Un libro ejemplar.
Carlos X. BLANCO
De Covadonga a la nación española. La hispanidad en clave Spengleriana.
Alicante, Editorial Eas, 2019, 156p.
ISBN 978-84-949596-4-6.
Gerd Morgenthaler
Los Picos de Europa, situados en lo más alto de la cordillera cantábrica, se elevan tanto hacia el cielo que pueden ser vistos a enormes distancias desde el mar. Desde tiempos inmemoriales estos altos riscos muestran el camino de regreso a su hogar a los marineros del norte de España.
Desde 1918 estas escarpadas rocas albergan un Parque Nacional; sin embargo, esta región no sólo es conocida por la grandiosa belleza de sus paisajes sino principalmente por albergar una cueva que descansa al pie de esas montañas del este asturiano. Es la Cueva de Covadonga, centro de peregrinación y mito nacional del Reino de España. Justo en ese lugar y en el año 722 (o 718, el dato es aún discutido) los astures, bajo el mando del noble visigodo don Pelayo, infringieron a los árabes la primera derrota desde que estos, tras la batalla de Guadalete (711), avanzaran sin apenas resistencia para ocupar la mayor parte de la península ibérica. Aquel acontecimiento de Covadonga se considera el inicio de una Reconquista que culminó unos ocho siglos después, cuando en el año 1492 los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, tomaron el último bastión árabe, la ciudad de Granada.
En su nueva obra, el filósofo gijonés Carlos Xavier Blanco Martín se ha propuesto por primera vez contemplar la historia de España desde Covadonga a través de la mirada de Oswald Spengler. ¿Por qué Spengler? Blanco responde así a esta pregunta que él mismo se formula: “Porque el filósofo alemán”, que apenas ha sido tomado en consideración en España, “es el más grande pensador del siglo XX”. Mejor que ningún otro, Spengler podría contribuir al conocimiento de nosotros mismos como europeos y ayudar de paso a entender la duplicidad (las dos caras) de España.
¿De qué duplicidad se trata? En el curso de su obra Blanco irá dando respuesta a esta pregunta. Según el convencimiento del autor, España no ha superado aún la oposición entre el sur mediterráneo y el norte atlántico. Una oposición que sólo las categorías spenglerianas pueden aclarar.
Antes de la conquista musulmana, toda la península al sur de la cordillera cantábrica estaría marcada por una civilización greco-romana que se hallaba ya muy influida por Bizancio y que había evolucionado hacia ese típico “sentimiento de cueva” (Höhlengefühl) propio del Levante; una cultura del Oriente Próximo que Spengler designa como “árabe”.
Es cierto que antes de la invasión árabe y bereber, el reino de Toledo estaba regido por una élite visigoda, pero esta se hallaba ya fuertemente romanizada y aliada con una antigua Iglesia, todo lo cual ofrecía todas las características propias de una débil pseudomorfosis que facilitará el puente al dominio cultural oriental que finalmente se consumó con la islamización.
La frontera atlántica norte, húmeda y verde viene a ser, según Blanco, el polo opuesto al seco sur mediterráneo, no sólo en lo climático, también en lo cultural. Es allí, en Asturias y a raíz de la batalla de Covadonga, donde se reorganiza el elemento verdaderamente germánico, “libre del sedimento cosmopolita de las grandes ciudades del sur”. Allí, en Covadonga, la nobleza local goda se independizó de la sincrética capa que regía el reino de Toledo, para articularse junto a los antiguos pobladores astures, a quienes por primera vez consideraron hermanos de sangre, constituyendo así un nuevo pueblo.
A raíz de estos acontecimientos, un cristianismo fáustico va relegando paso a paso a ese cristianismo del “sentimiento de cueva”, de la ascesis, del desprecio del mundo y de la sumisión ante el poder de Dios. Este nuevo cristianismo es el del Beato de Liébana, quien otorga un nuevo sentido a las profecías del Apocalipsis, según el cual los infieles sarracenos sólo podrán ser expulsados con la espada. Así, Blanco muestra que la Reconquista no es sólo la consecuencia de un fortalecimiento de la cultura occidental, sino que más bien la Europa fáustica en sentido spengleriano nace en la batalla de Covadonga. “Goda” es esa voluntad de poder que se expande por todo occidente para conquistar lugares deshabitados, reconquistar territorios caídos en manos enemigas o erigir un reino y que en España lleva a una etnogénesis. En este nuevo espíritu los pueblos astures, cántabros, gallegos y vascos, conocidos desde el tiempo de los romanos, se unen y se transforman con la Reconquista de la mano de reyes o condes constituyendo los nuevos pueblos de leoneses, aragoneses, castellanos y catalanes. En la lucha común contra el moro enemigo surge la nación española, al modo de una suerte de federación.
A raíz de este “surgimiento de la nación”, la evolución histórica de España será explicada por Blanco en inserción directa con los cambios geopolíticos europeos. La Castilla de los Habsburgo, que ansía dominar el mundo, entra así en conflicto con otras naciones que han surgido en el seno de Europa. El triángulo Madrid, Roma, Viena se va erigiendo, tras la decadencia del feudalismo y la rebelión protestante, como el soporte de Occidente, lo que posibilita a su vez el ascenso de otras fuerzas nacionales en Europa.
Blanco resalta una interesante diferencia entre países con “tendencias edificantes” y países que acusan una “tendencia anarquizante”. Entre los primeros está el ultramontano “Imperio católico” español, comprometido con la Iglesia de Roma, pero también entre este grupo cuenta Blanco a dos imperios más, a Inglaterra como “Imperio comercial” monopolizador “capitalista”; y -apoyándose en Spengler- al llamado “Imperio del trabajo”, a una Prusia puesta al servicio de la comunidad, del deber y de la obediencia. Los países de “tendencias anarquizantes”, si bien en origen unidos a una idea germinal de socialismo, han degradado en la ruptura anárquica; así, la revolucionaria, igualitaria y sangrienta Francia; o Italia, caracterizada por un particularismo de ciudad estado o pequeña República.
El siglo XVIII pareció traer un equilibrio de poderes en Europa en el que se experimentó por breve periodo de tiempo una verdadera comunidad de pueblos europeos, casi una “nación europea”. Un siglo que, en sus comienzos significó una verdadera era europea, fundado en la gran política y en la diplomacia. Sin embargo, esta unidad quedó rota con el horror de la industrialización. La burguesía, sin historia e incapacitada para formar un solo cuerpo, acabó no sólo desarmando a la nobleza, sino aniquilando los lazos de una solidaridad proletaria internacional, implicando a las clases trabajadoras de cada nación en el sostenimiento de un saqueo colonial.
En contra de la extendida opinión, según la cual en 1789 se instaura el concepto de nación, Blanco aborda -bajo el sostén de las categorías spenglerianas- una tesis completamente opuesta: la revolución francesa supuso no sólo la muerte de la nación en sentido fáustico sino también de la cultura occidental, y a raíz de esta ruptura es cuando nace una débil e informal civilización. Tras la disolución de la nobleza -y del clero unido a ella-, quedó tan sólo una burguesía apoyada en un “sacerdocio laico”, vulgar hasta el extremo, tecnócrata, pacifista, fundado en un oclocrático liberalismo y en un socialismo degradado hasta la anarquía. Los elevados fines de la nación desaparecieron. Ante tal panorama –piensa el autor- es posible que resurjan algún día hombres que amen la aventura, el riesgo y el peligro, o tal vez asistamos al surgimiento de nuevos bárbaros que nacidos en las sombras de los rascacielos de estilo occidental en Shanghái, Moscú o Sao Paulo, acometan el papel de herederos de los anteriores bárbaros.
Buscando un sólido fundamento en Ortega y Gasset, Blanco concluye su obra haciendo una llamada a los pueblos de España, pero también a los europeos. Ante las tremendas exigencias de la globalización, y a la vista de la tarea geopolítica de España como salvaguarda ante el continente africano, no es aconsejable ni inteligente que vascos y catalanes emprendan el camino de la separación del resto de España; tampoco es aconsejable ni inteligente oponer a ello un centralismo frontal fuerte. Lo único que puede hacer fecundo el futuro es el “espíritu de Covadonga” que ensamble a los pueblos históricos europeos en un “pacto leal” federativo. Blanco considera que el estado actual de las autonomías en España es un estado fallido, ya que fue trazado de un modo tan arbitrario que incapacita a los pueblos de España para un renacer del sentimiento de pertenencia a un proyecto común.
La nación española, unida bajo ese espíritu de Covadonga, habrá de ser el punto de inflexión para el nacimiento de una verdadera nación europea, que vele por los más altos principios: “La nación, propiamente, es la nación fáustica”. Europa será federación, imperio multinacional o no será nada en el futuro sucesivo, salvo un gran campo de esclavos (p. 89). Covadonga habrá de ser el faro que ilumine a la Europa fáustica.
El autor ofrece además una singular mirada al interior del problema español, resaltando tanto la potencial fuerza de España como su herida interna. Para un extranjero esta visión es también accesible, pero Blanco lo hace con una especial claridad y riqueza de matices a la hora de abordar el problema español. La historia de España se analiza con detalle a la luz de la morfológica filosofía de la historia y de la cultura de Spengler. El análisis de Blanco a este respecto es brillante, no sólo en lo que se refiere a la diferencia esencial de las diversas regiones de España, que evolucionan en base a las tres culturas que se suceden en el país (Antigüedad, Arábiga y Occidental), sino ofreciendo las claves aclaratorias para integrar estas diferencias en un contexto geopolítico.
Como aspectos negativos del libro quizás sea menester señalar algunos puntos: El primero es que el compromiso por la causa que Blanco defiende le conduce a un claro y discutible partidismo. Esto se manifiesta en su pesimismo cultural cuando fustiga la corrupción e incompetencia de los políticos españoles, pero más claramente aun cuando se expresa como patriota “asturiano fáustico”, contemplando al resto de España desde un panorama de decadencia romano-árabe, un panorama insalvable y sin esperanza. Esto es de lamentar, pues así el autor impide que un más amplio público (no sólo español) comparta al gran efecto que en sí tiene su libro.
Como segundo aspecto negativo destacamos el modo en el que el autor aborda la cuestión fundamental de la disolución social en nuestra fase civilizatoria. Aquí el autor se muestra impreciso. Aunque él mismo critica conceptos ilustrado-burgueses como el concepto de “nación” surgido del “Volkgeist” (espíritu del pueblo), de influencia herderiana y hegeliana, conceptos que él fustiga como “política romántica” (recordemos que para él sólo la nobleza es capaz de construir un concepto de nación), pese a ello, decimos, no puede sustraerse el lector a la impresión de que Blanco se inclina hacia un transfigurado retorno nostálgico de lo asturiano-godo, tantas veces alabado por él, y que nos recomienda tomar como hilo conductor de Occidente. Esta visión va acompañado de un pesimismo crítico de la cultura, siguiendo el lema de Spengler “optimismo es cobardía”, pero obviando la primera llamada que hace Spengler en el sentido de amor al destino (amor fati), y que tiene para el filósofo alemán una completa primacía que se acerca al realismo político:
El tiempo no puede pararse… Hemos nacido en este tiempo y debemos abordar con valentía el camino que nos ha sido determinado (“Der Mensch und der Technik”,1931; Wien/Leipzig, 2006, p.73).
Podríamos preguntar por ejemplo qué puede construir un político del siglo XXI cuyo modelo ideal de “Comunidad orgánica” es la Asturias de Covadonga de comienzos del siglo VIII. En el libro se proyecta la revitalización del “caserío”, la formación de aplicados artesanos y de personalidades emprendedoras enraizadas localmente y unidas bajo comunidad de pequeños pueblos. Se habla incluso del mantenimiento de noblezas locales que el destino ha unido a dichas provincias y que deben despertar el estímulo y la disciplina en los demás. ¿No es esto romanticismo?
Para evitar malentendidos: la crítica general de Blanco respecto a la destrucción que las instituciones encargadas de la cultura realizan a través de un exceso de emancipación ilustrado es, en su núcleo, más que acertada; así como también lo es la destrucción que las ideologías de la modernidad han catapultado con su materialismo, atomización y desencaje local. También están más que justificados sus detallados comentarios sobre la situación actual, como por ejemplo, el que la economía de nuestros días ya no se basa en la propiedad individual ni en un responsable espíritu empresarial, sino en un férreo control global por parte de gigantescos consorcios de poderosas élites, que suelen quedar en el anonimato. La cuestión reside en considerar si tiene aún sentido ver en la burguesía (que por otra parte es su propio público y al lector al que fundamentalmente se dirige) exclusivamente como una fuerza destructiva, negándole toda posibilidad de ser un estamento constructivo de la política. En otras palabras: ¿por qué considerar al hombre moderno sólo como burgués (Bourgeois) y no propiamente como ciudadano (Citoyen)? Igualmente sería conveniente preguntarse si está justificado el apreciar solo la parte negativa y destructiva de la Ilustración, esa Ilustración impulsada por la burguesía bajo el espíritu capitalista inglés y el anarquista francés, ignorando el otro lado de la Ilustración, aquel que desde el idealismo alemán combatió precisamente los dos espíritus anteriores.
En conexión con lo anteriormente expuesto se nos antoja también fundamental la pregunta de si es apropiado condenar de forma tan tajante la constitución burguesa y el estado de derecho, que son a la postre la garantía de los derechos del ciudadano y de los derechos del hombre. En lugar de esta fuerte condena, quizás sería más apropiado considerar lo positivo del sentido de protección individual, de la dignidad humana y de la garantía legal, de una libre e igual posibilidad de desarrollo personal, siempre que nos aseguremos esto como responsabilidad personal bajo el sostén de instituciones morales como la familia, la sociedad civil o el Estado en sentido hegeliano. Pero esto sería un paso constructivo añadido al primer paso de crítica fundamental que hace Blanco.
Este primer paso lo da Blanco con toda firmeza cuando mira las raíces históricas de lo propiamente europeo a la luz de Covadonga, reflejando así el objetivo común de una nación europea fáustica. Covadonga es en este libro un impulso a despertar, pero también –como dice Robert Steuckers en el Prólogo- un impulso a resistir y reconquistar. Agradecemos a Blanco tan profundas miradas y tan importantes motivos para seguir pensando.
Traducción del alemán a cargo del Dr. Antonio Ríos Rojas.
Versión original de la reseña publicada en The Oswald Spengler Online Journal: https://www.oswaldspenglersociety.com/online-journal