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Los falsos dogmas (1932).

 

Víctor Pradera.

 

Teórico tradicionalista y contrarrevolucionario español [1873-1936].

 

 

Proemio

En cualquiera ciencia hay un punto de partida no sujeto al raciocinio. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva. Afirma entonces, lo que ve porque lo ve, no por otra evidencia que le sirva para afirmar lo que súbitamente no viera. Afirmar, sin embargo, lo que se ve, meramente porque se ve, no es conocer perfectamente una cosa. Esta plenitud de conocimiento por la intuición no es propia de la naturaleza humana, sino de la angélica, la cual posee uno total de la verdad intangible sin necesidad de discurrir de una noción a otra para completar un primero imperfecto. El hombre, en cambio, perfecciona sus conocimientos –es decir, elabora las ciencias– pasando de una cosa conocida a otra desconocida por medio del raciocinio. Hay, pues, en éste un movimiento que como toda mutación, debe partir de algo inmóvil. En nuestra potencia intelectiva se advierten, en consecuencia, dos operaciones distintas: una la mera percepción de algunas cosas, o sea el simple entendimiento de ellas; y otra, el proceso por el cual las así entendidas nos conducen mediante el raciocinio a las investigadas o inventadas. Ello pone de resalto que los conocimientos entendidos, aun siendo de orden distinto que los conocimientos discursivos, proceden de la misma potencia espiritual; y que tanto unos como otros son indispensables en la elaboración científica, al punto de que ésta sería imposible sin los primeros.

 

En los tiempos modernos es de absoluta necesidad dar el debido relieve a este resultado de la observación psicológica. No hay ciencia humana alguna, no puede haberla, sin la aceptación previa de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comprobada. Quienes pretendan fundarla sobre principios sujetos en totalidad al raciocinio no saben lo que se dicen o dicen lo contrario de lo que saben. Hay un limite a la facultad crítica del hombre, a su avidez de justificación de todo lo que corre con el sello de la verdad, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos claridad tan adecuada a la naturaleza del entendimiento humano, que para que éste los perciba le basta su simple presencia. Por ello se denominan en toda ciencia las primeras verdades.

 

Si sin esas primeras verdades, humildemente aceptadas por el hombre, no habría ciencias, hay que tener la gallardía de confesar que somos incapaces por naturaleza de dar la razón de todo, y la virtud de ajustar nuestra conducta a tan noble confesión. En el proceso científico hay algo que puede ser denominado, dogma, o no hay ciencia. Proclamémoslo muy alto desde las primeras líneas de toda especulación. Las derrotas que algunos pensadores del campo de la verdad experimentaron en el pasado siglo fueron debidas a que no embrazaron ese escudo con que hubiesen sido invulnerables. El enemigo les pedía la justificación racional de todo –aun de aquello que por no ser de naturaleza racional no podía tenerla– y a él, en cambio, nadie le exigía la justificación racional del contenido del orden racional. En la omisión había respeto a las primeras verdades, pero de ese respeto, no se sacó jamás la última consecuencia en beneficio de la verdad. Y era, que las primeras verdades de toda ciencia, aunque desemejantes por naturaleza de los dogmas religiosos, tienen de parecido con ellos, que carecen de comprobación racional; que esta condición no es obstáculo para que el hombre las acate sin rebeldía; y que con el que las niega o las pone en tela de juicio no se discute.

 

Existen, pues, primeras verdades científicas indemostradas o indemostrables, como lo son –aunque por otros motivos– los dogmas religiosos. Nos humille o no, debemos partir de ese hecho, so pena de que no haya especulación alguna de orden doctrinal; de que la Ciencia permanezca eternamente dormida por culpa de nuestra soberbia insensata. Porque la propia naturaleza del entendimiento humano lo impone, y todo el edificio científico, por complicado que sea, por grande que se aparezca, se apoya como en piedras angulares en unos cuantos principios que deben ser admitidos por sí mismos; que llegados, no pueden ser objeto de demostración; que removidos, dan en tierra con la fábrica mejor trabada. Cuando los que se bautizan con el calificativo de intelectuales blasonan de rechazar en el orden científico todo lo no comprobado por la razón, faltan descaradamente a la verdad. Ante las primeras verdades el sabio más campanudo corre parejas con el niño que balbuce las primeras letras. Si al sabio se le pregunta por qué misteriosa razón dos y dos son cuatro, o la inducción es una operación legítima del espíritu, o el mundo exterior existe, el sabio, no se distingue del niño al que se le formulen idénticas cuestiones, sino en que éste rotundamente contesta que la ignora y aquél algunas veces por no confesarlo se pierde en incongruencias.

 

Y casi sin quererlo hemos descubierto la regla de oro a que han de ajustarse nuestras controversias y que hay que imponer, quiéranlo o no lo quieran, a nuestros adversarios. No debemos imputar como defecto a la Religión católica, no debemos consentir que nadie se lo impute, aquello mismo que es una necesidad en la Ciencia. Si se ha visto que ésta no existiría sin la previa aceptación de principios indemostrados e indemostrables, si en sus más profundos cimientos está el dogma, en cuanto esta palabra significa verdad indemostrable, no solamente no se puede pedir la exhibición del último fundamento racional del orden religioso, porque éste por su propia constitución, los tiene de un orden superior a nuestra inteligencia, sino porque la Ciencia humana es incapaz de hacer análoga exhibición. Y cuando por ahí, los tartufos de ella nos recriminen airadamente por aquello mismo en que a diario incurren, lejos de turbarnos, sonriamos compasivamente ante el hombre y riámonos a carcajadas del intelectual.

 

Pero que existan primeras verdades científicas no sujetas a demostración y que por ello no serán jamás demostradas, a nadie autoriza a poner como base de las especulaciones doctrinales afirmaciones falsas. Una cosa es la indemostrabilidad y otra muy distilita la libertad de afirmación. Las primeras verdades científicas se aceptan por la razón, no porque sean indemostrables, si no porque son ciertas; es decir, porque expresan la adecuación del entendimiento humano con la realidad. Desde el momento en que un principio no la exprese no es verdadero; y al no serlo, no tiene categoría de primera verdad sobre la cual quepa levantar un edificio científico. Sería, en todo caso, un falso dogma.

 

No es preciso esforzarse demasiado en poner de manifiesto la trascendencia de la obra eliminatoria de los falsos dogmas en el mundo de la Ciencia. Salta a los ojos que es doble, porque doble es también el aspecto con que la verdad debe ser apreciada. La operación intelectual, en efecto, se refiere ya a los objetos en si mismos, ya a los conceptos que el entendimiento haya formado a su presencia. Y los objetos son verdaderos, si tienen en la realidad la esencia, atributos y cualidades que correspondan a su idea típica, preexistente en el entendimiento de Dios. Al crearlos, el Creador que les dio una naturaleza cuando los objetos poseen aquella misma que concuerda con su denominación, se califican de verdaderos. Este primer aspecto de la verdad es con toda evidencia independiente de nuestro entendimiento. Existiésemos o no, las cosas serían verdaderas con verdad objetiva, al corresponder –como dice el gran filósofo Fray Ceferino González– por medio de su esencia, a la idea típica de las mismas, preexistente ab aeterno en el entendimiento divino. Pero las cosas son conocidas por nosotros mediante las ideas que de ellas formamos; es decir con verdad subjetiva, que consiste en la conformidad de nuestro entendimiento con el objeto. De donde resulta que así como la idea divina es la medida y como la razón de la verdad objetiva, ésta lo es de la de conocimiento.

 

El falso dogma puede nacer, en consecuencia, o de la falsedad objetiva, cuando la cosa no tiene en la realidad ni la esencia, ni los atributos, ni las cualidades que corresponden a su idea típica, preexistente en el entendimiento divino; o el de la falsedad subjetiva por falta de adecuación entre el concepto que de la cosa hayamos formado y su realidad. O en otras palabras: el falso dogma puede tener su origen en que el objeto carezca de la esencia, atributos y cualidades que deberían corresponderle; o de que teniendo una y otros, nuestros conceptos no correspondan ni con la primera ni con los últimos. Y si para mayor facilidad del lenguaje damos la denominación de ley a las ordenaciones que Dios ha impuesto como Creador a las cosas creadas, hechas «en número, peso y medida», los falsos dogmas provendrán de que los objetos del conocimiento se rijan por leyes distintas de las que Dios impuso a las del género con que se denominan; o de que nuestra razón les impute leyes diferentes de las propias de su naturaleza.

 

Eliminar los falsos dogmas produce en la práctica estos dos resultados correlativos al doble aspecto de la verdad. Como el entendimiento humano fue creado para poseerla, mientras no la encuentre se debate en una inquietud y una ansiedad cuyos tormentosos efectos los han experimentado cuantos han sido víctimas de la duda o del convencimiento de haber incidido en el error. Se equivoca Lessing al afirmar paradójicamente que la satisfacción intelectual se halla en perseguir la verdad y no en descubrirla. Por eso, en la que la Ciencia tiene de especulación, la destrucción de los falsos dogmas devuelve al entendimiento humano el imponderable reposo espiritual que fluye de la aquiescencia a la verdad. Pero en lo que la Ciencia tiene de norma, su trascendencia es extraordinariamente superior. Yo he dicho en otra ocasión que las ideas conducen al mundo en una de estas dos formas: o positivamente guiándole hacia su fin cuando, son verdaderas, o negativamente apartándole con violencia de él cuando son falsas. Bajo este aspecto, destruir falsos dogmas es impedir que las concepciones erróneas –presentadas con el disfraz de la Ciencia– después de causar en la sociedad humana convulsiones que la desarticulen, la conduzcan derechamente a la catástrofe.

 

Digámoslo de una vez para siempre y con toda claridad. No hay, no puede haber libertad en la operación intelectual sino al precio de la desventura. La antítesis ha envenenado al mundo, pero ha sido el testimonio más terrible de su falsedad. La verdad objetiva, según lo dicho, es la medida de la de conocimiento o subjetiva. Si poseemos la verdad cuando hay adecuación o conformidad entre nuestro entendimiento y el objeto, y la naturaleza y las leyes que la regulan son impuestas por Dios y no por nuestra voluntad, la libertad, que es cualidad de esta última potencia, no juega papel alguno en el orden intelectivo. Cuando se proclama como dogma de la Filosofía la libertad de pensamiento, se expresa un contrasentido; algo así como si se hablase de un círculo cuadrado o de un rectángulo redondo.

 

Y hay en el fondo de esa falacia que ha dominado al mundo una rebeldía y un desconocimiento absoluto de las funciones intelectivas. Si existe un Creador que legisló soberanamente sobre todas las cosas, no cabe que el hombre, criatura como es, se substituya a su Creador, ni en la promulgación de esas leyes, ni en la concepción intelectual de las mismas. Su papel queda reducido a aceptarlas humildemente y a conformar la idea con la realidad. Sólo la inexistencia de la Divinidad autorizaría al hombre a considerarse dueño y señor absoluto de lo creado, al punto de pretender que fuese lo que a él pluguiese o se transformase en lo que a él se le antojara. Quienes proclaman la libertad de pensamiento, sin darse cuenta de ello, caen en esa aberración; se constituyen en dioses. O en el extremo opuesto, según condición de todos los errores. Porque atribuir libertad a la razón es hacerla voluntad; y de un solo golpe, privar al hombre de guía y cegar a la voluntad.

 

Enunciar simplemente esta consecuencia es poner de manifiesto la inanidad intelectual de los que a sí mismos se llaman intelectuales, en frente y en contra de la Iglesia Católica; en frente y en contra de la Tradición. La libertad de pensamiento, proclamada por ellos, por ellos defendida, por ellos ensalzada como timbre de honor de la humanidad, les priva de la condición de que sin derecho, aunque con vanidad, hacen ostentación aparatosa. Si hay libertad de pensamiento, no hay razón, ni por lo tanto pensamiento, ni en consecuencia intelectualidad. ¿Por qué entonces han monopolizado el calificativo e interponen apelaciones ante el [119] Tribunal de la razón? Esta es una de tantas cosas de que este Tribunal les exigirá en su día estrecha cuenta.

 

¿Podrán ponerse en duda, después de lo dicho, los efectos desastrosos de los falsos dogmas en la vida social? Obra de la supuesta libertad del pensamiento, fueron la de una potencia humana en actuación que negaba su naturaleza. Y como precisamente la caracteriza ser guía de la voluntad, los estragos que causaren habían de alcanzar por necesidad trascendencia incalculable. Lo tenían y lo tienen ya, los que como reguero de pólvora traen aparejados las simples equivocaciones o las erróneas concepciones con que la Humanidad paga tributo a la limitación del entendimiento; y no hay que ponderar por ello a dónde llegará la sistematización de unas y otras y la elevación a doctrina de lo que es una imperfección de la inteligencia. Porque eso y no otra cosa es la consagración científica de los falsos dogmas. Y la alternativa se presenta con una espantosa claridad. O la sociedad es dirigida por principios verdaderos y entonces su aspiración a la felicidad no recogerá totales decepciones; o erige tronos a los falsos dogmas y fatalmente caerá en la esclavitud que la acecha al final de los mismos.

 

Sería, pues, poco menos que inútil todo buen deseo de restauración del orden social –condición indispensable de la felicidad temporal– si previamente no pusiésemos la esencialísima de toda acción; la extirpación de los falsos dogmas en el campo de la ciencia política. Que el empeño es titánico no hay que negarlo; que a pesar de ello no puede ser abandonado, ya se desprende de lo dicho. No hay nada en el día, ni institución ni organismo, ni elemento individual sobre los que no haya caído una verdadera plaga de falsos dogmas. No es de extrañar por ello que las instituciones no conduzcan a sus fines, ni los organismos actúen sin duras resistencias, ni los individuos permanezcan inactivos en plena desorientación, o tropiecen miserablemente a cada paso que den en la vida. Y es lo más terrible que el dogma verdadero va siempre flanqueado por dogmas falsos, de tal modo, que destruido el de la izquierda, la humanidad cae por excesiva reacción en el de la derecha y viceversa.

 

Porque esa obra de restauración doctrinal, a las enormes dificultades que en sí misma ofrece, añade esa otra que es quizá la que más se opone a la vuelta de los hombres al culto de la verdad. Hay en la razón algo parecido a la inercia de la Naturaleza. Impulsada en un sentido para librarse de un error, tiende a traspasar el objeto cuyo alcance se había propuesto, y llega a lugares en que la espera otro falso dogma. La Historia de la Humanidad no es más que la repetición monótona y cansada de ese fenómeno de inercia intelectual.

 

Estos artículos –simples bocetos de refutación de los falsos dogmas– han de evitar ese escollo. Combatir uno sin prevenir al lector que en la nueva orientación de su mentalidad la verdad puede encontrarse con su opuesto, a nada útil conduciría. Hay que disciplinar el entendimiento, impidiendo esos desbordamientos doctrinales con el señalamiento claro y preciso del área jurisdiccional de la verdad y el campo de que el otro error se enseñorea. Los católicos tenemos en este orden el modelo que nos ofrece la dialéctica de la Iglesia frente a las herejías. Al combatir y destruir una, no se rindió ante la opuesta, sino que también la combatió y la destruyó. La condenación de los negadores de la divinidad de Jesucristo, no fue patente que autorizara a sus defensores a proclamar en el Salvador una sola naturaleza. Contar los primeros, la Iglesia afirma la divina de Cristo; contra los segundos, la humana. Porque la verdad era ésta: Jesucristo es Dios-Hombre; y tiene como Dios naturaleza divina, y como hombre, humana.

 

¿Habrá que añadir, después de lo dicho, que estos artículos no darán cabida ni a extremismos ni a confusionismos, como en términos un poco bárbaros se designan hoy los excesos y los defectos del orden doctrinal? No creo que haga falta. La verdad tiene por sí misma fuerza tan grande que en la esfera de la especulación no necesita de aliados para triunfar. Sería rebajarla sin beneficio alguno para su causa, hacerla andar del brazo de un error, aunque momentáneamente éste –en lo que de verdad tuviese– pudiera prestarle eventual auxilio. Y a la postre su claridad divina se alteraría con las máculas que el contacto bochornoso en ella fuese dejando.

 

Una última observación. La verdad se halla –según hemos visto– en las cosas y en el entendimiento humano; pero los conceptos que de las cosas forman los hombres, se expresan por medio de palabras. Cada una de las que a nuestros oídos llegan, los impresiona con el exclusivo fin de suscitar en las inteligencias una idea; aquella misma precisamente, que quien la emitió quiso transmitirnos por la vibración del sonido, para que con toda fidelidad se reprodujese en nuestro espíritu. Debe haber, pues, una relación indestructible entre un concepto y el vocablo con que se expresa, a fin de que pronunciado el último, en el entendimiento surja siempre indefectiblemente la misma idea. En el lenguaje, por lo tanto, hay también una forma de verdad, la que resulta de la conformidad de la palabra con la idea; y una causa de falsedad, la que constituye la disconformidad entre el concepto y el término.

No vale la pena de insistir demasiado en la transcendencia de esta disconformidad por lo que afecta a la generación de los falsos dogmas. Una dolorosa experiencia nos ha enseñado a todos que en considerable proporción fue dicha forma de falacia creadora de aquellos. Usando las mismas palabras, parece sin embargo que hablamos diversos idiomas. Son raros los hombres que las dan idéntico sentido, por la sencilla razón de que una labor tenaz viene desde hace tiempo vaciándolas de su contenido para que sean fácil y eficaz vehículo del error. Una Babel con idiomas diferentes se concibe sin dificultad. La obra maestra en la materia la levantó el siglo XIX, haciendo una Babel con un solo idioma.

 

Y así, hoy el falso dogma reina, porque a los vocablos con que se los formula se da significado distinto del que legítimamente, tienen el momento de su enunciación. Sería este un fenómeno digno de estudio si el observador pudiese ante él contener sus lágrimas y su indignación. Una palabra que tiene un sentido indubitado en el lenguaje corriente, en labios de los sicofantes adquiere otro, y es lo más admirable que quienes les escuchan lo aceptan sin protesta. Y así, el falso dogma surge usándose de los términos según su significado, por corresponder no obstante en los espíritus a otro, no sólo diferente sino aun opuesto. Como en la sociedad conyugal, el divorcio se ha entronizado también en la gramática.

 

Y va se sabe a dónde conduce separar lo que debe estar unido. También lo tengo dicho en otra parte. Sí el vocablo –por uno u otro motivo– despierta en nuestra razón una idea que no es la que corresponde a su recto sentido o se transmuta el primitivo en el uso social, el mundo, con términos que originariamente eran vehículo de ideas fecundas y verdaderas, padecerá parálisis o extravíos; y con palabras que no respondan ya a su contenido ideológico, se precipitará como demente furioso en el abismo. Ideas verdaderas; claridad en su comprensión y palabras adecuadas al concepto, son condiciones indispensables para que la sociedad no camine a tropezones hasta dar en su propia destrucción.

 

¡Qué dolor!... Esta responsabilidad en la formación del falso dogma, primero; en su propagación y mantenimiento, después; sobre quienes principalmente recae, es sobre los hombres políticos y los intelectuales que les han servido; que, aun en sus rebeldías espirituales les sirven. ¿Se quiere un ejemplo de la infernal maniobra?... Pues vea el lector cómo en España –según confesión de uno de sus forjadores –se puso en pie el falso dogma del nacionalismo separatista, uno de los que serán estudiados. «Nuestras campañas –dice Prat de la Riba– fueron de un espíritu intensamente nacionalista: evitábamos todavía usar abiertamente la nomenclatura propia, pero íbamos destruyendo las preocupaciones, los prejuicios, y con calculado oportunismo, insinuábamos en sueltos, y artículos las nuevas doctrinas barajando a intento región, nacionalidad y Patria, para acostumbrar poco a poco a los lectores... En aquel compendio, pusimos toda la nueva doctrina, omitiendo sólo la terminología propia sustituida por la terminología más generalizada entonces; bajo los nombres viejos, hicimos pasar la mercancía nueva, y pasó

 

¡He ahí un botón de muestra de la abominable colusión de políticos e intelectuales!

 

Y no creo que este proemio exija mayores elucidaciones. Voy a ir exponiendo ante mis lectores, en sucesión lo más ordenada posible, los falsos dogmas que en el orden social y político disuelven la sociedad; a señalar en ellos la falacia fundamental; a oponerles los principios verdaderos, y a apuntar los resultados lógicos de aquellos y de éstos. De la importancia de la labor –cualquiera que sea mi acierto en ella– nada hay que decir, porque todos prestan su conformidad a la efectiva trascendencia de los principios sociales y políticos sobre la vida del hombre.

 

Véase Víctor Pradera, “Los falsos dogmas”, en Acción española, nº 2, 1 de enero de 1932, pp. 113-122.

 

 

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