La persecución religiosa en la España contemporánea (I). Raíces históricas: de la Guerra de Independencia al liberalismo.
Ángel David Martín Rubio.
Sacerdote. Profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe y en el Instituto Teológico San Pedro de Alcántara del Seminario de la Diócesis de Coria Cáceres. Profesor del Instituto de Humanidades Ángel Ayala CEU.
1. Si el teólogo Karl Rahner afirma[1] que el Concilio Vaticano II ha hecho pasar la reflexión acerca de las relaciones Iglesia-Estado a las de Iglesia-mundo, , no es menos cierto —como demuestra elocuentemente Aristóteles contra Platón— que lo universal no existe en la realidad concreta por lo que no parece mal camino (en sentido metodológico), volver a situar el estudio de lo que a lo largo de la historia han sido las relaciones Iglesia-mundo bajo la óptica concreta de las llamadas relaciones Iglesia-Estado, concepto que tiene, entre otras, la ventaja de no situarnos en el terreno etéreo de unas relaciones entre la Iglesia, que tiene un rostro temporal, jurídico y un mundo de imprecisas fronteras sino que viene a reducir los múltiples ángulos del problema a dos cuestiones fundamentales:
― Si el Estado o poder público debe profesar la religión católica e inspirar en ella sus leyes y fines de acción o, por el contrario, debe mantenerse indiferente o positivamente hostil ante las
materias religiosas.
― Qué consideración jurídica debe recibir la Iglesia Católica y en qué términos legales tiene que encauzarse el desarrollo de su actividad. Cuestión esta mucho menos relevante desde el punto de
vista teórico y que depende en buena medida de cómo se solucione la primera parte del problema.
A la primera cuestión, la respuesta de la teología católica y de la práctica eclesiástica ha sido unánime durante siglos. Y en esto han sido fieles intérpretes de la enseñanza de Jesús Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Palabras pronunciadas en una sociedad teocrática como pretendía serlo el judaísmo o en un cesarismo o “paganismo de Estado” como el que practicaban los romanos. Palabras que deben completarse con una segunda parte implícita: El César también es de Dios. En efecto, el catolicismo ve el Derecho y el Estado revestidos de una relativa significación religiosa porque son objeto de una inspiración religiosa: el Derecho positivo debe concretar un Derecho natural que se asienta en la suprema ley divina y el bien común que la autoridad civil reconoce como fin no es ajeno al destino sobrenatural del hombre sino que se debe ordenar a él como condición y jalón previo. Y en la gestación histórica de la sociedad, del Estado y del Derecho, la religión católica no predetermina unívocamente formas y sistemas pero ejerce una doble influencia al oponerse esencialmente a determinadas realizaciones (por ejemplo, el comunismo intrínsecamente perverso) y al inspirar una estructura fundamental y un espíritu en quien legisla o administra justicia (por ejemplo, la salvaguardia y los límites de la propiedad privada)[2].
Por el contrario, las ideologías dominantes en el mundo moderno parten de presupuestos muy distintos para llegar a conclusiones diametralmente opuestas que pueden pasar por considerar a la religión como un asunto meramente privado (a la manera del liberalismo) o como algo que hay que eliminar (Escuela de la sospecha: Marx-Nietzsche-Freud) y las ideologías inspiradas en estas filosofías.
Ahora bien, como la íntima relación religión-sociedad no es algo impuesto artificialmente sino hondamente radicado en la entraña de cualquier comunidad el intento de provocar la ruptura, de
desarraigar lo religioso será siempre un fenómeno conflictivo en todos los lugares donde la revolución moderna pretenda aplicar sus criterios y necesariamente desestabilizador y traumático en
aquellas ocasiones en que logre alcanzar su objetivo. Y la historia contemporánea española ha estado atravesada en los siglos XIX y XX por esta importante fuente de inestabilidad y desequilibrio.
Dedicaremos a la cuestión varios artículos.
Aunque la persecución religiosa es algo común a muchos otros países durante este período (Francia, Rusia, Méjico…), hay algo propio del caso español que se deriva del protagonismo peculiar que la religión católica ha tenido en la creación, desarrollo, mantenimiento y crisis de nuestra identidad nacional.
Si es verdad que Europa fue en gran parte obra de la Iglesia y de la Religión Católica, en el caso de España tal obra fue determinante para su ser hasta el punto que desde que existe como entidad política diferenciada, se la encuentra vinculada a la tradición católica como parte constitutiva de su tradición política, plasmada en leyes, en instituciones, en formas de vida y de comportamiento.
“La implantación de los Mandamientos de Cristo como ley para la vida social” (en expresión del extremeño Elías de Tejada). De esta manera, España y los españoles se forjan y maduran en la lucha secular contra el Islam y el protestantismo; en la defensa y en la difusión de la fe católica. Mientras que en el resto de Europa se verificaba la ruptura de la Cristiandad, culminada en la paz de Westfalia (1648) pero precedida con la ruptura filosófica de Occam, religiosa de Lutero, moral de Maquiavelo, política de Bodino y jurídica de Hobbes; mientras que la Europa moderna se disponía a seguir el criterio de Locke y a configurar el orden socio-político a espaldas de la religión. España se mantenía en el camino que Europa había seguido hasta entonces y ahora abandonaba. Pero este panorama empieza a cambiar radicalmente a comienzos del siglo XIX.
I. La Guerra de la Independencia como guerra religiosa
Sin negar que en el 2 de mayo y en la guerra a que da paso existiera un elemento causal que pudiéramos llamar de independencia nacionalista, en el sentido de afirmación propia frente al
extranjero, a mi juicio no se trata del factor decisivo. Es cierto que una rabiosa rebeldía se apoderó de los madrileños cuando se les puso delante de los ojos de manera dramática que eran los
franceses quiénes determinaban la vida política española. «Para ellos, como ha señalado acertadamente Lovett, España era el mejor país del mundo, las españolas las más guapas de las mujeres, su
religión la única verdadera, y su monarca el mejor de los reyes. Un pueblo tan profundamente orgulloso y contento consigo mismo, mal podía ser dominado por una nación extranjera»[3].
Sin embargo, no es menos cierto que era Francia la que venía determinando durante años la política española sin que ello despertara la menor inquietud en personas como Godoy quien valoraba así su propia política: «España, entre todas las naciones vecinas de Francia, fue la única que durante 15 años consecutivos de sacudidas violentas, mientras los imperios y los reinos, se veían trastornados, conmovidos hasta sus cimientos, mutiladas sus provincias, España, digo fue la única que se mantuvo en píe, conservando sus Príncipes legítimos, su religión, leyes, costumbres, derecho, y la completa posesión de sus vastos dominios en ambos hemisferios» (Manuel Godoy, Memorias del Príncipe de la Paz, Tomo 1, BAE, Madrid, 1956, págs.14-15). Y franceses eran también los Cien mil hijos de San Luis recibidos de manera entusiasta en 1823 para hacer frente a los revolucionarios encaramados en el poder durante el llamado Trieno Liberal.
No estamos, por lo tanto, únicamente ante una guerra contra el francés sino ante una guerra contra la etapa imperial o bonapartista de la Revolución Francesa, al igual que la de 1793-1795 lo
había sido contra la etapa jacobina de dicha Revolución. El término fue acuñado por Carlos Marx cuando, en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, describió un tipo de régimen burgués en el que
pareció estabilizarse la agitada historia francesa a mediados del siglo XIX, después de los ciclos revolucionarios anteriores. Napoleón III parecía llamado a consolidar el orden nacido de la
Revolución francesa desarticulando al mismo tiempo la potencia creadora de los sectores sociales que la habían protagonizado (como es el caso de la burguesía) y frenando la evolución del proceso.
Pero, con anterioridad, fue probablemente la obra del Corso el tipo más acabado de bonapartismo. Su coronación como emperador lleva a la Revolución Francesa a concluir en una tiranía que ni
siquiera pudieron imaginar los que definían a Luis XVI como monarca absoluto. Y, desde luego, hay algo de grotesco y de histriónico en ver a un hijo de la revolución adornado con las galas que no
hubiera reclamado para sí ni un sátrapa oriental. Sin embargo, Napoleón iba a extender en pocos años las ideas revolucionarias por toda Europa sometida a las botas de sus Ejércitos haciendo más
por la derrota de los ideales tradicionales que todos los guillotinadores de las etapas anteriores.
Si recordamos que, para la inmensa mayoría de los españoles, la Guerra de la Independencia iniciada en 1808 era guerra de religión contra las ideas heterodoxas del siglo XVIII difundidas por las
legiones napoleónicas, a nadie extrañará la intervención tan relevante que el entonces Obispo de Coria don Juan Álvarez de Castro (1790-1809) tuvo para alentar y sostener el esfuerzo bélico
protagonizado por sus diocesanos.
Su actividad quedará truncada en apenas un año pues la venganza francesa se cruza en su camino poniendo fin a lo que no era sino brillante culminación de una trayectoria coherente que se había iniciado con su llegada al Obispado de Coria en 1790. Dos años después estalla la guerra contra los revolucionarios como consecuencia de la ejecución de Luis XVI, y escribe una Circular a sus diocesanos para que ayuden a nuestro Ejército. Con motivo de la sangrienta persecución desencadenada más allá de los Pirineos, vinieron a España numerosos sacerdotes y seminaristas refugiados. A Cáceres llegaron catorce que estuvieron alojados en el Convento de San Francisco y algunos quisieron ser ordenados pero no pudieron serlo por resultar imposible obtener la autorización de sus respectivos prelados.
Con ocasión de la guerra contra Inglaterra escribe otra Pastoral (8-agosto-1798) en la que fundamenta doctrinalmente la obligación de contribuir a las necesidades públicas y, para demostrarlo prácticamente, anticipó con su Cabildo quinientos mil reales a la Corona y dos años más tarde trescientos mil más:
«En las instrucciones que el Apóstol San Pablo daba a los fieles para enseñarles sus verdaderas obligaciones, les manifiesta con viveza y claridad, que nadie puede sustraerse del poder de los
soberanos, exhortándoles con especial elocuencia a que sacrifiquen sus personas y bienes para alivio y socorro de las necesidades públicas.
A todos es notorio que la Monarquía española está sufriendo el terrible azote con la Gran Bretaña, cuyos efectos son tanto más terribles, cuanto para sostener y defender el decoro de la nación,
en contrariedades tan formidables son indispensables grandes y numerosas sumas»[4].
En 1804, a los ochenta años de edad, se retiró a vivir en Hoyos nombrando Gobernador Eclesiástico Sede Plena al Arcediano de Alcántara don Sebastián Martín Carrasco (14-abril-1806) pero él siguió
gobernando la Diócesis y confiriendo sagradas órdenes hasta pocos días antes de morir. Iniciado el alzamiento de mayo de 1808 contra los franceses, invita al Cabildo a contribuir con sus caudales
al sostenimiento de las tropas y, atendidas las obligaciones de la Mitra, aplica las restantes rentas a los gastos de la campaña; ordena rogativas por el triunfo de las armas españolas
(14-junio-1808) [5]; el 23
de junio exhorta al alistamiento que la Junta Suprema de Gobierno de la Provincia estaba emprendiendo. Para ello se habría de verificar un juramento de todos los fieles en sus Parroquias ante el
Señor Sacramentado expuesto; en primer lugar debían prestarlo los eclesiásticos quienes explicarían después al pueblo, congregado en un día fijado por mutuo acuerdo entre los curas y las juntas
respectivas, las obligaciones contenidas en la fórmula empleada:
«Juramos, prometemos a ese Divino Señor Sacramentado guardar la más perfecta unión y respeto y veneración a la Justicia, olvidar para siempre de todo corazón los sentimientos particulares,
defender nuestra Santa Religión, a nuestro amado Soberano y Señor don Fernando VII y las propiedades, hasta derramar las últimas gotas de nuestra sangre»[6].
La repercusión de estas pastorales y circulares del Obispo en la Diócesis y fuera de ella era grande. Extremadura se levantó en armas como una sola persona y sus sierras se hicieron impenetrables para los ejércitos napoleónicos durante mucho tiempo. El Prelado promete, en nombre de Dios, la bienaventuranza eterna a los que mueren por la Patria; da todo cuanto tiene; sus iglesias se empobrecen; entrega las joyas que se funden y sus graneros se abren...[7].
Cuando un Ejército francés, con el Mariscal Soult al frente, se apodera de Plasencia y entra en Coria el 13 de agosto de 1809, se sabía lo mucho que el Obispo de Coria había contribuido al
esfuerzo de guerra y que estaba refugiado en Hoyos. Hasta allí se trasladó un escuadrón el 29 de agosto, sacaron de la cama al venerable prelado —que, además de su edad, se encontraba muy
debilitado y en peligro de muerte— y caído en el suelo le dispararon dos tiros de fusil, no sin antes saquear la casa y causar la muerte a uno de los ancianos que se habían refugiado allí,
resultando heridos uno de los familiares y otros cinco ancianos.
Saqueada la Catedral y en medio de grandes dificultades, continuó el Cabildo ayudando con fuertes cantidades a los ejércitos nacionales y el 31 de diciembre ofrece el Seminario para convertirlo
en Hospital de Sangre. Al mismo tiempo tenían que sufrir los impuestos forzosos que les exigían los franceses. Entre los que más se distinguieron en la resistencia y en su apoyo al Prelado
en tan difíciles circunstancias merece citarse al Tesorero de la Catedral don Mateo Fernández Jara nombrado Vocal de la Junta Suprema de Badajoz.
Los ejemplos semejantes a éste pueden multiplicarse. Es conocidísima la enumeración de Menéndez Pelayo:
«La resistencia se organizó, pues, democráticamente y a la española, con ese federalismo instintivo y tradicional que surge en los grandes peligros y en los grandes reveses, y fue, como era de
esperar, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso, que vivía íntegro a lo menos en los humildes y pequeños, y acaudillada y dirigida en gran parte por los frailes. De ello dan testimonio
la dictadura del P. Rico en Valencia, la del P. Gil en Sevilla, la de Fr. Mariano de Sevilla en Cádiz, la del P. Puebla en Granada, la del obispo Menéndez de Luarca en Santander. Alentó la Virgen
del Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerundenses bajo la protección de San Narciso; y en la mente de todo estuvo, si se quita el escaso número de los llamados liberales, que por
loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse, que aquélla guerra, tanto como española y de independencia, era guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones
napoleónicas. ¡Cuán cierto es que en aquella guerra cupo el lauro más alto a lo que su cultísimo historiador, el conde de Toreno, llama, con su aristocrático desdén de prohombre doctrinario,
singular demagogia, pordiosera y afrailada supersticiosa y muy repugnante! Lástima que sin esta demagogia tan maloliente, y que tanto atacaba los nervios al ilustre conde, no sean posibles
Zaragozas ni Geronas!».[8].
Y tampoco faltará la justificación teológica del esfuerzo. Como escribía el padre Vélez en 1813:
«La misma religión es la que ha armado ahora nuestro brazo para vengar los insultos que ha sufrido del francés en nuestro suelo. Ella ha reanimado nuestra debilidad al ver que se trataba de
privarnos de sus cultos: ella nos puso las armas en la mano, para resistir la agresión francesa, que a un tiempo mismo atacaba el trono y destruía el altar. La religión nos condujo a sus templos,
bendijo nuestras armas, publicó solemnemente la guerra, santificó a nuestros soldados y nos hizo jurar al pie de las santas aras, a la presencia de Jesucristo en el Sacramento, y de su Santísima
Madre en sus iglesias, no dejar las armas de las manos hasta destruir del todo los planes de la filosofía de la Francia y de Napoleón contra el trono de nuestros reyes y contra la fe de nuestra
religión»[9].
«Toda la España se llegó a persuadir, que dominando la Francia perdíamos nuestra fe. Desde el principio se llamó a esta guerra, guerra de religión: los mismos sacerdotes tomaron las espadas, y aun los obispos se llegaron a poner al frente de las tropas para animarlos a pelear»[10].
Si bien es cierto que en 1808 se produce el desmantelamiento de una estructura política que en sus formas existentes había sido incapaz de hacer frente a la crisis que va del Motín de Aranjuez a las abdicaciones de Bayona y a la invasión francesa, no parece que deba buscarse en ello una significación política sino eminentemente bélica. La crisis política del Antiguo Régimen en España no es consecuencia natural del 2 de mayo sino del proceso bélico en el que actuarán como mecanismo desencadenante del proceso las Cortes de Cádiz, un organismo en cuya actuación se comprueba:
- El carácter netamente innovador de sus decisiones, con muy pocas concesiones a la corriente tradicional. Federico Suárez definió a los innovadores como el grupo que pretende adoptar el modelo
revolucionario francés, más o menos moderado y más o menos traducido al español, pero del que resultaría necesariamente un régimen ex novo. Son los liberales[11]
-La perfecta homogeneidad de su programa, impuesto con absoluta consecuencia de principio a fin. Parece claro que los innovadores, sin constituir mayoría, supieron llevar en todo momento la
iniciativa, presentaron planes más preparados y completos y predominaron sobre la abigarrada diversidad de los que no pensaban como ellos.
II. La cuestión religiosa en las Cortes de Cádiz: una doble y discutida valoración.
En su estudio pionero sobre las Cortes de Cádiz, Federico Suárez comprobaba cómo desde los mismos años de su convocatoria y actuación abundaron las interpretaciones polémicas sobre el significado
de su obra[12]. La misma
dificultad se aprecia ya desde el principio en la valoración de la obra realizada por las Cortes de Cádiz en el aspecto religioso-político. En aquellos mismos años, Joaquín Lorenzo Villanueva (y
otros clérigos presentes en la Asamblea) hicieron constar la absoluta compatibilidad que a su juicio existía entre sus decisiones y los principios de la religión. El propio Villanueva mantuvo una
polémica en la que defendía que Santo Tomás de Aquino puede ser considerado precursor de la monarquía constitucional[13].
A su vez, la historiografía liberal del siglo XIX vería en las Cortes de Cádiz un interés sincero por “purificar” a la religión. Refiriéndose al artículo 12 sobre la confesionalidad católica afirma Modesto Lafuente:
«Declaración que en países extranjeros pudo ser tildada de intolerante, y en alguno de sus términos impropia de la potestad política y civil; pero necesaria por una parte en las circunstancias de
aquel tiempo, y acomodada por otra a las creencias, a las tradiciones y a la historia de nuestra nación. Además, en medio de la proscripción que envolvía de todo otro culto que no fuese el
católico, descubríase ya el intento y propósito de proscribir al propio tiempo la institución añeja del Santo Oficio, en el hecho de asentar que el Estado mismo se encargaba de proteger la
religión por medio de leyes sabias y justas, lo cual era relativamente un progreso no pequeño con respecto a la situación en que estaba bajo aquel terrible tribunal»[14].
Por el contrario, los impugnadores de las Cortes le negaron su legalidad, su originalidad frente al modelo revolucionario francés y su espíritu religioso. Así, el padre Vélez intentará demostrar
que el cúmulo de medidas dictadas en este campo era la concreción de un plan forjado por las logias y por los filósofos impíos para desterrar de España la religión e implantar el ateísmo. El
juicio de Vicente de La Fuente resulta expresivo de esta misma idea:
«Decretose desde luego la libertad de imprenta, excepto en materias religiosas; pero uno de los primeros usos que se hizo de ella fue para dar a luz el bibliotecario de las Cortes, D.Bartolomé Gallardo, su “Diccionario crítico-burlesco” en que se ridiculizaba al clero y varias prácticas de la Iglesia. Aquel folleto, que las Cortes mismas hubieron de reprobar, llenó de indignación a todas las personas religiosas, viendo que hasta en esto se principiaba a parodiar las escenas de la revolución francesa. Un poeta había lanzado a los realistas el apodo de “serviles”; motejaron estos a los liberales con el de “jacobinos”. Desde entonces cada partido formuló una idea preocupada y grosera contra sus adversarios políticos, y la Iglesia hubo de resentirse de una y otra. Los realistas creyeron imposible que un liberal pudiera tener sentimiento ninguno de religión; los liberales a su vez juzgaron por enemigos de la libertad a todos los que tuvieran ideas religiosas; y todavía entre el populacho el cumplimiento de las prácticas religiosas se tiene hoy en día por defección en un liberal»[15].
Más dura aún resulta la valoración acerca de los responsables de estas reformas en cuestiones relacionadas con la religión:
«Consta que las medidas de las Cortes Constituyentes en materias religiosas fueron impopulares en España, y que la mayoría de diputados, intrigantes oscuros y advenedizos ávidos de empleos,
solamente representaban sus propias ideas (como sucede con frecuencia), no las de la nación cuya soberanía se arrogaban. Es más, la mayor parte de los que provocaron aquellas medidas en materias
eclesiásticas, no eran verdaderos diputados, sino suplentes, escogidos en Cádiz, en defecto de los diputados que no habían podido concurrir a las Cortes. Otros eran intrigantes americanos que
apenas tenían importancia en su país, donde fueron luego a promover la revolución, jactándose de la cizaña que habían sembrado entre los españoles. Unos y otros estaban afiliados en la
francmasonería, foco principal de aquella tramoya»[16].
La historiografía reciente, también manifiesta esta diversidad de opiniones. Para M. Revuelta:
«Las Cortes de Cádiz no tuvieron nada de impías. ¿Cómo puede tildárselas de irreligiosas, cuando la tercera parte de sus componentes pertenecían al estado eclesiástico y comenzaban sus sesiones
con la misa del Espíritu Santo? Salvo algún que otro diputado contagiado de volterianismo, el conjunto de los padres de la Patria son buenos católicos que se aferran a la religión de sus padres y
desean una Iglesia liberada de sus defectos seculares. Cuando discutieron los asuntos eclesiásticos, lo hicieron generalmente, con respeto al sentimiento religioso del país. Si alguna vez, en el
fragor de la dialéctica, se excedieron en sus críticas, fue de manera ocasional. Lo habitual eran, más bien, manifestaciones de fe recia y piedad sincera en un clima de respeto y adhesión a la
Iglesia católica, a la que consideraban elemento inseparable de la historia patria y de la España nueva que quieren construir [...] Es indudable que en muchas ocasiones las Cortes traspasaron más
de lo justo los límites de su competencia; pero aún en esos casos es fácil encontrar comprensión y disculpa»[16].
Otros señalan incluso la escolástica como una de las fuentes del pensamiento doceañista (en la línea que había apuntado Villanueva):
«La Constitución de Cádiz marcaba la fusión de dos corrientes de pensamiento que convergían en este famoso documento: las ideas de la “Ilustración”, en su mayor parte españolas pero también de
Francia e Inglaterra, con la corriente más antigua del escolasticismo todavía vigoroso a pesar de la expulsión de los jesuitas por las tendencias regalistas del antiguo régimen»[17].
Por el contrario, en la valoración negativa de la actuación religiosa de las Cortes de Cádiz coinciden autores de diversas tendencias ideológico-historiográficas. Unos porque únicamente ven en
las profesiones de fe, una concesión a la galería:
«La Constitución declara que [la religión católica] es la única verdadera y, en consecuencia, la única permitida en España. Era un gesto de buena voluntad hacia la todopoderosa Iglesia
reaccionaria, que ésta no acogió, acaso porque el programa liberal no renunciaba, ni podía renunciar, a la desamortización»[18].
Y otros señalando, con razón, que las reformas religiosas ―por encima de su intencionalidad― fueron una absoluta injerencia realizada con métodos improcedentes:
«Al plantear en Cádiz las reformas eclesiásticas, en tiempo de exaltación y de crisis bélica, con la turbación general que experimentaba todo el país, se cometieron dos fallos: pretender las
reformas eclesiásticas unilateralmente, a espaldas de Roma, siguiendo el ejemplo del regalismo absolutista anterior; y usar algunas veces de un todo agresivo en el lenguaje, incurriendo en
desplantes anticlericales como los del “Diccionario crítico-burlesco de Bartolomé José Gallardo y otros de peor gusto prodigados en la nutrida literatura panfletaria entonces impresa»[19].
Por último, José Luis Comellas resume con claridad las razones y formas del enfrentamiento llegando a hablar de ruptura:
«La Iglesia, que en un principio había aceptado las reformas, a cambio de una clara confesionalidad por parte del nuevo régimen constitucional, comprendió entonces que estaba siendo desarmada y
privada de sus recursos defensivos. En 1813 se produjo una clara ruptura que culminó con la expulsión del nuncio Gravina, y una más clara actitud antiliberal por parte del clero español. Las
Cortes de Cádiz no se atrevieron a continuar por aquel camino, y dieron por entonces primacía a las reformas económicas»[20].
La conclusión de este breve excursus es que para valorar la obra en materia religiosa de las Cortes de Cádiz y encontrar una explicación por encima de juicios tan contradictorios, no basta
referirse exclusivamente a los artículos de la Constitución ni, por otro lado, a las medidas de reforma. Habrá que comprobar cómo se produjo una ruptura ―y eso quiere decir que hubo un
entendimiento anterior― y que esa ruptura fue el resultado de un largo proceso. Por eso es necesario prestar atención:
- Al ambiente que se vivió en torno a la asamblea gaditana (opinión pública).
- Al texto constitucional
- A las reformas emanadas de las Cortes.
A estas tres cuestiones: Constitución y decretos de reforma, vamos dedicar los siguientes apartados.
A) El ambiente público en Cádiz. La libertad de prensa y el Diccionario crítico-burlesco.
El decreto de 10 de noviembre de 1810 sobre la libertad de imprenta que permitía escribir sobre materias políticas sin previa censura tuvo unas consecuencias relevantes para el desarrollo de las
Cortes. El decreto. Para castigar los abusos se establecían juntas de censura en cada provincia y una suprema de nueve miembros, de los que tres debían ser eclesiásticos. Los escritos sobre
materias de religión quedaban sujetos a la censura previa de los ordinarios eclesiásticos, según lo establecido por el Concilio de Trento, pero si el ordinario negaba la licencia, podía el
interesado apelar a la junta suprema, a cuyo dictamen debía aquél acomodarse.
Al amparo de esta permisividad, los periodistas crearon un ambiente propicio para las reformas religiosas de las Cortes y consiguieron modelar una opinión pública que ellos presentaban como eco de la voluntad nacional. Con lenguaje desvergonzado y chistoso se aludía a los clérigos y a la religión desde las páginas de La Abeja Española, El Conciso, El Diario Mercantil, El Duende de los Cafés, El Patriota y El Redactor General, entre otros. Nadie, sin embargo, llegó a superar la fama de Bartolomé J. Gallardo cuando, a partir de abril de 1812, produjo un formidable escándalo con su Diccionario crítico burlesco[21]lleno de irreverencias volterianas que estaban al borde de la blasfemia. Basta citar, la consideración que le merecen los frailes contra quienes el liberalismo descargará toda su artillería en los años venideros:
«[…] Siempre han sido la peste de la república (V. Capilla.) tanto en los pasados como en el presente siglo; si bien, por evitar quebraderos de cabeza, nunca se han tenido por del siglo hasta el
presente, como ciertas castas de gente que claman y reclaman por la españolía en cuanto á los derechos, sin hablar jamás de obligaciones. Son animales inmundos que, no sé si por estar de
ordinario encenagados en vicios, despiden de sí una hedentina ó tufo que tiene un nombre particular, tomado de ellos mismos: llámase fraíluno. Sin embargo, este olor que tan inaguantable nos es á
los hombres, diz que á las veces es muy apetecido del otro sexo, especialmente de las beatas, porque hace maravillas contra el mal de madre.
Un doctor conozco yo, hombre de singular talento, que tenía escrita en romance una obra clásica en su línea sobre el instinto, industria, inclinaciones y costumbres de todos los animales buenos y malos del género frailesco que se crían en nuestro suelo. Si este libro apreciable, distinto de la Monacología latina, se hubiera publicado años ha en España, podría haber sido de suma utilidad para la religión y buenas costumbres; mas ya cuando salga a luz, si de salir tiene, le considero inútil é impertinente, en no saliendo luego luego; porque al paso que llevan, todas estas castas de alimañas van a perecer, sin que quede piante ni mamante; por la razón sin réplica de que les van quitando el cebo, y todo animal, sea el que fuere, vive de lo que come. Item: les van también quitando las guaridas, de suerte que se van quedando como gazapos en soto quemado. ¡Animalitos de Dios! es cosa de quebrar corazones el verlos andar arrastrando, soltando la camisa como la culebra, atortolados y sin saber donde abrigarse. -¡Oh tempora!»[22].
¿Sorprenderán las matanzas de frailes en la España liberal con una ideología mecida al arrullo de tan dulces conceptos como los vertidos desde el Cádiz de las Cortes? La obra de Gallardo, que
tenía un cargo oficial (Bibliotecario de las Cortes) motivó una enconada discusión que hizo que las propias Cortes le sancionaran de una manera que más bien que castigo era otorgarle protección
para excluirlo de otras jurisdicciones que le habrían tratado con menos blandura.
Los representantes de la ortodoxia, que nunca habían escuchado antes de sus compatriotas tantas irreverencias y faltas de respeto, se sentirán escandalizados, y reaccionarán con no menor apasionamiento que sus enemigos. La España contemporánea gestaba desde sus orígenes una polémica político-religiosa que se derivaba estrictamente del tratamiento que se estaba dando a la cuestión.
Pero los acontecimientos no se precipitaron. Todavía la Constitución de 1812 señalaba un último momento de compromiso, el punto culminante de lo que en algún lugar se ha llamado “alianza de la
democracia y el altar”, intento fracasado y anterior a la “alianza del trono con el altar” de la restauración fernandina [23]. Evidente exageración porque
nada tuvo de democrática la asamblea gaditana.
B) La Constitución de 1812.
En las primeras sesiones de las Cortes se pusieron ya a debate temas constitucionales; por esto se nombró una Comisión compuesta en principio por catorce diputados, a los que se agregaron dos
diputados americanos, para que redactara el proyecto de Constitución (23-diciembre-1810). La Comisión presentó a las Cortes la primera parte del proyecto el 18 de agosto de 1811 y aquel día leyó
Argüelles el Discurso preliminar. La totalidad fue votada el 11 de marzo de 1812 y se promulgó en Cádiz el 19 de marzo de 1812[24].
Las referencias del texto constitucional a cuestiones religioso-políticas son escasas y poco novedosas, pero esto no debe inducirnos a una valoración errónea sobre la obra de las Cortes de Cádiz en este terreno.
El preámbulo comienza: «En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad». La discusión del artículo que trataba de la religión había
tenido lugar el 2 de septiembre de 1811 y el punto de partida era un proyecto en el que se decía «La nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con
exclusión de cualquier otra». Sin embargo, el criterio del congreso en este punto era tan coincidente, que el presidente sugirió que se podía votar por aclamación. Sólo hubo una modificación,
hecha por Joaquín Lorenzo Villanueva, en el sentido de especificar aún más el contenido del artículo haciendo que esa religión fuera protegida por el Estado y considerada como ley fundamental
esencial y obligatoria de manera «que deba subsistir perpetuamente, sin que alguno que no la profese pueda ser tenido por español ni gozar los derechos de tal». Finalmente, dentro del Título II
(«Del territorio de las Españas, su religión y su gobierno, y de los ciudadanos españoles») y del breve Capítulo II («De la Religión»), el artículo 12 señala en su redacción definitiva: «La
religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el exercicio de qualquiera
otra».
Quedaba sin embargo, como veremos, una grieta en el enunciado que serviría para justificar las medidas de reforma: la protección que el Estado se atribuía sobre la religión. «El artículo que
parece de vida para la Iglesia, ―dirá el padre Vélez― es como un decreto de muerte».
Las elecciones de diputados a Cortes se harían también en un contexto religioso: las Juntas electorales de Parroquia, de Partido y de Provincia estaban acompañadas de ceremonias religiosas como
se especifica en varios artículos del Título III («De las Cortes»):
«[Juntas de Parroquia]: Llegada la hora de la reunión, que se hará en las casas consistoriales o en el lugar donde lo tengan de costumbre, hallándose juntos los ciudadanos que hayan concurrido,
pasarán a la parroquia con su presidente, y en ella se celebrará una misa solemne de Espíritu Santo por el cura párroco, quien hará un discurso correspondiente a las circunstancias
(art.47).Concluido este acto pasarán los electores parroquiales con su presidente a la iglesia mayor donde se cantará una misa solemne de Espíritu Santo por el eclesiástico de mayor dignidad, el
que hará un discurso propio de las circunstancias (art.71). En seguida se dirigirán los electores de partido con su presidente a la catedral o iglesia mayor, en donde se cantará una misa solemne
de Espíritu Santo, y el Obispo, o en su defecto el eclesiástico de mayor dignidad, hará un discurso propio de las circunstancias (art.86)».
En el Título IV («Del Rey») se alude a sus funciones de presentación de obispos (art.171) y la fórmula de juramento del monarca se hacía en los siguientes términos (art.173): «N. (aquí su nombre)
por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas; Juro por Dios y por los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión católica, apostólica,
romana, sin permitir otra alguna en el reyno»
Por último, el Título V («De los Tribunales y de la Administración de Justicia en lo civil y criminal») confirmaba que «los eclesiásticos continuarán gozando del fuero de su estado, en los términos que prescriben las leyes o que en adelante prescribiesen» (art.250).
C) Las reformas.
Cuando las Cortes de Cádiz iniciaron su vida en septiembre de 1810, seguía latente un deseo de reformas que hundía sus raíces en los años anteriores:
«La situación en 1808, en el aspecto político, era una Monarquía en la que se había llegado a tal concentración de poder en la persona de Carlos IV que, prácticamente y de hecho, no había
contrapeso que le pusiera límite y diera garantías al pueblo contra la arbitrariedad y el abuso. En otro aspecto, la sociedad mantenía los estamentos (militar o noble, eclesiástico y estado
llano) cada uno en su lugar con sus derechos y deberes bien definidos, y con fronteras bien rígidas que dificultaban, en vez de facilitar, el paso del tercero al primero (pues el acceso al estado
eclesiástico estuvo siempre abierto). En el ámbito económico, había una estructura cerrada y excesivamente reglamentada, difícil de romper “propiedades vinculadas, tasas mercantiles, gremios
cerrados, monopolios, estancos”»[25].
Ahora bien, las Cortes acometieron toda una serie de reformas con las que se pretendía no sólo corregir abusos sino modificar una estructura existente estableciendo un régimen nuevo pero no
conviene olvidar que algunas estaban ya iniciadas y hubieran ido evolucionando probablemente hasta adaptarse a las necesidades de los tiempos.
Frente a las apariencias de espontaneidad, el siguiente cuadro demuestra cómo los liberales supieron proponer en mociones escalonadas, un bien ordenado programa de reformas políticas, sociales y
económicas:
A
B
C
Reformas políticas
262
5
Reformas sociales
13
12
4
Reformas económicas
16
3
26
A: septiembre-1810/julio-1812
B: julio 1812/mayo-1813
C: mayo-1813/abril-1814
Fuente: COMELLAS, José Luis, «Las Cortes de Cádiz», ob.cit., p.89.
Aprobada la reforma política, las Cortes de Cádiz se ocuparon de la reforma social. Ya en agosto de 1811 habían aprobado la Ley de Señoríos aunque fue a partir de la segunda mitad de 1812 cuando
las medidas en este sentido se hicieron más frecuentes. Entre ellas sobresale la aludida supresión de los señoríos y de toda suerte de vínculos personales y de vasallaje; eso sí, los antiguos
señores perdían su ascendiente jurídico pero no sus propiedades.
Declarada por la constitución la igualdad de todos los españoles ante la ley, y la obligación de todos ellos de contribuir al sostenimiento de las cargas del Estado, la acción de las Cortes
contra el privilegiado estamento eclesiástico, se fue manifestando paulatinamente encubriendo las medidas con determinados pretextos (las necesidades del Estado) o compensándolas con aparentes
contramedidas[5].
Expulsión del Obispo de Orense D.Pedro Quevedo.
El 19 de Agosto de 1812, «Las Cortes generales y extraordinarias, visto el certificado relativo al juramento de la Constitución del obispo de Orense, quieren que tanto este prelado como todo
español que se halle en el caso de no querer jurar la Constitución en los términos prevenidos, sea tenido por indigno del nombre de español, despojado de todos sus empleos, sueldos y honores, y
expelido del territorio español en el término de 24 horas» [26].
Supresión del Voto de Santiago.
El 19 de octubre, se eliminaba «la carga conocida en varias provincias de la España europea como voto de Santiago», una contribución pagada por los campesinos de algunas regiones al cabildo
compostelano. La discusión fue apasionante por el alto contenido simbólico del gesto y se pusieron en juego argumentos desde la crítica histórica, la moral, la justicia social y las reglas del
código constitucional. Poco antes, el 28 de junio, las Cortes habían proclamado a Santa Teresa de Jesús como Patrona y Abogada de España después del Apóstol Santiago.
Estos triunfos iniciales y el ambiente de euforia por las victorias militares, permitirían plantear al año siguiente, 1813, las cuestiones de mayor calado: el Santo Oficio, la reducción de
conventos y la desamortización.
Supresión de la Inquisición.
Sin duda la Inquisición había perdido fuerza durante el siglo XVIII debido a las presiones regalistas pero lo que estaba en juego era algo más: este organismo era considerado el baluarte, el
símbolo de una situación social y política preeminente de la Iglesia. Suprimir la Inquisición representaba el abatimiento del poder eclesiástico. Y esto explica que ningún debate produjera tanto
apasionamiento en las Cortes como éste[27].
Las razones de orden político contra la Inquisición se resumen en la incompatibilidad esencial entre ésta y el nuevo sistema constitucional. También desde el punto de vista religioso, el Santo Oficio fue durísimamente fustigado por parte de los clérigos reformistas. Estas son las mismas razones que alegan los partidarios de mantener el tribunal: de orden político y religioso: «sus defensores o sus atacantes sostienen concepciones antagónicas sobre el pasado y el futuro de España, sobre las diversas maneras de concebir un mismo catolicismo y sobre el lugar que la Iglesia debe ocupar en la vida política del país»[28]. Otra cuestión del debate era la competencia o incompetencia de las Cortes para disolver un tribunal pontificio.
El proyecto fue al fin aprobado por 80 votos contra 60 y el decreto del 22 de febrero de 1813 sustituía la Inquisición por los Tribunales protectores de la fe.
Restablecimiento y reforma de conventos.
Las órdenes religiosas habían sido suprimidas por el Gobierno afrancesado en agosto de 1809 y la recuperación del territorio obligaba a solucionar el problema planteado: había que optar por la devolución de los conventos o por la supresión de los mismos. Las Cortes seguirán un camino intermedio: se restablecen las órdenes religiosas, que habían jugado un papel patriótico en la Guerra de la Independencia, pero no en el estado en que se encontraban sino decretando la reducción de conventos y procurando una reforma general.
En junio de 1812, un decreto permitía al Gobierno administrar las rentas de los bienes de los conventos suprimidos hasta que fuera posible la restauración de la normalidad con lo que se impedía la recuperación inmediata de aquéllos por los religiosos. Finalmente, en un contexto agrio[29], en febrero de 1813, entre otras medidas, se prohíbe en cada población la existencia de más de una casa de la misma orden o congregación; se suprimen los conventos que tengan menos de 12 profesos; se prohíben las nuevas profesiones de religiosos y pedir limosnas para reedificar los conventos destruidos por la guerra.
En el período siguiente, los religiosos pugnando por entrar en sus conventos, la Regencia y las Cortes, entrarían en frecuentes conflictos que causaron gran malestar: «La política de las Cortes,
en suma, había suscitado la división interna de los religiosos y planteaba un problema en torno a la licitud de muchas secularizaciones despachadas a la ligera. Al mismo tiempo había logrado
crear, a principios de 1814, un frente hostil en las órdenes religiosas contra el liberalismo» [30].
Desamortización eclesiástica.
La exigencia de apoyo moral y material a la Iglesia por parte de las Cortes de Cádiz se consideraba por todos algo normal. Ya en 1809, la Junta Central había ordenado la entrega de todas las alhajas de plata de las iglesias que no fueran necesarias para el culto (6 de noviembre); también mandó aplicar a las urgencias del Estado los productos de toda obra pía que no estuviera aplicada al mantenimiento de centros de enseñanza o asistencia: «Añadidas todas estas contribuciones a las aportaciones con que de antiguo venía contribuyendo la Iglesia española a las cargas del Estado, podemos afirmar que ésta pagó, más que ninguna otra corporación, el mantenimiento de la guerra de la independencia»[31].
Pero lo que se pretendía ahora era diferente: la combinación de la necesidad de mantener el crédito público y de allegar recursos para amortizar la deuda así como las ideas reformistas sobre el
estado eclesiástico llevaron a proyectar la desamortización de baldíos, propios y comunes, los bienes de regulares y los de las Órdenes Militares. Las ventas no llegaron a efectuarse porque lo
impidió la guerra y el retorno de Fernando VII pero las medidas sirvieron de precedente y pusieron las bases en la doctrina de las futuras desamortizaciones que permitieron consolidar el poder
económico del Estado y de la burguesía liberal. Por su parte, la reacción eclesiástica tras las Cortes podrá inculpar a los liberales de este intento de usurpación de los bienes de la
Iglesia.
Expulsión del Nuncio Gravina.
La Regencia creada el 8 de marzo de 1813 y presidida por el Cardenal de Borbón, Primado de España, se plegó a las iniciativas reformistas de las Cortes pero éstas chocaron con amplios sectores
del clero. Las principales tensiones surgieron a raíz de la orden de publicar en las iglesias la abolición de la Inquisición y a consecuencia de las restricciones seguidas en el restablecimiento
de los conventos. El principal protagonista en la resistencia contra la supresión del Santo Oficio fue el nuncio Pedro Gravina, frente a quien se erguía el cardenal de Borbón, muy influido por el
regalismo, que pretendía tener más atribuciones espirituales. Tras la intervención de Gravina en los intentos de dejar en suspenso la ejecución del decreto sobre la Inquisición, y después de
varias réplicas y contrarréplicas en las que aquél no se mostró dispuesto a dejar de hacer prevalecer sus derechos y los de la Santa Sede, fue expulsado el 7 de julio de 1813.
No fue el único represaliado: las reticencias a publicar este mismo decreto, provocaron una respuesta violenta de las Cortes que desterraron al Arzobispo de Santiago, recluyeron en un convento al
de Oviedo y se formó causa a los siete refugiados en Mallorca por su pastoral colectiva[32]. Después de los incidentes
ocurridos en febrero de 1813, la nueva Regencia comenzó a instruir un inacabable proceso contra el vicario capitular de Cádiz y los cabildos de aquella ciudad, Málaga y Sevilla.
III. Ideas religiosas del liberalismo español y La primera reacción político-religiosa.
A raíz de las Cortes de Cádiz se ha definido un precoz catolicismo liberal español, aunque preferimos hablar de las ideas religiosas del liberalismo (o de los liberales) en España para señalar, a
modo de conclusión, cuál es la imagen que se delinea a partir de las intervenciones que hemos visto de las Cortes de Cádiz en materias religiosas y, sobre todo, para apuntar cuáles son las que
tuvieron permanencia en el tiempo configurando la posición de los que serán llamados más tarde “doceañistas” y cuáles fueron las que sufrieron una transformación más acusada. Las notas
características serían las siguientes[33]:
- El catolicismo de los liberales tiende a construir una Iglesia fuertemente nacionalizada. La “protección” que la Constitución otorga a la religión católica, en manos de la vena regalista del
liberalismo, equivale en la práctica a la intromisión del poder civil en la reforma de la disciplina interna. El nacionalismo religioso desencadenará una serie de atentados contra la jerarquía,
críticas a la Curia romana, destitución de Obispos...
- Como tantos otros heterodoxos, los liberales buscaron la inspiración de sus reformas en el modelo del cristianismo primitivo, queriendo oponer a una religión llena de sencillez, humildad y mansedumbre, la religión al uso ―según ellos― plagada de corruptelas y ligada a los intereses del clero. Así se justifican medidas como las reformas de regulares y desamortizaciones sin dejar ver el auténtico trasfondo.
- Se interesan por una religión humanizada. Ponen el acento en la dimensión intramundana de lo religioso, en lo que tiene de aprovechable para la construcción de una sociedad filantrópica,
igualitaria y civilizada.
- La tolerancia: el contenido del artículo 12 de la Cortes de Cádiz fue abandonado y los propios liberales lo consideraron un error motivado por las circunstancias y una falta de consecuencia al
no extender la libertad individual al terreno religioso.
- Por último, el puritanismo moral y una espiritualidad intimista fueron otras de las exigencias del catolicismo de los innovadores, aplicado como criterio combativo contra el relajamiento y la
fastuosidad del culto.
Los términos y las causas de la evolución sufrida por estas ideas hasta llegar a los años de la Década Moderada y el Concordato de 1851 se comprenden con relativa facilidad teniendo en cuenta las
circunstancias que llevaron a buscar un acomodo entre la Iglesia y el Estado liberal:
«La triste situación de los sacerdotes indotados, de las monjas hambrientas y de los exclaustrados errantes, los abusos cometidos en el despilfarro de la desamortización, la orfandad de las
diócesis sin pastores, produjeron un desplazamiento de los liberales moderados hacia posiciones de protección a la Iglesia. Buscaron, en parte por convicción, en parte por interés de partido,
llenar el vacío dejado por el carlismo derrotado y se constituyen en defensores de la Iglesia dentro de los límites conseguidos en las reformas hechas por los moderados. Este desplazamiento de
los moderados confluye con un recíproco corrimiento de los sectores clericales hacia posiciones de compromiso»[34].
Para que el cuadro que venimos diseñando sea lo más completo posible, es necesario aludir a la oposición desatada en el interior y alrededor de las Cortes por estas iniciativas. Se trata de las
primeras reacciones de naturaleza político-religiosa contra el liberalismo. A los que venían a defender la política religiosa de las Cortes se opuso a partir de 1812 un auténtico frente
pro-eclesiástico. Podemos agrupar a las figuras descollantes de esta reacción en diversos.
3.1. La crítica filosófico-teológica.
Dejando aparte la menuda labor periodística con la que se pretendió hacer frente a la corriente liberal y los numerosos panfletos en defensa de la Inquisición o de los frailes, merecen citarse
las figuras de Inguanzo, Alvarado (el filósofo Rancio) y Vélez.
A) Pedro Inguanzo y Rivero (1764-1836), por entonces Doctoral de Oviedo y Diputado en las Cortes de Cádiz y posteriormente Arzobispo de Toledo (1824) y Cardenal. Sus intervenciones se concentran en los siguientes puntos[35]:
1. A vista de los errores y catástrofes creados por la Ilustración y la Revolución Francesa defendía la conveniencia para España de un sistema político representativo en el que huyendo de la
llamada soberanía nacional se conjugasen los organismos políticos modernos con los elementos tradicionales propios.
2.La defensa de la religión católica como religión del Estado (art.12) con la obligación por parte de éste de defenderla con leyes sabias y justas.
3.El mantenimiento de la Inquisición.
4.La tutela de los bienes eclesiásticos y el derecho de propiedad del clero y de la Iglesia.
5.Defensa de los derechos pontificios.
b) Francisco Alvarado, dominico (1756-1814) conocido por su seudónimo de Filósofo Rancio escribió unas Cartas críticas (mayo-1811/marzo-1814) en las que impugna los discursos y folletos
favorables a las Cortes[36].
c) Rafael de Vélez, capuchino (1777-1850), posteriormente Obispo de Ceuta (1817) y Arzobispo de Burgos y Santiago de Compostela (1824). Autor por estas fechas de Preservativo contra la irreligión
(Cádiz, 1812) y Apología del altar y el trono (Madrid, 1818 con unos Apéndices en 1825). Editó el periódico El Sol de Cádiz (septiembre-1812/septiembre-1813). La primera de las obras citadas
quiere demostrar que la ruina de la religión sigue unas etapas perfectamente planeadas por los masones y los jacobinos, y que esos primeros pasos se están dando en España por obra de los
políticos liberales. La importancia de esta obra en la cristalización de las ideas contrarrevolucionarias es evidente. Barreiro Fernández, que ve en su pensamiento una unidad a través del tiempo,
resume así sus aspectos más notables desde una perspectiva crítica que no compartimos[37].
La ideología teológico-política de Vélez es la de una christianitas del siglo XIX.Tiene poco de original. Es deudor de la tradición canónica medieval perpetuada en los seminarios y universidades
eclesiásticas y de autores como Zeballos, Hervás, quizá Barruel. Su pensamiento coincide esencialmente con Alvarado, Lardizábal, el Manifiesto de los persas...
Se caracteriza por el radicalismo de sus posiciones y el intento de hacer servir la teología a una determinada línea política.
Su teología es pobre, aunque pueda ser calificado como uno de los más relevantes teólogos de su tiempo, lo que prueba que estamos en un período de penuria intelectual. En el fondo de esta
teología late un reconocimiento de la incapacidad de la naturaleza humana para resolver los problemas de la historia sin la presencia operante de Dios.
3.2. La Instrucción pastoral conjunta (12-diciembre-1812)[38].
La Pastoral del 12 de diciembre de 1812 es una instrucción conjunta para orientación doctrinal de sus respectivos fieles, emitida por un grupo de obispos que −para evitar los desmanes de los
ejércitos napoleónicos y las presiones de la legalidad impuesta por José I en los territorios diocesanos sometidos a su jurisdicción− se habían refugiado en Mallorca, protegida por la escuadra
británica en el Mediterráneo. Se trataba de Jerónimo M.de Torres (obispo de Lérida), Antonio José Salinas (Tortosa), Pablo de Azara (Barcelona) Francisco de la Dueña y Cisneros (Urgel), Blas
Álvarez Palma (Teruel) y fray Veremundo Arias Texeiro (Pamplona). El texto consta de 272 páginas , lleva como fecha de impresión la de 1813 y vio la luz con el título de Instrucción pastoral de
los ilustrísimos señores obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona. Sus cuatro capítulos tratan de La Iglesia ultrajada en sus ministros, La Iglesia combatida en su
disciplina y su gobierno, La Iglesia atropellada en su inmunidad y La Iglesia atacada en su doctrina. Es muy significativo que una respuesta a las tesis sostenidas por los obispos fuera publicada
en el mismo año bajo el amparo de las doctrinas jansenistas y regalistas: Defensa de las Cortes y de las regalías de la Nación[39].
En su análisis de este documento concluye Román Piña que: «sin lugar a dudas es la primera muestra de un enfrentamiento abierto entre un Parlamento considerado depositario de la soberanía nacional, y un sector importante de la jerarquía eclesiástica del país, que ve en peligro tanto los derechos y prerrogativas de la Iglesia, como la influencia o peso social de los valores religiosos que defiende»[40].
3.3. El Manifiesto de los persas y los orígenes del realismo.
Directamente relacionado también con las Cortes de Cádiz (porque fue firmado por un
grupo de 69 diputados y una buena parte de su contenido se dedica a refutar la obra de la asamblea gaditana) está también el llamado Manifiesto de los Persas[41] fechado el 12 de abril de 1814
y entregado a Fernando VII. Todo permite suponer que este documento sirvió de base al decreto de 4 de mayo en que el Deseado, todavía en Valencia, define su postura y la forma de gobierno que va
a seguir. Su importancia radica en que constituye la primera manifestación explícita de la tendencia renovadora cuyas primeras manifestaciones ya vimos al hablar de las Cortes. Sus autores
estaban en desacuerdo con la obra constitucional de 1812 pero también hacían algunas declaraciones en las que se disociaban del absolutismo y postulaban la vuelta a la verdadera Monarquía
española.
Los persas califican con dureza las consecuencias de las medidas de las cortes en el terreno religioso. Así, la libertad de imprenta sirvió para:
«Escribir descaradamente contra los misterios más respetables de nuestra religión revelada ridiculizándola, para sembrar las máximas que tantas veces condenó la Iglesia, y despedazando la opinión y respeto del sucesor de San Pedro con un lenguaje que jamás toleró la nación española, hasta que tuvimos la desgracia de ver en gran parte relajadas sus costumbres, que es cuando se presentan tales innovaciones» (n° 36).
Se relata lo sucedido a don Pedro Quevedo: «privaron de honores, empleos y expatriaron al reverendo Obispo de Orense por haber jurado la Constitución después de hacer varias protestas» (n° 83) y
se alude a las providencias acerca de los regulares «pero en términos y con tales restricciones que viniesen a quedar, si cabe, de peor condición que en el Gobierno intruso. Las provincias no
pudieron mirar sin admiración unas medidas semejantes a las que acababan de detestar ni dejaron de conocer su injusticia» (n° 86). La abolición de la Inquisición respondía a una idea previa: «Ha
mucho tiempo, señor, que los filósofos atacaron este baluarte de la religión bajo el pretexto de hacer observar las facultades de los obispos, queriendo emularlo con igualdades a las suprema
cabeza de la Iglesia, para después oprimir aquéllos, por nueva emulación de igualdades con los párrocos, llegar al término de reducir la verdadera religión a mero nombre» (n° 87)[42].
«Creer que con la impunidad ha de mantenerse la religión de que habla el artículo 12 en época en que la relajación ha hecho tantas conquistas y tenido tan rápidos progresos es fijar en un
imposible la conservación del santuario que con tanto respeto ha mirado siempre España. El empeño que se formó de leer esta abolición en la Iglesia al ofertorio de la misa mayor y el manifiesto
que las mismas Cortes habían compuesto con este objeto dio margen a contestaciones y disgustos de que dimanó la ausencia de muchos obispos, y de la única prenda que teníamos de nuestro afligido
Pío VII[43], y llenaron, en
fin, de amargura a los fieles piadosos, sin hallarse otros semblantes alegres que aquellos de quienes, arrancado este freno, podían precipitarse impunes en la carrera de su libertad» (n°
88).
Finalmente, se hacen una serie de propuestas: convocatoria de nuevas Cortes, aliviar los efectos del despotismo ministerial, legislación acordada entre el rey y las Cortes y (única petición en el
terreno político-religioso) solicitud formal de un concilio para reforzar a la Iglesia después del torbellino revolucionario:
“Tenga, en fin, presente V.M. que antes de entrar los moros en España, desde Recesvinto, era ley fija la intolerancia de la herejía en el Reino, haciendo celebrar cuatro Concilios para que se
cumpliese y arreglase la disciplina eclesiástica. En éste interviene el expreso o virtual permiso de los Príncipes: V.M. es protector del Concilio y haría glorioso su reinado si en él se
celebrase uno que arreglase las materias eclesiásticas y preservase intacto entre nosotros esa nave que no han de poder trastornar todas las furias del abismo” (n° 142).
Lamentablemente, Fernando VII no puso en práctica ninguna de las propuestas positivas de los Persas, ni siquiera las que había recogido en su manifiesto del 4 de mayo: celebración de Cortes,
libertad individual y de prensa, política de reformas tomando como base la tradición española...
«Ante estos hechos, podemos admitir como posibles dos explicaciones: que Fernando VII prometió hipócritamente lo que sabía que no iba a cumplir, o que las circunstancias le aconsejaron más tarde diferir indefinidamente el cumplimiento de aquellas promesas, que en principio pudieron ser sinceras [...] De las dos hipótesis que acabamos de formular, la inmensa mayoría de las versiones historiográficas se inclinan por la de la hipocresía. [...] Parece claro inferir que de esa falta de un auténtico sentido constructivo deriva en gran parte el fracaso de la política fernandina; pero carecería de objetividad lanzar desde el primer momento la culpa sobre el rey, y no tener en cuenta las circunstancias que rodearon su reinado»[44].
IV. Conclusiones
1. Las tendencias existentes en el seno de las Cortes de Cádiz fueron muy diversas. En líneas generales se puede hablar de conservadores, renovadores e innovadores. En cambio, sus decisiones
tienen un talante liberal-innovador y responden a un programa homogéneo, aplicado con absoluta consecuencia de principio a fin. Parece claro que los innovadores, sin constituir mayoría, supieron
llevar en todo momento la iniciativa, presentaron planes más preparados y completos y predominaron sobre los que no pensaban como ellos.
2. En la apreciación de la obra realizada por las Cortes de Cádiz en el aspecto religioso-político se observa una polémica ya desde el principio. En aquellos mismos años, algunos hicieron constar
la absoluta compatibilidad que a su juicio existía entre sus decisiones y los principios de la religión mientras que los impugnadores de las Cortes le negaron su legalidad, su originalidad frente
al modelo revolucionario francés y su espíritu religioso. La historiografía posterior repetirá estos planteamientos. Por lo tanto, para valorar la obra en materia religiosa de las Cortes de Cádiz
es necesaria una visión de conjunto que abarque el ambiente que se vivió en torno a la asamblea gaditana, el propio texto constitucional y las reformas emanadas de las Cortes.
3. La afirmación más importante de la Constitución en este terreno se contiene en el artículo 12: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el exercicio de qualquiera otra» pero, en el contexto de las reformas sociales, las Cortes comienzan a aplicar a partir de agosto de 1812 una serie de medidas que determinarán el enfrentamiento:
Expulsión del Obispo de Orense D.Pedro Quevedo.
Supresión del Voto de Santiago.
Supresión de la Inquisición.
Restablecimiento y reforma de conventos.
Desamortización eclesiástica.
Expulsión del Nuncio Gravina.
4. En el terreno religioso los liberales se muestran continuadores de la corriente jansenista-regalista[45], como ideología
político-religiosa dominante, y favorecen un ambiente en el que la libertad de imprenta sirvió para que los periodistas y escritores crearan un ambiente favorable al desprestigio de los
clérigos y la religión, aludiendo a ellos con lenguaje irrespetuoso y chistoso. Muchos de estos planteamientos y principios se mantienen a lo largo del tiempo y permiten hacer una caracterización
de las ideas religiosas del liberalismo español, al tiempo que aparece una corriente opuesta a estas iniciativas y, en general a la obra de las Cortes de Cádiz, que tendrá larga pervivencia
en el realismo y el carlismo.
Notas.
[1] BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso, en PAREDES, Javier (coord.), España, siglo XIX, Madrid, Actas, 1991, 64.
[2] Cit.por Ortí
Belmonte, Miguel, Episcopologio Cauriense, Cáceres, Diputación Provincial de Cáceres-Servicios Culturales, 1959, p.155. Texto completo en ibid., 197-200.
[3] El texto de la
circular en Ortí Belmonte, Miguel, ob.cit., 200.
[4] Cit.por Ortí
Belmonte, M., ob.cit., 157.[5] Cfr. Circular ordenando se entreguen por vía de préstamo a la Junta Superior de Gobierno de la Provincia los caudales de Cofradías, etc. (15-junio-1808);
Circular exhortando al alistamiento para la guerra (23-junio-1808); Pastoral (30-junio-1808); Circular en que se ordena se den gracias a Dios por la victoria de Bailén; Circular ordenando se
hagan rogativas por la felicidad de nuestras armas y las demás necesidades de la monarquía (23-noviembre-1808) y Circular dando cuenta de la constitución de la Junta Central Suprema Gubernativa
(8-diciembre-1808), en Ortí Belmonte, M., ob.cit., 201-210.
[6] MENÉNDEZ PELAYO,
Marcelino, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, BAC, 1978; Libro VII, Capítulo 1; consultado en http://www.cervantesvirtual.com/.
[7] VÉLEZ Fray Rafael de,
Preservativo contra la irreligión o contra los planes de la falsa filosofía contra la Religión y el Estado, reimpr. en México, 1813, 100.
[8] VÉLEZ Fray Rafael de,
ob.cit., 110.
[9] Cfr. SUÁREZ,
Federico, La crisis política del Antiguo Régimen en España (1808-1840), Rialp, Madrid, 1988.[10] Cfr. SUÁREZ, Federico, «Sobre
las raíces de las reformas de las Cortes de Cádiz», Revista de Estudios Políticos 126(1962)31. Una síntesis más reciente de la cuestión apuntada por Suárez en: FLORES JUBERÍAS, Carlos, «La
Revolución Francesa como fuente del primer constitucionalismo español», Aportes 12(1990)78-85.
[11] Sobre la figura de Villanueva cfr. MARAVALL, José Antonio, «Sobre los orígenes y sentido del catolicismo liberal en España» en Homenaje a Aranguren, Madrid, 1972, pp.229-267.
[12] LAFUENTE, Modesto,
Historia General de España. V, Montaner y Simón Editores, Barcelona, 1885, 189.
[13] FUENTE, Vicente de
la, Historia Eclesiástica de España. VI, Compañía de Imprenta y Librerías del Reino, Madrid, 1875, 186-187.[14] Cfr. RAHNER, Karl, «Iglesia
y Mundo», en Sacramentum Mundi. III. Herder, Barcelona, 1973, cols.751-753.
[15] Cfr. GAMBRA, Rafael,
La unidad religiosa y el derrotismo católico (Estudio sobre los principios religiosos de las sociedades históricas y en particular sobre el catolicismo en la nacionalidad española), Ediciones
Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2001, 54-57.[16] FUENTE, Vicente de la, ob.cit., 189.[1] REVUELTA GONZÁLEZ, Manuel, «La Iglesia española ante la crisis del Antiguo Régimen» en Historia de la Iglesia en España. V, BAC, Madrid,
1981, 36-39.[17STOETZER,
Otto C., «La Constitución de Cádiz en la América española», Revista de Estudios Políticos 126(1962)661.
[18FERNANDEZ DE PINEDA,
Emiliano-GIL NOVALES, Alberto-DÉROZIER, Albert: Historia de España. TUÑÓN DE LARA, Manuel (dir.). VII: Centralismo, Ilustración y agonía del Antiguo Régimen, Labor, Madrid, 1987; p.279. Argüelles
interpretaba el hecho, más que como un gesto de buena voluntad, como una cesión obligada: «En el punto de la religión se cometía un error grave, funesto, origen de grandes males, pero inevitable.
Se consagraba de nuevo la intolerancia religiosa, y lo peor era que, por decirlo así, a sabiendas de muchos que aprobaron con el más profundo dolor el artículo 12. Para establecer la doctrina
contraria hubiera sido necesario luchar frente a frente con toda la violencia y furia teológica del clero, cuyos efectos demasiado experimentados estaban ya, así dentro como fuera de las Cortes»
ARGÜELLES, A., La reforma constitucional de Cádiz (ed.de LONGARES, J.), Madrid, 1972, p.262.
[19PALACIO ATARD,
Vicente, La España del siglo XIX. 1808-1898, Espasa-Calpe, Madrid, 1978, p.76.
[20] COMELLAS, José Luis, Historia Universal. X. De las revoluciones al liberalismo. La época de las revoluciones 1776-1830, EUNSA, Pamplona, 1982, p.332.
[21] Cfr. MENÉNDEZ
PELAYO, Marcelino, ob.cit., 806-815.
[22] Consultado en http://www.cervantesvirtual.es/
[23] Cfr. SANCHEZ AGESTA,
Luis, «La revolución de las instituciones», en COMELLAS, José Luis (Coord.), Historia General de España y América. XII. Del Antiguo al Nuevo Régimen, Rialp, Madrid, 1981, 329-331. En agosto de
1811, la Comisión Eclesiástica presentó un informe acerca de las características que había de tener un futuro concilio nacional en las que se acentuaba el regalismo al proponer que no se
solicitase la confirmación de la Santa Sede y que asistiera un comisario regio para prestarles protección y defender los derechos de la soberanía. La discusión se interrumpió con motivo de los
debates constitucionales y finalmente el proyecto no pudo prosperar.
[24] Una reproducción
fac-simil del texto puede verse en: COMELLAS, José Luis (Coord.), Historia General de España y América, ob.cit., 587-616.
[25] SUÁREZ, Federico,
«Génesis y obra de las Cortes», en COMELLAS, José Luis (Coord.), Historia General de España y América, ob.cit., 284.
[26] Para todo lo
referente a las reformas eclesiásticas cfr. REVUELTA GONZÁLEZ, Manuel, ob.cit., 44-61.
[27] D. Pedro Quevedo,
antes de jurar la Constitución ante su Cabildo, había dejado a salvo su derecho de manifestarse contra lo que le pareciera injusto en ella ante el legítimo Gobierno (pero sin perturbar la
tranquilidad pública), especialmente en lo referente a los señoríos de su obispado y a la inmunidad eclesiástica.
[28] Puede verse un
resumen de los términos de la polémica en MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, ob.cit., 816-831.
[29] REVUELTA GONZÁLEZ,
Manuel, ob.cit., 46.
[30] La prensa liberal
desataba por aquellos días un ataque frontal contra los religiosos cuya extinción profetizaba Bartolomé J. Gallardo. En la misma prensa oficial se escribía que el clero regular era ruinoso para
España y que debía emplearse en las parroquias.
[31] REVUELTA GONZÁLEZ,
Manuel, ob.cit., 46.
[32] REVUELTA GONZÁLEZ,
Manuel, ob.cit., 61. El problema de las exclaustraciones se volvería a plantear con virulencia en el Trienio Liberal y a partir de 1834.
[33] Instrucción
pastoral de los ilustrísimos señores obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona al clero y pueblo de sus diócesis (Mallorca 1813, reimpr. Santiago, 1814). Como veremos es una
denuncia sistemática de todas las innovaciones religiosas de las Cortes.
[34] Cfr. REVUELTA
GONZÁLEZ, Manuel, «Religión y formas de religiosidad», en JOVER ZAMORA, José M.(dir.), Historia de España Menéndez Pidal.XXXV-1. La época del Romanticismo (1808-1874), Espasa Calpe, Madrid, 1989,
233-244.
[35] REVUELTA GONZÁLEZ,
Manuel, «Religión y formas de religiosidad», ob.cit., 244.
[36] Cfr. ORIVE, A., voz
«Inguanzo» en Diccionario de Historia Eclesiástica de España. II, CSIC, Madrid, 1972, 1192-1194.
[37] Cfr. MIGUEL LÓPEZ,
Raimundo de, «El filósofo Rancio: sus ideas políticas y las de su tiempo», Burgense 5(1964)57-254. Una valoración positiva, aunque crítica, de su obra puede verse en MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino,
ob.cit., 700-701 y 846-847.
[38] Cfr. BARREIRO
FERNANDEZ, José R., «Ideario político-religioso de Rafael Vélez, obispo de Ceuta y arzobispo de Santiago (1777-1850)», Hispania Sacra 25(1972)75-108.
[39] Cfr. PIÑA HOMS,
Román, «Parlamentarismo y poder eclesiástico frente a frente: la Instrucción Pastoral conjunta de 12 de diciembre de 1812», en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a Federico
Suárez Verdeguer, Rialp, Madrid, 1991, 395-405.
[40] De autor anónimo,
se atribuye a Isidoro de Antillón: Defensa de las Cortes y de las regalías de la Nación. En contestación a la instrucción pastoral de los seis reverendos obispos refugiados en Mallorca, Palma,
1813.
[41] PIÑA HOMS, Román,
«Parlamentarismo y poder eclesiástico», ob.cit., pp.404-405.
[42] Puede verse en
texto íntegro en: MARRERO, Vicente (ed.): El tradicionalismo español del siglo XIX, Publicaciones Españolas, Madrid, 1955; pp.1-61. Ha estudiado este documento: DIZ LOIS, Ma Cristina: El
Manifiesto de 1814, EUNSA, Pamplona, 1967.
[43] Llama la atención
esta refutación de los postulados regalistas y episcopalistas.
[44] Se refiere al
nuncio Gravina.
[45] COMELLAS, José Luis
«El sexenio de plena soberanía real (1814-1820)», ob.cit., p.350.
La paz de Westfalia (1648) puso fin a la Guerra de los Treinta Años pero también consolidó la escisión definitiva del pueblo alemán y consagró el nuevo espíritu cesarista en materias religiosas
que ha de dominar en Europa durante un par de centurias. En último término, el principio protestante de las iglesias del Estado y de las iglesias nacionales quedó triunfante con el principio
«cuius regio eius et religio». Este espíritu absolutista es el que ha de ocasionar multitud de conflictos entre la Santa Sede y las cortes europeas, conflictos que llenan casi por completo las
relaciones entre la Iglesia y el Estado en este período. El término galicanismo designa en su origen una concepción de las relaciones de la Iglesia de Francia con el poder real y con el papado, y
la actitud práctica que de ello se desprende: celosa autonomía respecto a la Santa Sede y sumisión respetuosa a la monarquía, considerada como válidamente cualificada para representar a la
Iglesia en su disciplina interna. Pero el problema esencial del galicanismo, que es la naturaleza de las relaciones entre el papa y los cleros nacionales, se planteó, además de en Francia, en
otros muchos países: en Alemania, se llamó febronianismo, en Austria, josefinismo, en España, regalismo. Se ha acuñado el término jurisdiccionalismo por la necesidad de reunir bajo un denominador
común toda esta serie de manifestaciones de estrecha afinidad y que reciben nombres diversos según el territorio pero que coinciden en separar los poderes civiles y eclesiásticos transfiriendo a
los primeros los derechos de los segundos.