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 La persecución religiosa en la España contemporánea II. Relaciones Iglesia-Estado en la España liberal-revolucionaria[1].

 

 

Ángel David Martín Rubio.

 

Sacerdote. Profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe y en el Instituto Teológico San Pedro de Alcántara del Seminario de la Diócesis de Coria Cáceres. Profesor del Instituto de Humanidades Ángel Ayala CEU

 

 

I.       EL REINADO DE FERNANDO VII (1814-1833)

La primera restauración fernandina significaba el teórico regreso a la situación anterior a los sucesos revolucionarios significada en la abolición de la Constitución de 1812 y la obra legislativa de las Cortes pero a la hora de las realizaciones prácticas el monarca no asumiría ninguna de las propuestas contenidas en el Manifiesto de los persas y que se concretaban, en el caso de la política eclesíastica, en la convocatoria de un Concilio «que arreglase las materias eclesiásticas y preservase intacto entre nosotros esa nave que no han de poder trastornar todas las furias del abismo»[2]. Parece probable que, como en otros terrenos políticos y económicos, las circunstancias pesaran de manera determinante a la hora de diferir indefinidamente el cumplimiento de aquellas propuestas y de otras expresadas en el manifiesto del 4 de mayo. El restablecimiento de la Inquisición, la abolición de las disposiciones contrarias a los regulares decretadas por las Cortes y la vuelta de los jesuitas fueron medidas acogidas con general satisfacción a no ser en las minoritarias filas liberales.

El Trienio Liberal, en cambio, iba a a ser rico en consecuencias. Ante todo porque da paso a un momento de persecución violenta y abierta contra la Iglesia en la que los liberales reproducen ahora prácticas que habían sido propias de los franceses en la invasión de 1808 y llevan a su extremo las medidas preconizadas por las Cortes. Pero también porque deriva en un período de desgobierno y anarquía que provoca en la opinión la demanda de una situación de orden que acaba desembocando en un gobierno mucho más arbitrario y despótico que el anterior. Este comportamiento resulta similar al que se va a conocer en otros momentos del siglo y tiene su repercusión en la política eclesiástica cuando los extremismos revolucionarios (por ejemplo durante la Regencia o el Sexenio) acaban favoreciendo un entendimiento de la jerarquía (como el Concordato de 1851 o el período de la Restauración) optando así por los elementos “moderados” que quieren salvar la Revolución reprimiendo sus excesos y abandonado las posiciones contrarrevolucionarias que serán defendidas a título particular por personas y organizaciones que no siempre contaban con el respaldo de la jerarquía. Encontramos ya aquí la raíz de la futura distinción entre partidos de inspiración católica confesionales y no-confesionales, es decir, fieles a las directrices de contemporización emanadas de la Santa Sede o partidarios de la unidad católica y sus consecuencias sin aceptar como tesis las situaciones de hecho.  

Durante el Trienio se va a dictar la ley de monacales, por la que se extinguían la mayor parte de las Órdenes religiosas, sus bienes pasaban a propiedad del Estado y se venderían a particulares en pública subasta. Era el mismo procedimiento que en 1836 pondría en práctica Mendizábal porque ahora la aplicación de la ley se vio impedida por la corta vigencia de la Constitución. En el trasfondo ideológico de estas medidas se daban la mano los viejos regalistas de 1812 con los nuevos radicales vinculados a los elementos del para-poder que dominan en el Trienio hasta acabar desembocando en una auténtica sobrerrevolución: sociedades secretas, sociedades patrióticas y milicia nacional[3]. Al tiempo, se van a provocar decenas de víctimas de condición religiosa como resume Menéndez Pelayo:

«El asesinato del cura de Tamajón, precedido por las infamias jurídicas de su proceso; la sangrienta apoteosis del martillo; el extrañamiento del arzobispo de Tarragona y de los obispos de Oviedo, Menorca y Barcelona, Tarazona, Pamplona y Ceuta; la tumultuaria expulsión del arzobispo de Valencia, don Veremundo Arias; los nuevos decretos de las Cortes de 1822 ordenando el arreglo del clero, trasladando a los eclesiásticos de unas diócesis a otras y declarando vacantes las sedes de los obispos desterrados; el embarque en masa de los frailes de San Francisco, de Barcelona, en número de setenta dos, y, finalmente, el asesinato del anciano y venerable obispo de Vich, Fr. Ramón Strauch, en la llamada tartana de Rótten, en 16 de abril de 1823, anunciaron una época de terror semejante a la de los revolucionarios franceses, y lanzaron a los realistas, sobrecogidos al principio de espanto, a una insurrección abierta, organizándose como por encanto numerosas partidas y guerrillas, que renovaron, sobre todo en Cataluña, los portentos de la guerra de la Independencia»[4].
 

La guerra civil intermitente que se desarrolla en los años 1822 y 1823 presenta la particularidad de ser el primer conflicto armado que enfrenta a los liberales, dueños del poder político en un régimen de ese mismo signo, y a los realistas, buena parte de ellos situados en la línea de los que Federico Suárez consideró partidarios de la continuidad con el Antiguo Régimen no sin exigir por ello auténticas reformas, capaces de responder a las nuevas necesidades. Cuando se supera el simplista esquema absolutistas-liberales dando cabida a esta tercera posición (la representada por los realistas o renovadores) se entiende mucho mejor la historia de España durante el siglo XIX. Por otro lado, sabiendo leer más allá de los hechos, se pone de relieve que este mismo conflicto es el que luego va a expresarse tanto en las Guerras Carlistas, como en la Guerra Civil de 1936 e incluso, con ciertas particularidades, en el proceso de independencia americano[5].

A diferencia de los alzamientos liberales, de carácter militar y urbano, los realistas actúan en los campos y sus partidas suelen estar compuestas por civiles que, al igual que hicieran en la Guerra de la Independencia, se lanzan al combate. Las primeras guerrillas surgen a finales de 1820 y hacia comienzos de 1822 sus acciones ya se extienden por buena parte de la geografía nacional. El barón de Eroles, jefe de una importante partida que actuaba en Lérida, alzó la bandera de un poder “legítimo” frente a la “cautividad del monarca”, para lo cual constituyó la Regencia de Urgel, compuesta por Mozo de Rosales (redactor del Manifiesto de los Persas), el arzobispo de Tarragona y el propio Eroles. La documentación generada en torno a estos sucesos, demuestra su vinculación con el ideario que se ha definido como renovador. La oleada revolucionaria de 1820 había dado lugar a la intervención de las potencias de la Santa Alianza en varios países de Europa y, finalmente, Francia anunciaba su decisión de enviar un Ejército a España; son los Cien Mil Hijos de San Luis que cruzaron la frontera (abril-1823) y acompañados de los realistas españoles, fueron recibidos como libertadores  en medio de aclamaciones de entusiasmo.

Poco más tarde, ya en la década de plena soberanía real, la constante presión de la policía en contra de los realistas y el resentimiento de ver como conocidos liberales eran encumbrados a puestos de poder y responsabilidad, llevó a la sublevación de los Agraviados (“malcontens”) en 1827. Este movimiento, que llegó a contar varios miles de voluntarios, y formó una junta provincial en Manresa, se disolvió sin apenas resistencia cuando Fernando VII se trasladó a Cataluña e hizo saber que no se hallaba prisionero de sus ministros sino que seguía la política que le parecía más conveniente.

Al final de los años veinte, realistas y liberales se hallaban descontentos con un régimen que no satisfacía las apetencias de ninguno de los dos sectores. La explicación tópica presenta a este período de Fernando VII como tiránica y arbitraria (por eso hablan de la Década ominosa). Si es así, la actitud de los liberales queda perfectamente explicada pero ¿es que había unos realistas que deseaban un régimen aún más tiránico y arbitrario hasta el punto de alzarse en armas? La lógica nos sugiere pensar que el régimen vigente no era tan despótico  como simplistamente se le ha definido o lo que deseaban los rebeldes no era exactamente una mayor dosis de despotismo. Y es que resulta muy importante distinguir entre el aspecto institucional (en el cual Fernando VII no hizo ninguna concesión) y la aceptación en el seno de la administración de hombres moderados o incluso proclives al liberalismo, que utilizaron el poder absoluto para tomar medidas administrativas  favorables a sus posiciones. Al final, Fernando VII sin abdicar en absoluto del hecho de las formas de la plena soberanía real, acabaría favoreciendo a los partidarios del justo medio (ni revolucionarios ni realistas), en cuyas manos dejó el poder a su muerte[6].

Para nuestro objeto, la importancia del período radica en la formación de un pensamiento político realista influyente en la configuración del futuro núcleo doctrinal carlista y en el que ocupan un lugar central postulados políticos de entraña teológica muy diferentes de los sostenidos por los liberales. 

En el punto concreto de las relaciones Iglesia-Estado el pensamiento realista ha sido muy bien sistematizado por Alexandra Wilhelmsen. Frente a la tendencia secularizadora liberal, los realistas aceptaban con entusiasmo la unidad católica de España y respaldaban la presencia institucional de la Iglesia sin poner trabas a su derecho de propiedad ni a su participación en la vida intelectual[7]. Por paradójico que pueda parecer, el lema “altar y trono” (repetido en el Trienio y en la documentación de los Agraviados) dejaba más espacio para la libertad de la Iglesia que las ideas liberales que acabaron determinando la configuración de una institución sin independencia económica y sometida al Estado.

II.    La Iglesia durante la Regencia de María Cristina y la Primera Guerra Carlista

«La propaganda liberal del siglo XIX, los dibujos y caricaturas de no pocas publicaciones satíricas y en general el interés de los vencedores crearon la imagen simplista de un Carlismo vinculado y sustentado por la Iglesia. Con ello, entre otras cosas, se conseguía un ambiente más propicio y un marco más favorable para las diversas medidas anticlericales que se fueron llevando a cabo a lo largo del siglo»[8].

No faltan quienes quieren ver en el carlismo la consecuencia de la acción del clero, tradicionalmente opuesto a los liberales. Sin olvidar el papel de tantos eclesiásticos en la implantación del liberalismo en España (sobre todo en las Cortes de Cádiz), lo cierto es que ahora la mayoría de ellos permanece en sus lugares de residencia, acatando al poder establecido e incluso, cuando se plantea una enfrentamiento a causa de la política religiosa de los gobiernos liberales, son muy pocos los que se unen a los partidarios de D.Carlos. Caso especial es el de los religiosos para los cuales el liberalismo suponía el fin de su opción de vida (debido a las exclaustraciones y a la desamortización) y que por tanto aparecen más proclives a don Carlos que a la regente.

Las siguientes conclusiones de Francisco Asín y Alfonso Bullón resultan completamenta asumibles y hacen necesario explicar no tanto el apoyo de la Iglesia al carlismo —como sostiene el tópico— cuanto el apoyo al moderantismo liberal que fue, a la larga, la postura predominante y de mayores repercusiones históricas. En efecto, por parte de la Santa Sede, el papa Gregorio XVI trató en todo momento con la misma consideración a la hija y al hermano de Fernando VII sin reconocer a ninguno de ellos y eso a pesar de la política antirreligiosa de los Gobiernos liberales y de contar de hecho Don Carlos con quienes habían estado a cargo de la Embajada de España en la época de Fernando VII. El alto clero en la cuestión dinástica adopta la decisión de Fernando VII y solamente un sector reducido del episcopado tomó claro partido por la causa liberal o carlista. Las medidas anticlericales provocaron la reacción de algunos Obispos y cuando esto ocurre se les tilda de carlistas, expresión que viene a significar que no seguían las indicaciones del Gobierno. El clero en general fue más sujeto paciente que agente del conflicto, aunque no faltaron activas minorías pero es indudable que la Iglesia no volcó su fuerza política y económica a favor del carlismo e intentó una cierta neutralidad en el conflicto[9].

Con el paso del tiempo el Carlismo se fue desarrollando en circunstancias históricas diferentes a las del realismo del período fernandino. Para la época de la Tercera Guerra, en los años del Sexenio, el famoso lema: Dios, Patria, Fueros, Rey resumía una teoría y un esquema político[10] en el que específicamente se pedía la unidad religiosa y la independencia de la Iglesia. Los carlistas querían que los valores católicos impregnasen el mundo político y la legislación y que la Iglesia fuera libre para llevar a cabo su misión.

Paradójicamente, el siglo XIX iba a transcurrir bajo el signo de unas Constituciones de ideología liberal y de un Concordato, el de 1851, que consagraba una Iglesia sometida a unos postulados completamente opuestos a los reclamados por los carlistas. La fórmula finalmente aceptada no será la exaltada o veinteañista (posteriormente apodada como “progresista”) sino la que se calificó de moderada. El desenlace volverá a repetirse tras el Sexenio con el liberalismo conservador de Cánovas por lo que conviene precisar cómo se llega a él.

III. La deriva revolucionaria y la formulación del moderantismo

El tránsito hacia el liberalismo no ocurrió de la noche a la mañana y es difícil precisar el momento en que se puede hablar definitivamente de un Estado liberal. Lo cierto es que hasta llegar a la plasmación del liberalismo histórico hubo que pasar, dejando aparte otras circunstancias de menor importancia, por varios momentos de especial relieve:

1.                 De Martínez de la Rosa a Mendizábal

 Como fruto del Estatuto Real (1834) y casi al mismo tiempo que la reunión de las Cortes se produjo en Madrid un hecho de extraordinaria violencia: el asalto a los conventos y la matanza de frailes. Una epidemia de cólera había llegado a la ciudad en el verano de 1834 y alguien propaló la especie de que los frailes, partidarios de Don Carlos, había envenenado las fuentes. Varios conventos fueron saqueados y más de ochenta religiosos asesinados. El crimen permaneció impune y la historiografía ha puesto poco empeño en determinar quiénes fueron los autores del sangriento atentado. Resulta difícilmente superable el ímpetu puesto por Menéndez Pelayo en describir estos sucesos, auténtico baldón en los orígenes del liberalismo español y que la mayoría de los manuales despachan en apenas un par de líneas:

«Tormentosa y preñada de amagos fue la noche del 16. Por las cercanías de los Estudios de San Isidro oíase cantar a un ciego al son de la guitarra:

Muera Cristo, / viva Luzbel; /  muera don Carlos, /  viva Isabel.

Amaneció, al fin, aquel horrible jueves, 17 de julio, día de vergonzosa recordación más que otro alguno de nuestra historia. Las doce serían cuando cayó la primera víctima, acusada de envenenar las fuentes. Otro infeliz, perseguido por igual pretexto, buscó refugio en el Colegio Imperial, y en pos de él penetraron los asesinos al dar las tres de la tarde. Lo que allí pasó no cabe en lengua humana y la pluma se resiste a transcribirlo. En la portería del Colegio Imperial, en la calle de Toledo, en la de Barrionuevo, en la de los Estudios, en la plaza de San Millán, cayeron, a poder de sablazos y de tiros, hasta dieciséis jesuitas, cuyos cuerpos, acribillados de heridas, fueron arrastrados luego con horrenda algazara y mutilados con mil refinamientos de exquisita crueldad, hirviendo a poco rato los sesos de alguno en las tabernas de la calle de la Concepción Jerónima. Uno de los asesinados era el P. Artigas, el mejor o más bien el único arabista que entonces había en España, maestro de Estébanez Calderón y de otros.

Los restantes jesuitas, hasta el número de sesenta, se hallaban congregados en la capilla doméstica haciendo las últimas prevenciones de conciencia para la muerte, cuando sable en mano, penetró en aquel recinto el jefe de los sicarios, quien, a trueque de salvar a uno de ellos, que generosamente persistía en seguir la suerte de los otros, consintió en dejarlos vivos a todos, ordenando al grueso de los suyos que se retirasen y dejando gente armada en custodia de las puertas.

Eran ya las cinco de la tarde, y el capitán general, como quien despierta de un pesado letargo, comenzaba a poner sobre las armas la tropa y la Milicia urbana. ¡Celeridad admirable después de dos horas de matanza! Y ni aun ese tardío recurso sirvió para cosa alguna, puesto que los asesinos, dando por concluida la faena de los Reales Estudios, se encaminaron al convento de dominicos de Santo Tomás, en la calle de Atocha, y, allanando las puertas, traspasaron a los religiosos que estaban en coro o les dieron caza por todos los rincones del convento, cebando en los cadáveres su sed antropofágica. Entonces se cumplió al pie de la letra lo que del Corpus de Sangre de Barcelona escribió Melo: «Muchos, después de muertos, fueron arrastrados, sus cuerpos divididos, sirviendo de juego y, risa aquel humano horror, que la naturaleza religiosamente dejó por freno de nuestras demasías; la crueldad era deleite; la muerte, entretenimiento, a uno arrancaban la cabeza (ya cadáver), le sacaban los ojos, cortábanle la lengua y las narices; luego, arrojándola de unas en otras manos, dejando en todas sangre y en ninguna lástima, les servía como de fácil pelota; tal hubo que, topando el cuerpo casi despedazado, le cortó aquellas partes cuyo nombre ignora la modestia y, acomodándolas en el sombrero, hizo que le sirviesen de torpísimo y escandaloso adorno». Mujeres desgreñadas, semejantes a las calceteras de Robespierre o a las furias de la guillotina, seguían los pasos de la turba forajida para abatirse, como los cuervos, sobre la presa. Al asesinato sucedió el robo que las tropas, llegadas a tal sazón y apostadas en el claustro, presenciaron con beatífica impasibilidad. Sólo tres heridos sobrevivieron a aquel estrago.

De allí pasaron las turbas al convento de la Merced Calzada, plaza del Progreso, donde hoy se levanta la estatua de Mendizábal. Allí rindieron el alma ocho religiosos y un donado, quedando heridos otros seis.

Ni siquiera las nieblas de la noche pusieron término a aquella orgía de caníbales. Seis horas habían transcurrido desde la carnicería de San Isidro: los religiosos de San Francisco el Grande, descansando en las repetidas protestas de seguridad que les hicieron los jefes de un batallón de la Princesa acuartelado en sus claustros, ponían fin a su parca cena e iban a entregarse al reposo de la noche, cuando de pronto sonaron voces y alaridos espantables, tocó a rebato la campana de la comunidad, cayeron por tierra las puertas e inundó los claustros la desaforada turba, tintas las manos en la reciente sangre de dominicos, jesuitas y mercedarios. Hasta cincuenta mártires, según el cálculo más probable, dio la Orden de San Francisco en aquel día. Unos perecieron en las mismas sillas del coro, cuya madera conserva aun las huellas de los sables. Otros fueron cazados, como bestias fieras, en los tejados, en los sótanos y hasta en las cloacas. A otros, el ábside del presbiterio les sirvió de asilo. Y alguien hubo que, con pujante brío, se abrió paso entre los malhechores y logró salvar vida arrojándose por las tapias o huyendo a campo traviesa hasta parar en Alcalá o en Toledo. Los soldados [829] permanecieron inmóviles o ayudaron a los asesinos a buscar y a rematar a los frailes y a robar los sagrados vasos. ¡Ocho horas de matanza regular y ordenada, y por un puñado de hombres, casi los mismos en cuatro conventos distintos! ¿Qué hacía entre tanto el capitán general? ¿En qué pensaba el Gobierno? A eso de las siete de la tarde se presentó San Martín en el Colegio Imperial, habló con los jesuitas supervivientes y les increpó en términos descompuestos por lo del envenenamiento de las aguas. En cuanto al Gobierno de Martínez de la Rosa, se contentó con hacer ahorcar a un músico del batallón de la Princesa que había robado un cáliz en San Francisco el Grande. Con todo, el clamoreo de la opinión fue tal, que hubo, pro fórmula, de procesarse a San Martín, separado ya de la Capitanía General. Aquí paró todo, y huelgan los comentarios cuando los hechos hablan a voces»[11].

A la caída de Martínez de la Rosa forma Gobierno el Conde de Toreno, dispuesto a llegar más lejos que su predecesor. Por eso decidió la expulsión de los jesuitas y la supresión de todos los conventos que no contasen con doce individuos profesos. Ahora en Barcelona las masas asaltaron las casas religiosas y asesinaron a otros ochenta frailes y al General Bassa que actuaba en nombre del Capitán General. Los amotinados destruyeron máquinas recién importadas pero no pedía pan ni trabajo sino la Constitución de 1812. La revuelta se extendió por otros lugares.

«Hundido en aquella sangrienta charca el prestigio del Gobierno moderado, la anarquía levantó triunfante e indómita su cabeza por todos los ámbitos de la Península. En Zaragoza, una especie de partida de la Porra, dirigida por un tal Chorizo, de la parroquia de San Pablo, y por el organista de la Victoria, fraile apóstata que acaudillaba a los degolladores de sus hermanos, obligó a la Audiencia, en el motín de 25 de marzo de 1835, a firmar el asesinato jurídico de seis realistas presos, y, tomándose luego la venganza por más compendiosos procedimientos, asaltó e incendió los conventos el 5 de julio, degolló a buena parte de sus moradores y al catedrático de la Universidad Fr. Faustino Garroborea, arrojó de la ciudad al arzobispo y entronizó por largos días en la ciudad del Ebro el imperio del garrote. En Murcia fueron asesinados tres frailes y heridos dieciocho y saqueado el palacio episcopal a los gritos de “¡Muera el obispo!” En 22 de julio ardieron los conventos de franciscanos y carmelitas descalzos de Reus, con muerte de muchos de sus habitadores. De Tarragona fue expulsado el arzobispo y cerradas con tiempo todas las casas religiosas. Pero nada llegó a los horrores del pronunciamiento de Barcelona en 25 de julio de 1835, comenzado al salir de la plaza de toros, como es de rigor en nuestras algaradas. Una noche bastó para que ardiesen, sin quedar piedra sobre piedra, los conventos de carmelitas calzados y descalzos, de dominicos, de trinitarios, de agustinos calzados y de mínimos. Cuanto no pereció el furor de las llamas, fue robado; los templos, profanados y saqueados; los religiosos pasados a hierro; sus archivos y bibliotecas, aventados o dispersos. Una muchedumbre ebria, descamisada y jamás vista hasta aquel día en tumultos españoles, el populacho ateo y embrutecido que el utilitarismo industrial educa a sus pechos, se ensayaba aquella noche quemando los conventos para quemar en su día las fábricas. Hoy es, y aun se erizan los cabellos de los que presenciaron aquellas escenas de la Rambla y vieron a las Euménides revolucionarias arrancar y picar los ojos de los frailes moribundos, y desnudar sus cadáveres, y repartirse sus harapos, mientras que la tea, el puñal y la segur despejaban el campo para los nuevos ideales»[12].

 

Finalmente, la Regente nombró jefe de un nuevo Gobierno a Juan Alvarez Mendizábal, liberal exaltado y muy vinculado a los intereses británicos que comenzó su labor en noviembre de 1835 con un triple objetivo: terminar la guerra civil, remediar el penoso estado de la Hacienda y consolidar las instituciones liberales.

2.                 La obra de Mendizábal

El plan central de Mendizábal consistía en la desamortización eclesiástica con cuyo producto confiaba acabar con la guerra (mediante la recluta de cien mil hombres) y remediar la situación de la Hacienda. La consolidación del liberalismo se esperaba como fruto de la aparición de una clase de propietarios que serían los más firmes sostenedores del régimen. Como finalidad no confesada hay que añadir el deseo de privar a la Iglesia de sus medios de financiación reduciendo así las posibilidades de llevar a cabo su misión. La diferente actitud de los políticos desamortizadores en relación a los bienes, por ejemplo, de la nobleza es reveladora de esta voluntad.

Una serie de decretos (1835-1836) determinaron una serie de medidas fundamentales que pueden reducirse a tres:

―   La supresión en España de todas las Órdenes religiosas, excepto las dedicadas a la pública beneficencia y a las misiones de Filipinas.

―   La confiscación por el Estado de los bienes de estas órdenes que pasaban a ser Bienes Nacionales.

―   La conversión de estos bienes en propiedad particular, mediante el sistema de pública subasta.

Pese a las vicisitudes atravesadas por el Clero Regular desde comienzos del siglo XIX que, sobre todo en la época del Trienio Liberal (1820-1823), habían supuesto una importante merma de sus patrimonios y las primeras disposiciones de exclaustración, serán estas últimas disposiciones las que tenga unas consecuencias más negativas para su propia supervivencia[13]. En su estudio sobre la cuestión, Manuel Revuelta puso de relieve cómo al aplicar Mendizábal su política desamortizadora ya estaba prácticamente hecha la exclaustración forzosa, y ni decir tiene que ilegal. Ahora es cuando se legalizan las supresiones efectuadas por la revolución y se decreta la exclaustración y desamortización general. No menos afectado iba a resultar el Clero Secular y todas las instituciones a él vinculadas: fábricas parroquiales, curatos y beneficios curados, cofradías, capellanías, obras pías, memorias, disposiciones, vínculos... Catedrales, Cabildos, Mitras, Seminarios, Parroquias y hasta las más olvidadas Cofradías... iban a ser despojadas de un ingente patrimonio procedente de la donación de particulares, en su mayoría pequeñas parcelas de tierras y huertos así como algunas dehesas que permitían el desenvolvimiento de todas estas instituciones y daban trabajo a miles de personas. También fueron desamortizados los bienes de las Órdenes Militares generalmente vinculados a Maestrazgos y Encomiendas[14].

Resulta sintomático que generalmente se haya puesto el acento en las consecuencias que la desamortización tuvo desde el punto de vista del régimen de la propiedad de la tierra, superficies explotadas, evolución del sistema de cultivos y transformaciones sociales. Pero habría que añadir el impacto que produjo al hacer imposible la supervivencia de numerosas instituciones privadas arbitrariamente por el Estado liberal de sus propiedades, la pérdida de innumerables obras de arte tanto arquitectónicas como imágenes y pinturas y cómo la lentitud del Estado para hacerse cargo del vacío provocado en la labor asistencial y de beneficencia iba a ser una de las razones del deterioro de la cuestión social que caracteriza al siglo XIX y buena parte del XX. Además:

«El hecho de la desamortización —o más exactamente, el despojo y empobrecimiento de la Iglesia a mediados del siglo XIX— debe tener relación con un proceso de descristianización de las clases má modestas en los barrios de las ciudades y en las zonas campesinas de gran concentración. A comienzos de siglo, estas clases eran las de sentir más tradicional y de más profundas convicciones religiosas; a finales de siglo, se encontraban en un gran número de casos, en el polo opuesto. La propia Iglesia, que necesitaba vivir de los recursos de la burguesía, centró en ella su labor. Reconquistó una buena parte de sus miembros, pero ella misma, por contacto, en gran parte se aburguesó. Entretanto, quizá sin darse cuenta, millones de españoles cambiaban de alma»[15].

 

 

3.    Los moderados y la reconstrucción de las relaciones Iglesia-Estado

Tras la caída de Mendizábal, José María Calatrava fue probablemente el ministro más radical de la Regencia, superando las medidas anticlericales de Mendizábal y ampliando la desamortización en todos los ámbitos pero, los Gobiernos de esta etapa son fugaces y a la Regencia de María Cristina sucede la de Espartero («lastimosa recrudescencia de furor anticlerical y anacrónico alarde de canonismo regalista[16]») al tiempo que se va fraguando la moderna ideología docrinaria de los moderados. A esta formulación contribuye tanto el “cansancio revolucionario” como la idea de que la Revolución[17] como tal ya se ha consumado y ahora llega la época de su pacífico disfrute. Por eso, la tendencia predominante en un universo (el moderado) para nada unánime es la que se pretende como equidistante de dos extremos viciosos: el carlismo y la revolución. Es la idea del justo medio en su más genuino sentido, no como síntesis sino como exclusión de lo uno y lo otro.

En este programa tiene cabida una reconstrucción de las relaciones Iglesia-Estado cuya normalidad se había visto interrumpida por el radicalismo revolucionario pero sin conceder un ápice a los anhelos de una Iglesia independiente y activa que mantenían los carlistas. La situación a que se había llegado era de una absoluta ruptura de los vínculos con la Santa Sede, expulsado el vice-gerente Arellano, último resto de representación papal, recogidas las alocuciones de Gregorio XVI y cerrado el Tribunal de la Nunciatura; vacantes las diócesis, desterrados los obispos, encarcelados y perseguidos los cabildos…

Aunque el reconocimiento de Isabel II no llegaba, ya en 1847 había consentido Pío IX en enviar a Madrid, como delegado apostólico, a Mons. Brunelli y en confirmar a los obispos que el Gobierno le fuera presentando. En 1848 no quedaba ya en la Península ninguna sede vacante y ese mismo año quedaron solemnemente reanudadas las relaciones diplomáticas con Roma, recibiendo Mons. Brunelli poderes de nuncio. La expedición a Italia en 1848 para restablecer al papa en su gobierno temporal facilitó la terminación de las negociaciones del Concordato que se firmó el 16 de marzo de 1851 durante el período de gobierno del extremeño Bravo Murillo. Entre otras medidas, la Iglesia reconocía la obra desamortizadora pero la operación quedaría en suspenso, los bienes no vendidos serían restituidos a la Iglesia y podrían volver a España determinadas Órdenes religiosas.

La solución era tan ajena a la tradicional constitución de la Monarquía española y estaba tan imbuida de las posiciones del justo medio características del moderantismo que uno de los mayores impugnadores del proyectado concordato fue el mercedario Magín Ferrer, pertenenciente al círculo de los pensadores carlistas más renovadores de aquellos años. Frente a las voces que —como era el caso del Obispo de Canarias Judas José Romo[18]— sostenían que la maltrecha Iglesia española debía adaptarse a la nueva situación, el Carlismo no favorecía el reconocimiento de los “hechos consumados” sino que hacía ver la necesidad de un concilio eclesiástico para reorganizar la situación de la Iglesia desde la única instancia legítima: «Es indudable que las cosas de la Iglesia en España se hallan en un sumo desarreglo, así como lo es que los únicos en quienes Jesucristo depositó la autoridad para arreglarlas son los obispos bajo la dependencia del pastor supremo, el Romano Pontífice»[19].
 

Empobrecida por las incautaciones y expropiaciones, la Iglesia tuvo que reanudar su labor sin poder ejercer muchas de sus anteriores tareas pastorales, asistenciales y educativas. Y hacerlo sobre una sociedad sometida a cambios y nuevas influencias sin contar apenas con la esperada colaboración de un Estado y de unos gobernantes nominalmente católicos. Lo que viene a partir de ahora no es sino desarrollo del escenario hasta aquí formado. De nuevo, nadie mejor que Menéndez Pelayo ha puesto un sonoro epitafio sobre el fracaso histórico de toda una época:

«La monarquía estaba moralmente muerta. Se había divorciado del pueblo católico y tenía enfrente a la revolución, que ya no pactaba ni transigía. En la hora del peligro extremo, apenas encontró defensores, y el pueblo católico le vio caer con indiferencia y sin lástima. Y aquí conviene recordar otra vez aquellas palabras de Shakespeare, traídas tan a cuento por Aparisi: «Adiós, mujer de York, reina de los tristes destinos...» Y en verdad que no hay otro más triste que el de aquella infeliz señora, rica más que ningún otro poderoso de la tierra en cosechar ingratitudes, nacida con alma de reina española y católica y condenada en la historia a marcar con su nombre aquel período afrentoso de secularización de España, que comienza con el degüello de los frailes y acaba con el reconocimiento del despojo del patrimonio de San Pedro»[20].

IV.  Balance del período

El caso español no es una excepción en las manifestaciones del enfrentamiento entre las ideas revolucionarias y liberales con la Iglesia Católica. La historiografía ha tratado de explicar estas tensiones siguiendo el modelo francés donde se dice, sin ser del todo exacto, que para implantar una realidad opuesta al Ancien Régime, la Revolución ataca igualmente a la Monarquía, la Nobleza y a la Iglesia considerados pilares del orden social anterior a la Revolución. Pero en España la Monarquía se integró en las constituciones liberales y la Nobleza perdió sus obsoletos privilegios jurídicos, conservando sus propiedades y figurando a la par que la burguesía en los cuadros de la jerarquía social mientras que la Iglesia: 

«Privada por la fuerza de las propiedades y rentas que disfrutaba en régimen de paralelismo con la nobleza, perseguida por razón de opiniones, exclaustrados, suspendidos o desterrados muchos de sus miembros, invadidas sus instituciones y jurisdicción interior por el poder del Estado, censurados sus escritos y asesinados un buen número de religiosos, hubo de sufrir afrentas como no se recordaban en siglos y vivir uno de los momentos más dolorosos de su historia en España»[21].

La injerencia del Estado liberal en los asuntos eclesiásticos tenía una raíz muy propia del Antiguo Régimen: el regalismo que no se esforzaron en superar pues lo heredaron y aumentaron. Inlcuso hubo un proyecto de ley (en torno al episodio del llamado cisma de Alonso) que pretendía la creación de una especie de Iglesia nacional de inspiración protestante. Y esta es la clave de explicación, no se persigue a la Iglesia ni por igualitarismo social —cercenar privilegios— ni por su apoyo —tan matizado— al carlismo y, basta seguir el encadenamiento de los hechos, para comprobar que las medidas antieclesiásticas por parte del Estado son anteriores a las declaraciones de los eclesiásticos: es decir, que la Iglesia protesta porque se sabe atacada, no al revés.
 

Los liberales sabían que no podían consolidar su dominio sobre una sociedad que en buena medida les rechazaba si no suprimía o encauzaba en una dirección favorable el influjo moral que la Iglesia ejercía sobre esa misma sociedad y en la que promovía una serie de principios y comportamientos incompatibles con el liberalismo. De conseguirlo, habría sido neutralizada la única potestad radicalmente independiente del Estado.


En la segunda parte del período que nos ocupa, cansada de años de persecución, la jerarquía aceptó la mano tendida de los moderados y pareció que se entraba en un periodo de tregua. Los amantes de libertad habían hecho sufrir mucho a la Iglesia pero, probablemente, el daño mayor se produjo cuando el secularismo agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo consiguió alcanzar un modus vivendi con la Iglesia al lograr un reconocimiento de la Jerarquía, laminando el que debiera haber sido apoyo incondicional al carlismo, en lo que tenía de restauración de la unidad católica, a cambio de unas migajas en el presupuesto y de una nominal declaración de confesionalidad que se hacía compatible con la proliferación de sectas y la libertad de propaganda para el más corrosivo laicismo. Como veremos más adelante, para el radicalismo liberal y el obrerismo revolucionario aquella situación era un clericalismo en el que la Iglesia debería sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad.
A la vista de todo lo expuesto podemos concluir:
a) El arraigo en el pasado del secular conflicto Iglesia-Estado que atraviesa la historia contemporánea española y que no es algo coyuntural o resultado de problemas más o menos intrascendentes (por ejemplo, una simple querella dinástica).
b) La incapacidad del liberalismo español para articular un proceso de modernización económica y participación política se remonta a sus propios orígenes que dan paso a un modelo basado en los propios intereses y no en las reivindicaciones más auténticas de la nación. Las tantas veces repetida libertad e igualdad, ausente como en pocos sistemas políticos de la España del siglo XIX y comienzos del XX, apenas hace necesario recurrir a la crítica filosófico-teórica para la demolición polémica del liberalismo español.

 

c) La estrecha relación entre ortodoxia política y religiosa y la imposibilidad práctica de perseverar en la segunda cuando no se es consecuente con la primera. Entendemos por “heterodoxia política” la de todos aquellos que de hecho han negado la dimensión teológica en el plano político, la de aquellos que practicando políticamente un criterio puramente mecanicista se niegan a reconocer las exigencias éticas del obrar político, consideran la religión como asunto válido para los actos de significación personal e inválido para los de dimensión social[22].

d) La existencia ―aunque todavía minoritaria― de un episcopado y un clero colaboracionista e incluso los torpes intentos de reconciliar al liberalismo con la Iglesia puestos en práctica más tarde, ponen de relieve la necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.

 


[1] Obras de referencia para todo el período estudiado son: Martí Gilabert, Francisco: Iglesia y Estado en el reinado de Fernando VII, EUNSA, Pamplona, 1994 y Iglesia y Estado en el reinado de Isabel II, EUNSA, Pamplona, 1996; Revuelta González, Manuel: «La Iglesia española ante la crisis del Antiguo Régimen», en García Villoslada, Ricardo (dir.): Historia de la Iglesia en España. V, BAC, Madrid, pp. 3-114; Cárcel Ortí, Vicente: «El liberalismo en el poder (1833-68», en García Villoslada, Ricardo (dir.): ob.cit., pp. 115-226; Cuenca Toribio, José Manuel: Aproximación a la historia de la Iglesia contemporánea en España, Rialp, Madrid, 1978 y Relaciones Iglesia-Estado en la España Contemporánea, Alhambra, Madrid, 1985.

[2] Cfr. Marrero, Vicente (ed.): El tradicionalismo español del siglo XIX, Publicaciones Españolas, Madrid, 1955; pp.1-61 (n° 142).

[3] Cfr. Comellas, José Luis: Historia de España Contemporánea, Rialp, Madrid, 1988, pp. 99-103. Este mismo autor explica como «a los exaltados les parece que el régimen no ha hecho plenamente realidad sus ideales (ni tampoco, es la verdad, sus ambiciones), y reiteran el golpe, armados de la misma dialéctica, pero dirigidos ahora contra los revolucionarios moderados». Es un fenómeno que ha ocurrido también en otras circunstancias históricas.

[4] Menéndez Pelayo, Marcelino: Historia de los heterodoxos españoles. II, BAC, Madrid, 1987, pp. 749-750.

[5] Cfr. Gambra, Rafael: La Primera Guerra Civil de España (1821-1823). Historia y meditación de una lucha olvidada, Ediciones Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2006.

[6] Cfr.una visión analítica y cuestionadora de los tópicos liberales sobre los principales problemas que plantea la época en: Suárez Verdeguer, Federico: La crisis política del Antiguo Régimen España (1808-1840), Rialp, Madrid, 1988. Para una sintesís de la década final fernandida cfr. COMELLAS, José Luis: ob.cit., pp. 106-117

[7] Cfr.WILHELMSEN, Alexandra: La formación del pensamiento político del Carlismo (1810-1875), Actas Editorial, Madrid, 1998, p.586.

[8] ASÍN, Francisco – Bullón de Mendoza, Alfonso: Carlismo y sociedad (1833-1840), Aportes XIX Editorial, Zaragoza, 1987, p.101.

[9] Cfr. ASÍN, Francisco – BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso: ob.cit., pp. 101-132.

[10] Cfr. WILHELMSEN, Alexandra: ob.cit., p. 587.

[11] Menéndez Pelayo, Marcelino: ob.cit., pp. 827-829. Con razón se afirma que: «nuestros liberales, y especialmente los autoproclamados progresistas, emplearon con la Iglesia procedimientos que ellos mismos hubiesen considerado antiliberales y atentatorios contra los más elementales derechos»,  comellas, José Luis: «Los liberales españoles contra la Iglesia», en Razón Española, Madrid 80(1996)337.

[12] Menéndez Pelayo, Marcelino: ob.cit., pp. 829-830.

[13] Para todo el período cfr. REVUELTA, Manuel: La Exclaustración (1833-1840), BAC, Madrid, 1976.

[14] Una visión de conjunto en: Martí Gilabert, Francisco, La desamortización española, Rialp, Madrid, 2003.

[15] Comellas, José Luis: Historia de España Contemporánea, ob.cit., p. 155.

[16] En expresión de Menéndez Pelayo, ob.cit., p. 856.

[17] Con otros muchos autores distinguimos la Revolución con mayúsculas (para referirnos al proceso de derribo del Antiguo Régimen y su sustitución por el Liberalismo) de las revoluciones con minúsculas, generalmente encaminadas a extender las fronteras del liberalismo y que ya no aportan ninguna novedad.

[18] Romo y Gamboa, Judas José: Independencia constante de la Iglesia hispana y necesidad de un nuevo Concordato, Madrid, 1843.

[19] Cit.por WILHELMSEN, Alexandra: ob.cit., p. 343.

[20] Menéndez Pelayo, Marcelino: ob.cit., pp. 886-887.

[21] Comellas, José Luis: «Los liberales españoles contra la Iglesia», ob.cit., p. 334.

[22] Cfr. Puy Muñoz, Francisco: El pensamiento tradicional en la España del siglo XVIII (1700-1760), pp. 167-168.

 

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