La función social de la educación

 

Ángel Gutiérrez Sanz

 

Catedrático de Filosofía (España) [1]

 

 

La educación, como las monedas, tiene dos caras. En una de ellas se puede ver a la familia y a la sociedad en función de la educación, en la otra cara en cambio, podemos contemplar la educación en función de la familia y de la sociedad, que es exactamente de lo que quisiéramos tratar en este artículo. Como ya se puede adivinar, se trata de una dimensión complementaria de la realidad educativa.

Puestos a señalar las funciones educativas, si algo podemos tener claro en este tan complejo asunto, es que la educación está llamada a influir en la sociedad y en la familia, de tal modo que el mundo y la familia que dejemos a nuestros hijos van a depender en gran medida de la educación que les hayamos dado. No podemos olvidar que los niños de hoy van a ser los padres, los esposos y los ciudadanos del mañana. Los frutos que hayamos de recoger mañana, dependen de lo que hayamos sembrado hoy.

La educación sin duda es una previsión de futuro, algo que saben muy bien los gobiernos y los políticos más avispados, que con un indiscutible instinto práctico nos advierten que la educación está en la base del progreso y desarrollo de los pueblos. Quienes se dedican a la planificación del desarrollo de los países tienen muy claro que la más rentable inversión es la que se hace en educación. Ahí están los hechos. Los pueblos más desarrollados en educación son también los más desarrollados económicamente y viceversa. Sin duda, la educación es negocio rentable. Esto mismo se lo he oído decir también a muchas familias normales, que haciendo un gran esfuerzo económico, llevan a sus hijos a colegios de pago, porque piensan que el dinero que se gastan en la educación de sus hijos resulta ser al final el dinero mejor empleado. A decir verdad, la educación es la mejor herencia que hoy se les puede dejar a los hijos, y seguramente el único patrimonio que puede garantizarles un envidiable status social.

La educación viene a ser una correa de transmisión, a través de la cual los hábitos, las ideas, las creencias, los temores, las esperanzas, es decir todo un vasto bagaje cultural, va pasando de unos sujetos a otros, para constituirse en patrimonio de la colectividad.

Hubo un largo periodo de la historia en el que a la educación se le daba una función exclusivamente individual. La educación era considerada como un proceso de perfeccionamiento de la persona y aquí acababa todo; pues bien, a partir de la era moderna comienza ya a reconocerse a la educación una dimensión eminentemente social. Fueron los Pestalozzi, los Durkhein, Natorp, Dewey, etc., quienes llegaron a este extraordinario descubrimiento. A partir de aquí se podía ya hablar de la función socializadora de la educación. A tal respecto K. Manheim puntualizaba que la “educación no moldea al hombre en abstracto sino en concreto, para una determinada sociedad”.

Singular aportación la de estos pedagogos sociologistas, que acertaron a ver la finalidad social de la educación. Si en algo no podemos estar de acuerdo con ellos es en su visión exclusivista, que les impidió ver en la educación otra función que no fuera la social.

Dos modos de entender la función social de la educación

 Permítanme recordarles que dentro ya de la función social de la educación cabe distinguir dos posturas: la realista y la idealista. Para el realismo la educación ha de venir marcada por las exigencias y necesidades familiares y sociales. Desde esta postura se defiende la idea de que se educa en función de la colectividad. Educar es aprender a desempeñar los roles impuestos por los respectivos grupos sociales. Es así como el individuo tiene mayores posibilidades de adaptación al grupo. Triunfo y prestigio van en relación directa con esta adaptación, que nos empuja a una especie de mimetismo o de conformismo social. En otras palabras de lo que se trata es de preparar a los sujetos, para que éstos puedan hacer lo que la sociedad y los grupos sociales esperan de ellos.

En esta dirección nos podemos encontrar con una educación tal, que se pliegue de forma servil a las exigencias sociales, incluso con un tipo de educación domesticada desde arriba, que responda a las exigencias o imposiciones políticas; cosa que puede suceder y de hecho sucede con bastante frecuencia, pues sabido es que los estados se valen de la educación para instrumentalizarla a favor propio; pero no es de estos tipos de educación del que me gustaría a mi hablar ahora. Comprendo, eso sí, que la educación tenga que cumplir una función de adaptación social y que debe de preparar al individuo para que éste pueda desenvolverse e integrarse en la sociedad que le vaya a tocar vivir ( así por ejemplo se explica el hecho de que los idiomas modernos vayan ganando interés en detrimento de las lenguas clásicas, o que las enseñanzas técnicas vayan desplazando las manualidades o la artesanía) aún con todo la educación no puede estar en dependencia absoluta y en conformismo total con lo que en un momento determinado impongan la realidad familiar o social, mucho menos en los tiempos que nos están tocando vivir.

 De aquí que exista otra postura, la de los idealistas, que abogan por una educación cuya finalidad es el mejoramiento de la sociedad y la familia. Ambas necesitan con urgencia ser mejoradas. Desde algún rincón de la sociedad tendrá que salir el revulsivo que cambien el rumbo de la situación actual y nada mejor que intentarlo desde la realidad educativa , que se puede presentar bajo formas y manifestaciones diferentes , mucho más en unos tiempos en los que los medios de comunicación social están jugando un papel tan importante.

A poco que nos fijemos en la historia nos daremos cuenta de que los grandes cambios sociales han tenido su origen en las ideas revolucionarias de pensadores y educadores. Si algún sentido tiene la educación ha de ser el perfeccionamiento de los individuos y qué duda cabe que a través del perfeccionamiento de los individuos se llega al mejoramiento de los grupos a los que estos pertenecen. Uno de las mayores ayudas que la sociedad puede recibir, es precisamente el que le viene de parte de la educación. Este planteamiento ha sido siempre la aspiración de los grandes idealistas, cuyos orígenes los tenemos ya en Platón, quienes soñaron siempre con la idea de que la educación podría ser el medio más indicado para lograr una sociedad más justa, solidaria y pacífica.

Por lo que a mi respecta he de confesar que una de mis posibles frustraciones como educador haya sido el no haber sabido, o no haber podido inyectar en mis alumnos esa dosis de idealismo que todo hombre necesita para andar por la vida. A mi me ha quedado la sensación de que en mis alumnos ha podido más el pragmatismo social que el idealismo que yo trataba de transmitirles. Cuando el primer día de clase me preguntaban mis alumnos: ¿y para qué sirve esto de la Filosofía? yo me esforzaba en hacerles comprender que nuestro mundo estaba necesitado de ideales, pero ellos insistían: ¿pero bueno, la Filosofía da para comer, o no da para comer? Hombre, lo que es para comer, comer a lo mejor sí da, pero lo que ellos querían es que diera también para cenar y para irse de juerga los fines de semana. Eso de los ideales no les acababa de convencer, precisamente ello era lo que a mí siempre me ha decepcionado, porque la juventud ha sido siempre la edad de los ideales y si de jóvenes no se tienen ideales ¿cuándo se van tener?.......

Aún con todo nunca perdí las esperanzas ni he dejado nunca de mirar a ese mundo mejor que todos deseamos. Sigo pensando que ello será posible, si posible es una educación capaz de hacer a los hombres más humanos y acogedores, más auténticos, más libres, más pacíficos y menos violentos. Y cómo no va ser posible una realidad educativa con estas pretensiones si ellas son precisamente la razón de su existencia. Aún con todo para hablar de ideales educativos es conveniente tener en cuenta la realidad familiar y social que a cada cual le ha de tocar vivir.

 


[1] Artículo publicado en Arbil, nº 80

 

 

La Razón Histórica, nº14, 2011 [15-17], ISSN 1989-2659. © IPS.

 

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