Magister Vitae.
“La era de la cristofobia”.
Ángel David Marín Rubio.
Sacerdote. Profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe y en el Instituto Teológico San Pedro de Alcántara del Seminario de la Diócesis de Coria Cáceres. Profesor del Instituto de Humanidades Ángel Ayala CEU
"Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio" (2 Tm 1, 8).
Aunque el neologismo no sea muy original, recientemente se ha acuñado el término cristianofobia para referirse al odio hacia los cristianos y la religión católica en general, a la marginación de individuos y comunidades que se profesan fieles a Cristo. En cuanto ideología, parece haber tomado el relevo del viejo anticlericalismo para intentar someter a la Iglesia a las exigencias de la sociedad actual. Sus manifestaciones pueden ser muy diversas, pero generalmente se concreta en una multitud de actitudes que pueden ser caracterizadas con palabras como acusación, burla, desconfianza, ocultación, ostracismo, sospecha… prácticas que, en su conjunto, consiguen confinar al cristianismo en una situación marginal.
Dicho sentimiento tiene algo de irracional, de enfermizo que va mucho más allá del conflicto que se encuentra incoado al establecerse la relación entre la obra redentora de Jesucristo y el mundo, destinatario último de una salvación que ―misterio de la libertad― no se impone de manera mecánica ni automática. El cristianófobo se gesta en una sociedad que fue cristiana; viene a ser como el niño rebelde a quien sus padres no pudieron o no supieron educar. Es el fruto de una apostasía y de una infidelidad. Por eso, incluso quienes figuran en la nómina de la Iglesia oficial pueden ser cristianófobos, compartiendo sus principios y favoreciendo sus más diversas manifestaciones que van desde la desaparición de símbolos cristianos de la vida pública a la difusión de comportamientos opuestos a la moral cristiana; manifestaciones que tienen en común la imposición de una cultura secularizada que considera a Dios irrelevante.
Restringir la presencia pública del catolicismo o forzar a los creyentes a vivir en un ámbito cultural ajeno a sus propias referencias religiosas es un atentado a la propia naturaleza del cristianismo. En sus orígenes, esta religión no solo supera el exclusivismo propio del judaísmo y de otras creencias sino que, al hacer de esta vida el escenario en que el hombre decide su suerte para toda la eternidad (el problema de la salvación), relativiza todo lo temporal al tiempo que le otorga una dimensión trascendente. El bien común no es ajeno al destino sobrenatural del hombre sino que se debe ordenar a él como condición y jalón previo. Por eso, en la gestación histórica de la sociedad, del Estado y del Derecho, la religión católica no predetermina unívocamente formas y sistemas pero ejerce una doble influencia al oponerse esencialmente a determinadas realizaciones (por ejemplo, el comunismo intrínsecamente perverso) y al inspirar una estructura fundamental y un espíritu en quien legisla o administra justicia (por ejemplo, la salvaguardia y los límites de la propiedad privada). Por el contrario, las ideologías dominantes en el mundo moderno, nacidas en el magma filosófico nominalista, racionalista y kantiano pueden considerar a la religión como un asunto meramente privado (a la manera del liberalismo) o como algo que hay que eliminar (en el caso de la Escuela de la sospecha: Marx-Nietzsche-Freud) pero nunca como fundamento objetivo de la vida en sociedad.
Resulta fácil comprobar la insistencia de la cristianofobia en imponer sus argumentos a partir de una deformación de los temas históricos. Al igual que el socialismo gramsciano recurre a la llamada recuperación de la memoria histórica para demonizar a la España que venció en la Guerra Civil, la Iglesia es objeto de continuos ataques por su pasado. No merece la pena una enumeración de ejemplos: de la promoción de los pseudoexegetas que ponen en duda la historicidad de los Evangelios a las películas que presentan la historia de la Iglesia como una sucesión de violencias; desde acusar de antisemita a Mel Gibson por recordar el papel que desempeñaron los judíos en la Pasión de Cristo a la difamación de Pío XII… Una labor de propaganda y desinformación, a través de la presentación tendenciosa de los hechos históricos, procura crear una opinión pública anticatólica que reacciona frente a una institución oscurantista, reaccionaria y enemiga de todo progreso intelectual o social; represiva e intolerante, enemiga de los derechos humanos y promotora de las Cruzadas y la Inquisición.
La leyenda negra de la Iglesia no es un asunto de poca importancia, digno de atención solamente para los eruditos sino que plantea un serio problema pastoral. Su descalificación global compromete seriamente la legitimidad de la Iglesia de cara al futuro y pone serios obstáculos al cumplimiento de su misión que ―como antes hemos apuntado― no se reduce exclusivamente a la intimidad de las conciencias sino que tiene una necesaria proyección social y política. Como escribía hace unos años el Cardenal Giacomo Biffi: «Cuando un muchacho, educado cristianamente por la familia y la comunidad parroquial, a tenor de los asertos apodícticos de algún profesor o algún texto empieza a sentir vergüenza por la historia de su Iglesia, se encuentra objetivamente en el grave peligro de perder la fe. Es una observación lamentable, pero indiscutible; es más, mantiene su validez general incluso fuera del contexto escolástico. Aquí tenemos un problema pastoral de los más punzantes; y sorprende constatar la poca atención que recibe en los ambientes eclesiales» (prólogo al libro de Vittorio Messori, Leyendas negras de la Iglesia, Planeta, Barcelona, 1996).
Hay que conocer la verdad de los hechos sucedidos en el pasado y denunciar las falsedades, las manipulaciones y los errores. La investigación seria, concienzuda, honesta de la historia de la Iglesia y la divulgación de los resultados obtenidos es uno de los mejores caminos para facilitar el acceso (por la fe) al Dios encarnado que la Iglesia anuncia. Ese es el insustituible valor apologético ―hoy tan menospreciado― de la historia eclesiástica.
La Razón Histórica, nº6, 2009 [2-4], ISSN 1989-2659. © IPS.