Cambios históricos en el sistema de custodia preferente: hacia un derecho de familia occidental caracterizado por el cuidado compartido de los hijos tras la ruptura conyugal
Manuela Avilés Hernández
Profesora del Departamento de Trabajo Social y Servicios Sociales de la Universidad de Murcia (España)
Historical changes in the preferential custody system: towards a Western family law characterized by joint physical custody of children after conjugal break-up
RESUMEN. Este trabajo de revisión histórica tiene como principal objetivo identificar las fases que se observan en relación al cuidado, o custodia física, de los hijos dependientes tras la ruptura conyugal. En el análisis se parte de la hipótesis de que el tipo de custodia que prevalece en un determinado contexto histórico, está vinculado a los valores y las normas socioculturales que rigen en ese momento, y a la conceptualización en torno a los roles paternos y maternos. De acuerdo con esta premisa, se observa que las sociedades occidentales caminan hacia una nueva fase de su desarrollo, caracterizada por un sistema de custodia compartida, reflejo de la igualdad de género y el ejercicio conjunto de las responsabilidades parentales que imperan en la sociedad posmoderna.
ABSTRACT
The main objective of this historical review study is to identify the stages observed in relation to the physical custody of dependent children after the conjugal break-up. The analysis is based on the hypothesis that the type of custody that prevails in a historical context is linked to the sociocultural values and norms that prevail at that time, and to the conceptualization of paternal and maternal roles. According to this premise, Western societies are moving towards a new stage of their development, characterized by a system of joint custody. It is a manifestation of gender equality and the joint exercise of parental responsibilities that are dominant in postmodern society.
PALABRAS CLAVE. Régimen de custodia, custodia monoparental, custodia compartida, familia, divorcio, separación conyugal.
KEY WORDS. Custody system, sole custody, joint custody, family, divorce, conyugal separation.
1. Cuando hablamos de custodia, ¿de qué hablamos? Clarificación conceptual
Se inicia este trabajo realizando un breve ejercicio de clarificación conceptual sobre dos términos jurídicos relacionados con el cuidado de los hijos tras el divorcio o la separación conyugal que, tal vez por las numerosas similitudes que presentan, o tal vez por su uso a nivel popular cada vez más generalizado, suelen confundirse. Se trata de la patria potestad de los hijos y su guarda y custodia.
Para comenzar, la patria potestad hace referencia directa al conjunto de derechos y deberes que los progenitores tienen con respecto a sus hijos menores de edad no emancipados. A efectos prácticos, la patria potestad tiene por objeto “velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral”, además de “representarlos y administrar sus bienes” (art. 154 del Código Civil español). La patria potestad comprende tanto deberes como facultades, y debe ser entendida como un derecho y una obligación que tienen los progenitores. Se ejercerá siempre en beneficio del hijo, de acuerdo con su personalidad, y su integridad física y psicológica. El origen de esta institución surge cuando el hijo nace, por lo que su existencia es independiente de la presencia o no de un vínculo conyugal entre ambos progenitores.
En circunstancias normales, los dos progenitores ostentan la titularidad y el ejercicio de la patria potestad. Los derechos y funciones que ésta comprende van desarrollándose de manera natural sin que el aparato jurisdiccional intervenga; de hecho, Lathrop (2008) explica que apenas existe jurisprudencia sobre procedimientos judiciales orientados a resolver desacuerdos en el ejercicio de la patria potestad cuando existe normalidad conyugal. Sólo de forma excepcional es posible que alguno de los progenitores decida recurrir a la jurisprudencia. En estos supuestos, la legislación establece (art. 156 del Código Civil español) que, si los desacuerdos no son reiterados, el juez, después de oír a ambos progenitores y al hijo si tuviere suficiente juicio y discernimiento y, en todo caso, si fuera mayor de 12 años, atribuirá la facultad de decidir a favor del padre o de la madre. Si estos desacuerdos son, por el contrario, reiterados, este mismo artículo señala que, el juez podrá atribuir total o parcialmente el ejercicio de la patria potestad a uno de los progenitores o distribuir entre ellos sus funciones, medida que durará el tiempo que el juez fije, teniendo en cuenta que lo máximo posible son 2 años. En estos casos, la decisión sobre el contenido de la patria potestad, en su modo de ejercicio, recaerá total o parcialmente sobre uno de los progenitores, sin afectar a la titularidad que, en general, seguirá siendo ostentada por ambos.
Cuando la relación de pareja se ha roto, el aparato jurisdiccional debe intervenir en los procesos judiciales que se celebran, sobre todo si resultan contenciosos. Lo normal es que ambos progenitores asuman la titularidad y el ejercicio de la patria potestad. Sin embargo, se podrá acordar su privación cuando se revele causa para ello (art. 92.3 del Código Civil español). Esto quiere decir que uno de los progenitores puede quedar privado de la titularidad, y en consecuencia ejercicio, de la patria potestad de sus hijos menores cuando el juez observe que éste ha incumplido los deberes inherentes a la patria potestad. También puede darse el caso de que ambos progenitores ostenten la titularidad, aunque su ejercicio sea asumido, total o parcialmente, por uno de ellos (art. 92.4 del Código Civil español). Normalmente, se recurre a esta medida cuando se dan desavenencias entre ambos progenitores en aspectos como la educación del menor, o cuando existe una despreocupación clara de los hijos por alguno de sus progenitores.
La patria potestad puede confundirse con otro término común en los casos de divorcio y separación conyugal en los que existen hijos menores de edad. Se trata de la guarda y custodia, que debe ser entendida como “el cuidado personal, directo, diario y continuo que se entrega al hijo a través de la convivencia” (Lathrop, 2008: 276). Consiste en vivir con ellos, cuidarlos y asistirlos de una forma directa, a diferencia de la patria potestad que, como se ha señalado, engloba todas las funciones y facultades que ostentan los progenitores con respecto a sus hijos menores, no circunscribiéndose únicamente a su cuidado y atención más inmediatos. Es común pensar que el progenitor custodio es también el progenitor que tiene atribuida la titularidad y el ejercicio de la patria potestad, lo que no siempre es cierto. Puede que la patria potestad corresponda a ambos progenitores y sólo uno de ellos ostente la custodia. De hecho, esta ha sido la práctica más extendida, durante décadas, en numerosos ordenamientos jurídicos.
Si se ahonda un poco más en la custodia, su regulación ha dado lugar, sobre todo, a dos formas: la primera es la custodia monoparental, también conocida como custodia exclusiva o unilateral (sole custody). Conforme a ella, el menor reside con uno de sus progenitores, quien es el encargado de otorgarle el cuidado directo que dicha convivencia exige. Este tipo de custodia puede recaer tanto en el padre como en la madre, dando lugar a una custodia paterna (paternal custody) o a una custodia materna (maternal custody), respectivamente. La segunda es la custodia compartida (joint custody o shared custody). En estos casos, el derecho parental es ejercido de forma conjunta por ambos progenitores. En este tipo de custodia, los hijos viven con cada adulto durante períodos de tiempo relativamente similares, que pueden abarcar desde unos pocos días a una semana, una quincena, un mes, varios meses e, incluso, años. La manera de distribuir ese tiempo de convivencia permite varias opciones: por una parte, puede darse el caso de que sea el hijo el que vaya a vivir con cada progenitor el tiempo que se haya fijado; por otra, menos frecuente, son los hijos los que permanecen en el hogar familiar y los progenitores los que se van instalando en él según les corresponda.
Folberg (1991) explica que la práctica registrada durante los últimos años en Estados Unidos permite distinguir tres formas de decretar una custodia compartida. Esta clasificación puede hacerse extensible al resto de países. La primera modalidad sería la que acuerdan los propios progenitores, conocida como Stipulated Joint Custody. En estos casos, los progenitores presentan al tribunal un acuerdo de divorcio o separación en el que incluyen un plan específico para compartir el ejercicio de la parentalidad. En segundo lugar, existen casos en los que son las cortes las que establecen la custodia compartida de los hijos, aunque ninguna de las partes la haya solicitado o tan sólo lo haya hecho una de ellas. Esta Court-ordered Joint Custody, señala Folberg, es sin duda la que más polémicas suscita. Mientras que algunos jueces son todavía reacios a aplicarla, cada vez existen más medidas orientadas a eliminar esa resistencia. Estas medidas legislativas van desde el simple reconocimiento y aceptación de la legalidad de las custodias compartidas estipuladas por los jueces, a la creación de una sólida doctrina a favor de la custodia compartida, estén o no los progenitores de acuerdo en ella, y a requerir explicaciones si esta forma de custodia no se decreta. Finalmente, existe un tercer tipo de custodia compartida denominada De Facto Joint Custody. En estos casos, el acuerdo o decreto de custodia establece que ésta será exclusiva, por lo que tan sólo uno de los progenitores la ostentará. Sin embargo, tras la ruptura, y generalmente de forma gradual o progresiva, algunos progenitores terminan acordando informalmente compartir la responsabilidad parental de sus hijos, tal y como lo hacían antes del divorcio o la separación. Se produce de esta forma una situación de custodia compartida de hecho, que no se encuentra regulada jurídicamente. No obstante, los progenitores pueden recurrir a los tribunales para que éstos la reconozcan legalmente, todo dependerá de la propia dinámica o acuerdo interno alcanzado por los progenitores.
En contextos anglosajones se utiliza el término custodia (custody) para referirse tanto a la patria potestad de los hijos como a su guarda y custodia. Para poder diferenciarlas utilizan los adjetivos de legal y física. La custodia legal, legal custody, hace referencia a la patria potestad, mientras que la custodia física, physical custody, está referida a la guarda y custodia. El hecho de emplear un mismo concepto para designar ambas realidades contribuye a generar y fortalecer parte de las confusiones que, sobre todo a nivel práctico, se dan. En estos países también se contemplan dos formas de custodia, la que es ejercida por uno solo de los progenitores y la que es asumida de forma conjunta por ambos. El matiz reside en que, en ambos casos, se puede distinguir entre la legal y física. Así, se hablaría de la sole legal custody y la joint legal custody, y de la sole physical custody y la joint physical custody. Siguiendo las explicaciones de Buehler y Gerard (1995), cada expresión quedaría definida de la siguiente manera.
1. Sole legal custody, patria potestad exclusiva: haría referencia a la disposición de la autoridad legal en la que uno solo de los progenitores tiene el derecho y la responsabilidad de tomar decisiones relativas a la salud, la educación y el bienestar de los hijos.
2. Joint legal custody, patria potestad compartida: es definida como una responsabilidad mutua continua que implica la participación de ambos progenitores en las decisiones que tienen que ver con el bienestar del hijo en materia de educación, cuidados médicos y desarrollo emocional, moral y religioso.
3. Sole physical custody, guarda y custodia exclusiva: sería el acuerdo de convivencia en el que el hijo reside con y está bajo la supervisión directa de un único progenitor, teniendo los tribunales el poder de establecer, regular y modificar el régimen de visitas al que tiene derecho el otro progenitor.
4. Joint physical custody, guarda y custodia compartida: los progenitores asumirán el cuidado directo y personal de sus hijos de forma conjunta, y se fijará la convivencia alternada durante periodos de tiempo, asegurando un contacto frecuente y continuo entre todos.
Los acuerdos en relación a la custodia física de los hijos suelen ir acompañados de otros, referidos al régimen de visitas y al pago de una pensión de alimentos que contribuya a sufragar las necesidades de los hijos. El régimen de visitas es un derecho y un deber, cuya finalidad es proteger los intereses del hijo, garantizando que tanga unos contactos amplios e intensos con el progenitor con el que no convive, a fin de favorecer su propio y necesario desarrollo emocional. No obstante, el régimen de visitas no se limita al progenitor no custodio. La experiencia ha demostrado que resulta negativo para el desarrollo personal de los menores separarlos también de otros parientes como abuelos, tíos y primos. Por eso, en distintos ordenamientos jurídicos, como el español, es posible encontrar un derecho de visitas otorgado a estos familiares e incluso a terceros que no sean parientes, pero con los que los menores pudieran tener algún tipo de relación personal. Los artículos 94 y 160 del Código Civil español, reguladores de esta figura, atribuyen al juez el poder de otorgar este derecho de visita cuando estime que resulta beneficioso para el menor. A tal fin, ya sea en un procedimiento especial destinado a ello, o ya sea dentro del mismo procedimiento judicial de separación o divorcio, se concede a estos parientes y allegados la posibilidad de solicitar al juez ese derecho de visita. En todo caso, será preciso el consentimiento específico de la persona a quien se atribuya este derecho, por lo que no se le podrá imponer de manera forzosa, aunque el menor así lo desee. No será preciso, por el contrario, el consentimiento de los dos progenitores, pudiendo concederse con la oposición de alguno de ellos.
En relación al mantenimiento económico del menor, los dos progenitores están obligados a cubrir sus necesidades materiales. Cuando conviven con ellos, el cumplimiento de esta obligación se efectúa directamente, pero cuando falta esa convivencia se hace precisa la fijación de una cantidad de dinero. Se trata de la pensión de alimentos, que puede ser fijada por los propios progenitores de mutuo acuerdo o por el juez. La ley señala que la cantidad a pagar debe ser coherente con los ingresos de los progenitores y los gastos que generan los hijos. El artículo 93 del Código Civil español es el que regula este aspecto, estableciendo que el juez “determinará la contribución de cada progenitor para satisfacer los alimentos y adoptará las medidas convenientes para asegurar la efectividad y acomodación de las prestaciones a las circunstancias económicas y necesidades de los hijos en cada momento”. Este mismo artículo añade que, aunque la pensión de alimentos se fija cuando los hijos son menores de edad, también los mayores de edad o emancipados que convivan en el domicilio familiar y no hayan alcanzado una independencia económica tendrán derecho a ser mantenidos por sus progenitores. En estos casos, el juez fijará en la sentencia de divorcio o separación una pensión a favor de ellos.
Tras este ejercicio de clarificación conceptual, nos vamos a centrar en la custodia física de los hijos. Es una figura legal que siempre ha estado en el derecho de familia, sobre todo desde que empezaron a generalizarse en la sociedad posmoderna los casos de divorcio y separación conyugal. Se trata, por tanto, de una realidad antigua que, justo por esa presencia continua en la sociedad que la caracteriza, ha ido experimentando cambios en el devenir de la historia. En este trabajo se parte de la hipótesis de que el tipo de custodia que prevalece en un determinado momento histórico, está vinculado a los valores y las normas socioculturales que rigen en ese contexto, y a conceptualización que existe en torno a los roles paternos y maternos. La posición social que ocupan los hombres, las mujeres y los niños, así como la percepción social que se tiene sobre cada uno, son elementos que determinan las pautas de conducta que, en materia de custodia, rigen en el derecho de familia tras una ruptura conyugal. De acuerdo con esta premisa, se pueden identificar tres fases a lo largo de la historia, cada una de ellas caracterizada por un tipo de custodia preferente. Con base en un análisis histórico, se delimitan estas fases a continuación. Téngase en cuenta que se trata de una clasificación general, que requeriría de ciertas adaptaciones según las especificidades culturales, jurídicas, laborales, económicas y sociales de cada país y ordenamiento jurídico.
2. Desarrollo histórico de las custodias físicas: de la indiscutible autoridad paterna al ejercicio compartido de las responsabilidades parentales
La investigadora estadounidense Mary Ann Mason explica, en su monografía From Father´s Property to Children´s Rights (The History of Child Custody in the United States) (1994), que en la historia social y jurídica de su país se pueden identificar una serie de periodos concretos, caracterizados por una forma de custodia de los hijos. A partir de sus planteamientos y los de otros investigadores, se van a esbozar las fases en la historia de las custodias.
1. Primera fase: Custodia paterna como reflejo de la indiscutible autoridad del padre
La primera fase en la historia de las custodias se extiende a lo largo de la sociedad preindustrial, hasta finales del siglo XVIII, y se encuentra dominada por la custodia paterna de los hijos. En este contexto predominaba la familia extensa, constituida por varios núcleos familiares, al menos tres. Se consideraba que era la más multifuncional de todas las instituciones sociales de la época, pues asumía numerosas tareas: educativas, socializadoras, asistenciales, protectoras, económicas, productivas, recreativas y religiosas, entre otras (Merrill, 1978).
Desde un punto de vista laboral, la mayoría de familias basaban su economía en los beneficios que obtenían al trabajar las tierras que, en algunos casos, eran de su propiedad. El grupo se convertía, al mismo tiempo, en una unidad de consumo y en una unidad de producción, ya que se establecía una superposición entre la residencia doméstica y el espacio de trabajo donde se producían los recursos para la subsistencia (Picó y Sanchis, 2003). La baja productividad que normalmente caracterizaba al trabajo, obligaba a aprovechar al máximo todos los brazos disponibles. De ahí que una de las cosas que más se valorara fuera tener descendencia. El número elevado de hijos ampliaba el potencial de trabajo de la unidad familiar y, además, constituía una garantía de futura protección para los adultos (Iglesias de Ussel, 1988). En esta realidad social era frecuente la incorporación temprana de los niños al mundo laboral. No existía la infancia como edad diferenciada de la vida; los niños pasaban directamente de la primera infancia a un mundo, en el que se mezclaban libremente con los adultos económica y socialmente (Reher, 1996).
Para todos los miembros de la unidad familiar, la supervivencia del grupo que, a su vez, dependía del patrimonio familiar, era el objetivo primordial (Picó y Sanchis, 2003). Por ello, las aspiraciones y los intereses individuales debían someterse siempre a los del grupo familiar. Estos eran definidos por el padre y esposo, cuya autoridad estaba legitimada por la tradición y la religión, y no podía cuestionarse. De hecho, la familia se regía en base al principio de la primacía del marido y padre, quien ejercía las funciones directivas en todos aquellos asuntos que afectaban al funcionamiento interno del grupo doméstico o que transcendían al exterior (Gacto, 1987). La posición privilegiada del hombre, y su clara autoridad sobre todos los miembros de la comunidad doméstica, permite hablar de una familia de corte patriarcal, en la que prevalecían siempre las decisiones del hombre.
Como padre, su rol se centraba en la enseñanza y formación moral de sus hijos. Su papel se asemejaba al de un maestro, quien debía procurar la enseñanza moral y cívica de sus hijos para que se convirtieran en ciudadanos alfabetizados, creyentes y económicamente productivos (Lamb, 1986; 2000). Su autoridad, dentro y fuera de la unidad familiar, era tan grande que asumía de forma ilimitada la custodia y el control de sus hijos tanto en situaciones de normalidad como de crisis conyugal, dejando casi sin espacio a la madre, quien quedaba relegada a un segundo plano. Esta autoridad paterna quedaba consagrada en la propia ley, donde se especificaba que el padre tenía derecho a la custodia de sus hijos. Este derecho suponía, según los estatutos legales, una asociación clara entre ambos, de forma que el padre era el responsable del mantenimiento y la educación de sus hijos frente a todas las partes, incluida la madre. Asimismo, ejercía un dominio casi absoluto de la vida de sus hijos, por lo que podía disfrutar de sus servicios, ordenarles lo que tenían que hacer e, incluso, quedarse con los ingresos que pudieran percibir si trabajaban para otras personas.
Las disputas por la custodia de los hijos entre las madres y los padres apenas existían por dos motivos: primero, porque el divorcio era un suceso extraño que apenas se producía en este contexto histórico, y, segundo, porque la autoridad del padre era tal, que las disputas entre ellos y las madres por esta cuestión no tenían sentido. No obstante, Mason (1994) explica que en algunas ocasiones muy puntuales sí existía la posibilidad de que las madres quedaran a cargo de sus hijos tras un divorcio o separación conyugal. Esto sucedía cuando la ruptura de la pareja se producía por motivos de adulterio o de abandono. En estos casos, debía existir la firme sospecha de que la mujer había yacido con otro hombre diferente al marido, y que el hijo que esperaba, o había tenido ya, no era del esposo. Ante esto, él podía repudiar y/o abandonar a su esposa y al hijo de ésta, quedando ese hijo a cargo de la madre. Las madres también solían quedar a cargo de sus hijos cuando, más que una ruptura, lo que se había producido era una separación conyugal transitoria, como consecuencia del traslado del padre a otra zona geográfica en busca de nuevas oportunidades para toda la familia.
Mason (ibíd.) añade que el único supuesto claro, bastante más común que los dos anteriores, en el que la madre podía recibir la custodia plena de sus hijos se producía cuando el marido fallecía. Sin embargo, la presencia del padre o, en su defecto, de una figura masculina que asumiera los roles paternos era tan importante que, aún entonces, podía darse el caso de que el padre, antes de fallecer, hubiera dejado en el testamento asignada la custodia de sus hijos a otra persona diferente a la madre, o que las propias cortes decidieran atribuírsela a otro guardián. Mason apunta que los jueces solían entregar, tras la muerte del padre, la custodia de los hijos a una persona diferente a la madre cuando se comprobaba que el padre había dejado en una situación económica delicada a la familia o cuando, por el contrario, había dejado un patrimonio importante que, necesariamente, debía ser administrado por un hombre. La madre viuda también perdía el derecho a la custodia de sus hijos cuando se volvía a casar, pasando a ser ejercido por el nuevo marido y padrastro de los hijos. Es interesante señalar que, en las decisiones referidas a la custodia de los hijos, sus intereses no se tenían nunca en cuenta. Primaba la autoridad del hombre y sus derechos como padre, siempre en beneficio de la estabilidad económica y productiva del grupo familiar.
2. Segunda fase: Custodia materna como garante del bienestar físico y emocional de los hijos
Con la industrialización, el espacio laboral dejó de estar en la vivienda familiar para pasar a las fábricas e industrias situadas en las grandes urbes. En consecuencia, el consumo y el mantenimiento de la unidad familiar comenzaron a depender cada vez más de las rentas salariales obtenidas fuera del hogar. Esto hizo que todos sus miembros, padres-madres-hijos, además de trasladarse a las zonas urbanas, se vieran en la obligación de asumir otros roles familiares, más acordes con las necesidades imperantes en la nueva realidad social y económica. Como señala Lamb (1986; 2000), los hombres vivieron un importante cambio en sus roles paternos, pasando a ocuparse del mantenimiento económico de la unidad familiar, the breadwinner.
La visión que existía con respecto a los hijos, así como el estatus legal y económico que ocupaban en el conjunto de la sociedad, empezaron también a cambiar. De hecho, fue durante el siglo XIX cuando se produjo lo que en Sociología se ha denominado la invención de la infancia (Gil Calvo, 2001; Rodríguez Pascual, 2000). Hasta ese momento, los hijos eran considerados fuerza de trabajo, un bien que, al igual que las propiedades, pertenecían a sus padres, quienes disponían de ellos. El desarrollo de la industria y el incremento de la productividad del trabajo permitieron liberar a los niños de esa actividad laboral, y generalizar, entre otras, la idea de que lo importante no era ya la cantidad de hijos que se tenía, sino la calidad. Eso implicaba centrarse en su cuidado, y dar respuesta a sus necesidades, garantizando su bienestar físico y emocional. La sociedad fue concediendo una importancia cada vez superior a la infancia, reconociendo que se trataba de una etapa clave en el desarrollo de los hijos, por lo que merecía un tratamiento especial. Fue de esta manera como los niños dejaron de ser percibidos como simple mano de obra para pasar a ser entendidos como personas individuales, que tenían sus propios derechos e intereses.
La atención que se llegó a conceder a la infancia como etapa diferenciada del resto de edades fue tan grande, que se inició todo un debate social e institucional acerca de los aspectos que podían resultar más positivos para el desarrollo correcto de esos menores. Con el tiempo, las distintas instituciones y sectores sociales se dieron cuenta de que lo mejor para los hijos era estar con sus madres sobre todo durante sus primeros años de vida, pues ellas eran las que mejor se identificaban con esas características y necesidades especiales que tenían. Este cambio de mentalidad se produjo como consecuencia del propio cambio que experimentó la sociedad y su sistema económico, y que origino, a su vez, un cambio en las mujeres y en la percepción social que se tenía de ellas. Y es que, la incorporación al trabajo en las fábricas del padre y su salida del hogar impactaron de una manera determinante sobre las madres y sus roles. Al ser la única figura parental que quedaba de forma continua en el hogar, las madres pasaron a ser las encargadas de cuidar de sus hijos y procurarles todas esas atenciones especiales que la sociedad comenzaba a considerar claves para el desarrollo correcto de los infantes.
En el ámbito jurídico empezó a regir la conocida como Best Interests Standard (Norma de los Mejores Intereses), según la cual, en materia de menores, los jueces siempre debían adoptar las medidas que consideraran más beneficiosas para ellos, entendiendo, dados los cambios que se estaban producido en la sociedad, que una de ellas era quedar bajo la custodia física de sus madres tras un divorcio o separación conyugal. Mason (1994) explica que, en este cambio de mentalidad, influyeron de forma decisiva la combinación de dos elementos: el culto a la maternidad que se extendió por la sociedad y el movimiento en defensa de los derechos de las mujeres, cuyo desarrollo fue especialmente acelerado durante la segunda mitad del siglo XIX.
Fue de esta manera como se pasó de una realidad social dominada por un régimen jurídico en el que la custodia plena de los hijos, tanto en situaciones de normalidad como de crisis conyugal, correspondía de forma exclusiva al progenitor varón, a una realidad en la que lo más importante no eran los progenitores, sino los hijos, por lo que la custodia de éstos últimos tras una ruptura debía ser concedida a la madre, bajo el supuesto de que eso era lo que resultaba más beneficioso para los menores. El paso de un sistema de custodia a otro, aunque implacable, resultó bastante complejo, hasta el punto de ser reconocido como un cambio extremadamente duro y lento. La realidad jurídica estuvo durante mucho tiempo dividida entre aquellos tribunales que seguían aplicando la ley tradicional que reconocía la supremacía del padre, y los que optaban por la regla moderna de los mejores intereses de los niños. Con el tiempo, la tendencia general fue la de ir apostando por ésta última. Así, los mejores intereses de los hijos, particularmente de aquellos más pequeños y del sexo femenino, se fueron asociando a las madres, llegando a generalizarse dentro del derecho de familia la Tender Years Doctrine (Doctrina de los años tiernos).
Atendiendo a esta doctrina, se consideró que la edad de los hijos era un aspecto clave en las decisiones que los jueces debían adoptar en materia de custodia. De esta forma, aquellos que se encontraban en una edad tierna, es decir, los más pequeños, debían ser entregados a las madres, bajo la creencia de que eran ellas las que se encontraban mejor preparadas para asumir su cuidado y prestarles la atención que esos hijos de corta edad requerían. En relación a los hijos más mayores, se extendió la idea de que éstos debían quedar a cargo del progenitor de su mismo sexo, pues era lo que resultaba más positivo para ellos. Esta creencia estaba condicionada por la teoría de roles que impregnaba la sociedad, y que asumía que el proceso de socialización era más efectivo si los hijos permanecían junto al progenitor de su mismo sexo. El hijo se unía al padre y se terminaba identificando con las funciones y los roles que éste desempeñaba, de la misma manera que la hija se unía a la madre, y terminaba asumiendo, junto a ésta, roles expresivos. Con el tiempo, se consideró que todos los hijos, independientemente de su sexo, debían quedar bajo el cuidado directo de la madre. Se generalizó así, la custodia materna como opción preferente.
3. Tercera fase: Custodia compartida como respuesta a la igualdad de género y al ejercicio compartido de las responsabilidades parentales
Desde que se iniciara a mediados del siglo XX lo que Inglehart (1998) ha denominado Sociedad Posmoderna, la institución familiar, así como los miembros que la componen, han ido experimentado serios cambios que se extienden hasta nuestros días. Las mujeres son probablemente las que han protagonizado los más drásticos, pues han adquirido un mayor número de derechos y una posición más igualitaria con respecto a los hombres, gracias, en parte, a la labor desarrollada por el movimiento feminista contemporáneo. La máxima expresión de esa igualdad se encuentra en su incorporación al mercado laboral. Según Alberdi (1999; 2004), el aumento que se ha producido en la tasa de actividad femenina durante las últimas décadas ha sido grande, y supone un cambio importante en el comportamiento y en las actitudes de las mujeres. Entienden la incorporación al mercado laboral como una expresión de su autonomía social y de su responsabilidad económica; la experiencia del trabajo y la consecución de ingresos propios ha transformado la mente de muchas mujeres y ha estructurado toda su vida.
Mason (1994) explica que algunos tribunales, como el de Illinois, llegaron a considerar que aplicar la doctrina de los años tiernos tras el divorcio de los progenitores carecía ya de sentido porque la madre trabajaba y, en consecuencia, no pasaba todo su tiempo en la casa, por lo que no podía dedicarse plenamente al cuidado de sus hijos. Lo mismo empezaron a señalar otros tribunales como el de Missouri, donde, según Greif (1985), en una sentencia de 1982 el juez apuntaba que ambos progenitores estaban empleados y, en consecuencia, ambos estaban igual de ausentes del hogar, por lo que la madre no tenía ya más derecho a la custodia de sus hijos que el padre.
Los cambios que estaban experimentando las mujeres y la presión ejercida por diversos sectores sociales para que los hombres se implicaran más en las tareas del hogar y en el cuidado de los hijos, propiciaron la aparición de una nueva forma de vivir la paternidad mucho más activa y comprometida que la existente hasta ese momento (Lamb, 1986: 2000). Entre los estudios que se han centrado en evaluar y determinar el alcance que, sobre los hombres, han tenido los cambios sufridos por las mujeres destacan algunos como los de Alberdi y Escario (2007), Atkinson (2011), Badinter (1995), Knijn (1995), Maclnnes (1998) y Segal (1990). Estos señalan que las transformaciones acaecidas durante las últimas décadas han provocado la desaparición de la concepción tradicional del hombre y el nacimiento de una nueva realidad en la que éste se orienta hacia posiciones más igualitarias con respecto a la mujer, tal y como le demanda la sociedad actual. Así, los hombres han comenzado a aceptar los derechos y libertades de las mujeres, muestran una actitud positiva hacia su incorporación al mercado laboral y a la vida pública en general, y, además, como respuesta a esa salida a la esfera pública de las mujeres, se están incorporando cada vez al interior de los hogares. En relación a sus hijos, las nuevas circunstancias les han llevado a entablar una relación mucho más estrecha y cercana con ellos, que ha supuesto un cambio drástico en su forma de vivir la paternidad. Ahora son hombres más implicados en todos los aspectos que afectan a su descendencia, viven su paternidad de una forma más plena y comprometida, y asumen funciones parentales que antes se consideraban exclusivas del sexo femenino.
Estos cambios sociales hicieron que los legisladores y tribunales fueran abandonando de forma sistemática la preferencia maternal, o presunción de los años tiernos, en las decisiones que tenían que ver con la custodia de los hijos, dejando como único criterio a aplicar la doctrina de los mejores intereses de los niños, Best Interests Standard. El debate se centró, entonces, en esa doctrina y en qué aspectos eran los que resultaban más positivos para preservar el interés de esos menores. Explica Mason (1994) que pronto se llegó a la conclusión de que, tanto padres como madres desempeñaban un papel clave e irremplazable en el desarrollo de sus hijos por lo que, en materia de custodia, las decisiones debían ser neutrales desde un punto de vista del género, habiendo de estar centradas, únicamente, en aquello que resultaba más positivo para los hijos, y no en otros aspectos como, por ejemplo, el sexo del progenitor custodio. En relación con este cambio de mentalidad, investigadoras como Melli (1986) han señalado el papel tan importante que, aún sin pretenderlo, desempeñó el movimiento en defensa de los derechos de las mujeres. Y es que, este movimiento, al promover la igualdad entre hombres y mujeres, favoreció el tratamiento igualitario no sólo de la mujer con respecto al hombre, sino también del hombre con respecto a la mujer, facilitando así el reconocimiento de ciertos derechos a los hombres, sobre todo en ámbitos considerados tradicionalmente femeninos como el familiar.
De esta forma, los legisladores fueron poco a poco reemplazando la preferencia de la madre en materia de custodia por otras más neutrales desde un punto de vista del género como la custodia compartida. De acuerdo con ella, ambos progenitores tienen similares derechos y obligaciones con respecto a sus hijos, y esos hijos, a su vez, pueden establecer o mantener una relación continua y de intensidad similar con ambos progenitores. A través de este sistema de custodia, se garantiza esa neutralidad que, desde un punto de vista del género, los legisladores y demás actores implicados en la materia consideraban necesaria y clave para los intereses de los menores.
En aras de garantizar su éxito, la custodia compartida se está acompañando de medidas complementarias como la formación de los progenitores en coparentalidad a través de las Escuelas de Padres y Madres, la incorporación obligatoria de los servicios de mediación como alternativa para la resolución pacífica del conflicto, y la elaboración de los Planes de Parentalidad que garanticen una crianza eficaz de los hijos menores. Estas medidas son ya una realidad en el ordenamiento jurídico de varios países. Como explica Sariego (2010), California, Nuevo México y Wisconsin son algunas zonas en las que la mediación es obligatoria si existen disputas entre ambos progenitores. Hay otros estados en los que, aún sin ser obligatoria, existe una cultura de la mediación y conciliación, por lo que se suele recurrir a ella con bastante frecuencia, siendo valorada, incluso, de forma positiva por los jueces, aun cuando no haya arrojado resultados significativos. En zonas como Luisiana, Tennessee, Wisconsin y Wyoming, los jueces pueden ordenar a los progenitores que asistan a las Escuelas de Divorcio o que realicen algún tipo de curso o seminario de formación parental. A través de estas medidas, se busca que los progenitores aprendan cómo solucionar sus propios conflictos y cómo ser buenos progenitores divorciados o separados (Buehler y Gerard, 1995; Sariego, 2010). En zonas, como Illinois, Missouri, Nuevo México y Vermont, se han introducido, con carácter obligatorio, los Planes de Parentalidad siempre que se decrete una custodia compartida (Buehler y Gerard, 1995). En estos planes, deben recogerse aspectos tan dispares como de qué forma se va a organizar el tiempo de cuidado y atención diaria de los hijos, cómo se van a cubrir las atenciones que los hijos requieren, cómo se van a afrontar los gastos que éstos generen, cómo va a contribuir cada progenitor a esos gastos ordinarios y extraordinarios, a través de qué mecanismos se van a resolver los conflictos futuros, etc. (Sariego, 2010).
Desde el momento en el que la custodia compartida se ha incorporado de manera oficial, cada zona ha ido adoptando unas medidas legales concretas. Esto hace que, a efectos prácticos, se observen serias diferencias entre la forma en la que se entiende y aplica. Además, su aprobación y desarrollo han estado rodeadas de numerosas críticas (Cf. Folberg, 1991; Lathrop, 2008). Entre ellas, la más destacada es la que apunta a que no es una medida real. Estadísticas oficiales muestran que los hijos de progenitores divorciados o separados quedan todavía bajo la custodia exclusiva de sus madres en la mayoría de los casos. Esto se debe, entre otras cosas, a que la mayoría de los tribunales la aplican sólo cuando ambos progenitores están conformes. En el momento en el que se produce una falta de acuerdo, lo jueces no la decretan. Desde diferentes sectores sociales se está planteando la necesidad de dar un paso al frente y modificar este aspecto, haciendo, por ley, que en todos los casos en los que así se aconseje, estén o no de acuerdo los progenitores, se decrete.
Profesionales añaden que, a efectos prácticos, se está cometiendo otro error importante. Los actores implicados en el procedimiento legal, concretamente progenitores, jueces, mediadores y el propio legislador, tienden a priorizar las circunstancias particulares de los progenitores, dejando en un segundo plano los intereses de los hijos. Así, se tienen en cuenta aspectos como qué es lo que quieren los progenitores, cómo es la relación entre ellos, qué conflictos hay o pueden surgir en el futuro, qué les interesa acordar, en qué condiciones desean que se den estos acuerdos, etc. Con esto, se cae en el error de olvidar la doctrina de los mejores intereses de los hijos, que es la que sustenta la implantación de medidas como la custodia compartida. Por eso, estos profesionales apuntan que no se debe perder de vista esta doctrina y, en base a ella, resolver aquello que se considere más positivo para los hijos. Asimismo, apuntan que nos encontramos en un momento de cambio social y legal, por lo que es normal que se planteen este tipo de dudas y debates acerca de cómo ejercer la custodia compartida. Se está asistiendo, afirman, a una especie de experimento social, por lo que son necesarias tanto la crítica social constructiva como la receptividad. Ello permitirá el diseño eficaz de un nuevo sistema de custodia que beneficie a todos, principalmente a los menores.
Conclusiones
Con el análisis desarrollado se confirma que el sistema de custodia que prevalece en un determinado contexto social se encuentra vinculado a la conceptualización en torno a los roles familiares que padres y madres han asumir. En la sociedad preindustrial, basada en un derecho natural o divino, con unos valores patriarcales, todo giraba en torno al hombre. Él era el cabeza de familia, la persona que tomaba las decisiones y al que se debía respeto y obediencia. Los derechos y opiniones del padre estaban por encima de las que pudieran tener otras personas; los hijos eran una propiedad del padre, al igual que las tierras, y debían obediencia y respeto. Por eso, se imponía la custodia exclusiva de los hijos por parte del padre en los casos tanto de normalidad como de crisis conyugal. Cuando en el siglo XIX, se produjo una exaltación de la maternidad, que afianzó la tradicional división de roles en base al sexo del progenitor, las normas vigentes en materia de divorcio pasaron a priorizar el sistema de custodia materna. Se entendía que las madres eran las encargadas de asumir roles expresivos, centrados en el cuidado de sus hijos. Esto las convertía, a efectos jurídicos, en el progenitor más idóneo para el ejercicio exclusivo de la responsabilidad parental. Con el inicio de la Posmodernidad, se produce una nueva redefinición en los roles parentales, de forma que ahora padres y madres empiezan a asumir, indistintamente, roles que antes se consideraban exclusivos de uno u otro sexo. De acuerdo con esa convergencia de roles, empiezan a extenderse, entre otros, el Principio de Corresponsabilidad Parental, basado en la idea de que debe existir un ejercicio conjunto de las funciones parentales, pues ambos progenitores están capacitados para asumir las responsabilidades que implica la descendencia, a la par que la presencia de los dos en la vida de sus hijos, con igualdad de derechos y obligaciones, resulta necesaria para el desarrollo correcto de éstos.
En base a este principio, ha surgido la necesidad de implantar nuevas medidas legales que garanticen el trato igualitario entre padres y madres. La custodia compartida de los hijos se constituye como una de las más destacadas. Prueba de ello es que el sistema jurídico actual de un número importante de países occidentales se orienta, con mayor o menor intensidad, en esa dirección. Sería el caso de países como Estados Unidos, Italia, España, Francia, Inglaterra, Alemania o Suecia (Cf. Lathrop, 2008). Como medidas complementarias, destacan la educación por orden judicial de los progenitores, la creación y expansión de los servicios de mediación y la negociación de los Planes de Parentalidad. En definitiva, un amplio conjunto de medidas que pretenden ayudar a los miembros de la familia a crear nuevos patrones que faciliten la relación posconyugal y sirvan, a su vez, para que ambos progenitores se impliquen por igual en el cuidado de los hijos, sobre todo a largo plazo (ibíd.).
La custodia compartida, como medida legal que busca garantizar el bienestar del menor y favorecer la implicación de padres y madres en su cuidado, debe ser entendida, por tanto, como un resultado de la propia evolución natural que vive la sociedad. Melli (1986) concluye que algunos de los aspectos que han podido favorecer su llegada y aceptación progresiva son los siguientes: primero, el cambio que han experimentado los hombres en su forma de vivir la paternidad, lo que les ha llevado a querer estar presentes en la vida de sus hijos, y desempeñar un papel activo en su cuidado, con independencia de cuál sea su situación sentimental; segundo, la presión que diversos movimientos sociales han ejercido sobre distintas esferas, buscando conseguir una igualdad de derechos entre padres y madres, y un trato similar para ambos desde la institución jurídica; tercero, las investigaciones desarrolladas en disciplinas, como la Psicología o la Sociología, que han puesto de manifiesto que el progenitor que no ostenta la custodia tiene un contacto limitado con sus hijos, lo que dificulta seriamente el desarrollo correcto de éstos; y, finalmente, el reconocimiento generalizado de que la presencia de ambos progenitores, con igualdad de derechos y obligaciones en la vida del niño, además de resultar positivo para éste, conllevaba un cierto alivio para la estructura familiar, ya que las cargas se pueden repartir entre ambos ascendientes.
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