La persecución religiosa en la España contemporánea (III).
El laicismo en la España liberal-conservadora y la oposición revolucionaria
Ángel David Martín Rubio.
Sacerdote. Profesor de Historia de la Iglesia en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe y en el Instituto Teológico San Pedro de Alcántara del Seminario de la Diócesis de Coria Cáceres. Profesor del Instituto de Humanidades Ángel Ayala CEU
Buena parte del siglo XIX español estuvo caracterizado por una elevada conflictividad que no se debe exclusivamente al enorme esfuerzo de resistencia que el tradicionalismo protagonizó frente a la implantación del sistema liberal sino a los enfrentamientos internos en el seno de esta última fracción, dividida entre moderados y exaltados (los nombres cambiarían a lo largo del siglo), que desembocaron en el catastrófico Sexenio Revolucionario, Primera República incluida.
Por el contrario, el restablecimiento a partir de 1875 de la Monarquía constitucional y la alternancia en el gobierno de los partidos Liberales-constitucional y Liberal-conservador dio paso a un período de cierta estabilidad que no podía encubrir graves tensiones que se agudizaron en momentos como la pérdida de los últimos restos del imperio en 1898 (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), la Semana Trágica de Barcelona (1909) o el desastre de Annual (1921).
I. Dos formas de laicismo
Durante este período, Palacio Atard habla de una doble cuna del laicismo en España: «la raíz intelectual, fruto del subjetivismo liberal y del positivismo científico, considera a la Iglesia enemiga del progreso; y la raíz popular, con una enorme fuerza pasional, descarga sus emociones en un enconado odio a la Iglesia»[1].
El secularismo español, agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo había conseguido alcanzar un modus vivendi con la Iglesia Católica que, para el radicalismo liberal y el obrerismo revolucionario, era visto como un clericalismo que debía sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad.
1. El laicismo burgués
Manuel Revuelta señala dos formas de anticlericalismo (“político” e “ideológico”) pero ambas están estrechamente relacionadas pues tienen una base social común (la burguesía) aunque diversas expresiones políticas y culturales (partidos republicanos y liberales, Institución Libre de Enseñanza, masonería, librepensadores...). A todos les une la reivindicación de un “laicismo” (no necesariamente antirreligioso, pues entre sus representantes había algún creyente y algún agnóstico) pero eso sí, todos estaban convencidos de que las creencias religiosas —o la falta de ellas— era cosa más bien privada.
Las ideas anticlericales se encarnaron bien en aquellos que por cultura y desahogo económico podían sentir mejor la necesidad de defender el Estado liberal. El propio Romanones daba testimonio de cómo el anticlericalismo de comienzos de siglo no había logrado arraigar con fuerza entre campesinos y obreros y sólo en cierta medida entre las clases medias. El reparto geográfico ofrece cierta continuidad: anticlericales había en los pueblos y en las ciudades, en el norte y en el sur, pero en este período no cabe duda de que la mayor densidad y cantidad de los ataques a la Iglesia se realizaron en Levante y Andalucía, de un lado, y en los mayores núcleos urbanos de otro[2].
Algunos representantes de todas estas corrientes anticlericales de raíz burguesa pueden encontrarse a lo largo del período que nos ocupa en la Generación del 98 —a cuyos miembros Lían Entralgo ha caracterizado por «un visible apartamiento de la ortodoxia católica»[3]— y en las llamadas Generaciones del 14, del 27 y del 36. Para Azaña, —por citar uno de los casos que más relevancia política pudo tener— la España católica ya no existía y la Iglesia no era motor creador e impulsor de la nación sino influjo retardatario, un freno para el progreso: «Mi anticlericalismo no es odio teológico, es una actitud de la razón»[4]. Con él estarían de acuerdo muchos intelectuales del momento quienes consideraban que el catolicismo era el principal responsable del retraso político, económico, e intelectual de España. La Iglesia para ellos era sinónimo de inmovilismo. Refiriéndose a la Generación del 98 afirma Laín Entralgo: «Aquellas almas jóvenes, educadas en un catolicismo más consuetudinario que realmente vivido [...] carentes del apoyo que presta a la fe una religiosidad socialmente vigorosa, acaban por separarse de la pasiva creencia infantil y aun de toda práctica católica regular»[5].
Pero la génesis de esta aversión por lo religioso está por explicar. Alguno de los citados dio sus primeros pasos académicos en centros regentados por religiosos, Azaña —que ingresó en el Colegio regentado por los Agustinos en El Escorial[6]— es el prototipo de la formación recibida por tantos hombres prominentes que luego abandonaron la fe, sin embargo tenemos testimonios que confirman cómo la formación religiosa recibida en la infancia y primera juventud por muchos de los miembros de estos sectores sociales no degeneró necesariamente ni siempre en un anticlericalismo:
«A pesar de la secularización que ganaba terreno en los ambientes ilustrados a que pertenecían nuestros autores, sus escritos memoriografitos no dejan duda sobre la importancia que la cuestión religiosa y, más concretamente, el catolicismo, poseía en todo el ámbito de la sociedad española. Bien que algunos de sus padres manifestasen un tibio sentimiento religioso que llegaba a rozar, en ocasiones, las fronteras de un mesurado anticlericalismo (—así, el padre de Laín hacía honor a las mejores tradiciones del estamento galénico progresista y el de Caro no desdoraba los blasones de más candoroso doceañismo y hasta el más recatado en expresiones anticlericales, el de Marías, dejase de ir a la misa dominical por mor de ciertos achaques físicos—), la atmósfera hogareña estaba penetrada de esencias religiosas, algunas de rancio cuño, debido a que era éste un dominio en el que las mujeres imponían sin réplica alguna marital la observación más estricta de cultos y liturgias.
De manera opuesta a gran parte de sus coetáneos, los escritores ahora comentados no encontraron en los cursos profesados en sus centros razones para fomentar un anticlericalismo unido muchas veces a la edad de las rebeldías»[7]
En todo caso hay que referirse a la existencia de algunos elementos educativos capaces de fomentar —y de servir como cauce de expresión— a este anticlericalismo burgués. Nos referimos en concreto a la actuación de la Institución Libre de Enseñanza y a la escuela laica de clientela burguesa[8] cuya presencia únicamente se detecta en Cataluña.
2. Laicismo obrerista
Cuando se habla del anticlericalismo generado entre el sector social del que nos vamos a ocupar se suelen reproducir las afirmaciones —tantas veces repetidas y tan injustas— acerca de una presunta incapacidad de los católicos para hacer frente a la problemática social generada en el siglo XIX y acerca de unas reales o supuestas culpas de la Iglesia siempre aliada de los poderosos. En este contexto, la persecución religiosa únicamente sería una explosión espontánea y popular que tenía que surgir necesariamente.
Dicha explicación olvida que el laicismo no siempre fue el resultado de una contestación nacida de un peligro inminente sino que formó parte de una elaboración política, de un conjunto de ideas que aportan una cosmovisión de la realidad (=ideología). Su aparición y difusión no tiene por única ni principal causa los vicios o defectos de los eclesiásticos ni de los católicos en general. Sin olvidar —como ya señaló Balmes— el influjo que sobre las clases populares tuvo el anticlericalismo liberal a lo largo de todo el siglo XIX, hay que recordar, sobre todo, que doctrinas de tanta influencia sobre las organizaciones obreras como el anarquismo o el marxismo son esencialmente ateas y difunden la crítica a la Iglesia como consecuencia obligada de sus tesis fundamentales. Las deformaciones o abusos concretos son, desde dicha perspectiva, más argumentos para la polémica que razones que realmente motivan esas posiciones[9].
Así, cuando la Iglesia no lograba hacerse presente en todos los ambientes de las clases más bajas, era criticada por el abandono en que dejaba a los pobres y obreros y cuando lograba hacerlo —a través de las personas o de las instituciones educativas y asistenciales— era condenada por la manera en que ejercía su acción social y presentada como una sucursal de la burguesía dominante[10].
El anticlericalismo proletario sigue fundamentalmente las direcciones que le marcan las dos grandes corrientes del movimiento obrero: anarquismo y socialismo. En un primer momento, el Partido Socialista se contenta con relegar la religión a la esfera privada:
Yo creo que para un verdadero socialista el enemigo principal no es el clericalismo, sino el capitalismo que en los presentes momentos históricos aparece esclavizando los pueblos. Esto no obsta para que los socialistas hagan todo lo que puedan contra la preponderancia del clericalismo que ha venido a ser, más o menos voluntariamente, según los países, un poderoso auxiliar de las clases explotadoras[11]
Por las mismas fechas, en la portada de El Socialista, órgano central el partido obrero un obrero bigotudo barre a la vieja España representada por un militar, un juez, un capitalista y un sacerdote, bajo el epígrafe Labor del socialismo[12]. En la Fiesta del Trabajo 1902 Pablo Iglesias «ataca al clericalismo del que dice que no se acaba con matanzas que otros piden para amar ruido»[13].
Preocupados por el descenso de números de miembros de la Unión General de Trabajadores y por el intento de las sociedades obreras católicas de representar a los trabajadores en el “Instituto de Reformas Sociales” (1908), los socialistas continuaron adoptando posturas cada vez más radicales que llegaron a sus más altas cotas en los años de la Segunda República y de la Guerra cuando el laicismo servía como punto de unión con los republicanos de la clase media.
También para los diversos grupos o sociedades de inspiración anarquista, la Iglesia constituía una barrera tan importante, al menos, como el capitalismo en su marcha hacia la nueva sociedad e hicieron del anticlericalismo nota indispensable de su proyecto. Este extremismo se haría patente en Barcelona y tendría su expresión en los incendios de la Semana Trágica (1909)
Para explicar de algún modo esta hostilidad, Revuelta propone los siguientes factores[14]:
1. La propaganda anticlerical sistemática en los sectores obreros tuvo un gran efecto descristianizador donde era mayor el desarraigo, la miseria y la incultura.
2. La Iglesia fue presentada como enemiga del proletariado tanto por las ideas que sustentaba (la doctrina pontificia que condena al socialismo) como por las actividades sociales que ejercía. Los círculos obreros eran muy numerosos y se consideraban como brechas abiertas que desunían y debilitaban la unidad del movimiento obrero revolucionario.
3. La Iglesia y sus propios propagandistas sociales no siempre utilizaron una pastoral adecuada para atraer el mundo proletario.
Veremos con más detalle en próximos artículos las iniciativas laicistas inspiradas por estos dos referentes ideológicos y políticos: liberal-burgués y socialista-proletario y los principales medios de que se sirvieron para la difusión de las consignas que habrían de alimentar la acción persecutoria.
[1] PALACIO ATARD, Vicente, Cinco historias de la República y de la Guerra, Editora Nacional, Madrid, 1973, p.41.
[2] Cfr. ANDRÉS-GALLEGO, José - PAZOS, Antón M., La Iglesia en la España Contemporánea. I. 1800-1936, Ediciones Encuentro, Madrid, 1999.
[3] LAÍN ENTRALGO, Pedro, La Generación del noventa y ocho, Espasa Calpe, Madrid, 1975, p.62.
[4] Cit.por LABOA, Juan María, Iglesia e intolerancias: la guerra civil, Atenas, Madrid, 1987, p.72.
[5] LAÍN ENTRALGO, Pedro, ob.cit., 62.
[6] De su estancia en aquel lugar da cuenta en la novela autobiográfica El jardín de los frailes, Madrid, 1926.
[7] CUENCA TORIBIO, José Manuel - MIRANDA GARCÍA, «Soledad, Familia y educación en cuatro representantes de la generación de 1936: Laín Entralgo, Julián Marías, Julio Caro Baroja y Francisco Ayala», Hispania Sacra 50(1998)349-350.
[8] Laica, pero no neutra, por el marcado carácter laicista de que, con pocas excepciones, hicieron gala estos centros.
[9] Cfr. OLÁBARRI GORTÁZAR, Ignacio, «El mundo del trabajo: organizaciones profesionales y relaciones laborales», en Historia General de España y América. XVI-2. Revolución y Restauración (1868-1931), Rialp, Madrid, 1982, 595.
[10] Naturalmente, los que así pensaban entonces o repiten hoy argumentos semejantes entienden por “preocupación” o “acción social” la adopción e impulso de los postulados socialistas y anarquistas: «En efecto, cuando se identifica “movimiento obrero” con “concepción revolucionaria de la sociedad” o con “marxismo”, parece obligado concluir que cualquier organización sindical que propugna la transformación no violenta de la sociedad o que defiende la legitimidad y función social de la propiedad privada no es sino un instrumento en manos de la burguesía[...]Lo que ocurre es que no hay razones científico-positivas que abonen esa identificación: como se sabe han sido y son diversísimas las posiciones ideológicas de los movimientos sindicales en todo el mundo, y en muchos países los sindicatos de inspiración cristiana han protagonizado una brillante trayectoria en la defensa de los intereses de los trabajadores» OLÁBARRI GORTÁZAR, Ignacio, ob.cit., p.595.
[11] Declaraciones de Pablo Iglesias (1902) cit.por REVUELTA GONZÁLEZ, Manuel, «La recuperación eclesiástica y el rechazo anticlerical en el cambio de siglo», Miscelanea Comillas 49(1991)192.
[12] El Socialista, 24-enero-1902, cit.por DÍAZ-PLAJA, Fernando, La España política del siglo XX en fotografías y documentos. I, Plaza & Janes, Barcelona, 197, p-127.
[13] El Imparcial, 2-mayo-1902, cit.por DÍAZ-PLAJA, Fernando, ob.cit., p.33.
[14] Cfr. REVUELTA GONZÁLEZ, Manuel, ob.cit., p.193.