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Ciudadanismo y socialismo.

 

 

Ignacio Sánchez Cámara. 

 

Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de La Coruña, y profesor-investigador en el Instituto Universitario Ortega y Gasset de Madrid.

 

 

   

La presencia y participación de Rodríguez Zapatero en la reciente conferencia pronunciada en Madrid por Philip Pettit entraña el reencuentro de quien ahora es presidente del Gobierno con quien consideró hace tres años su principal referencia ideológica. Quizá la versión más completa de las ideas de Pettit se encuentre en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Conviene advertir que poco o nada tiene que ver la teoría con el problema clásico de las formas de Estado, monárquica o republicana. El republicanismo se presenta a sí mismo como una alternativa al liberalismo clásico, que reivindica un modo diferente de entender la libertad, a la que sigue considerando, al menos en principio, como el valor político predominante. Sin embargo, no corren ya buenos tiempos para la denominación que ha desaparecido tanto de la intervención madrileña de Pettit como de las palabras de Zapatero, para ser sustituida por la expresión «ciudadanismo» o «liberalismo cívico o radical». Quizá no sea sólo un cambio de palabras sino que entrañe una mayor aproximación a la tradición liberal.

La democracia se ha convertido en el paradigma de la legitimidad. Pero existen dos formas distintas, y aun antagónicas, de entender la democracia: la liberal y la radical. Para la versión radical o populista, la democracia se define ante todo por la soberanía, por la titularidad popular del poder, y tiende a que el principio democrático no presida sólo la política sino todos los ámbitos de la vida social. La democracia liberal se caracteriza ante todo por la necesidad de atender al problema de la limitación del poder. No tanto a la cuestión de quién manda sino a la de cuánto manda, hasta dónde alcanza el poder sobre las personas. Quizá la diferencia fundamental entre ambas se centre, pues, en la cuestión de la actitud ante el poder popular. El liberalismo, que asume el valor de la participación política, recela del crecimiento del poder, incluido el popular, y aboga por su control y limitación. El radicalismo confía en el poder popular para transformar la sociedad. Constant, Mill, Madison, Jefferson, Tocqueville, Lord Acton son buenos ejemplos de la tradición liberal. Rousseau, el socialismo y el marxismo, de la tradición radical, que puede conducir al totalitarismo.

Hasta donde alcanzo a comprender, el republicanismo o «ciudadanismo» se presenta como una alternativa o tercera vía a estas dos posiciones y aspira a ser un punto medio que aúne las bondades respectivas de las dos tradiciones y supere sus deficiencias. Entre los precursores y precedentes, sus partidarios mencionan a Cicerón, al Maquiavelo de los Discursos sobre la segunda década de Tito Livio, a Hurrington y a algunos de los maestros de las tradiciones liberal y radical. En el terreno de las buenas intenciones, poco cabe reprocharle al republicanismo. Otra cosa puede tal vez afirmarse en el ámbito de las realidades y consecuencias. El republicanismo se opone, al menos en principio, a toda forma de colectivismo y totalitarismo y asume la defensa de la libertad de las personas. Pero su crítica al liberalismo clásico arranca de la concepción alternativa de la libertad que defiende. Frente a la concepción liberal de la libertad como ausencia de interferencia, los «republicanistas» oponen la concepción de la libertad como ausencia de dominación. Esta última la entienden, por ejemplo Pettit, como la ausencia de interferencias arbitrarias de otros y como la capacidad de disfrutar de un sentimiento de seguridad y de paridad con ellos. Ser libre es estar asegurado contra la dominación, es decir, contra la interferencia arbitraria de otras personas. Pero ya en este punto surge una perplejidad, pues no alcanzo a percibir con claridad la diferencia con la concepción liberal clásica, ya que los «republicanistas» definen la libertad como no dominación en términos de libertad como no interferencia. No resulta comprensible cómo alguien puede llegar a dominar a otro sin interferir sobre su conducta. El argumento de Pettit de que un amo benigno puede no interferir de hecho sobre su esclavo sin dejar por ello de poder dominarlo me parece perfectamente inútil frente al liberalismo, que, por supuesto, rechaza toda forma de dominación. Sin interferir es imposible dominar. Y si el liberalismo clásico defiende la libertad como no interferencia, incluirá necesariamente la libertad como no dominación.

La cuestión parece residir en que el republicanismo reivindica una concepción material de la libertad frente a la formal que atribuye al liberalismo clásico. Pero esa es otra cuestión, que se remonta, por lo menos, a la discusión entre socialistas y liberales, a partir de Marx. Lo que parece sugerir el republicanismo es que la libertad como ausencia de interferencias no basta sino que, por el contrario, es necesaria la interferencia benigna del Estado para garantizar la ausencia de dominación. Pero esto es cualquier cosa menos algo nuevo. En realidad, lo que el republicanismo, al menos en la versión de Pettit, propugna no es tanto una nueva y más radical concepción acerca de la libertad como un aumento del radicalismo en la política social y una reducción del escepticismo respecto del Estado, frente al liberalismo clásico, y un igualitarismo estructural y no material, frente al comunismo o al socialismo. La naturaleza del republicanismo se muestra, sobre todo, en la identidad de las ideologías y movimientos sociales a los que intenta complacer. Como afirma Pettit, «el ambientalismo (se refiere al ecologismo), el feminismo, el socialismo y el multiculturalismo admiten una formulación como causas republicanas». Pero, cabría oponer, el ecologismo y el feminismo sensatos, no sus versiones estrafalarias y frenéticas, admiten perfectamente y con ventaja una formulación liberal. El socialismo y el multiculturalismo, o deben ser severamente reformulados, o han fracasado, o son puras insensateces.

El republicanismo acierta sin duda frente a la tradición populista o radical, al defender una política de control y dispersión del poder, es decir, al asumir uno de los pilares de la tradición liberal, y al oponerse al igualitarismo material radical en favor de un igualitarismo estructural o formal. Eludir los viejos errores es siempre un acierto. Pero, si no estoy equivocado, escamotea el conflicto que puede existir entre la libertad y la igualdad, cuando se extreman sus respectivas reivindicaciones. Algunos de los principios de la libertad como no dominación, tal como la entienden Pettit y otros «republicanistas», difícilmente pueden ser defendidos sin menoscabo de la libertad como no interferencia, y, en definitiva, de la libertad como no dominación. A mi juicio, esta última, tal como la conciben, incorpora valores y principios, si no incompatibles, sí al menos generadores de tensiones entre ellos. Sumar siempre queda bien, pero, en ocasiones, uno de los sumandos exige la reducción de la cuantía de otros. No es seguro que el republicanismo no tienda, aun en contra de la voluntad de sus partidarios, a socavar algunos de los principios y valores fundamentales del liberalismo clásico. El destino de la libertad republicana queda vinculado al de la igualdad republicana, y éste, al de la comunidad republicana. En definitiva, el republicanismo confiere al Estado más poderes de los que considera razonables la mayor parte de la tradición liberal. Está en su derecho de hacerlo, siempre que no infravalore y escamotee los costes para la libertad bajo la forma de un entendimiento particular de ella.

Lo que sí resulta fácil de entender es la fascinación que el republicanismo ha podido ejercer sobre el afligido cuerpo del socialismo democrático, obligado por la historia y por la realidad a ir modificando sus teorías para evitar el peso de los pasados errores. Antes que reconocer los errores siempre resulta preferible acogerse al confortable manto protector de una teoría que, sin darnos la razón del todo, al menos se la niega al viejo adversario. El republicanismo vendría a ser algo así como el socialismo democrático despojado de sus más tradicionales y patentes errores, despojado, en suma, del socialismo. El republicanismo es el postsocialismo, el socialismo que ha dejado de ser socialista. Y no deja de rendir un involuntario tributo al liberalismo, pues, sin querer ser identificado con él, no quiere dejar de ser liberal.

 

 

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