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Semblanza hispanista de Ramiro de Maeztu.

 

Sergio Fernández Riquelme.

 

Licenciado en Historia y Doctor en Política Social. Profesor de la Universidad de Murcia (España).

 

 

Ramiro de Maeztu y Whitney, periodista autodidacta y ensayista, nació en Vitoria el 4.V.1874[1]. El que fuera gran teórico del auténtico hispanismo español fue hijo de Manuel de Maeztu, hacendado cubano de ascendencia navarra, y Juana Whitney, dama inglesa hija del cónsul británico; de ella recibió una estricta educación al estilo aristocrático europeo de la época. Su juventud cosmopolita y viajera le apartó de una carrera académica. Al final de sus Wanderjahre por Hispanoamérica y los Estados Unidos regresó a España en 1894, incorporándose inmediatamente a la redacción de El Porvenir Vascongado de Bilbao, ciudad en la que principió una vocación intelectual, casi frenética, de periodista. Su ideario es el de una burguesía europeizante que pretende asumir la tarea de modernizar a la nación española[2]. En esta ciudad se acercó al socialista singular que por entonces era Miguel de Unamuno, de quién años más tarde sería crítico[3].

 

 En 1897 llegó a Madrid, dónde participó en las tertulias intelectuales del “Café Madrid”, se relacionó con los círculos ideológicos más radicales en torno a Pío Baroja (socialistas, anarquistas y nihilistas), y comenzó a colaborar en periódicos como El Globo (liberal) y El País (revolucionario), y en revistas como Alma Española (vanguardista), Vida Nueva (regeneracionista) o Germinal (noventayochista). Los artículos de esta época se recogieron en su primera gran obra, Hacia otra España (1899)[4]. Cuando la frontera entre el socialismo y el liberalismo era casi imperceptible, Maeztu participó con ese texto, al menos en parte, del ideal regeneracionista capitaneado por Joaquín Costa[5] y la Asamblea de Cámaras de Comercio de Zaragoza (1898). Maeztu vio en esta Asamblea una oportunidad para las clases conservadoras y capitalistas, las cuales, organizadas corporativamente “sobre el instinto de asociación y de defensa mutua”, estaban llamadas a edificar un nuevo régimen sobre “los escombros de las caducas agrupaciones políticas”. Por ello atacó como “¡utopía y siempre utopía!” las propuestas del mismo Costa de convertir este movimiento corporativo en un nuevo partido político.

 

“La España nueva no ha de hacerse por los gobiernos”, decía Maeztu, pues no incumbía a la política la modernización del campo y la extensión de la industrialización; esta era tarea de los “hombres de negocios”, ya que “gobierne quién gobierne, la Administración  pública española será corta de piernas y larga de manos”. La movilización y el reconocimiento político de las Corporaciones profesionales las convertirían en viveros de trabajadores cualificados, de servidores públicos, evitando la “proletarización de las clases medias” y restringiendo la burocratización del Estado. Para Maeztu la Política debe basarse en una nueva “noción de justicia” y, así mismo, gravitar sobre el nuevo centro de la vida europea: la economía. “Cuando sobre la espada del militar, sobre la cruz del religioso y sobre la balanza del juez ha triunfado el dinero es porque entraña una fuerza superior, una grandeza más intensa que ninguno de esos otros artefactos. ¡Torpe el quién no lo vea!”. Los escritores como Maeztu debían propagar este nuevo espíritu fundado en el movimiento de las cosas y defender la economía como motor de la transformación de la nación; por ello, proclamaba: “Cantemos al oro; el oro vil transformará la amarillenta y seca faz de nuestro suelo en juvenil semblante. ¡El oro vil irá haciendo la otra España!”[6].

 

Años más tarde, y tras misiones como corresponsal por Francia, Alemania e Italia para La Correspondencia de España, Nuevo Mundo y Heraldo de Madrid, estableció su residencia en Londres. En la capital inglesa, Maeztu sintió la atracción de las fórmulas del socialismo gremial guildista y las formas parlamentarias del liberalismo inglés[7]. A la luz de la Gran Guerra, estas experiencias de Maeztu se plasmaron en su segunda gran obra, publicada en inglés como Authority, Liberty and Function in the Light of the War (1916)[8], y aparecida en español como La crisis del humanismo (1919); esta obra será el punto de inflexión del ideal jurídico corporativo de Maeztu[9]. Ahora planteaba “el principio funcional” como norma objetiva de organización de las sociedades contemporáneas, frente a los conceptos subjetivos de autoridad y libertad; por ello, su ideal funcional de “autoorganización de las clases medias” respondía a la gran pregunta de la “limitación del poder” y remitía a las funciones del gremio medieval y a los valores universales de la tradición católica (“el Poder, la Verdad, la  Justicia y el Amor”). Frente al Leviatán de Hobbes y el Estado ético de Hegel, el mundo asistía al renacer de los valores fundamentales de la tradición católica y de los principios organizativos del gremio medieval. Maeztu anunciaba un nuevo régimen corporativo basado en el hecho sociológico de la “primacía de las cosas“, una suerte de realismo político, asumiendo la interpretación ontológica del mundo bajo el idealismo objetivo (Georges E. Moore) y la jerarquía de valores (Magisterio Católico). Maeztu anunciaba el fin de la utopía del humanismo y la resurrección del espíritu gremial, trasunto de un mundo suprahistórico y trascendental de valores jerárquicos y solidarios, conectado íntimamente con los “terrenales” principios objetivos y funcionales que el corporativismo conllevaba; éste garantizaba un “equilibrio de poderes” entre libertad y autoridad, y reflejaba una “sociedad objetivada” articulada sobre funciones o servicios sociales, que establecían los derechos y mantenían la solidaridad social.

 

La obra citada, texto profundamente original y segundo “libro de combate”, fue su primera gran sistematización político-social. En sus páginas esbozó un “organicismo” social y funcional que superaba los límites del liberalismo clásico y del socialismo gremialista. “Los hombres– mantenía Maeztu- no se asocian de manera automática ni inmediata a la manera liberal (espontánea) ni conservadora (tradicional)”; estos se unen por razón de cosas comunes materiales y espontáneas. La "primacía de las cosas” era una realidad social a la hora de establecer los principios del mando político, el ideal de justicia y los valores adecuados para la colectividad[10]. Un nuevo principio funcional debía organizar la sociedad de manera objetiva, mostrando la primacía de la realidad laboral y profesional de ser humano, y la necesidad de la resurrección modernizada de los gremios; éstos representaban el principal ejemplo histórico de limitación del intervencionismo estatal, frente al “derecho subjetivo” que identificaba al “Estado como bien” en el idealismo hegeliano, o al “Estado como necesidad” en Hobbes y Bodino[11].     

 

Así, La crisis del humanismo señalaba al “principio funcional” como fundamento para la organización de la vida social. Los individuos y sus asociaciones debían convertirse no en personalidades jurídicas soberanas y “subjetivas”, sino en los medios, órganos e instrumentos para la finalidad comunitaria. La función se fundaba como interrelación entre el órgano y el fin, y el Derecho se situaba como “regulación externa” de esta relación. En este sentido, las clases sociales se constituirían exclusivamente alrededor de distintas funciones (servicios ferroviarios, marina, defensa nacional, ganadería, industria, etc.), y su relación jurídica vendría determinada por un criterio funcional. Por ello, esta sociedad no concedía poderes sino en virtud de funciones, y no debía proveer las funciones sino en virtud de las capacidades. Así, siguiendo las tesis de León Duguit, Maeztu desarrolló la “doctrina objetiva del derecho”. Esta teoría asumía los principios de limitación y jerarquía del gremio medieval, para fundamentar un “principio funcional” contrario a la noción de “derecho subjetivo” (soberanía, personalidad). La solución jurídica que Maeztu proponía se fundaba en el servicio y la función social como “fuentes objetivas” del Derecho. Los individuos y sus asociaciones eran meros instrumentos para alcanzar los fines universales[12]. Según el “concepto objetivo de la ley” de Maeztu, incluso la soberanía y poder del Estado nacen de la función que desempeñan, son hechos históricos convertidos en jurídicos cuando se ejercen de acuerdo a una regla social.  “Los hombres del mañana”, profetizaba Maeztu, fundarían sus sociedades y sus leyes sobre este” principio funcional”.

Cuatro eran las razones que justificaban tal afirmación. Primera: la necesidad de encontrar un principio superior que sirviera de remedio contra los excesos de la autoridad, y la vieja cuestión del Derecho político (Quis custodiat ipsos custodios). Segunda: la incapacidad del principio liberal para fomentar una moral de solidaridad social y evitar su deriva en época de crisis, hacia el principio autoritario y conservador. Tercera: la falsedad de los “derechos subjetivos” evidenciaban que ni el individuo ni el colectivo tenían derechos derivados de su personalidad, sino solo de “los servicios desempeñados” en la comunidad; el progreso del sindicalismo demostraba que esta nueva era histórica estaría presidida por el fenómeno de la asociación, representación y participación del hombre “en torno a la función que desempeña”, que determinaría los derechos y los deberes (“lo único que se niega es que el hombre adquiera derechos por el solo hecho de ser hombre”). Cuarta; los horrores de la Gran guerra mostraban la necesidad de la “organización de las sociedades sobre la base del principio funcional, negando la viabilidad de los principios liberal o autoritario como medios para fundarla".

 

Tras su regreso a España, en 1919, trasladó sus propuestas reformistas en lo económico y lo social al campo de lo político, en clave técnica y jerárquica. Ante un demoliberalismo incapaz de asumir las reformas sociales necesarias, y un socialismo seducido por las “banderas rojas de la Revolución”, Maeztu comenzaba a hablar de la “democracia orgánica”[13]. En 1923, consecuente con sus ideales, Maeztu aceptó la dictadura comisarial y regeneracionista de Miguel Primo de Rivera. Así se sumó, aunque sin militancia activa, a los trabajos para construir una nueva derecha española capaz de reconciliar la tradición católica y el capitalismo técnico, de incitar a la movilización y concienciación de las clases medias en la tarea de modernización de la mentalidad y de la economía de la Nación.

 

En El sentido reverencial del dinero (1926) repristina sus tesis sobre la necesidad de la economía capitalista y la “profesionalización” para modernizar moral y materialmente el país. En 1927 participa en la proyecto de transformación del régimen tecnoautoritario excepcional, hacia una nueva Monarquía neotradicional (evolución visible en el conjunto de artículos publicados años más tarde como Con el Directorio militar), como vocal en la Sección tercera (“De leyes constituyentes”) de la Asamblea Nacional consultiva. Su posición jurídico-política mostraba los primero síntomas de su evolución terminal hacia el nacionalismo hispánico, católico y contrarrevolucionario, arma intelectual de combate frontal contra el totalitarismo socialista-jacobino implantado, según Maeztu, por la II República. En 1928 fue nombrado Embajador en Argentina. En Buenos Aires, apartado de la política española, entró en contacto con Zacarías de Vizcarra, pionero de la doctrina de la Hispanidad. Sus enseñanzas le ayudaron a vincular la tradición espiritual e histórica de lo español con el “principio funcional”, más allá de conceptos raciales, de preocupaciones decadentes como las del conjunto de noventayochistas, o de invenciones republicanas “sin base histórica”. La hispanidad se convertía en Maeztu, como ideal y como función, en dique contra la Revolución en España (“Carta abierta sobre el tradicionalismo”, 1933).

 

La proclamación de la II República mostró a Maeztu lo acertado de sus análisis y predicciones, vinculándole definitivamente con el movimiento cultural y político contrarrevolucionario –recuperando las raíces del pensamiento conservador español en Donoso Cortés y Menéndez Pelayo, y valorando las experiencias teóricas europeas, en especial las ideas de L´Action Française y las formas del fascismo italiano–. Pese a ser elegido diputado en las Cortes por el partido monárquico Renovación Española (1933-1935), Maeztu se situó siempre como “enemigo declarado e intransigente” del Régimen. Como tal, participó en la fundación de la revista Acción Española, figurando como director desde el número 28 hasta el último número, en junio de 1936. En sus páginas expuso las bases para un modelo jurídico-político neotradicionalista sumamente original. Este consistía, en primer lugar, en la defensa de la fusión del pensamiento tradicional y conservador español con las modernas técnicas de desarrollo capitalista, para aumentar el nivel de bienestar en España y desactivar, por inútil, toda tentación socialista; en segundo lugar, en la demostración del valor social y funcional de la tradición, como sistema moral católico y como sistema político monárquico.

 

En su última gran obra Defensa de la hispanidad (1934), situaba los valores de “servicio, jerarquía y hermandad” propios del ideal hispánico, como fundamentos de un “movimiento contrarrevolucionario”, basado éste en la unidad y movilización de las clases conservadoras y empresariales para alcanzar la “paz social” y evitar la desmembración de España, negando así toda legitimidad y posibilidad a la lucha de clases. Maeztu se declaraba, así, partidario incondicional de la instauración de una nueva Monarquía tradicional y social, católica y nacional. La crítica al sistema parlamentario, su defensa de la paz social, el rechazo de la reforma religiosa y su oposición a los estatutos de autonomía regional completaban su concepción ideológica nacionalista, antirrevolucionaria, antiliberal y tradicionalista. Lo cual, a pesar de los denuestos de la izquierda, nada tiene que ver con una profesión de fascismo.

 

        Este ideal hispanista fue el tema central que desarrolló en las páginas de Acción española (a la que pretendió, por cierto, denominar Hispanidad); revista que fundó el 15 de diciembre de 1932 con el apoyo y colaboración de Eugenio Vegas Latapié y del Marqués de Quintanar. Este tema, que culminó en su obra capital de 1934, también se hizo presente en su labor propagandística para Renovación española (al que se afilió en 1933), en sus artículos en el diario ABC, y en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, versado sobre “El Arte y la Moral” (1935).

 

Bajo este ideal hispanista lo espiritual y lo funcional se volvían a unir; sus principios esenciales lo mostraban: servicio, jerarquía y hermandad (frente a la tríada revolucionaria; libertad, igualdad y fraternidad). El servicio era obra de los nuevos “caballeros de la hispanidad”, representantes de las clases conservadoras que debían reactualizar como divisa el lema “Dios, Patria y rey” y asumir el servicio social aristocrático. La jerarquía era la “condición de la eficacia”, que “aborrecía la falsa igualdad política. La hermandad de la humildad era el objetivo final de toda aristocracia social, realización objetiva del servicio y de la jerarquía[15]. Sobre estos principios Maeztu completaría, sin bien de manera parca, un régimen que consideraba funcional como poder neutral y moderador, y conectado con las exigencias morales y económicas de su tiempo: la “nueva Monarquía tradicional y social” [16].

 

Pese a conseguir el acta de diputado por Guipúzcoa en las elecciones de noviembre de 1933, su crítica al sufragio universal fueron continuas, siendo a su juicio el motor inevitable de cualquier futura guerra civil. El Parlamento reflejaba la primacía de la "disensión" sobre el “consenso”, de la “oposición” sobre el “saber”, la “mentira” sobre la “verdad”; esta institución era “útil para expresar la voluntad del pueblo, para votar o negar recursos económicos a los Gobiernos, para censurar una política determinada, pero no es apto para la función legislativa, en cuanto le son inherentes los partidos y a los partidos la parcialidad”.

 

En 1934 contempló el auténtico rostro de la Revolución social en España. Tras los sucesos de Asturias y Madrid en Octubre, Maeztu exigía la unidad espiritual y política de todos los ciudadanos alertados por la inminencia de la Revolución social, en torno a una nueva Monarquía tradicional, católica, corporativa y militar. La defensa de un “orden político y social” de la justicia eterna y no un mero mandato del legislador” llegaba a decir), se concretaba en un sistema político-social corporativo, nacionalista y católico,  antiliberal y contrarrevolucionario, monárquico e imperial (su urgencia nacía de la convicción de que “sin orden, no hay Derecho que, según la tradición española, es la encarnación).

 

Por ello habló de la supresión de los Jurados mixtos, cuyo funcionamientos se veía paralizado al convertirse para los socialistas “en formidable arma de sus pasiones y de su espíritu revolucionario”, en el reflejo de la “imposición tiránica de la clase obrera” sobre el resto. La experiencia de estos Jurados mostraba la conversión del Estado republicando en instrumento de los agitadores sociales, en instrumento de la Revolución que falsamente “se creía y se llamaba neutro”. Frente a esta realidad, Maeztu reclamó un “Estado-servicio”  que “solidarizase a todas las clases sociales en un espíritu recíproco de amor y justicia”; el “Estado es un servicio”, insistía Maeztu, y no un “propiedad de la burocracia” ni “arma de la revolución”[17].

 

A ello unía su insistente denuncia de la enorme tasa de desempleo en España (casi 700.000 parados contabilizaba), caldo de cultivo propicio para la captación revolucionaria de las masas obreras; para solucionar el acuciante problema de la desocupación, desempolvó el programa de infraestructura hidráulicas del Marqués de Guadalhorce, “modo más económico de colocar de modo permanente, en nuestro campos a un millón de familias”[18]. Pero el corporativismo de Maeztu fue rechazado frontalmente por coalición socialista-republicana gobernante, e inicialmente, por sectores conservadores aún recelosos de su pasado “liberal-social”.

 

 

“O la paz social o la lucha de clases”; así veía a finales de 1934 la situación política en España. De nada valían las mentiras y negociaciones de Miguel Maura; ya que “no hay pacto posible con la Revolución”. Maeztu contemplaba el desencadenamiento, desde Octubre de ese año, de la lucha entre una revolución asumida por todas las izquierdas, que escondía bajo el mito democrático la lucha de clases, y una  contrarrevolución aún de demasiado divida entre las derechas. El verdadero rostro de la Revolución se atestiguó con la definitiva conversión al bolchevismo de la Agrupación socialista de Madrid, apartando la línea posibilista de Besteiro por la de Largo Caballero; la desunión de los contrarrevolucionarios se manifestaba en la actuación autónoma del Ejército y de la Iglesia, de los profesionales liberales y de los capitalistas, de las aristocracias terratenientes y de los industriales[19].

 

Este rechazo del sistema republicano y de la democracia parlamentaria, a la vez funcional y espiritual, se manifestó en su intensa actividad periodística. Las páginas de ABC, El Pueblo Vasco de Bilbao, Diario de Navarra, Las Provincias de Valencia, o el Diario de Barcelona acogieron los pensamientos de su última etapa.

 

Las variadas lecturas de Maeztu, la transformación de su militancia política o sus ideales cambiantes, tienen como momento unificador su “combate constante” contra los “enemigos de España”. Durante el Régimen de las Leyes fundamentales fue una de las máximas referencias doctrinales, particularmente por los teóricos de la democracia orgánica, quienes intentaron actualizar su mensaje en los años 1950. La gran contribución de Maeztu es su concepción del papel histórico de la economía y la técnica en la organización social y en la transformación política. Maeztu fue asesinado en el cementerio de Aravaca el 29 de octubre de 1936. Sus palabras ante el pelotón de milicianos se han convertido en leyenda: “vosotros no sabéis por qué me matáis, yo si se por qué muero, para hacer que vuestros hijos sean mejores que vosotros”.

 

 

Notas


[1] Del mismo autor véase Sergio Fernández Riquelme, “Ramiro de Maeztu”, en Manuel J. Peláez (dir), Diccionario crítico de juristas españoles, portugueses y latinoamericanos (hispánicos, brasileños, quebequenses y restantes francófonos). Vol II (M-Z). Barcelona, Cátedra de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Málaga, 2008, pp. 476-479.

[2] Su vida en Cuba aparece recogida en Ramiro de Maetzu, “Autobiografía” en Obras Completas. Madrid, Editora nacional, 1976, págs. 66 sq. Tres años más tarde llegó a Madrid, dónde participó en las tertulias intelectuales del “Café Madrid”, se relacionó con los círculos ideológicos más radicales en torno a Pío Baroja (socialistas, anarquistas o nihilistas) y comenzó a colaborar en periódicos como El Globo (liberal), El País (revolucionario) y en revistas como Alma Española (vanguardista), Vida Nueva (regeneracionista) o Germinal (noventayochista). En la capital se acercó a las reflexiones filosóficas de A. Schopenhauer y F. Nietzsche, a la doctrina de J. Costa  y A. Ganivet, y a las preocupaciones de la conocida como Generación del 98, de la que fue uno de sus más desconocidos pero a la vez trascendentes representantes. P. C. González Cuevas escribía que “quizás fuese Ramiro de Maeztu quién dentro de aquella coordenada existencial, asumiera de forma más radical y lacerante las contradicciones de un intelectual de ascendencia mesocrática en una sociedad, como la española, invertebrada y manifiestamente atrasada”. Fiel aún al ideario liberal y nacionalista laicista, comenzó a utilizar ciertas interpretaciones del materialismo histórico socialista, en puridad como instrumento analítico e ideal movilizador de la ciudadanía (colaborando puntualmente con el PSOE vitoriano).

[3] P.C. González Cuevas, La tradición bloqueada. Tras ideas políticas en España: el primer Ramiro de Maeztu,  Charles Maurras y Carl Schmitt. Madrid, Biblioteca nueva, 2002, pág. 24. Según González Cuevas tres fueron los autores de cabecera del joven Maeztu: H. Spencer, J. Costa y F. Nietzsche. Del primero tomo el organicismo social de estirpe darwiniana, del segundo el regeneracionismo capitalista de “escuela y despensa”, y del tercero las “energías superhumanas” de héroes y fuerzas irracionales. La confluencia de éstas y otras lecturas, dibujan la primera teoría político-social de Maeztu: una visión sociológica dónde la sociedad es “reflejo perfecto de la cosmovisión natural orgánica”, se divide y organiza desigualmente en función de capacidades y méritos, y se materializa en el ideal trascendente de Nación. Este sistema orgánico  y natural que era la sociedad, debía poseer por tanto, una cohesión interna solidaria por encima de los antagonismos de clase, y apostar por el progreso económico mancomunado y la modernización social armoniosa. Cfr. P.C. González Cuevas, “Actualidad de Ramiro de Maeztu“, en Razón española, nº 128, 2004, págs. 263-280.

[4] Publicado como Ramiro de Maeztu, Hacia otra España. Bilbao, Biblioteca Bascongada de Fermín Herrán, 1899 (tomo 32).

[5] Ramiro de Maeztu, Debemos a Costa. Zaragoza. Los hombres y las ideas, 1911, págs. 17 sq

[6] En 1899 Maeztu hablaba de un nacionalismo liberal y laicista, burgués y regeneracionista, centrado en la modernización moral y técnica de la economía española. Su “nueva España” debía superar la total “anomia espiritual” en la que se encontraba la Nación, ocasionada por la "lamentable derogación de las leyes dinámicas por una inversión de las tablas de valores sociales". Esta inversión se manifestaba en una estructura política dirigida por burócratas ineptos, un Estado débil y “la postergación de los hombres de acción, de pensamiento y de trabajo”[6]. El modelo político de la España de la Restauración se encontraba “agotado”, su “democracia ficticia” no solo era ineficaz, sino perniciosa, y su “turnismo amañado de partidos” era incapaz de reponerse de la desaparición del pasado imperial.

[7] Pero todo comenzó a cambiar en 1905. Maeztu llegó a Inglaterra como corresponsal La Correspondencia española y de La Prensa argentina[7]. Allí conoció  de una versión funcional de la Cuestión social, surgida de los debates sobre la socialización del liberalismo inglés. Los primeros años en la capital británica fueron de una soledad solo rota por los contactos con anarquistas de la talla de Piotr Kropotkin [1842-1921], los socialistas de la “Sociedad fabiana” y varios grupos sociales de tinte religioso. Durante casi 15 años contempló “que el secreto de la superioridad de los anglosajones, en la que el mundo creía entonces, consistía en sus instituciones liberales y en sus preferencias por las actividades libres sobre las oficinas del Estado”, aunque finalmente comprendió la diferencia insalvables entre la tradición anglosajona e hispánica (estancia ininterrumpida a excepción de varios meses en  Alemania donde asistió a Seminario de metafísica de Herman Cohen en Marburgo). Época recogida por Rafael A. Santervás Santamarta, La etapa inglesa de Ramiro de Maeztu. Madrid, Universidad Complutense, 1987.

[8] La primera edicición en español fue publicada en Inglaterra como R. de Maeztu, Inglaterra en armas. Londres, Darling & son, 1916.

[9] Su interés por el hecho sindical atrajo, en este momento, toda su atención. Tras contemplar las huelgas socialistas que asolaron Inglaterra entre 1910 y 1912, escribió Un ideal sindicalista en 1913. Hablaba de un nuevo sindicalismo corporativo de miembros mixtos (patronos y obreros) e ideas mixtas (propugnado el diálogo entre los socialistas de Pablo Iglesias y los tradicionalistas de Vázquez de Mella), frontalmente opuesto al sindicalismo revolucionario. Posteriormente, en su artículo “Colectivismo” equiparaba el socialismo católico y gremial de G.K. Chesterton con el socialismo organicista de De los Ríos, en un socialismo “ni liberal ni democrático”[9]. Maeztu pretendía acercar al nuevo liberalismo social a las posiciones ortodoxas del PSOE. Poco después, en la revista España, controlada a la sazón por Araquistáin, publicó su artículo “Los principios gremiales: limitación y jerarquía” (1915); en él insistía en que la economía de guerra desarrollada durante la I Guerra mundial había favorecido el desarrollo de la “solución gremial”. Esta imbricaba la producción cooperativa gremial y la propia naturaleza humana, dibujando un sindicalismo cada vez más alejado de la ortodoxia de la UGT. Este equilibrio entre la igualdad democrática y la diferenciación liberal, debía unir a elites y masas, la función y la jerarquía. Así valoró como positiva la creación del Partido Reformista de la mano de Melquíades Álvarez, capaz de unir a las distintas corrientes regeneracionistas; además se situaba a favor de la causa aliadófila en plena I Guerra mundial, que respondía, más que a consideraciones geopolíticas o a su indudable identificación con el mundo anglosajón, a la identificación que hacía de Alemania con la “herejía germánica”.

[10] R. de Maeztu, La crisis del humanismo. Los principios de autoridad, libertad y función a la luz de la guerra. Barcelona, Minerva, 1919, págs.  305 y 306.

[11] Ídem, págs. 31 sq.

[12] La “herejía alemana” se materializaba en el Estado ético, paradigma de una Modernidad que dejaba al hombre libre de toda atadura moral y ética. Frente a él, Maeztu buscaba la actualidad de la “ortodoxia del clasicismo cristiano”; frente al subjetivismo ideológico de humanistas y protestantes, defendía la “objetividad de las cosas”. Sobre estas convicciones nacía el corporativismo gremial y funcional de Maeztu, cada vez más cercano a las posiciones neotradicionalistas católicas. La trágica situación en la que se encontraban las sociedades europeas tras la Gran Guerra y la Revolución rusa, hacía imperiosa una reacción frente al subjetivismo y el relativismo ético, frente al abandono de la trascendencia en el ser humano, frente al liberalismo individualista y el socialismo estatista y burocrático. La reacción de Maeztu partía, en primer lugar, del retorno al principio de “objetividad de la cosas”, superador del agotado proyecto de la Modernidad. De la reflexión kantiana de sus primeros años, Maeztu defendía la interpretación ontológica del mundo bajo el idealismo objetivo (Georges E. Moore) y la jerarquía de valores (Magisterio Católico). Esta interpretación señalaba la existencia de un mundo suprahistórico de valores y principios objetivos que el ser humano debía de seguir, y de una unidad trascendental representada por Dios, que controlara la naturaleza pecadora del hombre mediante una autoridad justa y racional.

[13] Tras la caída del gobierno de Miguel Primo de Rivera, Maeztu cesó en su actividad diplomática a principios de 1930. Pese a los intentos de Berenguer y Aznar de desenterrar el sistema constitucional canovista, Maeztu advirtió que los días de la Monarquía demoliberal española estaban contados. Por ello asumió la necesidad de un nuevo tipo de Monarquía sobre los principios sintéticos del neotradicionalismo: legitimidad de la Tradición y funcionalidad de la Técnica. Ante un porvenir que consideraba tenebroso, Maeztu volvía los ojos  ante nuestro “gran ejemplo del pasado: la Tradición; era la única solución “a la guerra de todos contra todos” (Guerra de clases en el interior, Guerra universal en el exterior), desatada por la negación humanista e ilustrada de la “verdad objetiva”. Frente al ideal laicista y “jacobino” de la II República, Maeztu comenzó a oponer el ideal católico y funcional de la Hispanidad “una idea que ningún otro pueblo ha sentido con tanta fuerza como el nuestro”. La razón de este regreso se situaba en que “si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo XVI es porque creyó en la verdad objetiva y en la verdad moral”. R. de Maeztu, “Reivindicación europea de nuestro pasado” (El Pueblo vasco, Bilbao, 10-11-1932), en El nuevo tradicionalismo y la Revolución social. Madrid, Editoria Nacional, 1959, pág. 44-48.

[14] R. de Maeztu, “El porvenir del pasado” (Diario de Navarra, Pamplona, 15-12-1932), en R. de Maeztu, El nuevo tradicionalismo y la revolución social. Madrid, Editora nacional, 1959, págs. 50-53.

[15]R. de Maeztu, Defensa de la hispanidad. Madrid, Biblioteca Homo Legens, 2006, págs. 226 y 227.

[16] En ella, la  participación y representación orgánica de la comunidad  partiría de una concepción de las libertades concretas de los ciudadanos, vinculadas a sus realidades profesionales, municipales y familiares; eso sí, tuteladas por un “poder fuerte”, por unidad de mando permanente estatal y espiritual. Así era la base de su nueva concepción de la monarquía tradicional española, establecida sobre y entre las distintas clases y partidos, con una auctoritas capaz de resistir los egoísmos partidistas, de integrar armónica y cristianamente a la sociedad en su conjunto, y de garantizar el orden y el trabajo de la nación. Pese a la admiración por la unidad y movilización alcanzada por las fascistas y nacionalsocialistas, sus dogmas estatistas y racistas eran inacatables para un católico como él. Véase P.C González Cuevas, Maeztu. Biografía de un nacionalismo español. Madrid, Marcial Pons ed, 2003, págs. 281 y 282.

[17] Los Jurados había pervertido sus fines paritarios al vaciarlo de su fin esencial: la “negociación pacífica de los conflictos para la prosperidad de la industria”. Véase R. de Maeztu, “Los Jurados mixtos”, en Un ideal sindicalista, pags. 358-358.

[18] R. de Maeztu, “El problema del paro y su remedio”, en Ídem, págs. 357 sq.

[19] Los hechos de Octubre mostraban a Maeztu tres conclusiones: el error del supuestamente liberal y católico M. Maura de “pactar con la revolución”, la desunión y debilidad las fuerzas contrarrevolucionarias, “a excepción del Estado”, y la necesidad urgente de ganarse a las masas populares. R. de Maeztu, “La Revolución”, en Ídem, págs. 361-365.

 

 

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