I. Madrid, 2003.

[61] Ibidem, pp. 338-340.

[62] Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Los Guardianes de la Historia, presencia, persistencia y retorno”, en Guillermo Gortázar (dir.), Bajo el dios Augusto. Madrid, 2017.

[63] “Ortega en dos revistas”, YA, 7-IV-1984. “Derecha requetenueva”, Diario 16, 18-XI-1984.

[64] “La política de los banqueros”, YA, 1-VI-1986.

[65] “Ni Ilustración ni liberal”, El País, 12-V-1999.

[66] “Misticismo, confusión y fascismo”, El País, 11-XI-2003.

[67] “En carne viva”, El País, 1-IV-1995.

[68] “Gonzalo Fernández de la Mora, un reaccionario ilustrado”, El País, 30-IV-2002).

[69] “Bochornosa TVE”, El País, 22-II-2003.  

[70] ABC, 1-V-1993.

[71] Javier Tusell y Juan Avilés Farré, La derecha española contemporánea. Sus orígenes: el maurismo. Madrid, 1986.

[72] Javier Tusell, Antonio Maura. Una biografía política. Madrid, 1994, pp. 38, 44 ss, 48, 53, 51, 68, 72, 101, 123, 155, 168, 253, 268, 74, 278.

[73] Javier Tusell, “Entre el centro y la derecha: el PP, desde la oposición al poder”, en El gobierno de Aznar. Balance de una gestión, 1996-2000. Barcelona, 2000, pp. 9, 17, 18, 20, 22, 24-25, 26, 27.

[74] Javier Tusell, “Epílogo”, en op. cit., pp. 240, 242, 243.

[75] Javier Tusell, El Aznarato. El gobierno del Partido Popular, 1996-2003. Madrid, 2003, pp. 44, 45, 40-41, 376, 105, 97, 111, 116, 119.

[76] Ibidem, pp. 314, 330, 333, 336, 340. 348, 359.

[77] Javier Tusell, España, una angustia nacional. Madrid, 1999, pp. 10-11,  27, 53-54, 90.

[78] Ibidem, pp. 98, 101, 102, 103, 104, 105, 107, 117, 151, 171, 178, 179, 202, 218, 248, 251.  

[79] Javier Tusell, Introducción a La nacionalidad catalana de Enric Prat de la Riba. Barcelona/Madrid, 1998, pp. 9-27.

[80] “Historia, historieta y monumentos”, El País, 5-II-2004.

[81] “Gloriosa España plural”, El País, 19-I-2004.

[82] “Cataluña a la vista”, El País, 1-XI-2003.

[83] “Diálogo en Euzkadi”, El País, 27-VI-2003.

[84] “Un españolismo decrépito”, El País, 15-X-2002.

[85]Me morí el 28 de febrero de 2002”, El País, 13-II-2005.

[86] Joseph A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia. Tomo I. Barcelona, 2015, p. 84.

[87] Renzo de Felice, Rojo y Negro. Barcelona, 1996, p. 129.

[88] Juan Velarde, “Puntualizaciones sobre un golpe de Estado”, en Revista de Historia Económica nº 1, 1988, p. 196.

[89] “Socialismo, liberalismo, conservadurismo”, Veintiuno nº 33, primavera de 1997, p. 103.

[90] Chantal Mouffe, La paradoja democrática. Barcelona, 2003, p. 129.

[91]Véase Carlos Galli, El malestar de la democracia. México, 2013. Danilo Zolo, Democracia y complejidad. Un enfoque realista. Buenos Aires, 1994. Guy Hermet, El invierno de la democracia. Auge y decadencia del gobierno del pueblo. Madrid, 2008.

[92] Emilio Gentile, La mentira del pueblo soberano en la democracia. Madrid, 2018, pp. 12 y 17.

[93] Alasdair MacIntyre, Ética en los conflictos de la Modernidad. Madrid, 2017, p. 250.

[94] Leopold von Ranke, Sobre las épocas de la Historia Moderna. Madrid, 1984, p. 77.

[95] Edward Hallet Carr, La nueva sociedad. México, 1979, pp. 21 y 24.

[96] Slavoj Zizek, “Necesitamos una Margaret Thatcher de izquierdas”, en El Sur pide la palabra. El futuro de una Europa en crisis. Barcelona, 2014, pp. 183-184.

[97] Véase, por ejemplo, el lúcido libro de Julio Aróstegui, Don Juan de Borbón. Madrid, 1995.

[98] “¿Quién fue Aranguren?”, El Mundo, 26-IV-1997.

[99] El País, 13-III-1996.

[100] Gonzalo Fernández de la Mora, Río arriba. Memorias. Barcelona, 1995, pp. 230-231.

[101] Jesús Palacios, 23-F, el Rey y su secreto. Madrid, 2010.

[102] Daniel Barredo, El tabú real. La imagen de la Monarquía en crisis. Barcelona, 2013.

[103] Público, 18-II-2014.

[104] “Exaltación monárquica e Historia”, El Confidencial, 19-VI-2014.

[105] Ariel Jerez, “Transición”, en Diccionario de memoria histórica. Madrid, 2011, p. 85.

[106] Josep Fontana, Prólogo a El PCE y el PSOE en (la)  transición, de Juan Antonio Andrade Blanco. Madrid, 2012, pp. 18-19.

[107] Manuel Castells, Ruptura. La crisis de la democracia liberal. Madrid, 2017, pp. 82-115.

[108] “El fracaso de la descentralización política”, Revista de Occidente nº 416, enero 2016, pp. 5-39.

[109] Ignacio Sotelo, España a la salida de la crisis. La sociedad dual del capitalismo financiero. Barcelona, 2014, pp. 88 ss. 

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