Elementos de la autoetnografía como competencia transformativa en la práctica social
Joaquín Guerrero Muñoz
Profesor del Departamento de Trabajo Social y Servicios Sociales. Universidad de Murcia (España).
Elements of autoethnography as a transformative competence in the social practice
RESUMEN. En este trabajo se destaca la estrecha relación que existe entre la autoetnografía y la práctica social. Un aspecto relevante de este trabajo es definir el sentido del valor transformativo que posee la autoetnografía en la práctica social. Ese rasgo transformativo es útil porque tiene consecuencias positivas para el propio profesional, aumenta su capacidad de reflexión e introspección, la empatía y la vulnerabilidad. Además, desde el punto de vista la práctica social, permite desarrollar intervenciones culturalmente sensibles, que reconocen la diversidad cultural, así como identificar los factores socioculturales, políticos, históricos y económicos que favorecen determinadas condiciones de desigualdad social y plantear una práctica crítica y comprometida que contribuya a impulsar cambios sociales para la mejora de la vida de otras personas y su bienestar.
ABSTRACT. This article highlights the close link between autoethnography and social practice. A relevant aspect of this work is to define the transformative value that has autoethnography in social practice. This transformative characteristic is useful because has positive results for the practitioner, it increases his capacity for reflection and introspection, empathy and vulnerability. In addition, from the social practice perspective, it allows culturally sensitive interventions, and identify sociocultural, political, historical and economics factors associated to social inequalities conditions, and propose a critical and committed practice that contributes to promoting social changes to improve the live of others and well-being.
PALABRAS CLAVE. Autoetnografía, narrativa, práctica social transformativa, competencia cultural, reflexividad, compromiso
KEY WORDS. Autoethnography, narrative, transformative social practice, cultural competence, reflexivity, commitment
1.Introducción
En las últimas dos décadas, y especialmente desde que en España, al igual que en otros países de la Unión Europea, se iniciara el proceso de convergencia en la Educación Superior conocido como Plan Bolonia, el Trabajo Social se ha mostrado como una disciplina aplicada emergente que, paso a paso, se ha ido consolidando en nuestro país tanto desde un punto de vista científico y académico como profesional. En el contexto universitario español el hecho de que las diplomaturas en Trabajo Social se hayan convertido en titulaciones de grado de cuatro años de duración, ha supuesto un cambio cuantitativo y cualitativo. Desde la creación del área de conocimiento en Trabajo Social y Servicios Sociales en 1990, el progreso de esta disciplina ha sido notable. Si atendemos a determinados aspectos relevantes de su devenir histórico es evidente que disciplinas como la Sociología y la Psicología han tenido una gran influencia en el Trabajo Social, creándose un vínculo muy estrecho entre ellas. De hecho buena parte de los supuestos epistemológicos y metodológicos de estas disciplinas se vieron incorporados a los modelos teóricos clásicos del Trabajo Social como el psicoanalítico, el ecológico-sistémico, el humanista o el cognitivo-conductual por citar tan sólo los más representativos (Viscarret 2007). Pero la andadura del Trabajo Social en los últimos tiempos se está reorientando activamente hacia la concreción de aportaciones teóricas propias, y de metodológicas singulares enriquecidas desde la práctica social que van dibujando los contornos de esta disciplina aplicada dirigida esencialmente a la mejora de la vida de las personas (Gray y Webb 2013 y Tuner 2017).
La misma naturaleza teórico-práctica del Trabajo Social sin duda ha procurado un fructífero debate acerca de sus fundamentos epistemológicos y metodológicos, sin dejar en ningún momento de abandonar ese carácter o “juego dialógico” que siempre ha existido entre teoría y práctica en esta disciplina (Payne 2014). El saber en Trabajo Social aúna teoría y práctica, como si se tratara de un continuum inquebrantable que delimita el escenario en el que precisamente se encuentran cara a cara teoría y praxis, a un mismo nivel y sin apenas equidistancia. La evidencia incontrovertible de que la materia prima de la que está hecha la disciplina del Trabajo Social sea la interacción humana en el contexto social, la persona en tanto que actúa en la sociedad, participa de ella, se nutre de la misma, la configura y transforma, al tiempo que su objetivo está en procurar el desarrollo y la cohesión social y el fortalecimiento de las capacidades humanas, explica en gran medida por qué la investigación en este ámbito se ha decantado casi necesariamente hacia el método naturalista.
El naturalismo que debe ser fiel a los fenómenos que está estudiando y emplear “procedimientos naturales” para aproximarse a la compresión del mundo social (Hammerley y Atkinson 1994), es un ideal al que aspira con creces la investigación en Trabajo Social. Sirva como botón de muestra de esta filiación y aspiración a lo cualitativo, los datos extraídos de un estudio realizado sobre la metodología empleada en las tesis doctorales del área de Trabajo Social defendidas en el Reino Unido durante el año 2008. De este trabajo se extrajo por ejemplo que el 58.5% de los doctorandos emplearon una metodología cualitativa en sus disertaciones, el 31.5% mixta, el 5.4% cuantitativa y el 4.6% restante eran investigaciones no empíricas. Los instrumentos empleados para la recolección de datos en el proceso de investigación fueron prioritariamente la entrevista (en formato grupal e individual) y los grupos de discusión (Scourfield y Maxwell, 2010). El naturalismo como propuesta metodológica no sólo se expresa en el empleo de herramientas o instrumentos de investigación cualitativos, además, en la actualidad, las orientaciones teóricas en Trabajo Social se acomodan a una visión dinámica de la realidad social y de los problemas que afectan a las personas. La práctica social, insertada en la realidad misma, no puede ser entendida en términos de relaciones causales, estímulo-respuesta, o encasillando los eventos y fenómenos sociales en leyes universales, por todo ello se abren paso en el corpus teórico del Trabajo Social postulados que embrionariamente se emparentan con el interaccionismo simbólico, el constructivismo, la sociología crítica o la antropología interpretativa.
En este contexto de predominio de la orientación naturalista frente a un enfoque positivista, uno de los métodos de investigación que se ha revelado especialmente enriquecedor ha sido la etnografía, y en concreto la autoetnografía de la que trataremos en este trabajo. La autoetnografía, desde que Karl G. Heider (1975) y David Hayano (1979) acuñaran el término hace más de un cuarto de siglo, ha dado lugar a multitud de experiencias etnográficas mostrándose como un recurso metodológico y epistemológico de gran valor para las Ciencias Sociales. A pesar de que la autoetnografía propone un enfoque metodológico novedoso, no ha estado al margen de importantes controversias acerca de su idoneidad, pertinencia y valor científico. Dos son las características que definen la autoetnografía frente a otras propuestas avanzadas del método etnográfico no “convencionales” como la metaetnografía o la netnografía.
Por una parte está el hecho inequívoco de que el etnógrafo se sumerge en la propia experiencia personal y cultural, convirtiendo el resultado o el producto etnográfico en una suerte de narración autobiográfica. Lo hace guiado en todo momento por la lógica narrativa en la que los límites entre “sujeto” y “objeto” de la investigación se diluyen hasta borrar la irremisible “distancia etnográfica” a la que se refería B. Malinowski -en su obra Argonauts of the Western Pacific (1922) sobre las costumbres y tradiciones de los habitantes de las islas Trobriand- y que él mismo suponía tan necesaria para asegurar la construcción de un conocimiento antropológico “auténticamente científico”. Por otra parte, la autoetnografía comporta una suerte de mirada reflexiva acerca del propio proceso de investigación, y un nivel de introspección personal que facilita la revisión de nuestras creencias e incluso de nuestra identidad.
En el Trabajo Social la orientación narrativa, ámbito en el que podemos circunscribir la autoetnografía, ha tenido y continua teniendo un lugar muy destacado en la investigación y en la práctica social, aunque su capacidad para aflorar en los circuitos y plataformas clásicas de difusión del conocimiento sea todavía restringida (Guerrero 2014). Pero ha sido desde la dimensión práctica donde se ha revelado como depositaria de un valor intrínseco que no es en absoluto secundario a la construcción del conocimiento en esta disciplina. Así la idea clave que me interesa subrayar es que el trabajador social en su quehacer cotidiano se embarca en una relación o encuentro humano genuino, siguiendo la terminología propuesta por M. Buber, que se construye a partir de relatos biográficos compartidos entre el profesional y el “usuario” o “cliente”, siguiendo la terminología al uso. Estos relatos son constitutivos de las propias vidas de las personas (White y Epston 1993), y a la postre se convierten no sólo en un hecho antropológico notable a través del cual se reconocen y se relacionan dos o más personas, sino también en la fuente de un conocimiento acerca de la realidad misma. En la autoetnografía como método de investigación se produce una circunstancia nada desdeñable, puesto que la narración biográfica conduce hacia un desvelamiento radical. El etnógrafo se introduce en un itinerario de autodescubrimiento, de toma de conciencia, de apertura de miras acerca de quién es él mismo, y cuáles son los rasgos de la realidad social y del contexto histórico-cultural en el que desarrolla su actividad.
Estas cualidades tan singulares de la autoetnografía que estamos mencionando, la sitúan entre los métodos de investigación que podríamos decir se encuentran “bajo sospecha” o que están situados en un “terreno de arenas movedizas”. Se la ha identificado casi exclusivamente con quienes defienden un enfoque descriptivo, literario y evocador en la investigación social, en consonancia con una acuciante necesidad de explorar la realidad desde una perspectiva alejada de los convencionalismos metodológicos más ortodoxos del método científico. La autoetnografía se localiza en algún punto entre la ciencia y las artes, la objetividad y la subjetividad, el pasado o el presente, la verdad y la ficción, se ubica por así decirlo en un espacio liminal.
Las críticas al método autoetnográfico han sido múltiples y un destacado número de autores lo han estimado como impreciso, sin reglas sólidas definidas con claridad, imbuido en una grave crisis de representación que sin disimulo elude evocando una epistemología emotiva sin otra intención que la de que el lector empatice con los sentimientos del otro (Denzin, 1997: 228). Algunos argumentos contrarios a la autoetnografía se basan en que es un método “pseudocientífico”, más cercano a la literatura que otra cosa. Es imposible extraer datos “objetivos”, en términos de fiabilidad y validez, en tanto que el investigador es una variable ineludible en este caso de la que nace además la forma en que esos mismos datos son finalmente interpretados y mostrados al público (Ellis 1999, Spry 2001 y Wall 2006 y 2008). Frente a ello, los defensores de la autoetnografía rechazan los supuestos epistemológicos tradicionales, y plantean que en realidad el valor y la integridad de la autoetnografía son forzados al intentar enmarcarla en los términos del análisis sociológico convencional. No se niega en modo alguno que la autoetnografía está emparentada con la novela y la biografía, y por tanto que fractura los límites que normalmente separan la ciencia social de la literatura (Ellis y Bochner 2000: 744), sino que por esta misma razón sea exiliada de forma dogmática del conocimiento científico.
La autoetnografía ha sido también puesta en tela de juicio por ser auto-indulgente, narcisista, introspectiva, individualizada y excesivamente emocional (Atkinson 2013, Coffey 1997 y Delamont 2009). En la dirección de las críticas y del debate sobre la idoneidad científica de la autoetnografía, las implicaciones éticas no son menos importantes. Una de las cuestiones éticas más recurrentes en este tipo de método evocativo y narrativo, es cómo han de ser presentadas las experiencias personales cuando en ellas se encuentran implicadas otras personas, con las que el investigador se relaciona estableciendo vínculos de diversa naturaleza, amistad, amor, parentesco, etc. (Ellis 2007 y Wall 2008). La cuestión no es baladí, ética y autoetnografía, merecerían ocupar un apartado específico en otro trabajo.
Pese a todo lo dicho anteriormente, una cualidad inherente a la autoetnografía es su sentido antropológico y narrativo, lo que la convierte en una herramienta muy poderosa en el ámbito del Trabajo Social. Las cualidades como la autoconciencia o la autorregulación, a las que nos referiremos más adelante, contribuyen a sostener su valor transformativo y han multiplicado exponencialmente las posibilidades de exploración y debate acerca de la propia práctica social.
2. Elementos transformativos de la autoetnografía en la práctica social
La autoetnografía aporta un componente clave en la práctica social. Nos referimos a la conciencia, o para ser más exactos, la autoconciencia o self-awareness. En un sentido escueto y concreto, podemos referirnos a la autoconciencia como el conocimiento que albergamos acerca de nosotros mismos y percatación introspectiva de la propia experiencia. El proceso en la investigación autoetnográfica entraña el desarrollo de un itinerario introsprectivo, y a la vez reflexivo, donde la ecuación personal juega un papel decisivo en la comprensión de los fenómenos y realidades estudiadas. El etnógrafo explora su mundo personal, en el que caben pensamientos, experiencias vividas, emociones, etc. Indaga sobre sí mismo tratando de desvelar las conexiones entre lo personal y lo cultural, aportando de este modo un profundo sentido antropológico a sus actos, emociones, creencias y vivencias. La autoetnografía nos proporciona por tanto una puerta de acceso a la conciencia personal del investigador, recreando un mapa o cartografía de referencias biográficas insertadas a su vez en el entorno sociocultural del que forma parte y del que precisamente emergen esas mismas referencias.
Una característica de la autoconciencia en la autoetnografía es la narratividad. En ese periplo hacia el descubrimiento de sí mismo, el autoetnógrafo crea una historia, una trama sobre quién es, por qué piensa o siente de un determinado modo, cuál es el sentido que le otorga a ciertos acontecimientos o a sus propias acciones, etc. En la narración quedan entrelazados los hechos y las experiencias biográficas con un cierto significado. En ese característico proceso de narrar o contar la propia historia, el etnógrafo adopta unas veces la perspectiva de un insider, al tiempo que dirige la mirada y focaliza su atención hacia la realidad cultural como un outsider. Sin duda a través de la narración autoetnográfica es factible acceder a materiales depositados en la intimidad de nuestra psicología individual, y eso conduce a una apertura de la conciencia, como revelación genuina de quiénes somos nosotros mismos y de por qué nos comportamos de una cierta manera. Pero ¿qué implicaciones ha tenido esta cualidad del método autoetnográfico sobre la práctica social? Para algunos trabajadores sociales existe una característica sobresaliente. La autoetnogafía requiere de coraje. De coraje o fortaleza porque a través de la narración autoetnográfica se revelan, comparten y hacen públicos aspectos o hechos de la propia vida, así como pensamientos y sentimientos que de ninguna otra manera aflorarían en la intervención. Se transgreden abiertamente las fronteras convencionales de la práctica social que en teoría separan el mundo personal del profesional (Whitkin 2014: 9). Dos mundos que no deberían conectarse en ningún caso, más bien que deberían correr paralelos, esquivando cualquier tipo de intersección. Sin embargo, el método autoetnográfico nos enseña que estos dos mundos están íntimamente ligados y que la participación de ambos en la práctica profesional es más que evidente.
Desde los centros de enseñanza se inculca a los futuros trabajadores sociales que deben mantener una “distancia profesional”, al objeto de que su visión del problema no esté contaminada por sus propias creencias y valores. Los previsibles sesgos en la práctica social generan una especie de fobia o miedo irracional a “no ser profesional” o no actuar con la “necesaria profesionalidad”. Con frecuencia ello conduce a una incompresible “asepsia profesional” por parte del trabajador social a la hora de conducirse en contextos complejos, tratando con personas que en muchos casos se encuentran en una situación límite y crítica. La autoetnografía habilita un posibilidad metodológica que hace factible incorporar a la práctica esos aparentes “sesgos”, en tanto que el profesional los puede examinar, evaluar y hacer públicos, creando significados que nos ayuden a comprender el sentido de la intervención, de las motivaciones o intenciones de la estrategia seguida y de las dificultades experimentadas durante todo el proceso. El trabajador social narra, como veremos más adelante, sus inquietudes, temores, inseguridades, etc. a la hora de enfrentarse a acontecimientos o eventos vitales que le afectan a él mismo o a las personas a las que presta su atención y ayuda. No rehúye por tanto los “sesgos”, muy al contrario los aborda con sinceridad, partiendo de que no hay verdades absolutas y que en todo caso nos importa comprender el significado profundo de determinados hechos.
Un segundo elemento clave que se traslada desde la autoetnografía a la práctica social, es su valor como instrumento de autorregulación. Estoy refiriéndome a la cualidad que el método etnográfico, en nuestro caso la autoetnografía, posee para incitar una revisión de la práctica, situando al trabajador social en una encrucijada de caminos donde confluyen la reflexión crítica, el autoconocimiento personal, la dualidad individuo-sociedad y la liberación de ciertas formas de dominación. La dominación por ejemplo que devine de la propia cultura científica, de nuestros prejuicios profesionales o de nuestra particular forma de dar sentido a la práctica social. La autoetnografía posee ciertas peculiaridades que, siguiendo el análisis que realiza D. Custer (2014) sobre su valor transformativo, contribuyen a definir un método acerca de cómo dirigirse en la práctica social. Este planteamiento, más allá del hecho de favorecer la capacidad crítica y reflexiva sobre la propia actividad profesional (Jensen-Hart y Williams 2010), aporta además un contingente de pautas que inciden directamente en la relación entre el profesional y el “usuario” o “cliente”: confianza y comprensión mutuas, equilibrio en la relación, proximidad o cercanía, etc.
Mencionaré algunas de las pautas autoetnográficas que, en mi opinión, son más relevantes con relación a la práctica social. En primer lugar fortalece y profundiza en una actitud honesta frente a las propias experiencias, evitando eludir aquellos aspectos de la vida que nos resultan más complejos, inquietantes o amenazantes. Todas las experiencias son valiosas en sí mismas. La honestidad es un valor y un componente esencial en la práctica social, que favorece una relación saludable con el entorno, con nosotros mismos y con los usuarios o destinatarios de un servicio. Sirva como ejemplo las palabras de la profesora Katherine McCrea de la Loyola University Chicago School of Social Work en su autoetnografía de la adopción, y las de Johanna Hefel de la University of Applied Sciences Vorarlberg (Australia) sobre la experiencia de padecer cáncer:
“This is the story of my personal journey to parenthood, which, due to accidents of timing and a fateful coincidence of local and global influences on Guatemala adoption, quickly swept me into some of the most enshadowed and sinister corners of the orphan crisis in global child welfare (...) This story cannot be otherwise known because the people who are the basis of facts one could gather using other methods disappear. The infants disappear: kidnapped, sold to Fagins who will turn them into thieves and criminals, or dying slowly of malnutrition, illness, lack of love, grief.” (McCrea 2014: 25).
La profesora Katherine McCrea aborda el proceso de adopción desde su experiencia personal, o como ella misma lo denomina, desde su “viaje a la paternidad”. Esta historia revela una realidad devastadora sobre la “crisis de los huérfanos” en el mundo, y de forma más particular en Guatemala. Esta realidad es tangible, no está enmascarada por infinidad de datos estadísticos, se puede palpar con toda su radicalidad, sin tapujos, sin maquillajes. Es así de trágico, los niños “desaparecen”, nos dice McCrea, son secuestrados o vendidos a “Fagins”, -dice ella recordando aquel siniestro y fatídico personaje de Ch. Dickens- que los convertirán en ladrones y delincuentes, o irán muriendo lentamente de desnutrición, enfermedad, falta de amor y cariño, dolor y sufrimiento. En el relato sobre el proceso de adopción la autora no evita las dificultades a las que se enfrenta y la cruda realidad que muchas veces hay tras los niños y niñas huérfanos.
Igual de tangible son la enfermedad y la muerte, ineludibles acontecimientos que trastocan nuestro mundo y lo ponen patas arriba. El cáncer es una clara disrupción biográfica, en el sentido que le otorgaba el sociólogo M. Bury, y sus implicaciones en la vida de las personas trascienden con mucho el sentido médico o clínico de la enfermedad. Johanna Hefel demuestra a través de sus palabras la honestidad que preside su autoetnografía, como un ingrediente esencial para comprender el sentido de la misma, sus pretensiones y objetivos, sin rechazar la confrontación con una realidad vital que experimenta en primera persona, de la que es protagonista directa:
“When Herman fell ill with cancer, the physician advised him that he would have between a year and eighteen months to live. I promised him that I would be beside him in line with his needs and wishes until his life’s end. A year later I too became ill with cancer and became not only a support person of a cancer patient, but a cancer patient myself (...) For me the cancer diagnosis was not something to keep secret but an opportunity to confront my private and professional circles with transience of life, with illness and possible death” (Hefel 2014: 197).
En segundo lugar, indicar que la autoetnografía promueve la vulnerabilidad. Lo hace en la medida que implica una cierta desnudez psicológica y emocional, y nos pone en disposición de reconocer sentimientos como la vergüenza, la culpa, el remordimiento o la incomprensión, alguno de los cuales se producen precisamente en el “campo de batalla” de la práctica social. Esa desnudez psicoemocional no sólo se expresa a través de sentimientos, también deja al descubierto los anhelos y deseos que dirigen nuestra vida, nuestras aspiraciones y motivaciones, los ideales y valores que influyen en las decisiones que tomamos, que remarcan la intencionalidad en nuestras acciones y la manera cómo nos enfrentamos a los problemas y dificultades cotidianas. A su vez la vulnerabilidad posee un efecto catártico. Esta catarsis no debe entenderse como una debilidad, o la muestra de la incertidumbre propia de una mala praxis, sino el efecto evidente de que estamos sujetos a múltiples avatares que nos influyen desde un punto emocional, sin que ello comporte un menoscabo en nuestra actividad profesional.
“Parenthood starts with some dream, like a seed, born of ancient memories and personal experiences of caring and being care for, and in this dream every parent is looking, somehow and in however focused or fragmented a way, for a child. In my parent dream, I wondered who the child would be, imagined loving that child, discovering the wonderful person the child could become and hoping to be up to the job of helping the child become that wonderful person. Then, as the dream come to earth, one gradually knows that this dream will not just in one’s heart but become one’s very heartbeat; it is a dream of life, but of life so deeply important it means more than one’s own bones and breath: it means that ability to love, to live what life is meant to be, to join the core of the universe with one’s tiny, humble heart” (McCrea 2014: 26).
En esta breve cita extraída del relato autoetnográfico de Katherine McCrea sobre la adopción infantil, la autora se libera de ciertos sentimientos, nos muestra su aspiración vital y el valor supremo del amor o de la capacidad de amar en la paternidad. Este valor o ideal nos provee de información acerca del significado profundo que para ella posee la adopción, al tiempo que nos da cuenta de sus motivaciones e inquietudes. En el texto de Johanna Hefel que citamos a continuación, la autora explica por qué para ella era tan necesario crear un espacio donde pudiera hablarse del cáncer. Declarando abiertamente el diagnóstico de su enfermedad Hefel deseaba que no cayera bajo el manto del silencio, sometida a una invisibilización forzada, como si el cáncer fuera algo que no existiera o de lo que ella misma tuviera que avergonzarse.
“In my professional role as professor of social work, I decide to name my illness, to create a speaking area for the unspeakable and inform the staff, the students, and project partners about my medical condition (...) Language as an essential instrument in social work is often afforded too little space in education. Linguistic difficulties in every life, in both professional and personal lives, come about particularly through insinuations, encryptions, silence, and encountering and confronting frightening and shameful subjects. (...) These thoughts motivate me to choose the path of opening myself up, to declare the diagnosis of cancer, to write it down, to refuse to spread a cloack of silence illness and the predictable absences” (Hefel 2014: 208-209).
En tercer lugar, mencionar que impulsa el desarrollo de la empatía. El escritor-narrador autoetnográfico conecta sus propias experiencias con las de los espectadores, o lectores, de una manera que transforma sus ideas preconcebidas y sus prejuicios, y derrumba ciertos mecanismos de defensa haciendo así más fácil ponernos en lugar de los demás, precisamente por lo que en los otros apreciamos de nosotros mismos. Se alumbra pues un habitáculo para la interacción entre el autoetnógrafo y el lector. Desde la narración la voz del autor interpela al lector para que desarrolle y ponga en marcha la empatía, haciéndole partícipe de sus vivencias, buscando su complicidad, como lo haría un novelista. Estas vivencias surgen de la intimidad que ahora es compartida, otorgada al otro como una forma de conocimiento mutuo, de encuentro e intercambio recíproco, de intersubjetividad diferida. La empatía se configura, la mayoría de las veces, acudiendo a un relato en primera persona cargado de emotividad, en el que destacan también las reflexiones personales y los hitos biográficos, eso sí, reportadas con un profundo sentido crítico y reivindicativo. Lo vemos en el trabajo de Katherine McCrea cuando refiriéndose a su historia personal dice:
“If you decide to read this story, I hope our encounters with the dark and noble sides of human nature will underscore the importance of corrective understandings and actions. I hope you will experience the courage of infant twins who dared to hold on to their love for each other despite disruptions by life-threatening illness, neglect, cruelty, and corruption. I hope you will know a bit more about what actually happens when mothers made desperate by poverty want to spare their newborns the threat of kidnapping, slow death from starvation, or mortal illness and disability, and find the courage to give them over strangers in the hope the children will find a better life” (McCrea 2014: 26).
Igualmente la escritura autoetnográfica muestra su predisposición a la empatía en tanto que nos traslada en qué grado las experiencias vividas transforman nuestra visión de la realidad y nos ayudan a comprender cómo se sienten los demás, qué les preocupa o angustia, cuáles son sus inquietudes o desvelos, etc. Esta es la resultante más evidente, pero la escritura etnográfica, genera autoaceptación, una suerte de empatía dirigida hacia nosotros mismos, que nos ayuda a conectar con aquellos aspectos singulares que definen nuestra forma de ser y actuar en el mundo, a comprender su dinámica y asumirlos como propios en un sentido positivo.
“Given that I consider my life fundamentally to be meaningful, harmonious, and precious, I have a lot of internal assets that allow me to cope with times of crisis. I find myself reflecting o how to cope and relize that it is important for me to experience myself as an active producer and shaper of my own life. This could perhaps partly explain my fear of losing control and being dependent on others. But I learned and am still learning to ask for help and receive assistance, and this enriches my life. My own transience does not scare me anymore; I am coming in terms with it and live my life more aware and intensively than before.” (Hefel 2014: 214).
El valor de la empatía se vislumbra en la esfera de la práctica profesional. Esto es fácil de explicar. El trabajador social se pregunta acerca de qué es bueno, adecuado y oportuno, teniendo como referencia su propia experiencia vital, al ser padre adoptivo como en el caso de McCrea o de un paciente de cáncer como en Hefel. Desde aquí se pone en lugar del otro y desafía o cuestiona aspectos de la práctica social. Lo vemos muy claro en el testimonio de Johanna Hefel cuando sugiere que la comunicación entre el médico y el paciente oncológico es de gran importancia en esta situación altamente sensible y emocional, y propone que ésta debe desarrollarse en un tiempo, espacio y atmósfera adecuados. Este reordenamiento comunicativo crea la posibilidad real de preguntar acerca de cualquier aspecto que preocupe al paciente, de discutir alternativas y opciones, sin ninguna presión (Hefel 2014: 216).
En cuarto lugar, favorece la innovación y la creatividad. La autoetnografía estimula la creatividad en el narrador-escritor y en el lector. Por un lado, lo hace en tanto que el etnógrafo explora vías de comunicación diferentes, se sitúa en un exilio creativo fuera de los cánones de la escritura científica convencional, y por otro, en cuanto que estimula y activa la imaginación de los lectores a través de la narración, del texto mismo. En la autoetnografía se experimenta con recursos narrativos que “enganchan” al lector. Se persigue en cierto sentido crear una interacción empleando materiales muy diversos. El método autoetnográfico es innovador por su diseño, gira en torno a experiencias individuales únicas, que son evocadas y se adaptan, dotándolas de múltiple significados, a un intenso y laborioso proceso creativo en el que intervienen elementos literarios, poéticos, gráficos, musicales, etc. Hefel incorpora por ejemplo en su texto sobre el cáncer un poema de Herman Hesse que le sirve de inspiración y recurso narrativo. Al hacerlo le concede a su escritura un aspecto innovador, al tiempo que a través de las palabras de Hesse intenta poner en valor y explicar sus sentimientos y emociones al enfrentarse a la enfermedad, como dice el poema, con la “frente sumergida a diario en el destello de la brutalidad sufrida” (Hefel 2014: 227).
3. La autoetnografía como competencia transformativa
Una pregunta que podríamos plantear en este apartado es ¿hasta qué punto podemos considerar la autoetnografía como un método transformativo que afecta a la práctica social? Algunos autores, lo hemos visto en el apartado anterior, hablan de que el valor transformativo de la autoetnografía en la práctica social reside en la autoconciencia que induce en el trabajador social una transformación personal. Remarcamos por tanto que la autoetnografía es un proceso introspectivo y reflexivo en el que el investigador inicia un viaje exploratorio hacia su interior que finalmente acaba transformándolo (Raab 2013). En ese camino de búsqueda, donde surgen multitud de preguntas, el autodescubrimiento personal posee un valor transformativo, necesariamente implica pensar acerca de uno mismo, cuestionar la propia identidad, y observar la realidad considerando aspectos que hasta el momento nos habían pasado desapercibidos.
Sin duda una primera transformación es interna. Tiene lugar al descubrir cosas sobre nosotros mismos y compartir con los demás la experiencia de ese descubrimiento. Cuando revelamos nuestras emociones o expresamos determinadas ideas y hacemos partícipes a los demás de ellas algo cambia en nuestra percepción de la realidad. Más allá del efecto catártico que supone “abrir nuestro mundo personal a los demás”, las experiencias vividas nos conectan con la humanidad. De algún modo nuestra capacidad de empatizar se agudiza y adquirimos una sensibilidad sobresaliente. La autoetnografía induce una metamorfosis en el investigador porque implica además la incorporación de nuevos aprendizajes, los cuales tienen la singularidad de permanecer en el tiempo a la vez que nos sirven como un vehículo de emancipación respecto de nuestras propias creencias culturales. La autoetnografía abre entonces la posibilidad de reconsiderar algunas características de nuestra identidad, incluso a nivel profesional (Wall 2006). Pero la reflexividad que aporta la autoetnografía tiene un efecto metodológico en la práctica social. Es una forma de verificación del proceso de intervención social, y además postula distintas vías de comprensión de la realidad y por ende facilita la propuesta de acciones o modos de trabajo cualitativamente distintos (McIlveen 2008).
Esta es la segunda diana transformativa. La autoetnografía posee también un elemento transformador que no es propiamente el que afecta a la visión que tiene el profesional de sí mismo o la realidad, sino que trastoca la “filosofía” sobre la que se construye la práctica social. No se trata ahora de una variación en el punto de vista, un cambio de perspectiva, sino de un enfoque completamente alternativo a la hora de dirigirse en el plano de la intervención. En este sentido el valor transformativo de la autoetnografía en la práctica social se concreta o incide sobre la propia competencia del profesional. Lo hace en tres direcciones: a) facilitando una práctica social culturalmente sensible, b) promoviendo el reconocimiento de las minorías y de los grupos en situación de desigualdad y c) estimulando una modalidad de práctica social crítica y comprometida. Desarrollamos ahora cada uno de estos aspectos.
En cuanto a la práctica social culturalmente sensible cabe decir que se trata de un desideratum. Existen múltiples razones para ello. Una sería la dificultad intrínseca que lleva consigo el término “competencia cultural” desde un punto de vista epistemológico y metodológico. Partimos de un consenso básico que vendría a ejemplarizarse en la idea de que el profesional ha de considerar positivamente la cultura del “usuario” o “cliente”, entender el papel que juega en el proceso de intervención y desarrollar una actitud favorable hacia la diversidad cultural. Sin embargo más allá de este consenso que los trabajadores sociales recogen mínimamente en su Código Ético y Deontológico, el camino hacia una práctica social culturalmente sensible está por definir. Desde el plano formativo no hay unidad acerca de cómo trabajar los tres componentes de la competencia cultural, el conocimiento o saber, el saber hacer o conocimiento instrumental y las actitudes, y tampoco existe un desarrollo claro o guía de cómo se trasladaría todo ello a la práctica, en las organizaciones y servicios, en los equipos multiprofesionales, en los planes y programas de intervención, etc. Algunos trabajos han sugerido la carencia de competencia cultural entre los profesionales o su notable pobreza, al igual que por añadidura existen actitudes entre los propios profesionales que frenan y obstaculizan una respuesta culturalmente sensible (Laird, 2008). Lo que no podemos obviar, pesa a las limitaciones que acabamos de mencionar, es que la etnografía, y singularmente la autoetnografía, predisponen claramente a la competencia cultural.
La cultura del usuario es la materia viva del trabajo de campo. Cuando la etnografía se torna en autoetnografía la resultante es muy similar, en tanto que pone de manifiesto en qué medida variables como el género, los valores, las creencias, la cultura profesional u organizacional, etc. son decisivas para comprender la manera en que vemos el mundo y actuamos en él. Así nos percatamos o somos conscientes del influjo del modelamiento cultural en nuestro propio comportamiento, sin caer en determinismo extremos claro está, pero con la certeza de que no es posible despojarnos de la propia cultura. La autoetnografía nos conduce a considerar la interacción constante y continua entre “lo personal” y “lo cultural”, haciendo posible una suerte de “auto-empatía” que nos resultará de gran ayuda para ponernos en lugar de los otros y entender cómo también en ellos actúa la cultura. La sensibilidad hacia otras culturas nos lleva a considerar tanto las diferencias como las similitudes entre diferentes poblaciones o grupos humanos, a realizar una comparación entre realidades y visiones del trabajo social cultural e históricamente situadas.
Con relación a cómo la competencia o sensibilidad cultural puede trasmutar la práctica social a través de la autoetnografía, me gustaría hacer referencia al texto de un trabajor social finlandés, desplazado al norte de la India durante cierto tiempo, que tuvo contacto directo con la práctica social en un contexto sociocultural completamente distinto del que provenía. El resultado de la experiencia de Satu Ranta-Tyrkkö muestra cómo la sensibilidad cultural que favorece la autoetnografía revierte en la práctica social generando preguntas y estableciendo un diálogo en diferentes niveles, personal, profesional, académico, sobre el sentido mismo del trabajo social.
“Having been born and raised in a country and at a time in which many of the benefits of Nordic welfare state model seemed certainties, learning of the contrasting of India has been illuminating, and it has influenced my thinking on socil work. Frist, it has made me more sensitive toward multiplicity of realities and has helped me to better realice my own location and standpoints and the culturally specific, location-bound nature of all social work. Second, it has generated a personal interest in social histories –how and why social work got formed in different places, and how local constructions of social work have been influenced by broader social, cultural, an economic processes. Third, my travels in India made me realice not only differences but certain odd similarities between Finland and India” (Ranta-Tyrkkö 2014: 87-88).
Respecto del segundo aspecto, está claro que la autoetnografía es una aliada para el Trabajo Social. Esta disciplina se encuadra en el terreno mismo de la aplicación, el cambio y el desarrollo social no son posibles sin el reconocimiento y el respeto a la diversidad, el fortalecimiento y la liberación de las personas, bajo los principios de la justicia social y los derechos humanos. La práctica social anti-opresiva o Anti-Oppresive Pratice (AOP) enraizada por completo en el Trabajo Social defiende la idea de que en la sociedad se dan formas de desigualdad que responden a una determinada estructura y organización social que perpetúa las diferencias entre los grupos humanos atendiendo a criterios socioeconómicos, políticos o culturales. En buena medida ello trae aparejado todo tipo de comportamientos, actitudes, prácticas discriminadoras y formas de opresión que entran en colisión directa con los derechos humanos y la justicia social (Dominelli y Campling 2002 y Strier 2007). Transformar esta realidad es una aspiración del Trabajo Social.
La autoetnografía posee un valor testimonial que se encuentra ampliamente diseminado y que contribuye a generar un valor transformativo que conecta con la práctica social anti-opresiva. Una de sus cualidades destacadas, muchas veces denostada por la ortodoxia del método científico, es su capacidad para romper con apriorismos, prejuicios y discursos hegemónicos concediendo voz a quienes habían sido silenciados durante tanto tiempo. La autoetnografía “indígena” o “nativa” trata precisamente de esto. Plantea un auténtico giro copernicano en el método etnográfico. Ahora tanto el etnógrafo, como el nativo, son protagonistas de su propia narración etnográfica, de motu propio, sin necesidad de recibir el aval de ninguna autoridad académica, desmitificando la necesidad de una traducción “experta”, de un intermediario, para hacer comprensible el sentido de nuestros actos y el peso de la cultura en ellos. En este sentido la autoetnografía es una suerte de método emancipatorio al igual que la práctica social anti-opresiva lo es en otros terrenos. La autoetnografía no es sumisa, más bien rompe ciertas ataduras reflejo de un “domino” asentado en buena medida en la tradición ya sea la que representa la propia cultura científica o la profesional. Aquí existe un diálogo fluido entre la autoetnografía y la práctica social porque ambas se inspiran y comparten un factor “liberador” que resulta ser transformativo.
Por último la consideración sobre el tercer factor es del todo pertinente y se encuentra conectado con los dos anteriores. El sentido crítico y comprometido de la autoetnografía es igualmente un valor transformativo que podemos trasladar a la práctica social. La crítica y el compromiso se hacen patentes en la autoetnografía. El sentido crítico lo es porque sólo desde esta óptica, desde el juicio crítico, es posible establecer un criterio de verosimilitud o de correspondencia con la realidad y con el propio trabajo de campo. Cuando el etnógrafo es el sujeto de su propio análisis, ha de realizar un duro examen previo, debe evaluar sus acciones, conocer sus intenciones y hacer visible el sentido de las mismas sin cortapisas, sin dejar nada en el tintero, a sabiendas incluso de que la narración autoetnográfica puede ser imprecisa y limitada. Lo que sucede es que las limitaciones e imprecisiones no son disimuladas, sino que nos aportan información decisiva sobre las condiciones en las que ha tenido lugar la investigación etnográfica. Traído al ámbito de la práctica social la autoetnografía facilitaría que las condiciones de la intervención fueran tenidas en cuenta, para evaluar críticamente el proceso.
Respecto del compromiso, es evidente que la autoetnografía implica una cierta obligación entre el investigador y el resultado de la investigación. Ahora no hay dudas sobre la autoría, ni siquiera sobre los sesgos que la traducción cultural puede extender y diseminar. Crítica y compromiso van de la mano, no puede existir la una sin la otra. Un ejemplo de ello lo tenemos en el texto autoetnográfico de Jane Fook sobre la propia investigación. Tomando como punto de partida la aseveración de que la reflexión crítica sobre la propia experiencia puede atraer a la superficie el pensamiento implícito oculto en el proceso de investigación, Jane Fook realiza una serie de consideraciones sobre las oportunidades que ofrece la reflexión crítica desde la autoetnografía en el campo de la comunicación de las ideas y el debate y la discusión acerca de los descubrimientos.
“I agree with this view but would extend the idea to include more than notions of reflexivity (…) In other words, a process of critical reflection, used to examine multifaceted experience and based on a number of theoretical frameworks, can be used to research experience in a more complex way. I belive that, using the approach to critical reflection outlined above, it is possible not only to unearth fundamental assumptions that make connection with social and cultural contexts (…) I belive that the structured process for critical reflection that I advocate can actually lead to better expression of experience in terms the person who is experiencing it can identify and engage with. In this way it is also possible to develop new labels and expressions to better communicate and discuss experiences” (Fook 2014: 125-126).
4. Conclusiones
A lo largo de estas líneas hemos visto como el factor transformativo de la autoetnografía se une a la práctica social. Lo hace desde dos vertientes que son complementarias. Por una parte los elementos transformativos inciden en la visión que tenemos acerca de nosotros mismos y de la realidad, en nuestra capacidad para comprender nuestra propia experiencia y la de los demás. Pero más allá de que la autoetnografía nos pueda reportar una suerte de metamorfosis interna, tiene una repercusión directa sobre la práctica social, y por tanto la autoetnografía no sólo es un método de investigación, con las cualidades que se han destacado, narratividad, imaginación, creatividad, innovación, intersubjetividad, etc., sino que además contribuye al desarrollo de lo que en este trabajo se ha denominado como “competencia transformativa”. Esta es la aportación novedosa que se desprende de este trabajo. Hasta el momento nos habíamos centrado casi en exclusividad en el valor transformativo de la autoetnografía tanto en lo personal como en el plano metodológico. Habíamos dejado de un lado las implicaciones para la práctica social y en qué medida la autoetnografía podía contribuir a mejorar la profesión del Trabajo Social. Igualmente se pone de manifiesto que la competencia transformativa en la práctica social se fundamenta en tres pilares que precisamente se encuentran en la autoetnografía: la sensibilidad cultural, el reconocimiento de la desigualdad social y de los factores socioculturales, políticos, históricos y económicos que perpetúan determinadas situaciones de injusticia social, y por último, el desarrollo de una práctica social crítica y comprometida.
Queda pendiente el análisis más detenido de los componentes que pueden ser ligados a cada uno de estos pilares. Si se trata de una competencia profesional, debemos ser capaces de identificar y evaluar determinados resultados de aprendizaje, metas o logros. A partir de ellos es posible establecer la dirección que ha de tomar la formación en este campo, incluyendo conocimientos, habilidades y actitudes. El trabajador social que asume plenamente la función transformativa que puede implicar la práctica social, ha de conocer igualmente cómo se llega a ella, porque es evidente que no toda intervención es por definición transformativa, al menos en el sentido que se ha propuesto en este trabajo.
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