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Historia y Fe. La conciencia histórica en Luis Suárez.

 

Sergio Fernández Riquelme.

 

Historiador. Universidad de Murcia.

 

 

Toda labor de reconstrucción histórica no puede abordarse sin significar el papel de las religiones y la fe en la construcción cultural de una civilización, de un pueblo, de una familia, de un ciudadano. Pero no sólo como ingrediente fundamental en las manifestaciones políticas, sociales o culturales de estos pueblos y de estas familias (desde la historicidad de la religión)[1]; sino también como paradigma heurístico, como idea que recorre, transversalmente, cualquier intento de teorización de la Historia como ciencia. Así lo advirtió el historiador Luis Suárez [1924-], afamado medievalista[2] y recopilador sistemático de la historia del Régimen franquista [3].

 

La crisis de la ponencia histórica que atraviesa la sociedad occidental, y manifestada en el papel de la humanidad ante los nuevos desafíos políticos, medioambientales, económicos o tecnológicos, necesitaba, para Luis Suárez, de una revisión profunda de la ciencia histórica[4]. El historiador actual se interroga acerca de cuál debe ser el futuro, pensando que el oficio comprende “hacer previsiones como el porvenir”; con ello responde a las aspiraciones de los políticos e ideólogos (especialmente de formación marxista o positivista) de encontrar futurólogos que les marquen el camino. Pero este mismo historiador debe volver a los orígenes, al verdadero trabajo historiográfico: “explicar el presente, utilizando el factor tiempo”, remontándose a las raíces genuinas de la cultura, más allá del “siglo de las Luces”.

 

Esta crisis de la conciencia histórica, manifestada con especial crudeza en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, se manifestaba, a juicio de Suárez, en "dudas sobre el pasado" del Viejo Continente, y en paralelas demandas en pro de una revisión de algunos juicios de valor respecto a lo que la “conciencia europea” ha significado en el mundo. Los políticos tratan de sustituir esa conciencia histórica por otras comunitaria y actual, propia del proyecto de Comunidad Europea, “hecha de intereses económicos”; pero Luis Suárez contrapone que “una conciencia histórica, que es la que hace a los pueblos, resulta de la subordinación, consentimiento, obediencia a principios que se consideran comunes, ventajosos y superiores, y no puede ser nunca sustituida por el juego de intereses o su coincidencia”[5].

 

Por ello, los historiadores han tenido, en esta crisis, un papel fundamental, una parte de culpa. Las exageraciones en la crítica desmitificadora han llevado a fenómenos de ruptura del hombre con su pasado, con sus tradiciones ancestrales, “como si la libertad consistiera en la insolidaridad en relación con la herencia recibida”. La noción de libertad, profundamente europea y “cualidad que Dios ha puesto en el hombre cuando le creó a imagen y semejanza”, exige tomar decisiones consecuentes y asumir la responsabilidad de las mismas. Pero en la actualidad, al secularizarse la conciencia, se convierte la libertad en mero signo de autonomía del hombre frente a Dios, convirtiendo en mero “objeto” exterior al hombre, en “un bien de disfrute cuantificable cuya posesión debe permitir la hombre hacer lo que quiere”, pese a que en numerosos casos deviene en la simple presentación de esa libertad como “la dictadura de las mayorías”[6].

 

Pero muchas de las afirmaciones dogmáticas que apostaban por esta “secularización de la libertad” fueron superadas por el progreso del conocimiento científico; y nada garantiza que otras grandes doctrinas que han servido para la interpretación de la Historia, y que actualmente se presentan con el mismo fin secularizador, no deban seguir el mismo camino. El descrédito de las interpretaciones marxistas, la superación de la visión de Voltaire, la sustitución del providencialismo de Bossuet, o la negación de los postulados de Spengler, tan difundidos en su contexto histórico, debe hacer reflexionar al historiador, como científico, de la “provisionalidad de sus conclusiones”; quizás en un futuro no muy lejano, las tesis de su investigación sean situadas en el “museo de las curiosidades antiguas”.

 

Esta reflexión demuestra, para Suárez, la vigencia de “la noción cristiana de un mundo creado y finito”. Los descubrimientos científicos actuales, en diversas áreas de conocimiento, señalan la provisionalidad de la pretensión humana de determinar  la globalidad del universo infinito, y la necesidad de “señalar límites allí en donde antes trabajaba para borrarlos”. Ante ellos, la excesiva confianza en las posibilidades del hombre va siendo superada, y las tesis sobre la “invención humana de Dios“ (Voltaire, Feuerbach) aparecen indemostrables. “El desarrollo de la ciencia y en empequeñecimiento de del hombre, en vez de alejar de Dios –señala Suárez- parecen reclamar su presencia”. Tampoco el antropocentrismo puede seguir sosteniéndose, ante las evidencia del uso científico de explicaciones que exceden la razón humana[7]. La “deificación” del ser humano, fruto de la Ilustración, exigía que todo conocimiento humano debía someterse al dominio de la razón; con ello, éste dogmatismo racionalista, “más rígido e intolerable que aquel que decía combatir”, convirtió al hombre en medida de todas las cosas, pero no como responsable directo de sus acciones.

 

La Creación, “el mundo en el que vivimos” parecía, por su propia naturaleza científica, como Historia y como Naturaleza. Pero dentro de ella, el ser humano posee la singularidad de asumir ambas, “ya que poseyendo naturaleza biológica se comporta como un ser histórico”. Numerosas interpretaciones cientifista, herederas de la vulgata darvinista, definen a la Humanidad, considerada simple género,  como culminación cualitativa de la evolución biológica, anulando “las reservas íntimas de la persona”. Pero Luis Suárez subrayaba como las civilizaciones humanas, especialmente la europea, posee una dimensión espiritual que aúna la naturaleza biológica y la esencia cultural, y que se manifiesta en la Historia como cualidad radicalmente propia de la singularidad humana. “Un soplo luminoso del espíritu que la hace cooperador con la Creación”, señalaba Suárez.

 

Frente al comportamiento característico de la naturaleza, basado en la repetición mecánica y en el sometimiento al tiempo (y por ello sin capacidad de libertad y de progreso cultural), el “comportamiento característico de la Historia”, por el contrario, supone cambio y libertad, posibilidad y expectativa. Así, Luis Suárez consideraba que para un teólogo cristiano la historia es una de las formas de revelación divina, ya que “su trayectoria lineal la hace irrepetible”. Un trayectoria que se refleja en la conciencia del hombre como “un pulso vital”, por eso le parece que hay tiempos especialmente rápidos o muy densos. El hombre “quiera o no se encuentra inserto en ella, depende de su tradición, esto es, de lo que ha recibido”; su libertad le permite rechazar la herencia, pero en este caso, “lo que le espera es tan sólo el desastre” concluye Suárez[8].

 

De esta manera, la esencia de la historia, de la misma historicidad del ser humano, se encuentra en su libertad; dependiendo del uso que haga de ella, y de la carga moral que le dote, ha podido dominar el tiempo y el instinto, pero también destruir todo aquello que le rodea. Pero el empeño de excesivo de someter las ciencias históricas a los principios válidos únicamente a las ciencias naturales (con el fin de “objetivizarlas”) llevó a la superación del análisis del papel de la libertad y la moral en el acontecer histórico de la Humanidad, y por ello, de su “conciencia histórica”. Se aislaron del análisis los “elementos vitales de nuestra cultura”, y la conciencia de formar parte de ella como un todo. Los historiadores obviaron los mismos, limitándose a un papel de cronista y arqueólogo, siendo los ideólogos los encargados de interpretar, de supuesta manera científica, el pasado cultural del hombre. Así, idealistas y positivistas hablaron de un progreso ilimitado, que despreciaba el legado de la tradición y anunciaba un presente infinito; materialistas y marxistas anunciaban una nueva era, un futuro comunista, superadora del pasado e instrumentalizadota del presente; darvinistas y deterministas hablaban de las civilizaciones como un proceso vital, con un inicio y un fin, que se sucedían en la historia universal[9].

 

Pero todo el progreso cultural y científico que ha transformado las sociedades occidentales hasta grado sumo, no ha conseguido desterrar totalmente los principios de la tradición, ni ha traído un presente de bienestar y paz perenne y universal, ni nos acerca a futuros colectivos sin clases antagónicas ni organizaciones colectivistas. Más bien todo lo contrario. Nuestras sociedades de masas, donde se anteponen los derechos a los deberes, y donde el consumo desborda los márgenes del equilibrio natural, plantean nuevas preguntas sobre su presente inestable. Pero busca las respuestas no en la ciencia, sino en una técnica venerada como “auténtica religión”; unas respuestas, una verdades que deben ser útiles, deben prestar servicios, deben solucionar urgente y directamente todo tipo de problemas. Así, las ciencias humanas, y en especial la historia, son menospreciadas sistemáticamente en función de su “utilidad material”, en beneficio de unas técnicas que son, en gran parte causantes, de los problemas que ellas mismas deben atender de manera eficaz y eficiente.

 

Pero esta paradoja se hace cada vez más patente. Las verdades de la técnica, o no sirven sin carga y control moral, o son rápidamente sustituidas por nuevas aplicaciones de duración también efímera. Sus respuestas, sus verdades, son tan endebles como s propia existencia. De esta manera, el “hecho ético” presente en el crecimiento y supervivencia de toda cultura, vuelve a ser referente en la búsqueda de la verdad, situando a la experiencia histórica como fuente de conocimientos y verdades. Se advierte, de nuevo, sobre los grandes síntomas de decadencia de todas las culturas: “la pérdida de capacidad de respuesta y el repudio al pasado que se hereda”.

 

Ante estos síntomas, presentes en la civilización occidental del siglo XXI,  el historiador cristiano debía ejercer una importante responsabilidad: fundamentar el “gran acto de reflexión moral” que necesita el hombre europeo.  Para ello, debe situar a Cristo más allá de un “excelso personaje humano”, en la misma “cumbre de toda historia” (Cullmann). Al historiador cristiano no le asiste el derecho de negar, aunque sea en hipótesis, ni una sola de las verdades de la fe; tiene en cambio la obligación de explicar, desde ella, el sentido que cobra la Historia. Desde esta convicción, se demuestra como “Dios gobierna al mundo, por medios que entendemos mal, pero cuyos resultados forman una secuencia lógica y no dialéctica, y conduce al hombre hacia un encuentro con Cristo- perfectus Deus, perfectus homo, que trasciende al tiempo  y esa “esperanza del encuentro colma los deseos del hombre y es una fuerza progresiva, pues le impulsa a buscar por todos los medios su perfeccionamiento. La providencia divina, no identificada con ninguna institución política humana, aparece, ante un cristiano, como el ámbito de su progreso. Pero este no se limita a conquistas materiales y técnicas, sino que se amplía “al crecimiento del ser humano en su propia naturaleza espiritual”; crecimiento dónde juega un papel esencial la libertad, siempre entendida como individual y colectiva, siempre recibida con responsabilidades, y siempre destinada a “la plenitud de su destino”. Una libertad, concluía el maestro Luis Suárez, tan importante como cualidad humana, “que le asiste incluso cuando comete la locura de negar a Dios o destruirse a si mismo”[10].

 

 


[1] En el caso de la civilización cristiana, la “historicidad” del propio Jesucristo se atestigua, junto a las fuentes evangélicas, a través de las fuentes de la misma era romana como Cornelio Tácito [c.56-117], Suetonio [c. 70- c. 130), Plinio el Joven, Luciano, Flavio Josefo [37- c.101] o el manuscrito de la Carta de Mara Bar-Serapio

[2] Catedrático emérito de Historia Medieval del departamento de Historia Antigua, Medieval, Paleografía y Diplomática de la Universidad Complutense de Madrid.

[3] En la que destacan su obra Francisco Franco y su tiempo (1984),  su enciclopédica serie de estudios Franco. Crónica de un tiempo, con cuatro volúmenes publicados entre 1999 y 2003, y su último texto al respecto: Franco (2005).

[4] Luis Suárez, Grandes interpretaciones de la Historia. Pamplona, Eunsa,, 1981,  p 227.

[5] Ídem, pp 228-229.

[6] Ídem, p. 229.

[7] Ídem, pp. 230-231.

[8] Ídem, pp. 232-233.

[9] Ídem, p. 234.

10] Ídem, pp. 236-237.

 

  

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