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Razón y Religión (I). Cuatro años del debate Ratzinger-Habermas

 



En enero de 2004, se reunieron en la Academia Católica en Baviera el entonces cardenal Joseph Ratzinger (1927) y el filósofo de la Escuela de Frankfurt Jürgen Habermas (1929). Este encuentro, ciertamente reservado, enfrentó intelectualmente a dos pensadores alemanes de una generación heredera del colapso político y bélico del Tercer Reich. Ambos maestros aportaron ofrecieron una visión desde la fe y desde el ateismo sobre las relaciones entre "religión y razón" en la configuración jurídico-política de las sociedades occidentales de indudable calado epistemológico y etico, que aquí, en La Razón Histórica, recogemos para formación de nuestros lectores. En las páginas que siguen, mostraremos y demostraremos como el ahora pontífice Benedicto XVI, una de las grandes "cabezas pensantes" del siglo XXI, superó magistralmente las limitadas concepciones positivistas del Estado de Derecho social y liberal que Habermas reducía al "patriotismo constitucional".


Frente a la fundamentación "no metafísica" y positivista de los valores modernos y la racionalización de la cultura política, Habermas tenía que reconocer la necesidad de contar con la fe para sostener la debilitada vitalidad de la conciencia democrática. Ratzinger subrayó la necesidad y oportunidad de una filosofía tradicional y de un iusnaturalismo, con siglos de construcción previa, que tiene siglos detrás de él, y que se demuestra ante las crisis morales y materiales de nuestro tiempo.


¿En qué creen los laicos?, se preguntaba Ratzinger. Habermas respondía que el problema de los laicos, es su dificultad para afirmar valores absolutos sin recurrir a los respaldos trascendentes o confesionales que pretenden negar positiva y laicistamente. Pese a ello, Habermas sostenía que desde una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula la política se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. La legitimidad del mismo viene del proceso de autojustificación democrático, que crea el consenso básico hacia un sistema que pretende fundarse en un "acuerdo más imaginario que real de sus integrantes". Por ello, este Estado democrático-liberal evita dar instrucciones sobre la felicidad o fijar orientaciones acerca del sentido de la vida. Es y debe ser neutral para Habermas, frente a las distintas visiones del mundo, siendo sus ciudadanos libres para pensar y actuar como quieran, eso sí, siempre que respeten la legalidad vigente. Pero el gran problema de la teoría de Habermas y del constitucionalismo moderno se situa en las razones y motivos que obligan a "estos ciudadanos laicos, posmetafísicos, individualistas a participar en política o a sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común". Y aquí se situaban, a su pesar teórico, motivos espirituales y sentimentales ajenos a la "razón kantiana" y al "monopolio legitimo a la violencia" de los Estado.


Uno de los herederos de la tradición más radical y positivista de Frankfurt, ilustrada y progresista, reconocía que junto al "Conocer", se encontraba el "Creer". Sin presupuestos "pre-políticos", la cohesión social y la fidelidad política no serían más que mero interés o mera coacción. Tras la "post-secularización", la religión debe tener un papel relevante para la formación de virtudes civiles, fundamentando la "modernidad secular", ya que los derechos humanos, pilares de la civilización, hunden sus raíces en la escolástica católica, comentó Habermas.

 

Frente al "fanatismo racionalista" que incluso cuestiona el mismo Habermas, y contra el relativismo moral que surge de sus raíces, Ratzinger defiende la vigencia intemporal y radicalmente humana de la noción de derecho natural. Esta ley, cuyo fundamento deriva de la esencia "natural" de origen divino, y revelada a los hombres, presenta unas raíces sociales y unas proyecciones políticas que no deben ser obviadas ni escondidas. Los valores firmes sobre los que se rige una comunidad no pueden ser meros caprichos personales del individuo, ni pueden ser criterios variables de simple elección democrática o cálculo racional. La mayoría de votos no puede determinar la dignidad del ser humano; existen valores que se sostienen por sí mismos, sin necesidad de argumentos o consensos. Por ello, la religión, es este caso cristiana, es una auténtica fuente normativa para las democracias, suministrando los valores esenciales para el mundo moderno, cuyo ateísmo dirigido y "racionalmente irracional" ataca la dignidad de la persona, y elimina su dimensión trascendental. La fe no puede ser un mero correctivo para el vacío que el mundo moderno genera cada día, una "escapada moral" ante las atrocidades de la razón (desde la bomba atómica hasta el racismo).

 

Es una alternativa tradicional e histórica frente a un relativismo moral dominante en Occidente, que demuestra con sus errores conceptuales e institucionales, la compatibilidad esencial entre razón y fe; ambas son complementarias antes que enemigas. El Occidente racionalista, en trance de superación de su "posmodernismo", ve la existencia y persistencia de otras culturas, otras visiones del mundo, otras religiones, otras sensibilidades, otras formas de acceder y usar la propia razón, que sobreviven al mecanicismo de una ciencia supuestamente humana. Para Ratzinger, la modernidad laica y arrogante, sin límites y autoconciencia, que Habermas había defendido, debería aprender a reflexionar sobre "sus pretensiones de universalidad", tomando lecciones de la tradición católica. Si no lo pagará muy caro, insinuó Ratzinger, ante la rebelión del "espíritu humano" frente a su paranoia de progreso y sus contradicciones medioambientales.

   

 

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