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Personalismo y Tomismo.

 

Pedro Luis Llera.

Profesor (España).

 

Este texto parte de la lectura de la obra del profesor Juan Manuel Burgos, Antropología: una guía para la existencia. Y lo que pretendo es hacer una lectura crítica de la antropología personalista expuesta por este autor, sobre todo en lo que se refiere a tres aspectos importantes: la dignidad de la persona, la libertad y el concepto de autodeterminación, y las preguntas últimas sobre el sentido de la existencia.

Al mismo tiempo, mi intención es reivindicar la vigencia y el valor de la filosofía tomista y la necesidad de recuperar su protagonismo y su primacía en la vida de la Iglesia para terminar con la actual situación de confusión que amenaza con echar abajo la doctrina y la moral de la Iglesia Católica. Volver a la doctrina tradicional de los Padres y los Doctores de la Iglesia y combatir la filosofía moderna y la Nueva Teología me parecen tareas ineludibles e inaplazables en el actual estado de cosas.

 

1.- El peligro de las filosofías modernas

Hace unos meses, tras una conferencia impartida por uno de los filósofos más renombrados del personalismo en España, se me ocurrió preguntarle qué valor añadía el personalismo respecto al tomismo. La contestación fue bochornosa: el tomismo es del siglo XIII y el personalismo es una filosofía moderna, actual... El argumento no puede ser más peregrino y falaz, puesto que según eso, la teología de Hans Küng sería superior a la de San Agustín y la filosofía de Marx debería ser superior a la de Aristóteles o a la de Platón. Eso implica que la verdad, al parecer evoluciona con la historia y lo que hoy es verdad mañana puede no serlo. Una barbaridad.

Por este camino erróneo, hemos llegado a los llamados métodos de la nueva evangelización: como el hombre moderno no acepta las verdades de la fe a través del entendimiento, acudamos a los sentimientos, a las experiencias religiosas, al emotivismo, para que a través de esas experiencias, lleguen a la fe por intuición. Pero esas experiencias por sí solas no valen para nada, porque la fe – señala Santo Tomás de Aquino – es “un acto del entendimiento, que asiste a una verdad divina por el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios”. Si el entendimiento no es capaz de conocer la verdad divina por el imperio de la voluntad, movida por la gracia de Dios, no hay fe verdadera. La fe asume todos los dogmas y toda la verdad revelada, sin cuestionar uno solo de los artículos de fe. Y eso al margen de lo que sientas o de los que opines tú. Yo sujeto mis opiniones a las verdades enseñadas por la Iglesia, con humildad, sabiendo que lo que yo opine o deje de opinar; que lo que yo sienta o deje de sentir al respecto, no tiene valor alguno al lado de lo que la Iglesia ha predicado a lo largo de la historia a través de sus Doctores y sus Santos: ¿Voy yo a compararme con el Doctor Angélico, con San Agustín o con Santa Teresa o San Juan de la Cruz? Pues no. Yo soy un miserable y un enano mental y espiritual al lado de cualquiera de ellos. Lo primero es la fe, a la que se llega por la predicación. Así lo dice San Agustín en Las Confesiones:

Y ahora, Señor, concédeme saber qué es primero: si invocarte o alabarte; o si antes de invocarte es todavía preciso conocerte.

Pues, ¿quién te podría invocar cuando no te conoce? Si no te conoce bien podría invocar a alguien que no eres tú.

¿O será, acaso, que nadie te puede conocer si no te invoca primero? Mas por otra parte: ¿Cómo te podría invocar quien todavía no cree en ti; y cómo podría creer en ti si nadie te predica?

Como señala Alonso Gracián en su artículo (340) Entre el falso realismo y una "mística" equívoca,  “ambas corrientes ideológicas (el personalismo filosófico y político y la Nueva Teología), aun con sus aspectos buenos y positivos, han ocasionado una crisis de pensamiento sin igual en la historia de la Iglesia. Y no es que estén exentas de contenidos amables y piadosos; es que al transmitir sus conceptos generales han transmitido, también, sus fundamentos sustanciales, y sus fundamentos sustanciales son los mismos de la Modernidad. No de la modernidad temporal o cronológicamente considerada, sino de la Modernidad axiológica, de la Modernidad ética, de la Modernidad en sus principios constitutivos, que quintaesenciamos a menudo en la expresión del ilustrado y revolucionario Conde de Volney: «el hombre, ser supremo para el hombre»”.

Los errores de la filosofía moderna y de la Nueva Teología fueron denunciados contundentemente por Pío XII en la Encíclica Humani Generis (12 de agosto de 1950):

20. También hay algunos que plantean el problema de si los ángeles son personas; y si hay diferencia esencial entre la materia y el espíritu. Otros desvirtúan el concepto del carácter gratuito del orden sobrenatural, pues defienden que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llevarlos a la visión beatífica. Y, no contentos con esto, contra las definiciones del concilio de Trento, destruyen el concepto del pecado original, junto con el del pecado en general en cuanto ofensa de Dios, así como también el de la satisfacción que Cristo ha dado por nosotros. Ni faltan quienes sostienen que la doctrina de la transubstanciación, al estar fundada sobre un concepto ya anticuado de la sustancia, debe ser corregida de manera que la presencia real de Cristo en la Eucaristía quede reducida a un simbolismo, según el cual las especies consagradas no son sino señales eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión en el Cuerpo místico con los miembros fieles.

¡Cómo no recordar en este punto el texto que publicó la comisión luterano - católica con motivo de la “conmemoración conjunta de la Reforma” en 2017, bajo el título Del conflicto a la comunión! Vean cómo en 2017 se vuelve a formular lo mismo que Pío XII ya condenaba en 1950 (nada nuevo bajo el sol):

154. Tanto luteranos como católicos pueden afirmar en conjunto la presencia real de Jesucristo en la Cena del Señor: «En el sacramento de la Cena del Señor, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente total y enteramente, con su cuerpo y su sangre, bajo los signos del pan y del vino» (Eucaristía 16). Esta declaración en común afirma todos los elementos esenciales de la fe en la presencia eucarística de Jesucristo sin adoptar la terminología conceptual de «transustanciación». De esta forma, católicos y luteranos entienden que «el Señor exaltado está presente en la Cena del Señor, en el cuerpo y la sangre que él ofreció́, con su divinidad y su humanidad, mediante la palabra de promesa, en los dones del pan y del vino, en el poder del Espíritu Santo, para su recepción mediante la congregación».

Pero volvamos a la Humani Generis:

25. Considerando bien todo lo ya expuesto más arriba, fácilmente se comprenderá por qué la Iglesia exige que los futuros sacerdotes sean instruidos en las disciplinas filosóficas según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico, pues por la experiencia de muchos siglos sabemos ya bien que el método del Aquinatense se distingue por una singular excelencia, tanto para formar a los alumnos como para investigar la verdad, y que, además, su doctrina está en armonía con la divina revelación y es muy eficaz así para salvaguardar los fundamentos de la fe como para recoger útil y seguramente los frutos de un sano progreso [9].

26. Por ello es muy deplorable que hoy en día algunos desprecien una filosofía que la Iglesia ha aceptado y aprobado (se refiere a la filosofía tomista), y que imprudentemente la apelliden anticuada por su forma y racionalística (así dicen) por el progreso psicológico. Pregonan que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos sostienen, por lo contrario, que las verdades, principalmente las trascendentales, sólo pueden convenientemente expresarse mediante doctrinas dispares que se completen mutuamente, aunque en cierto modo sean opuestas entre sí. Por ello conceden que la filosofía enseñada en nuestras escuelas, con su lúcida exposición y solución de los problemas, con su exacta precisión de conceptos y con sus claras distinciones, puede ser útil como preparación al estudio de la teología escolástica, como se adaptó perfectamente a la mentalidad del Medievo; pero —afirman— no es un método filosófico que responda ya a la cultura y a las necesidades modernas. Agregan, además, que la filosofía perenne no es sino la filosofía de las esencias inmutables, mientras que la mente moderna ha de considerar la existencia de los seres singulares y la vida en su continua evolución. Y mientras desprecian esta filosofía ensalzan otras, antiguas o modernas, orientales u occidentales, de tal modo que parecen insinuar que, cualquier filosofía o doctrina opinable, añadiéndole —si fuere menester— algunas correcciones o complementos, puede conciliarse con el dogma católico. Pero ningún católico puede dudar de cuán falso sea todo eso, principalmente cuando se trata de sistemas como el Inmanentismo, el Idealismo, el Materialismo, ya sea histórico, ya dialéctico, o también el Existencialismo, tanto si defiende el ateísmo como si impugna el valor del raciocinio en el campo de la metafísica.

Por fin, achacan a la filosofía enseñada en nuestras escuelas el defecto de que, en el proceso del conocimiento, atiende sólo a la inteligencia, menospreciando el oficio de la voluntad y de los sentimientos. Lo cual no es verdad. La filosofía cristiana, en efecto, nunca ha negado la utilidad y la eficacia de las buenas disposiciones que todo espíritu tiene para conocer y abrazar los principios religiosos y morales; más aún: siempre ha enseñado que la falta de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento, bajo el influjo de las pasiones y de la mala voluntad, de tal manera se obscurezca que no pueda ya llegar a ver con rectitud. Y el Doctor común cree que el entendimiento puede en cierto modo percibir los más altos bienes correspondientes al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto que experimenta en lo íntimo una cierta efectiva connaturalidad con esos mismos bienes, ya sea natural, ya por medio de la gracia divina; y se comprende bien cómo ese conocimiento, por poco claro que sea, puede ayudar a la razón en sus investigaciones. Pero una cosa es reconocer la fuerza de la voluntad y de los sentimientos para ayudar a la razón a alcanzar un conocimiento más cierto y más seguro de las cosas morales, y otra lo que intentan estos innovadores, esto es, atribuir a la voluntad y a los sentimientos un cierto poder de intuición y afirmar que el hombre, cuando con la razón no puede ver con claridad lo que debería abrazar como verdadero, acude a la voluntad, gracias a la cual elige libremente para resolverse entre las opiniones opuestas, con lo cual de mala manera mezclan el conocimiento y el acto de la voluntad.

El subjetivismo y el emotivismo son la peste de la modernidad que amenaza con destruir hoy la verdadera doctrina de la Iglesia. El hombre moderno es un esclavo de sus sentimientos y rechaza cualquier dogma en nombre de su propia opinión y su propia conciencia. El YO es el centro: lo que yo pienso, lo que yo siento, lo que yo opino. El hombre moderno no busca la verdad, porque considera que la verdad no existe: existen distintas opiniones y a lo máximo que podemos aspirar es a alcanzar consensos. Así, será verdad aquello que la mayoría de las personas opinen que es verdad. Esta visión subjetivista, en la que priman mis sentimientos por encima del entendimiento, aplicada al problema del bien y del mal, conduce al relativismo moral y al primado de la conciencia individual sobre cualquier ley moral universal.

 

2.- La cuestión de la dignidad de la persona

La filosofía que más ha hecho por adaptar la filosofía cristiana a la modernidad ha sido el personalismo (o los personalismos, porque hay tantos personalismos casi como personalistas).

Escribe Juan Manuel Burgos [1] en su libro Antropología: una guía para la existencia: “el personalismo es una corriente filosófica que se inició fundamentalmente en la Francia de entreguerras del siglo XX y que después se extendió a otros países europeos: Italia, España, Alemania, Polonia, etc. También confluyen en este marco, mezclándose, influyéndose y a veces confundiéndose otras corrientes como la fenomenología, los filósofos del diálogo, etc”.

El personalismo se caracteriza ante todo por ser una filosofía realista y se encuadra, por tanto, dentro de lo que se suele denominar filosofía clásica, cuyos representantes eminentes son Platón, Aristóteles, san Agustín, santo Tomás, etc. Pero dentro de este amplio marco desarrolla unos elementos novedosos que la definen y la distinguen. Ante todo, y fundamentalmente, se estructura radicalmente en torno a la noción de persona que es la clave de su arquitectura conceptual y, sobre esa base, desarrolla una serie de temas y perspectivas de manera original: la necesidad de elaborar categorías filosóficas específicas para tratar a la persona; la importancia radical tanto de la afectividad como de la relación que se traduce en la importancia que se concede a las relaciones interpersonales; la primacía de los valores morales y religiosos frente a un posible intelectualismo; la insistencia en el aspecto corporal y sexual de la persona que, a su vez, depende de una tematización explícita del hecho de que existen dos tipos o modos de ser persona: hombre y mujer; la importancia que se atribuye a la dimensión  social de la persona y a la acción como manifestación  y realización del sujeto, etc.”.

“La persona es el ser digno por excelencia por encima del cosmos, la materia, las plantas y los animales. [...] “Solo la persona humana es digna en sentido radical”. Y señala el profesor Burgos cómo se desarrolla este concepto de dignidad de la persona. Resumo:

·         La dignidad de la persona es una perfección intrínseca o constitutiva, es decir, depende de la existencia y características  esenciales de su ser, no de la posesión o capacidad de ejercitar determinadas cualidades. Toda persona es digna por el mero hecho de ser persona, aunque carezca o posea de modo deficitario alguna de las características específicas de lo humano.

·         La dignidad de la persona hace que se una valor en sí misma y no pueda ser instrumentalizada. Como se sabe, señala Burgos, la primera formulación explícita de esta idea se deba a Kant. “El ser humano existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para uso caprichoso de esta o aquella voluntad, sino que debe ser considerado siempre al mismo tiempo como fin en todas las acciones, tanto las dirigidas hacia sí mismo como hacia otro ser racional. Los seres racionales se denominan personas, porque la naturaleza ya las señala como fines en sí mismos, es decir, como algo que no puede ser usado como medio".

·         El valor de la persona es absoluto: es superior a cualquier otro valor que podamos encontrar en nuestro entorno. No se puede atentar contra la dignidad de la persona.. Por el contrario, la actitud adecuada en relación a ella es la de respeto, reconocimiento y promoción.

·         La dignidad de la persona es el fundamento de los derechos humanos. El valor absoluto y la dignidad intrínseca de la persona se traducen a nivel jurídico-social en la existencia de los derechos humanos o derechos fundamentales que la persona posee por el hecho de ser persona.

·         La dignidad de la persona hace que cada hombre y cada mujer sea irrepetible e insustituible.

·         La afirmación de la dignidad de la persona está históricamente ligada al cristianismo.

Todo esto suena muy bien. Todos estamos acostumbrados a escuchar y a leer estas proposiciones personalistas tan del gusto moderno. Pero, como muy bien señalaba Alonso Gracián, aunque estas nuevas filosofías modernas tienen aspectos positivos y piadosos, en realidad están en la raíz de la crisis espantosa que estamos sufriendo en la Iglesia hoy en día.

 

Dignidad Ontológica y Dignidad Moral. Pecado y Gracia.

Alonso Gracián señala los peligros de la filosofía moderna cuando confunde la dignidad ontológica y la dignidad moral. En (284) Concepto confuso de dignidad humana señala:

El concepto de dignidad humana, como el de persona, ha sufrido un desenfoque considerable por obra de algunos personalismos contemporáneos.

En general, podemos decir que las escuelas personalistas, en mayor o menor grado, confunden la dignidad ontológica del ser humano con su dignidad moral, y la dignidad moral con la dignidad sobrenatural. Parecen rechazar, en clave pelagiana o semipelagiana, y contra la tradición y la doctrina de la Iglesia, que esta dignidad divina pueda perderse.

Malinterpretar el concepto de dignidad humana puede tener graves consecuencias doctrinales. Entre otras, la deformación de nociones clave de la moral cristiana, como son los conceptos de castigo, pena, delito, pecado, bien común, expiación, etc., que quedarían seriamente afectadas en su significado teológico y en sus implicaciones jurídicas y antropológicas.

La dignidad de la naturaleza humana es una cosa, conforme enseña la Tradición: «Despierta, oh hombre y reconoce la dignidad de tu naturaleza: recuerda que has sido creado a imagen de Dios» (San León Magno, Sermón 27).

Pero la dignidad moral es otra, conforme enseña la Tradición: «el hombre al pecar, se separa del orden de la razón y por ello decae en su dignidad humana…húndese en cierta forma en la esclavitud de las bestias» (Santo Tomás de Aquino, II-II, q.64, a. 2)

El equívoco personalista consiste en creer que ambas son la misma, y que el ser humano conserva siempre intacta la dignidad moral. Sin embargo, ésta se reduce al cometer el mal.

Y en otro de sus artículos, (286) Más sobre la dignidad ontológica y la dignidad moral, Alonso Gracián insiste en la distinción entre dignidad ontológica y dignidad moral:

El ser humano tiene una dignidad ontológica. La tradición hispánica, concretamente Fray Luis de Granada, la define así: «La dignidad del hombre, en cuanto hombre, consiste en dos cosas, razón y libre albedrío» (Guía de Pecadores, lib. I, c. 18).

También hemos visto que mediante el buen uso de la razón y del libre albedrío el ser humano orienta su dignidad ontológica a su fin último (Dios), perfeccionándose. Y que en este perfeccionamiento consiste su dignidad moral, por así decir: la ordenación racional y libre de la dignidad ontológica a su fin último, que es Dios.

Pero cuando abusa de su razón y de su libre albedrío,  la persona se imperfecciona y se vuelve moralmente indigna: de vivir dignamente (hacia su fin último) pasa a vivir indignamente (contra su fin último). Crea, de esta manera, un grave desorden en sí mismo y en la sociedad en que vive, un desorden que debe corregirse con una pena proporcionada.

Todos los seres humanos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios; y por ello, tenemos una dignidad ontológica. Así lo expresa el Catecismo:

357 Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.

Pero la dignidad del ser humano está decaída por el pecado original:

1707 “El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia”(GS 13, 1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error.

 

El Catecismo nos habla de las consecuencias del pecado original.

400 La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida "a la servidumbre de la corrupción" (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre "volverá al polvo del que fue formado" (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).

405 Aunque propio de cada uno (cf. ibíd., DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia").

Ahora bien, a renglón seguido, el Catecismo introduce la doctrina de la gracia:

El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.

407 La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña "la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo" (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres. 

Es Cristo, Redentor y Salvador, quien restaura nuestra dignidad moral, por el agua del bautismo y el Espíritu:

1708 Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado.

1709 “El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.

El P. Antonio Royo Marín señala [1] que “por un solo pecado, los ángeles rebeldes se convirtieron en horribles demonios para toda la eternidad; arrojó del paraíso a nuestros primeros padres y sumergió a la humanidad en un mar de lágrimas, enfermedades, desolaciones y muertes; mantendrá por toda la eternidad el fuego del infierno en castigo por los culpables a quienes la muerte sorprendió en pecado mortal; Jesucristo hubo de sufrir los terribles tormentos de su pasión”. El pecado encierra una malicia en cierto modo infinita. El pecado mortal  produce instantáneamente estos efectos desastrosos:

1.      Pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. Supresión del influjo vital de Cristo, como el sarmiento separado de la vid.

2.      Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma.

3.      Pérdida de todos los méritos adquiridos en la vida pasada.

4.      Feísima mancha en el alma, que la deja tenebrosa.

5.      Esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimientos de conciencia.

6.      Reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia.

Como escribe Royo Marín, "son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá".

Por el pecado mortal, nuestra dignidad moral decae y nos convertimos en esclavos de Satanás. Esta realidad la olvida el personalismo y es origen de graves errores. Sin tener claro los conceptos de pecado y de gracia es difícil orientarse existencialmente y encontrarle un sentido a la vida. Lo verdaderamente importante es que seamos santos, que vivamos en gracia de Dios. Esa es la verdadera dignidad de los hijos de Dios. La vida es un combate espiritual en la que debemos luchar contra el pecado con el auxilio de la gracia de Dios, que recibimos a través de los sacramentos. La felicidad es Cristo. La Verdad es Cristo. Cristo es el único camino para encontrar un sentido a la existencia. Sin Él no podemos hacer nada, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos”.

Pero si seguimos confundiendo la dignidad ontológica con la dignidad moral, no es de extrañar que se difunda la especie (herética) de que todos los hombres se salvan, de que no hay infierno. Como toda persona es digna, todos van al cielo de cabeza. Y como la conciencia subjetiva prima sobre la Ley Moral Universal, como no hay ya mandamientos que cumplir, ¿para qué confesarse? ¿Por qué no se va a poder comulgar en pecado mortal (si el pecado mortal no existe ya)? ¿Por qué no vamos a poder cambiar la moral de la Iglesia al gusto del mundo?. Recientemente, el Cardenal Marx anunció públicamente que, mediante un “camino sinodal”, los obispos alemanes plantean la idea de ordenar los llamados viri probati, así como aceptar la anticoncepción, las relaciones sexuales antes del matrimonio, las relaciones homosexuales y la ideología de género. A esto conduce el subjetivismo y el emotivismo.

Conviene leer con atención al Cardenal Sarah cuando afirma que “ciertos hombres de Dios se han convertido en agentes del Maligno”. Y añade:

“Como decía san Pablo VI, el humo de Satanás nos invade. La Iglesia, que debería ser un lugar de luz, se ha convertido en una madriguera de tinieblas”.

“La crisis que vive el clero, la Iglesia y el mundo es radicalmente una crisis espiritual, una crisis de la fe. Vivimos el misterio de la iniquidad, el misterio de la traición, el misterio de Judas”.

“La doctrina católica es puesta en duda. En nombre de posturas llamadas intelectuales, los teólogos se divierten deconstruyendo los dogmas, vaciando la moral de su sentido profundo. El relativismo es la máscara de Judas disfrazada de intelectual”.

 

3.- Libertad y autodeterminación

El profesor Juan Manuel Burgos, en la obra citada anteriormente, se pregunta qué significa exactamente ser libre.

“Libertad sugiere independencia, apertura, autonomía, capacidad de elección, poder, querer, amor, voluntad. Soy libre cuando elijo y cuando puedo elegir; soy libre porque mi voluntad lo es; por ser libre puedo amar y por ser libre soy responsable. Libertad es también apertura ante lo nuevo y falta de constricción: no estar ligado por vínculos ni por cadenas materiales, por supuesto, pero tampoco espirituales”.

¿No recuerda esto un poco al “non serviam”?

Y aparece el concepto de “autodeterminación”. Burgos, citando a Karol Wojtila, señala que “la libertad es sobre todo y fundamentalmente, autodeterminación de la persona a través de sus acciones. La libertad es la capacidad que tiene la persona de disponer de sí misma y de decidir su destino a través de sus acciones. Este es el núcleo de la libertad, su estructura esencial”.

Y continúa el doctor Burgos:

“Para comprender la autodeterminación resulta necesario partir de una serie de conceptos previos: el primero es el de autoposesión. Autoposesión significa que la persona es dueña de sí, independiente y autónoma, y no está radicalmente a disposición de otro, sino de sí misma”.

“La persona es libre porque depende de sí misma y depende de sí misma porque se autoposee”.

Ahora bien: “la capacidad de autodeterminación es limitada. El hombre no puede rehacerse completamente a su voluntad porque la naturaleza humana no es modificable: no puedo volar, no puedo vivir doscientos años, no puedo dejar de ser hombre”. “En definitiva – concluye Burgos – mi libertad es autodeterminación posibilitada por mi estructura personal (corpórea, psíquica y espiritual) y, al mismo tiempo, limitada por ella”.

Sobre las limitaciones que impone a la autodeterminación la estructura personal, tendrían mucho que decir los abanderados de la Ideología de Género. Hoy en día, el derecho a la autodeterminación no conoce ni respeta límite alguno. En la actualidad, el hombre se autoposee hasta tal punto que ha decidido incluso autodeterminar su género: yo puedo ser mujer (aunque biológicamente sea un hombre) si yo me siento mujer y decido ser mujer. Los sentimientos y la voluntad han desplazado hasta tal punto al entendimiento y a la razón que cada uno puede determinarse a sí mismo como le dé la gana. Incluso hay casos de transespecies que deciden ser gatos o lagartos porque se sienten así. Sólo tienen que buscar en YouTube: hay de todo. Definitivamente, el hombre es el ser supremo para el hombre.

“La autodeterminación es posible porque existe la libertad de elección. Por ejemplo, dice Burgos, “al elegir una profesión, opto entre el conjunto de trabajos posibles, pero, simultáneamente, estoy disponiendo de mí mismo en relación al futuro y estableciendo lo que voy a ser: profesor, ingeniero o dibujante”.

“Yo no dependo necesariamente de ningún objeto porque dependo fundamentalmente de mí. Al poseerme a mí mismo, no soy poseído por nada, no dependo radicalmente de nada, soy independiente y, por eso, puedo elegir aquello que yo decido”.

El lobby gay estará absolutamente de acuerdo con estas afirmaciones. Es liberalismo de primer grado en estado puro.

Sobre el problema del bien y los valores, escribe el doctor Burgos:

“El bien, desde la perspectiva clásica, es lo que conviene a los entes. Cumple así una función esencial en la ética: mostrar que existe un orden objetivo al que la persona se tiene que adaptar para poder perfeccionarse y actuar correctamente. Si la persona sigue ese orden hace el bien y, en caso contrario, obra mal. Esta perspectiva es perfectamente correcta (menos mal...) pero, en ocasiones, (y aquí viene la crítica de Burgos), se ha extremado su carácter objetivo y universal (se refiere a la Ley Moral Universal, a la Ley Natural, a los Mandamientos de la Ley de Dios) dando lugar a una serie de problemas. Ante todo, se deja poco espacio explícito a la libertad ya que da la impresión de que ese orden objetivo es el mismo para todos o, en otras palabras, que existe un bien que perfecciona a la persona independientemente de quien sea esa persona concreta y su proyecto vital. Pero ese planteamiento es inadecuado. En multitud de ocasiones, y no solo irrelevantes, no hay un bien objetivo que la persona tenga que conocer y descubrir, sino que es ella misma, a través de su libertad, la que lo determina”.

El bien es relativo. Lo que es bueno para unos puede ser malo para otros. He aquí el relativismo moral en todo su esplendor. Es la primacía de la conciencia subjetiva sobre la ley moral universal:

“El bien puede aparecer como algo que se impone desde fuera, como un orden que el sujeto tiene que aceptar y asimilar, le guste o no, pero que no surge de su interior ni le involucra vital y afectivamente”.

En consecuencia, soy yo quien debe decidir lo que está bien o mal: no por aceptación de esa ley objetiva impuesta desde fuera, sino porque vital y afectivamente, yo llego a la conclusión de que algo es bueno o malo. Pongamos un ejemplo: yo no tengo por qué aceptar que el adulterio esté mal porque haya un mandamiento de la Ley de Dios que lo considera pecado, porque eso no me involucra vital y afectivamente. Y puede que ese mandamiento que condena el adulterio no me guste. Por lo tanto, no tengo por qué aceptar esa ley que se me impone desde fuera, salvo que “desde mi interior” surja ese mandamiento vital y afectivamente. Esto es totalmente objetable. Y contrario a la doctrina de la Iglesia, por supuesto.

Frente a la ley moral de carácter objetivo y universal, el personalismo propone la noción de “valores”: “el valor se puede definir como un bien específico en cuanto asumido por una persona determinada en su universo vital y afectivo”. Estas sería las notas características de los “valores”, según explica don Juan Manuel Burgos:

a) Los valores son bienes específicos que tienen una relación directa con la vida de las personas: la familia, la educación, la seguridad, el amor, la belleza, la ecología, etc.
b) Están asumidos por la persona que considera que le benefician y constituyen algo valioso para su existencia.
c) Implican a la afectividad: se sienten como propios y su pérdida o consecución afectan al universo vital del sujeto.
d) Son criterios de acción. Nos movemos y esforzamos para conseguir valores que consideramos relevantes en nuestra vida.
e) Varían de persona a persona. No todos tenemos los mismos gustos ni deseamos las mismas cosas ni tenemos la misma cultura. Cada persona se construye el universo de sus valores teniendo en cuenta muchos parámetros: la educación recibida, lo que está vigente en la sociedad, las experiencias personales y la huella que han dejado en nosotros, etc.

Y continúa Burgos:

“Los valores, así descritos, responden a los problemas que planteaban una visión excesivamente objetivista del bien: están abiertos a la libertad e implican personalmente al sujeto. Pero ahora, volviendo el calcetín al revés, podríamos plantearnos si esta descripción no presenta a su vez una serie de problemas y, en concreto, si no deja demasiado espacio al subjetivismo y al relativismo. Al fin y al cabo, si cada persona se construye su conjunto de valores, ¿no puede incluir los que desee basándose únicamente en sus preferencias? En la medida en que hemos definido el valor como un bien, esto no es posible; los valores son realidades (objetos, situaciones, personas, etc.) éticamente correctas. Lo que sí es posible es que por deformación o por interés se generalicen actitudes o costumbres a las que se les llama valores y que, en realidad, son contravalores: la libertad entendida como un valor absoluto, la sexualidad considerada como un mero instrumento de placer, etc. En estos casos es cuando la noción de bien muestra toda su utilidad puesto que recuerda que la persona tiene una naturaleza específica no manipulable que le impone unas líneas generales de actuación ética que no están completamente al arbitrio de su voluntad. Bien y valor, por tanto, son dos nociones que se complementan ya que ponen de relieve aspectos diversos de los motivos que impulsan al hombre en su búsqueda de la felicidad”.

Parece querer llegar el profesor Burgos a una solución de consenso entre el bien entendido como Ley Natural inscrita en la naturaleza del hombre y los valores subjetivos construidos por el individuo libremente en su universo vital y afectivo. Me parece la cuadratura del círculo que no contentará ni a quienes afirman la validez de una Ley Moral Universal ni a quienes predican el subjetivismo radical. Lo que parece que pretende insinuar Burgos es que la persona debe construir sus valores, pero sabiendo de antemano que hay cosas que están bien y cosas que están mal (que consideraría como contravalores). Pero eso implicaría de antemano aceptar que hay un bien y un mal determinados objetivamente desde fuera del propio sujeto y que no quedan al albur de su libertad ni de sus sentimientos. O sea que cada persona debería llegar, vital y afectivamente, a descubrir la ley natural desde su propia experiencia y no porque nadie se lo imponga desde fuera. Me parece lo mismo que decir que uno tiene que llegar por sí mismo a descubrir las leyes de la termodinámica para poder aceptarlas.

Burgos dedica un apartado de su manual a la “autorrealización ética”:

Dentro del despliegue existencial de la libertad hay una parte especialmente importante que es la dimensión moral. El hombre, al actuar, se plantea el dilema de la elección entre el bien y el mal, y esa decisión, por el carácter autorreferencial de la libertad, recae sobre el sujeto. Al elegir el bien o el mal, no solo actúa bien o mal, sino que el hombre se hace bueno o malo, modifica su ser moral mediante el ejercicio de la libertad.

Ante todo modifica su ser a través de acciones concretas. Si elijo robar sabiendo que no debo hacerlo, actúo contra mi conciencia y, por lo tanto, hago el mal. Pero el mal no queda fuera de mí como si fuera meramente externo, sino que entra a formar parte de mí, haciéndome, de algún modo, malo. Lógicamente, no me hago malo de modo absoluto; puedo anular esa decisión, devolver lo robado, pedir perdón y, entonces, la libertad actúa en mí de modo contrario, deshaciendo la deformación que había forjado en mí mismo.

Fíjense que no hay ni rastro del concepto de pecado original ni de pecado en general. Tampoco hay referencia a la gracia. No es Cristo quien me salva y me redime del mal: soy yo mismo con mi libertad.

Pero ¿qué sucede cuando tomo muchas decisiones en una misma dirección? Lo que ocurre es que me autodetermino de manera estable para actuar en un determinado sentido, bueno o malo, es decir, desarrollo lo que clásicamente se denomina virtudes (hábitos operativos buenos) o vicios (hábitos operativos malos).

Y concluye Burgos:

Teóricamente siempre tengo la posibilidad de rebelarme, pero en la práctica cada vez será más difícil porque la permanencia en el lado oscuro me debilita y me esclaviza.

Efectivamente, de esa esclavitud del mal - del pecado - no podré salir nunca sin la ayuda de Aquel que quita el pecado del mundo: de Cristo, nuestro Salvador y Redentor. Pero, como ven, estas tesis no cuentan con la acción de la gracia de Dios para nada. Nosotros somos buenos o malos por nuestras acciones y ello depende de nuestra libertad. Es pelagianismo en estado puro. Una vez más, comprobamos que, sin una noción clara del pecado original y de la necesidad de la gracia, perdemos el rumbo y condenamos al hombre a la frustración, porque creer que uno solo, individualmente, se puede autodeterminar y ser bueno, con sus solas fuerzas, es de una ingenuidad pavorosa. Yo, por mucho que lo intente, no puedo ser bueno con mis propias fuerzas. No se puede ser santo sin la gracia de Dios.

Esta concepción personalista del hombre, que valora sobre todo su libertad individual, viene a identificarse con el subjetivismo individualista moderno, que sirve de base a la concepción política del liberalismo. Y este concepto de libertad, entendida como autodeterminación, es el que condena la Encíclica Libertas de León XIII:

11 Son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: “No serviré”, entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.

12 [...] según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada.

[...] Esta doctrina es en extremo perniciosa, tanto para los particulares como para los Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones.

Y concluye León XIII con unas palabras que a buen seguro escandalizarán a cualquier personalista y a cualquier liberal que se precie (personalismo filosófico y liberalismo político vienen a ser dos caras de la misma moneda):

30. De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque si el hombre hubiera recibido realmente estos derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna. Síguese, además, que estas libertades, si existen causas justas, pueden ser toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no degeneren en un insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este caso, nunca.

Y me dirán: es que León XIII es muy antiguo y preconciliar. Después del Concilio Vaticano II, eso ya no vale. Pues veamos qué escribe San Juan Pablo II en la Veritatis Splendor:

4. Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la humanidad, representa una continua profundización del conocimiento moral.

Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la doctrina tradicional sobre la ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus preceptos; se consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia; se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.

Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas —difundidas incluso en seminarios y facultades teológicas— sobre cuestiones de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios, que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son capaces verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de la sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al prójimo, sin respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se debieran decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales.

En el artículo (245) Libertad negativa, esencia de la modernidad, David González Cea, “Alonso Gracián”, nos advierte contra el principio de autodeterminación o libertad negativa:

Es en base a este sentido de la totalidad, en el servicio pleno a su Rey, que el buen hidalgo de Cristo concibe su libertad como elección teleológica del bien. Esto es, como una opción coherente con su fin último, que es su Señor. No pasa por su cabeza autodeterminarse, ni autodefinirse, ni autoengrandecerse haciendo su voluntad al margen de la de su Señor. La libertad del cristiano no es fin en sí misma, sino destello y fulgor de la realeza de su Rey, reconocimiento de su soberanía, y plenitud, anticipada, del fin último.

Cabe preguntarse si el modelo de libertad que propone el pensamiento moderno está en consonancia con este principio de subordinación, por el cual el cristiano, coherentemente, comprende que es causa segunda y no primera. Cabe preguntarse si el modelo de cristianismo que propone la modernidad al católico, está en consonancia con él. Si congenia con su sentido de la totalidad, si suena consonante con el concepto natural y sobrenatural de libertad.

Hacer del pensamiento propio el fundamento del ser es lo mismo que pretender autodeterminarse. ¿Sabe el catolicismo común de hoy día que este concepto negativo de libertad es el constitutivo esencial del pensamiento moderno?

Parece que en el desarrollo del pensamiento católico de esta época, y concretamente de los últimos cincuenta años, el mundo de los valores ha eclipsado el mundo de lo real. Y que este eclipse se ha producido de la mano del principio de autodeterminación.

No debe sucumbir a la tentación de creer divisible la modernidad. No debe sucumbir a la tentación de querer aprovechar para sí este concepto de libertad negativa, este paradigma situacionista de la autodefinición; este absolutismo de la propia axiología, este querer tomarse para sí las cosas que no provienen de lo alto, sino del propio movimiento autocéntrico, contra el orden creado y la realeza de su Señor.

La esencia de la modernidad es el subjetivismo. Y tratar de casar ese subjetivismo con el catolicismo no parece sensato ni razonable ni posible. O aceptamos la realeza de Cristo y aceptamos con obediencia la fe y la moral de la Iglesia o no seremos verdaderos discípulos del Señor. El principio de autodeterminación personalista hace que el orden moral, natural y sobrenatural, se subordine al querer subjetivo. Pretende la preponderancia de la persona creada sobre su Creador. Es puro antropocentrismo. Por ese camino podríamos perfectamente acabar inventando una religión a la carta, seleccionando lo que acepto afectivamente y rechazando aquello que mi propia situación vital y afectiva no me permite aceptar. El católico no tiene como centro a la persona, sino a Cristo. Poner al hombre en el lugar de Dios es pecado de idolatría que atenta contra el Primer Mandamiento de la Ley de Dios. El antropocentrismo subjetivista de la modernidad es una forma de apostasía. Es el “non serviam”. Es el “seréis como Dios” de la serpiente del paraíso que tienta a Eva. Y de ahí solo pueden venir males. La crisis espantosa que estamos padeciendo en la Iglesia actual viene, en buena medida, de ahí.

 

4.- Existencialismo y Religión

El Personalismo – como hemos venido viendo – es una suerte de filosofía antropocéntrica, que trata de casar el pensamiento cristiano con la filosofía moderna, de raíz kantiana, como el propio Juan Manuel Burgos reconoce. Pero hacer la cuadratura del círculo es un ejercicio imposible. Y cuando el personalismo se plantea las preguntas sobre el sentido de la vida, la muerte, la felicidad o el sufrimiento, se queda mudo. Porque el personalismo, en su pretensión científica y experimental, que parte de la reflexión sobre el hombre y su vida, prescinde de la verdad revelada, prescinde de los conceptos de “pecado” o de “gracia”, como acabamos de ver. Y por ello acaba en un callejón sin salida. Solo podemos intuir. Pero no saber. “¿Cuál es realmente el sentido último de la vida del hombre? ¿Qué sucede al morir: desaparecemos o permanecemos? ¿Adónde va la persona que muere? ¿Existe un más allá? ¿Qué lugar ocupa Dios en la vida del hombre?” A todas estas preguntas trata de responder el personalismo sin conseguirlo.

Ante el problema del dolor, Burgos señala que la reflexión filosófica “quizá puede dar razón de algún dolor en particular, pero de los grandes dramas que asolan a individuos y a pueblos resulta muy difícil, por no decir imposible, encontrar justificación racional”.

Ante el problema de la felicidad: “lo que buscamos de modo definitivo es la felicidad. Y es última también por su dificultad de alcanzarla – el dolor siempre acecha – y por la dificultad de determinar exactamente en qué consiste o dónde está”.

La pregunta esencial: ¿por qué y para qué vivimos? ¿Cuál es el sentido de nuestra existencia? [...] ¿Qué busco yo con mi vida, con toda mi vida? ¿Tiene sentido y en qué medida?”  El profesor Burgos señala que “puesto que poseemos un núcleo espiritual no corruptible, podemos intuir que Alguien ha debido crearnos tal como somos. Pero, ¿hasta qué punto podemos estar seguros de ello? Y ¿quién o cómo es ese Alguien?

La pregunta sobre Dios es respondida acudiendo a argumentos estadísticos. Veámoslo:

“¿Existe Dios? En realidad, y aunque, por el medio cultural que nos rodea, estemos inclinados a pensar lo contrario, la respuesta a esa cuestión es poco problemática. La abrumadora mayoría de los hombres a lo largo de todas las épocas – incluyendo a muchas de las inteligencias más eminentes – la ha contestado de manera afirmativa. Lo mismo sucede en la nuestra, aunque con algunos rasgos peculiares debido a la existencia de un importante proceso de secularización. Pero a pesar de ello, el porcentaje de personas que se declaran ateas sigue siendo bajo porque hay tantas cosas en el mundo – comenzando por el mismo hombre – que no se explican ni se justifican por sí mismas, que la existencia de un ser superior que dé cuenta de ellas se impone con rotundidad a la inteligencia”.

El caso es que no sabemos si Dios existe ni cómo es Dios. “Todos esos interrogantes plantean temas que se colocan en el límite o más bien, fuera del campo de posibilidades de respuesta de la inteligencia humana generando un poderoso sentimiento de incertidumbre, indigencia y fragilidad”. Y cita Burgos un dicho de la Edad Media que sintetiza esa dificultad:

“Vengo, mas no sé de dónde.  

Soy, mas no sé quién.  

Moriré, mas no sé cuándo. 

Camino, mas no sé hacia dónde. 

Me extraña que esté contento”

Y añade:

“La datación medieval de este dicho nos informa, además, sobre otra cuestión: la escasa influencia que tiene el tiempo en la capacidad humana de respuesta a estos problemas. Mientras en otros ámbitos, como los tecnológicos y prácticos, los avances son increíbles y espectaculares, en el terreno de las preguntas esenciales nos encontramos prácticamente en el mismo lugar que nuestros predecesores. Los enigmas son los mismos y la dificultad para responderlos, muy similar.”

Esta afirmación, obviamente, me devuelve al comienzo de este artículo. Dice Burgos:

Nos encontramos así con una situación muy peculiar y paradójica. La persona sabe que existen una serie de asuntos claves para orientar su vida y, sin embargo, es incapaz de resolverlos. Y esto no solo de manera coyuntural, sino, por decirlo así, estructural, es decir, no se trata de que yo, ahora, en este momento, no sepa responderlas, sino que, probablemente, ningún hombre será capaz de responderlas nunca.

Y ante este callejón sin salida, Burgos presenta cuatro posibilidades:

1.- El materialismo cientifista: el hombre es solo materia, un pura realidad biológica.

2.- El Carpe Diem: la salida hedonista. Lo sensato y razonable es disfrutar (aunque la realidad del dolor y de la muerte acaba más pronto que tarde con la fiesta vitalista).

3.- Heidegger: el hombre es un ser para la muerte. Con la muerte acaba todo, el hombre y sus problemas y su angustia existencial. (No se diferencia mucho de la opción 1, dicho sea de paso...).

4.- La cuarta postura posible, según Burgos, “es la que han adoptado la inmensa mayoría de los hombres y de las culturas: la religiosa”.

Acabáramos: por estadística, una vez más, lo sensato es apostar por las religiones como la mejor alternativa para orientar la existencia y encontrar respuestas a las preguntas clave sobre el sentido de la vida. Y después de explicar el concepto de religión, Burgos se plantea un problema (otro): “¿Cuál, de todas las religiones que existen, es la que responde realmente a la verdad de las cosas, a lo que Dios y el hombre son?

Señala Burgos que “el ateísmo y el agnosticismo son posturas posibles pues las cuestiones últimas no están al alcance directo de nuestra inteligencia. Pero al mismo tiempo hay que añadir que son posturas minoritarias y débiles”. Vuelve de nuevo a la cuestión de las mayorías y las minorías para justificar sus tesis, como si la verdad fuera una cuestión estadística: “las manifestaciones de la existencia de un Ser Superior son se han considerado abrumadoras por la mayoría de la humanidad incluyendo en ella a los filósofos y pensadores (¡tiene que acabar acudiendo al argumento de autoridad!). Por eso la actitud antropológica adecuada es la búsqueda de la verdadera religión, que debe consistir necesariamente un objeto central en la vida de cada persona y al que no se debe renunciar más que cuando los esfuerzos que se hayan empeñado no den manifiestamente ningún fruto.

Además – concluye Burgos – la dificultad que supone la multiplicidad de religiones tampoco debe desorbitarse. En la práctica, cada persona tiene frente a sí un número muy limitado de religiones que son las que debe valorar y a las que tiene que dar o no su asentimiento. El error es, ciertamente, posible, pero eso ocurre también en otros ámbitos de la vida, como la moral. También el hombre se enfrenta a diversas opciones morales ante las que tiene que tomar una decisión”.

El rey está desnudo. La antropología personalista acaba reconociendo que para responder a las preguntas por el sentido de la vida hay que acudir a las religiones y que cada uno debe buscar la que le parezca verdadera. Pero su pretensión científica y experimental no le permite al filósofo decantarse por ninguna de ellas. Que cada uno busque: tampoco hay tantas...

Y esta filosofía existencialista, que no da respuesta a las preguntas por el origen ni por el fin del ser humano; ni responde al dolor o el anhelo de felicidad; ni a si hay algo o no hay nada después de la muerte; ni a si hay Dios o no hay nada; ni a si existe una religión verdadera... ¿Qué me aporta? Yo me quedo con la filosofía tomista; o lo que es lo mismo, con la doctrina cristiana.

 

5.- Reivindicación de la sana doctrina 

El principio y el fin de toda la creación es la gloria de Dios. Y el sentido de la vida, nuestro fin último, es la santificación. Dios es el Alfa y Omega, el Principio y el Fin. El cristiano tiene que tener como objetivo la gloria de Dios.

Después de la glorificación de Dios, la vida cristiana tiene por finalidad la santificación de nuestra propia alma. Por el bautismo recibimos la “semilla de Dios”: la gracia santificante, que está llamada a desarrollarse plenamente; y esa plenitud es la santidad. No hay otro concepto de felicidad para el cristiano que el de santidad. El cristiano tiene que convertirse en otro Cristo, por pura gracia.

Nosotros sabemos de dónde venimos y a dónde vamos. La vida en este mundo es una peregrinación hacia el cielo, donde podremos disfrutar, por la gracia de Dios, de la contemplación beatífica, que es la perfecta felicidad: la única verdadera. Por eso, Santo Teresa puede escribir:

Vivo sin vivir en mí

y tan alta vida espero

que muero porque no muero.

La filosofía cristiana por excelencia es la de Santo Tomás de Aquino. Así lo dice Pío XI en Studiorum Ducem en 1923:

3. Autoridad de su doctrina en la Iglesia. Las palabras de los Papas. Después de estas breves indicaciones respecto a las grandes virtudes de TOMÁS, será más fácil comprender la excelencia de su doctrina, que tiene en la Iglesia una autoridad y valor admirables. Nuestros predecesores la exaltaron siempre con unánimes alabanzas.

ALEJANDRO IV no dudó escribirle: “Al ornado hijo Tomás de Aquino, hombre excelente por nobleza de nacimiento y honestidad de costumbres, que por gracia de Dios adquirió un verdadero tesoro de ciencia y doctrino”. Y después de su muerte, JUAN XXII pareció querer canonizar a un mismo tiempo sus virtudes y su doctrina, al pronunciar, hablando a los Cardenales en Consistorio, aquella memorable sentencia “Iluminó la Iglesia de Dios más que ningún otro doctor: y saca más provecho el que estudia un año solamente en sus libros que el que sigue en todo el curso de su vida las enseñanzas de los otros”. La fama, por tanto, de su inteligencia y sobrehumana sabiduría hizo que SAN PÍO V lo inscribiese en el número de los doctores y le confirmase el título de DOCTOR ANGÉLICO. Por lo demás, ¿qué hecho demuestra más claramente la estima en que la Iglesia ha tenido siempre a tan gran doctor, que el haber sido puestos sobre el altar por los padres tridentinos sólo dos volúmenes, la Escritura .y la Suma Teológica, para inspirarse ellos en sus deliberaciones? Y para no traer aquí la serie de los innumerables documentos de la Sede Apostólica acerca de este asunto, está siempre vivo en Nos el feliz recuerdo del reflorecimiento de las doctrinas del Sol de AQUINO por la autoridad y la solicitud de LEÓN XIII; y este mérito de tan ilustre predecesor Nuestro es tal, como dijimos en otra ocasión, que bastaría por sí sólo para darle gloria inmortal, aun cuando no hubiese hecho o establecido otras sapientísimas cosas.

Siguió sus huellas Pío X, de santa memoria, especialmente en el Motu proprio “Doctoris Angelici”, donde encontramos esta hermosa sentencia: “Después de la feliz muerte del Santo Doctor, no se tuvo en la Iglesia Concilio alguno donde él no estuviese presente con su preciosa doctrina” y más cerca de Nos, BENEDICTO XV, Nuestro llorado predecesor, más de una vez mostró la misma complacencia; y a él se debe la promulgación del Código del Derecho Canónico, donde se consagran el método y la doctrina y los principios del Angélico Doctor.

Doctor común y universal. Y Nos, al hacernos eco de este coro de alabanzas, tributadas a aquel sublime ingenio, aprobarnos no sólo que sea llamado Angélico, sino también que se le dé el nombre de Doctor Común o Universal, puesto que la Iglesia ha hecho suya la doctrina de él, como se confirma con muchísimos documentos. Y como sería demasiado largo exponer aquí todas las razones aducidas por nuestros predecesores acerca de tal argumento, bastará que Nos demostremos que TOMÁS escribió animado del espíritu sobrenatural de que vivía, y que sus escritos, donde se diseñan los principios y las reglas de las ciencias sagradas, deben juzgarse de naturaleza universal.

En consecuencia, yo puedo ser católico y prescindir absolutamente del personalismo filosófico. Pero no puedo ser católico sin aceptar la filosofía y la teología del Aquinate, que es la doctrina común de la Iglesia, como lo han reconocido sucesivamente todos los Papas.

La filosofía de santo Tomás no está anticuada ni, mucho menos, muerta. Y si queremos restaurar la cultura cristiana y acabar con el actual estado de confusión, lo que debemos hacer, en primer lugar, es volver a la doctrina del Doctor Angélico, del Doctor universal de la Iglesia, que es Santo Tomás de Aquino.

Lo señalaba también San Pío X en su motu proprio Doctoris Angelici en 1914:

“Por eso se deben conservar santas e invioladamente los principios filosóficos establecidos por Santo Tomás, a partir de las cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera congruente con la fe, se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad tanto la diversidad como la analogía que existen entre Dios y sus obras. [...]

Pero ahora decimos, además que no solo no siguen a Santo Tomás, sino que se apartan totalmente de este Santo Doctor quienes interpretan torcidamente o contradicen los más importantes principios y afirmaciones de su filosofía”.

Y ordena San Pío X que “«para que la genuina e íntegra doctrina de Santo Tomás florezca en la enseñanza, en lo cual tenemos gran empeño» y para que desparezca «la manera de enseñar que tiene como punto de apoyo la autoridad y el capricho de cada maestro» y que, por eso mismo, «tiene un fundamento inestable, que da origen a opiniones diversas y contradictorias... no sin grave daño para la ciencia cristiana», queremos, mandamos y preceptuamos que quienes acceden a la enseñanza de la sagrada teología en las Universidades, Liceos, Colegios, Seminarios, Institutos, que por indulto apostólico tengan la facultad de conferir grados académicos, utilicen como texto para sus lecciones la Summa Theologica de Santo Tomás, y que expongan las lecciones en lengua latina; y deberán llevar acabo esta tarea poniendo interés en que los oyentes se aficionen a este estudio”.

Por su parte, Pío XII, en Humani Generis también nos advierte contra los errores de las filosofías modernas:

3. Dando una mirada al mundo moderno, que se halla fuera del redil de Cristo, fácilmente se descubren las principales direcciones que siguen los doctos. Algunos admiten de hecho, sin discreción y sin prudencia, el sistema evolucionista, aunque ni en el mismo campo de las ciencias naturales ha sido probado como indiscutible, y pretenden que hay que extenderlo al origen de todas las cosas, y con temeridad sostienen la hipótesis monista y panteísta de un mundo sujeto a perpetua evolución. Hipótesis, de que se valen bien los comunistas para defender y propagar su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda idea de Dios.

La falsas afirmaciones de semejante evolucionismo, por las que se rechaza todo cuanto es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a las aberraciones de una moderna filosofía, que, para oponerse al Idealismo, al Inmanentismo y al Pragmatismo se ha llamado a sí misma Existencialismo, porque rechaza las esencias inmutables de las cosas y sólo se preocupa de la existencia de los seres singulares.

Y Pío XII también subraya la importancia del Aquinate:

25. Considerando bien todo lo ya expuesto más arriba, fácilmente se comprenderá por qué la Iglesia exige que los futuros sacerdotes sean instruidos en las disciplinas filosóficas según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico, pues por la experiencia de muchos siglos sabemos ya bien que el método del Aquinatense se distingue por una singular excelencia, tanto para formar a los alumnos como para investigar la verdad, y que, además, su doctrina está en armonía con la divina revelación y es muy eficaz así para salvaguardar los fundamentos de la fe como para recoger útil y seguramente los frutos de un sano progreso.

Ignacio Andereggen, Doctor en Filosofía y Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, publicó en 2011 un documento titulado El Concilio Vaticano II y el Tomismo[1], que recomiendo leer vivamente. En este documento podemos leer (los subrayados son míos):

El Concilio Vaticano II supone el fruto del magisterio y el gobierno de los anteriores sumos pontífices en el campo cultural. Se nota en las numerosas referencias textuales a las obras del Aquinate, en las abundantísimas citas de los documentos de Pío XII, que constituyen de algún modo el núcleo del pensamiento del Concilio, en el optimismo con que mira la situación de la Iglesia renovada cultural y espiritualmente con la fundamental contribución de los estudios tomistas y el consiguiente perfeccionamiento de la capacidad racional, que la preparaba para una nueva evangelización del mundo moderno en sus múltiples, aspectos desarrollada especialmente desde el ámbito cultural...

Las cosas se dieron, sin embargo, de otro modo, especialmente por el influjo de filosofías modernas extrañas a la fe verdadera, como las de Kant, Hegel y Heidegger, y por el incauto diálogo con la teología protestante que terminó por protestantizar la teología católica desvirtuándola a veces en extremos increíbles. Estos hechos fueron potenciados por una praxis de gobierno pastoral en muchos obispos e incluso en organismos de la Santa Sede alejada de las preocupaciones culturales, que terminó por dar ocasión muchas veces involuntariamente –como dijo Pío X respecto de las Universidades – a la formación de una falsa cultura católica, no por el hecho de ser favorecida involuntariamente menos dañina para la fe. Ya estamos inmersos en un proceso muy difícil de revertir.

Señala Andereggen que se trata de “recuperar lo que se perdió por el influjo de las filosofías modernas alejadas de la fe. No podemos avanzar si no alcanzamos nuevamente lo perdido en la Iglesia, que es mucho, y particularmente en sus instituciones culturales y educativas, con obvias repercusiones sobre todas las demás, y en su vida misma en cuanto se despliega humanamente; es decir una síntesis armónica entre razón y fe como estaba en sobre todo en Santo Tomás de Aquino, pero también en San Alberto Magno, en San Buenaventura, y en general en la gran tradición cultural de la cristiandad, hostigada directamente por las líneas del pensamiento moderno que prevalecieron hasta llegar a configurar masivamente la situación cultural contemporánea”.

El interés de la Iglesia por la filosofía se pone de manifiesto en la Encíclica Fides et Ratio de San Juan Pablo II. En ella, el Papa santo dedica un apartado exclusivamente a Santo Tomás, donde podemos leer:

57. El Magisterio no se ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas filosóficas. Con la misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales para una genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando también las vías concretas a seguir. En este sentido, el Papa León XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único documento pontificio de esa categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran Pontífice recogió y desarrolló las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación fundamental para la fe y la ciencia teológica. Más de un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés tanto desde el punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del Doctor Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe. Afirmaba que santo Tomás, « distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad ».

Como señala acertadamente el doctor Andereggen, (subrayados míos):

“está claro que Juan Pablo II quiere situarse conscientemente en la línea de la tradición de sus predecesores. Como vimos en Benedicto XVI, no se trata solamente de recomendar el estudio del Aquinate por el valor intrínseco de su pensamiento, sino de proponerlo para recuperar lo que se perdió ampliamente en la vida de la Iglesia con graves consecuencias, es decir, una filosofía que corresponda a la fe y no le sea opuesta. Tolerar lo contrario significa introducir el germen de la disolución del pensamiento cristiano, y, finalmente, permitir indolentemente la pérdida de la misma fe. La autoridad del magisterio de la Iglesia manifestada a través de sus directivas ha sido ampliamente desacatada —y el desacato continúa abiertamente en nuestros días—. Lo señala el Papa con claridad: “Si en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas siempre con la deseable disponibilidad. [...] Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía.”

Estamos evidentemente, en una situación de decadencia, al decir del Sumo Pontífice, que no solamente se limita a las Escuelas y Universidades Católicas, sino que ha afectado ya radicalmente, como consecuencia, a la pastoral y a la vida personal de los fieles y de los que dejan de serlo. No existe auténtica Teología sin Metafísica. Ahora bien, esta es tenida en escasa estima, o incluso considerada como un desvalor. Otras veces es sometida a operaciones de transvaloración y transignificación —junto con la Gnoseología—, como sucede en las corrientes que dependen de Kant, Hegel, Husserl y Heidegger. Afirma el Papa Juan Pablo II: “Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la desconfianza en la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea, abandonando ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre, para concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a veces incluso puramente formales. Se debe añadir además el equívoco que se ha creado sobre todo en relación con las «ciencias humanas ». [...]

Debe destacarse a este respecto la alianza entre la teología moral neomodernista-progresista con la psicología psicoanalítica seguidora de Freud. Lo observamos en Europa, por ejemplo en el teólogo alemán Eugen Drewermann, y en América Latina en otros que pretenden interpretar el sentir del pueblo, su “ethos” y su normatividad, con categorías propias, emparentadas con las de la quasi-herejía americanista. No puede dejar de destacarse el hecho de que las líneas antes citadas de la Fides et Ratio desmienten la mitología difundida acerca del apoyo por parte de Juan Pablo II de un vago “personalismo” que debería identificarse con la fenomenología y el pensamiento de Paul Ricoeur... de modo por cierto muy poco preciso filosóficamente hablando.

Que Karol Wojtyla, como doctor privado, fuera filósofo personalista, no significa que San Juan Pablo II lo fuera también. El Papa santo lo es, no por personalista, sino por católico y, como Papa fiel a la Doctrina y a la Tradición, defendió la filosofía de Santo Tomás, en plena continuidad y comunión con sus predecesores en la Cátedra de Pedro. Algo parecido ocurre con Edith Stein, discípula de Husserl y destacada fenomenóloga. Pero Edith Stein no es santa por su condición de filósofa de la Fenomenología: lo es porque se convierte al catolicismo gracias a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, entrando en el Carmelo con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, que morirá en los campos de concentración nazis. Tampoco es santo San Agustín por haber militado en su juventud en las filas del maniqueísmo, sino por su conversión y su vida de santidad posterior a ella. Por lo tanto, me parece un error tratar de respaldar la filosofía personalista con la santidad de Juan Pablo II o la Fenomenología, con la de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, como muchas veces parecen querer hacer de manera interesada algunos comentaristas partidarios de la filosofía moderna.

Y concluye el texto el profesor Anderggeren con las siguientes palabras:

Juan Pablo II ha captado el núcleo del problema en las circunstancias actuales situándolo inmediatamente en la recuperación de la verdadera filosofía, culminación de las estructuras temporales. Sólo así se abrirá el camino para una auténtica Teología no contaminada por el error y el pecado, y se quitarán los obstáculos para el despliegue de una real espiritualidad. Como enseña el Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, n.36: “los laicos, coordinando sus fuerzas, procuren sanear las estructuras y los ambientes del mundo si incitan al pecado, de modo que todas las cosas sean conformes a las normas de la justicia y favorezcan la práctica de las virtudes más bien que obstaculizarla.” Esto significa luchar contra los demonios en las estructuras de la vida temporal, de las cuales las principales están en la filosofía. Dice el n.35 de la Lumen Gentium: “No escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en una continua renovación y en una lucha ‘contra los soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal’ (Ef 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida temporal”. ¡A cuánto más estarán obligados los pastores! Satanás se apodera del mundo hoy a través de su realidad principal, el pensamiento. Por eso la atención de los pastores debe atender especialmente a liberar a los hombres del dominio de los demonios a través de la filosofía —que repercute en todos los ámbitos de la vida humana—, sobre todo de las líneas principales de la filosofía moderna derivadas de Kant y de Hegel, y seguidas por Freud, Heidegger y muchos otros, ampliamente influyentes, no solamente en el mundo, sino también en la vida y el corazón de los discípulos de Cristo. Esto debe hacerse no simplemente como una acción cultural en medio de otras buscada por sí misma, sino con verdadera actitud evangélica. Está en juego la vida eterna.

Y concluyo yo también: para restaurar la verdadera cultura cristiana, hay que empezar por reivindicar nuestra filosofía – la filosofía del Doctor Común y Universal – y luchar contra el pensamiento de la modernidad, que es una de las causas principales de la actual situación de confusión que está provocando un verdadero destrozo en el edificio de la doctrina y la moral católica. El principio «Nihil innovetur, nisi quod traditum est» (que no haya innovación más allá de lo que se ha transmitido) del Papa San Esteban I, resume perfectamente la razón de ser de este ensayo.

Dice el cardenal Sarah:

No tenemos que inventar ni construir la unidad de la Iglesia. La fuente de nuestra unidad nos precede y se nos ofrece. Es la Revelación que recibimos. Si cada uno defiende su propia opinión, su novedad, entonces la división se extenderá por todas partes. Estoy lastimado de ver a tantos pastores malvender la doctrina católica e instalar la división entre los fieles. Debemos al pueblo cristiano una enseñanza clara, firme y estable. ¿Cómo aceptar que las conferencias episcopales se contradigan? Ahí donde reina la confusión, ¡Dios no puede habitar!

Queridos amigos, ¿quieren levantar la Iglesia? ¡Pónganse de rodillas! ¡Es la única manera!Si proceden de otra manera, lo que hagan no será de Dios. Sólo Dios puede salvarnos. 

Decía Santo Tomás de Aquino que había aprendido más arrodillado ante el Santísimo que en todos los libros que había leído. En estos tiempos toca – más que nunca – arrodillarse ante el Sagrario y rezar, rezar mucho. Que el Señor nos mantenga por su gracia en la Verdad, que nos mantenga fieles en la tribulación. Y que la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ampare y nos defienda de nuestros enemigos en estos tiempos tenebrosos.


[1] JUAN MANUEL BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, Ediciones Palabra S. A., 2013.

[2] ANTONIO ROYO MARÍN, O. P., Teología de la Perfección Cristiana, BAC, Madrid, 1962.

[3] Andereggen, Ignacio. “El Concilio Vaticano II y el tomismo” [en línea]. Semana Tomista. Intérpretes del pensamiento de Santo Tomás, XXXVI, 5-9 septiembre 2011. Sociedad Tomista Argentina; Universidad Católica Argentina. Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires. Disponible en: http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/ponencias/concilio-vaticano-ii-y-tomismo.pdf

 

 



 

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