Estados Unidos: la primera gran batalla de la guerra cultural
Raúl González Zorrilla
Escritor y periodista. Director de La Tribuna del País Vasco y Naves en Llamas (España)
Independientemente de quién sea el próximo presidente de Estados Unidos, lo que está claro tras las elecciones norteamericanas es que el país ha estallado, como también lo está haciendo el resto de Occidente, en una gran guerra cultural entre el consenso socialdemócrata y neocomunista global que tan bien representan Joe Biden y Kamala Harris y la nueva derecha identitaria y neoconservadora que tanto ha brillado de la mano de Donald Trump.
Que Donald Trump, por segunda vez consecutiva, haya conseguido reunir en torno suyo a prácticamente la mitad de los votantes estadounidenses revela que a pesar de lo que llevan repitiendo hasta la maledicencia los grandes medios de comunicación del sistema, repletos de periodistas, analistas, presentadores, editores y empresarios idiotas convertidos en activistas fanáticos de la extrema-izquierda, existe ahí fuera todo un mundo identitario y conservador, enormemente comprometido en mantener los principios y valores políticos, sociales y éticos tradicionales y que se opone cada vez con más fuerza a los cambios radicales propuestos por el nuevo comunismo globalista que está incendiando el mundo con el entusiasmo de algunos, la satisfacción de muchos y la indiferencia cómplice de casi todos.
Los millones de votos conseguidos por Donald Trump frente a todo y contra todos son de este modo los estandartes erguidos de la familia tradicional, de quienes se oponen al aborto, de los hombres y mujeres que confían únicamente en su esfuerzo personal para conquistar el futuro, de quienes defienden los valores tradicionales que han conformado la gran civilización occidental que algunos desean ahora derribar, de los agricultores, de los millones de inmigrantes orgullosos de sentirse norteamericanos, con todo lo que ello representa; y sí, son también la bandera de la población negra, del gran movimiento latino, de las fuertes minorías asiáticas, de quienes aman la libertad y de quienes a pesar de todo aún creen en el sentido común de nuestros ancestros, que hoy es el menos común de los sentidos. Junto a Trump se arremolinan los cristianos, los musulmanes, los judíos, quienes reivindican que el derecho a la defensa y la seguridad ha de seguir siendo un derecho fundamental, quienes defienden la economía de peso frente a la volátil especulación financiera, el Gobierno de Taiwan, los hombres y mujeres de Hong Kong, las democracias latinoamericanas, James Woods, Silverster Stallone, Chuck Norris, la Policía norteamericana tan vilipendiada en los últimos meses, los trabajadores autónomos y las pequeñas empresas, la gente libre, la tan escasa prensa libre, los creadores libres, los científicos independientes y no adoctrinados, la nueva derecha global, quienes protegen la cultura y no la cancelan, los que se parten la espalda para defender orgullosos el mundo que crearon sus abuelos, quienes aún creen que los hombres tienen pene y las niñas vagina, los políticamente incorrectos y sí, la gente de la calle simplemente decente que solamente desea llevar una vida digna, formar a sus hijos sin que éstos sean aleccionados al servicio del Estado, trabajar y poderse tomar un café con la persona de su vida en un entorno seguro…
Es esta gente sencilla la que, efectivamente, está llamando a la resistencia porque ve con desconcierto, con pavor y con incredulidad los inmensos nubarrones totalitarios que se avecinan al otro lado de las trincheras, cubriendo los páramos devastados por donde cabalgan amorosamente, en unánime y sospechoso abrazo colectivo, el dúo Biden-Harris, los terroristas 'Antifa', los Black Lives Matter, el MeeToo, el obtuso consenso socialdemócrata europeo, George Soros y los Silicon Boys, los grandes medios de desinformación del sistema a quienes ya nadie hace caso, las celebrities más imbéciles que ha dado Hollywood y las universidades ridículamente sumisas al ritmo políticamente correcto marcado por los nuevos marxistas bolivarianos y el Islam político inlfiltrado en nuestras instituciones y la extrema-izquierda camuflada de terciopelo.
Y el nihilismo burdo y global de las élites empresariales y financieras para quienes no existen ciudadanos que desean reconocer sus ciudades sin miedo, ni patrias que han de defenderse con fronteras, ni un pasado que nos hace grandes ni un espíritu y unas ideas que nos han forjado como somos sino solo consumidores apátridas e intercambiables cuyas vidas únicamente valen lo que valen sus datos, sus tarjetas de crédito y su capacidad para pagar impuestos.
Sí, tras las elecciones de ayer, Donald Trump ha dejado de ser la anécdota desagradable que muchos deseaban que fuera para convertirse en un estandarte, en una bandera y en un símbolo: el gran comandante espiritual de quienes defienden un puñado de certezas básicas e inamovibles: que los valores sobre los que se levantó nuestra civilización occidental son superiores a cualesquiera otros que nos quieran imponer; el convencimiento de que libertad y seguridad no son caras diferentes de una misma moneda sino condiciones previas sin las que todo lo demás no existe; la reivindicación de la grandeza y de la historia de nuestras patrias; la oposición radical a que se utilice política y económicamente a la inmigración ilegal como caballo de Troya para alentar el reemplazo de las poblaciones originales y de los valores morales y espirituales de éstas; el convencimiento de que el gran proyecto civilizatorio occidental no puede ser entendido sin dos milenios de tradición cristiana; la oposición radical al totalitarismo comunista y al totalitarismo islamista y, sobre todo, la creencia firme de que América, y Occidente, deben ser grandes otra vez.